LA
CORRUPCIÓN:
LUBRICANTE Y ENGRUDO
Siguiendo con la
tónica de mis presentaciones, amables lectores, les voy a presentar un libro de
Alan Riding, que fue corresponsal en América Latina desde 1971, con base
principal en la ciudad de México, proporciona una visión global y de gran
interés del sistema político mexicano, escribe sobre la reforma agraria, el
petróleo, la corrupción, etc. Es un texto crítico, llamado a desatar polémicas y
provocar reacciones. Pondré dos capítulos suyos sobre la “la corrupción:
lubricante y engrudo” y sobre los “indígenas
de cuerpo y alma” como eran en esos momentos y como son ahora mismo No creo que
hayan cambiado mucho.
Espero sea de vuestro agrado, y
sirva para reflexionar. El texto es de los años 70 y espero que no encuentren
ningún parecido con la actualidad.
I
Los funcionarios
mexicanos generalmente no admiten –sobre todo ante extranjeros- que la
corrupción es esencial para el funcionamiento y la supervivencia del sistema
político. Pero, de hecho, el sistema nunca ha vivido sin corrupción y se
desintegraría, o cambiaría tanto que resultaría imposible reconocerlo, en caso
de que tratara de eliminarla. En teoría, el dominio de la ley tendría que
ocupar el lugar del ejercicio del poder, los privilegios, la influencia y los
favores, así como de los pilares que los sostienen, la lealtad, la disciplina,
la discreción y el silencio. En la práctica, el mero intento por redefinir las
reglas podría hacer añicos todo el sistema de alianzas. Por consiguiente,
incluso las buenas intenciones son aplastadas por la realidad: las promesas de
los gobiernos entrantes en el sentido de que acabarán con la corrupción,
invariablemente, resultan ingenuas o cínicas seis años después.
El problema empieza con la palabra corrupción misma, que inserta la
costumbre en un contexto moral que muchos mexicanos no reconocen: para ellos,
los delitos económicos no tienen el mismo peso que las ofertas espirituales o
humanas. Aquello que la ética protestante podría considerar corrupción surgió
como vía práctica para salvar la brecha entre la legislación idealista y al
administración de la vida cotidiana. Siempre se han adoptado leyes rígidas,
pero han sido promulgadas en un entorno dónde no se podrían aplicar. Por
consiguiente, la corrupción era una aberración d la ley, pero no de la
sociedad. Y en un México tradicional, ofrecía un sistema paralelo de reglas de
operación. Si la corrupción ha llegado a convertirse en un problema político
hoy día, se debe a que las clases medias occidentalizadas ahora miden con varas
extranjeras. Pero incluso ellas sólo se centran en la corrupción del gobierno,
sin querer buscar sus raíces más profundas en la sociedad misma.
El fenómeno no se puede explicar
fácilmente. Algunos mexicanos le echan la culpa al sistema de favores y
proteccionismos que floreció en épocas prehispánicas, incluso destacando que el
emperador Moctezuma trató de comprar con oro al dios Quetzalcóatl –como
identificó a Cortés al principio-. Por otra parte, los nacionalistas insisten
en que la corrupción fue traída de España, señalado que los conquistadores
veían en México un botín a saquear, mientras que los puestos en el gobierno
eran vendidos, en forma rutinaria, por los virreyes y la corte colonial: “unto de México” era un eufemismo
español para soborno. Sin embargo, la independencia no produjo ningún cambio en
las costumbres, y los gobiernos estuvieron, invariablemente, en manos de
camarillas que buscaban el provecho individual o de clase, sin que les frenaran
los preceptos constitucionales o jurídicos. Hacia fines del siglo XIX, la vida
pública se podía definir como el abuso de poder para obtener riqueza y el abuso
de la riqueza para obtener poder.
La división entre la honradez y la
falta de ésta, por consiguiente, era opacada por las tradiciones parapetadas.
Cualquier cargo con autoridad implicaba una oportunidad para mejorar uno mismo;
por otra parte, los ciudadanos comunes y corrientes aprendieron a solicitar
favores en lugar de exigir derechos. N particular, el gobierno era un premio
que había que explotar, pero ningún sector –de empresa a Iglesia- quedaba
excluido de este modus operandi. No se consideraba corrupción: era la forma en
que se habían hecho las cosas siempre. El sistema que surgió en el siglo XX
meramente institucionalizó esta práctica: el gobierno ejercía el poder con
autoritarismo y recompensaba la lealtad con prebendas.
Hoy día, la corrupción permite que
el sistema funcione, proporcionando el “lubricante”
que permite que los engranajes de la maquinaria política giren, y el “engrudo”, que sella las alianzas
políticas. Sin la seguridad que ofrece una burocracia permanente, los
funcionarios se ven prácticamente obligados a enriquecerse con objeto de
disfrutar de cierta protección cuando han salido del poder. Se dice que el
sistema político de México aún es joven, que está quizá en la etapa que alcanzó
Europa en el siglo XVIII, cuando la corrupción era lo corriente. Se dice que
Estados Unidos contribuye a la situación, simplemente mediante el “efecto
demostración” de una sociedad materialista en la frontera norte de México. Los
marxistas le echan la culpa al modelo capitalista impuesto en el régimen de
Alemán, mientras que los empresarios sostienen que la falta de honradez fue
estimulada por los excesos populistas de los gobiernos de Echeverría y López Portillo.
Incluso los funcionarios encuentran la forma de echarle la culpa al sistema,
sin compartir responsabilidad como individuos.
Pero el problema no es exclusivo del
sistema político; tampoco nació en 1946 con Alemán, ni en 1970 con Echeverría.
El antropólogo Manuel Gamio, en 1916, escribía sobre el sistema que esperaba
que naciera de la Revolución y decía: “La política siempre ha sido el
invernadero de la corrupción. Antes de que emerja la nueva política, es
necesario desinfectar el ambiente, demandar de los políticos credenciales
legitimizadas por sanidad moral, por eficiencia personal y por
representatividad efectiva.” No obstante, después de la Revolución, se compró a
la mayoría de los generales con haciendas expropiadas y el propio Obregón
frecuentemente se jactaba de que: “No hay general que resista un cañonazo de 50
000 pesos.” Desde entonces, la permanencia de la corrupción se podía medir de
acuerdo con la frecuencia de las promesas para manejarla. Ya en 1924, el
general Calles asumió el poder ofreciendo la “moralización”, concepto que se ha
repetido, religiosamente, en los sucesivos discursos de toma de posesión.
Incluso al recibir el Gobierno de Cárdenas, supuestamente honrado, en 1940,
Ávila Camacho señaló: “Fortalezcamos la moral pública.”
La corrupción aumentó enormemente a
finales de los años cuarenta con Alemán, quien sin embargo había declarado que
la “moralización pública” sería la norma de su gobierno y que “las obras
públicas y otros contratos con el gobierno no serán privilegios de favorecidos.”
De hecho fue la primera vez que el problema despertó la indignación, incluso
llevando al sucesor de Alemán, Ruiz Cortines, al señalar al Presidente saliendo
cuando criticó a los “funcionarios públicos venales” en su discurso de toma de
posesión. La reducción siguiente de la corrupción flagrante, de hecho
contribuyó a su popularidad. No obstante, en los años sesenta,, se siguieron
cosechando riquezas ilícitas y, en 1970, Echeverría advirtió: “Los que buscan
puestos administrativos o electos entenderán que no son una manera de acumular
una fortuna.” Cuando asumió el mando, añadió: “La Presidencia de la República
no es un botín.” Después, en 1976, tocó a López Portillo señalar que “la
corrupción es un cáncer devorando nuestra sociedad” y prometer que “cualquier
funcionario que engañe o robe será castigado por la ley”.
Empero, a pesar de esta tradición
profundamente arraigada, para cuando De la Madrid asumió el mando en 1982 la
corrupción se había convertido en importante punto de contención entre el gobierno
y sectores clave de la población. Muchos mexicanos seguían considerando que los
funcionarios eran la misma “bola de rateros” de siempre, pero, por primera vez,
las clases medias urbanas echaban la culpa de la crisis económica a la
corrupción y, específicamente, la culpaban de que hubiera bajado su nivel de
vida. Los empresarios conservadores, acusados por el gobierno de ocasionar el
desorden financiero de 1976 y 1982, también aprovecharon la oportunidad de
salirse de la vista del público, usando a los medios de comunicación para crear
la impresión d que todo funcionaría bien si el gobierno fuera honrado. Al
ofrecer una “renovación moral” de la sociedad, el mismo De la Madrid advirtió
que la corrupción se había convertido en una amenaza para el sistema y rechazó
una justificación conocida: “No aceptamos la corrupción como el precio de la
estabilidad o la eficiencia del sistema en el manejo de los asuntos públicos.”
Pero incluso este cambio de
actitudes tuvo menos que ver con la moral que con la política y la economía: la
corrupción –y no la sociedad- había cambiado. Muchos mexicanos consideraban que
el problema era de cantidad más que de calidad. El papel del gobierno en una
economía en expansión se había desarrollado asombrosamente, multiplicando tanto
las oportunidades para la corrupción cuanto los montos que se podían robar. El
enorme endeudamiento externo y los crecientes ingresos por concepto de petróleo
financiaban los contratos del sector público a una escala que, sólo unos años
antes, parecía inimaginable. Así, pues, muchas veces se oyó la queja: “Sabemos
que los funcionarios roban, pero, ¿por qué tanto?” Además, la falta de honradez
de algunos funcionarios era tan descarada que sugerían un frado casi insultante
de impunidad. La exigencia de que se castigara a un puñado de políticos clave,
por ende, reflejaba tanto el deseo de venganza cuanto el de esperanza en que se
podría evitar la corrupción futura.
Lo que es más importante, la
naturaleza cambiante del sistema había también afectado la calidad de la
corrupción. Cuando el país estaba gobernado principalmente por políticos
sostenidos por sus propias bases d poder, la corrupción iba pasando en el
sistema a cambio de lealtad. Era una forma de redistribuir la riqueza dentro de
la pirámide del poder y, como tal, la corrupción contribuía a la estabilidad
política. Pero con el aumento de la autoridad presidencial, particularmente a
partir de los años setenta, el poder se deriva de la cima cada vez más que de
las bases y, en consecuencia, los frutos de la corrupción empezaron a ascender
en lugar de descender. Cuando los funcionarios de la cima empezaron a tomar más
para sí mismos y para sus jefes y a compartir menos con sus partidarios
políticos, no sólo se amasaron fortunas ilícitas mucho mayores, sino que esta
nueva riqueza quedó también concentrada en menor número de manos. Por
consiguiente, la corrupción estaba funcionando menos como sistema que como
latrocinio y muchos de los beneficiarios tradicionales empezaron a quejarse.
En cierto sentido, el hecho de que
la corrupción siga floreciendo en cientos de formas en otros puntos de la
sociedad confirma que el problema es cultural y no moral. Incluso ahora, muchas
de las viejas costumbres, tales como el conflicto
de intereses, el nepotismo y las ofertas de influencia no están consideradas algo malo, y como el
poder y no la ley domina a la sociedad,
la honradez misma, al parecer, es negociable. Como dijera un político: “Se ha
corrompido la corrupción.” Se considera normal que un industrial de primera línea
o un bolero (limpiabotas) cobren demasiado, al tiempo que se justifica la
evasión fiscal diciendo que el gobierno se robaría el dinero. Es más, quienes
pagan sobornos a funcionarios, líderes sindicales o agentes de tránsito piensan
que son víctimas de la corrupción, en lugar de contribuyentes a ella. Pero
incluso aunque la mayoría de los mexicanos juega de acuerdo con las mismas
reglas, se considera que el gobierno es el culpable principal. Está en el
centro de la riqueza y el poder y, de una manera u otra, todo el mundo depende
de él.
II
La forma más
visible de corrupción oficial, la “mordida” de un agente de tránsito, es
prácticamente una forma de vida y ocurre miles de veces todos los días. En la
práctica, el policía no tiene otra alternativa que la de “morder”. Su salario
es bajo porque se sobreentiende que lo complementará. No sólo debe “comprar” su
puesto, inclusive su uniforme y balas para su pistola, sino que también deberá
pasar una renta diaria a su superior inmediato. A su vez, esta renta depende de
su ronda: un policía estacionado junto a un semáforo o disco de “vuelta
prohibida”, parcialmente oculto por árboles, debe pagar una prima. Entre
ciudades, las reglas de la Policía Federal de Caminos están tan
institucionalizadas que los oficiales meramente estacionan sus patrullas a
intervalos regulares y los camiones automáticamente se detienen a pagarles una
cantidad. El contacto más regular que tiene el mexicano con el gobierno es a
través de la policía y la odia de todo corazón: en el desfile anual del Día de
la Independencia, cuando se le aplaude al ejército, las patrullas de la policía
que desfilan llevan encendidas las sirenas para acallar los silbidos e insultos
que se lanzan en su contra.
Sin embargo, la corrupción de la
policía, tradicionalmente, ha ido mucho más allá que las cuestiones de
tránsito. La policía ofrece protección a los grupos dedicados a la droga, el
contrabando y la prostitución, libera a los delincuentes menores y conductores
borrachos después de que les asaca un soborno y exige una “propina” antes de
investigar un delito. Incluso cuando un juez dicta orden de aprehensión, las
unidades policiacas muchas veces compiten por llegar primero y llevarse un
soborno por permitir que la persona escape. Los detenidos que no están
protegidos por dinero o influencias, normalmente, reciben malos tratos y son
objeto de tortura hasta que se extrae una “confesión”: en una ocasión,
veintidós hombres confesaron haber asesinado a alguien que, en realidad, se
había suicidado. Sin duda, al enfrentarse a los pobres de la ciudad, muchos
policías parecen confiar en que sus abusos no recibirán castigos. En la ciudad
de México, un centro para mujeres violadas informó que la mitad de las mujeres
que acudían a buscar ayuda habían sido violadas por policías. Muchos de los
asaltos y secuestros que ocurren en la capital también se pueden atribuir a la
policía.
Parte del problema deriva de la
proliferación de fuerzas policiacas que hay en el país. Por ejemplo, la ciudad
de México cuenta con una docena de cuerpos policiales y de seguridad, al tiempo
que los ciudadanos de la provincia están expuestos a la policía municipal y
estatal así como a una serie de fuerzas federales, y todas ellas quizá estén
compitiendo por controlar las oportunidades para hacer negocios. La policía de
Migración, por ejemplo, tiene fama de maltratar y extorsionar a los centroamericanos
que o buscan refugio huyendo de la violencia política o sencillamente intentan
atravesar en su viaje hacia Estados Unidos. A nivel municipal y estatal, cada
presidente municipal o gobernador nuevo puede cambiar totalmente las fuerzas
policiales, motivo por el cual los policías no sólo carecen de preparación
profesional idónea, sino también están ansiosos de explotar la oportunidad de
enriquecerse mientras pueden. Asimismo, es muy grande la cantidad de personas
que, en un momento u otro, han sido policías, y muchas de ellas están
dispuestas a ser empleadas de guardaespaldas o guaruras paramilitares.
Probablemente no ha habido un
símbolo mayor de la corrupción en años recientes que Arturo Durazo Moreno, el
jefe de la policía de la ciudad de México con López Portillo. “El Negro”, como
se le apodaba, había sido amigo de infancia del Presidente y trabajado en la
Policía Judicial Federal y, cuando fue nombrado para su cargo en 1976, ya había
merecido un auto de acusación por tráfico de narcóticos de un gran jurado de
Estados Unidos, información que se le presento a López Portillo. Protegido por
su amigo de Palacio Nacional, Durazo convirtió a la policía en un imperio de
negocios turbios que hizo que los actos de sus predecesores parecieran
positivamente inocuos.
Hasta el cambio de gobierno de 1982
no se conocieron sino sus excesos públicos: se nombró a sí mismo “general”, su
escolta de seguridad cerraba los caminos antes que él pasara por ellos, daba
regalos exorbitantes a políticos influyentes, invitaba a jefes de policía de
Estados Unidos y de Europa a visitarle, con todos los gastos pagados, y se
construyó residencias de muchos millones de dólares en la ciudad de México y ,
estando Durazo resguardado en otro de sus retiros, en Los Ángeles, su ex
ayudante personal, José González, empezó a revelar detalles de los abusos de la
policía en el gobierno anterior. Las acusaciones iban desde comisiones
confidenciales recibidas por la compra de vehículos para la policía y
concentración de los frutos de las “mordidas” en manos de Durazo, hasta el
mercadeo de cocaína y la eliminación de una pandilla de colombianos, cuyos
cuerpos fueron encontrados en el río Tula. La mayor parte del trabajo más sucio
fue desempeñado por el Departamento para la Investigación y Prevención de la
Delincuencia (DIPD), un temido grupo de detectives, vestidos de civiles,
dedicados a incontables extorsiones.
Por otra parte, el poder judicial
rara vez imparte justicia. Incluso la Suprema Corte, que tiene fama de no
aceptar mordidas, es susceptible a presiones políticas, descartándose
invariablemente aquellos casos que desafían la legalidad de las decisiones
administrativas o la constitucionalidad de los decretos gubernamentales. Aunque
los jueces nuevos son nombrados por la propia Corte, algunos han salido de ahí
para convertirse en senadores del PRI, reforzando la creencia popular de que
ellos también son funcionarios del gobierno. Los estratos más bajos del poder
judicial son más vulnerables a las presiones económicas. Como es sistema
jurídico es lento y los burócratas y jueces están mal remunerados, los sobornos
cumplen una doble función. Una cantidad de dinero puede “convencer” al empleado
del tribunal de presentar el caso ante el juez. Algunos jueces tratan de
combinar una decisión justa con una recompensa justa, ofreciendo a la parte que
tiene la razón la primera oportunidad para contribuir, pero hay otros que
simplemente “subastan” su veredicto. De igual manera, en los casos de
delincuencia, el dinero puede comprar la inocencia y la libertad salvo cuando
los políticos o la publicidad interfieren.
Como en muchos países, las
penitenciarías de México albergan principalmente a los pobres: sin embargo ahí
también se puede sacar dinero. Las autoridades de las cárceles, con frecuencia,
roban y revenden alimentos y otras provisiones destinadas a la institución,
mientras que los presos pueden comprarle a los alcaides drogas, bebidas
alcohólicas y otros productos, de manera regular. Los detenidos ricos –algunos
políticos, profesionales y líderes sindicales- pueden vivir, de hecho, con
relativa comodidad, alquilando una suite compuesta por dos o tres celdas
adjuntas, que cuentan con televisor, refrigerador y, ocasionalmente, teléfono,
y pueden obtener sus alimentos diarios en el exterior, recibir visitas regulares,
inclusive de esposas o amantes, y contratar a otros presos para que realicen
las tareas que les corresponden, como limpiar sus celdas, preparar sus
alimentos y cuidarlos contra asaltantes intramuros. Los presos pobres, en
comparación, pueden pasar muchos años esperando su juicio y están condenados a
la violencia, al amontonamiento y a una alimentación inadecuada.
La burocracia, que incluye a
organismos descentralizados y empresas de servicios públicos del tamaño de
PEMEX y la CFE, proporcionan el camino más conocido hacia la riqueza, no sólo
porque ,os controles internos han sido siempre laxos, sino también porque el
reciclamiento sexenal de los puestos importantes pide que el proceso de
enriquecimiento se lleve a cabo con rapidez. Incluso en este caso, se pude
marcar la diferencia entre los funcionarios de niveles bajos que presentan un
servicio y los de niveles más altos que tienen autoridad para asignar contratos
de muchos miles de millones de dólares.
La
mayor parte de la corrupción es pequeña escala involucra sobornos para acelerar
la tramitación de documentos, sea una licencia para conducir un permiso de construcción o uno de
importación.
La
corrupción en la burocracia agraria es más escandalosa, toda vez que implica la
explotación del sector más pobre del país. Los agricultores particulares, que
tienen propiedades de mayor tamaño que el permitido por la ley, fácilmente
pueden comprar protección contra la expropiación. Si se va a firmar un decreto
presidencial, los funcionarios agrarios “venden” la información con tiempo
suficiente para que el dueño del terreno obtenga un amparo agrario que congele
el mandato. Y en caso de que los campesinos invadan esta tierra, se puede
contratar a la policía local o a pistoleros particulares para echarles, muchas
veces, a costa de la vida. Pero los campesinos que tienen terrenos dependen del
Banco de Crédito Rural del gobierno, para obtener crédito para la compra de
semillas, fertilizantes y maquinaria. Éstos no sólo deben pagar sobornos para
obtener los créditos, sino que el banco ha sido saqueado tantas veces por sus
funcionarios que sus recursos están gravemente mermados. En cierta ocasión, el
gerente de una sucursal del banco de Yucatán fue muerto a pedradas y el
edificio totalmente incendiado por campesinos.
No
obstante, las fortunas realmente impresionantes se hacen en la cima del
gobierno, donde se toman las decisiones de contratos importantes. Con
frecuencia, un contrato de obras públicas o de bienes hecho en México se
concederá a una compañía propiedad del funcionario que está a cargo de tomar la
decisión. Si no tienen la compañía, muchas veces la formará meramente para
hacer las veces de intermediario. DE cualquier manera, se pasa por alto la
competición del precio o calidad: desde hace mucho tiempo se considera que el
conflicto de intereses es uno de los requisitos del poder. Con frecuencia, las
obras industriales importantes –digamos, petróleo, acero o electricidad- se
deben contratar en el extranjero, y ello involucra una comisión directa. Cando se
construyó el complejo siderúrgico SICARTSA-Las Truchas, a principios de los
años setenta, un asesor de la British Steel estimó que 15% del costo de 1 mil
millones de dólares se podría atribuir a la corrupción. Durante el auge
petrolero, cuando miles de millones de dólares de dinero tomado a préstamo se
destinaron a un programa de expansión intensivo, casi todas las compras
realizadas por PEMEX implicaban una recompensa del orden del 10 al 15%.
En
un puñado de departamentos, donde existe algo parecido a una carrera
profesional, principalmente la Secretaría de Relaciones Exteriores, el Banco de
México y áreas de la Secretaría de Hacienda, los funcionarios tienen gran
reputación de honradez y profesionalismo. Empero, hay infinidad de
oportunidades para el enriquecimiento ilícito en casi todos los demás sectores
del gobierno. N algunos casos, la corrupción no implica sino el abuso de
privilegios, como la asignación de autos y choferes a amigos y familiares o el
uso de aviones del gobierno para paseos de fin de semana. Con más frecuencia,
el móvil del lucro está presente. Por ejemplo, los funcionarios que tienen
parte en obras públicas quizá compren tierras a precios muy bajos antes de
anunciarse una inversión importante. Otros cierran contratos con sus propias empresas
asesoras para que realicen estudios que deberían efectuar sus departamentos. De
hecho,, dondequiera que fluya dinero, hay una oportunidad de aprovechar.
El
concepto de la corrupción, muchas veces, llega a no distinguirse del de la
influencia, que florece entre la familia y las amistades de los políticos
importantes y se mezcla, de forma natural, con la antigua tradición de favores
y prebendas. Los oficiales de alto rango de la policía distribuyen credenciales
de comandante entre sus amigos, a efecto de protegerlos de las autoridades,
mientras que muchos hombres d clase media se sienten desnudos a no ser que
lleven una credencia –quizá falsa- de la prensa, policía o gobierno. El
nepotismo, naturalmente, prospera en este ambiente: los funcionarios escogen a
los miembros de su numerosa familia por ser las únicas personas en quienes
pueden confiar, y los parientes menos afortunados esperan que un primo bien
colocado se acuerde de ellos.
Esta
red se mantiene también en razón del intercambio de favores. Todo favor
concedido es deuda política contraída, llevando así a quienes tienen autoridad
administrativa a buscar la ocasión de ofrecer favores. Dada la complejidad de
la mayoría de los procedimientos burocráticos, incluso los “derechos” son
tomados por favores: así, la ley sólo funciona para los influyentes que están
en posición de violarla. Empero, pocos mexicanos consideran que ello es
corrupción. Asimismo, la costumbre de dar regalos para reafirmar la amistad,
manifestar agradecimiento o llamar la atención se considera normal, parte de
una tradición de tributos que existe desde hace muchos siglos: el regalo se da
a cambio de nada específico, pero sirve como punto de comunicación.
En
México es cosa sabida que, después de un par de años en su puesto, muchos
funcionarios, nuevos ricos, se camban a casas más grandes y empiezan a rodearse
de adornos de riqueza y de poder. Algunos muestran una debilidad especial por
coleccionar automóviles importados; en un caso, un funcionario tenía una docena
de coches, inclusive un Rolls Royce y Ferrari, tras los ventanales que rodean
su casa. Los burócratas mexicanos prefieren también invertir su nueva riqueza
en bienes raíces, en el país y en el extranjero, en lugar de hacerlo en
empresas productivas que servirían para reciclar las cantidades que han tomado.
Como
el nivel de vida de muchos funcionarios pasa por una revolución cada seis años,
los mexicanos están totalmente acostumbrados al fenómeno. Según el dicho, toda
familia rica tiene un ladrón en su pasado. Empero, las líneas que separan la
amistad del favoritismo, la autoridad de la influencia, las comisiones de los
sobornos, las gratificaciones de las recompensas ilícitas, siguen sin ser
claras. Tradicionalmente, las charlas sobre las fortunas nuevas tienen un tinte
de celos mezclados con admiración: pocos mexicanos sostienen que se
comportarían de otra manera en caso de tener la ocasión de enriquecerse
ilícitamente; y pocos respetan a quienes pasan por alto esta oportunidad. “La
Revolución le hizo justicia” sigue siendo un eufemismo cínico para asignación a
un puesto de gobierno con prebendas.
III
Decir que toda la sociedad mexicana
es corrupta es una exageración; no obstante la corrupción está presente en
todas las regiones y en todos los sectores del país. Aunque está en función de
la estructura de poder piramidal que existe, incluso en renglones no
gubernamentales, también hay una aptitud común, casi un patrón de conducta que,
al parecer, permite que muchos mexicanos acepten prácticas de honradez dudosa.
Pese a que el gobierno es el blanco de la mayor parte de las críticas, la
corrupción también se puede encontrar, en diferentes niveles, en el mundo del
deporte, la cultura, la religión, el académico, así como en los negocios, los
medios de comunicación y entre los obreros.
Seguramente no hay un tipo que se
queje más de la corrupción del gobierno que el empresarial, pero él está
también pleno de costumbres ilícitas dirigidas al provecho económico.
Lógicamente, hay ejemplos de corrupción interna, como los gerentes de compras
que, al igual que sus homónimos del gobierno, por norma aceptan recompensa de
sus proveedores.
Durante el sexenio de Echeverría la
corrupción floreció como no lo había hecho desde la época de Alemán. El gasto
público, prácticamente sin verificación contable, destinado a enormes proyectos
industriales y obras públicas rurales, alcanzó niveles sin precedente, pero
Echeverría empleó también la corrupción como arma política, concentrando sus
favores en periodistas e intelectuales cuya aprobación anhelaba. Para 1976,
cuando el ambiente del país se amargó por la devaluación monetaria, se rumoró
que el propio Echeverría empleó ganancias mal habidas para comprar una cadena
de periódicos así como bienes raíces en el centro turístico de Cancún, en el
Caribe, y en el estado de Morelos. Y aunque era un cuento falso, los mexicanos
de clase media comentaban entre sí que París-Match, la revista francesa, le
había nombrado como uno de los diez hombres más ricos del mundo. En realidad,
nunca se presentaron pruebas sólidas contra él, pero lo más importante fue que,
por primera vez, los mexicanos de clase media empezaron a identificar la
corrupción como una causa fundamental del mal gobierno.
López Portillo reconoció este
sentimiento en su campaña y prometió combatir la corrupción y, después, aumentó
las expectativas de una limpieza profunda cuando encarceló a varios
funcionarios del gobierno anterior. Félix Barra García, cuando era secretario
de la Reforma Agraria, supuestamente había extorsionado a un gran terrateniente
obteniendo dinero con la amenaza de expropiar su propiedad. Eugenio Méndez
Docurro, según se dijo, aceptó una comisión por la compra de equipo para
telecomunicaciones cuando era secretario de Comunicaciones. Y Fausto Cantú
Peña, director del Instituto Mexicano del Café, fue acusado de especular con
café propiedad del gobierno en el mercado internacional y, mientras tanto,
haberse hecho de 80 millones de dólares. Pero cuando varios otros estafadores
siguieron libres, y algunos incluso pasaron a formar parte del nuevo gobernó,
los mexicanos pronto llegaron a la conclusión de que las aprehensiones habían
sido por motivos políticos en lugar de morales; sirvieron como advertencia para
que Echeverría no se metiera en política ahora que había terminado su mandato.
Los tres funcionarios encarcelados fueron liberados antes de que terminara el
sexenio de López Portillo.
Cuando los inmensos hallazgos de
petróleo habían vuelto a avivar la economía mexicana en 1978, era evidente que
la corrupción con López Portillo superaría la de los años anteriores. El
gobierno se embarcó en un gasto público sin precedentes, no sólo en las
industrias del petróleo, el gas natural y la petroquímica, sino también en la
siderúrgica, la aviación, la pesca y el desarrollo urbano. En particular tres
hombres pasaron a simbolizar los beneficios de los cargos públicos. La forma en
que Durazo manejó la policía demla ciudad de México, claramente, fu la más
vulgar. En cambio, Carlos Hank González ya había creado un impresionante
imperio comercial cuando fue director de la CONASUPO, y gobernador del estado
de México. En su nuevo puesto sin embargo, su fortuna se multiplicó conforme
especulaba en el campo de los bienes raíces y contrataba a sus propias
compañías para que proporcionaran vehículos y construyeran ejes viales para el
gobierno de la ciudad. Hank González, multimillonario, cuyo hijo coleccionaba
coches de lujo, era dueño de infinidad de casas, pero la adquisición de una
mansión de un millón de dólares en New Canaan, Connecticut, fue la que despertó
mayor indignación. El director general de PEMEX, Jorge Díaz Serrano, que ya era
muy rico cuando subió a su puesto, asignó enormes contratos de perforación a
una compañía que él había formado, al tiempo que no hizo gran esfuerzo por
ocultar el hecho de que se estaban pagando inmensas comisiones, dentro de la
empresa, para la compra de equipo de exploración, producción e industrial por
miles de millones.
Eso sí, al terminar el sexenio, la
atención y la irritación se dirigieron contra López Portillo y el flagrante
nepotismo de su mandato: nombró a su hijo, José Ramón, subsecretario de
Programación y Presupuesto; a su amante, Rosa Luz Alegría, secretaría de
Turismo; a una de sus hermanas, Margarita, le dio el poderoso puesto de
directora general de Radio, Televisión y Cinematografía, le encargó el manejo
de asuntos personales, como secretaria privada; su primo Guillermo fue nombrado
director del Instituto Nacional del Deporte; otro primo, Manuel, fue
subsecretario de Salubridad; y su esposa, Carmen Romano, se hizo cargo del
Festival Internacional Cervantino de Guanajuato y de un fondo para la promoción
de las actividades culturales llamado FONAPAS, así como d un organismo dedicado
al bienestar familiar DIF.
Además, la extravagante forma de
vida de la camarilla de López Portillo sugería corrupción. Por ejemplo, la
señora López Portillo viajaba en aviones del gobierno, con séquito de
ayudantes, a hacer compras a Nueva York y París, a sesiones de meditación en la
India y a ceremonias de vudús en Haití. En la Quinta Avenida de Nueva York era
muy conocida por gastar. Las relaciones tensas que tenía con su esposo eran de
dominio público, y después de que éste le compró a su amante una villa de 2
millones de dólares en Acapulco, la primera dama la ocupó y obligó al
Presidente a comprarle otra distinta a la señorita Alegría. Margarita López
Portillo, cuyo pecado principal fue su incompetencia administrativa, también
provocó indignación cuando se construyó una grandiosa mansión en terrenos
federales en la zona residencial capitalina de Lomas Altas. Los vecinos de la
zona vieron como la maquinaria del gobierno rellenaba 11 000 metros cuadrados
de barranco para construir un jardín. Por último, en una muestra extraordinaria
de insensatez política, el propio Presidente se construyó un complejo de cinco
mansiones, con canchas de tenis, piscinas, caballerizas y gimnasio, en una
ladera a las afueras de la capital, a plena vista desde una de las carreteras
más transitadas. Como había prometido defender el peso “como un perro” a
principios de 1982, la gente llama al complejo “La Colina del Perro”.
Quizá lo que despertó más iras
contra el Presidente fue su comportamiento después de la nacionalización de la banca
del país, el primero de septiembre de 1982. Incluso aunque antes no era ilegal
enviar dólares al extranjero, le echó la culpa del derrumbe del peso a los
bancos y prometió desenmascarar a los antipatriotas sacadólares que habían
sacado entre 15 y 25 mil millones de dólares del país en los tres años
anteriores. Parecía una amenaza atrevida, pues era sabido que muchos
funcionarios y políticos destacados tenían propiedades en Estados Unidos, y la
mayoría de los mexicanos esperaban con morbosa fascinación conocer los
resultados. Temerosos de que las exposiciones sólo incluyeran los nombres de
empresarios, algunos banqueros que habían sido expropiados elaboraron sus
propias listas de saca-dólares políticos y se prepararon para dar la lista a la
prensa extranjera. A fin de cuentas, burlándose de los sentimientos nacionalistas
despertados por los medios d comunicación, no pasó nada: no se publicaron
nombres y el gran escándalo de los saca-dólares se fue apagando. En los últimos
días de su sexenio, consciente de que su imagen se desintegraba, López Portillo
se dio a defenderse a sí mismo, declarando ante su gabinete que no había
recibido ni un solo peso mal habido y alabando a sus colaboradores íntimos,
inclusive a su hijo, a quien describió llamándolo “el orgullo de mi nepotismo”.
Antes d los últimos meses –caóticos y
escandalosos- de López Portillo, De la Madrid habló del tema d la corrupción en
su campaña para la presidencia, convirtiendo incluso la “renovación moral” en
una de las bases clave de su plataforma electoral. Para cuando asumió el mando,
habiendo heredado un gobierno en quiebra, su credibilidad dependía, en gran
medida, de esa única promesa. Así, pues, giró una serie de órdenes y decretos
para estrechar el control del uso de los fondos públicos. Por primera vez, “el
conflicto de intereses” y el “nepotismo” fueron definidos como delitos
sancionables. Exigió que los funcionarios declararan su situación financiera al
entrar al gobierno y al salir de éste. Se cerraron trampas con la Ley de
Responsabilidades Públicas, a efecto de evitar que los funcionarios corruptos
fueran liberados de la cárcel una vez retribuido el dinero mal habido. Se
dieron a conocer lineamientos que prohibían el uso de coches del gobierno,
choferes y guardaespaldas para propósitos familiares o personales. Incluso el
sueldo del Presidente y de varios cientos de funcionarios de alta jerarquía se
dio a conocer al público, al tiempo que otras fuentes de ingresos
tradicionales, como los honorarios por asistir a reuniones dl consejo de las
compañías estatales, las cuentas abiertas de gastos personales y los fondos de
caja chica de las instituciones quedaron suprimidos. Se creó una Contraloría
General, dirigida por Francisco Rojas, contador y colaborador estrecho del
Presidente, para supervisar el cumplimiento de las nuevas reglas.
En su discurso de toma d posesión,
De la Madrid hizo también hincapié, en que era preciso “moralizar” a las
fuerzas policiales del país, y en la capital nombró a un general del ejército,
Ramón Mota Sánchez, como cabeza del departamento de policía. El general Mota
pidió a docenas d comandantes superiores –“Les ruego que no pasen
gratificaciones a sus superiores”, les dijo a los cadetes de la policía- y el
propio Presidente ordenó que se desmontara el infamante Departamento para la
Investigación y la Prevención de la Delincuencia. No obstante, la resistencia
era mucha. Se encontró que la oficina de prensa de la policía trabajaba con
reporteros en toda una serie de actividades ilícitas, desde el contrabando
hasta la “venta” de libertad de delincuentes menores. Cuando se rompió el
cerco, los reporteros respondieron con una feroz campaña contra el jefe de la
policía, sugiriendo que la ciudad estaba invadida por delincuentes y
solicitando que se reemplazara al general Mota. Por otra parte, al nivel de
policía de tránsito, el temor a la reprimenda condujo a una reducción inicial
de las “mordidas”, pero en cuestión de semanas la antigua tradición fue
restaurada, habiendo policías que incluso llegaron a comentar,
apologéticamente, que su salario era tan bajo que tenían que “morder” para
poder subsistir.
Las esperanzas de De la Madrid de
cambiar la relación corrupta entre gobierno y prensa encontraron también
obstáculos pronto. Durante su propia campaña electoral, el PRI había pagado
todos los gastos dl séquito de prensa y mientras De la Madrid predicaba sobre
la “renovación moral”, los ayudantes del partido repartían “embutes” a los
reporteros. Pero el nuevo presidente estaba decidido a racionalizar la
publicidad del gobierno, a evitar que los fondos ´públicos mantuvieran a
docenas de publicaciones fantasmas
dedicadas a la “extorsión política” y a terminar con el embute. Convocó a una
reunión con un grupo de directores para explicarles su plan y les pidió que
pagaran sueldos adecuados a sus reporteros. En cuestión de meses, tanto la
presidencia como la secretaría de Gobernación estaban pagando “embutes” otra
vez a reporteros clave, diciendo en privado, que una costumbre antigua sólo se
podía ir cambiando lentamente.
El objetivo de Miguel de la Madrid
era presidir un gobierno honrado, limpiar la corrupción del futuro. Pero pronto
se le presionó para que castigara a los componentes deshonestos del régimen de
López Portillo, para que limpiara el pasado. Era un dilema político difícil.
Por su parte, los empresarios, políticos y periodistas sostenían que De la
Madrid sólo podría afirmar su autoridad personal si actuaba directamente contra
el mismo López Portillo. Por la otra, el precedente de formular cargos contra
un ex Presidente perjudicaría al sistema, afectando al aura que rodeaba a la
presidencia. En unas cuantas semanas, un conocido abogado conservador inició
una acción formal por “peculado” contra López Portillo, ero la Procuraduría General
no dio lugar al caso. Empezaron a circular rumores de que De la Madrid estaba
protegiendo a su antiguo mentor. A fin de cuentas, De la Madrid se reunió con
su gabinete y decidieron que no emprendería ninguna acción contra el
expresidente –de hecho, se le perdonó y salió del país para radicar en Roma-
pero ningún otro miembro gozaría de impunidad.
Así, lentamente dentro de un gran escepticismo
de la gente, el nuevo gobernó empezó a revisar los libros: Lidia Camarena,
exdiputada, Everardo Espino, que fuera director del Banco Nacional de Crédito
Rural, y Leopoldo Ramírez Limón, ex director del Monte de Piedad, se contaron
entre los primeros en ser encarcelados por fraude. También se presentaron
cargos contra otro exdiputado, Miguel Lerma Candelaria. Pero la inspección
principal estaba reservada para PEMEX, donde alguna de las fortunas más grandes
habían florecido con el expresidente. Cuando se giraron las primeras órdenes de
aprehensión en contra de los ex funcionarios del petróleo, los acusados huyeron
y se escondieron.
En realidad, conforme el nuevo
gobierno se acomodaba, ya había indicios de que se estaban relajando los
reglamentos internos: algunos coches llenos de guaruras aparecieron nuevamente
en las calles de la ciudad de México, los familiares de muchos políticos
encontraron acomodo en puestos del gobierno y los sueldos para los niveles
altos fueron aumentando, sin anuncios, a velocidad muy superior a la del
salario mínimo oficial, con gratificaciones especiales por valor de unos 3 000
dólares distribuidos a cada uno de los máximos funcionarios en la navidad de
1983. Incluso los optimistas callaron su opinión sobre la “nueva moral” hasta
que la recuperación económica pudiera financiar los proyectos de inversión del
gobierno y ofrecer las primeras tentaciones reales a la nueva generación de
funcionarios.
La perenne necesidad de lubricante y
engrudo perduró. En los niveles medios de la burocracia, el temor a las
aprehensiones produjo un efecto paralizante, y los funcionarios insistían en
seguir las complejas reglas nuevas antes de gastar dinero. Como,
repentinamente, la acción implicaba riesgos, aparecieron pretextos nuevos para
la falta de acción. Dentro del mismo sistema, la campaña de la “renovación
moral” produjo incertidumbre y muchos políticos advirtieron en privado que un
ambiente inquisitorial perjudicaría seriamente a las relaciones de confianza y
lealtad. Un político sostuvo que acabar con la corrupción sería “amputar una
pierna del sistema”: el sistema no podría sobrevivir a no ser que se encontrara
un sostén nuevo.
El mismo De la Madrid no parecía
acariciar esperanza de que se pudieran romper se pudieran romper costumbres y
tradiciones de muchos siglos. Así mismo, reconoció las limitaciones de su
poder, no sólo al perdonar a López Portillo y pasar por alto la corrupción en
el ejército, sino también al renunciar, a su sueño de limpiar los poderosos
sindicatos de los trabajadores del petróleo y de los maestros. Pero tenía que
reducir la corrupción al grado en que ni despertara a la opinión pública ni
alterara las relaciones del gobierno con sus aliados dentro del sistema. En
esencia, el problema era político más que moral. Un sistema que nunca había
funcionado debidamente sin la corrupción ya no funcionaba fluidamente en la
razón de la corrupción excesiva. Simplemente, lo que se había activado era el
refinado instinto de autoconservación del sistema.
INDIGENAS DE CUERPO Y ALMA
I
México,
orgulloso de su pasado indígena, parece avergonzarse de su presente indígena.
Los edificios del gobierno están cubiertos con pinturas murales y esculturas
que loan el heroísmo de los aztecas, mientras que los museos albergan
exquisitas joyas, cerámica y artefactos encontrados en las ruinas prehispánicas.
Pero los indios mismos, los descendientes directos de ese “glorioso pasado”,
siguen siendo una raza conquistada, víctimas de la peor pobreza y
discriminación que se pueda encontrar en México hoy día. Han perdido la mayor
parte de sus tierras comunales, su cultura ha sido asediada y erosionada por la
“civilización” e incluso se les ha robado su pasado. El México moderno, que ha
desenterrado sus raíces indígenas y elevado el indigenismo a símbolo de
identidad nacional, tiene poco espacio para los indígenas del presente.
Sin embargo, la fuerza y resistencia
de su visión religiosa y cultural del mundo han contribuido a conservar una
identidad indígena independiente. México cuenta todavía con cerca de 8 a 10
millones de indígenas, divididos entre cincuenta y seis grupos étnicos y
lingüísticos que hablan más de cien dialectos diferentes. Algunos grupos, como
los nahuas, mayas, zapotecas y mixtecas suman cientos de miles y dominan la
población de zonas enteras del país, aunque con frecuencia están fragmentados
en pequeñas comunidades. Otros, como los lacandones, kiliwas, cucapas y
país-pais han quedado reducidos tan sólo a unas cuantas docenas de familias.
Algunos continúan viviendo totalmente aislados y han conservado la “pureza” de
su mundo religioso, aunque la mayoría han ido incorporando gradualmente a su
vida las características del entorno mestizo más amplio. Desde la Conquista,
todos ellos han estado librando una batalla contra la asimilación y la
desaparición. Su mera existencia es un tributo a su decisión de sobrevivir.
Desde el siglo XVI, padecieron
virtual esclavitud, conversión obligada al cristianismo y devastación de su
población en razón de las nuevas enfermedades importadas por los
conquistadores. Muchas tribus indígenas buscaron refugio en las montañas,
selvas y desiertos, pero las comunidades indígenas más grandes fueron
absorbidas gradualmente por la economía colonial, ofrecieron mano de obra
gratuita o barata para las haciendas, las minas y, más adelante, las fábricas
pequeñas. Hubo, ocasionalmente, rebeliones indígenas, siempre sofocadas con la
pérdida de muchas vidas, pero las diferencias lingüísticas y culturales entre
los grupos indígenas evitaron que surgiera cualquier movimiento nacional.
Oficialmente, se consideraba que los indígenas eran menores y la ley les
protegía, pero en la práctica eran tratados como inferiores, y se acostumbraron
a ser tratados así. (La decisión, totalmente inefectiva, de ordenar la
desaparición de las lenguas indígenas en 1770 tenía por meta acelerar la integración
de los indígenas, aunque se estima que, de hecho 43 lenguas indígenas han
desaparecido desde la Conquista.) Su aceptación de la Virgen de Guadalupe como
deidad indígena no sólo establecía su cristianismo formal sino también concedía
a la iglesia española un instrumento más para controlar a sus distantes
feligreses.
Después de la Independencia, la
suerte de los indígenas se deterioró. Muchos lucharon y murieron en la guerra
de Independencia y en los constantes levantamientos y conflictos que siguieron,
pero no tenían voz alguna en las cuestiones de estado. Constituían la fuerza de
trabajo necesaria, pero pocos mexicanos del siglo XIX consideraban que la nueva
nación debía encontrar un lugar especial para los indígenas. El concepto más
progresista era considerarlos un obstáculo para la modernización del país y
buscar su integración destruyendo su “atrasada” cultura. Cuando Benito Juárez,
el único indígena de sangre pura que jamás gobernara México, desmanteló el
sistema tradicional de las tierras comunales para acelerar la incorporación de
los indígenas, meramente los hizo más vulnerables a la explotación.
Durante la Revolución de 1910, los
indígenas volvieron a constituir la mayor parte de los combatientes y las
bajas. En muchas zonas, ni siquiera estaban seguros de por qué estaban
luchando: se tomaban decisiones en su nombre, pero sin consultarles. Un
reciente relato tzotzil de la Revolución, en los altos de Chiapas, recordaba
recientemente la forma en que los indígenas habían sido manipulados. “El obispo
de San Cristóbal, señor Orozco y Jiménez, emocionó a todos los políticos –según
la versión que ahora se enseña en todas las escuelas de los pueblos tzotziles-.
Pero ni el obispo ni los políticos combatieron. Sólo repartieron las armas. Los
que salieron a sufrir fueron los indígenas de Jacinto Pérez Pajarito. Y para
alentarles, la gente con dinero prometió tierras a los indígenas, y el obispo
les dio medallas y banderas con la Virgen de Guadalupe.” En realidad, como los
indígenas seguían representando casi la mitad de la población, con frecuencia
sus demandas no se podían diferenciar de las de otros campesinos. Incluso los
zapatistas de Morelos y Guerrero, que hablaban principalmente náhuatl y usaban
vestimentas indígenas, luchaban por sus tierras comunales y no por su identidad
étnica.
Pero, después de la Revolución, la
ambivalencia de México hacia su pasado y presente indígenas empezó a brotar.
Una intensa búsqueda por una identidad nacional condujo a la idealización del
indígena, primero a través de los murales de José Clemente Orozco, Diego Rivera
y David Alfaro Siqueiros y, más adelante, en los museos y artes folklóricos.
Otros intelectuales abordaron la cuestión del indigenismo dentro del contexto
de la raza mestiza naciente. Manuel Gamio, antropólogo que fue el primero en
excavar las ruinas prehispánicas de Teotihuacán, consideraba que la llegada de
“otros hombres, otra sangre y otras ideas” de España, en el siglo XVI, había
hecho añicos la unión racial. José Vasconcelos, importante político y filósofo
de la época, estaba entregado al concepto de la “raza cósmica” –la Raza-
naciente en México. “Somos indígenas de cuerpo y alma –escribió-. El idioma y
la civilización son españoles.”
Pero aunque los indígenas habían
logrado cierto reconocimiento, su conservadora visión agrari del cambio social
fue interpretada como una aberración etnocéntrica dentro del nuevo concepto de
unidad nacional. En 1915, el novelista “revolucionario” Martín Luís Guzmán,
escribió con franco desdén: “Desde la Conquista o incluso desde tiempos
prehispánicos, el indio ha sido abnegado, sumiso, indiferente al bien y el mal,
inconsciente, su alma reducida a una trama rudimentaria, incapaz siquiera de
sentir esperanza. A juzgar por lo que vemos ahora, el indio no ha dado un paso
adelante en siglos. Sin idealismo, esperanza o aspiraciones, sin sentir orgullo
de su raza, afectado por una docilidad mortal e irritante, la masa de indígenas
es para México un peso y una carga.” Por ende, la nueva élite revolucionaria no
veía una alternativa para integrar a los indígenas al resto de México. Como
Secretario de Educación a principios de los años veinte, Vasconcelos pensaba
que la educación en español era el único instrumento para preparar a los niños
indígenas para que entraran al entorno occidental. El concepto de México como
una nación multiétnica tenía que nacer aún. El objetivo era hacer que el
indígena, según palabras de Vasconcelos, “fuera un miembro civilizado de una
comunidad moderna.
A finales de los años treinta, el
presidente Cárdenas reconoció que los indígenas necesitaban que se les prestara
una atención especial y, siendo de extracción tarasca, sentía una preocupación
intensa y paternalista por su situación social. Al acelerar la reforma agraria,
indirectamente fortaleció la base territorial y la identidad cultural de muchos
grupos. Pero el objetivo del régimen, a largo plazo, siguió siendo la
integración. “El programa para emancipar a los indígenas es, en esencia, igual
que el de la emancipación del proletariado en cualquier país, pero no se puede
ignorar que las circunstancias especiales de su clima, sus antecedentes y sus
necesidades le confieren una fisonomía social peculiar –explicaba Cárdenas en
cierta ocasión-. Nuestro problema indígena no está en mantener al indio como
indio, ni en “indigenizar” a México, sino que radica en cómo ´mexicanizar´al
indígena al mismo tiempo que se respeta su sangre, se conservan sus
sentimientos, su amor por la tierra y si inquebrantable tenacidad.”
En 1936, se formó un Departamento
para Asuntos Indígenas con objeto de que supervisara este proceso. El primer
Congreso Indigenista Iteramericano, que tuvo lugar en 1940, en Pátzcuaro,
ciudad de Michoacán, estado natal de Cárdenas, permitió a México promover la
idea de que los indígenas en otros puntos de América Latina recibieran también
atención especial. Después, en 1948, se creó el Instituto Nacional Indigenista
(INI) que haría las veces de banda transmisora del resto de la sociedad a las
comunidades indígenas. En los años cincuenta y sesenta, el INI estableció doce
centros coordinadores en zonas indígenas, principalmente en Chiapas y Oaxaca,
por medio de los cuales promovía la enseñanza del español, los programas de
vacunación, las técnicas agrícolas modernas y los nexos económicos más
estrechos con las poblaciones mestizas vecinas. “Durante mucho tiempo
–recordaba una publicación del INI en 1981- se consideraba que ello era
benéfico, en el sentido de que modernizaba a los indígenas, quienes,
supuestamente, eran pobres porque estaban atrasados, o porque su cultura
impedía que avanzaran. Se pensaba que el contacto con la sociedad moderna les
ayudaría, pero no fue así.”
En la realidad, en lugar de verse
fortalecidos por la asimilación, los indígenas simplemente quedaron expuestos a
una situación conocida con el nombre de “colonialismo interno”. La nueva
pérdida de sus tierras comunales, su explotación como mano de obra barata para
la época de cosechas y la construcción de caminos facilitaron tanto la
migración de indígenas jóvenes inquietos como la penetración de un estilo de
vida mestizo más consumista. Sí hubo un crudo proceso de integración en el
sentido de que, mientras la población del país se multiplicaba por seis en las
siete décadas posteriores a la Revolución, su mayor migración y mortalidad aseguraban
que la cantidad de indígenas aumentara con más lentitud, y su parte del total
de la población disminuyó del 45 al 10 por ciento. Sin embargo, durante este
proceso, no se salvaguardó la situación cultural ni física de los indígenas.
Con el Presidente Echeverría, a
principios de los años setenta, el tema indigenista fue planteado nuevamente
por una nueva ola de populismo. Echeverría no sólo estaba ansioso de emular el
ejemplo de Cárdenas, en este sentido al igual que en otros, sino que sentía más
presión por incorporar a los indígenas a la vida del país. Sin embargo, siendo
los más pobres entre los pobres, se seguía pensando que los indígenas eran
víctimas del sistema socioeconómico del país, en lugar de ser herederos de una
identidad cultural propia. “Mientras los indígenas de México no participen en
la vida cívica, intelectual y productiva del país serán extranjeros en su
propia tierra, expuestos al abuso de aquellos que tienen más y excluidos de los
beneficios de la civilización –comentó Echeverría en cierta ocasión, y haciendo
eco de Cárdenas dijo: Hablamos de mexicanizar nuestros recursos naturales, sin
darnos cuenta que también es necesario mexicanizar nuestros recursos humanos.”
En consecuencia las inversiones
nuevas se destinaron a construir escuelas, clínicas de salud y caminos en zonas
indígenas, mientras que el INI expandía su red de centros coordinadores,
pasando de doce en 1970 a setenta en 1976. Se tomaron medidas para proporcionar
a los indígenas los títulos jurídicos de propiedad de sus tierras comunales: se
reconoció que más de 600 000 hectáreas de las selvas de Chiapas pertenecían a
los lacandones, mientras que los seris recuperaron sus derechos sobre la isla
Tiburón en el mar de Cortés. En octubre de 1975, el gobierno organizó el primer
Congreso Nacional de Pueblos Indígenas. Inevitablemente, el Congreso se dedicó
a alabar las políticas indigenistas de Echeverría, mientras que el nuevo
consejo fue copatado inmediatamente por la Confederación Nacional Campesina,
que forma parte del partido gobernante. Pero fue un experimento atrevido en el
sentido de que los indígenas, que estaban separados por lenguaje, geografía,
tradiciones y niveles de desarrollo, pudieron comunicarse –aunque fuera en
español- e identificar sus problemas en común.
Echeverría, con la esperanza de
cambiar el tradicional desdén de los mestizos por la cultura indígena, creó
también un departamento nuevo para promover las artesanías indígenas, y mandó
que la residencia presidencial de los Pinos fuera redecorada con un estilo mexicano
típico, y los jarrones chinos y alfombras persas fueron reemplazados por
tejidos, pinturas y cerámica indígena. Para descontento de la élite de México
orientada a lo europeo, se recomendaba a las mujeres que asistían a cenas
oficiales, ofrecidas a visitantes como la reina Isabel de Inglaterra y el Sha
de Irán, que portaran trajes indígenas en lugar de la última creación de Dior.
Echeverría tenía un propósito nacionalista mayor al promover el respeto por los
indígenas, considerando incluso que la campaña era un símbolo de la nueva
identificación del gobierno con el Tercer Mundo. Sin embargo, la cultura y el
folklore indígenas se hicieron más visibles y fueron aceptados por las clases
medias urbanas.
En los mundos académicos y
burocráticos relacionados con los indígenas se ventilaron ideas nuevas. Los
antropólogos tradicionales que contemplaban la cuestión indígena en términos
estrictamente culturales solían favorecer el aislamiento de los indígenas, y el
gobierno –especialmente el INI- actuó como protector e interlocutor principal.
Los sociólogos marxistas, que denunciaron esta actitud como una posición
“zoologista” destinada a conservar a los indígenas como objeto de
investigación, sostenían que una cultura separada entorpecía la
“proletarización” de los indígenas. La única política viable, según pensaban
los marxistas, implicaba introducir a los indígenas a la economía monetaria,
proporcionándoles servicios de salubridad, educación, técnicas agrícolas
modernas y trabajo. Surgió también una tercera corriente: algunos antropólogos
liberales insistían en que la supervivencia de los grupos indígenas enriquecía
a México en general y que el enfoque integracionista del pasado estaba
equivocado. El gobierno debería proporcionar ayuda esencial, pero sin paternalismo
o manipulación. Debería reconocer a México como una sociedad multiétnica y
conceder a los indígenas mayor autonomía para dirigir sus propios asuntos. En
otras palabras, el desarrollo social no tenía por qué implicar integración
cultural.
Algunas de estas ideas fueron
probadas durante el sexenio de López Portillo. SE iniciaron programas para
llevar agua potable, clínicas de salud y granos subsidiados a las zonas más
marginadas, donde se incluían la mayoría de las comunidades indígenas. Al mismo
tiempo, se abrieron otros veintiún centros coordinadores del INI, se dio más
importancia a la educación bilingüe, con idea de conservar las lenguas
autóctonas y la cultura local, al mismo tiempo que se ofrecían conocimientos
básicos del español. Como parte de estas actividades biculturales, se abrieron
estaciones de radio que transmitían en lenguas indígenas en zonas donde ya
llegaban las transmisiones en español, y se publicaron libros de texto en
cuarenta lenguas y ochenta dialectos. Además, con alrededor de 25 000 maestros
bilingües trabajando en poblaciones remotas en 1982, nació una nueva generación
de líderes de las comunidades; algunos de ellos explotaron su influencia para
hacerse caciques, pero otros pudieron tener tratos de mayor confianza con los
vecinos centros de poder mestizos.
López Portillo, aunque criollo,
parecía sentir una fascinación paternalista por las raíces indígenas de México.
“México se distingue del resto del Mundo por nuestros grupos étnicos. ¿Qué
sería México de no ser por lo que ustedes significan y representan? ¡Casi
nada!” En otra ocasión apuntó: “Es muy doloroso ver,, conforme uno va subiendo
por la tierra, que se puede encontrar grupos de indígenas, ahí donde han huido
de la injusticia y de la esclavitud. –Y añadió-: Hermanos indios, si en este
país hay una causa evidente, es la causa indígena. Y si debemos justicia a
alguien –justicia del tamaño de su olvido, justicia del tamaño de su dolor- la
debemos precisamente a ustedes.” La idea que López Portillo tenía de la
integración de los indígenas era que éstos debían contribuir a la cultura
nacional y, por consiguiente, ayudar en la lucha por “la identidad nacional y
la independencia nacional”.
Pero este lenguaje más sensible no
podía transformar la condición de los indígenas. En una reunión, Espiridión
López, líder de los mayo de Sonora,
preguntó frustrado al Presidente: “¿Qué sentido hay en tener un presidente
dedicado a resolver nuestros problemas y a integrarnos al resto de la población
si aquellos funcionarios a cargo de llevar a cabo las soluciones son los
mismísimos no están explotando?” Cuando Miguel de la Madrid efectuaba su
campaña para la presidencia en 1982, volvió a escuchar una letanía de quejas,
no sólo en torno a la pérdida de tierras comunales, el sistema de justicia discriminatorio,
la escasez de agua y el peso opresivo de los caciques en zonas indígenas, sino
también respecto de la política del gobierno. “El paternalismo del gobierno, de
los antropólogos, de los partidos políticos y de las iglesias nos ha quitado la
iniciativa –dijo a De la Madrid Apolinar de la Cruz, vocero del Consejo
Nacional de Pueblos Indígenas-. Ha corrompido a generaciones, ha opacado
nuestra conciencia étnica y de clase. En razón del paternalismo, incluso las
obras y los servicios públicos nos empobrecen y endeudan más de lo que nos
benefician. Y si ello no fuera suficiente, el paternalismo se convierte en un
círculo vicioso; pretende protegernos hasta que estemos listos para actuar por
cuenta propia, pero evita que desarrollemos la capacidad para cuidarnos solos.”
De la Madrid prometió acabar con
esta tradición y adoptar “una política indigenista con los indígenas en lugar
de hacerla para los indígenas”, y también él habló de la importancia que tenía
preservar la cultura indígena. “Debemos respetar su cultura y su forma de vida
–le dijo a un grupo de huicholes-.
Crear una cultura nacional no significa imponer la uniformidad. Más bien,
significa reconocer la diversidad y riqueza de las expresiones que componen la
cultura mexicana. Ustedes son parte de la cultura mexicana. Si perdemos algo de
la cultura huichol, no sólo perderán los huicholes, perderemos todos.” Además
del objetivo tradicional de la asimilación, De la Madrid apuntó: “Debemos
reconocer una verdadera federación de nacionalidad dentro de la nacionalidad
mexicana.”
La consolidación de esta tesis
conservatista revivió una acalorada controversia sobre el papel desempeñado por
los antropólogos y misioneros extranjeros que trabajaban en las comunidades
indígenas. Desde hacía mucho tiempo, México se había sentido avergonzado de que
los mejores trabajos académicos sobre las culturas indígenas del país hubieran
sido efectuados por científicos extranjeros y, casi como mecanismo de defensa,
los académicos izquierdistas de México, con frecuencia, les acusaban de ser
agentes de la CIA o saqueadores de las ruinas prehispánicas del país. Conforme
el nacionalismo cultural aumentó en los años setenta, cada vez fue resultando
más difícil que las universidades y los arqueólogos extranjeros, obtuvieran permiso
para efectuar excavaciones en México. Es más, empezó a aumentar la preocupación
por las actividades de los evangelistas protestantes estadunidenses en las
comunidades indígenas.
El blanco principal de las críticas
era el Instituto Lingüístico de Verano, rama de los Traductores de la Biblia de
Wycliffe, que estaba dedicado a traducir la Biblia a lenguas indígenas y a
convertir a los indígenas al protestantismo. Paradójicamente, el instituto fue
invitado a México en 1936 por Cárdenas, quien pensaba que el protestantismo
podía abrir una brecha en las barreras impuestas por el catolicismo para llegar
a la modernización de los indígenas. De hecho, sus misioneros fueron los
primeros en escribir muchas de las lenguas indígenas y, así, efectuaron una
importante contribución lingüística. Pero en las pequeñas comunidades
indígenas, donde las creencias religiosas católicas y semipaganas forma parte
esencial de toda una concepción de la vida, las conversiones dividieron a los
pueblos y erosionaron su estabilidad cultural. En San Juan Chamula, Chiapas,
cientos de nuevos conversos y varios misioneros fueron sacados de la comunidad
y huyeron a la población vecina de San Cristóbal, después de haber dado la
espalda a los dioses y rituales tradicionales.
Cuando el gobierno abandonó su
objetivo de integrar a los indígenas, se consideró que el Instituto Lingüístico
de Verano estaba, según las palabras de un documento del INI de 1981,
“cometiendo etnocidio y expropiación cultural”. Por presiones de antropólogos y
del Consejo de Pueblos Indígenas, en 1979 se revocó un convenio con el
Instituto que tenía cuarenta años de existir. A principios de 1983, el gobierno
de Miguel de la Madrid anunció que el Instituto debía salir de México. Pero, en
realidad, no pasó nada. Algunos de los principales misioneros se habían casado
con mexicanas y tenían hijos mexicanos y, como personas físicas, no podían ser
expulsados del país. La embajada de Estados Unidos intervino y aconsejó que no
se tomara una medida precipitada que pudiera ser interpretada como persecución
religiosa. Por último, algunos funcionarios conservadores de la secretaría de
Gobernación pensaban que el Instituto realizaba una labor útil al neutralizar
las actividades de sacerdotes católicos de tendencias izquierdistas. En consecuencia,
el Instituto continúa trabajando conforme aumentan las peticiones para su
expulsión.
A finales de 1983, hubo mayor
inquietud cuando el nuevo director general del INI, Salomón Nahmad Sitton, fue
encarcelado, supuestamente, por haber aceptado una comisión, por el equivalente
a 30 000 dólares, en la compra de tela que sería donada por la viuda de
Cárdenas a las comunidades indígenas de Oaxaca. Nahmad no sólo era muy
respetado por sus compañeros antropólogos, por su honradez y dedicación, sino
que también se había ganado el afecto de muchos grupos indígenas. Cada vez eran
más los indicios de que había sido víctima de intrigas políticas dentro del
gobierno. Nahmad pertenecía a la nueva escuela de antropólogos que se oponían,
según sus propias palabras, a “políticas paternalistas, incorporativistas e
integracionistas” que tratan a los indígenas “como si fueran niños”. Pero sus
esfuerzos por instrumentar una política nueva (ya había transferido el control
de los centros del INI distribuidos entre los yaquis y chontales a las
comunidades locales) fueron interpretados como una amenaza por los intereses
burocráticos atrincherados. Muchos intelectuales de primera línea protestaron
por la aprehensión de Nahmad, mientras que los líderes de las comunidades indígenas
se presentaron ante las oficinas centrales del INI exigiendo su liberación así
como que se nombrara a un indígena para sucederle.
En cabio, en su lugar, Miguel Limón
Rojas, político sin experiencia en asuntos indígenas, fue nombrado para el
puesto, heredando una organización que había perdido el apoyo de los
antropólogos más progresistas, así como de los grupos indígenas más activos. De
la Madrid insistía en que la política indigenista seguiría buscando “el
equilibrio entre la integración del indígena al desarrollo y el respeto por su
identidad cultural, equilibrio que evite el paternalismo degradante y promueva
su digna participación en la sociedad.” Pero había un profundo escepticismo. Después de seis meses en la
cárcel, Nahmad fue liberado. “Se teme que los indígenas y los campesinos puedan
alcanzar condiciones de vida justas, pero es mayor el temor a que se rebelen
–dijo-. No es que sea partidario de la violencia, pero los indígenas no tienen
otra alternativa cuando su camino está entorpecido por la falta de comprensión
y los obstáculos burocráticos.” Después de su aprehensión, el INI se encargó de
recuperar el control directo de las estaciones de radio que transmitían en maya, tarahumara, mixteco y náhuatl, que
se consideraban demasiado independientes. Y no fue la primera vez en que muchos
líderes indígenas llegaron a la conclusión de que las políticas indigenistas
les eran más importantes a los funcionarios que los propios indígenas.
II
“Los indígenas
son los campesinos que viven en las peores tierras de un país de tierras pobres
–apuntó, en cierta ocasión, Fernando Benítez, escritor que ha dedicado mucho
tiempo a registrar el legado indígena de México-. Pro el verdadero problema no
es el indígena mismo. Más bien lo es su relación con el sistema: el indígena y
algo más –el indígena y la tierra,, el indígena y los bosques, el indígena y el
café, el indígena y el maíz y así sucesivamente. Todo lo que posee o produce es
sujeto de rapiña o fraude.”
En realidad, en México, no hay consenso
sobre la definición correcta de un indígena, pues la sangre, la lengua, la
vestimenta, el territorio y el nivel económico se usan indistintamente como
indicadores. Quizá resulte raro, pero la sangre es la prueba menos confiable,
toda vez que la mayoría de los mexicanos tiene algo de sangre indígena y muchos
indígenas “de sangre pura” forman parte
ahora de la sociedad mestiza. Por otra parte, las lenguas y vestimentas
tradicionales identifican, con claridad, al indígena, aunque existen algunos
que hablan español y usan ropa occidental, pero que conservan las tradiciones y
creencias de sus antepasados. “Un indígena es cualquier individuo que siente
que pertenece a una comunidad indígena, que se considera indígena –explicaba
Alfonso Caso, fundador del INI, en cierta ocasión-. Esta conciencia de grupo
sólo puede existir cuando su cultura es plenamente aceptada, cuando se
comparten los mismos ideales éticos, estéticos, sociales y políticos, cuando el
individuo participa en la simpatías y antipatías del sistema colectivo y
colabora en sus acciones y reacciones.”
Pero, al parecer, el factor más
importante es si la sociedad le trata y le explota como indígena; puede ser
rechazado por su comunidad y no ser aceptado por el mundo exterior; puede
padecer el racismo incluso en un país donde no hay una línea étnica. Como le
dijo Carmen Borja, joven indígena, a De la Madrid durante su campaña electoral:
“los ojos de los mestizos y de la gente común y corriente de la ciudad están
llenos de desdén y curiosidad o lástima cuando nos ven.” No es raro que el
indígena haya definido al mestizo como su peor enemigo. “La peor peste que nos
asuela son los mestizos –dijo un líder tarahumara-. Nadie puede hacer nada
contra ellos porque son fuertes. Roban, matan a nuestra gente, esclavizan y
violan a nuestras hijas, usan nuestras tierras para cultivar mariguana, nos
emborrachan.” El mestizo meramente personifica el mundo exterior en su
totalidad, con el cual el indígena teme tener contacto aunque, con frecuencia,
no lo pueda evitar.
Los nahuas, otomíes y mazahuas de los altiplanos centrales, los zapotecas y mixtecas de Oaxaca y los mayas de Yucatán y Chiapas son demasiado
numerosos y están demasiado dispersos como para permanecer aislados. Desde
tiempos de la Colonia, sus mundos se vieron obligados a relacionarse con los
centros de poder de las nuevas ciudades coloniales. Conservan sus lenguas y su
identidad cultural, pero también viajan en autobuses, trabajan en fincas
privadas, dependen de los mercados de las poblaciones vecinas y efectúan
transacciones comerciales con los mestizos. Incluso aunque los indígenas de
estas zonas semiáridas ya no controlan recursos que valga la pena quitarles,
como muchos otros campesinos siguen siendo el blanco permanente de la
explotación. Si la comunidad indígena tiene un superávit de maíz, frijol o
legumbres, casi automáticamente es presa de un intermediario que puede comprar
la cosecha a crédito, incluso antes de que esté sembrada, o quizá cobre una
tarifa exorbitante por transportar los bienes al mercado. Las indígenas que
llevan sus tejidos a la población más cercana encuentran que tiene que pagarle
sobornos a la policía de la localidad para “alquilar” una esquina en la calle.
De igual manera, sus culturas son
asediadas por influencias nuevas. A muchos poblados indígenas sólo se puede
llegar por caminos de terracería, aunque, de alguna manera, los camiones logran
asar para entregar en sus tienditas Coca-Cola, alimentos enlatados, cerveza,
aguardiente barato y otros productos de la civilización, todos ellos vendidos a
precio mucho más altos que en las zonas urbanas. La publicidad radiofónica y en
algunos casos la televisada, sirven para reforzar este nuevo consumo, mostrando
así mismo un mundo que está al alcance. Inevitablemente, los nahuas, otomíes y mazahuas,
que viven más cerca de la ciudad de México, están siendo absorbidos por el
estilo de vida mestizo a mayor velocidad que los grupos indígenas. Se dice que
hay 1.5 millones de indígenas que viven en zonas urbanas, la mitad de ellos en
la ciudad de México. En algunos casos, los poblados nahuas situados en las
afueras de la capital han sido virtualmente invadidos por la metrópoli
creciente. En otros casos, los indígenas llegan a la ciudad de México en busca
de trabajo y, aunque regularmente vuelven a sus pueblos, adquieren algo de
español y adoptan costumbres diferentes. Como muchos indígenas ya no usan su
vestimenta tradicional, difícilmente se les puede distinguir d otros campesinos
migrantes que trabajan en la construcción de edificios o barriendo las calles.
Las indígenas –principalmente mazahuas y otomíes- envueltas en sus rebozos y
cargando a niños pequeños deambulan por las calles vendiendo fruta o chicles en
las abigarradas aceras, o simplemente piden una limosna al que pasa por ahí. Su
necesidad de sobrevivir físicamente representa una amenaza inevitable contra la
supervivencia de su cultura.
En el caso de los mayas, el aumento
del turismo en la península de Yucatán ha llevado otro tipo de liberación de la
esclavitud al henequén. Su cultivo se introdujo después de la Guerra de Castas
de mediados del siglo XIX como solución agrícola al delgado manto de esas
tierras y, después de que las grandes haciendas henequeneras fueron divididas
en los años treinta, los indígenas siguieron cultivándolo en pequeñas parcelas.
Pero desde la Segunda Guerra mundial, las fibras sintéticas han destrozado la
demanda mundial de henequén. Como no se ha encontrado ningún otro cultivo
idóneo para la zona, el gobierno sigue subsidiando su producción, procesamiento
y mercadeo, así como la supervivencia de unos 57 000 ejidatarios mayas y sus
familias. Este subsidio -30 millones de dólares en 1983- ha sido el precio
pagado por la paz social de la zona, pero no ha aliviado la grave pobreza y la
desnutrición crónica. Cuando se inició la construcción de Cancún en las costas
del Caribe en los años setenta, miles de mayas encontraron empleos nuevos,
primero en la construcción de los edificios y después en los hoteles. Dejaron
atrás a mujeres e hijos para que cuidaran sus parcelas y pasaron, abruptamente,
a un mundo nuevo, extraño para ellos, donde incluso el lenguaje y las
costumbres de los mestizos estaban dominados por los del turista “gringo”.
En la costa del pacífico, en
Acapulco, se ha dado un fenómeno similar. Desde los años cincuenta ha atraído a
cientos de miles de indígenas, que hablan náhuatl, de las míseras poblaciones
del estado de Guerrero. Algunos simplemente llevan sus frutos al mercado local,
otros venden sus artesanías por las playas y después, al cabo de algunos días,
vuelven a sus comunidades. Pero otros se han asentado en los barrios pobres de
las colinas y, expuestos a la televisión y otras presiones culturales,
gradualmente han ido dándole la espalda a su pasado. Una vez que sus hijos
asisten a una escuela urbana, se niegan a hablar la lengua de sus padres y
crecen como si fueran mestizos.
No obstante, los indígenas sólo
abandonan sus hogares ancestrales, sea temporal o permanentemente, cuando las
condiciones locales verdaderamente les llevan a hacerlo. Los 20 000 mazatecos
de Oaxaca fueron desalojados físicamente por el progreso cuando sus tierras
comunales fueron inundadas, por la presa Alemán en los años sesenta. Una presa
nueva, en el río Balsas, amenaza con inundar los pueblos de Guerrero que
producen la mayor parte del amate, o
pinturas sobre corteza de árbol, que se venden en todo México. En 1981, después
de que el volcán Chichonal hizo erupción y cubrió la zona con lava y cenizas,
los zoques de Chiapas occidental fueron dispersados sobre una amplia extensión
y perdieron su identidad territorial como cultura. Las sequías frecuentes
diezman también la producción local de maíz y obligan a los indígenas a migrar
en busca del dinero necesario para comprar el maíz de sus familias. Pero no
puede haber alteración mayor que la pérdida de tierras comunales: los grupos
étnicos de mayor tamaño que están más expuestos a la explotación a manos del
mundo occidental, por consiguiente, también son aquellos que seguramente
migrarán.
En muchas zonas, las comunidades
indígenas siguen atrapadas en un sistema colonial que encuentra su expresión en
la figura de un cacique, el líder local que controla su relación política y
económica con el resto de México. El cacique puede ser el mayor terrateniente
de la localidad, quizá sea el dueño de todo el comercio de la población que
domina una zona indígena o quizá compre todas las cosechas que producen los
indígenas. (En cierta ocasión, se describió al cacique de la zona chamula de
Chiapas como “el dueño de las velas, del incienso, del licor, de la Coca-Cola y
de las vidas de los indios”.)
En algunos lugares, el cacique es
indígena también. Sea cual fuere el caso, la médula del problema son las deudas
crónicas contraídas por los indígenas con el cacique, el hecho de que trabajen
constantemente para pagarle sus deudas. Para prevenir cualquier desafío contra
su poder, el cacique mantiene su cuerpo de pistoleros y nexos políticos fuertes
con el gobierno del estado. Es la persona que durante las elecciones puede
ofrecer l apoyo abrumador de los indígenas al partido gobernante y puede
asegurar que los “agitadores” de los partidos de la oposición salgan de la
zona.
En el caso de los triquis del
occidente de Oaxaca, los caciques locales, dedicados a explotar las reservas
madereras de las tierras comunales, han estimulado décadas de violencia entre
las tribus, entregando armas a diferentes comunidades. Mientras los triquis
riñen a causa de sus diferencias internas, los caciques no sólo se enriquecen,
sino también conservan un control político efectivo. A principios de los años
ochenta, respaldados por grupos izquierdistas y defensores de los derechos
civiles en otros puntos de México, se formó el Movimiento de Unificación y
Lucha Triqui, pero varios líderes triquis fueron asesinados cuando el movimiento
pretendió lanzar candidatos para las elecciones municipales. “Con poder
político –explicaba el líder indígena Apolinar de la Cruz, refiriéndose al
fenómeno del país- los caciques pueden evitar que les lleguen a nuestras
comunidades alimentos, salud, educación y comunicaciones porque evidentemente
es más fácil controlar a un pueblo hambriento, enfermo e ignorante.”
Al igual que gran parte de la
población rural de México, los indígenas padecen parasitosis, males
respiratorios y enfermedades tropicales como el paludismo, todos ellos
agravados por la desnutrición crónica. Pero el alcoholismo, seguramente, es su
aflicción más grave. En algunas zonas de Guerrero, el emborracharse forma parte
esencial de muchas ceremonias tradicionales. En las regiones áridas del estado
de Hidalgo, por ejemplo, los niños otomíes empiezan a beber pulque –el
nutritivo jugo fermentado del maguey- desde muy temprana edad. En Oaxaca y
otras zonas, los indígenas gastan sus pocos ahorros en mezcal, con frecuencia
contrayendo deudas con el cacique local por ello. En otras partes, infinidad de
versiones de alcoholes fuertes se pueden conseguir con toda facilidad. El
cuadro de un indígena borracho, incluso inconsciente, en las poblaciones
mestizas más cercanas a su hogar, por consiguiente, es trágicamente común. Y
cuando se les pasa la borrachera, los indígenas son vulnerables a la extorsión,
se les acusa de tener cuentas muy elevadas, de haber comprado animales e
incluso de haber cometido crímenes mientras estaban ebrios.
Fuera d sus comunidades, los
indígenas no tienen muchos lugares donde acudir en busca de ayuda. Algunos
obispos católicos, entre ellos Samuel Ruíz García, de San Cristóbal, Arturo
Lona Reyes de Tehuantepec y José Llaguno de la zona tarahumara, se han
identificado desde hace mucho tiempo con los intereses de los indígenas,
haciendo que les llegue ayuda del exterior y denunciando, ante el resto del
país, la represión y la explotación a la que están sujetos. Algunos
representantes locales del INI ganan también la confianza de los grupos
indígenas demostrando su disposición a enfrentase al resto de la burocracia
oficial en nombre de ellos. Quienes ayudan a los indígenas, sin embargo,
generalmente son tildados de revolucionarios: por ejemplo, el general Absalón
Castellanos, después de tomar posesión como gobernador de Chiapas, en diciembre
de 1982, identificó sus tres problemas más importantes señalando “al INI, a los
médicos de Comitán y a la diócesis de San Cristóbal”. (Los médicos estaban
ayudando a los refugiados guatemaltecos que habían cruzado la frontera,
introduciéndose en Chiapas para huir de la represión del ejército de los
altiplanos guatemaltecos). Asimismo, el obispo Lona, que en su diócesis de
Oaxaca hablaba contra la represión a manos de los caciques respaldados por el
gobierno, fue acusado de respaldar una coalición izquierdista que ganó las
elecciones en la zona zapoteca de Juchitán, en 1980.
Pero no es raro que los
resentimientos de un líder indígena contra el mundo mestizo sean avivados por
su primer contacto con el INI, cuando descubre que las decisiones que afectan a
su comunidad ya han sido tomadas por los burócratas locales. En comparación con
otros centros de poder, el INI es demasiado débil para proteger a los indígenas
de los actos de la policía estatal o municipal o para ayudar a defenderlos en
tribunales, ante jueces vulnerables a la corrupción y las presiones políticas.
En ocasiones, funcionarios del INI han tratado de integrar a los poblados
indígenas al sistema judicial del país, lo cual sólo socava más su autonomía.
Es frecuente que los líderes indígenas se quejen de que a los indígenas
monolingües se les juzga en español y sin intérpretes y de que, normalmente, se
les encuentra culpables, para después dejarles en las cárceles durante meses o
años, sin el recurso de la apelación.
Son pocas las zonas donde este
colonialismo interno ha sobrevivido con más crueldad que en Chiapas, limítrofe
con una estructura social similar en Guatemala. Muchos de los “colonialistas”
son descendientes de migrantes alemanes, pero las familias Luttmann, Gisemann,
Bernsroff y Pohlenz, del valle del Soconusco, se aliaron, desde hace mucho, con
los ricos políticos mestizos cuyas haciendas dominan las zonas más montañosas
del estado. Hoy día, alrededor de un 35 por ciento de los agricultores del
estado son dueños de sólo un uno por ciento de la tierra, mientras que un uno
por ciento de los terratenientes controla un 45 por ciento del territorio. Pero
la creciente presión de la población ejercida en los catorce grupos indígenas
de Chiapas ha producido nuevas tensiones. En algunos casos, los indígenas han
podido alquilar tierras con maleza, pero una vez que las han desmontado para
sembrar, la tierra ha sido recuperada por su propietario, quien la usa para
pastura de ganado, provocando así violentos enfrentamientos. Como ya no se
pueden mantener con las parcelas restantes, los tzeltales, tzotziles, tojolabales,
chamulas y otros indígenas se ven obligados a convertirse en la mano de obra
barata que necesitan las plantaciones de algodón y café, a las cuales son
transportados, en apiñados camiones, para ganar el equivalente a un dólar
diario y dormir en antihigiénicos galerones de madera.
En Chiapas existe la tradición de
las insurrecciones indígenas y, aunque el levantamiento de tzotziles y
tzeltales de 1712 y el sitio de San Cristóbal a manos de los chamulas en 1869
no podrían repetirse hoy día, los problemas políticos y de la tierra con
frecuencia conducen a la violencia, y las víctimas son, en su mayoría, los
indígenas. Como el ejército, la policía del estado y los caciques han
conservado un estrecho control de la entidad, con objeto de evitar el
surgimiento de un movimiento indígena organizado, la marcha convocada en
octubre de 1983, en la cual unos quinientos indígenas de diferentes poblados de
Chiapas se dirigieron a la ciudad de México, y que recibió muchísima
publicidad, fue toda una sorpresa. Sus demandas –que se aprehendiera a los
asesinos de indígenas, que se liberara a los indígenas encarcelados y que se
les dieran salarios más elevados- eran conocidas, pero en términos políticos
resultaba inconcebible que el gobernador del estado hubiera “permitido” que los
indígenas llevaran sus peticiones hasta las puertas del Palacio Nacional. Las
autoridades federales intervinieron, haciéndoles nuevas promesas, y
convencieron a los indígenas de que volvieran a sus casas pacíficamente. Sin
embargo, la presencia de estos indígenas, miserables pero orgullosos, en la
capital fue para el resto de la sociedad como un golpe momentáneo de
conciencia.
Los indígenas que después de la
Conquista huyeron a “zonas de refugio” en selvas, montes y desiertos, lo
hicieron con objeto de conservar el derecho de ser dueños de sus tierras y de
trabajarlas. La tierra –el concepto de una base territorial- es parte esencial
de cualquier grupo indígena. Pero, a la larga, incluso estos reductos seguros
fueron penetrados por la civilización. En las selvas de la Sierra Madre, al
occidente de Chihuahua, el mundo secularmente aislado de unos 70 000
tarahumaras se ha visto alterado por compañías madereras que no tienen interés
alguno en el futuro de la población activa. En Nayarit y Jalisco, los nuevos
caminos han logrado que, repentinamente, las remotas tierras de cultivo y
ganadería en las montañas, propiedad de los huicholes, les resulten accesibles
a los mestizos y, por ende, sean codiciadas por los mismos. Incluso los bosques
de Chiapas, cedidos a los lacandones por Echeverría en los años setenta, están
siendo explotados por extraños. Conforme se va perdiendo la tierra, también la
identidad cultural se erosiona inevitablemente.
En los desiertos de Sonora, el agua
era el recurso que daba valor a la tierra de los yaquis. Desde la época de la
Conquista, los guerreros yaquis se habían negado, tercamente, a aceptar la
derrota y durante gran parte del siglo XIX pelearon contra los colonizadores
blancos, atrincherándose en sus tierras junto al río Yaqui. Hubo un momento en
que la mitad en que la mitad de la tribu había huido a Arizona y muchos otros
fueron deportados a Yucatán, pero los yaquis restantes organizaban
levantamientos con frecuencia, muchas veces sangrientos, contra los yoris o blancos. Finalmente, en 1936, tan
sólo una década después de la última revuelta, el presidente Cárdenas les dio
el título de posesión de 750 hectáreas de tierra –una parte mínima de la
cantidad que habían tenido- y reconoció su derecho de autogobierno. Pero
después de que el gobierno de Alemán construyó presas en el río Yaqui y desvió
su agua hacia canales de irrigación, los indígenas perdieron el acceso al
elemento más vital de su supervivencia. Hoy día, los yaquis, rodeados por la
tierra más productiva de México, viven en una miseria lastimosa. “¿Es ésa la
Revolución?”, le preguntó un viejo yaqui al general Cárdenas, treinta años
después de que había reconocido las tierras comunales de la tribu. Se cuenta
que l general Cárdenas no pudo contener las lágrimas.
Desde los cucapas, cerca de la frontera con Estados Unidos, hasta los mames en la frontera con Guatemala, los
relatos de la situación de los indígenas tienen un tono casi monótono: las
tribus indígenas hablan lenguas diferentes, tienen tradiciones diferentes,
adoran a dioses diferentes y usan vestimentas diferentes; sin embargo,
comparten una suerte económica y social en común. En cierta ocasión, De la
Madrid se refirió a “su condición intolerable y vergonzosa”, ero sus buenas
intenciones no podían hacer gran cosa para cambiarla. Los indígenas siguen
presos, no sólo de la miseria sino de todo un sistema de explotación del cual,
al parecer, sólo pueden escapar rindiéndose a la forma de vida de los mestizos.
III
Quizá lo único
que no se le ha robado a los indígenas sea su espíritu, su mundo inaccesible de
lenguas y dialectos extraños, de orgullo oculto y sólidas jerarquías, de
profunda sensibilidad religiosa e intensos rituales, de misterio y magia. La
continuidad de su comunión con este pasado –no el pasado de museos y estatuas,
sino el pasado de espíritus y creencias- es lo que ha evitado la destrucción de
la cultura indígena. El destino está predeterminado por los dioses, las
costumbres son establecidas por los antepasados y dirigidas por sus espíritus,
los problemas son contestados por los chamanes o sacerdotes tradicionales y la
disciplina es mantenida por los viejos. La vida, dominada por el fatalismo,
implica seguir las huellas del pasado. “Los innovadores son desconocidos en
este mundo que se reproduce indefinidamente y casi automáticamente”, escribió a
ese respecto Fernando Benítez. Y es un mundo donde el sufrimiento material se
compensa ampliamente con las recompensas espirituales.
La fuerza de esta cultura es notoria
en la influencia que tiene en el resto de la sociedad mestiza, visible no sólo
en los alimentos, los colores y el lenguaje, sino también en las tradiciones,
las creencias y el comportamiento. Incluso en el caso de los grupos indígenas
diseminados a lo largo de todo el país hay poderosos temas y actitudes que les
unen. La religión y la naturaleza siempre están entrelazadas, la expresión
artística es esencial para su identidad, la lealtad a la comunidad no se
cuestiona y la riqueza se comparte. Sus leyendas, pasadas de boca en boca,
cuentan de los orígenes de la Tierra, el Sol y la Luna y del nacimiento y la
muerte de sus dioses antiguos. Su etnocentricidad es total; sus mitos y
creencias religiosas les aseguran que son el centro del mundo.
Por el contrario, la dispersión de
las comunidades indígenas asegura una gran variedad de expresiones culturales y
religiosas. Muchos grupos, de sólo unos cuantos miles de componentes, conservan
su lengua y sus vestimentas, así como toda una serie de dioses, mientras que
hasta las tribus de mayor tamaño están divididos en estados-pueblos, con su
propia expresión de la vida. Por ejemplo, los zapotecas de Oaxaca hablan
cuarenta y dos dialectos diferentes, y comunidades que sólo están a un monte de
distancia prácticamente no se pueden entender entre sí. Los aproximadamente 800
000 nahuas, por otra parte, están diseminados por dieciséis estados diferentes,
desde Guerrero, Puebla y Veracruz hasta al norte como Jalisco y San Luís
Potosí, y comparten una lengua comparten una lengua común, pero pocas
costumbres y creencias.
Esta variedad se manifiesta también
en las prendas de vestir tejidas a mano y en el trabajo artesanal de los
indígenas de todo el país. Hoy día, en muchas zonas, los indígenas sólo se
ponen las vestimentas tradicionales para los festivales religiosos, pero sus
esposas e hijas lo hacen, orgullosamente, todos los días, considerando que su
ropa es una extensión de su identidad. Sus tejidos no sólo distinguen a una
comunidad específica dentro de cualquier grupo étnico, sino que están también
imbuidos de significados religiosos. De igual manera, las pinturas, las tallas
en madera y, sobre todo, las máscaras hechas por muchos grupos indígenas están
ligadas a ciclos similares de acontecimientos religiosos o de la naturaleza, si
bien su estilo varía notoriamente de una zona a otra.
No obstante, las comunidades
indígenas han sobrevivido en razón de su unión interna, religiosa y política.
Estas comunidades, que funcionan casi como si fueran sociedades teocráticas,
sujetan a sus miembros a las reglas estrictas y las creencias dictadas o
interpretadas por los ancianos y chamanes. La mayoría de los grupos indígenas
fueron convertidos al cristianismo por misioneros dominicos, jesuitas o
franciscanos en los siglos XVI y XVII, ero las capillas de piedra abandonadas
en puntos remotos del país atestiguan el descuido que hubo después. A la larga,
incluso la iglesia aceptó el sincretismo indígena del cristianismo y el
paganismo, donde los antiguos dioses muchas veces asumieron la identidad formal
de los santos católicos, pero conservaron sus poderes tradicionales,
invariablemente relacionados con el clima, las cosechas, la salud, la defensa
contra enemigos externos y la devoción por los muertos. La variedad de dioses
es inmensa, aunque la veneración de la Virgen “India” de Guadalupe ofrece una
poderosa trama unificadora entre la mayoría de los grupos indígenas. Así, el
mundo aparentemente gris de caminos de barro y casuchas de adobe, adquiere vida
con las leyendas mágicas que refuerzan la filosofía, la religión y las
costumbres sociales de las personas.
En el caso de los yaquis, no sólo la autoridad religiosa,
sino también el gobierno interno y los contactos externos están, normalmente,
en manos de los ancianos. Los yaquis, aunque sólo suman 22 000, están divididos
en ocho comunidades, cada una de ellas dirigida por un gobernador, que es
elegido por un año, y cuatro ancianos, que son nombrados de por vida. El
gobernador no tiene que ser un anciano necesariamente, pero debe de ser
conocido por su honradez y moralidad porque controla el agua y la tierra de la
comunidad y hace las veces de juez. Es más, todos los tratos con los yori deben ser aceptados por la asamblea
de ocho gobernadores y treinta y dos ancianos, que se reúnen todos los sábados
bajo un árbol en Pueblo Vicam, la capital tradicional de la tribu. En cierta
ocasión, en 1983, el enviado general del gobernador de Sonora no líderes yaqui
porque el gobernador no había ido en persona. En este grupo existe una
acumulación de sabiduría nativa y costumbres antiguas que mantienen unida a la
sociedad.
La comunidad indígena es, a su vez,
proyección de la estructura familiar. La mujer rara vez tiene un papel
religioso y, por ende, con la excepción de la sociedad matriarcal de la zona de
Juchitán, es considerada inferior socialmente. Su tarea es trabajar, cocinar,
tener hijos y soportar calladamente las palizas que le propina su marido cuando
está borracho, mientras que es raro que se permita a sus hijas asistir a la
escuela, incluso aunque haya una en la comunidad. Las mujeres desempeñan
también un papel medular en la economía familiar, asisten a los mercados
vecinos mientras sus hombres están en los campos y son responsables de la venta
de tejidos o vegetales. Lo que es más importante aún, muchas creencias y
tradiciones son mantenidas vivas por las mujeres y entre ellas destacan las
relacionadas con su propia pureza y humildad. Un estudio realizado por el INI
en 1981, recogía los consejos que una madre nahua, de la sierra de Puebla, daba
a su hija: “Cuando mires el mundo, piensa que todo te está mirando. Te miran
los árboles, las piedras del camino. Los ojos del Sol muy bien que se fijan en
ti. Por eso debes de estar limpia. Debes caminar con elegancia, que tu paso sea
suavecito sin lastimar el suelo. Mantén la cabeza alta y lleva tu enredo bien
hecho. Si te miran los hombres, baja los ojos pero no te encorves nunca, ni aun
cuando seas anciana. Si te encorvas, te achicas y afeas. Todo te está mirando.
Por eso que sea buena tu imagen.”
La familia está dominada por el
hombre más viejo, generalmente el abuelo o el bisabuelo, que es dueño de toda
la riqueza y ejerce toda la autoridad. Los matrimonios entre adolescentes los
siguen arreglando, con frecuencia, los padres de los futuros esposos –se dan
matrimonios fuera de la comunidad, pero rara vez son aprobados- y son
confirmados mediante un intercambio de regalos. En algunos casos, la esposa
debe de ser robada, literalmente, por su joven galán, y entonces las
negociaciones intensas entre las dos familias preceden a la boda formal. En el
caso de los seris, el padre de la
novia recibe normalmente un arco y flechas, pieles y carne, así como la promesa
de que su futuro yerno le cuidará cuando sea viejo. Lógicamente, se espera que
los jóvenes emulen a sus padres como cazadores, pescadores o agricultores y no
es raro que se les desanime para ir a la escuela, puesto que los conocimientos
“innecesarios”, a la larga, serán una tentación que los llevará a migrar a otra
zona. Empero, las actitudes varían dependiendo de la experiencia: un maestro
bilingüe que ha sido leal a su comunidad, generalmente logra que su aula se
llene de estudiantes.
No hay mundo que contenga más magia
que el de los huicholes, que viven
en distantes pueblos de las montañas de Jalisco y Nayarit y cuyas creencias
religiosas forman una visión cósmica de la vida donde toda naturaleza desempeña
un papel. Cultivan maíz y tienen ganado, pero una parte importante de su tiempo
está dedicada a la conservación ritualista de su fe que, desde que lograran
sacar a las misiones franciscanas en el siglo XVII, comprende restos tan
extraños del cristianismo como sus dos cristos. En la panoplia de deidades, Nacawe,
la diosa de la fertilidad, es la más importante. Para dar cabida a Cristo en su
cultura, le dieron el papel de supervisor que vino a medir la tierra y a contar
las montañas y los ríos. Todo detalle de su vestimenta, incluso las plumas de
sus sombreros de ala ancha, tiene un significado especial. Todo lo relacionado
con sus cinco centros religiosos, que los extraños consideraban una triste
colección de barracas con piso de tierra, tiene una significación importante.
Para ellos, incluso los animales, las plantas, las rocas y los ríos son
sagrados.
Cada primavera, los huicholes hacen
una peregrinación de más de 160 kilómetros a las colinas desérticas de San Luís
Potosí, punto que considera su tierra sagrada. Ahí reúnen plantas de peyote, alucinógenas,
que son esenciales para las fiestas religiosas que realizan después de que
vuelven a sus hogares. Su artesanía –pinturas de colores brillantes hechas con
lana- refleja los tres símbolos de la vida: el peyote, dios de los pueblos
recolectores de alimentos; el venado, dios de los pueblos cazadores; y el maíz,
dios de los pueblos agricultores. La visión del origen y el significado de la
vida pasan de padres a hijos por medio de la poesía de las leyendas. Los
huicholes son un pueblo gentil y con sentido del humor, pero por naturaleza
sospechan de todos los extraños que, en caso de presentarse sin invitación,
automáticamente son rechazados.
Todo grupo indígena, como vive en la
pobreza, ha inventado y conservado su propio paraíso que es iluminado por
colores, velas y fuegos de artificio que parecen inseparables de las fiestas
religiosas. El uso generalizado de máscaras, que pueden representar animales,
espíritus o figuras históricas, religiosas o míticas, subraya la importancia de
símbolos que pueden amenazadores o protectores. De igual manera, las danzas
centradas en la imagen de un santo católico adquieren significados adicionales
indescifrables para los extraños. Con frecuencia, el alcohol es un vínculo
esencial para la comunión con los espíritus, aunque las plantas como el peyote
y los hongos mágicos de Oaxaca que se pusieron de moda entre los hippies de Estados Unidos a finales de
los años sesenta, desempeñan también el mismo papel.
Como la buena salud es un regalo de
los dioses, la medicina, la magia y la religión son inseparables y,
lógicamente, sólo están ligadas al curandero, que con frecuencia también es el
chamán. Los conocimientos heredados de la medicina herbolaria que tienen los
curanderos les permiten curar muchos males, pero con frecuencia la practican
dentro de un contexto de creencias y rituales mágicos. Males tan generalizados
como el “espanto” y el “mal de ojo” sólo se pueden curar por medio de una
limpia ceremonial, cuta técnica varía de acuerdo con cada uno de los grupos
indígenas. Algunos curanderos emplean un huevo crudo para sacar al espíritu
maligno, otros parecen extraer animales de los estómagos de los pacientes. La
magia, blanca y negra, contribuye a sostener todo un sistema de vida. En este
mundo introspectivo que sólo ellos pueden entender, los indígenas encuentran la
libertad y las recompensas que les han sido negadas en el mundo exterior.
Así, la identidad de los indígenas
subsistirá en la medida que su cultura pueda resistir los ataques del
individualismo, materialismo y consumismo inherentes al desarrollo moderno.
Como está, sitiada, va cediendo lentamente. Cada nueva generación incluye más
niños indígenas que, a la larga, se pasarán al bando mestizo. Los festivales
religiosos se celebran con menos dedicación que hace veinte o treinta años.
“Prefieren ver televisión –se quejaba Jacinto Gasparillo Anica, presidente del
Consejo Supremo de los nahuas, refiriéndose a los indígenas de Guerrero- que
participar en la ceremonia del 2 de mayo pidiendo la lluvia.”
Pero la cultura indígena, que
resistió la conquista militar y religiosa de principios del siglo XVI, la
desganada protección de la Corona española durante más de trescientos años, la
pérdida de gran parte de su base territorial en el siglo XIX, las actividades
integracionistas que hubo después de la Revolución e incluso el comercialismo
más agresivo de las últimas cuatro décadas, ha demostrado su flexibilidad.
Mientras se llora por las tradiciones perdidas, hay otras muchas que
sobreviven. Si el concepto de una nación multiétnica es aceptado en forma más
general, quizá se permita a los indígenas tener una voz política más fuerte.
Pero incluso si la sociedad mestiza no llega a reconocer el patrimonio nacional
que representa la cultura indígena, la identidad singular de los indígenas
existirá durante muchas décadas todavía, manteniendo viva una parte esencial de
México que ha sido más reconocida una vez muerta.
--------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------
Riding, Alan, Vecinos distantes, un retrato de los
mexicanos, México, Joaquín Mortiz, Planeta, 1985.
No hay comentarios:
Publicar un comentario