martes, 6 de noviembre de 2018


UN JUICIO INQUISITORIAL “EL AVENTURERO”

HACES DE LEÑA EN LA PLAZA

DEL MERCADO

En el curso de mi vida he visto muchas cosas inenarrables y extrañas y no negaría resueltamente que existe la brujería. No he olvidado ciertas experiencias infantiles en la cabaña de la señora Pirjo. Más todavía, hay muchas evidencias corroboradoras, de muy diferentes países, para que pueda dejar de creer en ella un hombre reflexivo. Quizá la prueba más sólida de todas es que aún el doctor Lutero, el archihereje, comparte el criterio del Papa sobre este asunto. Aunque pueden diferir las opiniones acerca del método mejor de investigación, juicio y castigo, sostendré hasta mis últimos momentos que los métodos empleados por la Santa Iglesia son erróneos y terribles, aunque yo mismo hubiera de morir en el cadalso por mantener esta convicción.

            Por otra parte, creo que mucho de lo que generalmente se atribuye a brujería no es más una expresión del eterno deseo humano de encontrar un atajo: un deseo que duerme en todos nosotros y que se despierta con el sufrimiento mental. Por consiguiente, en mi opinión no merece ni condenación ni castigo; ciertamente no las crueles penalidades impuestas por la Iglesia. Porque el supuesto atajo no es más que una ilusión, y las ilusiones no merecen más castigo que el que pudieran merecer los sueños.
            Pero Bárbara no era una ilusión. Sería fácil burlarse de mí por mis ideas heréticas diciendo que yo mismo soy la mejor prueba de la existencia de brujería, puesto que Bárbara podía ejercitar sus encantos sobre mí aunque fuera era fea, pelirroja y llena de pecas.
            Más tarde me di cuenta de que la Iglesia exigía la muerte de Bárbara para demostrar su poder. Pero murió, no como una mártir, sino como una bruja, por ejercitar la magia negra; y declaro que aquello fue una sangrienta injusticia y una desgracia para la Iglesia, aunque no siento actualmente deseos de acusar a la Iglesia y me limitaré a decir que tenía malos servidores. Es duro para mí censurar al padre Ángel, a quien yo conocía, porque estoy seguro de que en el cumplimiento de su pesada tarea obró de buena fe.
            No he sido capaz de averiguar si el asunto se planeó en la Curia o simplemente en el Tribunal del Príncipe-Obispo, pero creo que la Iglesia, como tal, estaba deseosa de dar ejemplo a los predicadores heréticos, que se expresaban en un lenguaje que se hacía cada vez más insultante. La doctrina de Sebastián acerca de la Justicia de Dios estaba en todos lados y la herejía evangélica se había extendido ya tanto que nadie osaba intentar condenar a los culpables, porque aquello hubiera significado el arresto y la ejecución de la mitad de los habitantes de la diócesis, lo que hubiera ocasionado tumultos. Pero el condenar la brujería, era reconocido derecho y obligación de la Iglesia, como lo habrían admitido los más intolerantes herejes. Así, pues, el Príncipe-Obispo y sus jueces, y quizá también las clases acaudaladas de la ciudad, llegaron con toda sangre fría a la conclusión de que el olor a carne quemada ejercería un beneficioso efecto sobre el inquieto populacho. Le tocó ser la víctima de semejante astuto plan a mi esposa Bárbara; pero su éxito no fue suficientemente eficaz como para justificar los medios empleados. Aun ahora, considerando el asunto imparcialmente, no puedo admitir que aquellos caballeros vieran mucho más allá de sus narices. Siento hacia ellos el mismo odio salvaje y amargo de siempre, aunque estoy, sin embargo, persuadido de que indudablemente obraban con rectitud y con el mejor servicio de la Santa Iglesia.
**

-Vuestro nombre es Miguel Pelzfuss, ¿no es así? –preguntó amablemente-. Yo soy el maestro Fuchs, de la capital de la diócesis, y me gustaría entrevistarme con vuestra esposa Bárbara. Tengo algo que decirle. Tened la bondad de acompañarme.
     Sin sospechar todavía nada, me hubiera apresurado a advertir a Bárbara de su próxima visita, pero el hombrecillo me cogió del brazo y no me dejó ir. Me vi así obligado a acompañarle, junto con los dos consejeros, a nuestras habitaciones, sin previo anuncio, aunque yo estaba avergonzado de nuestra pobreza y hubiera preferido que Bárbara se cambiase de vestido antes de recibirlos.
     Era un brillante día de primavera, y después de la oscuridad de la escalera del sótano, las habitaciones parecían llenas de sol que entraba a raudales por las pequeñas ventanas junto al techo, Bárbara agitaba algo en la olla cuando entramos. Nos miró sorprendida.
-¿Eres tú Miguel?
     Sus ojos se fijaron entonces en el desconocido y se sobresaltó. Su mano, que sostenía todavía la cuchara, se abatió, y dio un paso atrás, en tanto su rostro se ponía blanco, con una trasparencia que mostraba las feas pecas amarillentas sobre sus pómulos. El desconocido la miró inquisitivamente con sus ojillos crueles. Luego sonrió, mostrando unos dientes amarillos como roedor.
     Volviéndose hacia los consejeros, dijo: -Esto basta; nos podemos ir.
     Los caballeros quedaron sorprendidos y uno de ellos, dirigiéndome una mirada compasiva, preguntó: -¿No registráis las habitaciones maestro Fuchs?
-Esto basta-repitió, dándole un puntapié a Rael, que inocentemente se había abalanzado hacia él para saludarlo. Luego se volvió para marcharse. Los consejeros le siguieron en silencio, y con un profundo saludo cerré la puerta tras ellos. Luego miré a Bárbara, lleno de asombro.
-¿Qué es esto?
     Permanecía con la cuchara en la mano, con la mirada perdida a lo lejos, y sin responderme durante algún tiempo. La sopa hervía en el fuego sin que lo advirtiese, y Rael comenzó a plañir suavemente para acariciarlo.
-Debo irme Miguel –dijo-. Cuanto menos sepas de este asunto, mejor. Mi único consuelo es que no pueden hacerte daño; pero suceda lo que suceda –hasta el que no nos volvamos a ver nunca-, te pido que no creas nada malo de mí, mi querido Miguel. Siempre te he amado, a ti solo, y te amaré para siempre.
-¿Quién era ese hombre?
-Fuchs, el comisario del Obispo, olvidaba que eres forastero Miguel; aún cuando precisamente por eso te casaste conmigo. El maestro Fuchs es el cazador de brujas del Obispo. Alardea de que puede olerlas a un kilómetro de distancia y de que su simple mirada es suficiente para condenarlas. Me he visto obligada a prestar Juramento de Purificación, por su causa; pero en aquel tiempo vivía yo en la casa de mi padre y estaba protegida por su buen nombre y por su gremio. Pero ahora no hay nadie que me proteja y por tanto debo marcharme.
-Te amo, Miguel –dijo Bárbara-. Me besó suavemente y sus labios se fundieron en los míos-. Pero eres muy obstinado. Ya sé que no podré impedir que vengas conmigo, aunque te atraigas la desgracia, de manera que organicemos nuestra huida astutamente y sin despertar sospechas. Ante todo, debes atender a tu trabajo como de ordinario, mientras yo lo preparo todo para nuestro viaje. Pero a menos que ocurra algo imprevisto que nos obligue a huir separadamente, convengamos en reunirnos en el bosque, del lado de la ciudad, donde vive mi tío, en el sitio en que te encontré por primera vez.
     Ella debía saber, cuando me dijo aquello, que semejante fuga era imposible. Su único propósito era mantenerme al margen del asunto para que estuviese seguro; porque cuando a última hora de la tarde estaba yo inclinado sobre mis escritos, me llegaron los rumores de la plaza del mercado. Corrí a asomarme, con la muerte en el alma, y vi al maestro Fuchs que conducía a Bárbara al extremo de una soga. Sus manos estaban atadas a la espalda y dos guardianes la protegían contra la chusma vociferante que le arrojaba estiércol y lodo, en tanto que el maestro Fuchs agitaba con aire de triunfo un pequeño lío por encima de su cabeza gritando: -La cogí cuando se disponía a escapar. ¿Por qué se escapaba? Ninguna persona inocente huye de mí.
     Cuando el maestro Fuchs obtuvo silencio de la gente del pueblo habló así: -Puedo comprender muy bien vuestra agitación, buenas gentes, pero no tenéis porque injuriar y maltratar a esta mujer. La Santa Inquisición hará la debida investigación y la juzgará de acuerdo con sus merecimientos. Si se descubre que ha sido causa de calamidades y sufrimientos para alguno de vosotros, podéis estar seguros de que sus propios sufrimientos habrán de ser mil veces peores antes de que se encamine al Infierno, en el terrible carro de su Señor y dueño. Yo sé, buenas gentes, que el padre Ángel, el dominico, ha llegado recientemente a la Sede del Príncipe-Obispo, investido de completa autoridad Papal y para juzgar casos de brujería, tanto de hombres como de mujeres, y que tantas iniquidades han venido cometiendo en la diócesis en los años recientes.
     De pronto resonó una voz poderosa en la plaza del mercado.
-¡Al infierno con el Papa y los monjes!
     El maestro Fuchs pareció reflexionar y me dirigió una mirada furtiva. De pronto dio una orden a los soldados y comenzó a arrastrar a Bárbara hacia la Casa Consistorial. Con la ayuda de los guardias conseguí contener a la chusma agitada, empujé a Bárbara, cerré la pesada puerta, que resistió bien los golpazos que descargaban desde fuera. Luego me arrodillé en el suelo junto a la desfallecida, la libré de la soga que sujetaba sus muñecas y limpié la sangre y la suciedad de su rostro. Mis lágrimas cayeron sobre sus mejillas.
     Sin saber que hacer, levanté la cabeza de Bárbara. Abrió sus ojos verdes y murmuró: -Mi querido Miguel, clava tu puñal en mi corazón; moriré en tus brazos y no sentiré dolor.
     Pero yo era cobarde, un miserable cobarde, y me así de aquella brizna de esperanza que parecía existir en las falsas palabras del maestro Fuchs.
     Se me ordenó que formulase las acostumbradas cuentas por los servicios prestados a la ciudad: “Por cazar a una bruja, según la tasa reglamentaria… 7 gulden”.
     El maestro Fuchs firmó el recibo con muchos ornatos caligráficos y el tesorero puso con cierto desgano las siete piezas de oro en su mano. Después de deslizarlas en la bolsa que colgaba de su cinturón, el Comisario se volvió hacia mí.
-Debemos ocupar el tiempo hasta la media noche, porque no sería aconsejable viajar antes. Afortunadamente, dejé la carreta de las brujas en las afueras de la ciudad para no llamar la atención. No hay nada que impida que pasemos la noche en vuestras habitaciones, y vustra esposa puede preparar la cena. Sin duda querréis acompañarla hasta la prisión y nada tengo que objetar a eso, pues me propongo llevar una escolta armada. El padre Ángel seguramente querrá interrogaros sin demora.

Dejando a los consejeros retorciéndose las manos, bajamos la escalera hasta nuestra modesta morada, que era tan segura como cualquier otra parte de la Casa Consistorial. Rael llegó corriendo a nuestro encuentro, ladrando alegremente y cuando el maestro Fuchs se sentó, subió al perro en su regazo y lo acarició. Había ordenado a los hombres de armas que se quedasen de guardia en el exterior. Bárbara preparó sopa también para ellos, pues ya no había razón para que economizásemos nuestras provisiones. El maestro Fuchs rezó devotamente y comió por dos, pero yo tenía un nudo en la garganta y no pude tragar nada. Contemplé nuestro pequeño hogar que nunca me había parecido tan querido y seguro como durante aquellas últimas horas anteriores a nuestro viaje al reino del horror.
            Cuando el vigilante cantó la hora de la media noche nos deslizamos cautelosamente desde el patio a lo largo de la misma calle por la que Bárbara había intentado escapar. Nadie nos molestó y el Consejo había dado órdenes secretas al guarda de la puerta del ganado para que nos dejase pasar sin demoras ni preguntas. Bien pronto rechinó la carreta de las brujas sobre los profundos surcos del camino que conducía a la ciudad del Príncipe-Obispo. Era una fragante noche de primavera. Nos sentamos en la paja del carro de las brujas. El maestro Fuchs tenía en su regazo a Rael y pellizcaba las orejas del perro. Si Bárbara se hubiese encontrado fuerte y bien, pudiéramos haber intentado escapar en la oscuridad, a pesar de los barrotes de la carreta. Pero estaba aturdida y no hubiera podido correr muy lejos. Y además, yo me sentía seducido por la esperanza de que el padre Ángel, cuya piedad y justicia había lavado el maestro Fuchs, se convencería de la inocencia de Barbara y la dejaría pronto en libertad, aunque en realidad yo había oído muchas cosas malas sobre aquellos juicios. Una tentativa de huida hubiese ofrecido una grave prueba acusatoria contra ella. La noche era oscura, soplaba el viento, las luciérnagas brillaban extrañamente entre la hierba y el apagado repiqueteo de los cascos de los caballos sobre el camino parecía un presagio de muerte. Era una noche de brujas. Intenté poner orden a mis pensamientos y me pregunté si en el fondo del corazón creía en la inocencia de Bárbara. Su cabeza descansaba en mis brazos, y apretaba mis rodillas convulsivamente; de tanto en tanto todo su cuerpo se veía sacudido por un profundo sollozo
            Para librarme de toda duda coloqué mis labios junto a su oreja y murmuré: -¡Bárbara!-. Cuando se movió murmuré de nuevo: -Si realmente eres una bruja, puedes salvarte ahora.
            Pero no hizo sino sollozar y oprimir más firmemente mis rodillas. Y vi que no podía ser una bruja ni estar aliada con el demonio; porque seguramente el demonio hubiera cuidado de lo que era suyo.
***

Salía el sol cuando nos acercábamos a la ciudad, y no creo haber visto nunca el mundo tan joven y bello como se mostraba aquella mañana. Las cumbres lejanas encapuchadas de nieves se alzaban en el horizonte como nubes azules, la hierba de los valles tenía un verde fresco y el río arremolinaba sus aguas orladas de espuma sobre las lisas piedras grises de su lecho. Los viñedos tenían un tono dorado. El follaje de los retoños pendía como un pálido velo gris sobre la oscura masa de abedules y tilos, y ante nosotros se alzaban las torres de la ciudad del Príncipe-Obispo. Aquí y allí los pisos superiores de las casas colgaban como nidos de golondrinas sobre los muros de la ciudad, y el son fino y claro de la campana del monasterio llamaba a los fieles a la oración.
            El vigilante de la puerta reconoció al maestro Fuchs y permitió que la carreta pasase bajo el arco. Las mozas de servicio y los artesanos que madrugaban para su trabajo, se quedaban contemplando la carreta pintada de amarillo, y a poco tiempo nos seguía un pequeño grupo de muchachas, aprendices y niños. El fatigado caballo avanzaba por las estrechas  calles hasta que llegamos a la torre de la prisión, contigua al palacio del Obispo. El maestro Fuchs despertó al carcelero y puso a Bárbara bajo su custodia. Luego, con gran asombro mío, cogió a Rael por la piel del cuello y lo levantó hasta tenerlo en sus brazos, de modo que el perro aulló de dolor.
            -Yo cuidaré de esto. El padre Ángel decidirá si será necesario simplemente como un testigo o si ha de ser culpado también de brujería.

El maestro Fuchs acompañó al carcelero, llevando en sus brazos al perro. Esposaron a Bárbara y la pesada puerta se cerró tras de ellos.
     Algún tiempo más tarde la puerta se abrió, y el maestro Fuchs salió a la luz del día, restregándose las manos en los faldones de hopalanda gris.
-No tenéis nada que temer –le dijo al carcelero-. El padre Ángel os dará agua bendita y cera y mientras no miréis a la bruja a los ojos y recordéis vuestras oraciones ningún mal os sucederá. Ahora es inofensiva.
-¿Qué habéis hecho con mis esposa?
-La pusimos en el cepo y luego la examiné, como estoy obligado a hacerlo, para asegurarme de que no llevaba ningún talismán maldito oculto entre sus ropas o en su persona, que pudiera hacer peligrar a este buen hombre y su familia.
     Contemplé sus ojos, su rostro, sus manos crueles y me sentí lleno de infinito horror. Pero nada ganaría con encolerizarle.
     Dominando mis sentimientos dije humildemente: -Mi querido maestro Fuchs, soy un joven inexperto y nada se acerca de juicios. Decidme lo que debo hacer por mi esposa. Y para ahorrar tiempo vayamos entretanto a beber una copa de vino caliente con especias a la taberna más cercana, para calentarnos después de nuestro fatigoso viaje.
-Una oportuna sugestión, Miguel Pelzfuss. Vayamos a beber juntos una copa, y al propio tiempo podré presentar mis cuentas de la jornada.
     Se frotó la nariz y me miró de arriba abajo como calculando mis medios.
-No sois rico, y seré moderado en cuanto a mis peticiones. Pero será mejor que discutamos esto teniendo vino delante.
     En la puerta del patio me aventuré a preguntarle: -¿Qué habéis hecho con el perro?
-Está encadenado en su propia celda. No estéis inquieto, Miguel porque tiene agua, y el hijo del carcelero le llevará huesos y pan. Es un animalito cariñoso y yo no deseo hacerle daño; aunque mi deber es reducirlo a prisión.
     Continuamos nuestro paseo y poco después añadió: -Soy muy amigo de los animales, especialmente de los pájaros; en mi casa tengo muchos hermosos pájaros.

            Entramos en una agradable taberna, donde pedí el vino caliente con especias, pasteles recién hechos y frituras. El maestro Fuchs seguía contando con los dedos mientras libábamos nuestra bebida de la mañana, diciendo al fin que en consideración a mi juventud y pobreza se contentaría con dos gulden y medio. Yo sabía que me robaba, pero estaba en su derecho, y yo necesitaba desesperadamente ganarme su buena voluntad. Sabía que tendría que pagar las costas del juicio y las dietas de los testigos, fuera o no condenada Bárbara; pero no me importaba nada los gastos, y sólo deseaba que mi dinero fuese suficiente. En respuesta a las preguntas que le hice me respondió que esta vez no se trataba de una simple purificación canónica.
-Intentad haceros cargo de la situación, Miguel. La brujería es crimen exceptum como la lese-majesté, la alta traición y la acuñación de moneda falsa, pero es de naturaleza aún más horrible. En tales juicios el juez debe estar provisto de poderes especiales, porque tiene que luchar no sólo con la bruja sino con Satanás mismo, padre de la mentira, que permanece invisible, detrás de la acusada, para cegar los ojos del juez, confundir la memoria de los testigos, y exponer a grandes peligros a todos los presentes. Es por tanto evidente que debe a veces conservarse en secreto el nombre de testigos e informadores, y que debe recurrirse a métodos especiales para lograr una confesión. Están permitidos todos los medios siempre que tiendan a arrojar luz sobre el asunto y a revelar la verdad. Si consideráis la cuestión limpia y honestamente, Miguel, debéis admitir que todo eso es bien justo.
     Asentí de buena voluntad, pero sostuve que Bárbara era inocente. Yo, su esposo, debía conocerla seguramente mejor que nadie. Y añadí que el demonio hubiera tenido una excelente oportunidad para ayudar a Bárbara a escapar la noche anterior si realmente estuviese aliada por él.
-Pensé en ello anoche, y estuve desasosegado –replicó el maestro Fuchs-. Pero el demonio es infinitamente más astuto de lo que podemos suponer, y ha creído sin duda más ventajoso ataviarla con el ropaje de la inocencia y colocarla bajo la potestad del tribunal. Por esa razón presumo que Satanás le ha enseñado ciertas triquiñuelas que le servirán para mostrarse insensible, aunque no pude descubrir en ella ningún instrumento impío. Sin embargo, la Santa Inquisición puede disponer de recursos que mis juramentos me impiden descubrirlos.
-Espero, que al menos, no sea sometida a otros tormentos que los que pueda sufrir una débil mujer –dije-, temblando de terror ante aquella idea.
-No sucederá nada de eso –dijo Fuchs-, y en todo caso es de esperar que ni siquiera la interroguen. Pero si las cosas llegaran muy lejos, no se permite a los examinadores que ocasionen daño corporal a los acusados. Por el contrario, hasta está establecido en términos inequívocos que el examen debe ser tal, que no ocasione daño duradero, ni que exceda a sus fuerzas. Naturalmente, de vez en cuando ha sucedido que el propio Satanás ha hecho morir a una bruja cuando ha visto que se debilitaba su resistencia, pero no hay en eso ningún daño, puesto que tales muertes ofrecen una prueba concluyente de que la brujería existía. Eso mismo puede aplicarse a cualquier muerte ocurrida en la prisión.
-Maestro Fuchs, ya veo que con el diablo todas las cosas son posibles. Pero me aterran vuestras historias y me alegraría mucho de visitar al padre Ángel lo más pronto posible, para que pueda enterarle del asunto por extenso y apelar a su justicia.
     El maestro Fuchs arregló las cosas amablemente y aquella misma tarde fui a buscar al padre Ángel en su austera celda del monasterio de dominicos.

****

Era muy grande mi angustia, pero cuando avancé entre los muros del claustro y, en medio de su silencio, respiré el familiar olor del incienso y de las túnicas ensudadas, y recorrí el frío pasillo de piedra, tras del hermano lego, mi afligido corazón se sintió más tranquilo.
-Esta es la casa del Señor. Está santificada por centurias de mortificación, de plegarias, de contemplación devota. Hay monjes buenos y monjes malos; pero la casa del Señor permanece como una garantía de que nada malo le acontecerá a Bárbara.
     Cuando entré a su celda, el padre Ángel, que estaba arrodillado ante la imagen del Crucificado, se levantó. Arrojándome a sus pies, besé el borde de su negro hábito. No llevaba sandalias y pude ver, por sus pies nudosos y de marcadas venas, que acostumbraba a andar descalzo todo el año. A pesar de ello, sus pies estaban muy limpios, y cuando alcé los ojos vi que su rostro era también limpio y radiante. Parecía consumido por ayunos y devociones y brillaba en él la bondad cuando me invitó a levantarme.
-No te arrodilles ante mí, Miguel Pelzfuss, sino sólo ante Dios y sus Santos. Reverencia en mí, no al hombre, sino a la eterna e indestructible justicia de la Iglesia, que condena al reo y liberta al inocente. Pero, siéntate, hijo mío; tranquilízate y cuéntame todo lo que abruma tu conciencia; porque así podrás ayudar mejor a tu esposa y aun a ti mismo.
     Describí mi vida entera, diciéndole que era de cuna ilegítima y contándole mi primitivo deseo de servir a la Iglesia. Le mostré mi ajado diploma de la Universidad de París y le declaré que los duros golpes del destino me habían llevado a arrepentirme de mis pecados y me habían inspirado el deseo de peregrinar hasta el Santo Sepulcro del Salvador; pero que en el camino había sido atacado y robado, y abandonado en el bosque para morir.
-Bárbara Büchsenmeister me encontró en aquel horrible trance, y pareció como si Dios, la hubiese conducido ante mí. Bárbara fue amable y tierna; me cuidó hasta que recobré la salud, y me vistió, pues yo no tenía ni camisa. Me encariñé con ella y nos casamos para poder vivir juntos hasta el fin de nuestros días. Llevábamos una vida frugal y laboriosa, y no hicimos daño a nadie. Tan sólo la malicia d nuestros convecinos, que atormentó a Bárbara desde su infancia, a, dio origen a esta terrible sospecha de la que ahora es víctima. Pero yo, su esposo, la conozco mejor que nadie, y por Dios y por los Santos Sacramentos juro que es inocente del odioso crimen de que se le acusa.
     El padre Ángel permanecía sentado en su silla, sereno e inmóvil, mirándome con sus ojos limpios e inquisitivos. Cruzó sobre sus brazos las finas manos y me animaba con breves preguntas cuando yo vacilaba. Le contesté todo lo que me había sucedido, hablando con toda verdad y sin reservas. Cuando terminé, permaneció tranquilamente sentado por largo tiempo.
     Al fin, y con un profundo suspiro, dijo: -Miguel Pelzfuss, creo cuanto me dices y deseo pensar bien de ti, puesto que para expiar tus pecados ibas camino a Tierra Santa, cuando la bruja, te encontró y te puso bajo su poder. Pero careces de experiencia y no puedes comprender la terrible naturaleza del asunto que ahora nos ocupa. No obstante, con la ayuda de Dios, confío en poder llevarlo a feliz término, para lo cual, he de hacerte unas cuantas preguntas.
-Miguel Pelzfuss, ¿crees en brujas y brujerías?
…..Haciendo la señal de la cruz, respondí: -No quiera Dios que dude de lo que la iglesia enseña, porque no soy hereje. Naturalmente, hay brujas; pero mi esposa es inocente.
-¿Crees pues, que las brujas a quienes la Santa Iglesia ha condenado eran culpables, y que no sufrieron sino el justo castigo del más odioso de los pecados?
Dije: -Debo creerlo porque la Santa Iglesia es incapaz de error.
-Miguel, hijo mío, posees la verdadera fe y no eres un hereje; por los mismo, debes creer también que se hará justicia y nada más que justicia. La persecución de brujas es una dura y terrible tarea que pone a prueba los poderes espirituales de los jueces; en mi debilidad, yo he lamentado mil veces que el Padre Santo me confiase tan terrible trabajo. Satanás tantea mis flaquezas, y sólo mediante la plegaria constante y la mortificación corporal puedo vencerlas dudas que murmura a mi oído. Así, pues, reza tú también, Miguel; reza por tu propio corazón; reza para que pueda vencer mis debilidades y, como verdadero juez, descubra los ardides de Satanás cuando investigue este arduo caso.
-Padre Ángel, de todo corazón pediré a Dios que os ayude a descubrir la verdad. Y pediré también por mi pobre alma; aunque mis más ardientes plegarias serán por mi esposa Bárbara, para que ningún mal le suceda.
El padre Ángel contestó con un leve gesto de asentimiento.
-Miguel, hijo mío, con la ayuda de Dios descubriré la verdad. Pero hasta ahora, nunca me había enfrentado con tarea tan difícil, porque debo a la vez dejar convicta a la bruja con pruebas concluyentes y al mismo tiempo salvar tu alma, cegada por la duda, de suerte que confiando plenamente en la Justicia de la Santa Iglesia, puedas reconocer piadosamente que la verdad ha prevalecido, confesándolo no sólo con los labios sino desde el fondo de tu corazón.
     Entonces me hizo alguna agudas preguntas acerca de cómo Bárbara me había encontrado; de cómo me había cuidado durante mi enfermedad, y de qué manera se había celebrado el matrimonio. También me preguntó sobre nuestro perro, y quiso saber cómo se había informado acerca de nosotros. Con todo, respondí a todas sus preguntas, y no me contradije.
Al fin me preguntó:-¿Ibais regularmente a misa y a confesar, y recibíais juntos la Sagrada Comunión?
     Me vi forzado a admitir que habíamos descuidado un tanto nuestros deberes religiosos, pero tan sólo a causa de que Bárbara era víctima de la hostilidad de los demás y temía mostrarse en público. Le aseguré que jamás olvidamos nuestras oraciones, y que observamos todos los días de ayuno.
-l inocente ni teme ni evita a los demás-dijo el padre-. Las brujas tienen buenas razones para abstenerse de oír misa, y es una agravante prueba contra Bárbara el que dejase de frecuentar los sacramentos. No obstante, Satanás es tan astuto, que debería ser considerado como una circunstancia igualmente grave el que hubiese acudido a la iglesia y a la comunión.
-Mi esposa no es una bruja.
-Te casaste con Bárbara Büchsenmeister. ¿Es, pus, hermosa a tus ojos?
-Así me lo parece, a mis ojos es la más hermosa de las mujeres y la amo más que a nada en el mundo.
El padre Ángel se levantó violentamente y se santiguó.
-¡Basta!. Desde ahora debes dedicarte a incesantes plegarias, mortificaciones y penitencias. No hay otro medio para que puedas librarte de los poderes de Satanás. No he visto todavía a la bruja Bárbara, pero sé que es fea, es más vieja que tú, y habían pasado para ella los años mejores para el matrimonio cuando te conoció. De ahora en adelante no deberás poner los pies fuera de los muros del monasterio. Te colocaré bajo la vigilancia del Prior para que puedas orar y hacer penitencia hasta que se hayan reunido todos los testigos y pueda comenzar el juicio.
…..Me acompañó a ver al Prior. A la hora de completas colocó una vela en mis manos y puso sobre mis labios sal consagrada mientras los monjes cantaban para expulsar de mí al demonio, y el padre Ángel y otros buenos padres elevaban ardientes plegarias por mi salvación. Aquella agotadora ceremonia me aquietó lo bastante para dejarme sumido en un mortal estupor. Sin embargo, tres horas más tarde me sacudieron y me hicieron levantar para que asistiese al Oficio Nocturno.
            Aquel tratamiento continuó días y días, y las constantes vigilias y la dieta penitente me tenían sumido en piadoso aturdimiento. Sin embargo, de tanto en tanto mi espíritu se veía iluminado por una ráfaga de consciencia, y cuando me acordaba de Bárbara y de su vida en la prisión, era como si me hundiesen un cuchillo en el pecho. Lanzaba gritos de agonía, suplicando a los hermanos que me azotasen con cuerdas de nudo y púas para que mis dolores corporales pudiesen ahogar los sufrimientos que padecía por causa de mi amada. Y los buenos monjes me azotaban hasta que mi espalda llagada pudiera dejar salir al demonio de mi cuerpo.
            Pasaron casi dos meses y el verano florecía en la ciudad del Príncipe-Obispo. Pero yo no conocí nada del verano, porque mi morada era una celda desnuda, mi lecho el suelo de piedras y mi único paseo el pasaje abovedado que conducía a la iglesia. Poco a poco la agitación de mi espíritu se aplacó, y cuando el Prior vio que estaba curado de mi aflicción, permitió que se atenuase aquella disciplina. Me fueron devueltos mis vestidos y se me dio una alimentación más nutritiva, y al cabo de pocos días tenía la cabeza más clara y volvía a ser el de antes.
            El padre Ángel, envió a llamarme, estaba sentado teniendo enfrente de sí un formidable montón de papeles.
-Que tu corazón se muestre firme para afrontar la verdad, hijo mío. El juicio comienza hoy y debes mostrarte fuerte. Para prepararte a lo que debes sufrir expondré ante ti las pruebas recogidas, aunque este paso no está de acuerdo con las habituales prácticas legales. Lo hago así por el bien de tu alma. Has de saber que tu esposa Bárbara es una bruja.
-¿Podré verla durante el juicio?
-No podemos evitarlo, y por el bien de tu alma será conveniente que estés presente. Pero cuando hayas leído estas declaraciones juradas creo que no tendrás nuevas dudas. Más tarde te pediré que firmes tu propia declaración, que ha sido dictada por mí al secretario del Tribunal de la Inquisición.
     Me entregó los papeles y comencé a leerlos atentamente, aunque a veces no podía reprimir una exclamación de cólera o de asombro.
            Mencionaré tan sólo algunas de tales declaraciones. Una de ellas hecha por los padres de un antiguo pretendiente de Bárbara, describía como había reñido con el muchacho en un prado de las afueras de la ciudad. Bárbara había hecho gestos extraños hacia el cielo, y estalló una tremenda tempestad y el muchacho cayó herido por el rayo, aunque había buscado refugio bajo un árbol, en tanto que Bárbara permanecía a cielo abierto. Los testigos opinaban que con la ayuda del demonio, Bárbara había guiado el rayo para que descargase sobre su hijo, y hasta había hecho uso de su propio nombre, puesto que Santa Bárbara protege a los hombres contra el rayo.
            Una mujer declaró que se había secado la leche de sus pechos después de una disputa con Bárbara. Mi amigo el restaurador atestiguó que Bárbara había hecho uso de brujería para que rodase por las escaleras y se rompiese el brazo derecho, que le era necesario para su trabajo; aquello lo hizo con el objeto de lograr su puesto para mí. El bailío afirmó que le habíamos expulsado a él y a su esposa d su confortable morada con objeto de tomar nosotros posesión de ella, e insistió que nunca la hubieran abandonado a no ser por el miedo que tenían a que Bárbara les ocasionase algún perjuicio con su brujería.
            Los consejeros refirieron que desde su infancia Bárbara había sido considerada como bruja, y que con anterioridad había sido ya requerida a que prestase Juramento de Purificación. Su padre atestiguó que en una ocasión en que Bárbara entró en su taller, el crisol crujió con terrible explosión, ocasionando graves daños.
            Tales fueron los testimonios que leí con la más amarga indignación; y a medida que los leía, mi corazón se sentía cada vez más abatido. El último de los documentos no estaba firmado y comencé a leerlo, sin advertir al principio que contenía mi propia declaración.
            Yo, Miguel Pelzsfuss, o Miguel de Finlandia, bachiller de la Universidad de París, declaraba que Bárbara, por algún medio misterioso, me había encontrado en el bosque donde había sido asaltado y robado, y que sólo el demonio mismo podía haberla conducido a aquel oculto lugar donde los bandoleros me dejaron por muerto. En el curso de mi enfermedad, Bárbara me había suministrado amargas pociones cuya composición yo ignoraba. Indudablemente estaban preparadas según alguna fórmula mágica, porque poco después quedé enamorado de Bárbara a pesar de su fealdad y me casé con ella. Después de nuestro matrimonio, continuó ejerciendo sus encantos sobre mí, de suerte que yo continuaba viéndola como la más bella de las mujeres. Pero ahora que la verdad me había sido revelada, renunciaba a ella y a todas las obras dl demonio y reconocía que sólo por brujería pude haber sido inducido a casarme con ella.
            Cuando hube leído aquel terrible documento, alcé los ojos y declaré con firme voz: -Padre Ángel, yo no firmaré nunca estas afirmaciones, porque no son ciertas.
            Hizo un movimiento de impaciencia, pero dominándose, me preguntó en tono conciliador: -¿No son éstas las palabras que me dijiste? ¿No ves que fue su brujería la que te hizo unirte a ella? Porque ningún hombre con sus sentidos cabales podría decir que es la mujer más bella del mundo.
            El padre Ángel inclinó su cabeza entre las manos, sus piró profundamente y oró en silencio. Dijo luego: -Miguel, soy débil. Desde mi infancia, la visión de las lágrimas me ha hecho sufrir, y me pone enfermo el dolor de los demás. Y precisamente por ese defecto he sido elegido para este trabajo, para que venciendo mis humanas debilidades pueda glorificar a Dios. Su iglesia prevalece y prevalecerá siempre, Miguel. Sus pilares y sus techos siempre nos cobijarán. Toda la escoria de la tierra pasará, pero la Iglesia Santa perdurara.
            Sus palabras me dejaron abrumado, porque me hacían saber que toda la Santa Iglesia con todo el peso de sus tradiciones y sus grandes y venerables padres era hostil a Bárbara. Estaba sola, sin nadie que la defendiese, porque hasta yo mismo, su esposo, había firmado una declaración que sería un arma en las manos de sus enemigos.

EL JUICIO

            El Tribunal se reunió en la torre de la prisión del Palacio del Obispo, en una desnuda estancia, escasamente iluminada por estrechas hendeduras en los macizos muros. Mientras esperaba a los padres, escudriñaba a través de aquellas angostas aberturas y me maravillaba de ver que, afuera, la ciudad gozaba de los encantos del verano; de que los árboles estaban cubiertos de follaje y verde el campo. Aquella estancia de la torre se alzaba por encima de las murallas de la ciudad y dominaba una magnífica vista que alcanzaba hasta los Alpes.
            El padre Ángel, presidente del Tribunal, estaba asistido de otros dos dominicos, uno de los cuales leyó las acusaciones. El maestro Fuchs era el acusador. A ninguna otra persona se le permitió asistir. Cuando Bárbara fue conducida allí, los guardias y aún el carcelero hubieron de permanecer fuera de la puerta cerrada.
            Previamente habían ordenado que Bárbara se lavase y se peinase. Llevaba una tosca y limpia túnica como única prenda. Yo había temido aquel momento y me había imaginado los horrores y sufrimientos de su prisión, pero no vi ningún signo exterior de que hubiese sido maltratada, y su apariencia exterior me tranquilizó. No obstante, había adelgazado visiblemente, y mostraba una cicatriz en la comisura de los labios; la encontré también notablemente fea. Su cabello tenía un color de herrumbre y aparecía opaco, y cuando parpadeó para acostumbrarse a la luz, advertí las pecas amarillas que cubrían su rostro.
            El examen duró más de dos horas; la acusación del padre Ángel de brujería y alianza con el demonio fue negada tranquilamente por Bárbara. Entonces el secretario leyó con voz monótona los diversos testimonios, y a las diversas preguntas del Inquisidor, Bárbara respondió unas veces “sí” y otras “no”. Me consoló el ver que todavía se mostraba de ingenio rápido y resuelto; porque daba respuestas afirmativas a todo lo que realmente había sucedido y podía ser probado, como su disputa con su pretendiente y con la joven madre, la explosión del horno y la fractura del brazo. Pero negó terminantemente el que tuviese nada que ver con tales calamidades. Su presencia y la convicción que transparentaba su conducta produjeron efecto sobre mí, de suerte que mis secretas dudas quedaron disipadas y creí n su inocencia.
            Para cuando fue leída mi declaración, sus ojos, ya acostumbrados a la luz, me descubrieron, sentado en un rincón. Una vez más aquellos ojos verdes se dirigieron hacia mí; su delgado rostro se alzó y de nuevo pareció hermosa a mis ojos, d tal modo, que mi corazón se sentía arrobado.
            Cuando se hubieron leído todas las declaraciones y los miembros del Tribunal discutieron uno por uno los puntos, el padre Ángel, con voz fría y severa, pronunció estas palabras: -¡Bruja Bárbara! A la luz de estos testimonios indiscutibles y concordantes, el Tribunal de la Santa Inquisición te encuentra rea de brujería en todos y cada uno de los casos anteriormente mencionados, que han producido grandes daños y quebrantos a gente inocente. Puesto que no puede haber brujería sin alianza con el demonio, el Tribunal considera esta segunda acusación igual y totalmente probada. ¿Quieres, por tanto, declarar libremente tu culpa o continuarás poniendo tu confianza en Satanás e insistiendo en tus negativas?
-No soy bruja, y no estoy aliada con el demonio, diga lo que quiera la gente a mis espaldas. Desde niña, la gente me ha odiado porque soy fea y diferente a los demás.
-Cuando se la invitó en formas terminantes a que hiciese una confesión voluntaria, la bruja obstinadamente negó las acusaciones –dijo el padre Ángel-, pero reconoció que desde su infancia había sido diferente a las demás personas. Tanto tú prisión como ahora ante este tribunal he hecho todo lo que he podido para persuadirte a que confesaras voluntariamente. Sin embargo, sigues obstinándote. Por tanto, este tribunal suspende la sesión durante dos horas, después de las cuales continuará el juicio, de acuerdo con las prácticas inquisitoriales, utilizando la tortura. ¡No creas, hija mía, que el demonio tu aliado pueda ayudarte entonces! Confiesa y nos ahorrarás ese penoso deber que ni a ti ni a nosotros nos satisface.
-Pero es que no soy bruja –sollozó Bárbara y rompió a llorar. El padre Ángel ignoró sus lágrimas y ordenó al carcelero que la devolviese a su celda.
-Padre Ángel –le supliqué-, permitidme hablar con mi esposa y persuadirla de que es lo mejor que confiese si es culpable, porque no puedo soportar la idea de sus sufrimientos.
-Es imposible Miguel. Volvería a embrujarte de nuevo.
            Me ordenó que fuese a la cocina del Príncipe Obispo a buscar algo que comer, pero yo no tenía apetito, y durante dos largas horas me paseé por el patio. Intenté sobornar al carcelero para que dejase verla, pero aunque era hombre codicioso, no osó poner en peligro su propia piel desobedeciendo las órdenes expresas del padre Ángel. Sin embargo, a cambio del dinero que le ofrecí me prometió darle una buena comida.
            Cuando los padres regresaron, encendidos los rostros por l vino del Príncipe-Obispo, limpiándose la boca y conversando animadamente, me acerqué una vez más al padre Ángel rogándole que me permitiese estar presente en la segunda parte del juicio.
            Esta vez se mostró más tratable y dijo: -Previendo  tu petición, traté el asunto con el Padre-Obispo. Con anterioridad nunca se había permitido una cosa así, pero en caso tan excepcional como éste creo que difícilmente podrías liberarte del embrujo de que te ha hecho víctima, a menos que oigas su confesión de sus labios. Así, por especial favor, podrás asistir; pro sólo con la condición de que ni con palabras ni con gestos interrumpirás la investigación, sino que permanecerás quieto en tu lugar. Deberás prestar el acostumbrado juramento de que no sentirás odio ni mala voluntad hacia ninguno de los presentes, ni intentarás tentar, ni sobornar, ni comprar a nadie para que tome venganza por ti, sino que te resignarás ante lo que suceda.
            Regresamos a la estancia, donde presté el juramento ante el padre Ángel. Luego bajamos en fila de a uno las escaleras hasta la cámara de tortura, que carecía de ventanas y tenía un techo abovedado. Estaba iluminada por dos antorchas, que me permitieron ver al verdugo y a su ayudante ya dispuestos. Iban elegantemente vestidos de rojo, lo prescrito para los de su oficio; aunque cuando torturaban no les estaba permitido derramar sangre ni producir daños irreparables. Al mirar a mi alrededor en aquella celda, intenté encontrar algún consuelo en la idea de que ninguna de aquellas odiosas tenazas y tornillos serían utilizados; pero una escalera que descansaba sobre un caballete, una soga que pendía de una rueda en el techo y unos voluminosos pesos, fueron bastante para producirme un sudor frío. Los padres se sentaron en el sitio que eligieron, quejándose del miserable acomodo.
            Bárbara fue introducida, toda temblorosa y aterrorizada, pero cuando por orden del padre Ángel el verdugo explicó de que manera utilizaría sus instrumentos, todavía negó en tono humilde y suplicante ser culpable, y dijo que no podía confesar lo que no había hecho. El padre Ángel suspiró y ordenó al maestro Fuchs que comenzase su examen.
            Para ello, el verdugo despojó a Bárbara de su túnica. Quedó desnuda. La derribaron al suelo y la ataron por las manos y los pies a la escalera. Se había quedado muy delgada, pero su cuerpo lavado, estaba blanco, y los únicos signos visibles de su prisión eran los oscuros anillos que el cepo había dejado en sus puños y tobillos. Gimió una o dos veces cuando cortaron su cabellos hasta las raíces, sin dejarle el más pequeño mechón. A continuación, el maestro Fuchs avanzó y comenzó a examinar detenidamente cada centímetro de la piel y cada orificio d su cuerpo, buscando algún talismán diabólico que pudiera hacerla insensible al dolor. El padre Ángel, por modestia, prefirió no contemplar aquel proceso, y conversaba en voz baja con los ostros padres. Por mi parte, pensaba que aquel tratamiento por brutal y vergonzoso  que fuese, no era insufrible, y bendecía cada momento que pasaba sin que llegase aún la verdadera agonía de Bárbara.
            El maestro Fuchs observó: -Muchas brujas han alardeado de que pueden permanecer completamente insensible tan sólo con poder retener un pequeño jirón de sus vestidos. Pero o yo no sirvo para este oficio o esta bruja no lleva encima nada que la insensibilice.
            Se retiró y los padres se acercaron a la desnuda Bárbara entonando plegarias en voz alta; la rociaron con agua bendita y pusieron sal consagrada en su boca. La ceremonia de Purificación acrecentó las precauciones de los verdugos; se habían santiguado ya furtivamente mientras ataban los miembros de Bárbara. Pude ver que los padres, en aquella celda lóbrega alumbrada por antorchas, la temían; y aquello me llenó de desesperación porque me demostró que obraban de buena fe y estaban convencidos de su culpabilidad.
            El padre Ángel ordenó al maestro Fuchs que utilizase la prueba de la aguja. Tomó, pues, una aguja aguda y larga y comenzó a buscar en el cuerpo de Bárbara, algún punto insensible por arte de brujería. Los padres inclinándose hacia adelante observaban el procedimiento y cada vez que Bárbara gritaba y le manaba sangre, lanzaban profundos suspiros. El maestro Fuchs pinchó minuciosamente cada lunar y aún los pezones, mientras ella fritaba de dolor. Al fin encontró una gran mancha de nacimiento en una cadera, que no sangró al pincharla, ni pareció producirle dolor. Sin duda aquel era el estigma que el demonio había puesto en ella como un signo de que era una de sus secuaces. Quedé sumamente extrañado y desconcertado, recordando cómo en los momentos de pasión yo había besado aquella marca, creyendo que se trataba de un lunar.
            El secretario escribió en el registro el resultado de la prueba de la aguja, que había revelado una zona insensible en forma de herradura, en la piel de la bruja, un centímetro arriba del hueso de la cadera. El padre Ángel ordenó que Bárbara fuese soltada de la escalera para que se la pesase. Nadie se sorprendió al comprobar que pesaba cinco kilos menos de lo normal en una mujer de su estatura y complexión; aquello no hacía más que confirmar la creencia general en su culpabilidad, puesto que las brujas pesan menos que las otras gentes y flotan en el agua.
            El padre Ángel autorizó a Bárbara para que se pusiese de nuevo su túnica, y la invitó otra vez a confesar. Pero ella permaneció con la cabeza caída y no respondió; visto lo cual, el padre Ángel, con evidente repugnancia, ordenó al verdugo que cumpliese con su deber. La cogió, mientras su ayudante le ataba las manos a la espalda. La soga que colgaba de la rueda fue ligada a sus muñecas; la izaron hacia el techo y quedó suspendida con las articulaciones de sus hombros violentamente torcidas. El verdugo aflojó la soga y la dejó caer, pero la contuvo antes de que llegase al suelo, lo que la hizo lanzar un grito desgarrador, porque sus brazos amenazaban con dislocarse.
            Gritó: -¡Miguel! ¡Miguel!
            Corría el sudor por mi rostro y levanté la mano para tocar al padre Ángel. Pero a la luz de la antorcha le vi contemplando a Bárbara con los rasgos contraídos, mientras gruesas gotas de sudor perlaban su frente. Cuando el verdugo hubo repetido la tortura unas cuantas veces hizo bajar a Bárbara hasta el suelo, donde quedó tendida con el rostro contra las piedras. El padre Ángel le preguntó implacablemente si confesaba ahora.
            Bárbara lanzó un quejido, imploró a gritos  a la madre de Dios que la socorriese y dijo: -¿Qué he de confesar? No sé qué confesar. ¡Por amor de Dios no me torturéis más, nobles caballeros!
            El padre Ángel, exasperado, hizo un gesto al verdugo, que empujó hacia adelante una piedra de diez kilos. Ató los dos pies de Bárbara y colgó de ellos el peso. Cuando fue de nuevo izada, grito más aterradoramente que antes, crujieron sus hombros y sus pies se alargaron y alargaron. A la primera caída se les dislocaron los hombros, quedando sus retorcidos brazos levantados sobre su cabeza. Lanzó un grito terrible que acabó con un lamento continuado, mientras todo mi cuerpo se estremecía en convulsiones. El padre Ángel le preguntó con voz dura si confesaba ya, pero cuando intentó hablar quedó desmayada. La bajaron y el verdugo le frotó las sienes con vinagre y humedeció sus labios con aguardiente.
            El maestro Fuchs dijo ansiosamente: -Reverendo padre, ¿habéis notado no ha derramado una sola lágrima? Las brujas no pueden llorar, y esa es la tercera prueba. El hecho fue consignado en el informe. Bárbara recobró los sentidos, quejándose quedamente, pero cuando el padre se inclinó sobre ella para lograr una confesión, parecía haber perdido el habla y sólo pudo mover la cabeza.
            Para apresurar la tarea, el padre ordenó al verdugo que aumentase el peso, pero añadió: -Amordazadla, porque nos ensordecerá con sus gritos y no es necesario que este examen sea tan mortificante y molesto para los reverendos padres y para mí. El verdugo colocó una mordaza de madera hueca, en forma de pera, entre las mandíbulas de Bárbara; eso la obligaba a mantener la boca abierta y distendió sus mejillas, sin impedirle respirar. Colocó entonces un peso casi doble que el anterior y la izó de nuevo, con la ayuda de su compañero; sujetó la soga y esperó.
            Durante unos momentos reinó el silencio en la cámara de tortura; no se oía nada más que el crepitar de las antorchas y el suave murmullo de la arena en la ampolla de vidrio del secretario. Habían cesado los quejidos de Bárbara, pero su jadeo agitaba su pecho. Yo veía sus finos pies horriblemente estirados y sus hombros comenzaron a inflamarse, tornándose negros y azules alrededor de las articulaciones. El verdugo cogió un cubilete de cerveza de un nicho en el muro, bebió de él y lo ofreció a su ayudante. Uno de los dominicos comenzó a murmurar plegarias, pasando entre los dedos las cuentas de su rosario. Al fin no pude dominarme. Rompí a llorar violentamente y me lancé hacia Bárbara, intentando libertarla de aquellos terribles pesos.
            Supliqué en mi cobardía: -¡Confiesa, Bárbara, confiesa, por nuestro amor, no puedo soportar más.
            Sus ojos verdes sea abrieron y me miraron opacamente, pero su mirada no ejercía ya efecto alguno sobre mí. Sentía tan sólo el espantoso horror de aquel tormento cuando levanté sus delgadas piernas entre mis brazos. El padre se me acercó y deshizo el abrazo, de modo que el descoyuntado cuerpo de Bárbara quedó de nuevo colgado de sus hombros dislocados.
            Le preguntó, golpeando el pecho con su puño cerrado: -¿Confiesas bruja?
            Entonces Bárbara movió la cabeza, indicando que deseaba hablar. El verdugo subió por la escalera para arrancarle la mordaza. Las comisuras de sus labios estaban desgarradas y la sangre corría por su barbilla. Murmuró: -Quizá soy bruja, pero dejad tranquilo a Miguel. No sabe nada de mí.
            Con un suspiro de alivio, el padre ordenó al verdugo que aflojase la soga hasta que los pesos descansasen en el suelo para que a Bárbara le fuese más fácil hablar. Luego fue interrogada sobre cada acusación separadamente, y ella reconoció que todas eran justificadas.
            Después el padre Ángel preguntó: -¿Reconoces que has dado comida y bebida al demonio en forma de perro negro, que usabas en tus artes diabólicas? Los ojos de Bárbara se abrieron y exclamó: -¡No! Rael es un perrito ordinario y no ha hecho nada malo. 

-Ya lo veremos. Considera ahora, bruja, y pesa tus palabras cuidadosamente, porque necesito saber cómo, cuándo, dónde celebraste pacto con el demonio. Además debo saber cómo, cuándo y dónde puso su marca sobre tu cuerpo, qué tan frecuentemente tuviste relaciones íntimas con él y en qué forma o formas solía entonces aparecérsete. Responde a estas palabras y te dejaremos en paz. Cuando hayas abjurado del demonio y de todas sus obras, la Santa Iglesia te recibirá de nuevo en su seno, te perdonará tus pecados y salvará tu alma inmortal del fuego del infierno. ¡Responde bruja!
     Pero Bárbara permanecía en silencio y no hacía sino contemplar al padre Ángel con profundo asombro. Aquello le enojó y repitió sus preguntas, a las que Bárbara respondió con una firme negación de pacto alguno con el demonio y con la petición de que tuviese piedad de ella, porque no sabía lo que quería dar a entender. De nuevo el torturador la izó, y tuve que apretar mis manos sobre mis orejas a causa de los aterradores gritos que la hicieron lanzar.
-Tendremos que dejarla colgada hasta que se le aclare la memoria. Entretanto, podemos examinar al perro.
     Se me despejó la cabeza con el aire fresco y la luz de la estancia de la torre. Temblaba de frío porque los vestidos empapados se me pegaban a la piel. El carcelero llevó vino, del que todos teníamos gran necesidad. El padre vació su copa y se retrepó en un sillón, con un suspiro de alivio.
-Traed al perro, maestro Fuchs –ordenó-. Pero cuando el maestro Fuchs regresó arrastrando a Rael atraillado, me fue difícil reconocer a mi perro. Su brillante pelaje negro había sido cortado y toda la piel desnuda y gris estaba cubierta de llagas. Rael me olfateó y luchó por llegarse a mí. El maestro Fuchs le permitió que se refugiase en mi regazo, donde se echó tembloroso y plañidero, lamiendo mi rostro y primiendo lugo su hocico contra mi hombro, mientras yo derramaba amargas lágrimas sobre sus heridas.
-Este perro se llama Rael –dijo el maestro Fuchs-, que es indudablemente un nombre singular y pagano, y sabe hacer muchas cosas. Sin embargo, algo parecido pudiera decirse de algunas habilidades de los perros callejeros. Cumpliendo mis deberes, he examinado al animal lo mejor que he podido, y he intentado hacerle hablar, porque si fuera una encarnación del demonio, ciertamente podría hablar. Lo he azotado varias veces al día, y he quemado en su lomo plumas aturadas de azufre, sin conseguir arrancarle ningún sonido que pudiera parecerse al lenguaje humano. La prueba de la aguja dio también resultados negativos.
     El padre inspeccionó al animal con repugnancia y se tapó la nariz, porque las llagas del pobre animal apestaban. Se cansó pronto de la discusión que siguió y ordenó al verdugo que continuara el examen; porque él no era tan amigo de los animales, como el maestro Fuchs. Siguió una inhumana flagelación, que fui obligado a presenciar; hasta que al fin, el frío sentido común me dijo que aunque Bárbara había sido torturada hasta arrancarle una confesión, ni el más atroz martirio podría hacer que aquel desgraciado perro hablase.
El maestro Fuchs intervino, -Todas mis experiencias confirman la inocencia del perro. Será mejor utilizarlo simplemente como testigo contra la bruja y después dejarlo en libertad.
     El padre Ángel y los otros jueces estuvieron de acuerdo con su criterio y el maestro Fuchs fue a buscar un tazón de agua que Rael bebió ansiosamente. Refrescado con el agua, el perro levantó los ojos hacía el padre, mientras éste se dirigía formalmente diciendo: -¡Perro quienquiera que seas! El Tribunal de la Santa Inquisición te emplaza como testigo. Te recordaré los derechos y deberes de un testigo y te ordeno que declares si hay o no una bruja en esta habitación, y si así fuere, que indiques quien es.
     El verdugo soltó la traílla, y Rael, con un gruñido, se arrojó sobre el maestro Fuchs y le mordió en la pantorrilla. El maestro lanzó un gemido y dio al perro un puntapié que lo lanzó al otro extremo de la habitación; pero Rael volvió al ataque y su víctima pudo difícilmente defenderse, hasta que el verdugo volvió a atar al animal. No puedo negar que aquel inesperado ataque produjo una profunda impresión en todos nosotros. El verdugo se santiguó y se quedó mirando de una forma extraña al maestro, que se frotaba la pierna y juraba, maldiciendo al perro por su ingratitud hacia el hombre que había hablado en su favor y le había salvado la vida.
     El maestro se dirigió al padre, y le dijo: -Este testimonio carece de valor y por mi buena fama solicito que sea omitido en el informe. Este animal me odia porque mis deberes me obligaron a torturarle. Solicito que se haga de nuevo esta prueba en presencia de la bruja, que deberá ser bajada al suelo para que el perro pueda olfatearla.
….. Los padres discutieron la petición y quedaron acordes en que el maestro había hablado sabiamente. El incidente no fue mencionado en el informe. Regresamos al sótano, donde el verdugo bajó a Bárbara al suelo. Enseguida el perro comenzó a plañir, y se lanzó alegremente hacia Bárbara, y comenzó a lamerle el cuello, la cara y las manos. Por lo tanto, se hizo constar que el perro por su propia libre voluntad había denunciado a su ama como bruja. Por tanto, fue retirada la acusación contra el animal y se le dejó en libertad.
-La bruja lo ha confesado todo, -dijo el ayudante del verdugo-. El tercer grado fue demasiado para ella y abjuró del demonio. Declaró que dos veces al año volaba al Brocken montada en una escoba, y que allí se acostaba con el demonio, que a veces se le aparecía como un negro macho cabrío y otras como un hombre con rostro blanco. Daba escalofríos el oírla. Luego, el maestro me envió aquí para llevaros, de modo que he perdido gran parte de la confesión.
     Más tarde el padre, subió a la habitación de la torre.
-La bruja ha confesado, Miguel. A los doce años se entregó al demonio y recibió su señal. Su maestra fue una cierta bruja a la que quemaron hace diez años. Piensa, Miguel, que si alguna vez has tenido la más ligera duda acerca de la posibilidad de un pacto con Satanás, la unanimidad de las pruebas recogidas en los diferentes países, la similaridad de los más mínimos detalles, demuestran sin ninguna duda la existencia de tales pactos. Esta confesión es otro eslabón de la cadena que durante centurias nuestra Santa iglesia ha ido forjando el torno al reino del demonio.
-¡Dios de los cielos! ¿Estáis todavía torturándola? ¿No ha confesado ya bastante?
-Evidentemente tiene que darnos los nombres de los cómplices. Este es el periodo más difícil de los exámenes, y me temo que tenga que sufrir el cuarto y quinto grados antes de extraer de ella toda la información requerida. Pero estamos dispuestos a continuar toda la noche si es necesario; porque si la dejamos ahora y esperamos hasta mañana, puede retractarse, como lo hacen con frecuencia las brujas después de recobrar nuevas fuerzas de Satanás. Creo en tu inocencia, Miguel, pero naturalmente hemos de interrogarla acerca de ti, y averiguar también los nombres de aquellos a quienes reconoció en el aquelarre de Brocken.
     Al oír aquellas palabras me desmayé de nuevo y así permanecí en piadosa inconsciencia hasta muy entrada la noche. Al despertar vi al padre, en pie junto a mí, con una antorcha.
-¡Despierta, hijo mío! Todo ha concluido, Hemos batallado espléndidamente y hemos ganado. Has sido declarado inocente de todo delito y si lo deseas puedes ver a tu esposa para decirle adiós. Ya no podrá hacerte ningún daño. El tribunal le mostró clemencia por su completa confesión; por lo tanto, al entregarla al brazo secular estipularemos que sea desnucada antes de ser quemada, para horrarle así la agonía de la hoguera.
     Luego que se marchó, me arrastré escaleras abajo hasta el sótano, llevando a Rael entre mis brazos, porque si en la tortura el sufrimiento corporal es grande, es quizá aún más terrible el dolor moral del que contempla el tormento de una persona querida.
     Ardía el fuego en la chimenea de la cámara de tortura, y el verdugo con mano diestra, atendía a Bárbara mientras que con amables palabras intentaba consolarla. Porque ella lloraba quedamente, aunque el verdugo le había re-articulado el hombro y le había vendado con compresas calmantes de vinagre. También estaba presente el carcelero, a quien le entregué dinero para que llevase alimentos y vino fuerte, y más agua al perro. Bárbara entreabrió los ojos a mi llegada y sentí como su corazón palpitaba violentamente. Cuando suavemente acaricié sus desollados pies, se estremeció de agudo dolor. En aquel momento reapareció el carcelero llevando la comida en dos cazuelas de loza. Llevaba también bajo el brazo un jarro de estaño con el vino, que de tal modo reanimó el corazón del verdugo, que me llamó noble caballero y me dio las gracias por no mostrarle mala voluntad.
-Juré no tomar venganza, y no merecéis censura por lo sucedido. Cumplís con vuestro deber para con vuestros amos y veo que tenéis buen corazón, porque trabajáis amable como un médico para reparar los daños que le habéis hecho. Comed y bebed, amigo mío.
     Intenté dar de comer a Bárbara pero sólo pudo beber un cuenco de caldo y un poco de vino. En cambio, Rael comió con buen apetito, y se sentía tan feliz de estar con nosotros que corría al lado de Bárbara o apoyar el hocico en mi rodilla. Cuando el verdugo hubo concluido su comida me sugirió con alguna delicadeza, que puesto que yo estaba allí, sería conveniente que le pagase sus honorarios. Habló de su pobreza y de su numerosa familia, sin atreverse a mirarme a los ojos cuando me pidió cuatro gulden, uno de los cuales sería para su ayudante.

Para quitármelo de encima le di cinco, por lo cual el desgraciado se mostró fuera de sí de alegría; se arrodilló y me besó la mano. Me dejó sus ungüentos y medicinas y me dijo lo que tenía que hacer con mi esposa cuando comenzara a elevarse la fiebre. Me aseguró también que sí, como esperaba, se le encomendaba la tarea de ejecutar a Bárbara, le rompería el cuello tan rápidamente que ni lo sentiría. Y como no había visto al maestro Fuchs, le pregunté por él.
     Restregándose las manos con cierto embarazo, el verdugo me confió al fin en voz muy baja que el maestro había sido arrestado y que estaba en el cepo, en la mazmorra de la torre.
-Lo que pasó fue lo siguiente –explicó-. Habíamos comenzado con el quinto grado y yo estaba pensando que toda mi habilidad sería en vano, cuando la bruja –quiero decir, esta noble dama- comenzó a dar los nombres de sus cómplices. Continuó negando que vos tuvieseis participación en el crimen; en lugar de eso dijo que varias veces, tanto en Navidad como en la víspera de San Juan, había visto al maestro en el Brocken; y parece que había sido favorecido por Satanás porque él señalaba tareas a otras brujas y también celebró la Misa Negra. Entonces ella juró en el nombre de todos los santos, que el maestro era el brujo más grande que se hubiera visto nunca en tierras de Alemania. Así, pues, a pesar de algunos recelos y de los juramentos y protestas del maestro, l padre Ángel le hizo arrestar y ordenó ponerle en el cepo. Este inteligente perrito, como recordaréis, le había acusado ya. Y cuando fue sacado de aquí, cayó la venda de nuestros ojos, y recordamos multitud de pequeñas cosas extrañas en la conducta del maestro durante los años pasados; y no dudo de que el padre Ángel será capaz de recoger abundantes pruebas contra él. Eso explica también que el maestro hubiese llegado a saber tantas cosas acerca de la brujería.
     Esa historia me dejó tan asombrado y perplejo que me imaginaba que perdía el juicio. ´Cómo era posible que quien había sido durante veinte años un infatigable cazador de brujas fuese reo de ese mismo crimen?

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Le pregunté al padre Ángel si podía visitar a Bárbara de nuevo antes de su ejecución, pero me lo prohibió diciéndome: -Creo en tu honradez y en la importancia de tus motivos, Miguel Pelzfuss, pero tu esposa no debe distraerse ya con pensamientos mundanos. Debe emplear el tiempo que le resta en plegarias y en actos de contrición. La fecha de la ejecución depende del Príncipe-Obispo, que esquíen debe decidir si ha de proclamarlo por toda la diócesis o sólo en su propia ciudad, para que la gente pueda reunirse en torno a la pira y ser testigo, para su propia edificación, del inquebrantable poder de la iglesia, y meditar en el estado de sus propias almas.
            A mi pregunta acerca de las costas me respondió: -La suma será de lo más moderada posible. Yo personalmente no solicito nada sino tus plegarias, aunque puedes, si lo deseas, dejar un donativo, en mi nombre, al monasterio. Los otros dos miembros del Tribunal deberán percibir sus honorarios reglamentarios, y me temo que será algo elevada la cuenta del secretario, porqué empleo mucho papel y tinta en su informe. Sin embargo, intentaré deducir parte de los gastos de los bienes del maestro. Luego hay que pagar el veredicto, y la firma del diputado del Emperador; pero, aparte de eso, me figuro que no habrá más gastos que la comida y alojamiento de tu esposa en la prisión hasta el día de la ejecución y, naturalmente, el precio de una carga de la mejor madera de abedul. Calculando, creo que bastará con 25 gulden.
            Durante muchos días me sentí enfermo y como abandonado de Dios y de los hombres, pues aunque no me entregué a un desconsuelo desesperado por el triste destino de Bárbara, sabiendo que la muerte sería un alivio después de sus sufrimientos, la echaba de menos de un modo indecible, y hubiera dado cualquier cosas por estar con ella durante aquellos últimos días; pero l padre se mostró inexorable. Él y los otros padres que preparaban a Bárbara a bien morir eran su única compañía. Todo lo que yo podía hacer por ella era enviarle buenos alimentos, pasteles, dulces, vino, que el carcelero le llevaba por la noche, después de que los monjes habían regresado a su monasterio. Yo no le escribía porque ella no sabía leer; pero esperaba que los alimentos que le enviaba, aunque no tuviese apetito para consumirlos, le demostrarían que pensaba en ella y que la amaba.
            Me alojaba en el Cisne Negro, la mayor parte de mi dinero, en junto un centenar de guldens, fue invertido en la casa del agente de la gran banca Fugger.. No tuve mucho que esperar, porque el consejo de la Ciudad de Memmingen comunicó al Príncipe-Obispo, así como también al diputado del Emperador, que los harían responsables de la ejecución de Bárbara; y había en Memmingen tanto resentimiento contra la Iglesia, que el consejo no se atrevió a continuar las ceremonias de la quema de brujas. En lo futuro, Memmingen ejercitaría sus privilegios como ciudad libre y se ocuparía de sus propias brujas, sin ajenas intervenciones; de allí en adelante, el comisario del Obispo no tendría por qué intervenir.
            Su Ilustrísima, encolerizado, decretó que la ejecución de Bárbara tendría lugar de acuerdo con el ceremonial religioso, el domingo siguiente, después de la misa mayor, en la plaza de la Catedral, como una advertencia y un público ejemplo. El sábado presencié desde mi ventana como se apilaba la leña de abedul y se construía el cadalso. El domingo por la mañana fui autorizado para visitar a Bárbara en su celda, aunque en presencia del padre y de los otros dos miembros del tribunal. Sólo pude abrazarla y mezclar mis lágrimas con las suyas.
            Me preguntó: -Miguel, querido mío, ¿recuerdas lo que te dije?
            Respondí: -Lo recuerdo. Pero en aquel momento el padre nos separó, diciendo que mejor deberíamos regocijarnos que entristecernos, puesto que la santa iglesia había acogido nuevamente a Bárbara en su seno. Me hicieron salir, y mientras los monjes cantaban salmos en el patio, el padre oía en confesión a Bárbara y le daba la absolución. Le administró luego el Viático y la Extremaunción, repicaron las campanas y se la condujo a cielo abierto.
            Estábamos ya en otoño. Los árboles aparecían cuajados de frutos y el cielo azul se mostraba limpio de nubes y lleno de luz. Bárbara, seguida de un negro cortejo de monjes, apareció a mis ojos, más pequeña y encogida, como si la estuviese contemplando desde muy lejos. No lloré más, sino que seguí al final de la procesión. Bárbara, con la cabeza pelada y descubierta, y vestida con el tosco sayal de penitente, se apoyaba se apoyaba en el padre al cruzar la corta distancia entre la prisión y la plaza de la catedral. Los monjes cantaban; se había reunido una gran muchedumbre, viéndose campesinos de los distritos próximos que contemplaban el espectáculo, temerosos y en silencio, pues la caballería y los infantes del Obispo habían rodeado la plaza del mercado para evitar demostraciones hostiles.
            Al pueblo le gustaba ver quemar brujas, pero las túnicas talares despertaban su resentimiento, y surgió entre la multitud un murmullo cuando salieron de la Catedral los canónigos presididos por el Príncipe-Obispo, que iba revestido de brillantes prendas azules y rojas y en cuyo báculo y pectoral destellaban piedras preciosas.
            La Santa Iglesia con toda su majestad asistía como testigo a la ejecución de Bárbara bajo las imponentes torres de la Catedral. Ella subió sola al cadalso. Yo estaba lo bastante cerca para distinguir los rasgos de su pequeño y pálido rostro y advertir que vacilaba, aturdida por el desacostumbrado aire fresco y por el camino recorrido desde la prisión. Miró sobre la multitud como si buscase algo. Levanté ambos brazos por encima de mi cabeza, y cuando me vio, me dirigió una sonrisa, inclinando levemente la cabeza. Por última vez vi sus ojos verdes, ahora más hermosos que nunca; de nuevo volvía a ser para mí la más adorable de las mujeres, y entre una oleada de angustia me di cuenta de que nunca más volvería a tenerla en mis brazos.
            Pero aquel momento fue breve. El verdugo subió a la plataforma y se colocó detrás de ella; le ató las manos y le indicó que se arrodillase junto al tajo. El Príncipe-Obispo trató de hacer una señal, pero el verdugo parecía haberse quedado ciego y mudo, de un golpe separó la cabeza del tronco, ahorrándole así sufrimiento; el buen hombre cumplió, así, su promesa. La intención era que estuviese ella en pie mientras se daba lectura, ante todos los presentes, a los cargos y sentencia; pero el verdugo le había ahorrado aquella última prueba, por lo que le quedé profundamente agradecido y le pagué más de lo que había pedido.
            Mi corazón estaba lleno de odio; un odio tan agudo, tan frío, que me hería a mí mismo. No odiaba al padre Ángel, ni a los monjes vestidos de negro, ni al Príncipe-Obispo. No; mis censuras no se dirigían a ellos; no era sino ciegos servidores. Mis censuras iban contra la Santa Iglesia por su cruel abuso de poder. Sólo el Papa era culpable de los sufrimientos y de la muerte de Bárbara. Mientras el heraldo leía su proclama, me abrí paso hasta el cadalso y recogí en mis manos las últimas gotas de sangre de Bárbara. E hice en mi corazón un juramento terrible: juré que lucharía hasta mi último aliento contra el poder del Papa y que no descansaría hasta que Clemente VII hubiese sido arrojado del trono papal y se hubiese convertido en un fugitivo indefenso y sin hogar y fuese abatido el poderío de Roma.
            Yo no sé si fue Dios o Satanás el que puso tal juramento en mi mente; nunca hasta entonces había alimentado semejantes ideas. Creo que fue Dios el que lo hizo, porque Él me permitió realizarlo, y mi deseo debería convertirse en realidad antes de que transcurriesen tres años.
            Pero yo no podía saberlo entonces; sólo me sentía solitario e impotente en mi odio cuando el verdugo subió el cuerpo de Bárbara a la pira y colocó su cabeza entre sus rodillas. Prendió el fuego en la madera de abedul, se elevó el humo en espirales y el olor que llegó hasta mí me privo de mis fuerzas. Caí de rodillas sobre las piedras y hundí mi rostro entre las manos.

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Waltari, Mika, El Aventurero, México, Editorial Cumbre, S.A., 1952


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