jueves, 13 de junio de 2019

CARTAS BARROCAS DESDE

CASTILLA Y ANDALUCÍA

Estimados lectores, en esta ocasión voy a poner las cartas que el insigne historiador don Francisco de la Maza escribió a su amigo fray Javier Christlieb, O.P., en el viaje que realizó a España en 1956, en el cual nos describe el barroco castellano y andaluz. Estas cartas barrocas fueron escritas en España gracias a la beca otorgada al autor, por la UNESCO en el año 1956.

            Espero que os sean de gran utilidad, estimados lectores, para un mejor conocimiento del barroco español y en cierta medida del barroco en general. Las voy a poner en tres capítulos, para que no causen pesar y sean más ameno.

Madrid, febrero 22

El aeropuerto de Barajas queda distante de Madrid varios kilómetros que se recorren ansiosamente hasta entrar en la capital de España por el aristocrático barrio de Salamanca. De paso vi la Puerta de Alcalá, que me pareció gigantesca, y luego la hermosa Fuente de la Cibeles, que se me desprendió, románticamente, como de una tarjeta postal. Subimos la Gran Vía –nombre lleno de sabor y de tradición que se ha querido sustituir inútilmente por el de José Antonio- y llegamos al Hotel Emperador. No me dejaron dormir los nervios, y a las siete de la mañana, temblando de frío y bajo un cielo gris, recorría a pie las primeras calles de Madrid, rumbo a la Plaza de España.
            Quise comenzar mi visita a la madre patria por una de sus más célebres glorias arquitectónicas. El Escorial, el que para Otto Schubert es justamente el inicio del barroco español. No da para ello ninguna razón y aún parece contradecirse, pues el capítulo tercero de su libro El barroco en España, lo titula: “El paso de la severidad clásica de Herrera a la libertad barroca". ¿”En qué quedamos? Tal vez Schubert, con una sutileza que él mismo no se aclara, quiso decir que si el barroco, en una de sus fases, es señal de poderío y triunfo de la Iglesia y de la realeza católica, nada mejor que San Pedro de Roma o El Escorial para representarlo. Pero en cuanto a la forma nada encuentro en él de barroco.
            Sin embargo, quiero citar, ahora que estoy tranquilo en la tibieza de mi hotel, después de la nieve y el frío bárbaro que ha hecho este día, la opinión de Gaya Nuño, el autor del mejor manual sobre el monasterio:

El seco clasicismo de Herrera, su plegarse insistentemente a los modelos de Vignola, se realiza con un equilibrio genial no aprendido, con una armonía de valores que serán el germen del barroco del siglo XVII; así es y, por ello, no disuena el Panteón, de Crescenzi […] la portada principal es un acierto, no clásico, sino prebarroco; la columnata dórica del primer piso y su entablamento de triglifos, las ventanas y hornacinas dispuestas entre los monumentales fustes no exceden del canon clásico, pero en el superior, las pirámides coronadas por bolas y las aletas curvas son un programa para desarrollar barroquismos…

Y en otra página, criticando la frase de Ortega y Gasset de que El Escorial fue “un esfuerzo sin nombre, sin dedicatoria, sin trascendencia; esfuerzo enorme que se refleja sobre sí mismo, desdeñando todo lo que fuera de él pueda haber…” dice: “Esto no es enteramente cierto; tuvo una trascendencia: la del barroco, más precisamente la no ambicionada por Felipe II ni por Herrera; el clasicismo riguroso y purista que ambos proyectaron, éste, sí que quedó intrascendente”.
            Esto es verdad, más, en todo caso, es el “preludio” de lo barroco. Ni Herrera ni Miguel Ángel fueron espíritus barrocos. El barroco es otra cosa.
            Vuelvo a mi viaje a El Escorial. Hay que tomar un tren en la Estación del Norte, que corre hacia el Guadarrama, ahora cubierto totalmente de nieve. El frío se adivina fuera. Las orillas de los riachuelos están nevadas y la escarcha pende de todas las ramas. A los cincuenta minutos se descubre un bulto gris con dos cuernos que parece un gracioso caracol acurrucado en las estribaciones de la montaña. Es el convento-palacio-panteón de El Escorial.
            La bella y pequeña ciudad que lo rodea era un espejo de nieve que hacia subrayar la mole pétrea. Bajé corriendo las peligrosas escaleras que conducen a la entrada y me detuve de golpe ante la imponente fachada. En l centro la gran puerta con sus medias columnas dóricas, saliendo del muro; en el remate la colosal estatua de San Lorenzo, de Juan Bautista Monegro. En las esquinas las torres, de un solo cuerpo, con sus chapiteles piramidales de negra pizarra que tanta influencia tendrían después en el paisaje de Castilla. Como sabes muy bien, y contigo todo fiel aficionado al arte, Felipe II mandó construir el monasterio dedicándolo a San Lorenzo porque en el día del martirio del diácono español –de Huesca, según Berceo- ganó la batalla de San Quintín. Por eso su estatua preside la facha y es “de piedra el cuerpo y de mármol la cabeza y las manos”, según dicen las Guías. A sus pies va el escudo real, finamente esculpido, logrando con su bordado relieve un descanso en la severidad y dureza de este paño de piedra berroqueña.
            El Patio de los Reyes me lo imaginaba más grande y más solemne. Efecto y defecto de las fotos y de las litografías. Pero la fachada del templo es magnífica con sus seis poderosas columnas que dividen los cinco arcos de medio punto de la parte inferior y sobre las cuales van las estatuas de los reyes hebreos que le dan su nombre: David, Salomón, Ezequías, Josías, Josafat y Manasés, hechas también por Bautista Monegro de piedra y mármol, con coronas e insignias de metal dorado. Ha sido opinión de algunos que estas esculturas desentonan en este buscado triunfo de los rectilíneo y de lo geométrico, partiendo de Schubert, quién dice lo que te copio a la letra: “Las estatuas de Monegro, como único adorno de figuras, disminuyen, en verdad, el efecto de grandiosidad de las columnas dóricas, pues a pesar de sus proporciones elevadas muy por encima del canon usual, el ojo pierde toda noción de escala y, no permitiendo el patio más que la vista de frente, el frontón aparece como retrasado a causa de las fuertes sombras…” Yo no sentí tal disminución de las columnas y más bien observé que lo único que le da vida y movimiento, humanidad, a esta rigidez de piedra, son estas estatuas, que nos dicen que manos humanas y no ciclópeas, edificaron esta maravilla, la “octava”, según sus panegiristas del siglo XVI.
             Las torres tienen a mi parecer, una pésima solución en sus vanos, además de que sus pies quedan ocultos y embebidos en las alas de habitaciones y galerías laterales del patio. El primer cuerpo parece más pequeño que el segundo, no siéndolo, con su enorme óculo en la parte superior y bajo él una ventana adintelada con la cual hace un contraste chocante y violento; los cuatro nichos laterales son míseros y no sirven para esculturas ni tampoco para lograr efectos de claroscuro. En el segundo cuerpo hay un solo vano, inmenso, en arco de medio punto y a sus lados dos nichitos tan inútiles como los anteriores; este vano es el que hace la ilusión defectuosa de parecer el segundo cuerpo más alto que el primero. Los cupulines son buenos, pero las linternillas exageradas.
            ¡Qué diferencia con las torres de las catedrales de México y Puebla! En la de México, cinco arcos taladran el muro en efectivo claroscuro y sirven para las campanas; en el segundo, el cuerpo interior se hace un ochavo en el cuadrado de la base, logrando un admirable juego de luces y de espacios. Se dirá que esta solución es barroca, del siglo XVIII, y es cierto, pero allí está la escurialense Puebla, con su atinada solución de los dos grandes vanos del primer cuerpo y los cuatro del segundo que la hacen aérea y elegantísima, superando su modelo. ¿Estoy equivocado o habrá que aplicarle al genial Herrera el horaciano quandoque bonus dormitat Homerus?
            El interior, en cambio, es de lo más majestuoso y magnificente que pueda verse. La gran cúpula circular, como la de San Pedro de Roma, asienta en gruesos pilares de orden dórico y es el centro y corazón de la cruz griega de su planta. Aquí todo se liga a la cúpula, alta, de noventa metros, es decir, veinticinco más que las torres de nuestra catedral.
            Al entrar allí, me quedé frío como, justamente, en San Pedro de Roma. Parece que nuestra receptividad religiosa hispánica va más de acuerdo con el gótico y, más aún, con el barroco, que con el Renacimiento. Y con el barroco español, pues también el barroco italiano o el francés nos dejan admirados pero un poco indiferentes. Tal vez sea pura costumbre, pura fijación infantil. Sin embargo, ¿por qué nos estremecemos bajo una basílica bizantina o romana o una catedral gótica, si no hemos gozado esos ambientes en nuestra niñez? Algo hay en el barroco que no tiene la elegancia rectilínea de lo renacentista o lo neoclásico.
            Y en este sentido religioso no hay que fijarse en los frescos de las bóvedas. Son lo peor que produjo el manierismo. Yo los quitaba sin más. Nada tiene que ver con esta majestad de piedra. El que está arriba del coro es positivamente horrendo y el que va sobre el altar mayor llega a ser odioso. ¿Tendrán un día los españoles el valor de trasladarlos a otra parte dejando la basílica en su gris y suprema soledad? El retablo mayor, en cambio, es magnífico, con sus columnas de jaspe mate y las pinturas de Zuccaro y de Tibaldi, manieristas también, pero con dignidad. Son miguelangelescos por la forma y broncinescos por el dibujo y el color. Eso los salva. También espléndidos son los grupos de bronce, de Pompeyo Leoni, de Carlos V y Felipe II con sus respectivas familias, muy favorecidos, como las “retocadas” fotografías modernas, grupos que todo viajero ve de soslayo, pues no dejan subir las diecisiete gradas de presbiterio.
            Todo visitante debe ver los aposentos de Felipe II al lado izquierdo del presbiterio. Allí muestran la pobreza de que vivió rodeado y la triste cama donde expiró. El turista ingenio pone su carne de gallina ante tanta humildad, pero el historiador, sabe que eso es falso; el lecho de Felipe II era de fina caoba, incrustado de joyas y camafeos, con un costo de tres millones de maravedíes. Ahora bien, cierto es que las habitaciones son estrechas para tanta realeza; hay que reconocerlo.
            Después fui al Panteón Real. La bóveda de los reyes es del italiano Crescenzi, de 1639, cuajada de mármoles. A Unamuno le parecía “horrible”. No lo es tanto; tiene lujo, grandeza y hasta buen gusto. Lo que sí es horrible es el panteón de infantes y, peor aún, ese pastel de boda que es el de párvulos.
             Bien quisiera hablarte de El Greco y de Goya, de Tiziano y Van der Weyden, de Cellini y de Luca Giordano (o Lucas Jordán a la española), pero prefiero referirme a una hermosa obra de arte mexicana (aun cuando no sea barroca), que se guarda en la celda prioral y que es muy poco conocida: la mitra de plumas que Cortés regaló a Carlos V. Es, en su pequeñez, lo que un vitral de una catedral gótica; cumple, con esas páginas policromadas de la Edad Media, su misión de enseñarnos la vida y la obra del Verbo. Por la parte delantera está el sacrificio de Cristo antes de su muerte, hasta el preciso momento en que, como dice San Juan: “inclinando la cabeza rindió el Espíritu”. Las escenas principales son, al centro, la Crucifixión; arriba el Juicio Final, con la Virgen y San Juan como intercesores ante el Padre. Ésta es la representación tradicional, al parecer de origen árabe, pero aquí se añade al alma, a un alma desnuda y de rodillas; a los lados está el Señor atado a la columna, el Ecce Homo y la caída con la cruz a cuestas; abajo la célebre Misa de San Gregorio, con todos los elementos crueles de la Pasión, y en la cenefa de abajo la Última Cena. En la orla están los apóstoles y los cuatro doctores de la Iglesia Latina. Por la parte de atrás está la obra de Cristo después de su muerte; es el rotundo cumplimiento de la Redención. DE arriba para abajo se presentan: la Trinidad, con Cristo muerto en los brazos del Padre; la Resurrección; la aparición a la Magdalena en el jardín y a San Pedro en el cenáculo. Después el Descendimiento y por último la Transfiguración. La orla, en vez de los apóstoles, lleva a los profetas. Las ínfulas están decoradas con las dos subidas al cielo “en cuerpo y alma gloriosos”, o sea la Ascensión y la Asunción. ¿Te das cuenta del trabajo infinito de toda esta historia que llega a tener más de doscientos rostros humanos? Y solamente en colores hay doce.
            No podía ser más rica esta pequeña y a la vez grandiosa obra de arte hispanomexicano del siglo XVI. ¡Lástima que esté junto a objetos de marfil y de coral, bordados y cosas de platería! No se luce lo que debe. Pero aquí le tienen cariño y admiración.  Otra obra de arte (¿mexicana?) guarda El Escorial, gratísima para mí: un retrato de Sor Juana que dio a conocer hace años el benemérito Genaro Estrada. Él atribuyó la pintura, con reservas, a la escuela de Luís Tristán, el discípulo del Greco; pero no hubo tal escuela. Sí parece española la obra, copiada de algún retrato que llevó de México la condesa de La Laguna. Es la monja de El Sueño, la monja filosófica y reflexiva, con una elegante tristeza en el semblante. Estrada la vio en la biblioteca y allí la busqué, pero en vano. Está en una habitación cercana, un poco maltratada y abandonada. Parece que el injusto y apresurado juicio de Feijoo pesa aún sobre ella aquí en España.

Madrid, febrero 26

Ya he visto mucho de Madrid. Es la ciudad más disparatada, arquitectónicamente hablando, que conozco en Europa. Junto a palacios barrocos del siglo XVIII están las severas casas neoclásicas y entre todas ellas los edificios del siglo XIX o de éste. No hay la menor unidad como se ve en París, en grandes trozos de Roma o de Viena; pero eso mismo le da un interés norme y una gracia única. El Madrid viejo es delicioso. Llegué a sentir un nudo en la garganta en la Plaza de la Villa, ese rincón conmovedor, irregular en su trazo, a quien contempla desde hace siglos la Torre de los Lujanes, con su fortísima portada de grandes piedras enmarcadas por su delicado alfiz, y la casa de Cisneros, “hermoso edificio plateresco con sabor de Alcalá de Henares”. El Ayuntamiento es aún obra de tipo renacentista, como que es de Juan Gómez de Mora. Sin embargo, la portada es ya francamente barroca, con su grueso baquetón subiendo al dintel y jugando allí al arco mixtilíneo. También en sus torreones los escudos dan la nota barroca a pesar de los escurialenses chapiteles y de los frontones clásicos de sus ventanas.
            La Plaza Mayor, completamente cerrada y a la cual hay que entrar por arcos en esviaje, parece un claustro o patio, grandioso, pero íntimo. Sólo la estatua de Felipe II nos recuerda que aquello es público, que no es el patio de un señor, sino de todos los madrileños, de todos los forasteros. Allí hubo antaño procesiones, corridas de toros y cadalsos; hoy es lugar de conversación de los que no quieren encerrarse en un café.
            He leído el último libro que se ha escrito sobre la ciudad. Se llama El semblante de Madrid, del arquitecto Fernando Chueca y es modelo de monografía. Transcribo y comento algunos párrafos que dirán más de lo que yo pudiera describirte. “Madrid es una ciudad que posee una fuerte estructura, muy característica y nervuda, que no tienen otras ciudades de rasgos más desdibujados y nebulosos; el interés y la belleza sui generis  de Madrid reside en gran parte en esa fuerte estructura y en lo variado y accidentado de su topografía, que pasa de ser un defecto a constituir un rasgo pintoresco”. Es cierto.
            ¡Qué gusto de subir y serpentear por la Gran Vía, desde su nacimiento en la Plaza de la Cibeles hasta su muerte frente al Palacio de Moncloa! Es como un río, además, a donde llegan los afluentes de las largas y estrechas calles que hacen ángulo con ella. Y aquí está todo el mundo paseando, a ratos tan apretadamente que el andar se acorta, se comienzan a arrastrar los pies y hay que detenerse o dejarse llevar por la multitud. Puede ser muy bella una ciudad plana, pero lo es más una que sube y que baja, que ondula, que trepa y domina pequeñas colinas o desciende a minúsculos valles. Habla Chueca después de los “bivios”, que suenan a contradicción, cuando menos etimológica: “El bivio es la unión de tres calles formando tres ángulos, uno agudo y dos obtusos, algo así como un tenedor de dos púas y la varita bífida de un zahorí. Si los tres ángulos son iguales entonces el bivio se convierte en estrella; la mayoría de las ciudades espontáneas tienen bivios; las trazadas a cordel, naturalmente, no: sus calles se cruzan sensiblemente octogonales”.
            Si el bivio es reunión de tres calles o caminos tendría que llamarse “trivio”, pero esto recuerda otras cosas muy diferentes, es decir, el trívium y cuadrivium de las ciencias medievales. Más el hecho es lo importante; tres o más calles se reúnen de repente y forman una plazoleta irregular; he aquí el encanto de las ciudades mixtilíneas, de las ciudades-hormigueros. Es interesante lo que dice del moderno barrio de Salamanca: “El barrio de Salamanca es monótono y carece de estructura, no está soldado al resto del plano de Madrid y se despliega lastimosamente de él como un cuerpo extraño. Ni siquiera siguieron nuestra propia tradición, aprovechando las enseñanzas de las ciudades de Hispanoamérica, pues a estos trazados en cuadrículas les van muy bien las plazas rectangulares formadas por la supresión de manzanas completas”. En este caso tendrá que referirse a ciudades como santo Domingo, Montevideo, Buenos Aires, Puebla o Oaxaca, si bien no siempre dejan vacías manzanas completas para hacer plazas, sino los recodos que permiten los atrios de los conventos o las parroquias. Cuando habla de las plazas, parece que nos da un merecido bofetón a los mexicanos: “un trozo de terreno vacío no es una plaza; fáltale para esto adorno, significación, carácter; fáltale estar terminada, cerrada como un salón bien arreglado”. Te digo esto porque nosotros, cuando podemos, abrimos y rompemos las plazas torpemente, como el Zócalo, con su innecesaria avenida 20 de noviembre y el hueco espantoso frente a la Suprema Corte. O la de Santo Domingo, abierta por la calle de Leandro Valle, “la calle más inútil que han abierto los hombres”, como dice Toussaint, aplicable a la de Galeana, en San Luís Potosí, que roturó la antiguamente bellísima Plaza de San Francisco. Pero así somos los mexicanos, siempre arbitrarios. Verdaderas plazas son: la Véndome, en París, la de Trafalgar en Londres, la Mayor de aquí de Madrid, o la maravillosa de Salamanca.
            El gran Madrid es del siglo XVIII en sus matices contrarios y enemigos: el Madrid barroco de Pedro Ribera, de la época de Felipe V y el neoclásico de Ventura Rodríguez, de la época de Carlos III. Pedro Ribera es más que discípulo, compañero del gran José de Churriguera. Con su arte personalísimo y apasionado, como dice Gaya Nuño, llenó Madrid con sus obras, apoyado por el Corregidor, el marqués de Vadillo. Su primera obra es la deliciosa iglesia de la Virgen del Puerto, pasando el Manzanares, construida en 1718. Es de planta octogonal, con su negra cúpula de pizarra y sus torres con chapiteles como los de El Escorial. Aquí aún no se suelta Ribera; está contenido por la tradición. En un artículo sobre él, de Pablo Gutiérrez Moreno, que he leído, dice que “el cimborrio de madera, de yeso por dentro y pizarra y plomo por fuera, se empleó por primera vez en la iglesia de los jesuitas por Francisco Bautista y se propagó por la obra de fray Lorenzo de San Nicolás y de allí lo tomó Ribera”. Por cierto que estas negras cúpulas que llenan el paisaje de Castilla son bien tristes, casi lúgubres y pobres. ¡Qué diferencia con nuestras policromadas cúpulas de azulejos! Aquí en España sólo en la región de Valencia las hay parecidas a las mexicanas.
            En Madrid existe, sin embargo, una hermosa cúpula que por desgracia no hizo escuela, pues no pudo competir con el ejemplo de El Escorial. Me refiero a la de San Isidro en la Iglesia de San Andrés. Es una cúpula bermeja, pues es de ladrillo, con un elevado tambor y una poderosa linternilla; junto a las ventanas del tambor van esculturas de mármol blanco, que le dan mayor riqueza y colorido. Fue construida por Pedro de la Torre, de 1657 a 1659 y costeada por Felipe IV y los virreyes de México y del Perú. Por dentro tenía complicadas yeserías de Sebastián Herrera Barnuevo, tal vez las primeras de Madrid y aun de España –me refiero a yeserías barrocas-, y que se destruyeron en un incendio. Parecida es la cúpula de Calatravas, más sencilla, pero muy elegante, así como la de los jesuitas, hoy catedral.
            Prosigo con Pedro Ribera. El ochavo de la planta de Nuestra Señora del Puerto permite que se abran cuatro grandes nichos a los cuatro vientos y entre ellos van tribunas o balcones que le dan ese aspecto, como a otras iglesias de Madrid, de una especie de patio o una calle muy peculiar que, enroscándose sobre sí misma y cerrándose, se convirtiera en oratorio. La cúpula es espléndida con sus lucernas en medio de los gajos (sufrió graves deterioros en la guerra civil, pero ha sido rehecha tan bien que volvió a ser la original). Resulta interesante éste párrafo de Alberto Tamayo en su libro Las iglesias barrocas madrileñas:

Lamentable exponente de los rigores de la última guerra civil, muestra actualmente (la edición del libro es de 1946) la ermita sus muros desnudos y resquebrajados, sosteniéndola cúpula por verdadero milagro de estabilidad; piezas derrumbadas por completo y los esqueletos chamuscados de sus chapiteles, todo abandonado a las inclemencias del tiempo, que van completando la obra de destrucción; como sucede en otros templos, precisa un verdadero esfuerzo imaginativo para darse cuenta de la originaria esplendidez de este monumento, de sus características arquitectónicas y decorativas, por lo que ha sido necesario utilizar datos y fotografías auxiliares para completar el estudio de tan venerables restos.

            Me felicito por haber conocido diez años después esta iglesia encantadora, ya perfectamente arreglada, sin la ruina con la que tuvo describir Tamayo. La fachada no llega a ser tan audaz como las obras posteriores de Ribera, pero ya es barroco en plenitud. En la puerta corren dos molduras en las jambas y dintel, una más gruesa y otra más delgada, con ese movimiento mixtilíneo, tan delicado y mórbido, que anuncia al baquetón posterior. A los lados, los chorros de frutas que serán también la señal riberesca. Esto de las frutas en el barroco, es como en el gótico, no sólo un bello y fresco adorno, sino una ofrenda y un recuerdo de los beneficios de Dios. Quien se quede en la superficialidad de creer que es decoración pura y no vea en esa integración de la naturaleza y la arquitectura, una corriente y autentico sentido religioso, no comprenderá el barroco. Las puertas laterales y la ventana son más sencillas, pero los óculos, también tan riberescos, en forma elíptica, se adornan con almohadillados y floreros.
            El altar mayor se parece a la puerta de entrada en su dibujo y los altares laterales como las puertas, también laterales. Las pilastras de los entrenichos son compuestas y sostienen una ligera y graciosa cornisa por medio de ménsulas en caracol, dos para cada pilastra. Y aquí sí no tiene razón mí siempre inteligente amigo Gaya Nuño que Nuestra Señora del Puerto “con su desmesurada libertad ornamental, presagia ya posteriores delirios del mismo arquitecto”. ¡Delirios! La palabra es injusta; pero tendré ocasión de hablarte de esa especie de temor, o, más bien, de incomprensión que, en general, tienen los españoles de su barroco. Prefiero citarte el párrafo de Schubert:
El artista tuvo en cuenta la situación de la iglesia con relación a la calle, separada por un notable desnivel, lo que hace resaltar la hábil distribución de su planta, la pintoresca agrupación del conjunto y la elegancia de sus líneas de contorno; empleando elementos decorativos muy sencillos y reuniendo todo el adorno en las portadas, elevó esta construcción, a pesar de la modestia de sus dimensiones, a la altura de las primeras creaciones artísticas de la época; la reunión de la puerta y la ventana formando un todo único, es un motivo que él mismo repitió después muchas veces, con mayor magnificencia, en los palacios particulares.
            El retablo llevaba estípites los primeros de Pedro Ribera.

Madrid, febrero 28

Hoy fui al Puente de Toledo, una de las obras más importantes de Pedro Ribera, construido de 1720 a 1732, después de otros puentes anteriores que se había llevado el río. Había leído antes, con toda malicia, así lo seguiré haciendo, lo que dice Antonio Ponz sobre el puente. El parrafito es atroz:

El puente Toledo se construyó siendo corregidor el marqués de Vadillo, célebre por las muchas cosas que hicieron en su tiempo, pero con la desgracia de haber tenido lo más ridículos arquitectos que se han conocido jamás. Se compone este puente de nueve ojos. Sus pilares y arcos tienen grandeza y regularidad, porque allí no había proporción para que luciese en ingenio gótico-arábigo del maestro de obras, pero los remates de los pasamanos o antepechos… Vendrá tiempo en que se eche abajo todo y, cuando no se haga otra cosa, se dejará el puente liso y llano.

            Cierto es que parece que Ribera aprovechó los pilares y arcos anteriores, que, destrozados, existían y que son bien diferentes al espíritu riberesco, pero de eso a hablar del ingenio gótico-arábigo del gran barroco madrileño, hau un abismo. Y nos felicitamos de que su deseo iconoclasta de arrasar los pabellones y torres se halla quedado e mal pensamiento.
            Se compone de nueve arcos de medio punto y en sus finales se prolonga por una larga y suave rampa, una que va hacia Madrid y otra hacia Toledo. Entre los arcos lleva torreones semicirculares que sirven de apoyo y, a la vez, al salir del lienzo del puente, para refugio de los transeúntes. A la entrada hay dos fuentes –una casi hecha trizas por abandono- con sus pilas, de líneas mixtas, con ese dibujo que tanto se usaría en las ventanas de España y México. La base del surtidor es un haz de columnas, de gálibo bulboso, que sostiene la taza, compuesta de cuatro piedras abombadas, con adornos de flores estilizadas, de cuyos cálices chorreaba el agua; arriba otro cuerpo, también de columnillas bulbosas y, entre ellas, unos tristes y flacos pescados boca abajo; al final una gran concha de cuyo centro brotaba el agua inicial.
            El puente se decora, cada diez metros más o menos, arriba del pretil, con macetones que fueron ricamente labrados; y digo fueron porque casi todos están tan carcomidos que apenas se distinguen sus relieves. En medio del puente están los nichos o templetes, los “pabelloncitos” de Ponz, con las estatuas de San Isidro y de Santa María de la Cabeza, su señora, patronos de Madrid, hechas en piedra blanca por un escultor de curioso y dionisiacamente profético apellido: Ron.
            Ribera muestra su exuberante –no extravagante- fantasía en estos deliciosos monumentos, sostenidos por ases estípites que son orígenes de otros sobrepuestos, bellos y finos, que suben su obligada forma piramidal invertida, ornándose primero de macollas de hojas, luego una cartela de reminiscencias renacentistas, flores y frutos, y finalizan con roleos que sirven de pechos y hombros a dos cabezas de querubines con cuatro alas, dos hacia abajo y dos hacia arriba, que sostienen la cornisa y que antes había usado Borromini en su maravilloso San Carlino, de Roma. Algo parecido se hará después en Querétaro, en el claustro bajo de San Agustín, con los extraños jóvenes y viejos que se sobreponen a los pilares, también con hombros hechos un geométrico rollo enroscado y adornado con borlas, cuyo origen encontró mi amigo Víctor Manuel Villegas en un palacio renacentista de Roma, el de la Vía Monserrato.
            El nicho tiene su dosel y sus cortinas, esas cortinas con flecos que usará tanto Ribera y arriba los inmensos escudos, en piedra rosa, en unos medallones ovales, adornados con unas palmas que, al enroscarse en sí mismas, me recordaron al rococó. Sobre los estípites y apoyados en medios frontones rotos y curvos, se sientan dos ángeles o niños con cornucopias henchidas de flores. Casi idénticos los usaría después en México, Lorenzo Rodríguez, en el Sagrario y n San Felipe Neri. El remate es una corona real, con dos ángelas a los lados y te digo ángelas porque, además de sus alas, que les dan esa categoría, son doncellas que de descubren, con toda inocencia, sus senos firmes y redondos. Sólo recuerdo un ejemplo anterior de hermosas ángelas, en la Ascensión, de Bronzino, en la Annunziata de Florencia.
            Las “torrecillas” del final del puente se alzan por medio de cuatro columnas fajadas en las esquinas, adosadas al cuerpo circular de la base, con adornos pareados de rombos y óvalos; el segundo cuerpo es el triunfo del estípite, con cuatro bellos ejemplos exentos en las esquinas, al parecer los únicos de Castilla, aparte de los de los retablos. Suben de su típica pirámide invertida, sin ornamentos; luego el cubo característico, con hojas de acanto y al fin una repisa que sostiene las grecas en caracol donde se asientan los macetones del remate. El final de estas encantadoras torres, puramente decorativas, es una media piña,, cubierta como de escamas, de la que parte un vástago de metal que lleva en triunfo a un angelito, con sus aéreas alas de hierro forjado y caladas, que sostiene una cruz también de hierro. Tanto a los lados de la piña como debajo de ella y entre los estípites van unos capones o cálices con sus tapas muy originales. No dudo en afirmar, o cuando menos en expresar mi sentimiento, de que este puente es más valioso que su vecino, el de Segovia, elegante pero pesado, como todo lo de Juan de Herrera. Por último quiero citarte, otra vez, a Gaya Nuño quien, en su libro Madrid monumental nos dice que “a propósito de estas obras se ha podido hablar de reminiscencias góticas y recuerdos americanos, pero es preferible considerarlas como creaciones personalísimas de su autor”.
            Tiene razón; no hay tal gótico o americano. Cuando los historiadores de arte españoles encuentran algo insólito, con ese despego que tienen al barroco, hablan de “influencias americanas”, para escapar el bulto.
            En la tarde, todavía llena de luz a pesar de lo nublado, he ido a la Plaza Mayor y de allí al Viejo Madrid. Vi la iglesia del Sacramento, con su fachada barroca muy moderada, muy italiana, del siglo XVII. Es de monjas Bernardas. Cuando entré rezaban en el coro bajo, junto al presbiterio, protegido por su reja de agudizadas púas; como no tenían cortina se les veía muy bien, sentadas en sus altos sillones, con sus blancos y amplísimos hábitos. Sólo las Capuchinas en México, y el coro excepcional de la Enseñanza, tenían estos coros a los lados del altar y con rejas de púas. El coro alto, sobre la puerta de entrada, me recordó el d las Teresas de Querétaro, con sus tres rejas que cierran los arcos. Como estamos en Cuaresma ya tienen tapados los altares, costumbre que varias órdenes religiosas tienen aquí y que es, según me explicó el ingenuo sacristán, “como se usaba en tiempos de Nuestro Señor”.
            De paso visité San Nicolás, de la cual dice Ponz que “siendo una de las más antiguas de Madrid es por consecuencia pequeño y pobre edificio”, por lo que ya no vio su alfarje mudéjar, su arco triunfal de herradura, su bóveda gótica en el presbiterio y una linda puerta a la sacristía con arabescos. Ponz no tenía ojos sino para clavarlos en lo clásico.
            El Carmen tiene añadida una portada que fue de la iglesia de San Luís, fechada en 1716, un poco anterior a las obras de Ribera. Es interesante como antecedente, con sus columnas de sección hexagonal y adornadas con figuras poligonales en sus fustes. Antes del estípite de Ribera y en el casi nulo salomónico madrileño, esta portada resulta excepcional por su barroquismo. En el interior de las capillas se conservan sus antiguas rejas, y la del Santo Entierro, con su hermoso Cristo yacente sobre el altar, es un ascua de oro a la mexicana, con columnas salomónicas y finos estípites. Debe ser de mediados del siglo XVIII. Hay en la nave otro Cristo yacente, con el objeto de que pueda sacar los pies por un agujero en el cristal para ser besados por los devotos. Me extrañó que estuvieran limpios y con una mancha brillante de pintura roja en las llagas; me explicaron que cada ocho días lo repintan para que no se desgaste. La Virgen del altar mayor es muy barroca y muy hermosa, obra de Juan Sánchez Barba, burgalés, discípulo de Alonso Cano, no tan excelente como su maestro, pero sí más audaz.

Madrid, marzo 1°

Recorro Madrid todos los días a pie, extraviándome siempre en sus tortuosas y largas calles –aquí no se debe hablar de “callejones”; todas ellas son calles, así sean minúsculas- yendo a parar varias veces al mismo sitio, pero gracias a esto lo voy conociendo mejor. Este lindo Madrid es como si desplegáramos un poco a Guanajuato ese “papel arrugado”, que decía Lucas Alamán y lo pusiéramos en terreno menos belicoso que el de la maravillosa ciudad mexicana; pero sólo Guanajuato o Venecia pueden igualar a Madrid en este perderse en sus viejas calles. He visto Porta Coeli o San Martín, comenzada en 1725, que es de arquitecto ignorado “pero buen ecléctico, entre lo nuevo de Churriguera y lo conocido del siglo anterior”. Yo veo en ella la influencia de Pedro Ribera, que justamente estaba en su apoteosis, con sus tres naves, sus tres arcos divisorios entre ellas y sus balcones sobre los arcos; en las fachada están los mismos chorros de frutas y parecidos adornos; el que use columnas clásicas no es óbice, pues aún no se entregaba de lleno Ribera a su peculiar barroquismo. Recuerda que está en Nuestra Señora del Puerto y las torres y pabellones del Puente de Toledo, anterior a éstos.
            Pero mi objeto era, siguiendo la obra de Ribera, llegar al Cuartel del Conde-Duque. Llegué y antes de estudiar la portada, aprovechando que salía un poquito el sol, me preparé a fotografiarla. De pronto un soldadón, con casco emplumerado se me acerco “¿Va usted a tirar fotografías?”. “Si no tiene inconveniente”. “Pues habrá que identificarse y pedir permiso al capitán”. Pasamos a una habitación del cubo del zaguán y otro soldado, el capitán, trata de leer mi nombramiento de becario de la UNESCO; no lo entiende y me pregunta si soy francés; le enseño mi pasaporte y la carta de la Universidad pidiendo facilidades para mis estudios. “¡Oh! Profesor de Méjjjico, puede usted tirar las fotos que quiera y que el cabo de guardia le enseñe todo el edificio”. ¡Santo Dios!, tuve que ver el enorme cuartel íntegro, hasta las caballerizas, con los nombres y cualidades de cada caballo; los dormitorios, oficinas, patios y traspatios. Dos horas perdidas para el barroco pero ganadas para la generosidad española.
            Veamos la fachada. ¡Qué absurdo hubiera sido eso de las pilastras dóricas “correspondientes al destino del edificio”, pues, justamente, no hubieran dicho nada de ese destino, como sí lo dicen las poderosas pilastras fajadas y las insignias bélicas del entablamento!
            A los lados esculpió Ribera dos palmeras que suben, airosas, hasta la cornisa y cubren sus copetes con una cortina que desciende y confunde sus pliegues con las hojas; en el medio, de golpe, cortinas y hojas se convierten en medallones ovales que nos dicen, uno: “año de” y el otro “1720”. En el entablamento hay cornetas y lanzas que se asoman entre cortinillas, y al final, un medallón medio cubierto con una piel de león, con garras y mechones, en cuyo centro dice: “Reinando Phelipe V”. Bajo la piel se distingue también una rueda, que sin duda es una cureña, y a los lados los indispensables chorros de frutas. Sobre las pilastras, trofeos militares a la antigua, es decir, ese peto y ese casco sin pecho ni cabeza que conocemos en los relieves romanos. Al final el grandioso escudo real de España. ¡Pobre Ponz! Más militar no podía ser esta fachada, cumpliendo con el destino que él creía encontrar en sus amadas pilastras dóricas. No creo que fuese ajeno a esta fachada un dibujo de Wendel Dietterlin en el que el grabador alemán del siglo XVI propone un ejemplo de fachada militar, con adornos parecidos; No cabe duda que este fecundo dibujante tuvo importancia en el desarrollo del barroco español e italiano. Es interesante señalar que Teodoro Ardemans, en uno de sus libros, de 1719, del cual te hablaré después, cite entre los “artífices” notables a “Vendelino”, o sea a Dietterlin.
             Los muros de este edificio enorme son de ladrillos, pequeños ladrillos rojos que contrastan con el gris oscuro de la cantera en puertas y ventanas. Así era el Madrid barroco del siglo XVIII, como el México de la misma época; bermejo con su bello tezontle en los muros y gris en sus fachadas de chiluca.
            Cuando me despedí de los amables soldados que me acompañaron hasta la esquina, oí un grito: “¡Caballero!”, y vi un hombre de unos treinta años que me seguía. Ante mi cara de interrogación, me dijo: “Usted es mexicano, ¿no es cierto?”. “Sí, pero ¿cómo lo sabe?”. “Lo oí hablar con esa dulzura especial de los hispanoamericanos; ¿quiere tomar una copa?”. “Pero, ¿a esta hora?”. “Es que… ando mal”. Comprendí y lo acompañé. Era, según me dijo, nieto de Clarín, Leopoldo Alas, el vigoroso autor de La Regenta, escritor que debiera ser más conocido en México como ejemplo de crítico y periodista valiente. Me interesa recordar, y por esto te lo cuento, lo que platicamos sobre los turistas cuando protesté enérgicamente ante su pregunta de que si yo era turista. Le recordé la definición del diccionario de que es “una persona que viaja por recreo y distracción” y definí mi posición de viajero, de estudiante de becario. Le dije que según la poetisa Alfonsa de la Torre, todo viajero que se respete no puede llamarse turista.
            Quedamos de acurdo en que yo no era turista, cuando menos porque pude convencerlo de que si me podía enamorar de las catedrales y de las cabezas de Nefertiti o de Antinoo, no me interesaban hasta ese grado los leones sumerios o las pagodas y, sobre todo, de que yo no era “un tenorio del arte”, que creo es la mejor definición que puede darse de un típico tirista.
            Abandoné al nieto de Clarín y me fui, muy hispánicamente, a tomar café a la Puerta del Sol. ¡Cuántas falsas imágenes tiene uno, desde niño, de esta celebérrima plaza! Es encantadora, desde luego, con sus catorce calles desembocando en ella, y jubilosa por todos lados. La fuente que había en el centro, de Pedro Ribera, ha desaparecido. Sólo la conocemos por la litografía del libro Délices de l´Espagne. Era muy bizarra, como decían entonces, con su cuerpo central ochavado, de cuya cornisa seis ángelas riberescas surtían el tazón de sus senos. Se llamaba la Mariblanca, con ese apócope tan usado en España como en Marilola o Maripaz, que suena tan feo, -claro para los españoles no-. Debe datar de los tiempos de…Maricastaña. Hoy en su lugar esta un anodino letrero que nos avisa que ese lugar es el centro geográfico de España.
            Después de comer fui a la calle de la Magdalena, en cuyo número 12 hay una casa de Ribera. El baquetón de las jambas, que se enrosca y se ahueca sobre sí mismo, sube al dintel para hacer el típico y riberesco arco mixtilíneo, tan sensual, tan lleno de elegante movilidad. Cuánta razón tiene el marqués de Lozoya al referirse a la obra del arquitecto madrileño: “tiene una riqueza y una morbidez singulares”.
            Sobre el dintel de un montón de frutas, como en una mesa de banquete, que luego chorrean por las jambas. A los lados de éstas, y oblicuas, dos esbeltos estípites que dividen su fuste en secciones rectangulares con rombos y recuadros moldurados; al final dos ángeles asoman sus cabezas sobre un roleo, mirando al infinito. La ventana repite, más sencillo, el dintel mixtilíneo. Sobre ella el escudo del marqués de Perales, su dueño y constructor, y arriba la peculiar ventana elíptica de Ribera, con su reja de hierros rectos y ondulados, alternando. Las guardamalletas son muy importantes en esta casa y recuerdan alguna de México.
            En la plaza Romero de Torres vi una casa en cuyo dintel están los rombos con puntos como en las guardamalletas. La casa parece del siglo XVII; si esto es verdad, el motivo lo hereda Ribera y no lo crea.

Madrid, marzo 5

Seguimos con Pedro Ribera. Haré, sin embargo, un breve paréntesis con la iglesia de Calatravas, a donde fui a dar no sé cómo, pues yo iba en busca de la iglesia de Monserrat. Está en plena calle de Alcalá, en su parte más ancha, luciendo su hermosa fachada moderna de terracota y los escudos de la orden; por cierto que a América no llegaron estas monjas y en México sólo se conocen a través de las travesuras de don Juan Tenorio. La iglesia es de la segunda mitad del siglo XVII, pero, a primera vista, parece anterior; es una verdadera jaula, pues además de las tribunas de los cruceros, llena los arcos de sus capillas laterales con rejas, amén de la del coro, todas severísimas, sin el menor adorno. Contrastando con ellas están los retablos y la puerta de acceso a la sacristía, policromada y con un escudo enorme sostenido por dos arcángeles, tan jóvenes, tan bellos y tan desnudos que no me parecieron a propósito para estar frente a monjitas en oración. El barroco sabe también jugar.
            El retablo mayor está muy ennegrecido, tal vez por su oro de baja calidad; lleva columnas corintias, muy adornadas, y dos nichos que son dos ascuas, tan alborotadas estas ascuas que apenas dejan ver a los santos que se esconden en ellos. Es un mal retablo, sin la decisión de los grandes retablos salomónicos que ya estaban en boga y sin la contención de la reminiscencia clásica anterior, por ejemplo, de un Alonso Cano. *

(*) El retablo es de José de Churriguera. Así loprueba suficientemente el magnífico estudio de Antonio Bonet Correa en Archivo Español de Arte, n° 137, Madrid, 1962, pp. 21-46. “A Churriguera –dice- hay que estudiarlo en su propia evolución, en algunos aspectos sorprendentes e inesperados”. Critica el que fuera un enemigo de Ardemans y publica una Carta de Churriguera que es un documento precioso para el estudio de su personalidad. Ardemans decía en una nota al Consejo de la Orden de Calatrava: “Todas las veces que no se valgan estos señores de don José de Churriguera, no irán acertados y gastarán el dinero muy mal y si se va a ganar que la planta la discurramos entre los dos y mire V.S. que puedo decir que no hay en Madrid, ni fuera, sujeto de quien poder echar mano para semejante obra que el referido”. Fue este retablo de Calatravas, construido en 1723, una de las últimas obras de José de Churriguera, treinta y cuatro años después del catafalco de María Luisa de Orleans; treinta del retablo de Salamanca y quince, más o menos, de los de Leganés y Fuenlabrada, lo que explica la diferencia con ellos y la versatilidad de su espíritu, necesaria en todo verdadero artista, pues el que se repite y hace las mismas obras a los veinticinco que a los sesenta años, no es tal artista.

                Llegué, por fin, después de mucho caminar, extraviado y a fuerzas de preguntas, siempre cortés y sabiamente contestadas por estos madrileños, que conocen su ciudad de maravilla, a la iglesia de Monserrat, una de las glorias de Ribera.
            La fachada es sencilla, incluso austera, compuesta de dos cuerpos sustentados por pilastras adosadas y terminada en un rígido frontón. Se supone, y con razón, que son posteriores el segundo cuerpo y el frontón; así lo dice, casi con evidencia, la severa y nada riberesca ventana del coro. La puerta, adintelada, es más rica, pero de poco movimiento en el baquetón, algo así como un retroceso respecto de la de Nuestra Señora del Puerto; en cambio la clave es muy elaborada y en las esquinas, al final, unos hermosos querubines repliegan sus alas y voltean sus rostros a los lados como en la casa del marqués de Perales. En el florido nicho se petrifica un San Benito. La fecha está en las jambas: 1720. A pesar de eso, el novicio que me acompaña cree que es de “en tiempos de Nuestro Padre”, es decir, de Santo Domingo de Silos, del siglo XI.
            Los paños de la fachada son de finos ladrillos a la madrileña, los cuales fueron cuidadosamente tapados en el siglo pasado con estuco gris, como tantas obras de arquitectura barroca en España y en México. Más ya está arreglándose el desaguisado y pronto volverán a lucir su color magenta los muros de Monserrat.
            Lo más admirable es la torre. Es de un solo cuerpo, de sección cuadrada, con ocho estípites entre las esquinas y los vanos de las campanas; los estípites son esbeltísimos, como después en México se harían los de Guanajuato, divididos en secciones rectangulares –o fajados, según el feo término arquitectónico-, unas salientes y otras rehundidas, nueve en total, que forman la pirámide invertida; luego el cubo, que sostiene dos segmentos bulbosos y en seguida el delgado y personalísimo capitel, con hojas y cabecitas de querubines. El remate es único. Dos cuerpos lo componen, uno a modo de peana para sostener el segundo, que recuerda los macetones del Puente de Toledo, y sobre al agudo vástago una pirámide, una bola y una cruz. Su aparatoso dibujo, su aspecto bulboso, hicieron caer a Gaya Nuño en ese lugar común de que son “indios coloniales”, como si no pudieran ser exclusivos de la fecunda y novedosa imaginación de Pedro Ribera.
            El interior, que no fue terminado, prometía ser magnífico, con sus capillas laterales “hondas –dice Calzada- que comunican entre sí formando como alas”. Así se han hecho en México las capillas de la Merced, en Puebla, y de alguna otra iglesia que no recuerdo. Añade Calzada que, de haberse acabado “hubiese sido una creación eminente, digna hermana de la Santa Inés de Borromini”, pero no veo de donde le venga esa fraternidad con la elíptica iglesia romana, carente incluso de capillas.
            En el crucero izquierdo y en pleno abandono, hay un sagrario de plata que es una exacta reproducción de la torre. No sé si será antiguo, pero sí te aseguro que es una joya de orfebrería. Tan amplio y fecundo es el barroco que una torre puede convertirse, haciéndola en pequeño y de metal, en un sagrario. Así también, en el plateresco, las custodias eran edificios completos, con tres o cuatro pisos, con portadas, columnas y frontones, como minúsculos templos abiertos.
            Mi novicio acompañante me contó que este sagrario estuvo en el altar mayor y que, al retirarlo e inutilizarlo para poner en su lugar uno de “líneas modernas”, quinientos oblatos abandonaron Monserrat en señal de protesta. Mala es la huida; si hubieran luchado con tenacidad, tal vez el sagrario hubiera vuelto a su sitio. La Virgen es una bella escultura dieciochesca, estofada, “mejor que la de Cataluña”, me dice el novicio, y así lo parece, aunque es difícil comprobarlo por el terrible nicho en que está colocada, cubierto de mármoles color de jamón crudo.
            Antes de hablarte del Hospicio, la obra cumbre de Pedro Ribera, me referiré a algunas de sus mansiones señoriales y a una fuente. La casa de la calle de Trujillos n° 7 es sencilla en su severo dintel recto, sólo interrumpido por la florida clave; en cambio el copete es muy movido de líneas. La cornisa sube en el centro haciendo un arco de medio punto, en el cual una […] moldura mixtilínea sirve de marco al óvalo en donde está la fecha: 1735. Parecidos óvalos para fechas o escudos se encuentran en las ciudades mexicanas de Guadalajara y Durango.
            El palacio de la calle del Príncipe n° 30 lleva el peculiar baquetón de Ribera, pero aquí se engruesa más, con una molduración curva en el centro, tanto en la portada como en el balcón. No hay estípites, sino pilastras adosadas, con capiteles compuestos en el piso bajo y un simple dado en el piso alto. A los lados del balcón están los eternos macetones desbordantes de frutas, erectos en ménsulas caracoleantes, circunscritos por una concha.
            La soberbia fachada del palacio del marqués de Torrecillas, que se conserva en la calle de Alcalá incrustada en un edificio moderno, es la más audaz y grandiosa que en arquitectura de casas concibió Pedro Ribera. La portada del primer piso es adintelada, con su siempre vigoroso baquetón en este caso recto; en las jambas los riberescos chorros de frutas. El balconcito del entresuelo se enmarca por medio de pilastrillas estípites, las cuales sostienen, al enrollarse caprichosamente en su parte superior, el gran balcón del segundo piso, con su vano en arco mixtilíneo, ricas jambas y los macetones sobre ménsulas en caracol. Por cierto que aparecen en esta portada esas máscaras, de origen renacentista, hambrientas o ahítas, porque dejan salir a medias de sus abiertas fauces un montón de frutas. En ese mismo tiempo, en México las hacía, más moderadas, el arte “culto” de Pedro de Arrieta y el arte “popular”, mucho más exageradas de los desconocidos y geniales artistas de Tonanzintla. El copete, por último, rompe su frontón para dejar lugar al escudo y la corona marquesales.
            Una fachada de Ribera yace ahora en el suelo, desde hace muchos años, para vergüenza de Madrid. En todas partes se cuecen habas. Fue de la capilla del Monte de Piedad, en la Plaza de las Descalzas Reales. Sobre su ruina parecen oírse, como un eco odioso y al cual rinden pleitesía las actuales autoridades de Madrid. Te mando una foto para que veas que hermosa es, a pesar de su destrozo. Los estípites, la rica molduración de todos sus detalles, su armoniosa composición barroca, piden y exigen que sea colocada dignamente y completada en la propia Gran Vía, o donde sea, para salvarla de la ruina.
            La fuente es la de la plazuela de Antón Martín, atrás del Hospicio. Parece una linterna monumental, sostenida, sutilmente, por las colas de cuatro terribles delfines. En medio de ellas y arriba de los monstruos marinos y como contraste, cuatro niñitos encantadores se cobijan en un dosel que no es sino una gran hoja como de palma; el remate es una estatua de la fama sostenida por cuatro ménsulas con sección de caracol aplastado. Como estamos en el Hospicio, lleguemos a verlo. El Hospicio fue terminado en 1729, en pleno desarrollo de Ribera. Su planta, irregular, es audaz y perfectamente resuelta, con sus patios limitados por amplias crujías, centrados por la gran capilla.
            La fachada, muy madrileña, es de ladrillos en los paños y de cantera en las jambas y dinteles de sus sencillos, por cierto, balcones, sencillez que se hace maravilloso torbellino en la famosa portada, la más rica del barroco castellano. En el primer cuerpo, la puerta está flanqueada por dos espléndidos estípites, riberescamente divididos en secciones resaltadas y rehundidas, en donde van adornos de óvalos y rombos; después una sección se abulta más para sostener un segmento bulboso con dos rostros de serafines; al final del capitel, pobre para tal conjunto, con dos vigorosas pero solitarias volutas de recuerdo jónico. La puerta es extraordinaria, formando sus jambas y arco por medio de carnosos vegetales que suben hasta la cornisa y hacen marcos al escudo y a cuatro óculos, dos ovalados y dos trilobulados. Estos últimos, que son de una rareza absoluta en el barroco, tienen antecedentes en el gótico: hay unos, muy parecidos, en la catedral de Toledo, en los vitrales de las naves laterales.
            En el segundo cuerpo está el bello nicho con la estatua de San Fernando, con unas pequeñas jambas en estípite de chorros de flores y dos estípites completos a los lados, más finos, más esbeltos, más hermosos que los de Monserrat. En el remate la cornisa se encrespa y se eleva, y como una ola incontenible, se rompe, hace curvas… Las cortinas, como en Churriguera, tienen un importante papel decorativo, ya sea sobre la concha del nicho, ya sea abarcando toda la fachada, como en el cuartel del Conde-Duque.
            Termino, ¡por fín!, con Pedro Ribera recordando una de sus obras más grandiosas pero… se quedó en proyecto: el Palacio Real de Madrid. Incendiado el viejo Alcázar medieval en 1734, los reyes de entonces, el francés duque de Anjou, y con corona española Felipe V, y la italiana Isabel Farnesio, anduvieron en busca de arquitectos, decidiéndose a pedir “al arquitecto siciliano que hizo la catedral de Lisboa, cuyo nombre se ignora y que sirve al rey de Cerdeña”. ¡Tal era la falta de interés por lo auténtico español y la atención puesta hacía afuera en la borbónica corte de Madrid! No hay en español, que yo recuerde, un vocablo para esa filia a lo extranjero. Nosotros tenemos el injusto, pero muy claro, de malinchismo. España necesita inventar el suyo. Sin embargo, tal vez hubo un concurso o, para halagar a algunos españoles, se le pidieron proyectos al arquitecto por excelencia de Madrid. Existen en el archivo del actual Palacio que, por cierto, lo hizo ese siciliano del cual los reyes no sabían ni siquiera el nombre: Filippo Juvara.
            Los planos fueron publicados en 1935 por Miguel Durán salgado, quien dice: “Del examen de los proyectos podemos deducir claramente cómo nuestro barroco tradicional, representado por el interesantísimo de Pedro Ribera, muere airadamente por voluntad de Felipe V para dar paso al barroco clasicista de Juvara y Sachetti”. Salvo lo de “airadamente”, que debió ser “violentamente” y juntando ese párrafo con la indiferencia del anterior, el pobre rey neurasténico Felipe V, queda sin remedio en la picota de la Historia. Y continúa Durán: “En el proyecto se recoge toda la esencia del arte barroco que tanto arraigó en el alma española y que es la última y definitiva expresión de un estilo que tan gallardamente había de morir”. Esto de los proyectos de Ribera fueran, precisamente, la “última” expresión del barroco, no es cierto. Faltaba el Transparente de Toledo.
            La planta del palacio es de cruz griega, con la lógica concentración de un edificio, en el cual habría de vivir el que gobernase por su sola persona y su sola voluntad. También fue cruciforme a la griega la planta de Bramante para San Pedro de Roma, como punto de unión y corazón de una autoridad. Miguel Ángel prosiguió con este plano, pero Rafael, en su fugaz intervención, y después Maderno, destruyeron el símbolo haciendo la basílica actual de cruz latina. Más el símbolo se rehízo por medio de dos personalidades barrocas extraordinarias: el papa Alejandro VII, a quien se le ocurrió la plaza con su columnata acogedora y grandiosa, como dos brazos abiertos, y Lorenzo Bernini, que la construyó. Ya Dante había prefigurado, poéticamente, este símbolo. Si no fallo en la memoria dijo:
Ma la bontá infinita ha si gran braccia
che prende cio che si rivolge a lei.

            (Digresión, entre paréntesis, en el Museo del Prado.)
            Sabía que el Prado era uno de los Museos mejor arreglados de Europa y de los más valiosos. Y así es. No da la impresión, como tantos otros, de bazar, de tienda de antigüedades auténticas, que se creen con obligación de exponer todo lo que pueden. Aquí la disposición es ordenada y sabia. Según me venga a mi memoria, en este café de la Puerta del Sol, te contaré lo que más me impresionó en el Prado.
            En la rotonda inicial está la estatua de bronce, mayor que el natural, que representa a Carlos V como un guerrero que plasta “al Furor”, según las Guías. Es como un gran San Miguel con barbas y sin alas. Se le puede quitar la armadura y queda desnudo, como el Perseo de Cellini, en un truco admirable de esculpir a la vez cuerpo desnudo y cuerpo vestido que resulta todo un símbolo del Renacimiento, adorador, como los antiguos, de la forma humana. Es obra, claro está, del italiano Pompeyo Leoni.
            Después en la sala siguiente, un brinco hacía atrás. Allí están los “primitivos” del siglo XV: Bartolomé Bermejo, Gallegos, Pedro Berruguete, anónimos. El cuadro más imponente es el Santo Domingo de Silos, de Bermejo, vestido de pontifical en su gótico sillón, cuajadas de oro la mitra y la capa pluvial. Es también, justamente, un retrato, un símbolo del vigoroso medievo español.
            Otro símbolo es el francés Juan de Boullogne, llamado Valentín, en el salón de pintura francesa. Su Martirio de San Lorenzo es la transición del Renacimiento al Barroco por el contraste del joven mártir con sus verdugos. Él es todavía el impasible efebo renacentista; ellos son los hombres del pueblo llenos de movimiento y escorzos, de exaltación, que tanto emplearía el barroco.
            Pero la sala de la pintura española del XVI y del XVII donde vi, por ahora, lo mejor. Sánchez Coello nos da toda una lección de historia y de psicología con sus retratos reales: Felipe II, inteligente y severo, con su rala barba castaña; Isabel Clara Eugenia, bonita sin ser hermosa, seria sin ser enérgica; Carlos, el joven príncipe, delgado y pálido, anodino, pero con algo que delata si próxima definitiva entrega a la locura.
            Dos cuadros religiosos fueron los que más me conmovieron: La Aparición de San Pedro Apóstol a San Pedro Nolasco, de Zurbarán, y El Cristo y San Bernardo, de Ribalta. La unción de los dos santos, Nolasco de rodillas y Bernardo abrazando al Cristo es maravillosa. El éxtasis, tal como lo describen los místicos y sin el extremismo de Bernini en su Santa Teresa, está en este rostro recio y varonil de San Bernardo. Me acordé del verso de San Juan de la Cruz:
Quédeme y olvidéme.
El rostro recliné sobre el Amado
cesó  todo y dejéme
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado.

            En cambio, con todo y su grandiosa técnica y su sabiduría pictórica, no llegó a emocionarme el famoso Martirio de San Bartolomé, del Españoleto. Hay un realismo tremendo, no sólo táctil, sino ya casi olfativo en José de Ribera, desde sus figuras humanas hasta sus corderos. Lo mismo sentí, hace años, ante sus cuadros del Museo de Nápoles. No es más que limitación de mi parte, pero así lo siento. Y lo mismo me pasa con Rubens, que me subyuga y casi me aplasta, pero permanezco fuera de su mundo.
            En la pequeña sala de El Greco hay varias de sus mejores obras. Ante el Greco llego a sentir frío en la columna vertebral, que es mi signo de que algo me cautiva, me embelesa; y con este frío me siento humilde, con una dichosa humildad que debe sentir el polvo hacia la nube; me siento sujeto y encadenado, sin desear que las cadenas se me caigan. Y como eso es el amor, deduzco que en la auténtica contemplación artística hay amor.
            El Caballero de la mano en el pecho es, nada más ni nada menos, que el puño de la espada, la mano y el rostro; lo demás es negrura. Y así es perfecto. En La Trinidad hay aún el gusto por la limpieza y seguridad de la forma. El Padre, el Hijo y los ángeles no se hacen difusos como en su última época. Venecia está todavía presente en este enérgico y hermoso desnudo del Cristo y en la solemnidad del Anciano que lo retiene en sus brazos. En La Resurrección y en El Bautismo hay perfiles muy precisos, pero también una soltura de línea que preludia sus formas alargadas, ondulantes, sin ninguna sujeción a la realidad que haría después.
            Ante Velázquez, como ante Mozart, además del frío de la nuca y de la absorción del espíritu, nos llega el silencio. Son inefables. Pero así como tenemos que salir de ese estado de ensueño que nos produce la obra de arte, el silencio hay que romperlo, como los místicos lo han hecho al escribir sus experiencias de la unión con Dios, incluso el grandioso maestro Eckhart. Velázquez pinta sin pintar. Es decir, con los menores elementos logra los mayores resultados. Esbozo al parecer, pero conclusión absoluta. Sugerencia poética. De unas pinceladas como espuma brota una mano; de unos toques blancos sale un encaje; un punto de color es una joya. Velázquez nunca pinta las uñas. ¿Para qué? Sus dedos son largas pinceladas que terminan en punta. Y sus manos son más reales, más vivas, que las de todos los pintores del mundo. Velázquez es la realidad misma sin ser “realista”. Está más allá de toda definición. ¿Es clásico, barroco, impresionista? Es todo eso y más. Sólo te recuerdo la segunda frase de Gautier ante Las Meninas: “¿Dónde está el cuadro?”, pregunta genial que puede formularse ante cada uno de los cuadros de Velázquez.

Madrid, marzo 16

Ya es tiempo de que lleguemos a José Benito de Churriguera, el padre del barroco castellano. Nada queda de su gran talento en Madrid, salvo dibujos y recuerdos; pero como era de esta ciudad y aquí comenzó su obra, justo es que me ocupe de él, a fuer de ampliar su estudio en Salamanca, cuando vaya a esa maravillosa ciudad que hasta ahora es sólo un sueño que no he realizado.
            ¿Qué se ha escrito sobre José Benito Churriguera? En su época algunos elogios y algunas citas. Después, en la segunda mitad del siglo XVIII y durante todo el XIX, una andanada de insultos. Aun a principios de este siglo era el “arquitecto maldito”, como dice Eugenio D´Ors, hasta que algunos modernos historiadores de arte lo han comprendido y admirado, a partir, es cierto, de Otto Schubert. Sin embargo, sólo un escritor se ha ocupado especialmente del gran artista  barroco: A. García Bellido, revista Archivo Español de Arte y Arqueología,, en los números de enero-abril de 1929 y mayo-agosto de 1930.
            José Benito de Churriguera nació en Madrid, el 21 de marzo de 1665, en la calle de Mesón de Paredes y se bautizó en la parroquia de los santos Justo y Pastor. A sus juveniles veinte años se casó y, a pesar de eso, cuatro años más tarde comenzó a ser famoso. Me refiero a su primera obra conocida: la pira funeraria para la reina María Luisa de Orleans, erigida en la iglesia de La Encarnación, el 22 de marzo de 1689.
            Como en esta pira es por primera vez en donde usa Churriguera la pilastra estípite barroca, que, como hemos visto, fue después el apoyo por excelencia de Pedro Ribera y luego de toda la Nueva España, seré, por esto, muy explícito sobre la regia pira. Además, no ha sido conocida, ni publicada, ni estudiada antes. ¿Cómo es posible tal cosa?, me dirás. Y la razón es muy sencilla: cuando Otto Schubert editó su libro El barroco en España, habló del túmulo y hasta publicó un grabado. Tanto en la edición alemana como en la española, afirma que este grabado es la pira de la reina, pero es un grave error que nadie ha captado. Hasta García Bellido cayó en el garlito y el grabado de Schubert siguió reproduciéndose sin que nadie se tomara la molestia de verificarlo en la fuente original, o sea, el libro: Noticias historiales de la enfermedad, muerte y exequias de doña María Luisa de Orleans… Las dirige y consagra don Juan de Vera Tassis y Villarroel… Madrid, 1690, donde vienen la descripción minuciosa de la pira y el grabado auténtico, al final, con su letrero: “Joseph de Churriguera inventó” (sic). Cierto que Schubert cita el libro, pero es evidente que no lo consultó. Hasta dice Villarreal en lugar de Villarroel. Sin embargo, la frase que le dedica a la pira (a la pira que creyó ser la de Churriguera para la reina de Orleans) es interesante: “la idea fundamental era tan nueva, la composición del conjunto tan sorprendente, tan hábil su ejecución, que todo el mundo se deshizo en elogios”.
            Te envío la descripción completa de la pira del libro de Vera Tassis y unas fotos del grabado.

El Condestable de Castilla dio orden a los más célebres arquitectos y pintores que hay en Madrid para que formasen trazas capaces al sitio destinado para el túmulo, las cuales idearon duplicadas algunos y entre ellas se vieron las de Claudio Coello, pinto de cámara de Su Majestad; de don José Caudí, ingeniero, que hizo dos diseños; de don Vicente de Benavides, pintor; de don Manuel Redondo, arquitecto; de don Bartolomé Pérez, pintor;  de don Juan de Villar, arquitecto; de don José de Campo Redondo, arquitecto, que hizo tres trazas y de don José Churriguera, arquitecto y escultor…

            Come ves, fueron doce trazas o dibujos, de los cuales el triunfante fue de Churriguera. Se comenzó a fabricar la pira y, con admiración de todos, estuvo lista para instalarse en La Encarnación en sólo tres semanas.

Fue el asiento del suntuoso y magnífico túmulo entre las cuatro columnas de sus arcos torales, en medio del crucero, cuya punta estaba debajo de la cúpula de la media naranja, desde donde señoreaba con majestad y hermosura todo el templo. Levantóse sobre un zócalo cuadrado que ocupaba toda cuanta capacidad dio de sí la fábrica del templo y la correspondencia de la altura, teniendo igual proporción y simetría la travesía y circunferencia. Se perfeccionaba el zócalo con basas y sotabasas, formándose en sus medios cuatro escaleras de diez gradas que vertían a las cuatro partes del túmulo. Eran las basas, sotabancas, pilastras y pedestales de cantería, tan a lo natural que tal vez quiso engañar al tacto después que a la vista, pues a ésta la pudo persuadir a que era en partes relieve su lisura.

            Hay algo de truco en este último párrafo, pues las basas, etc., no eran de cantería, sino de madera con pintura imitando a la piedra, como fue uso en ese tipo de efímera arquitectura funeral.
            La iglesia se cubrió de cortinas de terciopelo negro, galoneado de oro, con escudos y pinturas en los que iban versos elogiosos a la vida y virtudes de la real difunta.
            No puedo dejar de citarte que, entre los invitados a las misas y responsos, además del nuncio, grandes mitrados españoles, cuerpo diplomático y toda la nobleza, estaba el secretario de la Inquisición, que era -¡la sorpresa que me he llevado!- don Francisco de la Maza. No sabía que tuviera parientes homónimos en la Inquisición española del siglo XVII.
            Entre los asistentes estaba un personaje muy conocido en México: don Antonio Sebastián de Toledo, Marqués de Mancera, virrey que había sido de la Nueva España y amigo y protector de sor Juana Inés de la Cruz.
            Ya para terminar esta carta, llega al café en que te la escribo mi excelente amigo, el joven Rafael Manzano, con un misterioso documento, que, después de leído, me amargó un poco el paladar. ¡Hay estípites anteriores a la pira de Churriguera! En la iglesia de la Merced Calzada, aquí en Madrid, y en 1678, en el retablo mayor, según dice la parte final del contrato, “se ha de hacer la cornisa toda ensamblada y de madera sin nudos y todas las molduras talladas con el mismo perfil que muestra la traza, con sus carteles para recibir los ESTÍPITES…”. Ahora que, no sabemos si estos estípites eran ya barrocos, a la manera churrigueresca, o todavía renacentista, como tantos otros en toda la Península. Conversamos también sobre los bellos estípites de la Casa de los Morlones, en Zaragoza, al parecer del siglo XVI, pero mientras no esté aclarada la fecha no podemos hacer conclusiones.

Madrid, marzo 22

Había leído en García Bellido que existían en la Academia de San Fernando unos dibujos originales de Churriguera, de unos retablos. He ido, anhelante, a la biblioteca y, ¡qué espanto!, me dicen están en la bodega, la cual anda en composturas, el estudio de Bellido y, para impresionarlos, dado el carácter aristocrático de la Academia, finjo hablar por teléfono con el propio marqués de Lozoya, a pesar de que vive en Roma, pero viene con mucha frecuencia a Madrid. Se apiadan de mí y me enseñan los dibujos.
            El más importante es el del retablo de San Basilio, de un metro y sesenta y ocho centímetros de alto, nada menos, dibujado con una minucia, a la vez que con una pericia, verdaderamente admirables. Está firmado y fechado en 1717 y fue puesto en la iglesia en 1720. Fue costeado el retablo por el obispo de La Habana, que era de la Orden de los Basilios, por lo cual dice García Bellido esta frase que nos halaga a los americanos: “Es interesante la intervención del dinero americano que, aquí como en otras obras, hacía posible construcciones de esta envergadura”.
            Cuatro columnas del orden compuesto formaban el primer cuerpo. Eran Clásicas, pero daban la impresión de salomónicas por los cinco montones de nubes con cabecitas de querubines que, en forma ondulada, se enroscan en los fustes. Para dividir las primeras columnas y el tabernáculo están dos pilastras, por cierto sin el menor deseo de ser estípites, también con adornos de nubes, esta vez horizontales y decoradas con rosas. El grandioso tabernáculo lleva también columnas con guías de flores enroscadas, y en el tambor y en la cúpula que cubren la custodia, alegran y enriquecen el conjunto figuras sedentes y de pie de ángeles y santos. Arriba, y sobrepasando la cornisa, está la glorificación de San Basilio, rodeado de manera imponente de profetas, obispos y ángeles, que se sientan sobre nubes. “Estas figuras, como las restantes del retablo, respiran todo el aire violento que agitaba las actitudes y paños en las esculturas barrocas, pero se ve en alguna cierta inspiración miguelangelesca…”. Tiene razón el biógrafo de Churriguera, sobre todo en esos ángeles que están a los lados de la urna bajo el tabernáculo, las figuras de los intercolumnios y los niños desnudos del remate que parecen, sin más, trasplantados de los que pintara Miguel Ángel en el techo de la Capilla Sixtina. Y es éste el mejor elogio que puede hacerse a Churriguera. Ahora que no sabemos si al convertirse estos dibujos geniales en escultura, perdieran algo de su vigor y belleza.
            No puedo menos de copiarte otro párrafo de García Bellido por la sencilla razón de su verdad y de que dice lo que yo, justamente, hubiera dicho: “En el Renacimiento, como en el barroco, el espíritu naturalista se ve brotar a cada paso, pero en el retablo de Churriguera y de su tiempo brota con la pujanza y el ímpetu de las tierras tropicales, donde la ferz vegetación invade el espacio llenándolo todo”.
            El segundo dibujo fue hecho para la iglesia de la Merced y es más sencillo en su conjunto, si bien la riqueza y minuciosidad de los detalles es la misma. Es más pequeño, con las típicas cuatro columnas salomónicas sustentantes del gran remate, que es cóncavo, para llenar la media esfera del presbiterio. El eje central de todo el retablo lo forman, de abajo a arriba: el tabernáculo, una pintura de la Virgen de la Merced y una estatua de la Fe. El tabernáculo es espléndido. De la base surgen, en las esquinas, otras cuatro columnas salomónicas que con cuatro pilastrillas interiores detienen el peraltado cupulin muy adornado y en el que, en vez de linternilla, casi bala un garboso niñito con una filacteria en sus manos. El arco que debía enmarcar la custodia, está sostenido por dos niños-cariátides que nos vuelven a recordar los de la bóveda de la Capilla Sixtina.
            Hay un tercer dibujo firmado y fechado en 1719 en el que otra vez Churriguera vuelve a serenidad clásica. Es un altar para San Francisco Caracciolo. Las columnas son de fuste liso y capitel compuesto, y propone, como se hacía en los proyectos de retablos, dos soluciones: una con ricos medallones rococós a los lados, y otra sin ellos, acentuando la severidad del altar que sólo se mueve y estalla en el copete con una radiosa nube en la que vuela el Espíritu Santo. El fondo es un hermoso muro a base de tableros. El Churriguera de Nuevo Baztán, como verás después, está presente en esta obra que, de no estar firmada, nadie creería que era de él.
            García Bellido publica un dibujo “completando un proyecto de portada de Francisco Villamena”, en el que volvemos a admirar al exquisito artista, aunque no tanto al arquitecto, pues me parece exagerado el amontonamiento de frontones curvos, pilastras y medallones con roleos de rocalla  y angelitos renacentistas. Por cierto que solamente en estos dibujos podemos constatar a un Churriguera afrancesado. Muy de su tiempo y lleno de inquietudes, José Benito supo crear interludios herrerianos o rococós en medio de su obra auténtica, es decir, la de los órdenes salomónicos y estípite, porque ya es bueno hablar del “orden salomónico”, instituido desde 1663 por fray Juan Ricci y del “orden estípite” ante la magna obra de los Churriguera y Pedro Ribera, en España, y Jerónimo Balbás y Lorenzo Rodríguez, en México.
            Construyó también la fachada de la iglesia de San Sebastián. También hizo el retablo, que fue tan rico y costoso, que al cardenal Astorga le pareció demasiado, él, que después pagaría todo lo que necesitó Narciso Tomé para el Transparente de Toledo. Se pensó pedir nueva traza, más barata, a Alberto Churriguera, pero el párroco se opuso alegando que José Benito era “el mejor artífice de su tiempo” y que “el retablo sería el más hermoso de Madrid”. Te adelanto que, cuando murió Churriguera, fue enterrado en esta iglesia.
            Comprenderá que fui corriendo a la iglesia, pero muy obediente el siglo XIX a la iconoclastia del neoclásico, no dejó nada, de la obra de Churriguera. Es más, está tan cambada y destruida que parece fue bombardeada. Esto no lo sé, pero ahora es un bodegón. ¿Dónde estarán los huesos de Churriguera?
            Fuera de Madrid construyó Churriguera algo insólito en la historia del barroco: una ciudad. Se llama Nuevo Baztán. Consideré obligatorio ir a Nuevo Baztán y fui ansiosamente a la Agencia de Turismo de Medinaceli 6. No hay ferrocarril directo y los camiones salen a las seis de la tarde, debiendo pernoctar en Pozuelo del Rey, en el que no hay donde dormir; además pasar allí el día para seguir, en otro camión, y llegar, de noche otra vez, a Nuevo Baztán, donde tampoco se puede dormir. De regreso, desde luego, hay que hacer este terrible itinerario. Lo medité un rato y al salir a la calle y darme cuenta del frío glacial que hacía, me fue fácil autoconvencerme, de que si iba a Nuevo Baztán sólo sería para que allí enterraran mi aterido cadáver. Y me quedé aquí.
            Las noticias que te mando son de libros, de un magnífico artículo de José Manuel Pita Andrade en las Visitas a la provincia.
            Esta urbe dieciochesca, de carácter industrial, fue creación del rico tesorero de la Corona don Juan de Goyeneche, mecenas de Churriguera, como de Ribera lo fue el marqués de Vadillo. Fue trazada en 1709. “La visita a esta ciudad –dice Pita Andrade- sirve para conocer a Churriguera como arquitecto y para defraudar a quienes identifican el término de churrigueresco con el recargado o falto de lógica constructiva dentro del barroco”. Y tiene razón.
            La iglesia recuerda con  sus torreones, a El Escorial. Severísimas pilastras adosadas son los únicos ornamentos de sus primeros y únicos cuerpos y la fachada se construye a base de dos enormes pilastras adosadas que la enmarcan, terminada por un frontón triangular con un óculo que hubiera aprobado el propio Herrera. Otro frontón menor, forma la puerta y sobre ella la ventana del coro, en arco de medio punto, flanqueado por sencillas columnas corintias. En realidad desconcierta aquí Churriguera, pero más que confusión, debemos ver la riqueza, variedad y libertad de su genio. Y, precisamente, con esta severidad casi clásica, va el retablo, muy barroco, de mármoles de colores, en el cual, a pesar de sus limpias columnas renacentistas, lo que más atrae es el majestuoso y enorme cortinaje que lo envuelve, el más grandioso que soñara el barroco castellano, más voluminoso, movido y ondulante que todos los posteriores de Ribera. No es la primera vez, ni la última, que encontramos en los artífices barrocos, la sobriedad afuera y la exuberancia dentro.
            El palacio es también sobrio, así como la plaza y las casas, la mayoría sin terminar, edificadas en calles tiradas a cordel.
            Cierro el útil cuadernito de viajes y me voy a consultar cómo era el palacio que aquí en Madrid se mandó hacer el magnate Goyeneche en la calle de Alcalá, construido, por supuesto, por Churriguera. Este palacio es hoy la Academia de San Fernando y, como tal academia y, muy académicamente, los académicos de 1773 mandaron arrasar la portada y hacer una neoclásica por mano de Diego de Villanueva. Este arquitecto hizo un dibujo en el cual la mitad es la antigua portada y la otra la nueva. Veamos cómo era la de Churriguera. Las jambas de la puerta eran pilastras fajadas con adornos de óvalos; el baquetón, muy grueso, ondulaba en el arco y en las enjutas unos angelitos sostenían una concha a modo de clave; en los extremos, dos estípites, con sus pirámides invertidas fajadas tres veces, terminaban en dos ángelas de desnudos pechos y grandes alas que posaban sobre las jambas. Pero ¿no son éstos, cabalmente, los elementos todos que usaría Pedro d Ribera? Mucho se ha pensado que esta portada sea de él y no de Churriguera. ¿Sería la primera obra de Ribera, hecha en colaboración con su maestro y amigo? Ahora que, si es íntegramente de Churriguera, el riberismo madrileño (salvo en el Hospicio) no es más que… churriguerismo.
            Otra cosa que hay que hacer notar como algo excepcional en el barroco castellano, sin antecedentes  ni consecuentes. Me refiero al detalle de la base rocosa del edificio, a esas encrespadas piedras sin pulir, simulando naturaleza, que hacían marco a las severas ventanas de los sótanos. Que yo recuerde, sólo aquí, debido a Churriguera, se usó esta decoración rocosa al natural, que fue invención de Bernini casi un siglo antes, hacia 1640. “E´questa –dice V. Golzio en su bello libro Seicento e Settecento- unas invenzione pittoresca e bizarra del genio berniniano”. El gran arquitecto italiano la usó en el Palacio Montecitorio, de Roma, en la hoy Piazza Colonna. Después, en 1732, la volvió a usar Nicoló Salvi en la celebérrima fuente de Trevi.

Madrid, marzo 26

Siguiendo con Churriguera, tenemos que en 1696 fue nombrado ayudante de trazador mayor de la Corte, puesto que conservó hasta su muerte, pero que no ejerció “porque –como dice el neoclásico Llaguno- era presuntuoso y soberbio y creyéndose superior a cuanto había en el mundo, jamás quiso sujetarse al maestro y trazador mayor don Teodoro Ardemans…”.
            Esto picó mi curiosidad y quise conocer a Ardemans para juzgar a Churriguera. Fue hijo de un guardia de corps alemán y nació en Madrid en 1664. Era, pues, de la misma edad que José Benito. Estudió pintura con Claudio Coello y llegó a ser pintor de cámara del rey; pero no se conoce nada de sus pinturas. En 1689 fue maestro mayor de la catedral de Granada y en 1694 de la de Toledo. En 1702 lo fue del Real Alcázar de Madrid hasta que murió en 1726. Justamente nació un año antes y murió un año después que Churriguera. Se cuentan entre sus obras las piras funerarias del delfín de Francia en 1711 y de Maria Luisa de Saboya en 1715. De él es también el altar de la Capilla Real de San Ildefonso (La Granja) y la reconstrucción de San Millán, en Madrid. Escribió un libro que tituló: Declaración y extensión de las Ordenanzas que escribió Juan de Torija, aparejador de Obras Reales, con algunas advertencias a los alarifes y particulares y otros capítulos añadidos a la perfecta inteligencia de la materia, que todo se cifra en el gobierno político de las fábricas…1719.
            Dice que desde niño fue llamado a estudiar arquitectura y pintura y que, a los 25 años, ganó en concurso el proyecto de la bóveda del coro de la catedral de Granada, y afirma que “dejó planteadas diferentes fábricas de iglesias de dicho arzobispado”. Pide que las ordenanzas tengan fuerzas de ley, pues “así se conseguiría no dexar arbitrio a la ignorancia ni fantásticas ocurrencias a la malicia”. ¿Contra quién pueden ser esas “fantásticas ocurrencias” sino contra los (para él) desaforados churrigueristas? Pide también que toda obra de arquitectura quede en manos de los arquitectos y “no de albañiles o fabros”, cosa que nos muestra el ya viejo pleito entre teóricos y prácticos, considerando que tiene “justa vanidad” para advertir “a lo que con el polvo del material ejercicio de los oficiales fabricantes quieren oscurecer la limpia especulativa ciencia y nobleza del arte y título de arquitecto”. Quiere que el arquitecto sea muy aplicado “y de muy buena disposición, así del ánimo como del cuerpo”, requisito de desear para todo ser humano, y que sepan filosofía y música, además de matemáticas y medicina.
            Escribió otro librito: Fluencias de la tierra y curso subterráneo de las aguas dedicado a María Sma. Sra. Ntra. en su imagen de Belén, huida a Egipto, en 1724, en donde estudia, en veintidós tediosos capítulos, desde porque es salado el mar hasta porque era sucio el Madrid de entonces.
            Hay que recordar en su favor que, a pesar de todo, entre los nombres de artífices ilustres desde el siglo XVI cita a Churriguera como, arquitecto, dibujante y escultor. De paso no quiere olvidar que a los grandes maestros yeseros llama “arquitectos adornistas”, citando a los hermanos Borja, de Sevilla, y también considera adornista a Vendelino Dietterlin, artífice que ya hemos visto que no hay que olvidar para la génesis del barroco.
            Y todo esto para preguntarse: ¿qué podía aprender de este hombre seco el inquieto e imaginativo Churriguera? No fue, pues, presunción y soberbia la separación de Ardemans, sino legítima rebeldía. ¡Y qué provechoso le fue este alejamiento!
            En 1707 labró Churriguera los retablos del pueblo de San Salvador de Leganés. El mayor recuerda al de San Esteba de Salamanca, sin la grandiosidad de éste pero con una mayor experiencia, por lo cual el remate es más audaz y más rico, si bien hay que recordar que aquí Churriguera tenía un ábside con arco y bóveda de medio punto, la cual llenó con el remate en forma espectacular. El eje del retablo son las cuatro necesarias columnas salomónicas cuajadas de uvas y entre ellas los cuatro Evangelistas, figuras estofadas con toda elegancia y discreción, a base de tonos rosas y verdes. Las actitudes son más movidas, más barrocas, que las de Salamanca. Sobre las columnas colocó esculturas de las virtudes: Fe, Esperanza, Caridad y Fortaleza, que son graves matronas sedentes. En el centro, el cuadro de la Transfiguración, que había hecho Leonardoni desde 1702, y en el remate semicupular las dos divinas personas no humanas, es decir, el Padre y el Espíritu Santo, que forman la Trinidad con la pintura. Los ángeles de este retablo son estupendos; los hay totalmente dorados; otros encarnados y estofados, jugando con la enorme y muy churrigueresca cortina que descubre el manifestador. Un ornato noté que me parece no hay en otros retablos de Churriguera: las rosas, enormes rosas bermejas y blancas.
            Y, por supuesto, no faltan las pilastrillas estípites en el manifestador, como en Salamanca, que le siguen dando su categoría de iniciador del estípite en España. Los retablos laterales no son menos bellos, con grandes ángeles estofados de rodillas, con vestiduras talares, cosa rara, porque esos ángeles que desnudan sus piernas al vestirse a la romana, o son renacentistas italianos o, precisamente, del siglo XVIII. Son seis estos retablos, dos de ellos con columnas clásicas pero muy adornadas y con estípites cariátides; otro lleva sólo estípites.
            El retablo de Fuenlabrada es mejor aún que este de Leganés. A nadie se le ha ocurrido atribuirlo a Churriguera; García Bellido lo ignora. Más quien hizo el de Leganés hizo el de Fuenlabrada, que está a cinco minutos de ferrocarril. Gracias a que el cura de Leganés me dijo: “¿Le gusta?, pues el de mi pueblo, Fuenlabrada, es mejor”. Y es verdad. El copete de la bóveda es un estallido de formas extraordinario; no sólo esas hojas carnosas e inmensas de acanto, nubes y rayos, sino plumas multicolores. Un gran serafín, en medio de roleos y lenguas de fuego, antecede a un rompimiento de gloria, en donde, posado en nubes de plata, está el Espíritu Santo.
La composición entera del retablo es irreprochable. Todo se despliega armónicamente en medio de su riqueza. Las cuatro columnas salomónicas se separan más que en Leganés hasta que los nichos sean más grandes y lleven sus propias columnillas. En ellos están San José y San Isidro y arriba, entre cortinas de un rojo suave, angelitos llevan las insignias de los santos. En el centro un San Esteban, de lienzo, que recuerda al de Coello. Sería muy interesante hurgar los archivos de Fuenlabrada y confirmar esta obra para añadirla a la gloria de Churriguera. (Nota)
Nota: en la citada revista, Archivo Español de Arte, num. 137, Madrid, 1962, en el artículo del señor Antonio-Bonet Correa, “Los retablos de la iglesia de las Calatravas de Madrid”, en la “Adición” me encuentro con una sorpresa. Dice: “Hace unos meses nuestro amigo señor Martínez Bara nos señaló la existencia de un retablo barroco, dedicado a San Esteban en la iglesia parroquial de Fuenlabrada, a seis kilómetros de Leganés… quedamos convencidos desde un primer momento, de que el retablo era del propio Churriguera, tanto por su estructura y composición como por sus ornamentos, pudiéndose fechar entre los años de 1693 y 1700 […] si se compara el retablo de Fuenlabrada con los demás retablos citados (Leganés, Salamanca, proyectos de Madrid) no ofrece duda la atribución de éste a Churriguera”.
Desde 1956 lo descubrí yo y luego lo publiqué en la revista Cuadernos Americanos, septiembre-octubre de 1961, pp. 165-166, con cuatro fotografías, por cierto la cuarta equivocada, que no es de Fuenlabrada, sino de San Esteban de Salamanca. Me alegra mucho la confirmación del señor Bonet Correa y siento no haya conocido mi estudio.

            Otra obra derribada de Churriguera fue Santo Tomás, en donde labro las tres portadas “con hojarasca en fuste normal”, dice G. Bellido, y el inefable Ponz nos habla de “las columnas llenas de garabatos que parecen como dijo don Francisco Gregorio de Alas:

Enroscadas en los troncos/de escabrosas encinas y de robles
que suben a buscar para comerse/los huevos o los pollos de los nidos…

            Las portadas no fueron concluidas por José, sino por sus hijos Nicolás y Jerónimo. Estudiando las fotos que nos quedan, vemos que las columnas no son salomónicas, sino que los ornatos ondulan en espiral y, en el segundo cuerpo, enmarcando el barroco y mixtilíneo medallón, van dos finísimas pilastrillas estípites muy parecidas a las que Pedro Ribera haría en el Hospicio. Y no fue obispo, según deseaba Ponz, fue alcalde, y moderno, quién destruyó Santo Tomás. La ignorancia es, a veces, muchas veces, más poderosa que el saber.
            Para terminar, te recuerdo que a la muerte de José Benito de Churriguera, el 6 de marzo de 1725, la Gaceta de Madrid, dijo: “Murió de edad de 60 años don Joseph de Churriguera, insigne arquitecto y escultor, reputado de los científicos como otro Miguel Ángel de España”.

Madrid, marzo 27

Hoy he ido a la histórica Alcalá de Henares. El autobús ha entrado por la Calle Mayor y desembocado en la Plaza entre portales a ambos lados. En ellos jugó de niño Miguel de Cervantes. Pero los recuerdos retroceden muchos años ante la Iglesia Magistral, la antigua catedral del Cardenal Cisneros, llamada así porque era obligatorio que sus canónigos fueran maestros en teología o filosofía. Cisneros sabía muy bien a qué manos iban a dar las canonjías y quiso precaver el abuso en su ciudad universitaria. El templo está muy destruido por la guerra civil. Además nunca fue una obra maestra de arquitectura, pese a algunas hermosas puertas gótico-platerescas. En medio de la nave un enorme agujero: es el sepulcro de Cisneros. ¿En dónde andan sus huesos y el espléndido mausoleo de mármol? En una bodega de Madrid. Fue preciso quitarlo porque parte del techo cayó sobre el sepulcro; me dijeron que pronto volverá a su lugar. Esperemos que sea así.
            La célebre Universidad es uno de los más bellos edificios platerescos de España, obra de Rodrigo Gil de Hontañón. La puerta es un arco moldurado sobre el que va el cordón franciscano. En la clave y las enjutas, ángeles desnudos, con ese inocente desenfado del Renacimiento plateresco; estos desnudos mancébicos se repiten con insistencia en las ventanas y balcones y parecen ser como una correspondencia o continuación de los de la Capilla Sixtina, si bien diferentes en la forma. El remate es espectacular, con anchas guirnaldas de frutas y flores que se vierten a ambos lados pasando por las manos de otras cuatro figuras desnudas, un anciano y un joven a la izquierda; una anciana y una muchacha a la derecha. En las ventanas me acordé de México, pues se aparecen a las de Acolman, y también por esas máscaras de viejos, de perfil y con barbilla, como los imponderables roleos de la Antigua Aduana de Puebla. Por allí anda la fecha: 1543. El patio, aún renacentista, a pesar de la fecha, 1662, es majestuoso y digno; al centro una estatua de Cisneros muy tardía: 1864. En el patio “trilingüe”, por ser los principales estudios que en él se llevaban, el hebreo, el griego y el latín.
            En el Ayuntamiento he ojeado los seis tomos de la Biblia Políglota Complutense, ese grandioso esfuerzo de la cultura y de la imprenta españolas del siglo XVI. También toqué y leí el acta del bautizo de Cervantes.
            Al volver, cercano ya el crepúsculo, el autobús se detiene en los aledaños para subir a una linda muchacha que pregunta: “¿Va Madrid?” “No, boba, va a Méjjjico”, dice el chofer, sin saber que un mexicano va allí y que ha sido el único que le ha reído el chiste.
Mañana me iré a Toledo.

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Maza, Francisco de la, Cartas barrocas desde Castilla y Andalucía, México, UNAM, Biblioteca del estudiante Universitario, Num., 148, 2013.


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