jueves, 22 de agosto de 2019


Cap. 2

EL DECLIVE DE LA ESTRUCTURA IMPERIAL ESPAÑOLA
(1580-1720)



Estimados lectores, continúo con el capítulo 2 de este importante documento. Aunque muchos de los que se dedican a escribir sobre temas históricos sigan aferrados a la convicción contraria, este tipo de actividad no será un simple ejercicio cibernético. Una cuestión histórica es un fenómeno abierto, sin términos delimitados, un rompecabezas en el que se han perdido muchas piezas. El conocimiento histórico, en sentido intrínseco e ideal, no se presta a una división artificial realizada en este caso con un objetivo funcional determinado. La lucha y fracaso de España en su esfuerzo por mantener una posición de hegemonía fue el fenómeno internacional más significativo.

De guerras menores a la guerra total (1610-1628)

Introducción

Los ocho primeros años  de este periodo coinciden con la fase final de la administración de la monarquía española por el Duque de Lerma; los seis últimos, con la fase inicial de gobierno del Conde Duque de Olivares. Separando a estos dos hombres tan diferentes, cuya forma de entender y ejercer el cargo de Valido refleja un contraste sorprendente, hubo un periodo de unos cuatro años (primavera de 1618 a otoño de 1622), que se pueden considerar como una especie de interregno. Es importante tener en cuenta que fue durante este periodo de confusión política, en que Lerma había perdido su poder y Felipe III estaba aquejado de una enfermedad grave, cuando se tomó la más importante de todas las decisiones por cualquiera de los gobiernos de los Habsburgo españoles. En un momento no determinado se llegó a la decisión de que si las Provincias Unidas no aceptaban volver a negociar la tregua de 1609 introduciendo aspectos más favorables para España, dicha tregua expiraría en 1621, momento en que volvería a emprender la guerra contra lo que se seguía considerando todavía como una comunidad rebelde. Pocas semanas después de estos acontecimientos, accedió al trono Felipe IV, hombre joven y con conciencia clara sobres sus responsabilidades en los Países Bajos.
            Esta “coyuntura”, todavía no bien aclarada, se ha considerado generalmente como un paso que no permitía ya la vuelta atrás, en el que la monarquía volvía a cargar con su cruz, la damnosa hereditas de los Países Bajos, y reemprendería el camino que llevaba a inevitable crucifixión. La crisis de los años 1618-1622 representó una súbita e intensa depresión económica en Europa occidental y central. N probable conexión con ésta se produjo una caída igualmente inesperada en el nivel de las importaciones de metales preciosos en Sevilla. España se encontró de repente obligada a subsistir con la mitad de lo que un comentarista llamaba en 1617 “la cosecha americana anual” (1). También se admite que estos años marcan la culminación de las crisis de la economía interna castellana: periodo de veinte o treinta años durante el cual cesaron totalmente las inversiones y manufacturas propias, las instituciones económicas quedaron moribundas, el comercio de los productos básicos había decrecido hasta casi atrofiarse, todo ello acompañado de malas cosechas en todas las zonas. Si unimos todo esto con la inmensa regresión demográfica de 1599-1614 (la gran peste de Castilla y la expulsión de los moriscos), se puede concluir que la economía española, quizá al mismo tiempo que la del Mediterráneo occidental en su conjunto, había llegado a una situación que, en el mejor de los casos, merecería la calificación de comatosa. El resultado sería la “edad del desencanto” de la que han hablado Pierre Vilar y John Elliot, la era de don Quijote y los arbitristas, en que la mentalité predominante era de duda y depresión lindante con la desesperación (2). Sin embargo, de repente, y sin que se produjera ninguna alteración en la situación socioeconómica básica, esta orgía de introspección cedió paso a una actitud de renovado optimismo y entrega. Con un nuevo rey y un nuevo ministro, España volvió a encontrarse a sí misma en la lucha contra la rebelión y la herejía, y a una etapa de pasividad y apatía le siguió otra de dinamismo y reforma.
            No hay que renunciar a las posibles reformas sobre el análisis de la “psicología colectiva” para reconocer que esta interpretación tiene muchos puntos su favor. En el plano del gobierno, es innegable la diferencia de personal, de actitudes, y hasta de ambiente entre 1617 y 1623. La línea del régimen de Olivares consistió en exagerar deliberadamente el contraste entre el nuevo reinado y el anterior (3). Efectivamente, transformó las críticas de los arbitristas en condena y, por tanto, en propaganda en contra de éste último. No obstante, muchas de las medidas que normalmente se asocian con Olivares tienen sus orígenes en el periodo anterior a su influencia, incluso en el de Lerma. Como se desprende de lo dicho, existe una importante línea de continuidad que vincula a los dos validos. A pesar de la ausencia de logros militares llamativos y de celo reformador, la última década del reinado de Felipe III no fue de mero pesimismo literario y malversación oficial. La Pax Hispánica, como se ha denominado, fue probablemente el periodo en que los logros positivos de los Habsburgo españoles adquirieron mayor difusión y fueron más admirados entre sus vecinos europeos. La concepción de sus responsabilidades en el caso de Felipe III y de Lerma quizá no coincida con la de sus sucesores, pero no era menos válida y resultó menos desastrosa. Además, la diferencia entre ellas en relación con la cuestión fundamental relacionada con la identidad de la monarquía, la de la defensa, no era tan pronunciada como alguno podría suponer. Lo mismo que hubo hombres clave del periodo de Lerma que sobrevivieron a la proscripción del nuevo gobierno para fomentar la oposición, las decisiones de 1618-21 no se consideraron en ningún sentido como definitivas. La guerra era una actividad que se realizaba basándose en contratos a corto plazo; el tema de su conclusión, en un frente o en otro, casi nunca estuvo ausente de las agendas de los consejos y juntas de estado. Aunque existían objetivos ideales a largo plazo, siempre se podía llegar a un compromiso cuando la acción requerida estaba de acuerdo con las exigencias del honor o de la necesidad. Mirando hacia atrás, podemos ver que los ministros de los Habsburgo –los de Felipe III tanto como los de su hijo_ tenían que elegir en la práctica entre el glorioso fracaso de la guerra y el fracaso mundano de la paz. El margen de elección no era muy amplio, y no implicaba diferencias fundamentales que no fueran las temperamentales. Por estas razones, y otras que luego resultaran evidentes, gran parte de lo que se va a desarrollar en este capítulo trata de insistir en los elementos homogéneos del periodo considerado.

Evolución de los acontecimientos

Como ha demostrado Roland Mousnier (4), el asesinato de Enrique IV de Francia fue un hecho de significación tan profunda que él solo basta para justificar la historia de los acontecimientos frente al menosprecio de sus críticos. En relación con el tema que nos ocupa, baste decir que la puñalada de Ravaillac dio nuevas fuerzas a la monarquía española, garantizando la supervivencia de su hegemonía durante una generación. Representó un respiro en el que España podía mantener la paz de Europa, y mejorar al mismo tiempo las terribles secuelas de las guerras de Felipe II dentro del sistema español, sus administraciones, sociedades y economías.
            En la medida en que la guerra se extiende como sinónimo de “defensa” o “seguridad”, el gobierno de Madrid era un gobierno de guerra, para la guerra y por la guerra. En la década posterior a 1610, la paz se impuso sólo en un sentido muy relativo, y la Pax Hispánica sólo tiene sentido cuando se la compara con la situación de los años 1590 y siguientes o los posteriores a 1620. Castilla seguía considerándose potencialmente amenazada por vecinos celosos y fuerzas desleales de dentro y fuera de la monarquía. Por consiguiente, no hubo ningún momento durante esta década pacífica en que estuvieran en paz simultáneamente todos sus centros provinciales y puestos militares. Así pues, la Pax Hispánica fue totalmente análoga a la Pax Romana de los Antoninos. Las elegantes artes de la corte y la sociedad que en opinión de algunos comentaristas llegaron a su cumbre en este periodo, lo hicieron tras una frontera que era un hervidero continuo de intriga política y acción militar.
            En primer lugar, el cierre progresivo de los frentes meridionales durante la primera década de su reinado ofreció a Felipe III la oportunidad de resolver un problema que se solía considerar como el más peligroso e insidioso de todos los que agobiaban a Castilla. Durante cuarenta años Madrid había venido posponiendo continuamente una “solución final” para la cuestión morisca, pues siempre había otras ocupaciones más urgentes (5). Así, a pesar de la amenaza de Enrique IV, que dejaba oír sus tambores desde París, todos los efectivos militares y navales de la España metropolitana estaban movilizados en la inmensa operación impuesta por el Decreto de Expulsión firmado el año anterior. La reunión, transporte y traslado de más de un cuarto de millón de moriscos de todas las partes de la España central, meridional y oriental fue, de hecho, una serie de campañas militares en gran escala que duraron desde 1609 a 1614. No debemos dejarnos engañar por la ausencia de batallas campales y la relativa inexistencia de derramamiento de sangre; tampoco es pura fantasía quijotesca hablar de victoria total, pues la España de los Habsburgo estaba plenamente convencida de su necesidad y dedicó enormes recursos a su consecución. Aunque a veces e ha exagerado las cosas, en aquellas fechas y posteriormente, los moriscos representaban una amenaza real a la integridad y seguridad. Nuestro horror natural ante la implacable inhumanidad de aquella decisión no debe ocultarnos el hecho de que ninguna sociedad contemporánea, si tuviera capacidad de evitarlo, estaría dispuesta a aceptar gustosamente la presencia de una minoría tan considerable de personas extrañas. España era en 1614 una unidad más viable que en cualquier otro momento anterior.
            El precio adicional de la seguridad era una vigilancia ininterrumpida. Y no se puede negar que, la vigilancia se convertía muchas veces en una actividad de naturaleza más positiva, incluso provocativa. El punto de mayor peligro en 1614-1618 fue Italia, y en especial el ducado de Milán. Fue aquí, no en los Países Bajos, y mucho menos en Alemania, donde los contemporáneos esperaban la llegada de una crisis que podría arrastrar a las partes interesadas a la guerra general. Milán estaba entre dos potencias hostiles de importancia secundaria, Venecia y Saboya, pero tras ella se perfilaban las Provincias Unidas y Francia con quienes estab unidas por lazos comerciales y diplomáticos.  Las ambiciones de Carlos Manuel I de Saboya, cuya capacidad de conspiración representó un elemento inconformista en la política europea durante casi medio siglo, obligaban a los oficiales españoles de Italia a estar en alerta permanente. “Ninguna esclavitud”, escribía a su hijo, retenido como rehén en Madrid para asegurar su buen comportamiento, “es más onerosa que el sometimiento a España” (6). En más de una ocasión fue víctima de su propia propaganda, ruidosa y machacona, que le presentaba como héroe desinteresado de la libertad italiana, y al no conseguir la ayuda necesitada de los candidatos más lógicos, se lanzaba sólo a la palestra contra los opresores españoles. Aunque este príncipe engreído recibió muchas veces severos castigos, y se había visto a aceptar la Paz de Asti en 1617, la enemistad de Saboya hacía de Milán un punto vulnerable y delicado. Por eso, resultaba una locura que el denominado “Gran Duque” de Osuna se empeñara en tratar de enemistar a Venecia con su virreinato de Nápoles. El tiempo demostraría que Venecia, tan enemiga de la presencia española en el norte de Italia, no estaría nunca dispuesta a actuar en consecuencia. Las acciones de Osuna hicieron todo lo posible por conseguir lo contrario. No quizá mediante la famosa “conspiración de Venecia”, pues nunca se han descubierto pruebas de que hubiera un complot inspirado por España para derribar a la Serenísima República. Pero es cierto que Osuna estimuló al Vaticano en su lucha sacerdotal contra Venecia, y, en un terreno más peligroso, promovió la guerra indirecta contra el comercio de la república con su apoyo a los Uskoks, banda de piratas adriáticos que habían conseguido grandes éxitos.
            Al estancamiento en el Norte le siguió una política más audaz en el Mediterráneo. En conexión con la expulsión de los moriscos y la fuerte intervención en la política catalana asociada al virreinato de Alburquerque (1615-1618), están las expediciones emprendidas para suprimir varios enclaves de influencia otomana en el norte de África y en las islas del Mediterráneo central. Se puso en marcha una serie de operaciones anfibias, con considerable éxito, contra la costa berberisca y Malta (1611), Túnez (1612) y Marruecos (1614). La ocasión era propicia, ya que el Imperio Turco estaba ocupado en la guerra contra los persas, en sus fronteras orientales. Aunque los estados piratas berberiscos del norte de África continuaron siendo una espina en el costado español durante más d un siglo (y Madrid tenía conocimiento de sus contactos con los holandeses), al llegar el año 1618 los nexos comerciales y de comunicación en la cuenca del Mediterráneo occidental eran más seguros que nunca, factor de importancia incalculable a la vista de los acontecimientos que se avecinaban.
            La activación constante del sistema español que reflejan estos hechos parece no coincidir demasiado con la imagen convencional del gobierno débil y complaciente de Felipe III y Lerma. Una investigación más detenida puede demostrar que un principio rector del papel de Madrid en estos años fue el de reorientación hacia el sur. Hoy día se la considera como al era clásica de la diplomacia española, y desde luego Madrid ya no volvió nunca más a poder desplegar tan eficazmente este recurso. Sólo un gran talento político de primer orden pudo conseguir que de los acuerdos de paz de 1598-1609 saliera una situación en la que “el vencedor universal fue el poder que había sido derrotado universalmente” (7). En la corte imperial, Zúñiga y Oñate restablecieron los lazos políticos de la “gran casa de Austria”, reactivando una asociación que casi había desaparecido desde los años 60 del siglo anterior (8).  El acuerdo de Oñate con el archiduque Fernando en Viena en 1617 indicaba hasta qué punto estaban comenzando a coincidir los dos Habsburgo, y constituía la base estratégica y financiera para una importante colaboración posterior. De esta manera se restablecían dos líneas deterioradas de la logística política militar. Si los flancos estaban más seguros, lo mismo ocurría con el centro, pues en París, Cárdnas y Bedmar llegaron al tratado de 1612 sobre el doble matrimonio francoespañol, creando un partido proespañol valiéndose de todos los argumentos posibles, tato materiales como espirituales. Estos grupos, más o menos activos en Londres, París, Praga y Viena, se dedicaba en la década 1620-1630 a presionar a sus gobiernos en favor de la neutralidad, tolerancia e incluso cooperación con relación a la política española.
            Por eso, al llegar el año de 1618 se había venido abajo el antiguo frente anti-Habsburgo de finales del siglo XVI, que, por otra parte, nunca debió ser demasiado sólido. Este último término, la diplomacia es una especie de arte de vender aplicado a la política; ¿quién se atrevería a negar su utilidad, aun cuando la calidad del producto –en este caso la riqueza, el poder y decisión de España- era algo generalmente reconocido? En 1618 España tenía, por así decirlo, una fuerte base geopolítica en que podría respaldar una respuesta a la situación de emergencia de la Europa central. Por eso, las promesas de apoyo frente a la reblión bohemia llegaron a Viena casi a vuelta de correo en verano de dicho año, y las tropas españolas tomaron parte en las primeras maniobras de la Guerra de los Treinta Años. La década siguiente fue de grandes éxitos muy seguidos para las armas españolas. Al visitar el mundialmente famoso Museo del Prado se atraviesa un salón en que aparecen expuestos diez de los doce lienzos gigantescos encargados por Olivares a los mejores pintores de la monarquía para adornar el nuevo palacio del Buen Retiro que edificó en los años 30. Cada uno de ellos conmemora una victoria importante de la primera mitad de la Guerra de los Treinta Años en uno de los campos de batalla que la monarquía tenía por todo el mundo. Las flotas y ejércitos españoles atravesaban medio globo: en 1620 los tercios tuvieron una influencia trascendental en la dcisiva derrota experimentada por los checos en la Montaña Blanca; los pasos vitales de la Valtelina, en los Alpes, fueron ocupados por el conde de Feria; Spínola hizo lo mismo en Alsacia y el Bajo Palatinado. El final de la tregua con los holandeses fue seguido casi inmediatamente de una derrota de la flota enemiga en aguas españolas, y el vencedor en esta ocasión, Fadrique de Toledo, pudo rechazar un ataque holandés a Brasil en 1625. Al mismo tiempo, se envió ayuda a las posiciones portuguesas del Golfo Pérsico y a todos los puntos del Este. En el teatro alemán de la guerra, hubo diversos jefes protestantes, que con ayuda holandesa avanzaron (Bethlen Gabor desde el Este; el conde Mansfeld desde el Oeste; Cristián IV de Dinamarca desde el Norte) y retrocedieron ante los ejércitos católicos fortalecidos con soldados españoles. En 1625 se produjo la piéce de résistance, la reducción por Spinola de la fortaleza holandesa de Breda, residencia familiar de los stathuders Orange-Nassau. El cuadro de Velázquez sobre este tema, pieza maestra y central del encargo de Olivares, celebra el más prestigioso de todos los triunfos de la época de triunfo, que, ocurrido un siglo después de la batalla de Pavía, fue considerado como el mayor triunfo de la fe desde el de Lepanto.
            La caída de Breda creó un arco de puntos fuertes españoles en torno a las Provincias Unidas. De esta manera, la archiduquesa Isabel y Spínola estaban en condiciones de imponer un bloqueo económico muy riguroso, no sólo del comercio fluvial continental de los holandeses, sino también de sus puertos y pesquerías, gracias a la rápida creación en los astilleros flamencos de una nueva y excelente armada formada por fragatas modernas. De hecho, durante la mayor parte de esta década fue España quien llevó la iniciativa en el Mar del Norte y las repercusiones en el comercio holandés fueron verdaderamente devastadoras. La armada de Dunquerque, y el esfuerzo naval del que formaba parte, eran, a su vez, el arma principal dentro del programa, fundamentalmente marítimo, concebido por Olivares para derrotar a los holandeses mediante una guerra económica de gran envergadura (9). El año anterior a Breda, el conde-duque había puesto en marcha este proyecto enormemente ambicioso, conocido con el nombre de “proyecto Almirantazgo”. Era un concepto revolucionario dentro de la estrategia española, por el cual la potencia continental más acreditada se ponía a la defensa por tierra (protegida por la famosa Unión de Armas, programa de seguridad colectiva en que deberían participar todas las dependencias de la monarquía) y se lanzaba a una gran operación de guerrilla marítima orientada a estrangular económicamente al enemigo principal. No obstante, la campaña clave debía incluir un ataque hacia el Báltico, sin el cual no era posible conseguir un triunfo general. Por desgracia, era precisamente ésta área la que quedaba en gran parte fuera de control de España. Para que otros planes dieran fruto, Olivares dependía de la imprevisible figura de Wallenstein. Sin embargo, al menos durante algún tiempo, los dos pilares en que se basaba la riqueza y poder de los holandeses –el comercio del Báltico y las pesquerías del Mar del Norte- estuvieron en grave peligro. Quizá no hubo ningún otro momento durante todo el curso de la guerra de ochenta años en pro de la independencia en que la república holandesa estuviera tan próxima a la extinción. Y a la inversa, el trienio 1624-26 fue, si no el Everest, al menos el Eiger de los logros militares y administrativos del sistema español.
            Sin embargo, igual que en los años 1580-90, sonaron las alarmas en Londres y en París. En 1624, al tiempo que maduraba la planificación de Olivares, Richelieu asumía el ministerio principal de su rey, mientras que, al otro lado del canal, el príncipe Carlos y Buckingham importunaban al suyo para que declarara la guerra para reivindicar el honor inglés. Una serie de acuerdos franco-holandeses supusieron la ayuda de los Borbones a la atribulada república (especialmente del Tratado Compiègnede 1625). Ese mismo año se llegó en Rívoli a una asociación entre Francia y Saboya. De hecho en 1625 Francia e Inglaterra estaban en guerra con España. Los objetivos de la primera guerra franco-española en toda una generación eran Génova y los países alpinos. Durante algún tiempo, se vio también sitiada la república genovesa, hasta que se logró organizar una operación conjunta del ejército milanés de Feria y de la flota del Mediterráneo a las órdenes de Santa Cruz. Una vez puesto en marcha el pesado sistema español, los resultados eran fácilmente previsibles: los franceses y saboyanos sufrieron una derrota decisiva en lo que fue prácticamente el diktat de Monzón (1626). La colaboración inglesa recibió un tratamiento parecido. Una expedición anfibia anglo-holandesa contra Cádiz –por su tamaño, al menos, una de las mayores del siglo- fue derrotada y puesta en fuga por las milicias de Andalucía. Esto era un cambio sorprendente de la situación de hacia treinta años. Durante los años inmediatamente posteriores, el comercio continental y costero de Inglaterra experimentó grandes apuros por la acción de las fuerzas marítimas españolas. Para el año 1629 Carlos I había comprendido su error y estaba dispuesto a pedir la paz. No debe extrañar que en 1626 Olivares preparara para su joven señor un discurso que consistiría en una proclamación arrebatada de la propia grandeza ante las Cortes de Castilla: “Todo el poder de Francia, Inglaterra, Holanda y Dinamarca fue incapaz de salvar Breda de nuestras armas victoriosas”. (10)
            Por esas fechas, sin embargo, Castilla estaba comenzando a dar signos de fatiga, que recordaban la situación de los años del siglo anterior. Los intentos de Olivares por aliviar la presión ejercida sobre sus preciosos recursos en hombres y dinero, no habían conseguido su objetivo. El proyecto de asentar la hacienda real sobre bases más firmes, por medio de un banco central y de una reforma tributaria, había provocado toda una maraña de dificultades políticas. Estos reveses habían provocado la aparición de inmensas cantidades de moneda de vellón y aumentos en los impuestos sobre las ventas, y las dos circunstancias resultaban contrarias al bienestar de los hombres de negocios y campesinos de Castilla. Además, durante los años centrales de la década 1620-30, las cosechas fueron siempre inferiores a las normales. Los costes fabulosos de la campaña de Breda condujeron directamente a la primera “bancarrota” del reino en 1627, es decir, antes del golpe increíble de Matanzas, la captura en 1628 de la flota de la plata por obra de los holandeses. En estos años, las fuerzas españolas de todos los teatros terrestres estuvieron tan inactivas que la situación encajaba con la concepción estratégica general del conde-duque, pero también lo es que dentro del gobierno se estaba procediendo a un largo proceso de balance. Estas deliberaciones se vieron interrumpidas por la noticia de la muerte del duque de Mantua, señor pro-español de dos importantes territorios en el norte de Italia. Su heredero era un noble francés –todavía peor, un protegido de Richelieu-. La calma se quebró por la precipitada acción militar de Córdoba, gobernador de Milán, iniciada con la intención de defender los intereses de España en aquel lugar.
            Sus trompetas eran una señal de peligro ante la posibilidad de perder el prestigio y la posición conseguidos mediante diez años de esfuerzos ininterrumpidos. La monarquía volvió a precipitarse en el abismo.

Recursos


Cuando el niño Luis XIII, rey de Francia, se convirtió en hijo político de Felipe III en 1612, entró bajo la protección de un hombre que era, como se señalaba en el contrato de matrimonio:
Rey de Castilla, de León, de Aragón, de las dos Sicilias, de Jerusalén, de Portugal, de Navarra, de Granada, de Toledo, de Valencia, de Galicia, de Mallorca, de Sevilla, de Córdoba, de Córcega, de Murcia, de Jaén, de los Algarves, de Algeciras, de Gibraltar, de las islas Canarias, de las Indias Orientales y Occidentales, y de las Islas Atlánticas. Conde de Barcelona, señor de Vizcaya y Molina, duque de Neopatria, conde de Rosellón, marqués de Oristan y de Gocceano, archiduque de Austria, duque de Borgoña y de Brabate y de Milán, conde Flandes y de Tirol. (11)


            Y la lista no es exhaustiva. Esta enorme acumulación de poder producía naturalmente miedo en unos y admiración en otros. Dos de estos últimos, escritores de este periodo, consideraban que la amplitud y diversidad de la monarquía le daban derecho a aspirar al dominio universal. Más significativas que las de los arbitristas castellanos, son las obras, más políticas que económicas, de Antony Sherley y Tommaso Campanella. El padre de Sherley había participado contra España en las operaciones piratas del tiempo de Isabel; Campanella dirigió personalmente en su tierra nativa de Nápoles una rebelión contra los españoles. Sin embargo, los dos creían que la monarquía filipina era una unidad potencialmente coherente y autosuficiente, aunque quizá no toralmente homogénea. Los dos estudiaron el tema de los recursos, Sherley desde un punto de vista material, Campanella desde una perspectiva más espiritual  o filosófica. El gran memorándum del primero, El peso político de todo el mundo, estaba dirigido a Olivares con fecha d 1622, y ha merecido justificadamente la consideración de ser una de las primeras expresiones de Weltpolitik. La realización definitiva de la monarquía, argumentaba Sherley, sólo se podría conseguir mediante la “autarquía”. Examinaba detalladamente sus amplios recursos naturales, dando a entender que la explotación adecuada e intercambio de los mismos podrían liberarla de la independencia de los recursos de sus rivales en la lucha constante por alimentar y vestir  la población de la monarquía, por estimular sus economías y atender a las exigencias de la defensa.
            Mientras Sherley fue, quizá, el más cabal representante de los que veían el poder a través de la lente del mercantilismo, Campanella adoptaba un punto de vista diferente, pero no menos amplio. En varias obras utópicas, entre las que se encuentra Sobre la monarquía española (ca. 1610), hablaba del Imperio Español y de su capacidad de unir diversos talentos e intereses en un objetivo común, la creación de una comunidad mundial pacífica y orientada hacía lo espiritual: “Los portugueses y genoveses dominan el comercio y la navegación; los holandeses, todo lo que tenga que ver con las manufacturas y las máquinas; los italianos, los problemas administrativos; los españoles, los relacionados con la guerra, la explotación, la diplomacia y los asuntos religiosos” (12). Para él, el futuro estaba en la ciencia y la tecnología, y cuanto más fomentara España el desarrollo de éstas áreas, tanto más sería posible realizar su destino universal. En especial, era partidario de la fundación de escuelas náuticas, “pues el dueño del mar siempre será dueño de la tierra”.
            El optimismo de estos pensadores se puede interpretar como un contrapeso a los lúgubres diagnósticos de los economistas políticos de la misma Castilla. Pero, en la práctica, por mucho que Olivares y otros pudieran soñar al respecto, el lujo representado por este programa resultaba inalcanzable por el contexto de emergencia continua en que se movía el gobierno español. En los años 1620-30 se produjo el abandono definitivo de los intentos de organizar todos los aspectos del sistema español mediante la actuación oficial del gobierno –la tendencia burocrática conocida como administración- y el recurso generalizado a su alternativa más débil e incierta, el contrato ad hoc con una empresa privada, o asiento. Esta es una de las numerosas paradojas de la política de Olivares. Lo que intentaba Olivares era imposible, y quizá sea correcto juzgarle considerando lo cerca que estuvo de lo imposible.
            Al menos en términos demográficos los recursos disponibles no experimentaron ningún retroceso entre la peste de Castilla (1599-1601) y la de Milán (1628—30). Sin embargo, aunque la mayoría de los moriscos no podían realizar el servicio militar, la expulsión tuvo que suponer una mayor presión indirecta sobre la capacidad de la península en este sentido. De hecho, la monarquía no iba a tropezar con problemas insuperables de reclutamiento hasta los años 40, pro las poblaciones de España, Italia y Flandes habían dejado de aumentar, y el cubrir las continuas bajas producidas en tercios fue siempre una actividad dolorosa e insegura. Entre 1607 (fecha del primer armisticio con los holandeses) y 1621, el problema fue relativamente moderado; cuando, en los años 20, el problemas se intensificó en forma inexorable, hubo dos factores que pudieron facilitar algo la situación. 1.  El constante afluir de la población a las ciudades quizá redujo la necesidad de recorrer los distritos remotos de Castilla y Nápoles a la búsqueda de hombres para el ejército, práctica que luego sería omnipresente. 2. La misma depresión económica, al aumentar el desempleo, pudo haber liberado hombres para el ejército.
            La destrucción móvil de los ejércitos producía trastornos locales periódicos, que, a su vez, obligaban a los hombres a alistarse por falta de otros medios de subsistencia. Es igualmente posible que la profunda depresión económica de la generación anterior a 1621, que alcanzó un punto álgido –especialmente en el Norte de Italia- en 1619-22, tuviera resultados semejantes. En otras palabras, el fenómeno de “poner una pica en Flandes” quizá tuvo causas semejantes al notable aumento dl número de vagabundos y bandidos en el Mediterráneo durante este periodo. Si fuera así, se podría pensar que la decadencia económica fue realmente una ayuda para el esfuerzo bélico español, al menos en plazo corto o medio. La hipótesis parece especialmente válida para las dependencias italianas, donde la depresión agraria iniciada en torno a 1590 se fue extendiendo gradualmente a las ciudades y centros industriales hasta la crisis de 1620. En 1591, los italianos integrados en el ejército de Flandes no pasaban del 2,6%; en 1601 la cifra se acercaba ya al 5%, y en 1610 llegaba al 10%, para seguir aumentando a lo largo de toda la Guerra de los Treinta Años (13).
                Sea como sea, el establecimiento militar español gozó de una salud excepcionalmente buena durante las primeras campañas de la guerra. Madrid controlaba cuatro ejércitos de operaciones, situados en Flandes, Renania, Europa central e Italia, cada uno de ellos con las dimensiones que se podían considerar óptimas para la época (20.000), además de un número dos veces mayor de tropas de guarnición. Por otra parte, se había creado, desde 1617, una flota prácticamente nueva, y se estaban construyendo unos cincuenta galeones, adaptados para el servicio en la Armada del Mar Océano, por no decir nada de otros escuadrones auxiliares como el de Dunquerque. Teniendo todos los datos en cuenta, no hay razones de peso para poner en duda las palabras d Felipe IV cuando, en 1626, se vanagloriaba de que la monarquía tenía no menos de 300.000 hombres sobre las armas.
            La consecuencia inevitable de esta expansión militar imponente fue una escasez creciente de suministros, y en los años 1620-30 se produjo una desproporción entre los hombres alistados y la capacidad de alimentarlos, vestirlos, equiparlos y darles su paga. Aun cuando el programa interior de Olivares no hubiera tropezado con dificultades políticas insuperables, es probable que nunca hubiera tenido tiempo para madurar y superar las presiones a que estaba sometido en aquel momento el sistema español. Se dieron varias órdenes improvisadas dentro del espíritu de las panaceas del “memorándum de reforma” elaborado por el Consejo de Castilla en 1619, y de las ideas arbitristas en que se inspiraba. Hubo leyes suntuarias relacionadas con la Junta de la Reformación, intentos de aumentar las restricciones a la importación y las barreras aduaneras, así como de fomentar las industrias nacionales (por ejemplo, cobre, acero y construcción naval). El embargo total del comercio con los holandeses era un arma ofensiva muy eficaz, pero resultaba irrealista desde el punto de vista de las necesidades esenciales del comercio español y la economía andaluza. La tarea de resucitar una economía que estaba moribunda desde hacía una generación era una tarea que superaba las posibilidades de una administración que operaba permanentemente en condiciones de emergencia, que tenía que tapar huecos y hacer reparaciones sobre la marcha con los únicos materiales con que pudiera contar en el momento.
             La decadencia de las manufacturas textiles y metalúrgicas de España y del norte de Italia significó una mayor dependencia de las fuentes de suministro alemanas o de otros lugares del norte de Europa. Al generalizarse la guerra y aumentar el riesgo de los transportes, el coste de las armas de fuego y de las armas blancas subió vertiginosamente y la búsqueda de suministros constituyó una de las mayores preocupaciones de los miembros de las juntas de Olivares. Ya en 1623 la necesidad de producir pólvora en grandes cantidades llevó a la formación de una junta encargada de estimular los aletargados centros manufactureros de España. Mayor importancia tuvo el agotamiento de las reservas madereras de la península, como consecuencia de la deforestación producida por diversos programas navales de Felipe II. Esto tuvo repercusiones militares de gran amplitud, pues la madera era necesaria para las picas, armas de fuego, carros, barriles y todo tipo de obras de asedio y defensa que constituían el equipo indispensable para todo ejército. La escasez en este campo fue todavía más grave en los escenarios marítimos. De hecho, el rápido desarrollo de una nueva flota se produjo dentro de una situación de casi completa “falta de medios”. Las provincias mediterráneas españolas no poseían materias primas para construirla o mantenerla. Ya en 1623, por ejemplo, no era posible conseguir mástiles de origen nacional: “Como no podemos obtenerlos de Holanda”, anotaba Felipe IV “debemos escribir a nuestro embajador en Inglaterra en indicarle que llegue a un acuerdo con los mercaderes de aquellas tierras o con los de las ciudades de la Hansa para la entrega en Lisboa de una cantidad de mástiles –siempre que nos sean transportadas en barcos holandeses-“(14). Lo mismo podía decirse de las maromas, pez y alquitrán; en la práctica era imposible evitar, la conexión alemana, y Madrid tenía que recurrir una y otra vez a los intermediarios de Amsterdam. La triada dominante del grano, cobre y madera, elementos todos ellos necesarios para el buen funcionamiento del sistema español. Los comerciantes holandeses estaban deseosos de cooperar, pues tenían casi la misma necesidad (para su industria pesquera) de la sal procedente de los ricos depósitos de Portugal y Murcia. Gracias a este contacto, y a una serie de fraudes y engaños, muchos de ellos con la connivencia indudable de las autoridades españolas, se mantuvo la presencia holandesa en el comercio en el norte de Europa y Sevilla. “A pesar de todas las prohibiciones de hacer trato con los holandeses”, se quejaba un funcionario de Bruselas,” de hecho se les permite competir con nuestros negocios incluso en mejores condiciones que los propios súbditos de su Majestad” (15).
            Cuanto mejor conocemos la laboriosidad, imaginación y coherencia del grandioso proyecto de Olivares, más impresionante resulta. Sin embargo, a finales de los años 20 su intento de catapultar la potencia española hasta el Báltico, de asfixiar a los holandeses y de realizar los sueños de Dherley tuvo que ser cancelado. Aunque se persistió en algunos aspectos, el bloqueo económico perdió fuerza, y se permitió una vez más a Bruselas que subcontratara con los holandeses y que consiguiera ingresos mediante la venta de licencias y pasaportes comerciales. Mientras tanto el cuñado de Olivares, marqués de Leganés, se vio obligado (en su condición de capitán general de artillería) a conseguir un acuerdo con Simón de Silveira, el más destacado de los nuevos aliados comerciales de la corona, en el que se determinaba el reparto a mitades iguales de las armas y dinero que se pudieran salvar de los naufragios ocurridos en aguas españolas.
            El gobierno de Olivares fue siempre capaz de resolver los problemas d la financiación de la guerra, aunque sólo gracias a un gran esfuerzo y a un coste muy elevado. Había que realizar continuamente cálculos de lo que necesitaba, negociar asientos de dinero, hacer transferencias de crédito y dinero, en metálico, todo en un ambiente que nunca dejaba de ser tenso y muchas veces frenético. Tuvieron que pasar diez años de guerra generalizada y producirse el gasto increíble de 1625 antes de que aquel motor se recalentara y se parara por primera vez en 1627. Esto resulta mucho más notable si se tiene en cuenta el hecho d que las dos guerras de 1618 y 1621 se emprendieron con pleno conocimiento del enorme bajón de las importaciones de metales preciosos durante el quinquenio anterior.
            La mayor proporción, con mucha diferencia, de los ingresos que permitían atender las necesidades mencionadas procedía, directa o indirectamente, del contribuyente castellano. Este hecho nos obliga a preguntarnos: ¿hasta qué punto era necesaria una economía sana para proseguir la guerra? Una posible respuesta nos la ofrece el profesor Alcalá Zamora:
No cabe ninguna duda de que las estructuras económicas de nuestro país dejaban mucho que desear en 1620; pero también es cierto que poseía enormes reservas de energía, que se gastaron durante los cuarenta años siguientes en el esfuerzo más continuo y desproporcionado que nunca hiciera un pueblo. Una nación exhausta habría sucumbido a la presión mucho antes (16).

            Durante los años considerados en este capítulo, y hablando en términos aproximados, el presupuesto real anual pasó de 12 millones a más de 15 millones de ducados. Habría que descontar aproximadamente la mitad para atender a la deuda de la corona; e incluso durante los años comparativamente tranquilos de Felipe III, los gastos militares periódicos oscilaban entre 4 y 5 millones de ducados. Durante los últimos tres años del reinado, los contratos monetarios subieron de valor en más de un 50%, llegando a 7,5 millones. La siguiente década fue la más despilfarradora, desde el punto de vista de los préstamos, de todo el periodo Habsburgo; tomando 1621 como año base, se llegó a 240 en el año de Breda. Esto representa un incremento en el gasto de 250% (1615-25), frente a un aumento de los ingresos del 25%. Después del doble golpe de la “suspensión de pagos” y de Matanzas en 1627-28, la corona no volvió nunca más a conseguir crédito en esas proporciones.
            Casi todos los métodos adoptados para negociar préstamos eran en cierta forma contrarios a la economía castellana. La acuñación de vellón, por ejemplo, hacía estragos en la tasa de cambio, perturbaba el sistema monetario y era un fuerte golpe para el capitalismo. Además, gran parte del cobre utilizado en el proceso se tenía que comprar a Suecia a través de los buenos oficios de los holandeses. Pero entre 1621-26 aportó 2,6 millones de ducados al Tesoro. Luego se vio sustituido por aumentos proporcionales de los millones, impuesto extraordinario sobre las ventas que era muy perjudicial para los negocios y a la inversión. Además, la dinastía se fue reduciendo gradualmente a la ruina y a la impotencia política durante la Guerra de los Treinta Años. En sus primeros años Felipe IV redujo sus propios gastos domésticos anuales en un 75%, dejándolos en 500 mil ducados. Recurría de forma periódica a la enajenación de sus propios patrimonios, e hipotecaba muchas otras fuentes de ingresos ordinarios. Cientos de derechos reales y pequeños privilegios feudales fueron desapareciendo como consecuencia de la búsqueda de dinero en efectivo, en un proceso que minó gradualmente la misma estabilidad del gobierno. Igual que las cuestiones económicas, las consideraciones de buena administración política no podían obstruir la fuerza irresistible de la guerra.
            Conviene mencionar una innovación producida en el campo fiduciario. La fortaleza de la situación de España en Italia se puede juzgar atendiendo a la aportación militar realizada, no sólo por las dependencias directas, sino también por los pequeños príncipes satélites, al ejército que expulsó a los franceses de Génova en 1625. Sin embargo, antes de este periodo, la tentación de explotar económicamente a las provincias italianas no se había puesto en práctica por miedo a dificultar el control político. Este principio se abandonó por primera vez en 1620, cuando se consiguió un “asiento” de un millón de ducados con las rentas reales de Milán, para su utilización en Flandes. Poco después se decidió imponer un nuevo impuesto bélico, al principio reducido y de pequeña escala, en Nápoles y Sicilia. Como decía Felipe IV al presidente del Consejo de Italia: “La actual situación de mis reinos me obliga a buscar todos los medios posibles de conseguir rentas con los que pueda defenderlos. Uno de los que parecen más indicados para este objetivo es la extracción de un millón de ducados de los reinos de Nápoles y Sicilia” (17).  La suma implicada en estas transacciones indica que Madrid tenía conciencia del alcance real del descenso vertiginoso de los ingresos en metales preciosos, que equivaldría a una pérdida de un millón de ducados anuales; y que se consideraba que las fuentes italianas serían un sustituto adecuado en lo que se consideraba un problema meramente pasajero. De hecho iba a resultar permanente, y significaría el comienzo de una nueva era en la financiación bélica de la monarquía. El Viejo Mundo tenía que acudir a restablecer el equilibrio del Nuevo.
            En cuanto a la famosa riqueza de las Indias, los ingresos de plata no representaron nunca más que una fracción de los fondos administrados por la Hacienda real. Por otra parte, su valor como garantía de los préstamos le dio un considerable valor extra sobre todas las demás fuentes de ingreso. En los años que precedieron a Breda, la inflación de precios, incrementada por las guerras, volvió a alcanzar los niveles máximos, aumentó el valor del metal. En parte por esta razón, los banqueros alemanes y genoveses de la corona estaban siempre dispuestos a negociar. Incluso después del serio descalabro de 1627, aquel sistema desvencijado tenía posibilidad de arreglo, mientras durara la llegada anual de la flota de la plata a Sevilla, tal como venía ocurriendo desde hacía un siglo, con la misma seguridad con que salía el sol. En las negociaciones de 1627, cuando quebraron algunas grandes firmas genovesas, Olivares persuadió a una rama de los Fuggers para que abandonara a la monarquía, y consiguió un nuevo “asiento” con un grupo de financieros judíos de Portugal. Las cosas parecían razonablemente propicias para las campañas de 1628, el año de Mantua y Matanzas.

Política

Durante este periodo, quedó firmemente establecida la influencia de dos poderosos favoritos. La autoridad del duque de Lerma quedaba consagrada en un instrumento constitucional de 1612; Olivares había llevado a cabo las maniobras necesarias para conseguir su posición antes del año de 1623. Todas las grandes cuestiones de la paz y de la guerra, tratados y alianzas, se presentaban al Consejo de Estado, o en primera fase o en un periodo más adelantado. Para el rey y su valido, el actuar en oposición flagrante a la opinión de la mayoría, expresada formalmente en una consulta constituía una operación arriesgada (18). La dependencia de la corona de los grandes señores seculares y eclesiásticos que ocupaban los puestos del Consejo constituía una penosa realidad en toda una gran variedad de asuntos. Sin embargo, en el curso de estos veinte años se puede apreciar una clara regresión de la autoridad del estado. Hasta 1622, aproximadamente, tenía una función consultiva y ejecutiva, que encajaba con el estilo político de Lerma y Felipe III; con Olivares, se vio privado de forma casi imperceptible de su poder ejecutivo, y con el tiempo llegó a perder gran parte de su función consultiva. En los años 30 se había convertido en un simple apéndice del gobierno.
            Naturalmente, la corona podía siempre maniobrar para conseguir una respuesta dócil, mediante el tipo de presión que se da en los actuales gobiernos donde existe un consejo de ministros, y muchas veces esto era suficiente para las aspiraciones del valido. En especial, el gobierno podía explotar la tensión entre los Consejos de Estado y Finanzas, consecuencia del intento de este último por intervenir en las funciones del primero (algo parecido a las relaciones entre el Consejo de Ministros y Hacienda, en la actualidad). Los dos predecesores inmediatos de Felipe IV los habían utilizado cuando las circunstancias lo requerían, y se podría decir que el gobierno mediante junta era esencialmente era una respuesta a la guerra más que una característica de un estilo político per se. Con las guerras aumentaban las juntas, y con Olivares se convirtieron en la norma en vez de la excepción, y podían ser de carácter improvisado o fijo, como demuestra suficientemente la larga vida de la Junta de Estado y de la Junta de Medios.
            Conviene señalar otro punto para tratar de corregir la opinión todavía dominante sobre el gobierno mediante valido como si fuera la delegación total de “todo” el poder ejecutivo. El papel de los reyes en el gobierno parece que fue considerablemente más importante que lo que habían supuesto los autores de hace algunos años. La actitud “whig-liberal” que,  con alusiones moralistas, dominó las obras del siglo XIX. Algunos estudios recientes sobre Felipe III y su hijo coinciden prácticamente en reivindicar sus talentos administrativos. En el caso del segundo, la revisión es completa. Según Alcalá-Zamora,
Felipe IV participó, se informó y tomó decisiones en todos los asuntos de gobierno. Los que ha trabajado con la documentación original se ven continuamente sorprendidos por este hecho y llegan a la convicción de que se han visto engañados por las referencias a su “indolencia”. Al menos durante los últimos veinte años de reinado, el ritmo de trabajo del rey es comparable, y muchas veces superior, al de su abuelo (19).

            La arraigada creencia del propio Olivares en el sagrado deber de gobernar que tenía su señor se ve confirmada por las notas, comentarios y firmas del rey en innumerables documentos de su reinado, tanto si eran trascendentales como de poca monta. En resumen, se puede afirmar que, al menos durante este periodo, la política corría a cargo de un aparato flexible, que, aunque de estructura jerárquica y de naturaleza oligárquica, tenía como base los consejos y el consenso.
            Los memorándums oficiales, los panfletos políticos, los sermones, las manifestaciones dramáticas y poéticas, todo estaba imbuido del sentido de misión y se lamentaba de la afronta que la retirada del norte había supuesto paras el honor de la monarquía. La determinación del nuevo régimen de “recuperar la reputación aunque fuera a cañonazos coincidía con un sentido popular, pues los primeros años 20 estuvieron dominados por un entusiasmo casi revolucionario en favor de una guerra contra la herejía, campaña que iba asociada a la eliminación de los partidarios de Lerma, del gobierno y de la burocracia.
            La visión de Lerma era, bastante más limitada que la de muchos otros ministros; y su caída en 1618 estuvo relacionada con su derrota en el Consejo de Estado a propósito de la cuestión alemana, y la victoria de Zúñiga, tío de Olivares, y el mejor situado e implacable de los portavoces del “partido de los halcones”. No obstante, la posición del duque había previamente minada por este grupo, en el que se incluían Feria y Oñate, así como Osuna, que, más tarde sería proscrito como cliente de Lerma. El grupo había optado por  la opción de reanudar la guerra en 1621. Ya en 1617, el tratado de Oñate con Fernando de Estiria había puesto las bases de la futura colaboración de los Habsburgo. Ese mismo año se había tomado la decisión de revitalizar la flota, tan descuidada en ese momento, y se firmaron los primeros contratos para la creación de una nueva Armada del Mar Océano. Desde Nápoles, Osuna se impacientaba ante los proyectos de los enemigos de España. “Esta actitud pacifista no sirve más que para oprimir mi alma”, regañaba a Flipe III, y “para dar satisfacción a los que tienen celos de la monarquía… Lo único que hace falta es que Su Majestad se muestre resuelto, y España no os defraudará” (20). Las opiniones de Osuna eran perfectamente conocidas; más revelador fu l apoyo del archiduque Alberto y de Ambrosio Spínola, desde Bruselas, a la intervención en Alemania en 1618. Estos hombres habían sido los principales promotores de la Tregua de Amberes, y, en definitiva, veían la necesidad de tomar medidas preventivas en el Rhin en forma de operación policiaca que permitiera salvaguardar el territorio y animar a los holandeses a renovarla en condiciones más favorables a Bruselas. Sin embargo, eran partidarios de la llamada “teoría del dominó” o de contención de los enemigos de España, bien vista entre los “halcones” y más adelante perfectamente desarrollada por Olivares: “Grandes y fundamentales peligros amenazan a Milán, Flandes y Alemania. Y un golpe así sería fatal para esta monarquía, pues, en caso de que experimentáramos una gran pérdida en uno de estos puntos, los demás seguirían el mismo camino, y después de Alemania, sería Italia, después de Italia, Flandes, luego las Indias, Nápoles y Sicilia” (21).
            El problema crucial para las relaciones de España con todos sus vecinos era que la defensa de este principio implicaba necesariamente la protección constante de los pasillos de comunicación entre sus dependencias –especialmente en los Alpes, Renania y Canal de la Mancha-. En este punto, la contención se transformaba en una actitud más agresiva: no solo bastaba con contener, había que hacer retroceder cuando fuera necesario. Por muy reacios que fueran a aceptarla cuando se aplicaba en concreto en los Países Bajos, ésta era,  sin embargo, la conclusión lógica de la línea mantenida por Alberto y Spínola. Después el fracaso de la diplomacia, Madrid se preparaba para lo peor, y con visión retrospectiva podemos interpretar la visita de Felipe III a Portugal en 1619, deber que venía aplazando desde más de 20 años, con un símbolo del giro hacia el norte, igual que la peregrinación original de su padre hacía cuarenta años. En Lisboa el rey  cayó gravemente enfermo y Zúñiga interrumpió sus esfuerzos por conseguir ayuda en favor de una línea dura contra los holandeses para escribir al archiduque Alberto y hablar sobre el heredero: “El príncipe es de buen temperamento y muy robusto… Dios le guarde así, pues es un muchacho agudo y tiene una extraordinaria aptitud para las cosas” (22).
                En 1623, Felipe IV, rechazó la propuesta de celebrar conversaciones presentada por los holandeses y observaba que había que “actuar cuidadosamente, pues la experiencia nos dice que dejar una puerta abierta sólo puede aportar ventajas”. Por su parte, Olivares no flaqueó en ningún momento en su insistencia en el “plan de los tres puntos”, las condiciones  españolas que habían parecido inaceptables en 1619-21. Éstas eran: 1. El reconocimiento de la soberanía de los Habsburgo; 2. Libertad de culto para los católicos holandeses; 3. Restauración del acceso comercial a Amberes a través del Escalda.
            La primera de estas cuestiones se refería a la alianza con el emperador Alemán, fruto de la labor realizada por Oñate y Zúñiga, y renovada periódicamente hasta el final de la Guerra de los Treinta Años. Éste fue el único factor nuevo de importancia en la alineación del poder cuando se compara con la de los años 1580-1590; mientras tanto, Francia e Inglaterra habían considerado necesario saltar a la palestra aun cuando no tuvieran la amenaza de un acto familiar entre los Habsburgo. Olivares estaba completamente decidido a mantener los vínculos con Austria, y rechazó todas las objeciones. En 1623 sacrificó la amistad de Inglaterra, fomentada con tanto esmero durante la década precedente, rechazando la solicitud de Carlos I de la mano de la infanta, a quien él había destinado a fortalecer los lazos con Viena. Hizo caso omiso de la gradual reaparición de la antigua conexión franco-holandesa después de que Richelieu se hubiera hecho con el poder en París en 1624. La alianza austriaca era cara; entre 1618 y 1628 unos 350 mil ducados anuales de plata cruzaron los Alpes con dirección a los ejércitos de Tilly y Wallenstein. Para Olivares era fundamental conseguir una declaración de guerra de Austria contra los rebeldes holandeses, lo mismo que España había ayudado a Fernando contra los de Bohemia. Los imperiales y los jefes  de la Liga Católica eludían siempre el compromiso. Como el mismo Felipe admitía en 1623, “es terrible que los ejércitos, que tanto nos deben por la ayuda prestada en todo lo que se refiere a la integridad del imperio, se nieguen a unirse a nosotros contra los holandeses, manteniendo la neutralidad ante tal infamia” (23).
                Este desliz del rey provocó algo parecido a una reprimenda por parte del conde-duque: “Debe entenderse, que los ejércitos de su majestad no han dejado nunca, ni dejarán en el futuro de acudir en ayuda del emperador y de la Liga Católica” (24).  Es fácil comprender la obstinación de Olivares en este punto, pues Austria y Baviera eran un eslabón vital en la única cadena existente de comunicaciones terrestres con Renania y los Países Bajos, a través de los pasos de la Valtelina en los Alpes, tan tenazmente defendidos desde su ocupación en 1620. El acuerdo con Fernando II garantizaba también la posición de España en la misma Renania. Por encima de todo, Alemania era la única esperanza de Olivares para llevar a buen término su programa bélico, pues era el único medio por el que la potencia española podía llegar hasta el Báltico.
            Este era un lago protestante en el que se basaba el poder y riqueza de los holandeses. Los holandeses habían acaparado materiales estratégicos –especialmente marítimos-, como la madera, cáñamo, alquitrán y cobre, gracias a su fuerte presencia en Suecia. Ellos imponían las condiciones del suministro de cereal a la necesitada Europa meridional mediante su intervención directa en Danzig. Sin embargo,  en estos escenarios esenciales todo dependía del acceso al Báltico, cerrado a España por el control de holandeses y daneses sobre el Skaggerak. Así pues, los planes del conde-duque dependían de la eliminación de este obstáculo, mediante la ofensiva de Wallenstein y la captura de una base naval en el norte de Alemania. El emperador estaba satisfecho ante la idea de una flota de los Habsburgo para el Báltico creada con recursos españoles y la experiencia flamenca.
            El conde-duque estaba muy interesado en conseguir un tratado específico de coalición que uniera a España, Austria y Baviera contra todos los que pudieran intentar atacarlas. A primera vista, esto parece justificar el “enfrentamiento de dos mundos”, la gran lucha religioso-cultural descrita por autores como J.V. Polisensky (25).  Aunque Olivares era consciente de la oposición ultracatólica a Richeliu dentro de Francia, para él tenía mucho más interés la postura de la facción hugonote, debido a su sólida base material y potencial estratégico. Por eso, durante la década de 1620-30, trató de llegar a un acuerdo con los líderes hugonotes que pudiera mantener viva en Burdeos y Languedoc la llama de la resistencia a París. Tal sugerencia merecía el anatema para los “tradicionalistas”, y en el Consejo de Estado fue rechazado por una gran mayoría en 1624. Pero el valido no se desanimó y, mientras a los buenos católicos franceses sólo se les ofrecía ayuda económica. En 1629, cuando se sentía más seguro políticamente, Olivares ofreció a estos últimos la enorme cantidad de 600 mil ducados anuales. Pero entonces ya era demasiado tarde; la caída de La Rochelle en 1629, el día de Los Inocentes en 1630, representó el fin de la resistencia afectiva a Richelieu procedente de los dos elementos religiosos de la política nacional francesa, y la guerra de Mantua iba a demostrar las consecuencias para el esfuerzo bélico español.

Actitudes

Madrid era, realmente, la corte mejor informada de Europa. En ningún momento anterior ni luego hasta el apogeo de la influencia de Luis XIV había tenido un gobierno tanta inteligencia a su disposición. El suministro de noticias, análisis y previsiones era en parte una actividad profesional. El sistema diplomático oficial, y, en las dependencias, el de la administración regional, suministraba información recogida en las cortes nacionales, pero trabajaba también en los informes de cientos de agentes que operaban en niveles inferiores, en casas de bebidas, posadas, iglesias, teatros y bolsas. La monarquía contaba también con la ayuda de muchas otras personas, además de estos funcionarios que figuraban en nómina: simpatizantes por motivos religiosos, movidos esencialmente por motivos personales; desertores de estados rivales; cientos de personas viajeras que tenían una relación contractual con el sistema español, como comerciantes, financieros y sacerdotes (26). Muchos de estos esperaban lógicamente recompensas o ser ascendidos, pero con mucha frecuencia colaboraban atendiendo a un imperativo moral que daba un tono diferente a su información, un tono de fanatismo ciego y a veces deformador.
            Los misarios secretos de los Habsburgo acechaban, sino en todas partes, ciertamente en muchos lugares; y aunque no estuvieran tratando explícitamente de acabar con la seguridad e integridad del país anfitrión, estaban indudablemente favoreciendo la política de España Por toda Europa, en los años posteriores a la muerte de Enrique IV de Francia, se pueden identificar grupos pro y antiespañoles, y entre los sectores de la sociedad que normalmente no demostraban demasiado interés por la política solían tomarse posiciones en uno o en otro sentido. En muchas capitales europeas eran frecuentes las contraseñas y obsesiones. En esta última etapa floreciente de la Contrarreforma, se observaban señales de odio religioso virulento hacia Roma, la orden jesuítica y la Inquisición. En el intervalo entre dos largas guerras contra la hegemonía de los Habsburgo, la aprensión política era profunda. La determinación de Castilla a conservar su monopolio sobre los recursos ilimitados de la riqueza y comercio de ultramar provocaba envidias y ambiciones comerciales. Cada una d estas actitudes encontraba su respuesta contraria entre los defensores y beneficiarios del poder español, dando lugar al tipo de debate que se ha reproducido siempre que ha estado en serio peligro el equilibrio de la influencia política en Europa.
            En el área de la cultura española, al menos las ideas mercantilistas de los arbitristas habían terminado por ser adoptadas a través dl aislamiento de Felipe II. Ya no se importaban ideas europeas en España; en cambio, las de la península se exportaban en gran cantidad. Mientras Shakespeare tuvo que esperar dos siglos para conseguir producir impacto en el continente, el Don Quijote de Cervantes se tradujo al inglés en vida del autor. Todas las grandes novelas picarescas del Siglo de Oro aparecieron en inglés y en las lenguas europeas de más importancia poco después d su publicación original. Dichas obras, como las menos literarias de Bartolomé de las Casas y Antonio Pérez, presentaban con frecuencia una imagen muy crítica de Castilla y sus prejuicios que pudieron dar pábulo a los enemigos de España. Por otra parte, docenas de obras de jurisprudencia y vida religiosa, volúmenes de poesía mística, los dramas de Lope de Vega y los lienzos de los pintores españoles eran también ampliamente imitados y admirados, formando una influencia que irradiaba a través de los centros comerciales del sur de los Países Bajos y el norte de Italia. Los volúmenes españoles –o al menos los de la cultura de influencia del Mediterráneo occidental- ocupaban las estanterías de las bibliotecas de muchas familias influyentes de Praga, Londres y París. Su influjo seductor se puede apreciar en la conducta de hombres tan diferentes como Martinitz, Corneille, Carlos I y Richard Crashaw. Este ambiente cultural d la Pax Hispánica tenía también su lado material; en muchos aspectos de la moda y el gusto, el gusto español estaba a la moda.
            En las Provincias Unidas no había ningún partido o interés que se pudiera denominar exactamente “pro-español” en el sentido que la palabra adquiría en otros contextos. Sin embargo, había una parte de la nación política, especialmente n el estado de Holanda que se inclinaba hacia la moderación. Esta actitud giraba en torno a la eminente figura del Gran Pensionario Oldenbarnevelt, aunque en parte contra su voluntad. Oldenbarnevelt era el estadista a quien, junto Guillermo el Taciturno, pertenecía el mérito de haber arrancado a la república de la sujeción a España; pero, por otra parte, se había adherido fuertemente a la decisión de aceptar la tregua de 1609. Sus seguidores estaban satisfechos con la Tregua de Amberes como solución permanente de las diferencias holandesas con la dinastía Habsburgo, y estaban dispuestos a renunciar a los Países Bajos meridionales, dándolos por perdidos para la nación.
            Como era frecuente en este periodo, la división de opiniones se expresaba por medio de la religión. El “movimiento de la reforma conservadora” de la Iglesia reformada, a la que se inclinaba el bando de Oldenbarnevelt, procedía de las ideas tolerantes y erasmistas de Arminius, y quería resistir a la presión de los sínodos calvinistas en favor de una reanudación de la guerra santa y de la expansión colonial. Sus oponentes, no querían ningún trato religioso con lo que consideraban ideas cripto-romanas, exigían un desafío al monopolio español en el Atlántico, y un ataque en regla al jesuítico régimen de los Habsburgo de Bruselas que oprimía a las provincias meridionales de la patria. Para ellos, Oldenbarnevelt era, en palabras de un panfleto anti-arminiano, el “Consejo Español”. La lucha que siguió fue una de las más profundas con que se ha enfrentado la república en toda su historia, pues giraba en torno a la misma naturaleza del estado y sociedad holandesa. Aquí, como en Inglaterra, donde a lo largo de una generación el término “arminiano” iba a significar algo así como compañero de viaje de la tiranía papista, el reto presentado por la monarquía española hacía plantearse preguntas sobre la misma identidad de la comunidad.
            Había contactos entre Inglaterra y las Provincias Unidas –como entre éstas y los estados alemanes y bálticos- en una amplia gama de aspectos culturales y económicos. Esta actitud se veía fomentada por el desprecio mal disimulado de Jacobo I hacia los burgueses de Holanda. Sin embargo, los espías españoles, como Manuel Sueyro en La Haya y Jacob van Male en Londres, informaban continuamente de las llegadas, actividades y marchas de los soldados y eclesiásticos de un país en el otro. Porque, en definitiva, las realidades estratégicas del siglo XVI habían cambiado muy poco. Como decía Thomas Scot, el más convencido de los escritores antiespañoles “debemos mirarnos a nosotros mismos cuando las cosas de nuestros más próximos vecinos están en llamas” (27).  Además de esto, los intereses de ingleses y holandeses coincidían en el tema específico y emotivo del Palatinado. Federico, el Rey de invierno de Bohemia, se había casado con una inglesa,, lo que le había merecido grandes simpatías entre la población y, por otra, tenía un consejo político procedente de las Provincias Unidas, lo que le permitía contar con ciertas ayudas económicas, aunque limitadas. El Elector Palatino y su princesa Estuardo, eran el centro de la esperanza protestante en Inglaterra, incluso antes de los trágicos acontecimientos de 1618, mientras que después de ello el influyente “lobby palatino” era una espina clavada en el costado de Gondomar y Jacobo I. La tormenta de antipatía suscitada por el embajador español es única en la historia inglesa, y el atormentado Thomas Scot es solamente el más conocido de docenas de escritores cuyas opiniones reflejan el odio popular a España durante este periodo. Para Scot, Gondomar era el “Maquiavelo español”, y el diablo, vestido de cardenal, supervisaba los cónclaves de Madrid. En los primeros años 20, después de apostrofar contra Jacobo por no haber ayudado a su hijo político, huyó al exilio en Holanda, convirtiéndose en uno más de una generación de radicales religiosos ingleses, que dedicaron sus vidas a mantener entre las repúblicas hermanas la identidad de intereses que constituía la única garantía de seguridad para ambas.
            Fue a través de la seductora influencia de la brillante corte de los archiduques de Bruselas, y de su poderosa organización religiosa, como muchos católicos ingleses llegaron, en expresión de Cromwell, a “españolizarse”. Por cada pluma y cada espada puesta al servicio de los holandeses. Otra se consagraba también a los intereses de Alberto e Isabel: “Me preguntas sobre el deseo manifestado por algunos caballeros ingleses de servirme en los Países Bajos”, escribía Felipe III a Alberto n 1619. “Parece buena idea examinar qué es lo que pueden ofrecer, pues, en caso de ser buenos soldados, su ayuda podría ser de gran valor cuando expire la tregua con los holandeses” (28). Fue, por tanto, en los Países Bajos donde tuvo lugar en los años 20 y 30 lo que se podría llamar, ensayo general del conflicto armado que iba a estallar una década más tarde en la misma Inglaterra. En los asedios y marchas de las fronteras holandesas, luchaban en campos contrarios no sólo los ingleses, sino también franceses y alemanes. El curtido veterano de las guerras de Flandes se convirtió en un estereotipo de la literatura y de la pintura de toda Europa occidental, no sólo de las de Castilla.
            En Francia, el papel desempeñado por el partido ultra-católico, apoyado por los enviados españoles Cárdenas y Mirabel, resulto siempre favorable a Madrid. Generalmente los devotos de la Iglesia dela Contrarreforma, y profundamente influidos por el misticismo castellano, desconfiaban de la dinastía borbónica y de sus orígenes heréticos. Mientras que en Inglaterra era el interés antiespañol lo que se oponía al desarrollo del poder real centralizado, en Francia ocurría lo contrario. Entre estos simpatizantes había grandes magnates provinciales, muchos prelados y príncipes. Buscaban una política de cooperación con España en su postura contra la herejía. Durante la regencia de María de Médicis la influencia de este grupo se extendió por todas partes; tras la subida de Richelieu al poder se enfrentaron tenazmente a su política.
            Incluso un hombre como Francois du Tremblay (que más adelante, con el nombre de padre José, sería el principal auxiliar de Richelieu y verdadero martillo de los Habsburgo) fue en sus primeros años partidario de las actitudes descritas. No se puede decir lo mismo del propio Cardenal; durante una breve estancia en el poder, en 1616 envió un representante francés a los príncipes alemanes para “decirles que Francia no apoya a España en ningún sentido, y ofrecer su ayuda a todo el que se oponga a las maquinaciones españolas en Alemania” (29). La que fue prácticamente su primera acción al volver al consejo real en 1624 consistió en acceder a la solicitud de ayuda presentada por los holandeses y que sus antecesores no habían tenido en cuenta. En estas dos áreas, el reino de Francia podía contribuir a conseguir l agotamiento gradual de la fuerza española. Sin embargo, el objetivo estratégico principal era uno en que la guerra por poderes nunca podría resultar decisiva.
            Alemania proporcionaba a Richelieu una base firme de progreso. En los años 20, por el contrario, parecía que Italia iba a acabar con todas sus esperanzas. De todos los príncipes influyentes del norte de Italia, sólo el empedernido intrigante que era Carlos Manuel de Saboya respondió con algo más que evasivas corteses a los intentos de Francia de buscar una base de apoyo. El hecho era que la situación española en Italia había garantizado la estabilidad y seguridad de la Península durante más de medio siglo, y esto, junto con los enormes intereses personales implicados en ello, resultaba muy satisfactorio para los italianos. “Italia estaba gobernada con métodos españoles, por medio de la Inquisición y el espionaje, la supresión de la libertad de pensamiento y de acción”. Esta era, la razón por la que “en los escritos de la época encontramos tan pocas alusiones a las desventajas del dominio español, y muchas a las ventajas del mantenimiento de la paz” (30).
                En realidad, los estudios más recientes sobre las dependencias italianas han demostrado la solidez social de todo el aparato de gobierno español, desde Milán a Sicilia. Cierto es que hasta 1628 no habían comenzado a producir resultados desagradables las medidas de exacción financiera de la corona; pero incluso cuando se creó tal situación no hay muchas pruebas de que se produjera un cambio de lealtad por parte de la clase gobernante, ni siquiera en las actitudes básicas de los mismos “populari”. El avance de Richelieu en Mantua se iba a producir no como consecuencia de la debilidad, sino a pesar de la fuerza del imperio hispano-italiano.
            El año de 1618 fue el momento en que se produjo la explosión de todos los elementos que integraban el dinámico conjunto que hemos descrito. En Praga y en Amsterdam la solución favoreció a las agrupaciones anti-Habsburgo de línea dura. Los bohemios de Martinitz y Slavata, en quienes Oñate había depositado toda su esperanza, se convirtieron en un ejemplo poco común en la historia al ser arrojados literalmente de su cargo. En las Provincias Unidas, la ejecución de Oldenbarnevelt y la condena de los arminianos en el Sínodo de Dort (1618-19) significaron la victoria de los partidarios de la línea dura en la negociación con España. Después del tratado matrimonial franco-español de 1612, Felipe III (que firmaba vuestro buen padre) mantuvo correspondencia periódica con su hijo político, Luis XIII. Este intercambio fue interrumpido durante dos meses por iniciativa española al tener noticias de la rebelión de Praga.

CONCLUSION

            En la medida en que una aspiración de esta índole puede llegar a considerarse como un éxito, el intento español de mantener su hegemonía europea estuvo muy cerca de conseguirlo en el momento de la rendición de Breda, en 1625. La gigantesca y lenta operación con la que Spínola llegó a sitiar la gran fortaleza creó una especie de remolino bélico que absorbía todos los recursos militares de ambos bandos. La confrontación atrajo la atención de toda Europa, y se desarrolló en una escala semejante a la de Verdum y adquirió la significación simbólica de Stalingrado.
            La monarquía casi se hundió bajo el peso del esfuerzo, pero el éxito parecía haberlo justificado. De hecho, fue una victoria pírrica, como pocas ha habido. Cuando los soldados exhaustos, desnutridos y harapientos del marqués de Spínola entraron en Breda, se maravillaron ante la fortaleza de sus defensas, y la verdadera cornucopia de sus reservas de alimentos y materiales. Sin embargo, desde el punto de vista de Madrid parecía que estaba a punto de producirse el tanto tiempo esperado veredicto de los cielos sobre los rebeldes holandeses, así como sobre los de Bohemia.
            El agotamiento físico que España experimentó durante la Guerra de Mantua en 1629, Flipe IV vivió intensamente el hecho de la debilidad de la justificación de España en aquel conflicto había movido el péndulo de  gran parte de la opinión europea hacía la política de Francia.

NOTAS

R. A. Stradling, Europa y el declive de la estructura imperial española, 1580-1720, Madrid, Ediciones Cátedra, S. A. 1983.
(1) BN SA (Biblioteca Nacional de Madrid/Sucesos de Año Series, 2348/533.
(2) P. Vilar, “The age of Don Quixote”, traducido y reimpreso en P. Arle (ed.), Essays in Economic History, 1500-1800, 1974; J.H. Elliot, “The decline of Spain”, en Past and Present, número 20, 1961.
(3) J.H. Elliot, El Code Duque de Olivares y la herencia de Felipe II, Valladolid, 1977.
(4) Roland Mousnier, The Assassination of Henry IV. The Tyrannicide Problem and the Consolidation of the Frnch Absolute Monarchy in the Early Seventeenth Century, 1973.
(5)A.W. Lovett, Philip II and Mateo Vázquez de Leca: The Government of Spain, 1572-92, Ginebra, 1977.
(6)H.M. Vernon, Italy from 1494 to 1790, 1909.
(7)J.P. Cooper (ed.) The Decline of Spain and the Thirty Years´ War, 1609-1659, vol. 4, en New Cambridge Modern History, 1970. [La Decadencia Española y la Guerra de los Treinta Años, t. 4, de la Historia del Mundo Moderno, Barcelona, Ramón Sopeña, 1974].
(8)B. Chudoba, Spain and the Empire, 1519-1643, Madrid, Rialp, 1963.
(9) J. Israel, “A conflict of empires: Spain and the Netherlands, 1618-48”, en Past and Present, núm. 76, 1977.
(10) J. Lynch, Spain under the Habsburgs, vol. 1: Empire and Absolutism, 1516-98, 1964; vol. 2: Spain and America, 1598-1700, 1969.
(11) BL (British Library), 543 – EG (Egerton Mss.), 115.
(12) L. Díez del Corral, La Monarquía hispánica en el pensamiento político europeo, Madrid, 1975.
(13)G. Parker, The Army of Flanders and the Spanish Road: The Logistics of Spanish Victory and Fefeat, 1567-1659, 1979 y reimpresiones, Madrid, Revista de Occidente, 1976.
(14) BL, 335 – EG, 318v.
(15) BN, 2360/ SA, 340.
(16) J. Alcalá-Zamora, España, Flandes, y el mar del Norte, 1618-1639, Barcelona, Planeta, 1975.
(17) BL, 335/EG, 394v.
(18) R. Ródenas Vilar, La política europea de España durante la Guerra de los Treinta Años, 1624-30, Madrid, 1967.
(19) Alcalá-Zamora, España, Flandes…., op. cit.
(20) BL, 21004/AD (Additional mss.), f. 379.
(21) J.H. Elliot, El Conde-Duque de Olivares y la herencia de Felipe II, Valladolid, 1977.
(22 ARB (Archives du Royaume de Belgique (Bruselas), 183/SE (Sécrétairerie d´Etat et de Guerre Series), 65v.
(23) BL, 318/EG (Egerton Mss), 200.
(24) Ibid.
(25) J.V. Polisensky, The Thirty Years´ War, 1974.
(26) C.H. Carter, The Secret Diplomacy of the Habsburgs, 1598-1625, 1964.
(27) T. Scot, Crtain Reasons and Arguments of Policy…, Londres, 1624.
(28) ARB, 183/SE, 38.
(29) M. Fraga Iribarne, Don Diego de Saavedra y Fajardo y la diplomacia de su época, Madrid, 1955.
(30) H.M. Vernon, Italy from 1494 to 1790, 1909.


Continuará…..

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