CARTAS
BARROCAS DESDE
CASTILLA
Y ANDALUCÍA
Estimados lectores, en esta
ocasión voy a poner las cartas que el insigne historiador don Francisco de la
Maza escribió a su amigo fray Javier Christlieb, O.P., en el viaje que realizó
a España en 1956, en el cual nos describe el barroco castellano y andaluz.
Estas cartas barrocas fueron escritas en España gracias a la beca otorgada al
autor, por la UNESCO en el año 1956.
Espero que os sean de gran utilidad, estimados lectores,
para un mejor conocimiento del barroco español y en cierta medida del barroco
en general. Las voy a poner en tres capítulos, para que no causen pesar y sean
más ameno.
Madrid, febrero 22
El aeropuerto de
Barajas queda distante de Madrid varios kilómetros que se recorren ansiosamente
hasta entrar en la capital de España por el aristocrático barrio de Salamanca.
De paso vi la Puerta de Alcalá, que me pareció gigantesca, y luego la hermosa
Fuente de la Cibeles, que se me desprendió, románticamente, como de una tarjeta
postal. Subimos la Gran Vía –nombre lleno de sabor y de tradición que se ha
querido sustituir inútilmente por el de José Antonio- y llegamos al Hotel
Emperador. No me dejaron dormir los nervios, y a las siete de la mañana,
temblando de frío y bajo un cielo gris, recorría a pie las primeras calles de
Madrid, rumbo a la Plaza de España.
Quise comenzar mi visita a la madre patria por
una de sus más célebres glorias arquitectónicas. El Escorial, el que para Otto
Schubert es justamente el inicio del barroco español. No da para ello ninguna
razón y aún parece contradecirse, pues el capítulo tercero de su libro El
barroco en España, lo titula: “El paso de la severidad clásica de
Herrera a la libertad barroca". ¿”En qué quedamos? Tal vez Schubert, con
una sutileza que él mismo no se aclara, quiso decir que si el barroco, en una
de sus fases, es señal de poderío y triunfo de la Iglesia y de la realeza
católica, nada mejor que San Pedro de Roma o El Escorial para representarlo.
Pero en cuanto a la forma nada encuentro en él de barroco.
Sin embargo, quiero citar, ahora que estoy tranquilo en
la tibieza de mi hotel, después de la nieve y el frío bárbaro que ha hecho este
día, la opinión de Gaya Nuño, el autor del mejor manual sobre el monasterio:
El seco clasicismo de
Herrera, su plegarse insistentemente a los modelos de Vignola, se realiza con
un equilibrio genial no aprendido, con una armonía de valores que serán el
germen del barroco del siglo XVII; así es y, por ello, no disuena el Panteón,
de Crescenzi […] la portada principal es un acierto, no clásico, sino
prebarroco; la columnata dórica del primer piso y su entablamento de
triglifos, las ventanas y hornacinas dispuestas entre los monumentales fustes
no exceden del canon clásico, pero en el superior, las pirámides coronadas
por bolas y las aletas curvas son un programa para desarrollar barroquismos…
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Y en otra página, criticando
la frase de Ortega y Gasset de que El Escorial fue “un esfuerzo sin nombre, sin
dedicatoria, sin trascendencia; esfuerzo enorme que se refleja sobre sí mismo,
desdeñando todo lo que fuera de él pueda haber…” dice: “Esto no es enteramente
cierto; tuvo una trascendencia: la del barroco, más precisamente la no
ambicionada por Felipe II ni por Herrera; el clasicismo riguroso y purista que
ambos proyectaron, éste, sí que quedó intrascendente”.
Esto es verdad, más, en todo caso, es el “preludio” de lo
barroco. Ni Herrera ni Miguel Ángel fueron espíritus barrocos. El barroco es
otra cosa.
Vuelvo a mi viaje a El Escorial. Hay que tomar un tren en
la Estación del Norte, que corre hacia el Guadarrama, ahora cubierto totalmente
de nieve. El frío se adivina fuera. Las orillas de los riachuelos están nevadas
y la escarcha pende de todas las ramas. A los cincuenta minutos se descubre un
bulto gris con dos cuernos que parece un gracioso caracol acurrucado en las
estribaciones de la montaña. Es el convento-palacio-panteón de El Escorial.
La bella y pequeña ciudad que lo rodea era un espejo de
nieve que hacia subrayar la mole pétrea. Bajé corriendo las peligrosas
escaleras que conducen a la entrada y me detuve de golpe ante la imponente
fachada. En l centro la gran puerta con sus medias columnas dóricas, saliendo
del muro; en el remate la colosal estatua de San Lorenzo, de Juan Bautista
Monegro. En las esquinas las torres, de un solo cuerpo, con sus chapiteles
piramidales de negra pizarra que tanta influencia tendrían después en el
paisaje de Castilla. Como sabes muy bien, y contigo todo fiel aficionado al
arte, Felipe II mandó construir el monasterio dedicándolo a San Lorenzo porque
en el día del martirio del diácono español –de Huesca, según Berceo- ganó la
batalla de San Quintín. Por eso su estatua preside la facha y es “de piedra el
cuerpo y de mármol la cabeza y las manos”, según dicen las Guías. A sus pies va
el escudo real, finamente esculpido, logrando con su bordado relieve un
descanso en la severidad y dureza de este paño de piedra berroqueña.
El Patio de los Reyes me lo imaginaba más grande y más
solemne. Efecto y defecto de las fotos y de las litografías. Pero la fachada
del templo es magnífica con sus seis poderosas columnas que dividen los cinco
arcos de medio punto de la parte inferior y sobre las cuales van las estatuas
de los reyes hebreos que le dan su nombre: David, Salomón, Ezequías, Josías,
Josafat y Manasés, hechas también por Bautista Monegro de piedra y mármol, con
coronas e insignias de metal dorado. Ha sido opinión de algunos que estas
esculturas desentonan en este buscado triunfo de los rectilíneo y de lo
geométrico, partiendo de Schubert, quién dice lo que te copio a la letra: “Las
estatuas de Monegro, como único adorno de figuras, disminuyen, en verdad, el
efecto de grandiosidad de las columnas dóricas, pues a pesar de sus
proporciones elevadas muy por encima del canon usual, el ojo pierde toda noción
de escala y, no permitiendo el patio más que la vista de frente, el frontón
aparece como retrasado a causa de las fuertes sombras…” Yo no sentí tal
disminución de las columnas y más bien observé que lo único que le da vida y
movimiento, humanidad, a esta rigidez de piedra, son estas estatuas, que nos
dicen que manos humanas y no ciclópeas, edificaron esta maravilla, la “octava”,
según sus panegiristas del siglo XVI.
Las torres tienen
a mi parecer, una pésima solución en sus vanos, además de que sus pies quedan
ocultos y embebidos en las alas de habitaciones y galerías laterales del patio.
El primer cuerpo parece más pequeño que el segundo, no siéndolo, con su enorme
óculo en la parte superior y bajo él una ventana adintelada con la cual hace un
contraste chocante y violento; los cuatro nichos laterales son míseros y no
sirven para esculturas ni tampoco para lograr efectos de claroscuro. En el
segundo cuerpo hay un solo vano, inmenso, en arco de medio punto y a sus lados
dos nichitos tan inútiles como los anteriores; este vano es el que hace la
ilusión defectuosa de parecer el segundo cuerpo más alto que el primero. Los
cupulines son buenos, pero las linternillas exageradas.
¡Qué diferencia con las torres de las catedrales de
México y Puebla! En la de México, cinco arcos taladran el muro en efectivo
claroscuro y sirven para las campanas; en el segundo, el cuerpo interior se
hace un ochavo en el cuadrado de la base, logrando un admirable juego de luces
y de espacios. Se dirá que esta solución es barroca, del siglo XVIII, y es
cierto, pero allí está la escurialense Puebla, con su atinada solución de los
dos grandes vanos del primer cuerpo y los cuatro del segundo que la hacen aérea
y elegantísima, superando su modelo. ¿Estoy equivocado o habrá que aplicarle al
genial Herrera el horaciano quandoque
bonus dormitat Homerus?
El interior, en cambio, es de lo más majestuoso y
magnificente que pueda verse. La gran cúpula circular, como la de San Pedro de
Roma, asienta en gruesos pilares de orden dórico y es el centro y corazón de la
cruz griega de su planta. Aquí todo se liga a la cúpula, alta, de noventa metros,
es decir, veinticinco más que las torres de nuestra catedral.
Al entrar allí, me quedé frío como, justamente, en San
Pedro de Roma. Parece que nuestra receptividad religiosa hispánica va más de
acuerdo con el gótico y, más aún, con el barroco, que con el Renacimiento. Y
con el barroco español, pues también el barroco italiano o el francés nos dejan
admirados pero un poco indiferentes. Tal vez sea pura costumbre, pura fijación
infantil. Sin embargo, ¿por qué nos estremecemos bajo una basílica bizantina o
romana o una catedral gótica, si no hemos gozado esos ambientes en nuestra
niñez? Algo hay en el barroco que no tiene la elegancia rectilínea de lo
renacentista o lo neoclásico.
Y en este sentido religioso no hay que fijarse en los
frescos de las bóvedas. Son lo peor que produjo el manierismo. Yo los quitaba
sin más. Nada tiene que ver con esta majestad de piedra. El que está arriba del
coro es positivamente horrendo y el que va sobre el altar mayor llega a ser
odioso. ¿Tendrán un día los españoles el valor de trasladarlos a otra parte
dejando la basílica en su gris y suprema soledad? El retablo mayor, en cambio,
es magnífico, con sus columnas de jaspe mate y las pinturas de Zuccaro y de
Tibaldi, manieristas también, pero con dignidad. Son miguelangelescos por la
forma y broncinescos por el dibujo y el color. Eso los salva. También
espléndidos son los grupos de bronce, de Pompeyo Leoni, de Carlos V y Felipe II
con sus respectivas familias, muy favorecidos, como las “retocadas” fotografías
modernas, grupos que todo viajero ve de soslayo, pues no dejan subir las
diecisiete gradas de presbiterio.
Todo visitante debe ver los aposentos de Felipe II al
lado izquierdo del presbiterio. Allí muestran la pobreza de que vivió rodeado y
la triste cama donde expiró. El turista ingenio pone su carne de gallina ante
tanta humildad, pero el historiador, sabe que eso es falso; el lecho de Felipe
II era de fina caoba, incrustado de joyas y camafeos, con un costo de tres
millones de maravedíes. Ahora bien, cierto es que las habitaciones son
estrechas para tanta realeza; hay que reconocerlo.
Después fui al Panteón Real. La bóveda de los reyes es
del italiano Crescenzi, de 1639, cuajada de mármoles. A Unamuno le parecía
“horrible”. No lo es tanto; tiene lujo, grandeza y hasta buen gusto. Lo que sí
es horrible es el panteón de infantes y, peor aún, ese pastel de boda que es el
de párvulos.
Bien quisiera
hablarte de El Greco y de Goya, de Tiziano y Van der Weyden, de Cellini y de
Luca Giordano (o Lucas Jordán a la española), pero prefiero referirme a una
hermosa obra de arte mexicana (aun cuando no sea barroca), que se guarda en la
celda prioral y que es muy poco conocida: la mitra de plumas que Cortés regaló
a Carlos V. Es, en su pequeñez, lo que un vitral de una catedral gótica;
cumple, con esas páginas policromadas de la Edad Media, su misión de enseñarnos
la vida y la obra del Verbo. Por la parte delantera está el sacrificio de
Cristo antes de su muerte, hasta el preciso momento en que, como dice San Juan:
“inclinando la cabeza rindió el Espíritu”. Las escenas principales son, al
centro, la Crucifixión; arriba el Juicio Final, con la Virgen y San Juan como
intercesores ante el Padre. Ésta es la representación tradicional, al parecer
de origen árabe, pero aquí se añade al alma, a un alma desnuda y de rodillas; a
los lados está el Señor atado a la columna, el Ecce Homo y la caída con la cruz
a cuestas; abajo la célebre Misa de San Gregorio, con todos los elementos
crueles de la Pasión, y en la cenefa de abajo la Última Cena. En la orla están
los apóstoles y los cuatro doctores de la Iglesia Latina. Por la parte de atrás
está la obra de Cristo después de su muerte; es el rotundo cumplimiento de la
Redención. DE arriba para abajo se presentan: la Trinidad, con Cristo muerto en
los brazos del Padre; la Resurrección; la aparición a la Magdalena en el jardín
y a San Pedro en el cenáculo. Después el Descendimiento y por último la
Transfiguración. La orla, en vez de los apóstoles, lleva a los profetas. Las
ínfulas están decoradas con las dos subidas al cielo “en cuerpo y alma
gloriosos”, o sea la Ascensión y la Asunción. ¿Te das cuenta del trabajo
infinito de toda esta historia que llega a tener más de doscientos rostros
humanos? Y solamente en colores hay doce.
No podía ser más rica esta pequeña y a la vez grandiosa
obra de arte hispanomexicano del siglo XVI. ¡Lástima que esté junto a objetos
de marfil y de coral, bordados y cosas de platería! No se luce lo que debe.
Pero aquí le tienen cariño y admiración.
Otra obra de arte (¿mexicana?) guarda El Escorial, gratísima para mí: un
retrato de Sor Juana que dio a conocer hace años el benemérito Genaro Estrada.
Él atribuyó la pintura, con reservas, a la escuela de Luís Tristán, el
discípulo del Greco; pero no hubo tal escuela. Sí parece española la obra,
copiada de algún retrato que llevó de México la condesa de La Laguna. Es la
monja de El Sueño, la monja
filosófica y reflexiva, con una elegante tristeza en el semblante. Estrada la
vio en la biblioteca y allí la busqué, pero en vano. Está en una habitación
cercana, un poco maltratada y abandonada. Parece que el injusto y apresurado
juicio de Feijoo pesa aún sobre ella aquí en España.
Madrid, febrero 26
Ya he visto mucho de
Madrid. Es la ciudad más disparatada, arquitectónicamente hablando, que conozco
en Europa. Junto a palacios barrocos del siglo XVIII están las severas casas
neoclásicas y entre todas ellas los edificios del siglo XIX o de éste. No hay la
menor unidad como se ve en París, en grandes trozos de Roma o de Viena; pero
eso mismo le da un interés norme y una gracia única. El Madrid viejo es
delicioso. Llegué a sentir un nudo en la garganta en la Plaza de la Villa, ese
rincón conmovedor, irregular en su trazo, a quien contempla desde hace siglos
la Torre de los Lujanes, con su fortísima portada de grandes piedras enmarcadas
por su delicado alfiz, y la casa de Cisneros, “hermoso edificio plateresco con
sabor de Alcalá de Henares”. El Ayuntamiento es aún obra de tipo renacentista,
como que es de Juan Gómez de Mora. Sin embargo, la portada es ya francamente
barroca, con su grueso baquetón subiendo al dintel y jugando allí al arco
mixtilíneo. También en sus torreones los escudos dan la nota barroca a pesar de
los escurialenses chapiteles y de los frontones clásicos de sus ventanas.
La Plaza Mayor, completamente cerrada y a la cual hay que
entrar por arcos en esviaje, parece un claustro o patio, grandioso, pero
íntimo. Sólo la estatua de Felipe II nos recuerda que aquello es público, que
no es el patio de un señor, sino de todos los madrileños, de todos los
forasteros. Allí hubo antaño procesiones, corridas de toros y cadalsos; hoy es
lugar de conversación de los que no quieren encerrarse en un café.
He leído el último libro que se ha escrito sobre la
ciudad. Se llama El semblante de Madrid,
del arquitecto Fernando Chueca y es modelo de monografía. Transcribo y comento
algunos párrafos que dirán más de lo que yo pudiera describirte. “Madrid es una
ciudad que posee una fuerte estructura, muy característica y nervuda, que no
tienen otras ciudades de rasgos más desdibujados y nebulosos; el interés y la
belleza sui generis de Madrid reside en gran parte en esa fuerte
estructura y en lo variado y accidentado de su topografía, que pasa de ser un
defecto a constituir un rasgo pintoresco”. Es cierto.
¡Qué gusto de subir y serpentear por la Gran Vía, desde
su nacimiento en la Plaza de la Cibeles hasta su muerte frente al Palacio de
Moncloa! Es como un río, además, a donde llegan los afluentes de las largas y
estrechas calles que hacen ángulo con ella. Y aquí está todo el mundo paseando,
a ratos tan apretadamente que el andar se acorta, se comienzan a arrastrar los
pies y hay que detenerse o dejarse llevar por la multitud. Puede ser muy bella
una ciudad plana, pero lo es más una que sube y que baja, que ondula, que trepa
y domina pequeñas colinas o desciende a minúsculos valles. Habla Chueca después
de los “bivios”, que suenan a
contradicción, cuando menos etimológica: “El bivio es la unión de tres calles formando tres ángulos, uno agudo y
dos obtusos, algo así como un tenedor de dos púas y la varita bífida de un
zahorí. Si los tres ángulos son iguales entonces el bivio se convierte en
estrella; la mayoría de las ciudades espontáneas tienen bivios; las trazadas a
cordel, naturalmente, no: sus calles se cruzan sensiblemente octogonales”.
Si el bivio es reunión de tres calles o caminos tendría
que llamarse “trivio”, pero esto recuerda otras cosas muy diferentes, es decir,
el trívium y cuadrivium de las
ciencias medievales. Más el hecho es lo importante; tres o más calles se reúnen
de repente y forman una plazoleta irregular; he aquí el encanto de las ciudades
mixtilíneas, de las ciudades-hormigueros. Es interesante lo que dice del
moderno barrio de Salamanca: “El barrio de Salamanca es monótono y carece de
estructura, no está soldado al resto del plano de Madrid y se despliega
lastimosamente de él como un cuerpo extraño. Ni siquiera siguieron nuestra
propia tradición, aprovechando las enseñanzas de las ciudades de
Hispanoamérica, pues a estos trazados en cuadrículas les van muy bien las
plazas rectangulares formadas por la supresión de manzanas completas”. En este
caso tendrá que referirse a ciudades como santo Domingo, Montevideo, Buenos
Aires, Puebla o Oaxaca, si bien no siempre dejan vacías manzanas completas para
hacer plazas, sino los recodos que permiten los atrios de los conventos o las
parroquias. Cuando habla de las plazas, parece que nos da un merecido bofetón a
los mexicanos: “un trozo de terreno vacío no es una plaza; fáltale para esto
adorno, significación, carácter; fáltale estar terminada, cerrada como un salón
bien arreglado”. Te digo esto porque nosotros, cuando podemos, abrimos y
rompemos las plazas torpemente, como el Zócalo, con su innecesaria avenida 20
de noviembre y el hueco espantoso frente a la Suprema Corte. O la de Santo
Domingo, abierta por la calle de Leandro Valle, “la calle más inútil que han
abierto los hombres”, como dice Toussaint, aplicable a la de Galeana, en San
Luís Potosí, que roturó la antiguamente bellísima Plaza de San Francisco. Pero
así somos los mexicanos, siempre arbitrarios. Verdaderas plazas son: la
Véndome, en París, la de Trafalgar en Londres, la Mayor de aquí de Madrid, o la
maravillosa de Salamanca.
El gran Madrid es del siglo XVIII en sus matices
contrarios y enemigos: el Madrid barroco de Pedro Ribera, de la época de Felipe
V y el neoclásico de Ventura Rodríguez, de la época de Carlos III. Pedro Ribera
es más que discípulo, compañero del gran José de Churriguera. Con su arte
personalísimo y apasionado, como dice Gaya Nuño, llenó Madrid con sus obras,
apoyado por el Corregidor, el marqués de Vadillo. Su primera obra es la
deliciosa iglesia de la Virgen del Puerto, pasando el Manzanares, construida en
1718. Es de planta octogonal, con su negra cúpula de pizarra y sus torres con
chapiteles como los de El Escorial. Aquí aún no se suelta Ribera; está
contenido por la tradición. En un artículo sobre él, de Pablo Gutiérrez Moreno,
que he leído, dice que “el cimborrio de madera, de yeso por dentro y pizarra y
plomo por fuera, se empleó por primera vez en la iglesia de los jesuitas por
Francisco Bautista y se propagó por la obra de fray Lorenzo de San Nicolás y de
allí lo tomó Ribera”. Por cierto que estas negras cúpulas que llenan el paisaje
de Castilla son bien tristes, casi lúgubres y pobres. ¡Qué diferencia con
nuestras policromadas cúpulas de azulejos! Aquí en España sólo en la región de
Valencia las hay parecidas a las mexicanas.
En Madrid existe, sin embargo, una hermosa cúpula que por
desgracia no hizo escuela, pues no pudo competir con el ejemplo de El Escorial.
Me refiero a la de San Isidro en la Iglesia de San Andrés. Es una cúpula
bermeja, pues es de ladrillo, con un elevado tambor y una poderosa linternilla;
junto a las ventanas del tambor van esculturas de mármol blanco, que le dan
mayor riqueza y colorido. Fue construida por Pedro de la Torre, de 1657 a 1659
y costeada por Felipe IV y los virreyes de México y del Perú. Por dentro tenía
complicadas yeserías de Sebastián Herrera Barnuevo, tal vez las primeras de
Madrid y aun de España –me refiero a yeserías barrocas-, y que se destruyeron
en un incendio. Parecida es la cúpula de Calatravas, más sencilla, pero muy
elegante, así como la de los jesuitas, hoy catedral.
Prosigo con Pedro Ribera. El ochavo de la planta de
Nuestra Señora del Puerto permite que se abran cuatro grandes nichos a los
cuatro vientos y entre ellos van tribunas o balcones que le dan ese aspecto,
como a otras iglesias de Madrid, de una especie de patio o una calle muy
peculiar que, enroscándose sobre sí misma y cerrándose, se convirtiera en
oratorio. La cúpula es espléndida con sus lucernas en medio de los gajos
(sufrió graves deterioros en la guerra civil, pero ha sido rehecha tan bien que
volvió a ser la original). Resulta interesante éste párrafo de Alberto Tamayo
en su libro Las iglesias barrocas
madrileñas:
Lamentable
exponente de los rigores de la última guerra civil, muestra actualmente (la
edición del libro es de 1946) la ermita sus muros desnudos y resquebrajados,
sosteniéndola cúpula por verdadero milagro de estabilidad; piezas derrumbadas
por completo y los esqueletos chamuscados de sus chapiteles, todo abandonado
a las inclemencias del tiempo, que van completando la obra de destrucción;
como sucede en otros templos, precisa un verdadero esfuerzo imaginativo para
darse cuenta de la originaria esplendidez de este monumento, de sus
características arquitectónicas y decorativas, por lo que ha sido necesario
utilizar datos y fotografías auxiliares para completar el estudio de tan
venerables restos.
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Me felicito por haber conocido diez años después esta
iglesia encantadora, ya perfectamente arreglada, sin la ruina con la que tuvo
describir Tamayo. La fachada no llega a ser tan audaz como las obras
posteriores de Ribera, pero ya es barroco en plenitud. En la puerta corren dos
molduras en las jambas y dintel, una más gruesa y otra más delgada, con ese
movimiento mixtilíneo, tan delicado y mórbido, que anuncia al baquetón
posterior. A los lados, los chorros de frutas que serán también la señal
riberesca. Esto de las frutas en el barroco, es como en el gótico, no sólo un
bello y fresco adorno, sino una ofrenda y un recuerdo de los beneficios de
Dios. Quien se quede en la superficialidad de creer que es decoración pura y no
vea en esa integración de la naturaleza y la arquitectura, una corriente y autentico
sentido religioso, no comprenderá el barroco. Las puertas laterales y la
ventana son más sencillas, pero los óculos, también tan riberescos, en forma
elíptica, se adornan con almohadillados y floreros.
El altar mayor se parece a la puerta de entrada en su
dibujo y los altares laterales como las puertas, también laterales. Las
pilastras de los entrenichos son compuestas y sostienen una ligera y graciosa
cornisa por medio de ménsulas en caracol, dos para cada pilastra. Y aquí sí no
tiene razón mí siempre inteligente amigo Gaya Nuño que Nuestra Señora del
Puerto “con su desmesurada libertad ornamental, presagia ya posteriores
delirios del mismo arquitecto”. ¡Delirios! La palabra es injusta; pero tendré
ocasión de hablarte de esa especie de temor, o, más bien, de incomprensión que,
en general, tienen los españoles de su barroco. Prefiero citarte el párrafo de
Schubert:
El
artista tuvo en cuenta la situación de la iglesia con relación a la calle,
separada por un notable desnivel, lo que hace resaltar la hábil distribución
de su planta, la pintoresca agrupación del conjunto y la elegancia de sus
líneas de contorno; empleando elementos decorativos muy sencillos y reuniendo
todo el adorno en las portadas, elevó esta construcción, a pesar de la
modestia de sus dimensiones, a la altura de las primeras creaciones
artísticas de la época; la reunión de la puerta y la ventana formando un todo
único, es un motivo que él mismo repitió después muchas veces, con mayor
magnificencia, en los palacios particulares.
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El retablo llevaba estípites los primeros de Pedro
Ribera.
Madrid, febrero 28
Hoy fui al Puente de
Toledo, una de las obras más importantes de Pedro Ribera, construido de 1720 a
1732, después de otros puentes anteriores que se había llevado el río. Había
leído antes, con toda malicia, así lo seguiré haciendo, lo que dice Antonio
Ponz sobre el puente. El parrafito es atroz:
El
puente Toledo se construyó siendo corregidor el marqués de Vadillo, célebre
por las muchas cosas que hicieron en su tiempo, pero con la desgracia de
haber tenido lo más ridículos arquitectos que se han conocido jamás. Se
compone este puente de nueve ojos. Sus pilares y arcos tienen grandeza y
regularidad, porque allí no había proporción para que luciese en ingenio
gótico-arábigo del maestro de obras, pero los remates de los pasamanos o
antepechos… Vendrá tiempo en que se eche abajo todo y, cuando no se haga otra
cosa, se dejará el puente liso y llano.
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Cierto es que parece
que Ribera aprovechó los pilares y arcos anteriores, que, destrozados, existían
y que son bien diferentes al espíritu riberesco, pero de eso a hablar del
ingenio gótico-arábigo del gran barroco madrileño, hau un abismo. Y nos
felicitamos de que su deseo iconoclasta de arrasar los pabellones y torres se
halla quedado e mal pensamiento.
Se compone de nueve arcos de medio punto y en sus finales
se prolonga por una larga y suave rampa, una que va hacia Madrid y otra hacia
Toledo. Entre los arcos lleva torreones semicirculares que sirven de apoyo y, a
la vez, al salir del lienzo del puente, para refugio de los transeúntes. A la
entrada hay dos fuentes –una casi hecha trizas por abandono- con sus pilas, de
líneas mixtas, con ese dibujo que tanto se usaría en las ventanas de España y
México. La base del surtidor es un haz de columnas, de gálibo bulboso, que
sostiene la taza, compuesta de cuatro piedras abombadas, con adornos de flores
estilizadas, de cuyos cálices chorreaba el agua; arriba otro cuerpo, también de
columnillas bulbosas y, entre ellas, unos tristes y flacos pescados boca abajo;
al final una gran concha de cuyo centro brotaba el agua inicial.
El puente se decora, cada diez metros más o menos, arriba
del pretil, con macetones que fueron ricamente labrados; y digo fueron porque
casi todos están tan carcomidos que apenas se distinguen sus relieves. En medio
del puente están los nichos o templetes, los “pabelloncitos” de Ponz, con las
estatuas de San Isidro y de Santa María de la Cabeza, su señora, patronos de
Madrid, hechas en piedra blanca por un escultor de curioso y dionisiacamente
profético apellido: Ron.
Ribera muestra su exuberante –no extravagante- fantasía
en estos deliciosos monumentos, sostenidos por ases estípites que son orígenes
de otros sobrepuestos, bellos y finos, que suben su obligada forma piramidal
invertida, ornándose primero de macollas de hojas, luego una cartela de
reminiscencias renacentistas, flores y frutos, y finalizan con roleos que
sirven de pechos y hombros a dos cabezas de querubines con cuatro alas, dos
hacia abajo y dos hacia arriba, que sostienen la cornisa y que antes había
usado Borromini en su maravilloso San Carlino, de Roma. Algo parecido se hará
después en Querétaro, en el claustro bajo de San Agustín, con los extraños
jóvenes y viejos que se sobreponen a los pilares, también con hombros hechos un
geométrico rollo enroscado y adornado con borlas, cuyo origen encontró mi amigo
Víctor Manuel Villegas en un palacio renacentista de Roma, el de la Vía
Monserrato.
El nicho tiene su dosel y sus cortinas, esas cortinas con
flecos que usará tanto Ribera y arriba los inmensos escudos, en piedra rosa, en
unos medallones ovales, adornados con unas palmas que, al enroscarse en sí
mismas, me recordaron al rococó. Sobre los estípites y apoyados en medios
frontones rotos y curvos, se sientan dos ángeles o niños con cornucopias
henchidas de flores. Casi idénticos los usaría después en México, Lorenzo
Rodríguez, en el Sagrario y n San Felipe Neri. El remate es una corona real, con
dos ángelas a los lados y te digo ángelas porque, además de sus alas, que les
dan esa categoría, son doncellas que de descubren, con toda inocencia, sus
senos firmes y redondos. Sólo recuerdo un ejemplo anterior de hermosas ángelas,
en la Ascensión, de Bronzino, en la Annunziata de Florencia.
Las “torrecillas” del final del puente se alzan por medio
de cuatro columnas fajadas en las esquinas, adosadas al cuerpo circular de la
base, con adornos pareados de rombos y óvalos; el segundo cuerpo es el triunfo
del estípite, con cuatro bellos ejemplos exentos en las esquinas, al parecer
los únicos de Castilla, aparte de los de los retablos. Suben de su típica
pirámide invertida, sin ornamentos; luego el cubo característico, con hojas de
acanto y al fin una repisa que sostiene las grecas en caracol donde se asientan
los macetones del remate. El final de estas encantadoras torres, puramente
decorativas, es una media piña,, cubierta como de escamas, de la que parte un
vástago de metal que lleva en triunfo a un angelito, con sus aéreas alas de
hierro forjado y caladas, que sostiene una cruz también de hierro. Tanto a los
lados de la piña como debajo de ella y entre los estípites van unos capones o
cálices con sus tapas muy originales. No dudo en afirmar, o cuando menos en
expresar mi sentimiento, de que este puente es más valioso que su vecino, el de
Segovia, elegante pero pesado, como todo lo de Juan de Herrera. Por último
quiero citarte, otra vez, a Gaya Nuño quien, en su libro Madrid monumental nos dice que “a propósito de estas obras se ha
podido hablar de reminiscencias góticas y recuerdos americanos, pero es
preferible considerarlas como creaciones personalísimas de su autor”.
Tiene razón; no hay tal gótico o americano. Cuando los
historiadores de arte españoles encuentran algo insólito, con ese despego que
tienen al barroco, hablan de “influencias americanas”, para escapar el bulto.
En la tarde, todavía llena de luz a pesar de lo nublado,
he ido a la Plaza Mayor y de allí al Viejo Madrid. Vi la iglesia del Sacramento,
con su fachada barroca muy moderada, muy italiana, del siglo XVII. Es de monjas
Bernardas. Cuando entré rezaban en el coro bajo, junto al presbiterio,
protegido por su reja de agudizadas púas; como no tenían cortina se les veía
muy bien, sentadas en sus altos sillones, con sus blancos y amplísimos hábitos.
Sólo las Capuchinas en México, y el coro excepcional de la Enseñanza, tenían
estos coros a los lados del altar y con rejas de púas. El coro alto, sobre la
puerta de entrada, me recordó el d las Teresas de Querétaro, con sus tres rejas
que cierran los arcos. Como estamos en Cuaresma ya tienen tapados los altares,
costumbre que varias órdenes religiosas tienen aquí y que es, según me explicó
el ingenuo sacristán, “como se usaba en tiempos de Nuestro Señor”.
De paso visité San Nicolás, de la cual dice Ponz que
“siendo una de las más antiguas de Madrid es por consecuencia pequeño y pobre
edificio”, por lo que ya no vio su alfarje mudéjar, su arco triunfal de
herradura, su bóveda gótica en el presbiterio y una linda puerta a la sacristía
con arabescos. Ponz no tenía ojos sino para clavarlos en lo clásico.
El Carmen tiene añadida una portada que fue de la iglesia
de San Luís, fechada en 1716, un poco anterior a las obras de Ribera. Es
interesante como antecedente, con sus columnas de sección hexagonal y adornadas
con figuras poligonales en sus fustes. Antes del estípite de Ribera y en el
casi nulo salomónico madrileño, esta portada resulta excepcional por su
barroquismo. En el interior de las capillas se conservan sus antiguas rejas, y
la del Santo Entierro, con su hermoso Cristo yacente sobre el altar, es un
ascua de oro a la mexicana, con columnas salomónicas y finos estípites. Debe
ser de mediados del siglo XVIII. Hay en la nave otro Cristo yacente, con el
objeto de que pueda sacar los pies por un agujero en el cristal para ser
besados por los devotos. Me extrañó que estuvieran limpios y con una mancha
brillante de pintura roja en las llagas; me explicaron que cada ocho días lo
repintan para que no se desgaste. La Virgen del altar mayor es muy barroca y
muy hermosa, obra de Juan Sánchez Barba, burgalés, discípulo de Alonso Cano, no
tan excelente como su maestro, pero sí más audaz.
Madrid, marzo 1°
Recorro Madrid todos
los días a pie, extraviándome siempre en sus tortuosas y largas calles –aquí no
se debe hablar de “callejones”; todas ellas son calles, así sean minúsculas-
yendo a parar varias veces al mismo sitio, pero gracias a esto lo voy
conociendo mejor. Este lindo Madrid es como si desplegáramos un poco a
Guanajuato ese “papel arrugado”, que decía Lucas Alamán y lo pusiéramos en
terreno menos belicoso que el de la maravillosa ciudad mexicana; pero sólo
Guanajuato o Venecia pueden igualar a Madrid en este perderse en sus viejas
calles. He visto Porta Coeli o San Martín, comenzada en 1725, que es de
arquitecto ignorado “pero buen ecléctico, entre lo nuevo de Churriguera y lo
conocido del siglo anterior”. Yo veo en ella la influencia de Pedro Ribera, que
justamente estaba en su apoteosis, con sus tres naves, sus tres arcos
divisorios entre ellas y sus balcones sobre los arcos; en las fachada están los
mismos chorros de frutas y parecidos adornos; el que use columnas clásicas no
es óbice, pues aún no se entregaba de lleno Ribera a su peculiar barroquismo. Recuerda
que está en Nuestra Señora del Puerto y las torres y pabellones del Puente de
Toledo, anterior a éstos.
Pero mi objeto era, siguiendo la obra de Ribera, llegar
al Cuartel del Conde-Duque. Llegué y antes de estudiar la portada, aprovechando
que salía un poquito el sol, me preparé a fotografiarla. De pronto un soldadón,
con casco emplumerado se me acerco “¿Va usted a tirar fotografías?”. “Si no
tiene inconveniente”. “Pues habrá que identificarse y pedir permiso al
capitán”. Pasamos a una habitación del cubo del zaguán y otro soldado, el
capitán, trata de leer mi nombramiento de becario de la UNESCO; no lo entiende
y me pregunta si soy francés; le enseño mi pasaporte y la carta de la
Universidad pidiendo facilidades para mis estudios. “¡Oh! Profesor de Méjjjico,
puede usted tirar las fotos que quiera y que el cabo de guardia le enseñe todo
el edificio”. ¡Santo Dios!, tuve que ver el enorme cuartel íntegro, hasta las
caballerizas, con los nombres y cualidades de cada caballo; los dormitorios,
oficinas, patios y traspatios. Dos horas perdidas para el barroco pero ganadas
para la generosidad española.
Veamos la fachada. ¡Qué absurdo hubiera sido eso de las
pilastras dóricas “correspondientes al destino del edificio”, pues, justamente,
no hubieran dicho nada de ese destino, como sí lo dicen las poderosas pilastras
fajadas y las insignias bélicas del entablamento!
A los lados esculpió Ribera dos palmeras que suben,
airosas, hasta la cornisa y cubren sus copetes con una cortina que desciende y
confunde sus pliegues con las hojas; en el medio, de golpe, cortinas y hojas se
convierten en medallones ovales que nos dicen, uno: “año de” y el otro “1720”.
En el entablamento hay cornetas y lanzas que se asoman entre cortinillas, y al
final, un medallón medio cubierto con una piel de león, con garras y mechones,
en cuyo centro dice: “Reinando Phelipe V”. Bajo la piel se distingue también
una rueda, que sin duda es una cureña, y a los lados los indispensables chorros
de frutas. Sobre las pilastras, trofeos militares a la antigua, es decir, ese
peto y ese casco sin pecho ni cabeza que conocemos en los relieves romanos. Al
final el grandioso escudo real de España. ¡Pobre Ponz! Más militar no podía ser
esta fachada, cumpliendo con el destino que él creía encontrar en sus amadas
pilastras dóricas. No creo que fuese ajeno a esta fachada un dibujo de Wendel
Dietterlin en el que el grabador alemán del siglo XVI propone un ejemplo de
fachada militar, con adornos parecidos; No cabe duda que este fecundo dibujante
tuvo importancia en el desarrollo del barroco español e italiano. Es
interesante señalar que Teodoro Ardemans, en uno de sus libros, de 1719, del
cual te hablaré después, cite entre los “artífices” notables a “Vendelino”, o
sea a Dietterlin.
Los muros de este
edificio enorme son de ladrillos, pequeños ladrillos rojos que contrastan con
el gris oscuro de la cantera en puertas y ventanas. Así era el Madrid barroco
del siglo XVIII, como el México de la misma época; bermejo con su bello
tezontle en los muros y gris en sus fachadas de chiluca.
Cuando me despedí de los amables soldados que me
acompañaron hasta la esquina, oí un grito: “¡Caballero!”, y vi un hombre de
unos treinta años que me seguía. Ante mi cara de interrogación, me dijo: “Usted
es mexicano, ¿no es cierto?”. “Sí, pero ¿cómo lo sabe?”. “Lo oí hablar con esa
dulzura especial de los hispanoamericanos; ¿quiere tomar una copa?”. “Pero, ¿a
esta hora?”. “Es que… ando mal”. Comprendí y lo acompañé. Era, según me dijo,
nieto de Clarín, Leopoldo Alas, el
vigoroso autor de La Regenta,
escritor que debiera ser más conocido en México como ejemplo de crítico y
periodista valiente. Me interesa recordar, y por esto te lo cuento, lo que
platicamos sobre los turistas cuando protesté enérgicamente ante su pregunta de
que si yo era turista. Le recordé la definición del diccionario de que es “una
persona que viaja por recreo y distracción” y definí mi posición de viajero, de
estudiante de becario. Le dije que según la poetisa Alfonsa de la Torre, todo
viajero que se respete no puede llamarse turista.
Quedamos de acurdo en que yo no era turista, cuando menos
porque pude convencerlo de que si me podía enamorar de las catedrales y de las
cabezas de Nefertiti o de Antinoo, no me interesaban hasta ese grado los leones
sumerios o las pagodas y, sobre todo, de que yo no era “un tenorio del arte”,
que creo es la mejor definición que puede darse de un típico tirista.
Abandoné al nieto de Clarín y me fui, muy hispánicamente,
a tomar café a la Puerta del Sol. ¡Cuántas falsas imágenes tiene uno, desde
niño, de esta celebérrima plaza! Es encantadora, desde luego, con sus catorce
calles desembocando en ella, y jubilosa por todos lados. La fuente que había en
el centro, de Pedro Ribera, ha desaparecido. Sólo la conocemos por la
litografía del libro Délices de l´Espagne.
Era muy bizarra, como decían entonces, con su cuerpo central ochavado, de cuya
cornisa seis ángelas riberescas surtían el tazón de sus senos. Se llamaba la Mariblanca,
con ese apócope tan usado en España como en Marilola o Maripaz, que suena tan
feo, -claro para los españoles no-. Debe datar de los tiempos de…Maricastaña.
Hoy en su lugar esta un anodino letrero que nos avisa que ese lugar es el
centro geográfico de España.
Después de comer fui a la calle de la Magdalena, en cuyo
número 12 hay una casa de Ribera. El baquetón de las jambas, que se enrosca y
se ahueca sobre sí mismo, sube al dintel para hacer el típico y riberesco arco
mixtilíneo, tan sensual, tan lleno de elegante movilidad. Cuánta razón tiene el
marqués de Lozoya al referirse a la obra del arquitecto madrileño: “tiene una
riqueza y una morbidez singulares”.
Sobre el dintel de un montón de frutas, como en una mesa
de banquete, que luego chorrean por las jambas. A los lados de éstas, y oblicuas,
dos esbeltos estípites que dividen su fuste en secciones rectangulares con
rombos y recuadros moldurados; al final dos ángeles asoman sus cabezas sobre un
roleo, mirando al infinito. La ventana repite, más sencillo, el dintel
mixtilíneo. Sobre ella el escudo del marqués de Perales, su dueño y
constructor, y arriba la peculiar ventana elíptica de Ribera, con su reja de
hierros rectos y ondulados, alternando. Las guardamalletas son muy importantes
en esta casa y recuerdan alguna de México.
En la plaza Romero de Torres vi una casa en cuyo dintel
están los rombos con puntos como en las guardamalletas. La casa parece del
siglo XVII; si esto es verdad, el motivo lo hereda Ribera y no lo crea.
Madrid, marzo 5
Seguimos con Pedro
Ribera. Haré, sin embargo, un breve paréntesis con la iglesia de Calatravas, a
donde fui a dar no sé cómo, pues yo iba en busca de la iglesia de Monserrat.
Está en plena calle de Alcalá, en su parte más ancha, luciendo su hermosa
fachada moderna de terracota y los escudos de la orden; por cierto que a
América no llegaron estas monjas y en México sólo se conocen a través de las
travesuras de don Juan Tenorio. La iglesia es de la segunda mitad del siglo
XVII, pero, a primera vista, parece anterior; es una verdadera jaula, pues
además de las tribunas de los cruceros, llena los arcos de sus capillas
laterales con rejas, amén de la del coro, todas severísimas, sin el menor
adorno. Contrastando con ellas están los retablos y la puerta de acceso a la
sacristía, policromada y con un escudo enorme sostenido por dos arcángeles, tan
jóvenes, tan bellos y tan desnudos que no me parecieron a propósito para estar
frente a monjitas en oración. El barroco sabe también jugar.
El retablo mayor está muy ennegrecido, tal vez por su oro
de baja calidad; lleva columnas corintias, muy adornadas, y dos nichos que son
dos ascuas, tan alborotadas estas ascuas que apenas dejan ver a los santos que
se esconden en ellos. Es un mal retablo, sin la decisión de los grandes
retablos salomónicos que ya estaban en boga y sin la contención de la
reminiscencia clásica anterior, por ejemplo, de un Alonso Cano. *
(*)
El retablo es de José de Churriguera. Así loprueba suficientemente el
magnífico estudio de Antonio Bonet Correa en Archivo Español de Arte, n° 137, Madrid, 1962, pp. 21-46. “A
Churriguera –dice- hay que estudiarlo en su propia evolución, en algunos
aspectos sorprendentes e inesperados”. Critica el que fuera un enemigo de
Ardemans y publica una Carta de Churriguera que es un documento precioso para
el estudio de su personalidad. Ardemans decía en una nota al Consejo de la
Orden de Calatrava: “Todas las veces que no se valgan estos señores de don
José de Churriguera, no irán acertados y gastarán el dinero muy mal y si se
va a ganar que la planta la discurramos entre los dos y mire V.S. que puedo
decir que no hay en Madrid, ni fuera, sujeto de quien poder echar mano para
semejante obra que el referido”. Fue este retablo de Calatravas, construido
en 1723, una de las últimas obras de José de Churriguera, treinta y cuatro años
después del catafalco de María Luisa de Orleans; treinta del retablo de
Salamanca y quince, más o menos, de los de Leganés y Fuenlabrada, lo que
explica la diferencia con ellos y la versatilidad de su espíritu, necesaria
en todo verdadero artista, pues el que se repite y hace las mismas obras a
los veinticinco que a los sesenta años, no es tal artista.
|
Llegué, por fin,
después de mucho caminar, extraviado y a fuerzas de preguntas, siempre cortés y
sabiamente contestadas por estos madrileños, que conocen su ciudad de
maravilla, a la iglesia de Monserrat, una de las glorias de Ribera.
La fachada es sencilla, incluso austera, compuesta de dos
cuerpos sustentados por pilastras adosadas y terminada en un rígido frontón. Se
supone, y con razón, que son posteriores el segundo cuerpo y el frontón; así lo
dice, casi con evidencia, la severa y nada riberesca ventana del coro. La
puerta, adintelada, es más rica, pero de poco movimiento en el baquetón, algo
así como un retroceso respecto de la de Nuestra Señora del Puerto; en cambio la
clave es muy elaborada y en las esquinas, al final, unos hermosos querubines
repliegan sus alas y voltean sus rostros a los lados como en la casa del
marqués de Perales. En el florido nicho se petrifica un San Benito. La fecha
está en las jambas: 1720. A pesar de eso, el novicio que me acompaña cree que
es de “en tiempos de Nuestro Padre”, es decir, de Santo Domingo de Silos, del
siglo XI.
Los paños de la fachada son de finos ladrillos a la
madrileña, los cuales fueron cuidadosamente tapados en el siglo pasado con
estuco gris, como tantas obras de arquitectura barroca en España y en México.
Más ya está arreglándose el desaguisado y pronto volverán a lucir su color
magenta los muros de Monserrat.
Lo más admirable es la torre. Es de un solo cuerpo, de
sección cuadrada, con ocho estípites entre las esquinas y los vanos de las
campanas; los estípites son esbeltísimos, como después en México se harían los
de Guanajuato, divididos en secciones rectangulares –o fajados, según el feo
término arquitectónico-, unas salientes y otras rehundidas, nueve en total, que
forman la pirámide invertida; luego el cubo, que sostiene dos segmentos
bulbosos y en seguida el delgado y personalísimo capitel, con hojas y cabecitas
de querubines. El remate es único. Dos cuerpos lo componen, uno a modo de peana
para sostener el segundo, que recuerda los macetones del Puente de Toledo, y
sobre al agudo vástago una pirámide, una bola y una cruz. Su aparatoso dibujo,
su aspecto bulboso, hicieron caer a Gaya Nuño en ese lugar común de que son
“indios coloniales”, como si no pudieran ser exclusivos de la fecunda y
novedosa imaginación de Pedro Ribera.
El interior, que no fue terminado, prometía ser
magnífico, con sus capillas laterales “hondas –dice Calzada- que comunican entre
sí formando como alas”. Así se han hecho en México las capillas de la Merced,
en Puebla, y de alguna otra iglesia que no recuerdo. Añade Calzada que, de
haberse acabado “hubiese sido una creación eminente, digna hermana de la Santa
Inés de Borromini”, pero no veo de donde le venga esa fraternidad con la
elíptica iglesia romana, carente incluso de capillas.
En el crucero izquierdo y en pleno abandono, hay un
sagrario de plata que es una exacta reproducción de la torre. No sé si será
antiguo, pero sí te aseguro que es una joya de orfebrería. Tan amplio y fecundo
es el barroco que una torre puede convertirse, haciéndola en pequeño y de
metal, en un sagrario. Así también, en el plateresco, las custodias eran
edificios completos, con tres o cuatro pisos, con portadas, columnas y
frontones, como minúsculos templos abiertos.
Mi novicio acompañante me contó que este sagrario estuvo
en el altar mayor y que, al retirarlo e inutilizarlo para poner en su lugar uno
de “líneas modernas”, quinientos oblatos abandonaron Monserrat en señal de
protesta. Mala es la huida; si hubieran luchado con tenacidad, tal vez el
sagrario hubiera vuelto a su sitio. La Virgen es una bella escultura
dieciochesca, estofada, “mejor que la de Cataluña”, me dice el novicio, y así
lo parece, aunque es difícil comprobarlo por el terrible nicho en que está
colocada, cubierto de mármoles color de jamón crudo.
Antes de hablarte del Hospicio, la obra cumbre de Pedro
Ribera, me referiré a algunas de sus mansiones señoriales y a una fuente. La
casa de la calle de Trujillos n° 7 es sencilla en su severo dintel recto, sólo
interrumpido por la florida clave; en cambio el copete es muy movido de líneas.
La cornisa sube en el centro haciendo un arco de medio punto, en el cual una
[…] moldura mixtilínea sirve de marco al óvalo en donde está la fecha: 1735.
Parecidos óvalos para fechas o escudos se encuentran en las ciudades mexicanas
de Guadalajara y Durango.
El palacio de la calle del Príncipe n° 30 lleva el
peculiar baquetón de Ribera, pero aquí se engruesa más, con una molduración
curva en el centro, tanto en la portada como en el balcón. No hay estípites,
sino pilastras adosadas, con capiteles compuestos en el piso bajo y un simple
dado en el piso alto. A los lados del balcón están los eternos macetones
desbordantes de frutas, erectos en ménsulas caracoleantes, circunscritos por
una concha.
La soberbia fachada del palacio del marqués de
Torrecillas, que se conserva en la calle de Alcalá incrustada en un edificio
moderno, es la más audaz y grandiosa que en arquitectura de casas concibió
Pedro Ribera. La portada del primer piso es adintelada, con su siempre vigoroso
baquetón en este caso recto; en las jambas los riberescos chorros de frutas. El
balconcito del entresuelo se enmarca por medio de pilastrillas estípites, las
cuales sostienen, al enrollarse caprichosamente en su parte superior, el gran
balcón del segundo piso, con su vano en arco mixtilíneo, ricas jambas y los
macetones sobre ménsulas en caracol. Por cierto que aparecen en esta portada
esas máscaras, de origen renacentista, hambrientas o ahítas, porque dejan salir
a medias de sus abiertas fauces un montón de frutas. En ese mismo tiempo, en
México las hacía, más moderadas, el arte “culto” de Pedro de Arrieta y el arte
“popular”, mucho más exageradas de los desconocidos y geniales artistas de
Tonanzintla. El copete, por último, rompe su frontón para dejar lugar al escudo
y la corona marquesales.
Una fachada de Ribera yace ahora en el suelo, desde hace
muchos años, para vergüenza de Madrid. En todas partes se cuecen habas. Fue de
la capilla del Monte de Piedad, en la Plaza de las Descalzas Reales. Sobre su
ruina parecen oírse, como un eco odioso y al cual rinden pleitesía las actuales
autoridades de Madrid. Te mando una foto para que veas que hermosa es, a pesar
de su destrozo. Los estípites, la rica molduración de todos sus detalles, su
armoniosa composición barroca, piden y exigen que sea colocada dignamente y
completada en la propia Gran Vía, o donde sea, para salvarla de la ruina.
La fuente es la de la plazuela de Antón Martín, atrás del
Hospicio. Parece una linterna monumental, sostenida, sutilmente, por las colas
de cuatro terribles delfines. En medio de ellas y arriba de los monstruos
marinos y como contraste, cuatro niñitos encantadores se cobijan en un dosel
que no es sino una gran hoja como de palma; el remate es una estatua de la fama
sostenida por cuatro ménsulas con sección de caracol aplastado. Como estamos en
el Hospicio, lleguemos a verlo. El Hospicio fue terminado en 1729, en pleno desarrollo
de Ribera. Su planta, irregular, es audaz y perfectamente resuelta, con sus
patios limitados por amplias crujías, centrados por la gran capilla.
La fachada, muy madrileña, es de ladrillos en los paños y
de cantera en las jambas y dinteles de sus sencillos, por cierto, balcones,
sencillez que se hace maravilloso torbellino en la famosa portada, la más rica
del barroco castellano. En el primer cuerpo, la puerta está flanqueada por dos
espléndidos estípites, riberescamente divididos en secciones resaltadas y
rehundidas, en donde van adornos de óvalos y rombos; después una sección se
abulta más para sostener un segmento bulboso con dos rostros de serafines; al
final del capitel, pobre para tal conjunto, con dos vigorosas pero solitarias
volutas de recuerdo jónico. La puerta es extraordinaria, formando sus jambas y
arco por medio de carnosos vegetales que suben hasta la cornisa y hacen marcos
al escudo y a cuatro óculos, dos ovalados y dos trilobulados. Estos últimos,
que son de una rareza absoluta en el barroco, tienen antecedentes en el gótico:
hay unos, muy parecidos, en la catedral de Toledo, en los vitrales de las naves
laterales.
En el segundo cuerpo está el bello nicho con la estatua
de San Fernando, con unas pequeñas jambas en estípite de chorros de flores y
dos estípites completos a los lados, más finos, más esbeltos, más hermosos que
los de Monserrat. En el remate la cornisa se encrespa y se eleva, y como una
ola incontenible, se rompe, hace curvas… Las cortinas, como en Churriguera,
tienen un importante papel decorativo, ya sea sobre la concha del nicho, ya sea
abarcando toda la fachada, como en el cuartel del Conde-Duque.
Termino, ¡por fín!, con Pedro Ribera recordando una de
sus obras más grandiosas pero… se quedó en proyecto: el Palacio Real de Madrid.
Incendiado el viejo Alcázar medieval en 1734, los reyes de entonces, el francés
duque de Anjou, y con corona española Felipe V, y la italiana Isabel Farnesio,
anduvieron en busca de arquitectos, decidiéndose a pedir “al arquitecto
siciliano que hizo la catedral de Lisboa, cuyo
nombre se ignora y que sirve al rey de Cerdeña”. ¡Tal era la falta de
interés por lo auténtico español y la atención puesta hacía afuera en la
borbónica corte de Madrid! No hay en español, que yo recuerde, un vocablo para
esa filia a lo extranjero. Nosotros tenemos el injusto, pero muy claro, de malinchismo. España necesita inventar el
suyo. Sin embargo, tal vez hubo un concurso o, para halagar a algunos
españoles, se le pidieron proyectos al arquitecto por excelencia de Madrid.
Existen en el archivo del actual Palacio que, por cierto, lo hizo ese siciliano
del cual los reyes no sabían ni siquiera el nombre: Filippo Juvara.
Los planos fueron publicados en 1935 por Miguel Durán
salgado, quien dice: “Del examen de los proyectos podemos deducir claramente
cómo nuestro barroco tradicional, representado por el interesantísimo de Pedro
Ribera, muere airadamente por voluntad de Felipe V para dar paso al barroco
clasicista de Juvara y Sachetti”. Salvo lo de “airadamente”, que debió ser
“violentamente” y juntando ese párrafo con la indiferencia del anterior, el
pobre rey neurasténico Felipe V, queda sin remedio en la picota de la Historia.
Y continúa Durán: “En el proyecto se recoge toda la esencia del arte barroco
que tanto arraigó en el alma española y que es la última y definitiva expresión
de un estilo que tan gallardamente había de morir”. Esto de los proyectos de
Ribera fueran, precisamente, la “última” expresión del barroco, no es cierto.
Faltaba el Transparente de Toledo.
La planta del palacio es de cruz griega, con la lógica
concentración de un edificio, en el cual habría de vivir el que gobernase por
su sola persona y su sola voluntad. También fue cruciforme a la griega la
planta de Bramante para San Pedro de Roma, como punto de unión y corazón de una
autoridad. Miguel Ángel prosiguió con este plano, pero Rafael, en su fugaz
intervención, y después Maderno, destruyeron el símbolo haciendo la basílica
actual de cruz latina. Más el símbolo se rehízo por medio de dos personalidades
barrocas extraordinarias: el papa Alejandro VII, a quien se le ocurrió la plaza
con su columnata acogedora y grandiosa, como dos brazos abiertos, y Lorenzo
Bernini, que la construyó. Ya Dante había prefigurado, poéticamente, este
símbolo. Si no fallo en la memoria dijo:
Ma
la bontá infinita ha si gran braccia
che
prende cio che si rivolge a lei.
|
(Digresión, entre paréntesis, en el Museo del Prado.)
Sabía que el Prado era uno de los Museos mejor arreglados
de Europa y de los más valiosos. Y así es. No da la impresión, como tantos
otros, de bazar, de tienda de antigüedades auténticas, que se creen con
obligación de exponer todo lo que pueden. Aquí la disposición es ordenada y
sabia. Según me venga a mi memoria, en este café de la Puerta del Sol, te contaré
lo que más me impresionó en el Prado.
En la rotonda inicial está la estatua de bronce, mayor
que el natural, que representa a Carlos V como un guerrero que plasta “al
Furor”, según las Guías. Es como un gran San Miguel con barbas y sin alas. Se
le puede quitar la armadura y queda desnudo, como el Perseo de Cellini, en un
truco admirable de esculpir a la vez cuerpo desnudo y cuerpo vestido que
resulta todo un símbolo del Renacimiento, adorador, como los antiguos, de la
forma humana. Es obra, claro está, del italiano Pompeyo Leoni.
Después en la sala siguiente, un brinco hacía atrás. Allí
están los “primitivos” del siglo XV: Bartolomé Bermejo, Gallegos, Pedro
Berruguete, anónimos. El cuadro más imponente es el Santo Domingo de Silos,
de Bermejo, vestido de pontifical en su gótico sillón, cuajadas de oro la mitra
y la capa pluvial. Es también, justamente, un retrato, un símbolo del vigoroso
medievo español.
Otro símbolo es el francés Juan de Boullogne, llamado
Valentín, en el salón de pintura francesa. Su Martirio de San Lorenzo
es la transición del Renacimiento al Barroco por el contraste del joven mártir
con sus verdugos. Él es todavía el impasible efebo renacentista; ellos son los
hombres del pueblo llenos de movimiento y escorzos, de exaltación, que tanto
emplearía el barroco.
Pero la sala de la pintura española del XVI y del XVII
donde vi, por ahora, lo mejor. Sánchez Coello nos da toda una lección de
historia y de psicología con sus retratos reales: Felipe II, inteligente y
severo, con su rala barba castaña; Isabel Clara Eugenia, bonita sin ser
hermosa, seria sin ser enérgica; Carlos, el joven príncipe, delgado y pálido,
anodino, pero con algo que delata si próxima definitiva entrega a la locura.
Dos cuadros religiosos fueron los que más me conmovieron:
La
Aparición de San Pedro Apóstol a San Pedro Nolasco, de Zurbarán, y El
Cristo y San Bernardo, de Ribalta. La unción de los dos santos, Nolasco
de rodillas y Bernardo abrazando al Cristo es maravillosa. El éxtasis, tal como
lo describen los místicos y sin el extremismo de Bernini en su Santa
Teresa, está en este rostro recio y varonil de San Bernardo. Me acordé
del verso de San Juan de la Cruz:
Quédeme
y olvidéme.
El
rostro recliné sobre el Amado
cesó todo y dejéme
dejando
mi cuidado
entre
las azucenas olvidado.
|
En cambio, con todo y su grandiosa técnica y su sabiduría
pictórica, no llegó a emocionarme el famoso Martirio de San Bartolomé,
del Españoleto. Hay un realismo tremendo, no sólo táctil, sino ya casi olfativo
en José de Ribera, desde sus figuras humanas hasta sus corderos. Lo mismo
sentí, hace años, ante sus cuadros del Museo de Nápoles. No es más que
limitación de mi parte, pero así lo siento. Y lo mismo me pasa con Rubens, que
me subyuga y casi me aplasta, pero permanezco fuera de su mundo.
En la pequeña sala de El Greco hay varias de sus mejores
obras. Ante el Greco llego a sentir frío en la columna vertebral, que es mi
signo de que algo me cautiva, me embelesa; y con este frío me siento humilde,
con una dichosa humildad que debe sentir el polvo hacia la nube; me siento
sujeto y encadenado, sin desear que las cadenas se me caigan. Y como eso es el
amor, deduzco que en la auténtica contemplación artística hay amor.
El Caballero de la mano en el pecho
es, nada más ni nada menos, que el puño de la espada, la mano y el rostro; lo
demás es negrura. Y así es perfecto. En La Trinidad hay aún el gusto por la
limpieza y seguridad de la forma. El Padre, el Hijo y los ángeles no se hacen
difusos como en su última época. Venecia está todavía presente en este enérgico
y hermoso desnudo del Cristo y en la solemnidad del Anciano que lo retiene en
sus brazos. En La Resurrección y en El Bautismo hay perfiles muy
precisos, pero también una soltura de línea que preludia sus formas alargadas,
ondulantes, sin ninguna sujeción a la realidad que haría después.
Ante Velázquez, como ante Mozart, además del frío de la
nuca y de la absorción del espíritu, nos llega el silencio. Son inefables. Pero
así como tenemos que salir de ese estado de ensueño que nos produce la obra de
arte, el silencio hay que romperlo, como los místicos lo han hecho al escribir
sus experiencias de la unión con Dios, incluso el grandioso maestro Eckhart.
Velázquez pinta sin pintar. Es decir, con los menores elementos logra los
mayores resultados. Esbozo al parecer, pero conclusión absoluta. Sugerencia
poética. De unas pinceladas como espuma brota una mano; de unos toques blancos
sale un encaje; un punto de color es una joya. Velázquez nunca pinta las uñas.
¿Para qué? Sus dedos son largas pinceladas que terminan en punta. Y sus manos
son más reales, más vivas, que las de todos los pintores del mundo. Velázquez
es la realidad misma sin ser “realista”. Está más allá de toda definición. ¿Es
clásico, barroco, impresionista? Es todo eso y más. Sólo te recuerdo la segunda
frase de Gautier ante Las Meninas: “¿Dónde está el
cuadro?”, pregunta genial que puede formularse ante cada uno de los cuadros de
Velázquez.
Madrid, marzo 16
Ya es tiempo de que
lleguemos a José Benito de Churriguera, el padre del barroco castellano. Nada
queda de su gran talento en Madrid, salvo dibujos y recuerdos; pero como era de
esta ciudad y aquí comenzó su obra, justo es que me ocupe de él, a fuer de ampliar
su estudio en Salamanca, cuando vaya a esa maravillosa ciudad que hasta ahora
es sólo un sueño que no he realizado.
¿Qué se ha escrito sobre José Benito Churriguera? En su
época algunos elogios y algunas citas. Después, en la segunda mitad del siglo XVIII
y durante todo el XIX, una andanada de insultos. Aun a principios de este siglo
era el “arquitecto maldito”, como dice Eugenio D´Ors, hasta que algunos
modernos historiadores de arte lo han comprendido y admirado, a partir, es
cierto, de Otto Schubert. Sin embargo, sólo un escritor se ha ocupado
especialmente del gran artista barroco:
A. García Bellido, revista Archivo
Español de Arte y Arqueología,, en los números de enero-abril de 1929 y
mayo-agosto de 1930.
José Benito de Churriguera nació en Madrid, el 21 de
marzo de 1665, en la calle de Mesón de Paredes y se bautizó en la parroquia de
los santos Justo y Pastor. A sus juveniles veinte años se casó y, a pesar de
eso, cuatro años más tarde comenzó a ser famoso. Me refiero a su primera obra
conocida: la pira funeraria para la reina María Luisa de Orleans, erigida en la
iglesia de La Encarnación, el 22 de marzo de 1689.
Como en esta pira es por primera vez en donde usa
Churriguera la pilastra estípite barroca,
que, como hemos visto, fue después el apoyo por excelencia de Pedro Ribera y
luego de toda la Nueva España, seré, por esto, muy explícito sobre la regia
pira. Además, no ha sido conocida, ni publicada, ni estudiada antes. ¿Cómo es
posible tal cosa?, me dirás. Y la razón es muy sencilla: cuando Otto Schubert
editó su libro El barroco en España,
habló del túmulo y hasta publicó un grabado. Tanto en la edición alemana como
en la española, afirma que este grabado es la pira de la reina, pero es un
grave error que nadie ha captado. Hasta García Bellido cayó en el garlito y el
grabado de Schubert siguió reproduciéndose sin que nadie se tomara la molestia
de verificarlo en la fuente original, o sea, el libro: Noticias historiales de la enfermedad, muerte y exequias de doña María
Luisa de Orleans… Las dirige y consagra don Juan de Vera Tassis y Villarroel… Madrid,
1690, donde vienen la descripción minuciosa de la pira y el grabado auténtico,
al final, con su letrero: “Joseph de Churriguera inventó” (sic). Cierto que
Schubert cita el libro, pero es evidente que no lo consultó. Hasta dice
Villarreal en lugar de Villarroel. Sin embargo, la frase que le dedica a la
pira (a la pira que creyó ser la de Churriguera para la reina de Orleans) es
interesante: “la idea fundamental era tan nueva, la composición del conjunto
tan sorprendente, tan hábil su ejecución, que todo el mundo se deshizo en
elogios”.
Te envío la descripción completa de la pira del libro de
Vera Tassis y unas fotos del grabado.
El
Condestable de Castilla dio orden a los más célebres arquitectos y pintores
que hay en Madrid para que formasen trazas capaces al sitio destinado para el
túmulo, las cuales idearon duplicadas algunos y entre ellas se vieron las de
Claudio Coello, pinto de cámara de Su Majestad; de don José Caudí, ingeniero,
que hizo dos diseños; de don Vicente de Benavides, pintor; de don Manuel
Redondo, arquitecto; de don Bartolomé Pérez, pintor; de don Juan de Villar, arquitecto; de don
José de Campo Redondo, arquitecto, que hizo tres trazas y de don José
Churriguera, arquitecto y escultor…
|
Come ves, fueron doce trazas o dibujos, de los cuales el
triunfante fue de Churriguera. Se comenzó a fabricar la pira y, con admiración
de todos, estuvo lista para instalarse en La Encarnación en sólo tres semanas.
Fue
el asiento del suntuoso y magnífico túmulo entre las cuatro columnas de sus
arcos torales, en medio del crucero, cuya punta estaba debajo de la cúpula de
la media naranja, desde donde señoreaba con majestad y hermosura todo el
templo. Levantóse sobre un zócalo cuadrado que ocupaba toda cuanta capacidad
dio de sí la fábrica del templo y la correspondencia de la altura, teniendo
igual proporción y simetría la travesía y circunferencia. Se perfeccionaba el
zócalo con basas y sotabasas, formándose en sus medios cuatro escaleras de
diez gradas que vertían a las cuatro partes del túmulo. Eran las basas,
sotabancas, pilastras y pedestales de cantería, tan a lo natural que tal vez
quiso engañar al tacto después que a la vista, pues a ésta la pudo persuadir
a que era en partes relieve su lisura.
|
Hay algo de truco en este último párrafo, pues las basas,
etc., no eran de cantería, sino de madera con pintura imitando a la piedra,
como fue uso en ese tipo de efímera arquitectura funeral.
La iglesia se cubrió de cortinas de terciopelo negro,
galoneado de oro, con escudos y pinturas en los que iban versos elogiosos a la
vida y virtudes de la real difunta.
No puedo dejar de citarte que, entre los invitados a las
misas y responsos, además del nuncio, grandes mitrados españoles, cuerpo
diplomático y toda la nobleza, estaba el secretario de la Inquisición, que era
-¡la sorpresa que me he llevado!- don Francisco de la Maza. No sabía que
tuviera parientes homónimos en la Inquisición española del siglo XVII.
Entre los asistentes estaba un personaje muy conocido en
México: don Antonio Sebastián de Toledo, Marqués de Mancera, virrey que había
sido de la Nueva España y amigo y protector de sor Juana Inés de la Cruz.
Ya para terminar esta carta, llega al café en que te la
escribo mi excelente amigo, el joven Rafael Manzano, con un misterioso
documento, que, después de leído, me amargó un poco el paladar. ¡Hay estípites
anteriores a la pira de Churriguera! En la iglesia de la Merced Calzada, aquí
en Madrid, y en 1678, en el retablo mayor, según dice la parte final del
contrato, “se ha de hacer la cornisa toda ensamblada y de madera sin nudos y
todas las molduras talladas con el mismo perfil que muestra la traza, con sus
carteles para recibir los ESTÍPITES…”. Ahora que, no sabemos si estos estípites
eran ya barrocos, a la manera churrigueresca, o todavía renacentista, como
tantos otros en toda la Península. Conversamos también sobre los bellos
estípites de la Casa de los Morlones, en Zaragoza, al parecer del siglo XVI,
pero mientras no esté aclarada la fecha no podemos hacer conclusiones.
Madrid, marzo 22
Había leído en García
Bellido que existían en la Academia de San Fernando unos dibujos originales de
Churriguera, de unos retablos. He ido, anhelante, a la biblioteca y, ¡qué espanto!,
me dicen están en la bodega, la cual anda en composturas, el estudio de Bellido
y, para impresionarlos, dado el carácter aristocrático de la Academia, finjo
hablar por teléfono con el propio marqués de Lozoya, a pesar de que vive en
Roma, pero viene con mucha frecuencia a Madrid. Se apiadan de mí y me enseñan
los dibujos.
El más importante es el del retablo de San Basilio, de un
metro y sesenta y ocho centímetros de alto, nada menos, dibujado con una
minucia, a la vez que con una pericia, verdaderamente admirables. Está firmado
y fechado en 1717 y fue puesto en la iglesia en 1720. Fue costeado el retablo
por el obispo de La Habana, que era de la Orden de los Basilios, por lo cual
dice García Bellido esta frase que nos halaga a los americanos: “Es interesante
la intervención del dinero americano que, aquí como en otras obras, hacía
posible construcciones de esta envergadura”.
Cuatro columnas del orden compuesto formaban el primer
cuerpo. Eran Clásicas, pero daban la impresión de salomónicas por los cinco
montones de nubes con cabecitas de querubines que, en forma ondulada, se
enroscan en los fustes. Para dividir las primeras columnas y el tabernáculo
están dos pilastras, por cierto sin el menor deseo de ser estípites, también
con adornos de nubes, esta vez horizontales y decoradas con rosas. El grandioso
tabernáculo lleva también columnas con guías de flores enroscadas, y en el
tambor y en la cúpula que cubren la custodia, alegran y enriquecen el conjunto
figuras sedentes y de pie de ángeles y santos. Arriba, y sobrepasando la
cornisa, está la glorificación de San Basilio, rodeado de manera imponente de
profetas, obispos y ángeles, que se sientan sobre nubes. “Estas figuras, como
las restantes del retablo, respiran todo el aire violento que agitaba las
actitudes y paños en las esculturas barrocas, pero se ve en alguna cierta
inspiración miguelangelesca…”. Tiene razón el biógrafo de Churriguera, sobre
todo en esos ángeles que están a los lados de la urna bajo el tabernáculo, las
figuras de los intercolumnios y los niños desnudos del remate que parecen, sin
más, trasplantados de los que pintara Miguel Ángel en el techo de la Capilla
Sixtina. Y es éste el mejor elogio que puede hacerse a Churriguera. Ahora que
no sabemos si al convertirse estos dibujos geniales en escultura, perdieran
algo de su vigor y belleza.
No puedo menos de copiarte otro párrafo de García Bellido
por la sencilla razón de su verdad y de que dice lo que yo, justamente, hubiera
dicho: “En el Renacimiento, como en el barroco, el espíritu naturalista se ve
brotar a cada paso, pero en el retablo de Churriguera y de su tiempo brota con
la pujanza y el ímpetu de las tierras tropicales, donde la ferz vegetación
invade el espacio llenándolo todo”.
El segundo dibujo fue hecho para la iglesia de la Merced
y es más sencillo en su conjunto, si bien la riqueza y minuciosidad de los
detalles es la misma. Es más pequeño, con las típicas cuatro columnas salomónicas
sustentantes del gran remate, que es cóncavo, para llenar la media esfera del
presbiterio. El eje central de todo el retablo lo forman, de abajo a arriba: el
tabernáculo, una pintura de la Virgen de la Merced y una estatua de la Fe. El
tabernáculo es espléndido. De la base surgen, en las esquinas, otras cuatro
columnas salomónicas que con cuatro pilastrillas interiores detienen el
peraltado cupulin muy adornado y en el que, en vez de linternilla, casi bala un
garboso niñito con una filacteria en sus manos. El arco que debía enmarcar la
custodia, está sostenido por dos niños-cariátides que nos vuelven a recordar
los de la bóveda de la Capilla Sixtina.
Hay un tercer dibujo firmado y fechado en 1719 en el que
otra vez Churriguera vuelve a serenidad clásica. Es un altar para San Francisco
Caracciolo. Las columnas son de fuste liso y capitel compuesto, y propone, como
se hacía en los proyectos de retablos, dos soluciones: una con ricos medallones
rococós a los lados, y otra sin ellos, acentuando la severidad del altar que
sólo se mueve y estalla en el copete con una radiosa nube en la que vuela el
Espíritu Santo. El fondo es un hermoso muro a base de tableros. El Churriguera
de Nuevo Baztán, como verás después, está presente en esta obra que, de no
estar firmada, nadie creería que era de él.
García Bellido publica un dibujo “completando un proyecto
de portada de Francisco Villamena”, en el que volvemos a admirar al exquisito
artista, aunque no tanto al arquitecto, pues me parece exagerado el
amontonamiento de frontones curvos, pilastras y medallones con roleos de
rocalla y angelitos renacentistas. Por
cierto que solamente en estos dibujos podemos constatar a un Churriguera
afrancesado. Muy de su tiempo y lleno de inquietudes, José Benito supo crear
interludios herrerianos o rococós en medio de su obra auténtica, es decir, la
de los órdenes salomónicos y estípite, porque ya es bueno hablar del “orden
salomónico”, instituido desde 1663 por fray Juan Ricci y del “orden estípite”
ante la magna obra de los Churriguera y Pedro Ribera, en España, y Jerónimo
Balbás y Lorenzo Rodríguez, en México.
Construyó también la fachada de la iglesia de San
Sebastián. También hizo el retablo, que fue tan rico y costoso, que al cardenal
Astorga le pareció demasiado, él, que después pagaría todo lo que necesitó
Narciso Tomé para el Transparente de Toledo. Se pensó pedir nueva traza, más
barata, a Alberto Churriguera, pero el párroco se opuso alegando que José
Benito era “el mejor artífice de su tiempo” y que “el retablo sería el más
hermoso de Madrid”. Te adelanto que, cuando murió Churriguera, fue enterrado en
esta iglesia.
Comprenderá que fui corriendo a la iglesia, pero muy
obediente el siglo XIX a la iconoclastia del neoclásico, no dejó nada, de la
obra de Churriguera. Es más, está tan cambada y destruida que parece fue
bombardeada. Esto no lo sé, pero ahora es un bodegón. ¿Dónde estarán los huesos
de Churriguera?
Fuera de Madrid construyó Churriguera algo insólito en la
historia del barroco: una ciudad. Se llama Nuevo Baztán. Consideré obligatorio
ir a Nuevo Baztán y fui ansiosamente a la Agencia de Turismo de Medinaceli 6.
No hay ferrocarril directo y los camiones salen a las seis de la tarde,
debiendo pernoctar en Pozuelo del Rey, en el que no hay donde dormir; además
pasar allí el día para seguir, en otro camión, y llegar, de noche otra vez, a
Nuevo Baztán, donde tampoco se puede dormir. De regreso, desde luego, hay que
hacer este terrible itinerario. Lo medité un rato y al salir a la calle y darme
cuenta del frío glacial que hacía, me fue fácil autoconvencerme, de que si iba
a Nuevo Baztán sólo sería para que allí enterraran mi aterido cadáver. Y me
quedé aquí.
Las noticias que te mando son de libros, de un magnífico
artículo de José Manuel Pita Andrade en las Visitas
a la provincia.
Esta urbe dieciochesca, de carácter industrial, fue
creación del rico tesorero de la Corona don Juan de Goyeneche, mecenas de
Churriguera, como de Ribera lo fue el marqués de Vadillo. Fue trazada en 1709.
“La visita a esta ciudad –dice Pita Andrade- sirve para conocer a Churriguera
como arquitecto y para defraudar a quienes identifican el término de churrigueresco
con el recargado o falto de lógica constructiva dentro del barroco”. Y tiene
razón.
La iglesia recuerda con
sus torreones, a El Escorial. Severísimas pilastras adosadas son los
únicos ornamentos de sus primeros y únicos cuerpos y la fachada se construye a
base de dos enormes pilastras adosadas que la enmarcan, terminada por un
frontón triangular con un óculo que hubiera aprobado el propio Herrera. Otro
frontón menor, forma la puerta y sobre ella la ventana del coro, en arco de
medio punto, flanqueado por sencillas columnas corintias. En realidad
desconcierta aquí Churriguera, pero más que confusión, debemos ver la riqueza,
variedad y libertad de su genio. Y, precisamente, con esta severidad casi
clásica, va el retablo, muy barroco, de mármoles de colores, en el cual, a
pesar de sus limpias columnas renacentistas, lo que más atrae es el majestuoso
y enorme cortinaje que lo envuelve, el más grandioso que soñara el barroco
castellano, más voluminoso, movido y ondulante que todos los posteriores de
Ribera. No es la primera vez, ni la última, que encontramos en los artífices
barrocos, la sobriedad afuera y la exuberancia dentro.
El palacio es también sobrio, así como la plaza y las
casas, la mayoría sin terminar, edificadas en calles tiradas a cordel.
Cierro el útil cuadernito de viajes y me voy a consultar
cómo era el palacio que aquí en Madrid se mandó hacer el magnate Goyeneche en
la calle de Alcalá, construido, por supuesto, por Churriguera. Este palacio es
hoy la Academia de San Fernando y, como tal academia y, muy académicamente, los
académicos de 1773 mandaron arrasar la portada y hacer una neoclásica por mano
de Diego de Villanueva. Este arquitecto hizo un dibujo en el cual la mitad es
la antigua portada y la otra la nueva. Veamos cómo era la de Churriguera. Las
jambas de la puerta eran pilastras fajadas con adornos de óvalos; el baquetón,
muy grueso, ondulaba en el arco y en las enjutas unos angelitos sostenían una
concha a modo de clave; en los extremos, dos estípites, con sus pirámides
invertidas fajadas tres veces, terminaban en dos ángelas de desnudos pechos y
grandes alas que posaban sobre las jambas. Pero ¿no son éstos, cabalmente, los
elementos todos que usaría Pedro d Ribera? Mucho se ha pensado que esta portada
sea de él y no de Churriguera. ¿Sería la primera obra de Ribera, hecha en
colaboración con su maestro y amigo? Ahora que, si es íntegramente de
Churriguera, el riberismo madrileño (salvo en el Hospicio) no es más que…
churriguerismo.
Otra cosa que hay que hacer notar como algo excepcional
en el barroco castellano, sin antecedentes
ni consecuentes. Me refiero al detalle de la base rocosa del edificio, a
esas encrespadas piedras sin pulir, simulando naturaleza, que hacían marco a
las severas ventanas de los sótanos. Que yo recuerde, sólo aquí, debido a
Churriguera, se usó esta decoración rocosa al natural, que fue invención de
Bernini casi un siglo antes, hacia 1640. “E´questa –dice V. Golzio en su bello
libro Seicento e Settecento- unas
invenzione pittoresca e bizarra del genio berniniano”. El gran arquitecto
italiano la usó en el Palacio Montecitorio, de Roma, en la hoy Piazza Colonna. Después, en 1732, la
volvió a usar Nicoló Salvi en la celebérrima fuente de Trevi.
Madrid, marzo 26
Siguiendo con
Churriguera, tenemos que en 1696 fue nombrado ayudante de trazador mayor de la
Corte, puesto que conservó hasta su muerte, pero que no ejerció “porque –como
dice el neoclásico Llaguno- era presuntuoso y soberbio y creyéndose superior a
cuanto había en el mundo, jamás quiso sujetarse al maestro y trazador mayor don
Teodoro Ardemans…”.
Esto picó mi curiosidad y quise conocer a Ardemans para
juzgar a Churriguera. Fue hijo de un guardia de corps alemán y nació en Madrid
en 1664. Era, pues, de la misma edad que José Benito. Estudió pintura con
Claudio Coello y llegó a ser pintor de cámara del rey; pero no se conoce nada
de sus pinturas. En 1689 fue maestro mayor de la catedral de Granada y en 1694
de la de Toledo. En 1702 lo fue del Real Alcázar de Madrid hasta que murió en
1726. Justamente nació un año antes y murió un año después que Churriguera. Se
cuentan entre sus obras las piras funerarias del delfín de Francia en 1711 y de
Maria Luisa de Saboya en 1715. De él es también el altar de la Capilla Real de
San Ildefonso (La Granja) y la reconstrucción de San Millán, en Madrid.
Escribió un libro que tituló: Declaración
y extensión de las Ordenanzas que escribió Juan de Torija, aparejador de Obras
Reales, con algunas advertencias a los alarifes y particulares y otros
capítulos añadidos a la perfecta inteligencia de la materia, que todo se cifra
en el gobierno político de las fábricas…1719.
Dice que desde niño fue llamado a estudiar arquitectura y
pintura y que, a los 25 años, ganó en concurso el proyecto de la bóveda del
coro de la catedral de Granada, y afirma que “dejó planteadas diferentes
fábricas de iglesias de dicho arzobispado”. Pide que las ordenanzas tengan
fuerzas de ley, pues “así se conseguiría no dexar arbitrio a la ignorancia ni
fantásticas ocurrencias a la malicia”. ¿Contra quién pueden ser esas
“fantásticas ocurrencias” sino contra los (para él) desaforados
churrigueristas? Pide también que toda obra de arquitectura quede en manos de
los arquitectos y “no de albañiles o fabros”, cosa que nos muestra el ya viejo
pleito entre teóricos y prácticos, considerando que tiene “justa vanidad” para
advertir “a lo que con el polvo del material ejercicio de los oficiales
fabricantes quieren oscurecer la limpia especulativa ciencia y nobleza del arte
y título de arquitecto”. Quiere que el arquitecto sea muy aplicado “y de muy
buena disposición, así del ánimo como del cuerpo”, requisito de desear para
todo ser humano, y que sepan filosofía y música, además de matemáticas y
medicina.
Escribió otro librito: Fluencias de la tierra y curso subterráneo de las aguas dedicado a
María Sma. Sra. Ntra. en su imagen de Belén, huida a Egipto, en 1724, en
donde estudia, en veintidós tediosos capítulos, desde porque es salado el mar
hasta porque era sucio el Madrid de entonces.
Hay que recordar en su favor que, a pesar de todo, entre
los nombres de artífices ilustres desde el siglo XVI cita a Churriguera como,
arquitecto, dibujante y escultor. De paso no quiere olvidar que a los grandes
maestros yeseros llama “arquitectos adornistas”, citando a los hermanos Borja,
de Sevilla, y también considera adornista a Vendelino Dietterlin, artífice que
ya hemos visto que no hay que olvidar para la génesis del barroco.
Y todo esto para preguntarse: ¿qué podía aprender de este
hombre seco el inquieto e imaginativo Churriguera? No fue, pues, presunción y
soberbia la separación de Ardemans, sino legítima rebeldía. ¡Y qué provechoso
le fue este alejamiento!
En 1707 labró Churriguera los retablos del pueblo de San
Salvador de Leganés. El mayor recuerda al de San Esteba de Salamanca, sin la
grandiosidad de éste pero con una mayor experiencia, por lo cual el remate es
más audaz y más rico, si bien hay que recordar que aquí Churriguera tenía un
ábside con arco y bóveda de medio punto, la cual llenó con el remate en forma
espectacular. El eje del retablo son las cuatro necesarias columnas salomónicas
cuajadas de uvas y entre ellas los cuatro Evangelistas, figuras estofadas con
toda elegancia y discreción, a base de tonos rosas y verdes. Las actitudes son
más movidas, más barrocas, que las de Salamanca. Sobre las columnas colocó
esculturas de las virtudes: Fe, Esperanza, Caridad y Fortaleza, que son graves
matronas sedentes. En el centro, el cuadro de la Transfiguración, que había
hecho Leonardoni desde 1702, y en el remate semicupular las dos divinas
personas no humanas, es decir, el Padre y el Espíritu Santo, que forman la
Trinidad con la pintura. Los ángeles de este retablo son estupendos; los hay
totalmente dorados; otros encarnados y estofados, jugando con la enorme y muy
churrigueresca cortina que descubre el manifestador. Un ornato noté que me
parece no hay en otros retablos de Churriguera: las rosas, enormes rosas bermejas
y blancas.
Y, por supuesto, no faltan las pilastrillas estípites en
el manifestador, como en Salamanca, que le siguen dando su categoría de
iniciador del estípite en España. Los retablos laterales no son menos bellos,
con grandes ángeles estofados de rodillas, con vestiduras talares, cosa rara,
porque esos ángeles que desnudan sus piernas al vestirse a la romana, o son
renacentistas italianos o, precisamente, del siglo XVIII. Son seis estos
retablos, dos de ellos con columnas clásicas pero muy adornadas y con estípites
cariátides; otro lleva sólo estípites.
El retablo de Fuenlabrada es mejor aún que este de
Leganés. A nadie se le ha ocurrido atribuirlo a Churriguera; García Bellido lo
ignora. Más quien hizo el de Leganés hizo el de Fuenlabrada, que está a cinco
minutos de ferrocarril. Gracias a que el cura de Leganés me dijo: “¿Le gusta?,
pues el de mi pueblo, Fuenlabrada, es mejor”. Y es verdad. El copete de la
bóveda es un estallido de formas extraordinario; no sólo esas hojas carnosas e
inmensas de acanto, nubes y rayos, sino plumas multicolores. Un gran serafín,
en medio de roleos y lenguas de fuego, antecede a un rompimiento de gloria, en
donde, posado en nubes de plata, está el Espíritu Santo.
La
composición entera del retablo es irreprochable. Todo se despliega
armónicamente en medio de su riqueza. Las cuatro columnas salomónicas se
separan más que en Leganés hasta que los nichos sean más grandes y lleven sus
propias columnillas. En ellos están San José y San Isidro y arriba, entre
cortinas de un rojo suave, angelitos llevan las insignias de los santos. En el
centro un San Esteban, de lienzo, que recuerda al de Coello. Sería muy
interesante hurgar los archivos de Fuenlabrada y confirmar esta obra para
añadirla a la gloria de Churriguera. (Nota)
Nota: en la citada revista, Archivo Español de Arte, num. 137,
Madrid, 1962, en el artículo del señor Antonio-Bonet Correa, “Los retablos de
la iglesia de las Calatravas de Madrid”, en la “Adición” me encuentro con una
sorpresa. Dice: “Hace unos meses nuestro amigo señor Martínez Bara nos señaló
la existencia de un retablo barroco, dedicado a San Esteban en la iglesia
parroquial de Fuenlabrada, a seis kilómetros de Leganés… quedamos convencidos
desde un primer momento, de que el retablo era del propio Churriguera, tanto
por su estructura y composición como por sus ornamentos, pudiéndose fechar
entre los años de 1693 y 1700 […] si se compara el retablo de Fuenlabrada con
los demás retablos citados (Leganés, Salamanca, proyectos de Madrid) no
ofrece duda la atribución de éste a Churriguera”.
Desde
1956 lo descubrí yo y luego lo publiqué en la revista Cuadernos Americanos, septiembre-octubre de 1961, pp. 165-166,
con cuatro fotografías, por cierto la cuarta equivocada, que no es de
Fuenlabrada, sino de San Esteban de Salamanca. Me alegra mucho la
confirmación del señor Bonet Correa y siento no haya conocido mi estudio.
|
Otra obra derribada de Churriguera fue Santo Tomás, en
donde labro las tres portadas “con hojarasca en fuste normal”, dice G. Bellido,
y el inefable Ponz nos habla de “las columnas llenas de garabatos que parecen
como dijo don Francisco Gregorio de Alas:
Enroscadas en los troncos/de escabrosas encinas y de robles
que suben a buscar para comerse/los huevos o los pollos de
los nidos…
Las portadas no fueron concluidas por José, sino por sus
hijos Nicolás y Jerónimo. Estudiando las fotos que nos quedan, vemos que las
columnas no son salomónicas, sino que los ornatos ondulan en espiral y, en el
segundo cuerpo, enmarcando el barroco y mixtilíneo medallón, van dos finísimas
pilastrillas estípites muy parecidas a las que Pedro Ribera haría en el
Hospicio. Y no fue obispo, según deseaba Ponz, fue alcalde, y moderno, quién
destruyó Santo Tomás. La ignorancia es, a veces, muchas veces, más poderosa que
el saber.
Para terminar, te recuerdo que a la muerte de José Benito
de Churriguera, el 6 de marzo de 1725, la Gaceta
de Madrid, dijo: “Murió de edad de 60 años don Joseph de Churriguera,
insigne arquitecto y escultor, reputado de los científicos como otro Miguel
Ángel de España”.
Madrid, marzo 27
Hoy he ido a la histórica
Alcalá de Henares. El autobús ha entrado por la Calle Mayor y desembocado en la
Plaza entre portales a ambos lados. En ellos jugó de niño Miguel de Cervantes.
Pero los recuerdos retroceden muchos años ante la Iglesia Magistral, la antigua
catedral del Cardenal Cisneros, llamada así porque era obligatorio que sus
canónigos fueran maestros en teología o filosofía. Cisneros sabía muy bien a
qué manos iban a dar las canonjías y quiso precaver el abuso en su ciudad
universitaria. El templo está muy destruido por la guerra civil. Además nunca
fue una obra maestra de arquitectura, pese a algunas hermosas puertas
gótico-platerescas. En medio de la nave un enorme agujero: es el sepulcro de
Cisneros. ¿En dónde andan sus huesos y el espléndido mausoleo de mármol? En una
bodega de Madrid. Fue preciso quitarlo porque parte del techo cayó sobre el
sepulcro; me dijeron que pronto volverá a su lugar. Esperemos que sea así.
La célebre Universidad es uno de los más bellos edificios
platerescos de España, obra de Rodrigo Gil de Hontañón. La puerta es un arco
moldurado sobre el que va el cordón franciscano. En la clave y las enjutas,
ángeles desnudos, con ese inocente desenfado del Renacimiento plateresco; estos
desnudos mancébicos se repiten con insistencia en las ventanas y balcones y
parecen ser como una correspondencia o continuación de los de la Capilla
Sixtina, si bien diferentes en la forma. El remate es espectacular, con anchas
guirnaldas de frutas y flores que se vierten a ambos lados pasando por las
manos de otras cuatro figuras desnudas, un anciano y un joven a la izquierda;
una anciana y una muchacha a la derecha. En las ventanas me acordé de México,
pues se aparecen a las de Acolman, y también por esas máscaras de viejos, de
perfil y con barbilla, como los imponderables roleos de la Antigua Aduana de
Puebla. Por allí anda la fecha: 1543. El patio, aún renacentista, a pesar de la
fecha, 1662, es majestuoso y digno; al centro una estatua de Cisneros muy
tardía: 1864. En el patio “trilingüe”, por ser los principales estudios que en
él se llevaban, el hebreo, el griego y el latín.
En el Ayuntamiento he ojeado los seis tomos de la Biblia
Políglota Complutense, ese grandioso esfuerzo de la cultura y de la imprenta
españolas del siglo XVI. También toqué y leí el acta del bautizo de Cervantes.
Al volver, cercano ya el crepúsculo, el autobús se
detiene en los aledaños para subir a una linda muchacha que pregunta: “¿Va
Madrid?” “No, boba, va a Méjjjico”, dice el chofer, sin saber que un mexicano
va allí y que ha sido el único que le ha reído el chiste.
Mañana me iré a Toledo.
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Maza, Francisco de la, Cartas barrocas desde Castilla y Andalucía,
México, UNAM, Biblioteca del estudiante Universitario, Num., 148, 2013.
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