UN
JUICIO INQUISITORIAL “EL AVENTURERO”
HACES
DE LEÑA EN LA PLAZA
DEL
MERCADO
En
el curso de mi vida he visto muchas cosas inenarrables y extrañas y no negaría
resueltamente que existe la brujería. No he olvidado ciertas experiencias
infantiles en la cabaña de la señora Pirjo. Más todavía, hay muchas evidencias
corroboradoras, de muy diferentes países, para que pueda dejar de creer en ella
un hombre reflexivo. Quizá la prueba más sólida de todas es que aún el doctor
Lutero, el archihereje, comparte el criterio del Papa sobre este asunto. Aunque
pueden diferir las opiniones acerca del método mejor de investigación, juicio y
castigo, sostendré hasta mis últimos momentos que los métodos empleados por la
Santa Iglesia son erróneos y terribles, aunque yo mismo hubiera de morir en el
cadalso por mantener esta convicción.
Por otra parte, creo que mucho de lo
que generalmente se atribuye a brujería no es más una expresión del eterno
deseo humano de encontrar un atajo: un deseo que duerme en todos nosotros y que
se despierta con el sufrimiento mental. Por consiguiente, en mi opinión no
merece ni condenación ni castigo; ciertamente no las crueles penalidades
impuestas por la Iglesia. Porque el supuesto atajo no es más que una ilusión, y
las ilusiones no merecen más castigo que el que pudieran merecer los sueños.
Pero Bárbara no era una ilusión.
Sería fácil burlarse de mí por mis ideas heréticas diciendo que yo mismo soy la
mejor prueba de la existencia de brujería, puesto que Bárbara podía ejercitar
sus encantos sobre mí aunque fuera era fea, pelirroja y llena de pecas.
Más
tarde me di cuenta de que la Iglesia exigía la muerte de Bárbara para demostrar
su poder. Pero murió, no como una mártir, sino como una bruja, por ejercitar la
magia negra; y declaro que aquello fue una sangrienta injusticia y una
desgracia para la Iglesia, aunque no siento actualmente deseos de acusar a la
Iglesia y me limitaré a decir que tenía malos servidores. Es duro para mí
censurar al padre Ángel, a quien yo conocía, porque estoy seguro de que en el
cumplimiento de su pesada tarea obró de buena fe.
No he sido capaz de averiguar si el
asunto se planeó en la Curia o simplemente en el Tribunal del Príncipe-Obispo,
pero creo que la Iglesia, como tal, estaba deseosa de dar ejemplo a los
predicadores heréticos, que se expresaban en un lenguaje que se hacía cada vez
más insultante. La doctrina de Sebastián acerca de la Justicia de Dios estaba
en todos lados y la herejía evangélica se había extendido ya tanto que nadie
osaba intentar condenar a los culpables, porque aquello hubiera significado el
arresto y la ejecución de la mitad de los habitantes de la diócesis, lo que
hubiera ocasionado tumultos. Pero el condenar la brujería, era reconocido
derecho y obligación de la Iglesia, como lo habrían admitido los más intolerantes
herejes. Así, pues, el Príncipe-Obispo y sus jueces, y quizá también las clases
acaudaladas de la ciudad, llegaron con toda sangre fría a la conclusión de que
el olor a carne quemada ejercería un beneficioso efecto sobre el inquieto
populacho. Le tocó ser la víctima de semejante astuto plan a mi esposa Bárbara;
pero su éxito no fue suficientemente eficaz como para justificar los medios
empleados. Aun ahora, considerando el asunto imparcialmente, no puedo admitir
que aquellos caballeros vieran mucho más allá de sus narices. Siento hacia
ellos el mismo odio salvaje y amargo de siempre, aunque estoy, sin embargo,
persuadido de que indudablemente obraban con rectitud y con el mejor servicio
de la Santa Iglesia.
**
-Vuestro
nombre es Miguel Pelzfuss, ¿no es así? –preguntó amablemente-. Yo soy el
maestro Fuchs, de la capital de la diócesis, y me gustaría entrevistarme con
vuestra esposa Bárbara. Tengo algo que decirle. Tened la bondad de
acompañarme.
Sin sospechar todavía nada, me hubiera
apresurado a advertir a Bárbara de su próxima visita, pero el hombrecillo me
cogió del brazo y no me dejó ir. Me vi así obligado a acompañarle, junto con
los dos consejeros, a nuestras habitaciones, sin previo anuncio, aunque yo
estaba avergonzado de nuestra pobreza y hubiera preferido que Bárbara se
cambiase de vestido antes de recibirlos.
Era un brillante día de primavera, y
después de la oscuridad de la escalera del sótano, las habitaciones parecían
llenas de sol que entraba a raudales por las pequeñas ventanas junto al
techo, Bárbara agitaba algo en la olla cuando entramos. Nos miró sorprendida.
-¿Eres
tú Miguel?
Sus ojos se fijaron entonces en el
desconocido y se sobresaltó. Su mano, que sostenía todavía la cuchara, se
abatió, y dio un paso atrás, en tanto su rostro se ponía blanco, con una
trasparencia que mostraba las feas pecas amarillentas sobre sus pómulos. El
desconocido la miró inquisitivamente con sus ojillos crueles. Luego sonrió,
mostrando unos dientes amarillos como roedor.
Volviéndose hacia los consejeros, dijo:
-Esto basta; nos podemos ir.
Los caballeros quedaron sorprendidos y
uno de ellos, dirigiéndome una mirada compasiva, preguntó: -¿No registráis
las habitaciones maestro Fuchs?
-Esto
basta-repitió, dándole un puntapié a Rael, que inocentemente se había
abalanzado hacia él para saludarlo. Luego se volvió para marcharse. Los
consejeros le siguieron en silencio, y con un profundo saludo cerré la puerta
tras ellos. Luego miré a Bárbara, lleno de asombro.
-¿Qué
es esto?
Permanecía con la cuchara en la mano,
con la mirada perdida a lo lejos, y sin responderme durante algún tiempo. La
sopa hervía en el fuego sin que lo advirtiese, y Rael comenzó a plañir
suavemente para acariciarlo.
-Debo
irme Miguel –dijo-. Cuanto menos sepas de este asunto, mejor. Mi único
consuelo es que no pueden hacerte daño; pero suceda lo que suceda –hasta el
que no nos volvamos a ver nunca-, te pido que no creas nada malo de mí, mi
querido Miguel. Siempre te he amado, a ti solo, y te amaré para siempre.
-¿Quién
era ese hombre?
-Fuchs,
el comisario del Obispo, olvidaba que eres forastero Miguel; aún cuando
precisamente por eso te casaste conmigo. El maestro Fuchs es el cazador de
brujas del Obispo. Alardea de que puede olerlas a un kilómetro de distancia y
de que su simple mirada es suficiente para condenarlas. Me he visto obligada
a prestar Juramento de Purificación, por su causa; pero en aquel tiempo vivía
yo en la casa de mi padre y estaba protegida por su buen nombre y por su
gremio. Pero ahora no hay nadie que me proteja y por tanto debo marcharme.
-Te
amo, Miguel –dijo Bárbara-. Me besó suavemente y sus labios se fundieron en
los míos-. Pero eres muy obstinado. Ya sé que no podré impedir que vengas
conmigo, aunque te atraigas la desgracia, de manera que organicemos nuestra
huida astutamente y sin despertar sospechas. Ante todo, debes atender a tu
trabajo como de ordinario, mientras yo lo preparo todo para nuestro viaje.
Pero a menos que ocurra algo imprevisto que nos obligue a huir separadamente,
convengamos en reunirnos en el bosque, del lado de la ciudad, donde vive mi
tío, en el sitio en que te encontré por primera vez.
Ella debía saber, cuando me dijo
aquello, que semejante fuga era imposible. Su único propósito era mantenerme
al margen del asunto para que estuviese seguro; porque cuando a última hora
de la tarde estaba yo inclinado sobre mis escritos, me llegaron los rumores
de la plaza del mercado. Corrí a asomarme, con la muerte en el alma, y vi al
maestro Fuchs que conducía a Bárbara al extremo de una soga. Sus manos
estaban atadas a la espalda y dos guardianes la protegían contra la chusma
vociferante que le arrojaba estiércol y lodo, en tanto que el maestro Fuchs
agitaba con aire de triunfo un pequeño lío por encima de su cabeza gritando:
-La cogí cuando se disponía a escapar. ¿Por qué se escapaba? Ninguna persona
inocente huye de mí.
Cuando el maestro Fuchs obtuvo silencio
de la gente del pueblo habló así: -Puedo comprender muy bien vuestra
agitación, buenas gentes, pero no tenéis porque injuriar y maltratar a esta
mujer. La Santa Inquisición hará la debida investigación y la juzgará de
acuerdo con sus merecimientos. Si se descubre que ha sido causa de
calamidades y sufrimientos para alguno de vosotros, podéis estar seguros de
que sus propios sufrimientos habrán de ser mil veces peores antes de que se
encamine al Infierno, en el terrible carro de su Señor y dueño. Yo sé, buenas
gentes, que el padre Ángel, el dominico, ha llegado recientemente a la Sede
del Príncipe-Obispo, investido de completa autoridad Papal y para juzgar
casos de brujería, tanto de hombres como de mujeres, y que tantas iniquidades
han venido cometiendo en la diócesis en los años recientes.
De pronto resonó una voz poderosa en la
plaza del mercado.
-¡Al
infierno con el Papa y los monjes!
El maestro Fuchs pareció reflexionar y
me dirigió una mirada furtiva. De pronto dio una orden a los soldados y
comenzó a arrastrar a Bárbara hacia la Casa Consistorial. Con la ayuda de los
guardias conseguí contener a la chusma agitada, empujé a Bárbara, cerré la
pesada puerta, que resistió bien los golpazos que descargaban desde fuera.
Luego me arrodillé en el suelo junto a la desfallecida, la libré de la soga
que sujetaba sus muñecas y limpié la sangre y la suciedad de su rostro. Mis
lágrimas cayeron sobre sus mejillas.
Sin saber que hacer, levanté la cabeza
de Bárbara. Abrió sus ojos verdes y murmuró: -Mi querido Miguel, clava tu
puñal en mi corazón; moriré en tus brazos y no sentiré dolor.
Pero yo era cobarde, un miserable
cobarde, y me así de aquella brizna de esperanza que parecía existir en las
falsas palabras del maestro Fuchs.
Se me ordenó que formulase las
acostumbradas cuentas por los servicios prestados a la ciudad: “Por cazar a
una bruja, según la tasa reglamentaria… 7 gulden”.
El maestro Fuchs firmó el recibo con
muchos ornatos caligráficos y el tesorero puso con cierto desgano las siete
piezas de oro en su mano. Después de deslizarlas en la bolsa que colgaba de
su cinturón, el Comisario se volvió hacia mí.
-Debemos
ocupar el tiempo hasta la media noche, porque no sería aconsejable viajar
antes. Afortunadamente, dejé la carreta de las brujas en las afueras de la
ciudad para no llamar la atención. No hay nada que impida que pasemos la
noche en vuestras habitaciones, y vustra esposa puede preparar la cena. Sin
duda querréis acompañarla hasta la prisión y nada tengo que objetar a eso,
pues me propongo llevar una escolta armada. El padre Ángel seguramente querrá
interrogaros sin demora.
|
Dejando a los consejeros
retorciéndose las manos, bajamos la escalera hasta nuestra modesta morada, que
era tan segura como cualquier otra parte de la Casa Consistorial. Rael llegó
corriendo a nuestro encuentro, ladrando alegremente y cuando el maestro Fuchs
se sentó, subió al perro en su regazo y lo acarició. Había ordenado a los
hombres de armas que se quedasen de guardia en el exterior. Bárbara preparó
sopa también para ellos, pues ya no había razón para que economizásemos
nuestras provisiones. El maestro Fuchs rezó devotamente y comió por dos, pero
yo tenía un nudo en la garganta y no pude tragar nada. Contemplé nuestro
pequeño hogar que nunca me había parecido tan querido y seguro como durante
aquellas últimas horas anteriores a nuestro viaje al reino del horror.
Cuando
el vigilante cantó la hora de la media noche nos deslizamos cautelosamente
desde el patio a lo largo de la misma calle por la que Bárbara había intentado
escapar. Nadie nos molestó y el Consejo había dado órdenes secretas al guarda
de la puerta del ganado para que nos dejase pasar sin demoras ni preguntas.
Bien pronto rechinó la carreta de las brujas sobre los profundos surcos del
camino que conducía a la ciudad del Príncipe-Obispo. Era una fragante noche de
primavera. Nos sentamos en la paja del carro de las brujas. El maestro Fuchs
tenía en su regazo a Rael y pellizcaba las orejas del perro. Si Bárbara se
hubiese encontrado fuerte y bien, pudiéramos haber intentado escapar en la
oscuridad, a pesar de los barrotes de la carreta. Pero estaba aturdida y no
hubiera podido correr muy lejos. Y además, yo me sentía seducido por la
esperanza de que el padre Ángel, cuya piedad y justicia había lavado el maestro
Fuchs, se convencería de la inocencia de Barbara y la dejaría pronto en
libertad, aunque en realidad yo había oído muchas cosas malas sobre aquellos
juicios. Una tentativa de huida hubiese ofrecido una grave prueba acusatoria
contra ella. La noche era oscura, soplaba el viento, las luciérnagas brillaban
extrañamente entre la hierba y el apagado repiqueteo de los cascos de los
caballos sobre el camino parecía un presagio de muerte. Era una noche de
brujas. Intenté poner orden a mis pensamientos y me pregunté si en el fondo del
corazón creía en la inocencia de Bárbara. Su cabeza descansaba en mis brazos, y
apretaba mis rodillas convulsivamente; de tanto en tanto todo su cuerpo se veía
sacudido por un profundo sollozo
Para
librarme de toda duda coloqué mis labios junto a su oreja y murmuré:
-¡Bárbara!-. Cuando se movió murmuré de nuevo: -Si realmente eres una bruja,
puedes salvarte ahora.
Pero
no hizo sino sollozar y oprimir más firmemente mis rodillas. Y vi que no podía
ser una bruja ni estar aliada con el demonio; porque seguramente el demonio
hubiera cuidado de lo que era suyo.
***
Salía el sol cuando nos acercábamos
a la ciudad, y no creo haber visto nunca el mundo tan joven y bello como se
mostraba aquella mañana. Las cumbres lejanas encapuchadas de nieves se alzaban
en el horizonte como nubes azules, la hierba de los valles tenía un verde
fresco y el río arremolinaba sus aguas orladas de espuma sobre las lisas
piedras grises de su lecho. Los viñedos tenían un tono dorado. El follaje de
los retoños pendía como un pálido velo gris sobre la oscura masa de abedules y
tilos, y ante nosotros se alzaban las torres de la ciudad del Príncipe-Obispo.
Aquí y allí los pisos superiores de las casas colgaban como nidos de
golondrinas sobre los muros de la ciudad, y el son fino y claro de la campana
del monasterio llamaba a los fieles a la oración.
El
vigilante de la puerta reconoció al maestro Fuchs y permitió que la carreta
pasase bajo el arco. Las mozas de servicio y los artesanos que madrugaban para
su trabajo, se quedaban contemplando la carreta pintada de amarillo, y a poco
tiempo nos seguía un pequeño grupo de muchachas, aprendices y niños. El
fatigado caballo avanzaba por las estrechas
calles hasta que llegamos a la torre de la prisión, contigua al palacio
del Obispo. El maestro Fuchs despertó al carcelero y puso a Bárbara bajo su
custodia. Luego, con gran asombro mío, cogió a Rael por la piel del cuello y lo
levantó hasta tenerlo en sus brazos, de modo que el perro aulló de dolor.
-Yo
cuidaré de esto. El padre Ángel decidirá si será necesario simplemente como
un testigo o si ha de ser culpado también de brujería.
El
maestro Fuchs acompañó al carcelero, llevando en sus brazos al perro.
Esposaron a Bárbara y la pesada puerta se cerró tras de ellos.
Algún tiempo más tarde la puerta se
abrió, y el maestro Fuchs salió a la luz del día, restregándose las manos en
los faldones de hopalanda gris.
-No
tenéis nada que temer –le dijo al carcelero-. El padre Ángel os dará agua
bendita y cera y mientras no miréis a la bruja a los ojos y recordéis
vuestras oraciones ningún mal os sucederá. Ahora es inofensiva.
-¿Qué
habéis hecho con mis esposa?
-La
pusimos en el cepo y luego la examiné, como estoy obligado a hacerlo, para
asegurarme de que no llevaba ningún talismán maldito oculto entre sus ropas o
en su persona, que pudiera hacer peligrar a este buen hombre y su familia.
Contemplé sus ojos, su rostro, sus manos
crueles y me sentí lleno de infinito horror. Pero nada ganaría con
encolerizarle.
Dominando mis sentimientos dije
humildemente: -Mi querido maestro Fuchs, soy un joven inexperto y nada se
acerca de juicios. Decidme lo que debo hacer por mi esposa. Y para ahorrar
tiempo vayamos entretanto a beber una copa de vino caliente con especias a la
taberna más cercana, para calentarnos después de nuestro fatigoso viaje.
-Una
oportuna sugestión, Miguel Pelzfuss. Vayamos a beber juntos una copa, y al
propio tiempo podré presentar mis cuentas de la jornada.
Se frotó la nariz y me miró de arriba
abajo como calculando mis medios.
-No
sois rico, y seré moderado en cuanto a mis peticiones. Pero será mejor que
discutamos esto teniendo vino delante.
En la puerta del patio me aventuré a
preguntarle: -¿Qué habéis hecho con el perro?
-Está
encadenado en su propia celda. No estéis inquieto, Miguel porque tiene agua,
y el hijo del carcelero le llevará huesos y pan. Es un animalito cariñoso y
yo no deseo hacerle daño; aunque mi deber es reducirlo a prisión.
Continuamos nuestro paseo y poco después
añadió: -Soy muy amigo de los animales, especialmente de los pájaros; en mi
casa tengo muchos hermosos pájaros.
|
Entramos
en una agradable taberna, donde pedí el vino caliente con especias, pasteles
recién hechos y frituras. El maestro Fuchs seguía contando con los dedos
mientras libábamos nuestra bebida de la mañana, diciendo al fin que en
consideración a mi juventud y pobreza se contentaría con dos gulden y medio. Yo
sabía que me robaba, pero estaba en su derecho, y yo necesitaba
desesperadamente ganarme su buena voluntad. Sabía que tendría que pagar las
costas del juicio y las dietas de los testigos, fuera o no condenada Bárbara;
pero no me importaba nada los gastos, y sólo deseaba que mi dinero fuese
suficiente. En respuesta a las preguntas que le hice me respondió que esta vez
no se trataba de una simple purificación canónica.
-Intentad
haceros cargo de la situación, Miguel. La brujería es crimen exceptum como la lese-majesté,
la alta traición y la acuñación de moneda falsa, pero es de naturaleza aún
más horrible. En tales juicios el juez debe estar provisto de poderes
especiales, porque tiene que luchar no sólo con la bruja sino con Satanás
mismo, padre de la mentira, que permanece invisible, detrás de la acusada,
para cegar los ojos del juez, confundir la memoria de los testigos, y exponer
a grandes peligros a todos los presentes. Es por tanto evidente que debe a
veces conservarse en secreto el nombre de testigos e informadores, y que debe
recurrirse a métodos especiales para lograr una confesión. Están permitidos
todos los medios siempre que tiendan a arrojar luz sobre el asunto y a
revelar la verdad. Si consideráis la cuestión limpia y honestamente, Miguel,
debéis admitir que todo eso es bien justo.
Asentí de buena voluntad, pero sostuve
que Bárbara era inocente. Yo, su esposo, debía conocerla seguramente mejor
que nadie. Y añadí que el demonio hubiera tenido una excelente oportunidad
para ayudar a Bárbara a escapar la noche anterior si realmente estuviese
aliada por él.
-Pensé
en ello anoche, y estuve desasosegado –replicó el maestro Fuchs-. Pero el
demonio es infinitamente más astuto de lo que podemos suponer, y ha creído
sin duda más ventajoso ataviarla con el ropaje de la inocencia y colocarla
bajo la potestad del tribunal. Por esa razón presumo que Satanás le ha
enseñado ciertas triquiñuelas que le servirán para mostrarse insensible,
aunque no pude descubrir en ella ningún instrumento impío. Sin embargo, la
Santa Inquisición puede disponer de recursos que mis juramentos me impiden
descubrirlos.
-Espero,
que al menos, no sea sometida a otros tormentos que los que pueda sufrir una débil
mujer –dije-, temblando de terror ante aquella idea.
-No
sucederá nada de eso –dijo Fuchs-, y en todo caso es de esperar que ni
siquiera la interroguen. Pero si las cosas llegaran muy lejos, no se permite
a los examinadores que ocasionen daño corporal a los acusados. Por el
contrario, hasta está establecido en términos inequívocos que el examen debe
ser tal, que no ocasione daño duradero, ni que exceda a sus fuerzas.
Naturalmente, de vez en cuando ha sucedido que el propio Satanás ha hecho morir
a una bruja cuando ha visto que se debilitaba su resistencia, pero no hay en
eso ningún daño, puesto que tales muertes ofrecen una prueba concluyente de
que la brujería existía. Eso mismo puede aplicarse a cualquier muerte
ocurrida en la prisión.
-Maestro
Fuchs, ya veo que con el diablo todas las cosas son posibles. Pero me aterran
vuestras historias y me alegraría mucho de visitar al padre Ángel lo más
pronto posible, para que pueda enterarle del asunto por extenso y apelar a su
justicia.
El maestro Fuchs arregló las cosas
amablemente y aquella misma tarde fui a buscar al padre Ángel en su austera
celda del monasterio de dominicos.
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****
Era muy grande mi angustia, pero
cuando avancé entre los muros del claustro y, en medio de su silencio, respiré
el familiar olor del incienso y de las túnicas ensudadas, y recorrí el frío
pasillo de piedra, tras del hermano lego, mi afligido corazón se sintió más
tranquilo.
-Esta
es la casa del Señor. Está santificada por centurias de mortificación, de
plegarias, de contemplación devota. Hay monjes buenos y monjes malos; pero la
casa del Señor permanece como una garantía de que nada malo le acontecerá a
Bárbara.
Cuando entré a su celda, el padre Ángel,
que estaba arrodillado ante la imagen del Crucificado, se levantó.
Arrojándome a sus pies, besé el borde de su negro hábito. No llevaba
sandalias y pude ver, por sus pies nudosos y de marcadas venas, que
acostumbraba a andar descalzo todo el año. A pesar de ello, sus pies estaban
muy limpios, y cuando alcé los ojos vi que su rostro era también limpio y
radiante. Parecía consumido por ayunos y devociones y brillaba en él la
bondad cuando me invitó a levantarme.
-No
te arrodilles ante mí, Miguel Pelzfuss, sino sólo ante Dios y sus Santos.
Reverencia en mí, no al hombre, sino a la eterna e indestructible justicia de
la Iglesia, que condena al reo y liberta al inocente. Pero, siéntate, hijo
mío; tranquilízate y cuéntame todo lo que abruma tu conciencia; porque así
podrás ayudar mejor a tu esposa y aun a ti mismo.
Describí mi vida entera, diciéndole que
era de cuna ilegítima y contándole mi primitivo deseo de servir a la Iglesia.
Le mostré mi ajado diploma de la Universidad de París y le declaré que los
duros golpes del destino me habían llevado a arrepentirme de mis pecados y me
habían inspirado el deseo de peregrinar hasta el Santo Sepulcro del Salvador;
pero que en el camino había sido atacado y robado, y abandonado en el bosque
para morir.
-Bárbara
Büchsenmeister me encontró en aquel horrible trance, y pareció como si Dios,
la hubiese conducido ante mí. Bárbara fue amable y tierna; me cuidó hasta que
recobré la salud, y me vistió, pues yo no tenía ni camisa. Me encariñé con
ella y nos casamos para poder vivir juntos hasta el fin de nuestros días.
Llevábamos una vida frugal y laboriosa, y no hicimos daño a nadie. Tan sólo
la malicia d nuestros convecinos, que atormentó a Bárbara desde su infancia,
a, dio origen a esta terrible sospecha de la que ahora es víctima. Pero yo,
su esposo, la conozco mejor que nadie, y por Dios y por los Santos
Sacramentos juro que es inocente del odioso crimen de que se le acusa.
El padre Ángel permanecía sentado en su
silla, sereno e inmóvil, mirándome con sus ojos limpios e inquisitivos. Cruzó
sobre sus brazos las finas manos y me animaba con breves preguntas cuando yo
vacilaba. Le contesté todo lo que me había sucedido, hablando con toda verdad
y sin reservas. Cuando terminé, permaneció tranquilamente sentado por largo
tiempo.
Al fin, y con un profundo suspiro, dijo:
-Miguel Pelzfuss, creo cuanto me dices y deseo pensar bien de ti, puesto que
para expiar tus pecados ibas camino a Tierra Santa, cuando la bruja, te
encontró y te puso bajo su poder. Pero careces de experiencia y no puedes
comprender la terrible naturaleza del asunto que ahora nos ocupa. No
obstante, con la ayuda de Dios, confío en poder llevarlo a feliz término,
para lo cual, he de hacerte unas cuantas preguntas.
-Miguel
Pelzfuss, ¿crees en brujas y brujerías?
…..Haciendo
la señal de la cruz, respondí: -No quiera Dios que dude de lo que la iglesia
enseña, porque no soy hereje. Naturalmente, hay brujas; pero mi esposa es
inocente.
-¿Crees
pues, que las brujas a quienes la Santa Iglesia ha condenado eran culpables,
y que no sufrieron sino el justo castigo del más odioso de los pecados?
Dije:
-Debo creerlo porque la Santa Iglesia es incapaz de error.
-Miguel,
hijo mío, posees la verdadera fe y no eres un hereje; por los mismo, debes
creer también que se hará justicia y nada más que justicia. La persecución de
brujas es una dura y terrible tarea que pone a prueba los poderes
espirituales de los jueces; en mi debilidad, yo he lamentado mil veces que el
Padre Santo me confiase tan terrible trabajo. Satanás tantea mis flaquezas, y
sólo mediante la plegaria constante y la mortificación corporal puedo
vencerlas dudas que murmura a mi oído. Así, pues, reza tú también, Miguel;
reza por tu propio corazón; reza para que pueda vencer mis debilidades y,
como verdadero juez, descubra los ardides de Satanás cuando investigue este arduo
caso.
-Padre
Ángel, de todo corazón pediré a Dios que os ayude a descubrir la verdad. Y
pediré también por mi pobre alma; aunque mis más ardientes plegarias serán
por mi esposa Bárbara, para que ningún mal le suceda.
El
padre Ángel contestó con un leve gesto de asentimiento.
-Miguel,
hijo mío, con la ayuda de Dios descubriré la verdad. Pero hasta ahora, nunca
me había enfrentado con tarea tan difícil, porque debo a la vez dejar
convicta a la bruja con pruebas concluyentes y al mismo tiempo salvar tu
alma, cegada por la duda, de suerte que confiando plenamente en la Justicia
de la Santa Iglesia, puedas reconocer piadosamente que la verdad ha
prevalecido, confesándolo no sólo con los labios sino desde el fondo de tu
corazón.
Entonces me hizo alguna agudas preguntas
acerca de cómo Bárbara me había encontrado; de cómo me había cuidado durante
mi enfermedad, y de qué manera se había celebrado el matrimonio. También me
preguntó sobre nuestro perro, y quiso saber cómo se había informado acerca de
nosotros. Con todo, respondí a todas sus preguntas, y no me contradije.
Al
fin me preguntó:-¿Ibais regularmente a misa y a confesar, y recibíais juntos
la Sagrada Comunión?
Me vi forzado a admitir que habíamos
descuidado un tanto nuestros deberes religiosos, pero tan sólo a causa de que
Bárbara era víctima de la hostilidad de los demás y temía mostrarse en
público. Le aseguré que jamás olvidamos nuestras oraciones, y que observamos
todos los días de ayuno.
-l
inocente ni teme ni evita a los demás-dijo el padre-. Las brujas tienen
buenas razones para abstenerse de oír misa, y es una agravante prueba contra
Bárbara el que dejase de frecuentar los sacramentos. No obstante, Satanás es
tan astuto, que debería ser considerado como una circunstancia igualmente
grave el que hubiese acudido a la iglesia y a la comunión.
-Mi
esposa no es una bruja.
-Te
casaste con Bárbara Büchsenmeister. ¿Es, pus, hermosa a tus ojos?
-Así
me lo parece, a mis ojos es la más hermosa de las mujeres y la amo más que a
nada en el mundo.
El
padre Ángel se levantó violentamente y se santiguó.
-¡Basta!.
Desde ahora debes dedicarte a incesantes plegarias, mortificaciones y
penitencias. No hay otro medio para que puedas librarte de los poderes de
Satanás. No he visto todavía a la bruja Bárbara, pero sé que es fea, es más
vieja que tú, y habían pasado para ella los años mejores para el matrimonio
cuando te conoció. De ahora en adelante no deberás poner los pies fuera de
los muros del monasterio. Te colocaré bajo la vigilancia del Prior para que
puedas orar y hacer penitencia hasta que se hayan reunido todos los testigos
y pueda comenzar el juicio.
…..Me
acompañó a ver al Prior. A la hora de completas colocó una vela en mis manos
y puso sobre mis labios sal consagrada mientras los monjes cantaban para
expulsar de mí al demonio, y el padre Ángel y otros buenos padres elevaban
ardientes plegarias por mi salvación. Aquella agotadora ceremonia me aquietó
lo bastante para dejarme sumido en un mortal estupor. Sin embargo, tres horas
más tarde me sacudieron y me hicieron levantar para que asistiese al Oficio
Nocturno.
|
Aquel
tratamiento continuó días y días, y las constantes vigilias y la dieta
penitente me tenían sumido en piadoso aturdimiento. Sin embargo, de tanto en
tanto mi espíritu se veía iluminado por una ráfaga de consciencia, y cuando me
acordaba de Bárbara y de su vida en la prisión, era como si me hundiesen un
cuchillo en el pecho. Lanzaba gritos de agonía, suplicando a los hermanos que
me azotasen con cuerdas de nudo y púas para que mis dolores corporales pudiesen
ahogar los sufrimientos que padecía por causa de mi amada. Y los buenos monjes
me azotaban hasta que mi espalda llagada pudiera dejar salir al demonio de mi
cuerpo.
Pasaron
casi dos meses y el verano florecía en la ciudad del Príncipe-Obispo. Pero yo
no conocí nada del verano, porque mi morada era una celda desnuda, mi lecho el
suelo de piedras y mi único paseo el pasaje abovedado que conducía a la
iglesia. Poco a poco la agitación de mi espíritu se aplacó, y cuando el Prior
vio que estaba curado de mi aflicción, permitió que se atenuase aquella disciplina.
Me fueron devueltos mis vestidos y se me dio una alimentación más nutritiva, y
al cabo de pocos días tenía la cabeza más clara y volvía a ser el de antes.
El
padre Ángel, envió a llamarme, estaba sentado teniendo enfrente de sí un
formidable montón de papeles.
-Que
tu corazón se muestre firme para afrontar la verdad, hijo mío. El juicio
comienza hoy y debes mostrarte fuerte. Para prepararte a lo que debes sufrir
expondré ante ti las pruebas recogidas, aunque este paso no está de acuerdo
con las habituales prácticas legales. Lo hago así por el bien de tu alma. Has
de saber que tu esposa Bárbara es una bruja.
-¿Podré
verla durante el juicio?
-No
podemos evitarlo, y por el bien de tu alma será conveniente que estés
presente. Pero cuando hayas leído estas declaraciones juradas creo que no
tendrás nuevas dudas. Más tarde te pediré que firmes tu propia declaración,
que ha sido dictada por mí al secretario del Tribunal de la Inquisición.
Me entregó los papeles y comencé a
leerlos atentamente, aunque a veces no podía reprimir una exclamación de
cólera o de asombro.
|
Mencionaré
tan sólo algunas de tales declaraciones. Una de ellas hecha por los padres de
un antiguo pretendiente de Bárbara, describía como había reñido con el muchacho
en un prado de las afueras de la ciudad. Bárbara había hecho gestos extraños
hacia el cielo, y estalló una tremenda tempestad y el muchacho cayó herido por
el rayo, aunque había buscado refugio bajo un árbol, en tanto que Bárbara
permanecía a cielo abierto. Los testigos opinaban que con la ayuda del demonio,
Bárbara había guiado el rayo para que descargase sobre su hijo, y hasta había
hecho uso de su propio nombre, puesto que Santa Bárbara protege a los hombres
contra el rayo.
Una
mujer declaró que se había secado la leche de sus pechos después de una disputa
con Bárbara. Mi amigo el restaurador atestiguó que Bárbara había hecho uso de
brujería para que rodase por las escaleras y se rompiese el brazo derecho, que
le era necesario para su trabajo; aquello lo hizo con el objeto de lograr su
puesto para mí. El bailío afirmó que le habíamos expulsado a él y a su esposa d
su confortable morada con objeto de tomar nosotros posesión de ella, e insistió
que nunca la hubieran abandonado a no ser por el miedo que tenían a que Bárbara
les ocasionase algún perjuicio con su brujería.
Los
consejeros refirieron que desde su infancia Bárbara había sido considerada como
bruja, y que con anterioridad había sido ya requerida a que prestase Juramento
de Purificación. Su padre atestiguó que en una ocasión en que Bárbara entró en
su taller, el crisol crujió con terrible explosión, ocasionando graves daños.
Tales
fueron los testimonios que leí con la más amarga indignación; y a medida que
los leía, mi corazón se sentía cada vez más abatido. El último de los
documentos no estaba firmado y comencé a leerlo, sin advertir al principio que
contenía mi propia declaración.
Yo,
Miguel Pelzsfuss, o Miguel de Finlandia, bachiller de la Universidad de París,
declaraba que Bárbara, por algún medio misterioso, me había encontrado en el
bosque donde había sido asaltado y robado, y que sólo el demonio mismo podía
haberla conducido a aquel oculto lugar donde los bandoleros me dejaron por
muerto. En el curso de mi enfermedad, Bárbara me había suministrado amargas pociones
cuya composición yo ignoraba. Indudablemente estaban preparadas según alguna
fórmula mágica, porque poco después quedé enamorado de Bárbara a pesar de su
fealdad y me casé con ella. Después de nuestro matrimonio, continuó ejerciendo
sus encantos sobre mí, de suerte que yo continuaba viéndola como la más bella
de las mujeres. Pero ahora que la verdad me había sido revelada, renunciaba a
ella y a todas las obras dl demonio y reconocía que sólo por brujería pude
haber sido inducido a casarme con ella.
Cuando
hube leído aquel terrible documento, alcé los ojos y declaré con firme voz:
-Padre Ángel, yo no firmaré nunca estas afirmaciones, porque no son ciertas.
Hizo
un movimiento de impaciencia, pero dominándose, me preguntó en tono
conciliador: -¿No son éstas las palabras que me dijiste? ¿No ves que fue su
brujería la que te hizo unirte a ella? Porque ningún hombre con sus sentidos
cabales podría decir que es la mujer más bella del mundo.
El
padre Ángel inclinó su cabeza entre las manos, sus piró profundamente y oró en
silencio. Dijo luego: -Miguel, soy débil. Desde mi infancia, la visión de las
lágrimas me ha hecho sufrir, y me pone enfermo el dolor de los demás. Y
precisamente por ese defecto he sido elegido para este trabajo, para que
venciendo mis humanas debilidades pueda glorificar a Dios. Su iglesia prevalece
y prevalecerá siempre, Miguel. Sus pilares y sus techos siempre nos cobijarán.
Toda la escoria de la tierra pasará, pero la Iglesia Santa perdurara.
Sus
palabras me dejaron abrumado, porque me hacían saber que toda la Santa Iglesia
con todo el peso de sus tradiciones y sus grandes y venerables padres era
hostil a Bárbara. Estaba sola, sin nadie que la defendiese, porque hasta yo
mismo, su esposo, había firmado una declaración que sería un arma en las manos
de sus enemigos.
EL
JUICIO
El
Tribunal se reunió en la torre de la prisión del Palacio del Obispo, en una
desnuda estancia, escasamente iluminada por estrechas hendeduras en los macizos
muros. Mientras esperaba a los padres, escudriñaba a través de aquellas
angostas aberturas y me maravillaba de ver que, afuera, la ciudad gozaba de los
encantos del verano; de que los árboles estaban cubiertos de follaje y verde el
campo. Aquella estancia de la torre se alzaba por encima de las murallas de la
ciudad y dominaba una magnífica vista que alcanzaba hasta los Alpes.
El
padre Ángel, presidente del Tribunal, estaba asistido de otros dos dominicos,
uno de los cuales leyó las acusaciones. El maestro Fuchs era el acusador. A
ninguna otra persona se le permitió asistir. Cuando Bárbara fue conducida allí,
los guardias y aún el carcelero hubieron de permanecer fuera de la puerta
cerrada.
Previamente
habían ordenado que Bárbara se lavase y se peinase. Llevaba una tosca y limpia
túnica como única prenda. Yo había temido aquel momento y me había imaginado
los horrores y sufrimientos de su prisión, pero no vi ningún signo exterior de
que hubiese sido maltratada, y su apariencia exterior me tranquilizó. No
obstante, había adelgazado visiblemente, y mostraba una cicatriz en la comisura
de los labios; la encontré también notablemente fea. Su cabello tenía un color
de herrumbre y aparecía opaco, y cuando parpadeó para acostumbrarse a la luz,
advertí las pecas amarillas que cubrían su rostro.
El
examen duró más de dos horas; la acusación del padre Ángel de brujería y
alianza con el demonio fue negada tranquilamente por Bárbara. Entonces el
secretario leyó con voz monótona los diversos testimonios, y a las diversas
preguntas del Inquisidor, Bárbara respondió unas veces “sí” y otras “no”. Me
consoló el ver que todavía se mostraba de ingenio rápido y resuelto; porque daba
respuestas afirmativas a todo lo que realmente había sucedido y podía ser
probado, como su disputa con su pretendiente y con la joven madre, la explosión
del horno y la fractura del brazo. Pero negó terminantemente el que tuviese
nada que ver con tales calamidades. Su presencia y la convicción que
transparentaba su conducta produjeron efecto sobre mí, de suerte que mis
secretas dudas quedaron disipadas y creí n su inocencia.
Para
cuando fue leída mi declaración, sus ojos, ya acostumbrados a la luz, me
descubrieron, sentado en un rincón. Una vez más aquellos ojos verdes se
dirigieron hacia mí; su delgado rostro se alzó y de nuevo pareció hermosa a mis
ojos, d tal modo, que mi corazón se sentía arrobado.
Cuando
se hubieron leído todas las declaraciones y los miembros del Tribunal
discutieron uno por uno los puntos, el padre Ángel, con voz fría y severa,
pronunció estas palabras: -¡Bruja Bárbara! A la luz de estos testimonios
indiscutibles y concordantes, el Tribunal de la Santa Inquisición te encuentra
rea de brujería en todos y cada uno de los casos anteriormente mencionados, que
han producido grandes daños y quebrantos a gente inocente. Puesto que no puede
haber brujería sin alianza con el demonio, el Tribunal considera esta segunda
acusación igual y totalmente probada. ¿Quieres, por tanto, declarar libremente
tu culpa o continuarás poniendo tu confianza en Satanás e insistiendo en tus
negativas?
-No
soy bruja, y no estoy aliada con el demonio, diga lo que quiera la gente a
mis espaldas. Desde niña, la gente me ha odiado porque soy fea y diferente a
los demás.
-Cuando
se la invitó en formas terminantes a que hiciese una confesión voluntaria, la
bruja obstinadamente negó las acusaciones –dijo el padre Ángel-, pero
reconoció que desde su infancia había sido diferente a las demás personas.
Tanto tú prisión como ahora ante este tribunal he hecho todo lo que he podido
para persuadirte a que confesaras voluntariamente. Sin embargo, sigues
obstinándote. Por tanto, este tribunal suspende la sesión durante dos horas,
después de las cuales continuará el juicio, de acuerdo con las prácticas
inquisitoriales, utilizando la tortura. ¡No creas, hija mía, que el demonio
tu aliado pueda ayudarte entonces! Confiesa y nos ahorrarás ese penoso deber
que ni a ti ni a nosotros nos satisface.
-Pero
es que no soy bruja –sollozó Bárbara y rompió a llorar. El padre Ángel ignoró
sus lágrimas y ordenó al carcelero que la devolviese a su celda.
-Padre
Ángel –le supliqué-, permitidme hablar con mi esposa y persuadirla de que es
lo mejor que confiese si es culpable, porque no puedo soportar la idea de sus
sufrimientos.
-Es
imposible Miguel. Volvería a embrujarte de nuevo.
|
Me
ordenó que fuese a la cocina del Príncipe Obispo a buscar algo que comer, pero
yo no tenía apetito, y durante dos largas horas me paseé por el patio. Intenté
sobornar al carcelero para que dejase verla, pero aunque era hombre codicioso,
no osó poner en peligro su propia piel desobedeciendo las órdenes expresas del
padre Ángel. Sin embargo, a cambio del dinero que le ofrecí me prometió darle
una buena comida.
Cuando
los padres regresaron, encendidos los rostros por l vino del Príncipe-Obispo,
limpiándose la boca y conversando animadamente, me acerqué una vez más al padre
Ángel rogándole que me permitiese estar presente en la segunda parte del
juicio.
Esta
vez se mostró más tratable y dijo: -Previendo
tu petición, traté el asunto con el Padre-Obispo. Con anterioridad nunca
se había permitido una cosa así, pero en caso tan excepcional como éste creo
que difícilmente podrías liberarte del embrujo de que te ha hecho víctima, a
menos que oigas su confesión de sus labios. Así, por especial favor, podrás
asistir; pro sólo con la condición de que ni con palabras ni con gestos
interrumpirás la investigación, sino que permanecerás quieto en tu lugar.
Deberás prestar el acostumbrado juramento de que no sentirás odio ni mala
voluntad hacia ninguno de los presentes, ni intentarás tentar, ni sobornar, ni
comprar a nadie para que tome venganza por ti, sino que te resignarás ante lo
que suceda.
Regresamos
a la estancia, donde presté el juramento ante el padre Ángel. Luego bajamos en
fila de a uno las escaleras hasta la cámara de tortura, que carecía de ventanas
y tenía un techo abovedado. Estaba iluminada por dos antorchas, que me
permitieron ver al verdugo y a su ayudante ya dispuestos. Iban elegantemente
vestidos de rojo, lo prescrito para los de su oficio; aunque cuando torturaban
no les estaba permitido derramar sangre ni producir daños irreparables. Al
mirar a mi alrededor en aquella celda, intenté encontrar algún consuelo en la
idea de que ninguna de aquellas odiosas tenazas y tornillos serían utilizados;
pero una escalera que descansaba sobre un caballete, una soga que pendía de una
rueda en el techo y unos voluminosos pesos, fueron bastante para producirme un
sudor frío. Los padres se sentaron en el sitio que eligieron, quejándose del
miserable acomodo.
Bárbara
fue introducida, toda temblorosa y aterrorizada, pero cuando por orden del
padre Ángel el verdugo explicó de que manera utilizaría sus instrumentos,
todavía negó en tono humilde y suplicante ser culpable, y dijo que no podía
confesar lo que no había hecho. El padre Ángel suspiró y ordenó al maestro
Fuchs que comenzase su examen.
Para
ello, el verdugo despojó a Bárbara de su túnica. Quedó desnuda. La derribaron
al suelo y la ataron por las manos y los pies a la escalera. Se había quedado
muy delgada, pero su cuerpo lavado, estaba blanco, y los únicos signos visibles
de su prisión eran los oscuros anillos que el cepo había dejado en sus puños y
tobillos. Gimió una o dos veces cuando cortaron su cabellos hasta las raíces,
sin dejarle el más pequeño mechón. A continuación, el maestro Fuchs avanzó y
comenzó a examinar detenidamente cada centímetro de la piel y cada orificio d
su cuerpo, buscando algún talismán diabólico que pudiera hacerla insensible al
dolor. El padre Ángel, por modestia, prefirió no contemplar aquel proceso, y
conversaba en voz baja con los ostros padres. Por mi parte, pensaba que aquel
tratamiento por brutal y vergonzoso que
fuese, no era insufrible, y bendecía cada momento que pasaba sin que llegase
aún la verdadera agonía de Bárbara.
El
maestro Fuchs observó: -Muchas brujas han alardeado de que pueden permanecer
completamente insensible tan sólo con poder retener un pequeño jirón de sus
vestidos. Pero o yo no sirvo para este oficio o esta bruja no lleva encima nada
que la insensibilice.
Se
retiró y los padres se acercaron a la desnuda Bárbara entonando plegarias en
voz alta; la rociaron con agua bendita y pusieron sal consagrada en su boca. La
ceremonia de Purificación acrecentó las precauciones de los verdugos; se habían
santiguado ya furtivamente mientras ataban los miembros de Bárbara. Pude ver
que los padres, en aquella celda lóbrega alumbrada por antorchas, la temían; y
aquello me llenó de desesperación porque me demostró que obraban de buena fe y
estaban convencidos de su culpabilidad.
El
padre Ángel ordenó al maestro Fuchs que utilizase la prueba de la aguja.
Tomó, pues, una aguja aguda y larga y comenzó a buscar en el cuerpo de Bárbara,
algún punto insensible por arte de brujería. Los padres inclinándose hacia
adelante observaban el procedimiento y cada vez que Bárbara gritaba y le manaba
sangre, lanzaban profundos suspiros. El maestro Fuchs pinchó minuciosamente
cada lunar y aún los pezones, mientras ella fritaba de dolor. Al fin encontró
una gran mancha de nacimiento en una cadera, que no sangró al pincharla, ni
pareció producirle dolor. Sin duda aquel era el estigma que el demonio había
puesto en ella como un signo de que era una de sus secuaces. Quedé sumamente
extrañado y desconcertado, recordando cómo en los momentos de pasión yo había
besado aquella marca, creyendo que se trataba de un lunar.
El
secretario escribió en el registro el resultado de la prueba de la aguja, que
había revelado una zona insensible en forma de herradura, en la piel de la
bruja, un centímetro arriba del hueso de la cadera. El padre Ángel ordenó que
Bárbara fuese soltada de la escalera para que se la pesase. Nadie se sorprendió
al comprobar que pesaba cinco kilos menos de lo normal en una mujer de su
estatura y complexión; aquello no hacía más que confirmar la creencia
general en su culpabilidad, puesto que las brujas pesan menos que las otras
gentes y flotan en el agua.
El
padre Ángel autorizó a Bárbara para que se pusiese de nuevo su túnica, y la
invitó otra vez a confesar. Pero ella permaneció con la cabeza caída y no
respondió; visto lo cual, el padre Ángel, con evidente repugnancia, ordenó al
verdugo que cumpliese con su deber. La cogió, mientras su ayudante le ataba las
manos a la espalda. La soga que colgaba de la rueda fue ligada a sus muñecas;
la izaron hacia el techo y quedó suspendida con las articulaciones de sus
hombros violentamente torcidas. El verdugo aflojó la soga y la dejó caer, pero
la contuvo antes de que llegase al suelo, lo que la hizo lanzar un grito
desgarrador, porque sus brazos amenazaban con dislocarse.
Gritó:
-¡Miguel! ¡Miguel!
Corría
el sudor por mi rostro y levanté la mano para tocar al padre Ángel. Pero a la
luz de la antorcha le vi contemplando a Bárbara con los rasgos contraídos,
mientras gruesas gotas de sudor perlaban su frente. Cuando el verdugo hubo
repetido la tortura unas cuantas veces hizo bajar a Bárbara hasta el suelo,
donde quedó tendida con el rostro contra las piedras. El padre Ángel le
preguntó implacablemente si confesaba ahora.
Bárbara
lanzó un quejido, imploró a gritos a la
madre de Dios que la socorriese y dijo: -¿Qué he de confesar? No sé qué
confesar. ¡Por amor de Dios no me torturéis más, nobles caballeros!
El
padre Ángel, exasperado, hizo un gesto al verdugo, que empujó hacia adelante
una piedra de diez kilos. Ató los dos pies de Bárbara y colgó de ellos el peso.
Cuando fue de nuevo izada, grito más aterradoramente que antes, crujieron sus
hombros y sus pies se alargaron y alargaron. A la primera caída se les
dislocaron los hombros, quedando sus retorcidos brazos levantados sobre su
cabeza. Lanzó un grito terrible que acabó con un lamento continuado, mientras
todo mi cuerpo se estremecía en convulsiones. El padre Ángel le preguntó con
voz dura si confesaba ya, pero cuando intentó hablar quedó desmayada. La
bajaron y el verdugo le frotó las sienes con vinagre y humedeció sus labios con
aguardiente.
El
maestro Fuchs dijo ansiosamente: -Reverendo padre, ¿habéis notado no ha
derramado una sola lágrima? Las brujas no pueden llorar, y esa es la tercera
prueba. El hecho fue consignado en el informe. Bárbara recobró los sentidos,
quejándose quedamente, pero cuando el padre se inclinó sobre ella para lograr
una confesión, parecía haber perdido el habla y sólo pudo mover la cabeza.
Para
apresurar la tarea, el padre ordenó al verdugo que aumentase el peso, pero
añadió: -Amordazadla, porque nos ensordecerá con sus gritos y no es necesario
que este examen sea tan mortificante y molesto para los reverendos padres y
para mí. El verdugo colocó una mordaza de madera hueca, en forma de pera, entre
las mandíbulas de Bárbara; eso la obligaba a mantener la boca abierta y
distendió sus mejillas, sin impedirle respirar. Colocó entonces un peso casi
doble que el anterior y la izó de nuevo, con la ayuda de su compañero; sujetó
la soga y esperó.
Durante
unos momentos reinó el silencio en la cámara de tortura; no se oía nada más que
el crepitar de las antorchas y el suave murmullo de la arena en la ampolla de
vidrio del secretario. Habían cesado los quejidos de Bárbara, pero su jadeo
agitaba su pecho. Yo veía sus finos pies horriblemente estirados y sus hombros
comenzaron a inflamarse, tornándose negros y azules alrededor de las
articulaciones. El verdugo cogió un cubilete de cerveza de un nicho en el muro,
bebió de él y lo ofreció a su ayudante. Uno de los dominicos comenzó a murmurar
plegarias, pasando entre los dedos las cuentas de su rosario. Al fin no pude
dominarme. Rompí a llorar violentamente y me lancé hacia Bárbara, intentando
libertarla de aquellos terribles pesos.
Supliqué
en mi cobardía: -¡Confiesa, Bárbara, confiesa, por nuestro amor, no puedo
soportar más.
Sus
ojos verdes sea abrieron y me miraron opacamente, pero su mirada no ejercía ya
efecto alguno sobre mí. Sentía tan sólo el espantoso horror de aquel tormento
cuando levanté sus delgadas piernas entre mis brazos. El padre se me acercó y
deshizo el abrazo, de modo que el descoyuntado cuerpo de Bárbara quedó de nuevo
colgado de sus hombros dislocados.
Le
preguntó, golpeando el pecho con su puño cerrado: -¿Confiesas bruja?
Entonces
Bárbara movió la cabeza, indicando que deseaba hablar. El verdugo subió por la
escalera para arrancarle la mordaza. Las comisuras de sus labios estaban
desgarradas y la sangre corría por su barbilla. Murmuró: -Quizá soy bruja, pero
dejad tranquilo a Miguel. No sabe nada de mí.
Con
un suspiro de alivio, el padre ordenó al verdugo que aflojase la soga hasta que
los pesos descansasen en el suelo para que a Bárbara le fuese más fácil hablar.
Luego fue interrogada sobre cada acusación separadamente, y ella reconoció que
todas eran justificadas.
Después
el padre Ángel preguntó: -¿Reconoces que has dado comida y bebida al demonio en
forma de perro negro, que usabas en tus artes diabólicas? Los ojos de Bárbara
se abrieron y exclamó: -¡No! Rael es un perrito ordinario y no ha hecho nada
malo.
-Ya
lo veremos. Considera ahora, bruja, y pesa tus palabras cuidadosamente,
porque necesito saber cómo, cuándo, dónde celebraste pacto con el demonio.
Además debo saber cómo, cuándo y dónde puso su marca sobre tu cuerpo, qué tan
frecuentemente tuviste relaciones íntimas con él y en qué forma o formas
solía entonces aparecérsete. Responde a estas palabras y te dejaremos en paz.
Cuando hayas abjurado del demonio y de todas sus obras, la Santa Iglesia te
recibirá de nuevo en su seno, te perdonará tus pecados y salvará tu alma
inmortal del fuego del infierno. ¡Responde bruja!
Pero Bárbara permanecía en silencio y no
hacía sino contemplar al padre Ángel con profundo asombro. Aquello le enojó y
repitió sus preguntas, a las que Bárbara respondió con una firme negación de
pacto alguno con el demonio y con la petición de que tuviese piedad de ella,
porque no sabía lo que quería dar a entender. De nuevo el torturador la izó,
y tuve que apretar mis manos sobre mis orejas a causa de los aterradores
gritos que la hicieron lanzar.
-Tendremos
que dejarla colgada hasta que se le aclare la memoria. Entretanto, podemos
examinar al perro.
Se me despejó la cabeza con el aire
fresco y la luz de la estancia de la torre. Temblaba de frío porque los
vestidos empapados se me pegaban a la piel. El carcelero llevó vino, del que
todos teníamos gran necesidad. El padre vació su copa y se retrepó en un
sillón, con un suspiro de alivio.
-Traed
al perro, maestro Fuchs –ordenó-. Pero cuando el maestro Fuchs regresó
arrastrando a Rael atraillado, me fue difícil reconocer a mi perro. Su
brillante pelaje negro había sido cortado y toda la piel desnuda y gris
estaba cubierta de llagas. Rael me olfateó y luchó por llegarse a mí. El
maestro Fuchs le permitió que se refugiase en mi regazo, donde se echó
tembloroso y plañidero, lamiendo mi rostro y primiendo lugo su hocico contra
mi hombro, mientras yo derramaba amargas lágrimas sobre sus heridas.
-Este
perro se llama Rael –dijo el maestro Fuchs-, que es indudablemente un nombre
singular y pagano, y sabe hacer muchas cosas. Sin embargo, algo parecido
pudiera decirse de algunas habilidades de los perros callejeros. Cumpliendo
mis deberes, he examinado al animal lo mejor que he podido, y he intentado
hacerle hablar, porque si fuera una encarnación del demonio, ciertamente
podría hablar. Lo he azotado varias veces al día, y he quemado en su lomo
plumas aturadas de azufre, sin conseguir arrancarle ningún sonido que pudiera
parecerse al lenguaje humano. La prueba de la aguja dio también resultados
negativos.
El padre inspeccionó al animal con
repugnancia y se tapó la nariz, porque las llagas del pobre animal apestaban.
Se cansó pronto de la discusión que siguió y ordenó al verdugo que continuara
el examen; porque él no era tan amigo de los animales, como el maestro Fuchs.
Siguió una inhumana flagelación, que fui obligado a presenciar; hasta que al
fin, el frío sentido común me dijo que aunque Bárbara había sido torturada
hasta arrancarle una confesión, ni el más atroz martirio podría hacer que
aquel desgraciado perro hablase.
El
maestro Fuchs intervino, -Todas mis experiencias confirman la inocencia del
perro. Será mejor utilizarlo simplemente como testigo contra la bruja y
después dejarlo en libertad.
El padre Ángel y los otros jueces
estuvieron de acuerdo con su criterio y el maestro Fuchs fue a buscar un
tazón de agua que Rael bebió ansiosamente. Refrescado con el agua, el perro
levantó los ojos hacía el padre, mientras éste se dirigía formalmente
diciendo: -¡Perro quienquiera que seas! El Tribunal de la Santa Inquisición
te emplaza como testigo. Te recordaré los derechos y deberes de un testigo y
te ordeno que declares si hay o no una bruja en esta habitación, y si así
fuere, que indiques quien es.
El verdugo soltó la traílla, y Rael, con
un gruñido, se arrojó sobre el maestro Fuchs y le mordió en la pantorrilla.
El maestro lanzó un gemido y dio al perro un puntapié que lo lanzó al otro
extremo de la habitación; pero Rael volvió al ataque y su víctima pudo
difícilmente defenderse, hasta que el verdugo volvió a atar al animal. No
puedo negar que aquel inesperado ataque produjo una profunda impresión en todos
nosotros. El verdugo se santiguó y se quedó mirando de una forma extraña al
maestro, que se frotaba la pierna y juraba, maldiciendo al perro por su
ingratitud hacia el hombre que había hablado en su favor y le había salvado
la vida.
El maestro se dirigió al padre, y le
dijo: -Este testimonio carece de valor y por mi buena fama solicito que sea
omitido en el informe. Este animal me odia porque mis deberes me obligaron a
torturarle. Solicito que se haga de nuevo esta prueba en presencia de la bruja,
que deberá ser bajada al suelo para que el perro pueda olfatearla.
…..
Los padres discutieron la petición y quedaron acordes en que el maestro había
hablado sabiamente. El incidente no fue mencionado en el informe. Regresamos
al sótano, donde el verdugo bajó a Bárbara al suelo. Enseguida el perro
comenzó a plañir, y se lanzó alegremente hacia Bárbara, y comenzó a lamerle
el cuello, la cara y las manos. Por lo tanto, se hizo constar que el perro
por su propia libre voluntad había denunciado a su ama como bruja. Por tanto,
fue retirada la acusación contra el animal y se le dejó en libertad.
-La
bruja lo ha confesado todo, -dijo el ayudante del verdugo-. El tercer grado
fue demasiado para ella y abjuró del demonio. Declaró que dos veces al año
volaba al Brocken montada en una escoba, y que allí se acostaba con el
demonio, que a veces se le aparecía como un negro macho cabrío y otras como
un hombre con rostro blanco. Daba escalofríos el oírla. Luego, el maestro me
envió aquí para llevaros, de modo que he perdido gran parte de la confesión.
Más tarde el padre, subió a la
habitación de la torre.
-La
bruja ha confesado, Miguel. A los doce años se entregó al demonio y recibió
su señal. Su maestra fue una cierta bruja a la que quemaron hace diez años.
Piensa, Miguel, que si alguna vez has tenido la más ligera duda acerca de la
posibilidad de un pacto con Satanás, la unanimidad de las pruebas recogidas
en los diferentes países, la similaridad de los más mínimos detalles,
demuestran sin ninguna duda la existencia de tales pactos. Esta confesión es
otro eslabón de la cadena que durante centurias nuestra Santa iglesia ha ido
forjando el torno al reino del demonio.
-¡Dios
de los cielos! ¿Estáis todavía torturándola? ¿No ha confesado ya bastante?
-Evidentemente
tiene que darnos los nombres de los cómplices. Este es el periodo más difícil
de los exámenes, y me temo que tenga que sufrir el cuarto y quinto grados
antes de extraer de ella toda la información requerida. Pero estamos
dispuestos a continuar toda la noche si es necesario; porque si la dejamos
ahora y esperamos hasta mañana, puede retractarse, como lo hacen con
frecuencia las brujas después de recobrar nuevas fuerzas de Satanás. Creo en
tu inocencia, Miguel, pero naturalmente hemos de interrogarla acerca de ti, y
averiguar también los nombres de aquellos a quienes reconoció en el aquelarre
de Brocken.
Al oír aquellas palabras me desmayé de
nuevo y así permanecí en piadosa inconsciencia hasta muy entrada la noche. Al
despertar vi al padre, en pie junto a mí, con una antorcha.
-¡Despierta,
hijo mío! Todo ha concluido, Hemos batallado espléndidamente y hemos ganado.
Has sido declarado inocente de todo delito y si lo deseas puedes ver a tu
esposa para decirle adiós. Ya no podrá hacerte ningún daño. El tribunal le mostró
clemencia por su completa confesión; por lo tanto, al entregarla al brazo
secular estipularemos que sea desnucada antes de ser quemada, para horrarle
así la agonía de la hoguera.
Luego que se marchó, me arrastré
escaleras abajo hasta el sótano, llevando a Rael entre mis brazos, porque si
en la tortura el sufrimiento corporal es grande, es quizá aún más terrible el
dolor moral del que contempla el tormento de una persona querida.
Ardía el fuego en la chimenea de la
cámara de tortura, y el verdugo con mano diestra, atendía a Bárbara mientras
que con amables palabras intentaba consolarla. Porque ella lloraba
quedamente, aunque el verdugo le había re-articulado el hombro y le había
vendado con compresas calmantes de vinagre. También estaba presente el
carcelero, a quien le entregué dinero para que llevase alimentos y vino
fuerte, y más agua al perro. Bárbara entreabrió los ojos a mi llegada y sentí
como su corazón palpitaba violentamente. Cuando suavemente acaricié sus
desollados pies, se estremeció de agudo dolor. En aquel momento reapareció el
carcelero llevando la comida en dos cazuelas de loza. Llevaba también bajo el
brazo un jarro de estaño con el vino, que de tal modo reanimó el corazón del
verdugo, que me llamó noble caballero y me dio las gracias por no mostrarle
mala voluntad.
-Juré
no tomar venganza, y no merecéis censura por lo sucedido. Cumplís con vuestro
deber para con vuestros amos y veo que tenéis buen corazón, porque trabajáis
amable como un médico para reparar los daños que le habéis hecho. Comed y
bebed, amigo mío.
Intenté dar de comer a Bárbara pero sólo
pudo beber un cuenco de caldo y un poco de vino. En cambio, Rael comió con
buen apetito, y se sentía tan feliz de estar con nosotros que corría al lado
de Bárbara o apoyar el hocico en mi rodilla. Cuando el verdugo hubo concluido
su comida me sugirió con alguna delicadeza, que puesto que yo estaba allí,
sería conveniente que le pagase sus honorarios. Habló de su pobreza y de su
numerosa familia, sin atreverse a mirarme a los ojos cuando me pidió cuatro
gulden, uno de los cuales sería para su ayudante.
|
Para
quitármelo de encima le di cinco, por lo cual el desgraciado se mostró fuera
de sí de alegría; se arrodilló y me besó la mano. Me dejó sus ungüentos y
medicinas y me dijo lo que tenía que hacer con mi esposa cuando comenzara a
elevarse la fiebre. Me aseguró también que sí, como esperaba, se le
encomendaba la tarea de ejecutar a Bárbara, le rompería el cuello tan
rápidamente que ni lo sentiría. Y como no había visto al maestro Fuchs, le
pregunté por él.
Restregándose las manos con cierto
embarazo, el verdugo me confió al fin en voz muy baja que el maestro había
sido arrestado y que estaba en el cepo, en la mazmorra de la torre.
-Lo
que pasó fue lo siguiente –explicó-. Habíamos comenzado con el quinto grado y
yo estaba pensando que toda mi habilidad sería en vano, cuando la bruja
–quiero decir, esta noble dama- comenzó a dar los nombres de sus cómplices.
Continuó negando que vos tuvieseis participación en el crimen; en lugar de
eso dijo que varias veces, tanto en Navidad como en la víspera de San Juan,
había visto al maestro en el Brocken; y parece que había sido favorecido por
Satanás porque él señalaba tareas a otras brujas y también celebró la Misa
Negra. Entonces ella juró en el nombre de todos los santos, que el maestro
era el brujo más grande que se hubiera visto nunca en tierras de Alemania.
Así, pues, a pesar de algunos recelos y de los juramentos y protestas del
maestro, l padre Ángel le hizo arrestar y ordenó ponerle en el cepo. Este
inteligente perrito, como recordaréis, le había acusado ya. Y cuando fue
sacado de aquí, cayó la venda de nuestros ojos, y recordamos multitud de
pequeñas cosas extrañas en la conducta del maestro durante los años pasados;
y no dudo de que el padre Ángel será capaz de recoger abundantes pruebas
contra él. Eso explica también que el maestro hubiese llegado a saber tantas
cosas acerca de la brujería.
Esa historia me dejó tan asombrado y
perplejo que me imaginaba que perdía el juicio. ´Cómo era posible que quien
había sido durante veinte años un infatigable cazador de brujas fuese reo de
ese mismo crimen?
|
******
Le pregunté al padre Ángel si podía
visitar a Bárbara de nuevo antes de su ejecución, pero me lo prohibió
diciéndome: -Creo en tu honradez y en la importancia de tus motivos, Miguel
Pelzfuss, pero tu esposa no debe distraerse ya con pensamientos mundanos. Debe
emplear el tiempo que le resta en plegarias y en actos de contrición. La fecha
de la ejecución depende del Príncipe-Obispo, que esquíen debe decidir si ha de
proclamarlo por toda la diócesis o sólo en su propia ciudad, para que la gente
pueda reunirse en torno a la pira y ser testigo, para su propia edificación,
del inquebrantable poder de la iglesia, y meditar en el estado de sus propias
almas.
A
mi pregunta acerca de las costas me respondió: -La suma será de lo más moderada
posible. Yo personalmente no solicito nada sino tus plegarias, aunque puedes,
si lo deseas, dejar un donativo, en mi nombre, al monasterio. Los otros dos
miembros del Tribunal deberán percibir sus honorarios reglamentarios, y me temo
que será algo elevada la cuenta del secretario, porqué empleo mucho papel y
tinta en su informe. Sin embargo, intentaré deducir parte de los gastos de los
bienes del maestro. Luego hay que pagar el veredicto, y la firma del diputado
del Emperador; pero, aparte de eso, me figuro que no habrá más gastos que la
comida y alojamiento de tu esposa en la prisión hasta el día de la ejecución y,
naturalmente, el precio de una carga de la mejor madera de abedul. Calculando,
creo que bastará con 25 gulden.
Durante
muchos días me sentí enfermo y como abandonado de Dios y de los hombres, pues
aunque no me entregué a un desconsuelo desesperado por el triste destino de
Bárbara, sabiendo que la muerte sería un alivio después de sus sufrimientos, la
echaba de menos de un modo indecible, y hubiera dado cualquier cosas por estar
con ella durante aquellos últimos días; pero l padre se mostró inexorable. Él y
los otros padres que preparaban a Bárbara a bien morir eran su única compañía.
Todo lo que yo podía hacer por ella era enviarle buenos alimentos, pasteles,
dulces, vino, que el carcelero le llevaba por la noche, después de que los
monjes habían regresado a su monasterio. Yo no le escribía porque ella no sabía
leer; pero esperaba que los alimentos que le enviaba, aunque no tuviese apetito
para consumirlos, le demostrarían que pensaba en ella y que la amaba.
Me
alojaba en el Cisne Negro, la mayor parte de mi dinero, en junto un centenar de
guldens, fue invertido en la casa del agente de la gran banca Fugger.. No tuve
mucho que esperar, porque el consejo de la Ciudad de Memmingen comunicó al
Príncipe-Obispo, así como también al diputado del Emperador, que los harían
responsables de la ejecución de Bárbara; y había en Memmingen tanto
resentimiento contra la Iglesia, que el consejo no se atrevió a continuar las
ceremonias de la quema de brujas. En lo futuro, Memmingen ejercitaría sus
privilegios como ciudad libre y se ocuparía de sus propias brujas, sin ajenas
intervenciones; de allí en adelante, el comisario del Obispo no tendría por qué
intervenir.
Su
Ilustrísima, encolerizado, decretó que la ejecución de Bárbara tendría lugar de
acuerdo con el ceremonial religioso, el domingo siguiente, después de la misa
mayor, en la plaza de la Catedral, como una advertencia y un público ejemplo.
El sábado presencié desde mi ventana como se apilaba la leña de abedul y se
construía el cadalso. El domingo por la mañana fui autorizado para visitar a
Bárbara en su celda, aunque en presencia del padre y de los otros dos miembros
del tribunal. Sólo pude abrazarla y mezclar mis lágrimas con las suyas.
Me
preguntó: -Miguel, querido mío, ¿recuerdas lo que te dije?
Respondí:
-Lo recuerdo. Pero en aquel momento el padre nos separó, diciendo que mejor
deberíamos regocijarnos que entristecernos, puesto que la santa iglesia había
acogido nuevamente a Bárbara en su seno. Me hicieron salir, y mientras los
monjes cantaban salmos en el patio, el padre oía en confesión a Bárbara y le
daba la absolución. Le administró luego el Viático y la Extremaunción,
repicaron las campanas y se la condujo a cielo abierto.
Estábamos
ya en otoño. Los árboles aparecían cuajados de frutos y el cielo azul se
mostraba limpio de nubes y lleno de luz. Bárbara, seguida de un negro cortejo
de monjes, apareció a mis ojos, más pequeña y encogida, como si la estuviese
contemplando desde muy lejos. No lloré más, sino que seguí al final de la
procesión. Bárbara, con la cabeza pelada y descubierta, y vestida con el tosco
sayal de penitente, se apoyaba se apoyaba en el padre al cruzar la corta
distancia entre la prisión y la plaza de la catedral. Los monjes cantaban; se
había reunido una gran muchedumbre, viéndose campesinos de los distritos
próximos que contemplaban el espectáculo, temerosos y en silencio, pues la
caballería y los infantes del Obispo habían rodeado la plaza del mercado para
evitar demostraciones hostiles.
Al
pueblo le gustaba ver quemar brujas, pero las túnicas talares despertaban su
resentimiento, y surgió entre la multitud un murmullo cuando salieron de la
Catedral los canónigos presididos por el Príncipe-Obispo, que iba revestido de
brillantes prendas azules y rojas y en cuyo báculo y pectoral destellaban
piedras preciosas.
La
Santa Iglesia con toda su majestad asistía como testigo a la ejecución de Bárbara
bajo las imponentes torres de la Catedral. Ella subió sola al cadalso. Yo
estaba lo bastante cerca para distinguir los rasgos de su pequeño y pálido
rostro y advertir que vacilaba, aturdida por el desacostumbrado aire fresco y
por el camino recorrido desde la prisión. Miró sobre la multitud como si
buscase algo. Levanté ambos brazos por encima de mi cabeza, y cuando me vio, me
dirigió una sonrisa, inclinando levemente la cabeza. Por última vez vi sus ojos
verdes, ahora más hermosos que nunca; de nuevo volvía a ser para mí la más
adorable de las mujeres, y entre una oleada de angustia me di cuenta de que
nunca más volvería a tenerla en mis brazos.
Pero
aquel momento fue breve. El verdugo subió a la plataforma y se colocó detrás de
ella; le ató las manos y le indicó que se arrodillase junto al tajo. El
Príncipe-Obispo trató de hacer una señal, pero el verdugo parecía haberse
quedado ciego y mudo, de un golpe separó la cabeza del tronco, ahorrándole así
sufrimiento; el buen hombre cumplió, así, su promesa. La intención era que
estuviese ella en pie mientras se daba lectura, ante todos los presentes, a los
cargos y sentencia; pero el verdugo le había ahorrado aquella última prueba,
por lo que le quedé profundamente agradecido y le pagué más de lo que había
pedido.
Mi
corazón estaba lleno de odio; un odio tan agudo, tan frío, que me hería a mí
mismo. No odiaba al padre Ángel, ni a los monjes vestidos de negro, ni al
Príncipe-Obispo. No; mis censuras no se dirigían a ellos; no era sino ciegos
servidores. Mis censuras iban contra la Santa Iglesia por su cruel abuso de
poder. Sólo el Papa era culpable de los sufrimientos y de la muerte de Bárbara.
Mientras el heraldo leía su proclama, me abrí paso hasta el cadalso y recogí en
mis manos las últimas gotas de sangre de Bárbara. E hice en mi corazón un
juramento terrible: juré que lucharía hasta mi último aliento contra el poder
del Papa y que no descansaría hasta que Clemente VII hubiese sido arrojado del
trono papal y se hubiese convertido en un fugitivo indefenso y sin hogar y
fuese abatido el poderío de Roma.
Yo
no sé si fue Dios o Satanás el que puso tal juramento en mi mente; nunca hasta
entonces había alimentado semejantes ideas. Creo que fue Dios el que lo hizo,
porque Él me permitió realizarlo, y mi deseo debería convertirse en realidad
antes de que transcurriesen tres años.
Pero
yo no podía saberlo entonces; sólo me sentía solitario e impotente en mi odio
cuando el verdugo subió el cuerpo de Bárbara a la pira y colocó su cabeza entre
sus rodillas. Prendió el fuego en la madera de abedul, se elevó el humo en
espirales y el olor que llegó hasta mí me privo de mis fuerzas. Caí de rodillas
sobre las piedras y hundí mi rostro entre las manos.
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Waltari, Mika, El Aventurero, México, Editorial Cumbre,
S.A., 1952
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