martes, 16 de octubre de 2018


CARLOS QUINTO




SUNTUOSOS BANQUETES Y ARCONES LLENOS



Las Bodas de Caná (P. Veronese)


Flandes, España y Alemania, son los tres países que tuvieron una importancia fundamental en la vida de Carlos V. El 24 de febrero de 1500 nació en Gante, ciudad de Flandes; en 1516, era el joven soberano de España (y a España volvió en 1556, cansado y ya sin ilusiones, para morir dos años después en el monasterio de Yuste); Alemania lo tuvo como emperador en 1519. Fueron tres países esencialmente distintos: Flandes, rico y animado; España, místico y guerrero; Alemania, feudal, agitado por interminables revueltas sangrientas. Carlos V –que recibió como primer título el de archiduque Carlos, duque de Luxemburgo- quedó profundamente marcado por su nacimiento en Flandes y por haber pasado en tierras flamencas su niñez y su juventud. El más completo de sus biógrafos, Karl Brandi, dice que reunía en sí las antiguas tradiciones borgoñonas. Le impusieron el nombre de su ilustre bisabuelo, Carlos el temerario, último duque de Borgoña, de quién heredó también una de sus características notables: el marcado prognatismo que tan desagradablemente impresiona al que ve su retrato por primera vez. Recordemos la descripción que hizo Caducci de Carlos en la infancia: “Sus quijadas, a guisa de morteros/ sostienen su labio inferior partido; parece enfermo…” El futuro emperador creció en Flandes, país rico que ostentaba su prosperidad de mil maneras. Los cronistas que lo conocieron en aquel tiempo, hacen hincapié en el esplendor y el fasto de la vida flamenca. Uno de ellos habla de sus abundantes banquetes, el otro alaba a las mujeres de Brujas, “regordetas, ataviadas de vestidos claros, amorosas y místicas a la vez”. El primero de aquellos “turistas literarios” fue el memoralista francés Felipe de Commynes, para quien Flandes era la Tierra Prometida. Otro de los “turistas” dice que Gante, con su mercado de granos, es el “caput Flandrae”, la cabeza de Flandes; Brujas se señala por el esplendor de sus artes, que también son signos de opulencia, aunque no descuida el comercio, por supuesto. Las ferias de Amberes, concentradas en el puerto, “son las más bellas del mundo”. Lieja se enriquece con la industria del carbón y del metal. En consecuencia, cuando Carlos, visitó su reino de España en 1517, lo encontró muy triste y pobre.

Carlos V fue el personaje central de su época. Pablo Veronese lo incluyó entre los comensales de sus “Bodas de Caná”, (el tercero de izquierda a derecha). También pintó en la misma mesa a un enemigo de Carlos, a Solimán (el quinto por el mismo lado). El hecho de haber representado en un cuadro de tema religioso a semejantes personajes, le acarreó al pintor muchas contrariedades con el tribunal de la Inquisición.



La boda de los campesinos, Pedro Brueghel el Joven


“Kerkmisse”, en flamenco, quiere decir “misa en la iglesia”, pero el término “Kermesse” ha venido a indicar una fiesta popular, pagana, y desenfrenada. Las bodas de los campesinos, como la que pintó Pedro Brueghel, el Joven, eran las ocasiones más frecuentes para estas fiestas alegres y tumultuosas que duraban varios días y se realizaban al aire libre.


LA TIERRA PROMETIDA


En aquel tiempo y durante largos años, la vida fue cómoda y fácil en los Países Bajos. Los pintores flamencos y holandeses nos dejaron los aspectos festivos de aquella vida: mesas suntuosas, juegos en la plaza pública, diversiones populares, Kermesses… Sus naturalezas muertas nos hablan de comilonas pantagruélicas; los banqueros y los cambistas, como el que pintó Reymerswaele, aparecen sobre un fondo de arcones y cajas fuertes repletas de oro. Esos banqueros eran también los dueños de las bellas mujeres, rubias y rubicundas, pero a menudo se olvidaban de ellas y las dejaban esperando en casa, mientras ellos se entretenían en la hostería, entre el humo espeso de los asados, condimentando con el picante olor de la cerveza.



Gante en 1534. La patria de Carlos V era uno de los cetros comerciales más importantes de la rica e industriosa región flamenca. La ciudad se encuentra en la confluencia del Schelda y el Lys.

En esas noches, según nos cuenta Alfonso Vásquez en su libro sobre la guerra de Flandes, las damas rubias recorrían las calles con una linterna en la mano, buscando a sus maridos embriagados para llevarlos a casa. Era una vida fácil, sin límites de ley ni de moral. El gran Erasmo de Roterdam nos dice que en cada hospedería se encontraba por lo menos una hermosa mujer para entretener a los huéspedes con charlas placenteras. Con alguna anticipación diremos que el gentilhombre borgoñón Carlos V, sólo en la mesa se mostró como un flamenco verdadero. Dadas las costumbres de la época, es extraordinario que únicamente haya tenido dos hijos naturales: Margarita de Parma (1522-1566), hija de Juana van der Gheenst, y Don Juan de Austria (1545-1578), hijo de Bárbara Blomberg. La primera nació antes del matrimonio con Isabel de Portugal y el segundo, 4 años después de la muerte de Isabel a los 37 años de edad. En la mesa era donde se manifestaba plenamente su origen flamenco; los borgoñones, famosos bebedores y comelones, así como los alemanes que, según decía un embajador veneciano, mandaban buscar al médico cuando no tenían deseos de beber, estaba sin duda orgullosos de aquel emperador que devoraba enormes pasteles de anguilas y se bebía el sólo tanta cerveza como cinco de ellos juntos. El emperador alternaba la cerveza con el vino del Rin. Esta intemperancia, fue causa de la decadencia precoz de Carlos V.



La cocinera, 1559, óleo sobre tela, Pieter Aerstsen, Museos Reales de Bellas Artes, Bruselas



LA BURDA EXISTENCIA DE LOS ALEMANES


Indudablemente que Alemania ofrecía un panorama muy distinto y mucho menos brillante. También era un país rico, pero no hacia ostentación de sus riquezas; éstas se mostraban sólo para un fin determinado y, en estos casos, se exhibían más de lo necesario. Al hablar de los alemanes, Maquiavelo dice que llevaban una “burda existencia”, y es justo pensar que no se refería tan sólo a las clases menos acomodadas, puesto que Maquiavelo, enviado de Florencia ante el emperador, debió frecuentar más los círculos cortesanos que los populares. Pero también en Alemania la gente del pueblo se divertía como podía. Siempre que el tiempo lo permitiese, organizaba bailes al aire libre y banquetes muy concurridos en los cuales se consumían ríos de cerveza. En los días de fiestas, los hombres se ejercitaban con las armas –pica, ballesta, arcabuz, etc.-, para disputar un premio que el vencedor compartía con la comunidad. Pero muy a menudo se empuñaban también las armas para fines menos pacíficos; las utilizaban particularmente los campesinos y la gente pobre para hacer valer sus derechos contra aquéllos que los explotaban sin escrúpulos. Con frecuencia alarmante estallaban furiosas rebeliones; entre fines del siglo XIV y principios del XVI, hubo diez guerras, sin contar las rebeliones menores. Los nobles caballeros que vivían en sus castillos, aislados del resto del mundo y ejerciendo su autoridad feudal, eran hombres de armas y mantenían al país en perpetuo estado de guerra, guerras particulares, guerras de “desconfianza” como se las llamaba, por las que el señor, ayudado por sus amigos, declaraba la guerra a otro señor y, sin más ni más, lo atacaba (esa era la regla del juego). Naturalmente que a la violencia se respondía con la violencia. En 1495, en la Dieta de Worms, el emperador Maximiliano promulgó un Edicto de Paz Perpetuo, pero sin éxito, como lo prueban las Memorias de Goetz de Berlichingen, “el osado y notable caballero de los tiempos del emperador Maximiliano I y Carlos V”. Le decían Goetz Mano de Hierro, porque en 1507 perdió la mano en una batalla y la substituyó por un gancho de fierro; vivió hasta 1562 empeñado a diario en ayudar a sus amigos, los caballeros, en sus violentas y sanguinarias empresas.



Pareja de campesinos, ca. 1495-1499, The Metropolitan Museum
Numerosos artistas franceses e italianos, habrían quedado descalificados de haberse atrevido a pintar a la gente común y corriente. Por lo tanto debemos de estar agradecidos a Alberto Durero, el gran pintor y grabador de Nuremberg, por habernos dejado los documentos sobre las costumbres de la vida diaria de su tiempo.



Hombres en el baño





Pareja de campesinos en el mercado, Alberto Durero (1471-1528)


LA ARTERA POLÍTICA DE LOS MATRIMONIOS


Federico III de Habsburgo, fue coronado Rey de los Romanos y de Alemania en 1440 a la edad de 25 años y, en 1452, recibió en Roma la corona imperial. Su reinado duró 53 años, pero no sólo fue notable por su duración; en realidad, fue Federico quien señaló la meta a su dinastía. Suya es, en efecto, la orgullosa empresa que ha pasado a la historia con las siglas de las cinco vocales, A.E.I.O.U., que substituyen a este pomposo nombre: Austriae Est Imperare Orbi Universo. A falta de otras cualidades, Federico destacó en un sector especial de la política: la política matrimonial. Su operación conyugal más afortunada tuvo lugar en 1447, cuando arregló el casorio de su hijo Maximiliano, de 18 años, con María de Borgoña, de 16 años, hija de Carlos el Temerario, una princesa que aportó a la Casa de Austria los territorios de Flandes y el Franco Condado.



Diecinueve años después, Maximiliano I, siguiendo el ejemplo de su padre, concertó otro matrimonio memorable: el de su hijo Felipe el Hermoso con Juana, la hija de los reyes católicos, Fernando de Aragón e Isabel de Castilla. Juana aportó a la Casa de Austria una dote inmensa: España, unificada por la valiente destreza de su madre y engrandecida por la astuta política de su padre y, además, aquel Nuevo Mundo de ultramar, descubierto por Colón y ensanchado continuamente por los conquistadores a punta de espada. Pero entre estos dones magníficos que Juana llevaba en su pequeña mano, se ocultaba un don funesto. La princesa que se casó con el hijo de Maximiliano antes de cumplir los 16 años y en 10 de matrimonio le dio 4 hijas y 2 hijos, uno de los cuales habría de ser Carlos V, procedía de una familia agotada por siglos de uniones consanguíneas, y atacada a menudo por el paludismo y otras enfermedades. La madre de Isabel la católica, Isabel de Portugal, hija de Enrique el Navegante, se hundió en las espantosas tinieblas de la locura, desde muy joven. Durante 42 años –de 1454 a 1496-, retirada en Arévalo, pequeña ciudad cerca de Medina del Campo, vivió perdida en una demencia tranquila. Su nieta Juana tuvo una suerte parecida; también ella vivió 46 años –de 1509 a 1555- en el castillo de Tordesillas, sobre el Duero, perdida en las sombras de la locura. El pueblo la creía embrujada.



Árbol genealógico de Carlos V

FELIPE EL HERMOSO Y JUANA LA LOCA


Hacia el 1496, Maximiliano había vinculado su Casa Real con la Casa de Castilla, pero no contento con eso, arregló otros dos matrimonios. En tanto que su hijo Felipe se casaba con Juana de Castilla, su hija Margarita de Austria arreglaba su boda con Don Juan, que por entonces era el heredero al trono de España. Estos son dos buenos ejemplos de lo que se calificaba de “matrimonios cruzados”. Sólo que Don Juan, casado a los 18 años, dejó viuda a su flamante esposa alemana siete meses después de la boda.
            El primer encuentro de Juana y de Felipe, no fue la fría entrevista de dos príncipes que por razones dinásticas se echan uno en brazos del otro, sino la reunión de dos amantes apasionados. Apenas cruzaron la primera mirada cuando se encendió en ellos un deseo tan ardiente que, despreciando por completo la etiqueta y las conveniencias, decidieron adelantarse al día fijado para las bodas y buscaron a un sacerdote para que les diera pronto el derecho de amarse libremente. Después, toda la vida conyugal de Juana y Felipe, sobre todo por parte de Juana, se caracterizó por aquella pasión insaciable. Y aquella fiebre fue un abono para la locura.




Felipe el Hermoso y Juana la Loca, del tríptico del Municipio de Zierichzee, obra del Maestro de la Abadía de Afflighem. Con aquellas bodas quedó sellada la unión entre las coronas del Imperio Germánico y de la España unificada. Felipe el Hermoso (1478-1506), hijo de Maximiliano y de María de Borgoña, fue archiduque de Austria, rey de Castilla y príncipe de los Países Bajos. Juana la Loca (1479-1555) fue reina de Castilla de 1504 a 1555. Era hija de Fernando de Aragón y de Isabel de Castilla.


Felipe no era un marido fiel. Querini, el embajador véneto, lo describió ágil y vigoroso, aficionado a todos los deportes de la época. Gustaba de vestir lujosamente y usaba trajes de terciopelo y seda con bordados de hilo de oro y adornos de pieles; así se presentó en Toledo, en 1502, ante sus suegros Fernando e Isabel y sorprendió a los españoles, acostumbrados a la severa sencillez de sus soberanos, siempre cubiertos con paños de lana. Por cierto que las bellas damas de la corte flamenca en Bruselas, no debían mostrarse indiferentes ante aquel “deportista” regio, poco inteligente, pero simpático y atrevido. Eso bastó para desatar los celos de Juana, tan apasionadamente enamorada de su esposo. Y los celos desencadenaron la demencia con accesos violentos. Los cortesanos que presenciaron en Bruselas las agitadísimas discusiones de los esposos, calificaron aquellas escenas de “schreclinch”, es decir terribles. Pero la verdadera locura se manifestó el 25 de septiembre de 1506, en Burgos, cuando Felipe murió después de una rápida y misteriosa enfermedad que hizo pensar en un envenenamiento.


CON DIOS HABLABA SOLO EN ESPAÑOL



Carlos V cuando niño (Leonor al centro e Isabel a la izquierda)

Margarita de Austria, tía de Carlos, mandó construir un palacio renacentista frente al viejo y anticuado donde residían sus sobrinos: Madame Lienor, Madame Isabeau, la pequeña Marie y Charles, con sus maestros y las personas adscritas a su servicio. A lo que parece, Carlos era el menos bullicioso de todos; desde entonces,  el futuro emperador mostraba su escasa vivacidad, una frialdad taciturna que escondía, en parte, las cualidades geniales que habría de revelar más tarde. Margarita era una verdadera princesa renacentista que gustaba de vivir rodeada de artistas y ella misma cultivaba la poesía.



Leyenda de Nuestra Señora de Sablon. Ahí se ve a Carlos portando la imagen sagrada, junto con su hermano Fernando. A la derecha está arrodillada Margarita de Austria con las cuatro sobrinas: Leonor, Isabel, María y Catalina.





A Margarita le hubiese gustado dar al sobrino una educación humanística; pero ya se le había adelantado Guillermo de Croy, señor de Chièvres, quien desde 1508 había sido nombrado por Maximiliano gobernador y gran chambelán y estaba constantemente al lado del príncipe Carlos, con miras a hacer de él un rey. La influencia de de Croy determinó un conflicto que alejó a Carlos de la que él y sus hermanas llamaban “señora tía y buena madre”. Las lecciones que se impartían a diario y a ritmo despiadado al joven archiduque, estaban a cargo de un hombre muy docto, Adrián de Utrecht, decano de San Pedro de Lovaina, quién más tarde, del 1522 al 1523, fue Papa con el nombre de Adriano VI, el sucesor de León X. Chièvres lo iniciaba en los negocios del reino; a la edad de 10 años, Carlos debía leer todas las comunicaciones que llegaban de la provincia y, como el jovencito dormía en la misma habitación que su maestro, éste solía despertarlo en mitad de la noche para que leyera las misivas más importantes. Aquel rigor iba a la par con la severa educación religiosa que se impartía y que dejó una huella indeleble en la personalidad del príncipe. Sin embargo, no parece que Carlos haya estudiado con entusiasmo ni que haya sacado mucho provecho del estudio, el latín le resultaba insoportable. Se expresaba por lo general en francés. Con el tiempo, habló correctamente el español y conocía algo de alemán, inglés e italiano. Se cuenta que cierto día el emperador, ya de mayor edad, declaró: “Hablo en italiano con los embajadores, en francés con las mujeres, en alemán con los soldados, en inglés con los caballos y sólo hablo en español con Dios”.


LA PRECIOSA TÍA MARGARITA


A la muerte de Felipe, el pequeño archiduque tenía 6 años y medio. Además de Carlos, el rey dejó otros cuatro hijos: Fernando, de 3 años, el cual heredó el Imperio de su hermano Carlos en 1555 y murió a su vez en 1564; Leonor (1498-1558), Isabel (1501-1526) y María (1505-1558). La primera fue reina de Portugal y de Francia; la segunda, reina de Dinamarca; la tercera, reina de Hungría. Además a la muerte de Felipe, su esposa Juana estaba encinta y, el 14 de febrero de 1507, dio a luz una hija, Catalina, que a los 18 años se casó con Juan III de Portugal. Los hijos del rey vivieron aparte: Carlos, Leonor, Isabel y María crecieron y se educaron en los Países Bajos; Fernando y Catalina en España. Se comprende, por lo tanto, que Carlos no haya conocido a su madre hasta la edad adulta. El cuidado de los cuatro príncipes se confió a la tía Margarita de Austria, a la que su padre, Maximiliano, había nombrado gobernadora de los Países Bajos. Después de que su primer marido, Don Juan de Aragón, la dejó viuda (una viudita de 17 años), Margarita pasó por otra experiencia matrimonial y, en 1501, se casó en segundas nupcias con el duque Filiberto de Saboya, un año mayor que ella. Al lado de Filiberto de Saboya, al que se llamaba el Hermoso y al parecer con razón, “Margot, la gente damoiselle”, como ella misma se definió en un dicho famoso, encontró esa satisfacción perfecta del corazón y de los sentidos que tan a menudo se confunde con la felicidad. . . Pro la dicha fue muy breve, porque en el mes de septiembre de 1504 murió el bello Filiberto durante una cacería, por haber bebido en un arroyo de agua helada cuando estaba sudando. Margarita fue presa de una profunda desolación. No había cumplido aún los 24 años y su vida parecía terminada para siempre. En su retiro en Brou-en-Bresse, podía creerse, tal como lo escribió a Maximiliano, “perdida y olvidada”. Vestía un burdo sayal negro, llevaba recogidas sus largas trenzas rubias y vivía recluida en un monasterio, pensando en el hombre que había amado y a cuya memoria había jurado perpetua fidelidad. Al retiro de Brou-en-Bresse llegó Maximiliano para hacerle una encomienda muy delicada y difícil: la regencia de los países Bajos y la tutela de los príncipes, sus sobrinos.


FIESTAS EN TORNO A LA HOGUERA



Santo Domingo de Guzmán  presidiendo un “Auto de Fe”, de Pedro Berruguete, 1475
El hecho de que se halla dado el nombre de “Auto de Fe” al suplicio de la hoguera en que la Inquisición ajusticiaba a los herejes, nos dispensa de una exposición más amplia sobre el carácter dramático de la religión en España (y también en Portugal, puesto que la denominación “Auto de Fe” es de origen portugués). Si bien el acontecimiento pertenece al siglo XII, la vestimenta de los personajes corresponde al siglo XVI.


En 1515, Carlos era un chiquillo de 15 años que hacía su aprendizaje de futuro soberano bajo la dirección de Chièvres. Este, con miras a substraer cuanto antes al jovencito de la tutela de margarita, maniobró para que se proclamara su emancipación y, el cinco de enero, le atribuyó el título de “príncipe natural de los Países Bajos”. Un año después, el 23 de enero de 1516, murió Fernando el Católico a los 64 años de edad, y el joven Carlos asumió el título de rey de Castilla y Aragón. Un año más tarde, en septiembre de 1517, llegó Carlos a España con 40 naves y un séquito que no desmentía el tradicional esplendor de la corte borgoñona. Iba con él su hermana Leonor para desposar al rey Manuel I de Portugal. La primera visita fue para su madre, Juana, extraviada en un mundo fantástico, que tenía junto a ella a su última hija, la pequeña Catalina y ambas vestían bastante pobremente. La reina loca acogió como en un sueño a aquellos dos jóvenes rubios, desconocidos, que también eran sus hijos y que la saludaban con tres profundas reverencias, de acuerdo con la etiqueta. Muchas veces volvió Carlos a visitar a su madre, pero nadie sabe lo que se dijeron, si es que se dijeron algo. Entre tanto, Chièvres y el gran canciller Juan de Sauvages trataban de desenredar el embrollo de España, donde las cortes, los fueros y los privilegios de las grandes familias, creaban una situación lamentable. En 1518 murió de Sauvages, y la previsora tía Margarita lo sustituyó con un hombre de su entera confianza; el marqués Arborio Mercurino Gattinara. Es difícil precisar la impresión que produjo en el joven Carlos la vieja España con su ambiente sombrío, su asteridad y su trágico sentido religioso.




Procesión de la Cruz Verde



UN REY DE PIES A CABEZA



Si acaso algún artista mereció ser llamado “pintor de los reyes”, ese fue Ticiano Vecellio (1477-1576). Convertido en pintor de gran fama, aquí con el retrato del emperador Carlos I de España y V de Alemania



Chièvres había sido un hábil instructor que preparo admirablemente a su alumno para cumplir con los deberes de su cargo. Como dice Shakespeare, a los 16 años, Carlos era un rey de pies a cabeza. También Mignet escribió de él que había heredado el carácter de su abuelo Fernando el Católico y su espíritu político; de su abuela Isabel de Castilla, la nobleza y la gallardía; del emperador Maximiliano le venía la industriosa ambición, el amor por las bellas artes y cierta inclinación por la mecánica; sobre todo, dominaba la melancolía heredada de su madre Juana la Loca. Pero en él no había ningún vestigio de demencia, aunque algunos sostienen que llevaba en sí una marcada inclinación a las depresiones de la voluntad y de la vida espiritual. Es extraño que se pueda decir eso de un hombre que pasó la mayor parte de su vida a caballo, que llevó a cabo cerca de 40 expediciones, en tiempos de paz y de guerra, a los países de Europa y de África; que atravesó cuatro veces los mares de España y ocho el Mediterráneo. Durante su primera estancia en España, que duró cerca de dos años y medio, el joven soberano tomó conocimiento de su alto destino y se entusiasmó, por así decirlo, con la idea de suceder a su abuelo Maximiliano en el trono imperial. Más adelante declaraba: “Ninguna monarquía se puede comparar con el Imperio Romano, al que el mismo Jesucristo rindió homenaje”. Al parecer, mucho de lo que era Carlos se lo debía al hombre que Margarita de Austria enviara al sobrino, aquel hábil político que era Mercurino Gattinara, el consejero a quien más escuchaba Carlos V hasta 1530, el año en que murió. Aquel consejero, natural de Vercelli, de unos 50 años, célebre jurisconsulto y humanista, era un hombre de miras universales, distinto a los otros consejeros, como Chièvres y Adriano de Utrecht, quienes prepararon al príncipe únicamente para que reinara en España y sus dependencias italianas y de ultramar. Por todas estas razones, el 29 de enero de 1519, cuando llegó a Lérida donde se encontraba a la sazón Carlos V, la noticia de la muerte de Maximiliano, acaecida 17 días antes, el joven rey de España estaba bien dispuesto y preparado a asumir la herencia imperial.




Esposa de Carlos I de España y V de Alemania, Isabel de Portugal




Esta “cacería en honor de Carlos V”, de Lucas Cranach el Viejo, se refiere a la más apasionada afición del rey y emperador. Precedido por las jaurías, a caballo, con traje de montar de grueso paño y botas altas que le permitían meterse a los estanques, el real cazador hacía frente a los jabalís, derribaba a los ciervos y descubría las nidadas de las perdices con gran destreza y mucha resistencia. Por la caza, Carlos V era capaz de dejar a un lado incluso los asuntos de estado. Pocos días después de haber sido coronado en Bolonia por Clemente VII, aceptó la invitación del marqués de Mantua para una cacería, fueron 10 000 personas las que tomaron parte en la batida del 27 de marzo de 1530 en los bosques de Marmirolo. Los 50 tambores y las 10 piezas de artillería de los cazadores hicieron tanto estruendo que todos los animales huyeron lejos y la cacería fue un fracaso. Poco después, Carlos V tomó la revancha en un bosquecillo de Gonzaga, al derribar un ciervo con su jabalina. No hay pruebas de que Carlos V haya introducido las armas de fuego en la cacería, pero sí era un apasionado de esas armas. Cierta vez pagó una suma enorme a un fabricante de armas de Viena, por dos pistolas, un fusil y una carabina para la caza de aves. También hizo que se trasladaran de Augusta a Madrid los hermanos Simón y Pedro Marquarte, los que iniciaron en realidad la tradición española de fabricantes de armas de fuego.



ERAN TRES POR LA DISPUTA DE LA CORONA





No era cosa fácil asegurarse la sucesión de Maximiliano. Los encargados de conferir la dignidad imperial eran siete electores designados en la Bula de Oro promulgada en 1356, durante la Dieta de Metz, por el emperador Carlos IV de Luxemburgo. Los electores eran los arzobispos de Tréveris, Maguncia y Colonia, el rey de Bohemia, el duque de Sajonia, el conde palatino del Rin y el margrave de Brandeburgo. De entre ellos no merecía confianza más que el duque Federico III de Sajonia, llamado el Sabio, ya que todos los otros estaban más o menos dispuestos a vender su voto al mejor postor. Además de Carlos. Otros dos grandes soberanos habían lanzado su candidatura: el rey de Inglaterra y el rey de Francia, Enrique VIII y Francisco I. Este último era el rival más peligroso. El de Inglaterra había entrado en competencia tan sólo por amor propio; pero con Francisco I la cuestión era distinta. Ante todo, debía tenerse muy en cuenta la rivalidad tradicional entre los Valois y los Habsburgo, una rivalidad que hacia exclamar a Maximiliano: “Los franceses son los más viejos enemigos naturales  nuestra casa”; el segundo factor importante era el de los intereses y la enorme vanidad del rey de Francia. Francisco I llegó a declarar que pagaría tres millones en oro si ganaba la partida. Si se hubiera adueñado del Imperio, Carlos habría sido dos veces su vasallo y podemos estar seguros de que esta idea le complacía. Pero Francisco pensaba también en la precaria situación de su poderío en Italia. Necesitaba apoderarse de Milán para contrabalancear la presencia de los españoles en Nápoles y no se atrevía a atacar porque sabía que, aun contando con el apoyo del Papa León X, era muy dudoso su éxito. Mientras tanto, Carlos estaba tan ocupado en arreglar la agitada situación interna de España, que encargó a su tía Margarita el asunto de la sucesión. Como siempre, Margarita se mostró muy hábil y ni siquiera se dejó intimidar por la amenaza de las armas. En 1519, la actividad de los dos príncipes contendientes llegó a ser frenética; pero a fin de cuentas, fue el dinero el que se presentó como el factor decisivo de la situación. Carlos envió muchísimo dinero; sumas enormes para las indemnizaciones, las gratificaciones y las pensiones a los electores. . .
Pero aun así era poco. . .



LOS FLORINES DE ORO DE LOS FUGGER



Hans Hug: Bordret vom Hans Rudolf Faesch und sinere Familie, 1559
El binomio Fugger-Augusta es el símbolo del advenimiento de una nueva clase social muy importante en la Alemania feudal e imperial. Nació la sociedad mercantil, fundada en buena parte sobre las riquezas de las minas de plata. Pero, los descubrimientos de nuevas tierras habrían de asestar un duro golpe a aquella aristocracia del dinero. El oro reemplazó a la plata.




Jacobo Fugger por Alberto Durero, hacia 1519




Jacobo Fugger en su oficina, cada archivo tiene el nombre de las filiales que los banqueros tenían en Europa.

Con su habilidad característica, Margarita de Austria recurrió entonces a los famosos Fugger. El muy poderoso banco de Augusta estaba representado en aquellos años por el más célebre de los Fugger, Jacobo II, llamado El Rico por antonomasia. En el año de 1535, los miembros de la familia Fugger obtuvieron el derecho de acuñar moneda y se habían enriquecido en poco tiempo. Hans, el mayor de la familia, se trasladó a Augusta desde su aldea natal de Graten, en las riberas del Lech, durante la segunda mitad dl siglo XIV, para dedicarse al tejido. Hans murió en 1409 y dejó un patrimonio de cerca de 3 000 florines. A partir de entonces, las cosas fueron de bien en mejor y los Fugger del Lirio –así llamados porque el emperador Federico les concedió que figurase esa flor en su escudo- hicieron dinero de mil maneras. Muy pronto, su banco se convirtió en uno de los más importantes de Europa.
            Las elecciones imperiales de 1519 costaron cerca de un millón de florines en oro, y las dos terceras partes de la suma fueron pagadas por la casa Fugger. En el libro secreto de Jacobo Fugger, figuraban ya como deudores insolventes León X, Federico de Sajonia, Guillermo de Baviera y otros. Carlos de Habsburgo llegó a aumentar la lista… Pero el gran Jacobo era un banquero y jamás daba algo por nada. En efecto, el futuro emperador tuvo que garantizarle nuevos derechos de propiedad y de soberanía en Suecia y en el Tirol, así como inmensos privilegios en el puerto de Amberes. Los electores se reunieron en Francfort el 17 de junio; un ejército entero estaba de guarnición en la ciudad. Los electores juraron que “¡sus votos eran limpios y sus manos puras!” El 28 de junio de 1519, Carlos fue elegido Rey de los Romanos, mientras se le coronaba emperador, y se echaron al vuelo las campanas de Francfort.



ENRIQUE VIII: UN PERSONAJE INQUIETANTE






Francisco I en el retrato que pintó François Clouet



Bien puede definirse a Enrique VIII de Inglaterra como un hombre culto, teólogo en su momento de ocio y esencialmente cruel como todos los Tudor. El magnífico retrato que Holbein pintó de él, lo describe magistralmente: sobre el voluminoso cuerpo, ataviado con esplendor, el genial pintor de Augusta expresó en el rostro frío y altivo, todo lo vil y lo abyecto que guardaba el alma del soberano inglés. Se sabe que Carlos V y Francisco I eran intrépidos hombres de guerra, pero Enrique VIII no arriesgó jamás su preciosa vida en un campo de batalla. Era un ser sensual que no oponía resistencia a sus deseos amorosos. Tuvo seis esposas y a dos de ellas, Ana Bolena y Catalina Howard, les reservó el patíbulo. De los dos rivales d Carlos V, ciertamente fue Enrique el que se consoló primero por su fracaso. Inmediatamente después de la elección, se declaró partidario de Carlos, de quien era pariente, puesto que había desposado a Catalina de Aragón, hermana de Juana la Loca, de la que se divorció en 1532 para casarse con Ana Bolena. Por cierto que fue aquel divorcio, como se sabe, la causa inicial del cisma d Inglaterra. Carlos V fue recibido con grandes honores por Enrique VIII en Canterbury, donde estuvo de paso en su viaje de España a los Países Bajos. Allí vio Carlos a su tía, la reina Catalina; y allí mismo, el 29 de mayo de 1520, concluyó con Enrique una alianza para combatir a Francisco I. Pero en junio, el rey de Inglaterra cruzó el canal de La Mancha para reunirse con Franciso I en el “Campo del Brocado de Oro”.



EL ENEMIGO NUMERO UNO



La entrada real del emperador Carlos V, Francisco I de Francia, y el Cardenal Alessandro Farnese en París, Villa Farnese.



Francisco I tomó muy a pecho su derrota en la competencia por el imperio. Ya sabemos que tenía razones políticas y estratégicas de peso para sentir temor por el advenimiento de Carlos V. Francia estaba bastante oprimida por un yugo del que España y Flandes eran los dos brazos; al subir Carlos al trono imperial, Francia quedaba enteramente cercada. Se debe tener en cuenta, además, el carácter de Francisco. Era un coloso de 25 años, adulado por los cortesanos, amado por las mujeres,, guerrero temerario y aureolado por la gloria militar desde 1515, cuando venció en Marigny a la infantería suiza, que hasta entonces se consideraba invencible, por lo que Bayardo le armó caballero en el mismo campo de batalla.




Castillo de Amboise


Fue la vanidad herida la que hizo de Francisco I el enemigo número uno del emperador. Carlos lo tuvo como adversario encarnizado durante toda la vida. Los dos soberanos se encontraron a menudo y siempre hubo esperanzas de que llegasen a un acuerdo que aportara la paz a Europa; pero nunca tuvieron resultados positivos aquellas reuniones. La serie de guerras entre Francia y el Imperio, no concluyó hasta el 10 de agosto de 1557, cuando el ejército español encabezado por el joven Manuel Filiberto de Saboya, obtuvo en San Quintín un triunfo que produjo la paz de Cateau-Cambrèsis.




Para entonces, hacía ya 10 años que Francisco I había muerto, reinaba su hijo Enrique II y Carlos V esperaba su fin, en el monasterio de Yuste.



LA BATALLA DE PAVÍA




Batalla de Pavía



Francisco no permaneció inactivo largo tiempo, ya que en 1521 cruzó los Alpes y se lanzó contra Italia. Creía haber elegido bien el momento para la invasión, porque parecía que España y Alemania estaban en competencia para crear dificultades a Carlos V. Éste permanecía inmutable. Se afirma que al recibir la noticia de la iniciación de las hostilidades, exclamó: “Al parecer, Francisco se empeña en hacerme más grande de lo que soy. Dentro de poco, yo seré un pobre emperador y él no será más que un rey pobre”. La segunda parte de su frase, fue profética. En el mes de noviembre, los franceses perdieron a Milán, Parma y Piacenza. La guerra se arrastró fatigosamente, con éxitos y derrotas por una y otra parte. En 1524, el ejército de Carlos V invadió la Provenza, al mando del marqués de Pescara y del duque de Borbón que, enemistado con Francisco I, se pasó al servicio del emperador. Sin embargo, la expedición terminó frente a Marsella, que no se rindió al asedio. La lucha se trasladó de nuevo a Lombardía. Francisco recuperó gran parte del ducado y volvió a entrar en Milán, mientras que las huestes imperiales huían de la peste y de la falta de víveres. Si el rey hubiese perseguido al enemigo, de seguro que gana la partida, pero cometió el error de atender al general Bonnivet, quien le aconsejaba poner cerco a la ciudad de Pavía, donde Antonio de Leyva se había atrincherado con algunos centenares de hombres de armas y 5 000 soldados de infantería. El desastroso asedio duró tres meses. Pero Francisco tenía tanta confianza en sí mismo, que el 24 de febrero, el día en que se inició la acción que pasaría a la historia como la Batalla de Pavía, se le oyó exclamar alegremente: “¡Esta noche me llamaréis duque de Milán!”. Al principio pareció que la fortuna le ayudaba; su artillería sembró la confusión entre las tropas imperiales; pero en cuanto el marqués de Pescara lanzó a sus arcabuceros y Frundsberg a sus lanceros, sucumbió la caballería francesa y, cuando el de Leyva salió de Pavía para atacar, el desastre fue total. Francisco I cayó prisionero del Imperio, lo mismo que el rey de Navarra, Enrique d´Albret, el mariscal de Montemorency y muchos otros notables, como Bonnivet, Sanseveriano, La Palice, Aubigny, La Tremoille, murieron en el campo de batalla.




Francisco I, prisionero de Carlos V, desembarca en España



LA ALEVOSÍA DE FRANCISCO I

“Señora mía”, escribió Francisco a su madre, Luisa de Saboya, después de la batalla de Pavía, “de todo cuanto poseía no me queda más que el honor y la vida”. La frase se hizo célebre a través de los siglos por su tono caballeresco. . . y en realidad parece extraída de una antigua epopeya. . . Sin embargo, aquella misma noche Francisco envió su anillo y un mensaje al sultán Solimán el Magnífico para pedirle ayuda. Los turcos eran los más feroces y peligrosos enemigos de Europa y de la cristiandad, alas que atacaban en dos frentes: el del Mediterráneo y el de Hungría. La alianza de un príncipe cristiano con el sultán turco contra la cristiandad, era algo nuevo y escandaloso, aunque ciertos historiadores franceses hayan dicho lo contrario. Al caer prisionero, Francisco fue encerrado primero en el castillo de Pizzighettone, después fue trasladado a Barcelona y por fin a Madrid. Allí enfermó, y su amada hermana Margarita –flor de la cultura de la época y autora del Heptamerón- acudió a cuidarlo. En Madrid se firmó la paz entre el emperador y el rey de Francia. Una paz que nació muerta. Aun antes de firmarla y de jurar sobre el Evangelio que la respetaría (lo que hizo el 14 de enero de 1526). Francisco había confiado a sus íntimos que, tratándose de una paz impuesta, no se sentía obligado a tomarla en cuenta. Francisco, cuya primera esposa, Renata, había muerto, manifestó su deseo de casarse con Leonor, la hermana de Carlos, viuda de Manuel I, rey de Portugal, Francisco demoró el matrimonio hasta 1530, pero al fin los adversarios fueron cuñados, lo que no cambió las cosas.



Yelmo de Carlos V, yelmo para los desfiles y las entradas triunfales, fue diseñado por Julio Pippi, llamado Julio Romano, alumno de Rafael. Se conserva en Armería Real de Madrid.


SEIS PAPAS CONTRA EL EMPERADOR

El 10 de marzo de 1525, el día en que llegó a Madrid la noticia sobre la extraordinaria victoria de Pavía, Carlos V envió a sus capitanes la orden de suspender las hostilidades contra los franceses en todos los frentes de Italia, Francia y los Países bajos, contrariando la opinión de Lannoy, quien lo incitaba a provechar la ocasión para acabar con Francisco I. “Recordad”, le había escrito a Carlos el virrey de Nápoles, “que sólo una vez en la vida Dios nos da un buen otoño”. Pero el emperador decía: “Me parece justo suspender la guerra ahora que el rey de Francia está en nuestras manos”. Así era aquel hombre. Lo primero que hizo cuando llegó el mensajero con las noticias de Italia, fue orar.


 Encuentro entre Carlos V y Paulo III, en 1543, Museo de Busseto. Cuadro de G.B. Martini

Carlos era profundamente creyente. Bajo su gobierno, como escribió Menéndez y Pelayo, “el pueblo español fue como nunca un pueblo de teólogos y de soldados”. Carlos se empeñó en que España fuera “la capitana de la iglesia”; a pesar de esto, ninguno de los Papas con los que tuvo que ver lo consideró como un hijo predilecto de la Iglesia. Era evidente que la posibilidad de que el emperador llegase a someter a su dominio a toda Europa y de que ejerciera su poder en Italia, sin obstáculos, preocupaba mucho a la Curia Romana. Sin contar a los Pontífices que reinaron cuando Carlos era un niño, Alejandro VI, Pío III y Julio II, ni a Marcelo II que reinó un mes en 1555, Carlos V tuvo que vérselas con 6 Papas. León X (1513-1521) vio su elevación a la dignidad imperial; Adrián VI (1522-1523) había sido uno de sus preceptores; Clemente VII (1523-1534), Pablo III (1534-1549), Julio III (1550-1555) y Pablo IV (1555-1559). Éste último, “enemigo jurado de los españoles”, llegó a proclamar que a Carlos V se le debía de considerar como cismático y fautor de herejías, por los mesurados y prudentes decretos promulgados por él contra los luteranos en la Dieta de Augusta en 1530. El caso de éste Pontífice irritable y violento en extremo; pero es cierto que Carlos tuvo que luchar con todos los Pontífices de su tiempo. El que más molestias le causó, fue el que lo coronó emperador en Bolonia el 24 de febrero de 1530; aquél de quien escribió Guicciardini que “murió odiado por la Corte y despreciado por los príncipes”: Clemente VII, cuyas intrigas tuvieron su castigo con el saqueo de Roma.



EL SAQUEO DE ROMA




El saqueo de Roma de 1527, en un cuadro atribuido a Pieter Brueghel el Viejo, perteneciente a la colección Destombes, de París. Se ha dicho que el saqueo de Roma, que conmovió a la cristiandad, fue uno de esos acontecimientos fatales que escapan al dominio de los hombres. Los comandantes  de la soldadesca trataron de evitar tantas desgracias, aún a riesgo de sus vidas. Se afirmó que hubiese bastado un Juan de Médicis con sus campañas invencibles, para derrotar a aquellas huestes de hombres armados. Pero Juan del Pendón Negro había muerto en noviembre de 1526, a causa de la gangrena en una herida que recibió en Governolo, combatiendo a los del imperio. Carlos V se encontraba en España y sería injusto culparle de lo que sucedió en Italia en mayo de 1527. Por medio de su emisario l emperador trató de evitar lo peor; pero una vez que había ocurrido lo irreparable, sacó todas las ventajas políticas posibles.  Muchos son los relatos que nos han llegado de aquellas jornadas tremendas. Isabel Gonzaga se encontraba en Roma y vivió horas de angustia en el palacio Colonna donde se había hospedado y donde dio asilo a muchos amigos. Logró refugiarse en Mantua una semana después de la caída de la ciudad. “Si su excelencia hubiese permanecido dos días más en Roma, habría corrido graves peligros”, escribió un compatriota suyo. Sin embargo, la casa de Isabel fue la única que quedó intacta.




En el sur de Italia había unos millares de soldados, en su mayoría españoles, al mando del condestable de Borbón, desocupados, sin paga desde mucho tiempo atrás, desesperados y dispuestos a todo. . . En realidad, ya se había producido un amotinamiento. En febrero bajaron de los Alpes, al mando de Frundsberg, otros 8 000 soldados alemanes, bávaros, suabos y tiroleses, casi todos luteranos, que se unieron a los españoles en Fiorenzuela. La soldadesca alcanzó la cifra de 14, 000 y entonces decidió marchar sobre Roma. Por el camino se les unieron los bandidos, malhechores y delincuentes que acudían de todas partes, atraídos por la perspectiva del saqueo, y el ejército engrosó hasta llegar a 30,000 hombres. Las fuerzas que marchaban sobre Roma, además de contar con los soldados de los formidables tercios españoles, comprendían a los terribles lansquenetes alemanes que, movidos por la desesperación y por el odio al que los luteranos llamaban “el Anticristo de la Nueva Babilonia”, habrían resistido con ferocidad al que hubiese intentado detenerlos. Por eso, nadie se opuso a su avance y toda Italia parecía presa del letargo. Después de haber caminado durante sin semanas, sin comer, los rebeldes llegaron a las puertas de Roma el 5 de mayo de 1527. El de Borbón se encontraba entre los que primero se lanzaron contra las murallas y cayó atravesado por una bala. El Papa se hallaba a salvo en el “Castel Sant´Angelo”, mientras el pueblo de Roma pagaba muy caro las incertidumbres, los errores, las falsedades y las traiciones del Pontífice. Españoles y alemanes se entregaron a todos los excesos: mataron y torturaron a los hombres, ultrajaron a las mujeres, despojaron e incendiaron las iglesias y los palacios. Sanudo escribió en Roma el 10 de mayo: “El infierno no es nada en comparación con el espectáculo de la ciudad en este momento”. Un francés agregaba: “Por doquier se oyen gritos, disparos, gemidos de mujeres y llanto de los niños, entre el crepitar de las llamas y el estruendo de los muros al caer”. Más impresionante es la constancia que dejó un lansquenete llamado Schertlen de Rurtenbach en sus memorias: “En 1527, el 6 de mayo tomamos Roma por asalto, exterminamos a 6 000 personas, saqueamos la ciudad entera y robamos todo lo que encontramos en las iglesias y otros sitios”.




El nombre original significaba “servidores del país” del alemán Land (país) y Knecht (siervo). Maximiliano I formó el cuerpo de lansquenetes para contrarrestar a la infantería suiza. De acuerdo con las armas, eran alabarderos, lanceros, culebrineros o espadachines.



LAS DAMAS EN EL TRATADO DE PAZ


Aprovechando la situación creada como consecuencia de los sucesos de Roma, en junio de 1527 el rey Francisco envió a Lombardía un nuevo ejército al mando del mariscal Lautrec. Antonio de Leyva mantenía firmemente a Milán, y Lautrec siguió de largo su camino hacia el sur. Esperaba conquistar Nápoles, donde no había otro defensor que Felipe de Orange. Dos acontecimientos inesperados salvaron la situación: la desaparición de Lautrec, quien murió de peste en agosto de 1528; y el otro hecho importantísimo, que Andrea Doria, cuyas galeras bloqueaban el puerto de Nápoles por cuenta de los franceses, fue ofendido por Francisco I y lo abandonó para pasarse al bando del emperador. Era una guerra absurda, más o menos como todas las que emprendieron los franceses, desde Carlos VIII en adelante, al otro lado de los Alpes, fascinados por el “espejismo italiano”.




Margarita de Austria




Luisa de Saboya, madre de Francisco I de Francia, Jean Clouet, siglo XVI




Firma de la Paz de Cambrai o Paz de las Damas, por Luisa de Saboya y Margarita de Austria



Aquella vez, la tarea de negociar la paz –aunque sólo fuera temporalmente- estuvo a cargo de dos mujeres. El caso no debe sorprender. Por aquellos años escribía Castiglione: “Por naturaleza, las mujeres son capaces de lo mismo de que son capaces los hombres”. El autor de Cortegiano tenía razones para hacer sus afirmaciones; el siglo que acababa de iniciarse se manifestaba rico de mujeres cultas, escritoras, diplomáticas y hasta guerreras, como Cataliza Sforza, la madre de Juan del Pendón Negro. El parnaso femenino italiano, con Victoria Colonna y Gaspara Stampa, o la misteriosa Isabel Morra, es imponente. En Francia surgieron mujeres de la talla de Margarita de Navarra y la poetisa Luisa Labé. De las dos mujeres que se encontraron en Cambrai el 5 de julio de 1529, para tratar la paz, una era Margarita de Austria, la tía del emperador que gobernaba en su nombre en los Países Bajos; la otra era Luisa de Saboya, la madre del rey de Francia que había ejercido sabiamente la regencia en la ausencia de su hijo. Ambas eran inteligentes, cultas y muy hábiles en el juego de la política, por lo que los negocios fueron deprisa; para el 3 de agosto ya estaba en puerta la “Paix des Dames”. Al parecer, la de mayor destreza fue Margarita, la que, por lo demás, tenía en mano las mejores cartas. Cuando Solimán el Magnífico, que cercaba a Viena, supo del tratado, se retiró de prisa.



LA CORONACIÓN SOLEMNE



Carlos V entra en Bolonia  para su coronación, por J. de la Corte, Museo de Santa Cruz, Toledo



Margarita había hecho un buen servicio por última vez a su imperial sobrino. La paz de Cambrai no fue más que la confirmación de aquel otro tratado que firmó en Madrid Francisco I y que repudió en seguida. Esta no incluía la cesión de Borgoña, de la que Francia no podía desprenderse sin mutilarse; pero añadía el pago de un crecido rescate por los dos hijos de Francisco, retenidos como rehnes en España. Francia renunciaba a sus pretensiones más allá de los Alpes (Milán, Génova y Nápoles); en cambio, Carlos V reconocía la soberanía francesa en Flandes y en el Artois. El largo noviazgo de Leonor de Portugal con Francisco I concluyó en boda y el rey comenzó a decir en público que ayudaría a Fernando, y por lo tanto a Carlos, a rechazar a los turcos. Proponía enviar 60 mil hombres, pero Carlos no sería el comandante supremo, sino que Francisco iría a la vanguardia. Carlos triunfaba. Clemente VII, medroso y ambiguo como siempre, cayó en la cuenta de que le convenía ponerse de su parte. De España, Carlos partió a Italia por mar e hizo su entrada triunfal en Bolonia el 6 de diciembre de 1529. El Papa acudió a Bolonia para coronarlo rey de Italia y emperador, llevando consigo un “breve” por el que absolvía a todos los que tomaron parte en el saqueo de Roma. El Pontífice y el emperador mantuvieron conversaciones para arreglar asuntos de Italia y de la cristiandad, todavía pendientes. Sin embargo, se evitó hablar del tema del gran Concilio de la Iglesia, que se necesitaba con tanta urgencia en vista de los progresos del luteranismo, porque Clemente no quería hablar de eso. Pero sí hubo dos coronaciones: el 22 de enero, Carlos recibió la corona de hierro en la capilla del Palacio del Ayuntamiento y, el 24 la corona imperial de San Petronio. La primera confirmaba el dominio de España sobre Italia; la segunda, la hegemonía sobre Europa. Durante el espectáculo, un puente que comunicaba el palacio con la catedral, se derrumbó al pasar el séquito, cuando el emperador entraba a la iglesia. Hubo heridos y una vieja mujer sacó del accidente la conclusión profética de que nunca más un Papa coronaría a un emperador. Aquella fue la última vez que César y Pedro ofrecieron al mundo el espectáculo de una ceremonia que ya no tenía ningún significado.




Carlos es ungido por Clemente VII
en la coronación como emperador del Sacro Imperio Romano Germánico
Bolonia 1530



¿FUE AVARO CARLOS V?


A Carlos V se le acusó de avaricia a causa de algunos sucesos famosos. Al hombre que le trajo de Pavía la espada y la manopla de Francisco I, que había caído prisionero, le regaló apenas 100 escudos. Más célebres son las dos palabras con que premió a los soldados que fueron los primeros en escalar los muros de Túnez: “¡Todos caballeros!”. Con ese título honorífico los dio por bien pagados. En realidad, Carlos V no era avaro, pero casi continuamente anduvo escaso de dinero. Ya hablamos de lo que gastaron los Fugger cuando fue elegido emperador. De los 850 mil florines necesarios para comprar los votos de los electores, 450 mil fueron pagados por los banqueros.



El cambista y su mujer, Marinus van Reymerswaele (1539), Museo del Padro




El recaudador de impuestos
En estos cuadros de Reymerswaele, se retratan dos aspectos de la vida económica de la época: el cambista y su mujer y el recaudador de impuestos. Las actividades del cambista eran productivas, sobre todo en los periodos en que los príncipes, por motivos de guerra, recurrían a la “esquila” de monedas o bien a la alteración de su valor, cambiado la ley metálica. Más remunerativas eran las rentas de los impuestos, confiadas a los recaudadores e intendentes; cargos muy ambicionados. Un proverbio francés e la época decía que “al que mide el aceite se le engrasan los dedos” y, por cierto que los recaudadores e intendentes figuraban entre los personajes más ricos de la época. En Francia, el intendente de las finanzas, Semblacay, fue ahorcado en Montfaucon, el 11 de agosto de 1527, después de un proceso no muy claro, en el que las acusaciones sobrepasaban por mucho las pruebas de los cargos.



CUATRO GENIOS DE LA ÉPOCA



Santo Tomás Moro perdió la vida a causa de la barbarie de Enrique VIII, al negarse a reconocer el poder espiritual del rey. Gran canciller de Inglaterra, autor de la Utopía (1480-1535), retrato de Rubens.



Erasmo de Roterdam, autor del Elogio de la Locura, retrato de Quintín Matsys (1467-1536)




El narrador de Gargantúa y de Pantagruel (1494-1553)




Maquiavelo muerto en 1527, nunca pudo desarrollar las grandes empresas aptas a su genio superior. Para mayor injusticia,  la posteridad atribuyó el adjetivo  “maquiavélico un significado que niega todo cuanto Maquiavelo fue e hizo en vida.



SE ENSANCHAN LOS CONFINES DEL MUNDO



Mientras que en la pequeña y siempre inquieta Europa proseguía la guerra, interrumpida a veces por fugaces armisticios a los que nadie se atrevía a dar el nombre de tratados de paz, más allá de sus costas proseguía el reconocimiento, si así puede llamarse, del mundo desconocido, un reconocimiento que iniciaron los italianos entre el siglo XIII y el XIV. Por mérito de Colón y sus continuadores, “el sol no se ponía jamás en tierras españolas”. Carlos V, el joven rey de Castilla y Aragón, había aprobado el proyecto del portugués Ferdinando de Magalhaes, mejor conocido como Magallanes, que se proponía llegar a las islas Molucas, no ya siguiendo la costa occidental de África y doblando por el Cabo de Buena Esperanza, sino navegando en dirección opuesta.




Nao Santiago




Nao Victoria, tenía 25 metros de largo y desplazaba 80 toneladas.



Magallanes, el cronista de su viaje fue Antonio Pigaftta, uno de los pocos sobrevivientes de la trágica expedición. Las empresas de los grandes navegantes portugueses fueron exaltadas por Luis de Camoens en su famoso poema Os Lusiades (Los Lusitanos). De Camoens no fue de los “aventureros pasivos” que se contentaban con cantar las empresas de los otros, sino que era un hombre de acción que navegó más de  5,500 leguas por los mares. Las naves eran verdaderas “cáscaras de nuez”. Se construían barcos de carga de 600 y hasta 1,000 toneladas.

Cuando las 5 naves de la escuadra de Magallanes, con un total de 262 hombres a bordo, partieron de Sevilla, el 10 de agosto de 1519, el joven rey era ya, desde unos pocos días, un joven emperador. Pero solamente una de aquellas cinco naves, la Victoria, pudo regresar con 18 hombres a bordo. Magallanes había muerto en un islote de las Molucas, el 27 de abril de 15121. La Victoria atracó en Sanlúcar de Barrameda, el 6 de septiembre de 1522. Había dado la vuelta al mundo, empleando cerca de 3 años para recorrer 14,460 leguas. La vieja nave a penas se mantenía a flote; sus tripulantes, caminaron al santuario de Santa María de las Victorias para cumplir su voto, más muertos que vivos.

LOS CONQUISTADORES


El emperador se ocupaba bastante de los viajes y las conquistas que se realizaban en su nombre. Cuando la Victoria llegó a SanLúcar de Barrameda, recibió en audiencia privada a Juan Sebastián el Cano, quien había sumido el mando de la expedición a la muerte de Magallanes, para saber cómo se había desarrollado la magna empresa y rindió honores a todos los que la llevaron a buen término, así como al capitán caído. También seguía con atención la obra de los conquistadores que a golpes de espada y de audacia, ampliaban sus cabeceras de puente en las Indias Occidentales. La conquista de México, llevada a cabo por Hernán Cortés con 508 hombres; la del Perú, emprendida por Francisco Pizarro y 164 compañeros, fueron aventuras de una audacia increíble en la actualidad. Aquellos conquistadores fueron verdaderos hombres de hierro, con un valor a toda prueba, como Vasco Núñez de Balboa, el primero que vio desde una altura del Darién el océano que más tarde recibiría de Magallanes el nombre de Pacífico; como Alvar Núñez




La conquista de América de van Mostaert




Cortés tuvo el valor de decir a Carlos V que “había conquistado para Su Majestad más tierras de cuantas tenía” Antes de adentrarse por aquellas tierras, en agosto de 1519, el conquistador de México prendió fuego a sus naves. La narración de sus empresas escrita por Bernal Díaz del Castillo, se publicó un siglo después.



La conquista del Perú, obra de Pizarro, comenzó en 1531. Siguieron las conquistas de Chile, con Almagro, de Bolivia con Antonio de Mendoza, de California con Ulloa y el valle inferior del Misisipi con De Soto. Desde 1493, por medio de la bula Inter coetera, Alejandro VI dividió el nuevo mundo entre España y Portugal. Los conquistadores no ganaron nada. Grandes banqueros, comenzando por los Fugger, se interesaron por las nuevas tierras. El mercado de los capitales se estableció en Amberes. Pero el aflujo de oro y plata originó la inflación.



Cabeza de Vaca, de quien se dice que anduvo seis años entre las selvas con dos compañeros que habían sobrevivido, como él, a una fracasada expedición (los tres andaban desnudos, como los indígenas); como Juan de Grijalva, Fernando de Córdoba, Gonzalo de Sandoval, Diego de Almagro y Fernando de Soto. . . Pero las empresas de España en las Indias Occidentales, como cualquier medalla, tenían otra cara. “La conquista de América fue una acción española”, afirma José María Salaverria. Pero hay que buscar la verdad sobre esa conquista en los relatos de Fray Bartolomé de las Casas, llamado “protector de los indios”, especialmente en el que tituló “Brevísima relación de la destrucción de las Indias”, presentado por él a Carlos V en 1542. Ya desde 1515, cuando el fraile regresó de América, denunció los métodos empleados por los conquistadores, sus estragos entre los indígenas indefensos, los trabajos inhumanos a que los sometían, la feroz avidez de los funcionarios. Pro, ¿qué podía hacer el emperador para poner orden en todo aquellos? Nada, hay que reconocerlo. Aún menos que nada, porque eso significaban las leyes firmadas “Yo, el Rey”, sin valor ninguno al otro lado del mar.



ANDREA DORIA, LEÓN DE LOS MARES




Batalla del Golfo de Nápoles de Brueghel el Viejo en 1528.


En las Indias Occidentales surgía del caos un nuevo mundo; en Europa, el mundo viejo se deshacía n el caos. ¿Bastaría el impertérrito valor moral y físico que caracterizaba a Carlos V para salvar el Imperio? La respuesta tiene que ser negativa. Eran dos los grandes problemas del momento: los turcos y los herejes. Por ahora, nos detendremos por los primeros conducidos por un hombre genial, el magnífico Solimán II, los turcos amenazaban a Europa por dos lados: por tierra, hacia los Balcanes, habían llegado ya a las fronteras de Austria; por el mar, eran un tremendo azote en las costas y las islas del Mediterráneo. Desde 1521, año en que subió al trono, hasta 1566, cuando murió durante la octava campaña contra Europa, Solimán estuvo siempre presente en Hungría –Budapest había sido ocupada en 1526, desde donde entraba profundamente en Austria, habiendo llegado hasta Graz y Linz para poner cerco a Viena, en 1529. En el Mediterráneo, donde los turcos habían conquistado Rodas en 1522, y se habían apoderado de otras islas, arrebatándoselas a los venecianos, proseguía la guerra de los piratas berberiscos, ladrones muy audaces que tenían sus guaridas en las costas africanas. Un pirata tenía proyectado capturar al Papa León X en 1516; otro, en 1534, trató de raptar para el harem de Solimán a la bellísima Julia Farnese, que se hallaba en su casa de campo de Fondi. Julia pudo salvarse gracias a que huyó a caballo, medio desnuda, en la mitad de la noche. El personaje de esta segunda empresa, fue el más temido de los piratas argelinos, el renegado griego Kahir-el-Din o Kairedín, también llmado Barbarroja (Baba-Arusch). Ese pirata, nombrado beyerbey de Argelia por Selím I, predecesor de Solimán para tener una gran flota con qué oponerse a la flota cristiana. Al término de la cuarta campaña europea, la de 1532, el sultán ordenó que todos los astilleros turcos se pusiesen a trabajar a marchas forzadas. El enemigo de Barbarroja en los mares era Andrea Doria, el almirante genovés que en 1528 dejó a Francisco I para servir a Carlos V. Él y Barbarroja eran dos viejos lobos de mar que cambiaban feroces zarpazos, pero evitando siempre empeñarse en una batalla decisiva.




Andrea Doria, retrato de Sebastián del Piombo, pasó al servicio de Carlos V. Acogido triunfalmente a Génova, llegó a ser casi un señor. Hasta los últimos días de su larga vida –murió en 1560 a los 90 años-, defendió celosamente la independencia de su patria. Se opuso resueltamente a España cuando ésta, en 1547, trató de imponer a Génova un protectorado, con el pretexto del carácter filofrancés de la conspiración. Carlos V le había conferido el título de Melfi.


EN LA GUARIDA DE BARBARROJA


Clemente VII, refiriéndose a los turcos que cada vez eran más audaces, había escrito poco antes de morir, en 1534: “Las cosas han llegado a tal extremo que, dentro de pocos días, podremos oír el rumor de las hordas enemigas”. Sus palabras eran ciertas y Carlos V lo sabía. Por eso resolvió aliviar la presión berberisca en el Mediterráneo, especialmente tomar Túnez, una de las guaridas de Barbarroja, para restituirla a su legítimo soberano, Muley Hassen. En la expedición tomaron parte naves españolas, portuguesas y genovesas, así como tropas alemanas, pontificias y de varios estados italianos, lo mismo que los Caballeros de Malta. Las naves de guerra eran un centenar, la de transporte, 300. El ejército constaba de 30 mil hombres de infantería y la caballería. La flota zarpó el 14 de junio de 1535 con vientos favorables, de suerte que al día siguiente estaba a las vistas de la costa africana. El desembarco frente al fuerte de La Goleta, que resguardaba el golfo de Túnez, se hizo en buen orden. La fortaleza fue tomada el 14 de julio por las tropas al mando de Álvaro de Bazán. Hubo una recia batalla en torno a los pozos de agua dulce, defendidos por Barbarroja. Carlos V anduvo mezclado en la lucha y se comportó valerosamente. Barbarroja hizo el intento de atrincherarse en Túnez, pero se le obligó a retirarse hacia Bona y, como los soldados del imperio se habían entregado al saqueo en la ciudad, fue imposible seguirlo. De todas maneras, fue una gran victoria; La Goleta, Túnez, Bona y Biserta fueron conquistadas; recuperaron su libertad millares de esclavos cristianos; el botín fue inmenso. . . Pero Barbarroja no se rendía fácilmente. A pesar de sus 70 años, muy pronto volvió al mar, más agresivo que nunca. Con una flota turca, puso cerco y tomó a Corfú. Después de un encuentro entre las dos flotas, en 1538, Carlos V emprendió una segunda expedición en 1541, esta vez contra Argel. Pro no tuvo éxito y la empresa concluyó con una gran derrota. Treinta años después, los turcos sufrieron una derrota que el emperador soñaba, en la batalla de Lepanto, en 1571, cuando la armada cristiana iba al mando de Don Juan de Austria, el hijo ilegítimo que Carlos V tuvo en 1547 en Ratisbona, de una mujer casi desconocida, llamada Bárbara Blomberg.




El sitio de La Goleta fue la principal victoria de Doria contra el pirata. Barbarroja intentó resistir en la ciudad, pero ésta se hallaba ya en poder de miles de esclavos cristianos liberados y armados por los mismos cristianos atacantes.



La toma de Túnez 1535, salida enemiga de La Goleta. Tapiz del taller de Pannemaker. Palacio Real, Madrid.




La batalla de Lepanto. Los turcos perdieron 182 de sus 333 naves, y cerca de 30 000 hombres.



Barbarroja


MARTÍN LUTERO LE TEMÍA AL DIABLO



Retrato de Lutero  y de Melanchton de Lucas Cranach el Viejo, 1543.



Venta de indulgencias, xilografía, atribuido a Hans Holbein el viejo, de principios del siglo XVI




Johann Tetzel (1465-1519) predicador dominico alemán, responsable de la venta de indulgencias en Alemania.

Lutero observó de cerca el lujo de la corte pontificia. La impresión negativa contribuyó a lanzarlo contra el dominico Tetzel. A las 95 tesis de Lutero, Tetzel contrapuso 122, preparadas por Corrado Wimpiria. Después e retiró al convento de Spira, donde murió en 1519, a los 54 años.


Esta fuera de duda que, en la primera mitad del siglo XVI, la Iglesia tenía gran necesidad de una reforma, sobre todo moral. Eso habría podido lograrse por el modo tradicional de convocar a un Concilio, pero Martín Lutero se adelantó. Pertenecía, por así decirlo, a los genios impacientes. Había nacido en 1483 en Eisleben (Sajonia) y su padre era minero. Martín siguió los estudios humanísticos y teológicos y, en 1505, era bachiller. Ese mismo año, durante un paseo, vio caer un rayo a pocos pasos de él y fue tan grande su impresión, que se hizo monje; entró en la orden de los agustinos y dos años después fue ordenado sacerdote. Con esto queda retratado el hombre: impulsivo, de buena fe, honesto, por lo menos mientras la política no lo hizo cambiar. Tenía muchos complejos, como se diría hoy, y le tenía mucho miedo al diablo. Ese temor, en un temperamento emotivo, sugestionable como el de Lutero, explica muchas cosas. Se tiene la impresión de que Lutero, con sus actos que trastornaron a buena parte del mundo católico, sólo pensaba en sí mismo, en resolver un caso personal. No llegaremos hasta el extremo de decir que la Reforma surgió de un caso típico de neurosis religiosa, pero sí nos sentimos inclinados a pensar que el miedo, las tentaciones, los escrúpulos de Lutero, hayan ejercido su influencia en los hechos que condujeron a la Reforma.
Los hechos más notables fueron éstos. En 1517, hacía cinco años que Lutero, de 34 años de edad, enseñaba filosofía en la Universidad de Wittemberg, a donde le había llamado el elector Federico de Sajonia, cuando atrajo su atención un dominico, Juan Tetzel, que con otros frailes predicaba en favor de la venta de indulgencias, con lo que contaba León X para concluir la basílica de San Pedro. Lutero, que profesaba una tácita aversión a la corte pontificia, se indignó sobremanera. Escribió contra Tetzel y sus ideas 95 proposiciones y puso el documento como un cartel sobre la puerta de la catedral de Wittemberg, el 31 de  retractación del monje rebelde; pero Lutero se mantuvo firme y León X lo excomulgó el 15 de junio de 1520. Ya para entonces, el reformador contaba con discípulos fieles y poderosos protectores. Él mismo quemó públicamente la bula de excomunión. Entonces, Carlos V le ordenó presentarse en Worms, ante la Dieta que debía reunirse en esa ciudad en 1521. Todo aquello no sirvió de nada. . . En 1522, renegando del hábito talar, se casó con la monja enclaustrada Catalina von Bora. Con ella y sus amigos fieles, vivió una vida tranquila. A su muerte, dejaba a la cristiandad dividida y al mundo herido por discordias religiosas.
Al principio Lutero se presentó en Worms con mucha moderación ante el emperador sentado en su trono. Incluso, habiendo perdido la seguridad en sí mismo, acabó por decir que necesitaba tiempo para prepararse y responder. La sesión se postergó hasta el día siguiente, 18 de abril de 1521. Aquella vez, el reformador reapareció en plena posesión de sus facultades. Como era costumbre en sus discusiones, comenzó con frases descorteses, que Carlos V debió llamarlo al orden varias veces. Lutero tenía partidarios entre los príncipes, como Federico de Sajonia, el Elector Palatino. Eso le daba confianza. El 25 de abril, la Dieta aprobó un documento que dejaba a Lutero al margen del Imperio. Con un salvoconducto abandonó la ciudad entre aclamaciones de la multitud. Era claro que el emperador había perdido la partida.

Esta fuera de duda que, en la primera mitad del siglo XVI, la Iglesia tenía gran necesidad de una reforma, sobre todo moral. Eso habría podido lograrse por el modo tradicional de convocar a un Concilio, pero Martín Lutero se adelantó. Pertenecía, por así decirlo, a los genios impacientes. Había nacido en 1483 en Eisleben (Sajonia) y su padre era minero. Martín siguió los estudios humanísticos y teológicos y, en 1505, era bachiller. Ese mismo año, durante un paseo, vio caer un rayo a pocos pasos de él y fue tan grande su impresión, que se hizo monje; entró en la orden de los agustinos y dos años después fue ordenado sacerdote. Con esto queda retratado el hombre: impulsivo, de buena fe, honesto, por lo menos mientras la política no lo hizo cambiar. Tenía muchos complejos, como se diría hoy, y le tenía mucho miedo al diablo. Ese temor, en un temperamento emotivo, sugestionable como el de Lutero, explica muchas cosas. Se tiene la impresión de que Lutero, con sus actos que trastornaron a buena parte del mundo católico, sólo pensaba en sí mismo, en resolver un caso personal. No llegaremos hasta el extremo de decir que la Reforma surgió de un caso típico de neurosis religiosa, pero sí nos sentimos inclinados a pensar que el miedo, las tentaciones, los escrúpulos de Lutero, hayan ejercido su influencia en los hechos que condujeron a la Reforma.
Los hechos más notables fueron éstos. En 1517, hacía cinco años que Lutero, de 34 años de edad, enseñaba filosofía en la Universidad de Wittemberg, a donde le había llamado el elector Federico de Sajonia, cuando atrajo su atención un dominico, Juan Tetzel, que con otros frailes predicaba en favor de la venta de indulgencias, con lo que contaba León X para concluir la basílica de San Pedro. Lutero, que profesaba una tácita aversión a la corte pontificia, se indignó sobremanera. Escribió contra Tetzel y sus ideas 95 proposiciones y puso el documento como un cartel sobre la puerta de la catedral de Wittemberg, el 31 de  retractación del monje rebelde; pero Lutero se mantuvo firme y León X lo excomulgó el 15 de junio de 1520. Ya para entonces, el reformador contaba con discípulos fieles y poderosos protectores. Él mismo quemó públicamente la bula de excomunión. Entonces, Carlos V le ordenó presentarse en Worms, ante la Dieta que debía reunirse en esa ciudad en 1521. Todo aquello no sirvió de nada. . . En 1522, renegando del hábito talar, se casó con la monja enclaustrada Catalina von Bora. Con ella y sus amigos fieles, vivió una vida tranquila. A su muerte, dejaba a la cristiandad dividida y al mundo herido por discordias religiosas.
Al principio Lutero se presentó en Worms con mucha moderación ante el emperador sentado en su trono. Incluso, habiendo perdido la seguridad en sí mismo, acabó por decir que necesitaba tiempo para prepararse y responder. La sesión se postergó hasta el día siguiente, 18 de abril de 1521. Aquella vez, el reformador reapareció en plena posesión de sus facultades. Como era costumbre en sus discusiones, comenzó con frases descorteses, que Carlos V debió llamarlo al orden varias veces. Lutero tenía partidarios entre los príncipes, como Federico de Sajonia, el Elector Palatino. Eso le daba confianza. El 25 de abril, la Dieta aprobó un documento que dejaba a Lutero al margen del Imperio. Con un salvoconducto abandonó la ciudad entre aclamaciones de la multitud. Era claro que el emperador había perdido la partida.


Martín Lutero, disputa con Johann Eck, Leipzig, 1519. Eck obligó a Lutero a tomar la defensa de la herejía de los husitas.







Lutero ante la Dieta de Worms


LOS NUEVOS PROFETAS FUERON PASADOS POR LA ESPADA


Batalla contra los campesinos (grabado de Gabriel Salmon ilustrando un libro de Nicolas Volcyre de Sérouville, 1526).



Bernhard Knipperdolling (c.1495-1536). Líder alemán de los aAnabaptistas.




Jan van Leiden o Leyden o Jan Beuckelszoon, (1509-1536), anabaptista de Münster.




La religión, el cristianismo, los anabaptistas, Jan van Leiden, Bernd Krechting y Bernd Knipperdolling están sentenciados a muerte por Franz von Waldeck, Obispo de Münster, 1535, Additional-Rights-Clearences-NA



Ernesto Renán subraya el contenido revolucionario de todo movimiento reformista. En Alemania no había necesidad de un Lutero para desatar revueltas. Los campesinos alemanes se levantaban casi periódicamente contra las tasas, los impuestos extraordinarios y los tratos inhumanos por parte del señor. Sin embargo, en 1524, tres años después de la Dieta de Worms, estalló la más grande de esas rebeliones. Fue un terrible levantamiento. Se incendiaron los castillos y corrieron ríos de sangre. Lutero fue un censor implacable, se podría decir feroz, de los rebeldes. En la ocasión, escribió para exhortar a los señores a aplastar a los revoltosos que andaban desenfrenados. Así era la caridad cristiana de fray Martín. En consecuencia, la revuelta fue sofocada en sangre. Al mismo tiempo, pululaban los reformadores, cada cual con una visión propia del problema religioso. Todo aquello daba mucho qué hacer al emperador, que hubiera querido sofocar la herejía en todas sus formas, pero debía actuar con miramientos para los príncipes alemanes que ya habían abrazado la nueva religión o que simpatizaban con ella. Los nobles veían sobre todo en la Reforma la posibilidad de adjudicarse los bienes de la Iglesia en Alemania. Entonces aparecieron los anabaptistas, que llevaron a consecuencias extremas el principio de la absoluta libertad individual frente a la religión. El movimiento se había iniciado en 1521, pero hasta 1534 manifestó su peligrosidad. Dos “enviados del profeta Enoch” se presentaron en Münster para instaurar un gobierno teocrático y para hacer de aquella ciudad la “Nueva Jerusalén”. Münster ya tenía su profeta, Bernardo Knipperdoling, pero los dos recién venidos –un panadero de Haarlem llamado Matthison y un sastre que se hacía llamar Juan de Leiden o Leyda- no tuvieron dificultad en eliminarlo. Apenas si puede creerse lo que entonces ocurrió en la ciudad de Münster, donde se mezclaron la lujuria, la credulidad y la religión, mientras los dos “profetas” acumulaban riquezas. El asunto terminó cuando llegaron los lansquenetes del obispo de Colonia y de Tréveris e hicieron una matanza memorable. Los anabaptistas murieron a espada, y los nuevos profetas fueron procesados y ejecutados.



INMORTALIZADO EN MÜHLBERG




En la imagen, El emperador Carlos V, a caballo en Mühlberg de Tiziano Óleo sobre lienzo, 335 x 283 cm. 1548, Madrid, Museo Nacional del Prado y la Armadura ecuestre llamada de Mühlberg, de Desiderius Helmschmid, Augsburgo, 1544, Madrid, Patrimonio Nacional, Real Armería
Se cuenta que cuando Tiziano daba las últimas pinceladas al tercero de sus retratos de Carlos V, éste le dijo: “Ya me habéis inmortalizado por tres veces”. Es una fortuna que este tercer retrato haya sido el que representa al emperador en Mühlberg. Ahí aparece Carlos V a caballo cubierto por su armadura y empuñando la lanza, en el curso de la batalla que culminó con la derrota del ejército luterano. Es el cuadro de la gloria del emperador guerrero y Tiziano lo intuyó y lo ejecutó por ida propia. El caballero avanza animoso sobre un fondo de cielo borrascoso cuyo horizonte arde con los fuegos del ocaso El caballo negro lleva cubiertas las ancas por una gualdrapa carmesí con bordados de oro. El emperador porta una soberbia coraza damasquinada de oro y cruzada por una faja roza. Su porte es magnífico y todo el cuadro ofrece una admirable armonía d los tonos cálidos y estridentes. Pero hay que ver también el rostro del “conquistador”, entre la visera y el cuello del yelmo; es la cara de un anciano que todavía aparece más envejecida por el contraste con el aparatoso atuendo guerrero. Eran los tiempos de las campañas contra los luteranos que él mismo condujo, atormentado por la gota; pero Carlos V sólo tenía 47 años.




Carlos V armado, de Juan Pantoja de la Cruz. Óleo sobre lienzo, 181,5 x 96 cm, 1608. El Escorial, Real Monasterio de San Lorenzo, Patrimonio Nacional y Celada del harnés de Mühlberg de Carlos V, por Desiderius Hermschmid. Acero grabado, repujado y dorado Madrid, Patrimonio Nacional, Real Armería



Como ya hemos visto, Carlos V debía cuidarse de no incomodar a los príncipes “protestantes” (así llamados porque habían protestado contra las decisiones de la Dieta convocada en Spira en 1529). Entretanto, éstos habían aumentado en número puesto que al elector Federico de Sajonia y al elector Palatino se había sumado Jorge de Brandeburgo, Francisco de Brunswick y Wolfgang de Anhalt. Ninguno de ellos era sensible a la diplomacia imperial, ni manifestaba la intención de acceder a algún acuerdo. Por lo tanto el emperador decidió ordenar a la Dieta de Augusta de 1530, que diera curso al edicto contra Lutero adoptado en Worms y que pusiera un plazo de 10 meses a los “protestantes” para que decidieran si lo aceptaban o lo rechazaban. Como respuesta, los príncipes se reunieron en Smalcalda en 1531 y concertaron una liga contra el emperador, apoyados por Francisco I. Carlos V no pudo arreglar pronto el inconveniente. Austria estaba amenazada de nuevo por Solimán, y Francia reanudaba la guerra. Pero una vez hecha la paz con Francia, en Crépy, en 1544, se ocupó de los súbditos rebeldes. La campaña en l Danubio y en Sajonia fu victoriosa. El 24 de abril de 1547, el emperador derrotó a Federico de Sajonia, en Mühlberg. El elector fue hecho prisionero y Carlos V lo depuso, confiando el electorado a Mauricio de Sajonia. Este le era fiel por el momento, ero ya se preparaba a pasar al campo contrario.



“NO HABÍA JAULA PARA SEMEJANTE PÁJARO”




Mauricio de Sajonia en un dibujo de Cranach. El duque, astuto y tenaz, había lanzado contra Carlos V acusaciones infundadas. Después organizó un complot para combatir al emperador y, en mayo de 1551, llegó a convencer a los príncipes para que se le unieran. Asimismo pidió ayuda a Enrique II, rey de Francia, se lanzó contra el emperador y estuvo a punto de atraparlo como prisionero. A los que más tarde le preguntaban por qué dejó escapar la ocasión, respondía juiciosamente: “Es que no había jaula para semejante pájaro”.




Panorama de Innsbruck, acuarela de Durero. Se dice que por la noche del 23 de mayo de 1552, Carlos V tuvo que huir. Trepando por los empinados caminos del Brennero, bajo una tormenta de lluvia y nieve, llegó a Villaco con su escaso séquito. En la precipitada fuga lo dejó todo. Estaba sin dinero y sin ejército; pero de ahí a poco, los Fugger le enviaron 400,000 escudos para los gastos de guerra.



Dos años después de la batalla de Mühlberg, en el 1549, un embajador de Enrique II, el sucesor de Francisco I, muerto poco antes, escribió a su rey para hablarle de Carlos V, a quien había visto enfermo de gota, y terminaba su informe diciendo: “evidentemente ya es un hombre acabado”. Sin embargo, aquel hombre acabado todavía hizo frente a sus enemigos del Imperio y a los de Dios. Fernando de Austria siempre estaba peleando con los turcos; el rey de Francia, Enrique II, desconociendo el tratado de Crépy, avanzaba en Lorena y abrevaba sus caballos en las aguas del Rin; el príncipe elector Maximiliano de Sajonia, que se había pasado al campo enemigo, avanzaba con el ejército luterano hacia el sur. . . El viejo hidalgo, como lo llama un biógrafo, enfermo de gota, descansaba en Innsbruck con la esperanza de recuperar susfuerzas. Si acaso le llegaban noticias de todas partes para que estuviese en guardia, no se preocupó. Pero a fin de evitar su captura, tuvo que huir de Innsbruck, el 23 de mayo de 1552. Muy pronto estuvo en condiciones de hablar a los rebeldes con su tono habitual y de imponerles el tratado de Passau, firmado el 2 de agosto. Una vez más, Carlos triunfaba, pero se dio derecho a los protestantes de estar representados en la Cámara imperial.



EL CONCILIO DE TRENTO








San Ignacio en el sitio de Pamplona, de la “Vita Beati P. Ignatii Loioale, Roma 1609.


En 1545, Carlos V obtuvo otra victoria importantísima. Con la bula Laetare Jerusalem Pablo III convocó al Concilio que con tanta insistencia se pedía y del que debía salir la ya inevitable aunque tardía reforma de la Iglesia católica El Concilio se abrió en Trento el 13 de diciembre de 1545. El emperador había luchado materialmente para que la asamblea fuera convocada. Antes de la ascensión de Pablo III, con el desleal Clemente VII había sido prudente abstenerse de toda alusión a la necesidad del Concilio. Pero con Pablo III un miembro de la familia Farnese, de 77 años, culto, diplomático y resuelto, las cosas eran distintas.  Elegido Papa en 1534, emprendió inmediatamente las reformas, con mano suave, pero firme, iniciando las nada fáciles tentativas para que se aceptara la idea del Concilio, incluso en los ambientes más hostiles. Éste se prolongó desde el 1536 durante 18 años y sufrió muchos contratiempos bajo la guía de tres Pontífices: Pablo III a Julio III y por fin a Pío IV. Cuando éste último pudo clausurarlo solemnemente con la bula Benedictus Deus, ya hacía cinco años que Carlos V había muerto. Pero si acaso los muertos se preocupan todavía por lo que sucede en el mundo, el “viejo hidalgo” debió alegrarse sobremanera por el éxito de la asamblea que él se había empeñado en realizar, , de la cual la Iglesia salía renovada y rejuvenecida frente a las herejías del norte. Tras un periodo de estancamiento, Roma reanudaba su lucha secular. Había nuevos soldados en el campo. Solo citaremos a Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús. En 1521, Iñigo de Loyola era un oficial español de 30 años, comandante de la pequeña guarnición que defendía el castillo de Pamplona, sitiado por los franceses, en los confines de España. Fue herido de gravedad y durante su larga convalecencia tuvo una revelación. Ya sano, el soldado del rey terrenal, se levantó convertido en soldado del Rey Celestial. Es imposible seguir a Íñigo en el largo trayecto místico que lo llevó a fundar la Compañía de Jesús en 1537. A los pocos años de haber sido fundada, la compañía se hallaba presente donde quiera que fuese necesario combatir la fe. Los jesuitas fueron los “refuerzos” que ayudaron a los reformadores del Concilio de Trento.



EL DESDICHADO MATRIMONIO INGLES




María Tudor, algunos historiadores pretenden que la desilusión amorosa en su matrimonio con Felipe II la impulsaron a la crueldad de que dio pruebas contra los protestantes y que le valió el epíteto de “María la Sanguinaria”.





Felipe II, de Tiziano. A diferencia de su padre, el rey nunca salió de España. Un contemporáneo suyo escribió que “era gallardo y hermoso”


Uno de los problemas por los que Carlos V se preocupó durante muchos años, fue el de hacer hereditaria su dignidad imperial. Por supuesto que la idea no era del agrado de los demás. Los alemanes no querían otro emperador español y Felipe, el único hijo que tuvo Carlos con la emperatriz, su adorada Isabel de Portugal, muerta en 1539 a los 37 años, era más español que su padre. Además, ahí estaba Fernando, que aspiraba al imperio con todas sus fuerzas. Carlos V decidió entonces, con miras a asegurar para su hijo el mayor poder, casar a Felipe con María Tudor, la reina de Inglaterra. Los prometidos eran primos segundos, puesto que María era la hija de Catalina, tía de Carlos V, y había entre ellos once años de diferencia. Cuando María subió al trono en 1553, a la edad de 37 años, ya había envejecido antes de tiempo. Felipe era un jovencito de 27, rubio, esbelto, elegante. Ya había estado casado a los 16 años con María de Portugal, de la misma edad, que murió d parto 20 meses después. En 1554, Felipe llegó a Inglaterra con una gran flota, mucho aparato y un séquito brillante, para casarse. La tragedia del “matrimonio inglés”, celebrado inmediatamente, nació de la diferencia de edad de los esposos. María se enamoró desesperadamente de su joven marido, el príncipe rubio que había desembarcado en Inglaterra, llevado únicamente por los cálculos políticos y que en el otoño de 1555 partió de regreso a España, dejando a su esposa irritada y desilusionada. Carlos V debió darse cuenta de que sus cálculos fundados en el matrimonio inglés estaban equivocados.






Don Carlos, hijo de Felipe II, retrato de Sánchez Coello.  En un óleo copia de un original de Sofonisba Anguissola. Museo del Prado, Madrid. Su madre, María de Portugal murió a los 17 años de edad, al darlo a luz.

Pero ya para entonces el emperador se hallaba en estado moral tranquilo, en el que una desilusión más o menos no tenía importancia. Ya desde hacía tiempo, pensaba en retirarse del mundo y para eso había mandado construir una casa vecina al monasterio de Yuste, en Extremadura. Ahí iba a retirarse para descansar y para morir. Así fue como a fines de 1555, se escenificó en Bruselas un espectáculo inusitado: un César renunciaba a todos sus atributos; nombraba emperador a su hermano, y a su hijo rey de España, de los Países Bajos, de Nápoles y Sicilia, de las Baleares y de Cerdeña y también de las Indias Occidentales. El emperador era como un viejo barco sin velas, ni timón, pero a flote todavía.


EL VIEJO HIDALGO, SE VA…..





Presentación de don Juan de Austria al emperador Carlos V, en Yuste, por Eduardo Rosales, 1869. 




Carlos V en Yuste, 1877, óleo sobre lienzo.

Carlos V (Gante, 1500-Yuste, 1558), rey de España (1516-1556) y emperador de Alemania (1520-1558), aparece representado en un interior, sentado a la izquierda, mirando de perfil hacia el lado opuesto, mientras observa unas figuras móviles colocadas encima de la mesa, hechas por el ingeniero e inventor Juanelo Turriano (Crémona, Italia, 1501-Toledo, 1585), que aparece en pie junto a él. A la derecha, los monjes del Monasterio observan las figuras con admiración. Como fondo, en la pared, cuelgan tres cuadros: el retrato de la emperatriz Isabel de Portugal de Tiziano, un retrato del Emperador y una Dolorosa.




Carlos V recibe en Yuste la visita de Francisco de Borja, según un cuadro de Esquivel. Francisco de Borja, de rodillas lleva la indumentaria de los jesuitas porque había ingresado a la Compañía después de haber visto muerta en su ataúd a la emperatriz Isabel. Fue el tercer general de la orden. Clemente X lo canonizó en 1671. En 1539, antes de entrar a la orden, Francisco de Borja fue virrey de Castilla. (Museo del Prado).




La abdicación de Carlos V en Bruselas, en un cuadro de Grebado. Durante la breve y solemne ceremonia, el emperador resumió la historia d su largo y difícil reinado, con sus 40 viajes, las guerras, los fracasos y las victorias; recordó que había luchado “no por la ambición de ser el señor de muchos países”, sino por el bien de sus estados y de sus pueblos.



Tras un largo y fatigoso viaje a través de las ásperas montañas de Extremadura, Carlos V arribó por fin a la casa que le habían construido contra los muros del monasterio de Yuste: ocho amplias estancias en dos pisos. En su dormitorio había un ventanillo abierto sobre la nave de la iglesia del convento, y desde ahí podía seguir la misa y las demás ceremonias, de frente al altar mayor. Las ocupaciones de Carlos V en Yuste no eran muy variadas. Buena parte del tiempo la empleaba en sus trabajos de relojería y de mecánica, en compañía de su muy querido Torriano, doctísimo en aquellas artes. También mantenía una activa correspondencia política con Felipe y con su hija Juana de Portugal, que era la regente temporal de España. Apenas leía y eran pocas las visitas. En la tarde del 30 de agosto de 1558, Carlos V descansaba en la terraza cubierta que daba al jardín. Había mandado traer el retrato de la emperatriz Isabel, pintado por Tiziano, al que contempló durante largo rato en silencio; después hizo que trajeran el cuadro del Juicio final, también del Tiziano, y lo observó meditabundo. Hacia el oscurecer, un fuerte dolor de cabeza, le obligó a meterse en la cama. Así empezó el mal que debía llevarlo a la tumba. El 17 de septiembre quedó en estado de inconsciencia durante 20 horas; el 19 se le administró la extremaunción; en la mañana del 20 se confesó y comulgó; por la noche, en vista de que la muerte no llegaba, pidió confesarse y comulgar de nuevo. Después quedó inmóvil y entró en agonía. Murió el 21 de septiembre a las 2.30 de la madrugada. “¡Ay, Jesús!”, fueron sus últimas palabras.

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“Mi vida no ha sido más que un largo viaje”, cuentan que dijo Carlos V en Bruselas al despedirse de sus súbditos más fieles. En efecto, su vida había sido un largo peregrinar y también un largo batallar en defensa de la potestad imperial y de la fe católica, dos principios que se mantenían vivos en tiempos de Carlos V y que eran los únicos que hubiesen podido unir a una Europa prematuramente envejecida, frente al resurgimiento de los nuevos problemas. Muchas veces y en diversos lugares y ocasiones, se comparó a Carlos V con Carlomagno. Ya hacía la confrontación un contemporáneo suyo, uno de aquellos embajadores de Venecia que solían ser observadores atentos y, al mismo tiempo, jueces serenos. “Es el más grande emperador que haya visto la cristiandad después de Carlomagno”. Así dijo Nicolás Tiepolo, legado de Venecia en la corte imperial. Pero, fue Carlos V el que tuvo que sostener solo y por más de 30 años, el peso de los destinos del mundo que acabó por aplastarlo. Por fin apareció Carlos V, tal como aparece hoy, doblegado por los acontecimientos pero no vencido.

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CARLOS QUINTO, Vol. V de la serie: “LOS GRANDES DE TODOS LOS TIEMPOS”, Traducida, impresa, dirigida y supervisada por: EDITORA CULTURAL Y EDUCATIVA, S.A. DE C.V., Coedición MONDADORI-NOVARO, 1967.

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