LA PINTURA ESPAÑOLA
HASTA FINES DEL SIGLO XVI
Estimados lectores, el
presente trabajo, que elabora el Prof. August L. Mayer, propone ofrecer a los
admiradores del arte español un compendio
de la naturaleza y desarrollo de la pintura en España. Espero sea de
vuestro agrado y como siempre, os sirva de conocimiento.
Introducción
La historia del arte
español ha avanzado de un modo extraordinario gracias a los trabajos críticos,
publicaciones de documentos y de obras pictóricas. De aquí que sea más factible
trazar en la actualidad un cuadro de conjunto de la pintura española que lo fue
en el año 1893, cuando Paul Lefort escribió su obra (1).
Aunque, en oposición a épocas anteriores, nos preocupen
actualmente los grandes problemas de la evolución estilística y las
peculiaridades nacionales más que la historia de los artistas y las numerosas
anécdotas de su vida, no olvidemos que sobre todo en los últimos cinco siglos
han sido las grandes personalidades las que han fundado y mantenido el España
el prestigio de su pintura. Velázquez, Zurbarán, Murillo y Goya no son nombres
vacíos, sino que a ellos va asociado en cada caso un concepto preciso y un
determinado aspecto de la pintura española.
Los Archivos, tanto los del Estado como los de las
ciudades, los eclesiásticos y los notariales, nos ofrecen abundante material de
investigación, siendo asimismo de extraordinaria riqueza el acervo monumental
de que puede disponerse. Afortunadamente, hasta fines del siglo XVIII, las
pinturas españolas no suscitaron tanto como las holandesas o italianas, el
interés del coleccionista internacional, y si bien esto fue causa de que la
fama de la pintura española se difundiera con lentitud, contribuyó también a
que muchas obras de arte permanecieran en su país originario. Al parecer no
fueron productos muy importantes de la pintura española los que se enviaron a
América Latina por conducto de los colonizadores españoles. En los grandes
incendios de conventos y palacios, como el dl Alcázar de Madrid, en 1734, se
perdieron algunas obras maestras de la pintura española, pero más se dejó
sentir esta acción destructora con ocasión de las guerras napoleónicas. De los
innumerables cuadros que en aquel entonces fueron expatriados, algunas
importantes producciones han sido señaladas, más tarde, en colecciones
francesas o inglesas. Reconozcamos, sin embargo, que esta exportación de las
creaciones del arte hispánico contribuyó en gran manera a difundir por todo el
mundo el valor de la pintura española.
Tan pernicioso como las guerras napoleónicas fue, ante
todo, para la conservación de los primitivos españoles, el afán renovador de
barrocos y clasicistas que se apoderó de España durante el siglo XVIII, pues no
sólo se cubrieron con enormes altares churriguerescos las antiguas pinturas
murales, sino que, en muchos casos, retablos muy interesantes de los siglos XIV
y XV hubieron de ceder el sitio a altares insignificantes, así siempre
desprovistos de personalidad. En los casos más favorables, los altares
primitivos fueron vendidos a iglesias rurales, pero muchas veces se les dejó
perder lentamente o bien fueron destruidos, destinándose la madera al fuego.
Obedeciendo a estas mismas tendencias falsamente renovadoras, se han sustituido
en diversas localidades, antiguas pinturas murales por otras modernas:
recuérdese el caso de la catedral de Toledo, donde los frescos de Bayeu no
compensan en modo alguno la perdida de los de Berruguete.
Quien desee conocer a fondo la pintura española está
obligado a recorrer el territorio español de muy distinto modo que el
investigador o el entusiasta del arte holandés o el italiano, aunque los Museos
de Barcelona y de Valencia representen en modo eminente el arte medieval de las
respectivas comarcas, y el Museo del Prado ofrezca un amplio cuadro de la
evolución de la escuela de Madrid, mostrando ante todo la gran importancia de
Velázquez, Ribera, Murillo y Goya.
Un respetable contingente de obras maestras de la pintura
española ha pasado a diversas colecciones públicas y privadas de los Estados
Unidos. Especialmente Nueva York reúne en el Museo de la Hispanic Society, en
el Metropolitan Museum y en las colecciones de Havemeyer y Frick obras
espléndidas del Greco, Goya y Velázquez, entre otros. Pero también otras
galerías europeas, como la de Budapest, Dresde, San Petersburgo, Munich y Viena
tienen, para el admirador de la pintura española, una importancia tan grande
como el Louvre y la National Gallery de Londres.
Asimismo en el curso de los últimos años ha aumentado de
modo altamente satisfactorio el número de fotografías de monumentos pictóricos
españoles, gracias especialmente a los desvelos y sacrificios del Institut
d´Estudis Catalans.
En un estudio de la pintura española, ofrece ciertos
atractivos, especialmente en lo que respecta a la época medieval, una división
basada en el cuadro de las diversas influencias. El autor prefiere, sin
embargo, destacar las diversas regiones de España y, junto a los rasgos comunes
a todos los pintores españoles, acentuar las diferencias y peculiaridades
regionales. De igual suerte que ocurre cuando se estudia el arte de Italia o de
Alemania, quien admira o investiga las obras de arte no sólo adquiere, al
observar las peculiaridades de las escuelas más o menos importantes, una mayor
comprensión para las obras en particular, sino que, reconociendo la diversidad
dentro de una unidad más extensa, consigue apreciar exactamente la relación que
liga recíprocamente a los diversos núcleos artísticos.
La división concreta, en grandes grupos y escuelas, surge
sin esfuerzo de los conceptos político-geográficos de la Edad Media, así como
de la diversidad de carácter de las distintas regiones y de sus habitantes,
diversidad que todavía en la actualidad puede percibirse claramente, ni más ni
menos que en otros países. El núcleo de la Corona de Aragón se diferencia
claramente del castellano y del andaluz. En cada uno de estos tres grupos cabe
distinguir, a su vez, tres escuelas. El antiguo reino de Aragón se integra con
Cataluña, Valencia y el Aragón actual. Castilla, con Castilla central (Toledo,
Ávila y Madrid), Castilla norteoccidental (Valladolid, Salamanca y León).
Andalucía, con Sevilla, Córdoba y Granada.
No debe olvidarse que los artistas españoles viajaron
mucho; pero del mismo modo que Castagno durante su estancia en Venecia
permaneció fiel a la tradición artística florentina, y así como durante sus
viajes ninguno de los Bellini cambió su carácter esencial, así también los
artistas españoles revelan siempre su procedencia. El maestro Alfonso y
Bartolomé Bermejo salieron de Córdoba y trabajaron en Cataluña, Aragón y
Valencia; pintores catalanes pasaron a residir y trabajar en Burgos y Sevilla;
pero en sus producciones aparecen siempre rasgos que delatan al artista de otra
región.
El arte de Cataluña es representativo, suave, lírico; el
de Aragón, más tosco; el de Valencia, dramático, y aun en los tiempos del
Renacimiento brilla con un lirismo de colorido que revela su parentesco con la
pintura catalana; ambas, hermanas levantinas del Mediterráneo. El arte de
Castilla es siempre viril y recio; a medida que transcurren los años, se puede
precisar con mayor claridad el carácter de sus diversos centros, y así, por
ejemplo, vemos que el arte de la escuela de Ávila se distingue por una
tendencia hacia el arte popular. La pintura andaluza es, en general, sin que
falten excepciones, de un lirismo más afeminado; esto aunque, por ejemplo,
Roelas sea artista de marcada tendencia dramática y Valdés Leal posea un
temperamento violento, lo mismo que Antonio del Castillo, en su colorido se
revela siempre muy pronto el carácter andaluz.
En Cataluña encontramos una notable actividad artística
desde los comienzos de la época románica. Cada vez más fue desarrollándose
Barcelona, capital de esta región, como centro artístico, que únicamente tuvo
en Valencia una rival peligrosa desde fines del siglo XIV. En las postrimerías
del periodo gótico, algunos decenios después del descubrimiento de América,
palideció la estrella de Barcelona, incluso como centro de arte, por mucho
tiempo, mientras que Valencia florecía cada vez con mayor pujanza, logrando
mantener sin interrupción su importante personalidad artística hasta los
tiempos modernos. El antiguo reino de Murcia, situado al sur del anterior, ha
visto nacer pocos pintores de importancia en el transcurso de los siglos. El
país interior, la actual región aragonesa, poseyó en el pasado una plétora de
obras de arte; pero hasta la primera mitad del siglo XVIII las mejores pinturas
fueron aportadas a las iglesias de Aragón por artistas extranjeros, mientras
que el arte peculiar de esta región siguió siendo provinciano en términos
esenciales, y aparece como una versión más tosca del arte catalán. Goya, sin
embargo, ha procurado a Aragón la gloria de ser la cuna de uno de los más
grandes genios pictóricos de España.
Toda la comarca oriental de Aragón mantuvo siempre
íntimas relaciones con otros países mediterráneos, lo mismo en pintura que en
el orden geográfico y político. Más intensas que las relaciones con el Mediodía
francés fueron las sostenidas con Italia, si bien puede asegurarse que dicha
relación nunca revistió forma de dependencia, pues ni siquiera en el siglo XVI
se desarrollaron en este país el romanismo ni el manierismo con tanta fuerza
como en Andalucía. También ha de tenerse en cuenta una comarca limítrofe con
Aragón, el antiguo reino de Navarra, con su capital Pamplona: por las íntimas
relaciones de este país con Francia trascendió naturalmente a su arte la
influencia francesa, a la cual se asoció la flamenca en el siglo XV.
En las provincias del antiguo reino de Castilla y León
figura la capital de esta última comarca como el centro pictórico más antiguo e
importante, si bien en la época gótica no desempeñaba ya ese papel principal, y
posteriormente perdió toda su significación. Es notable observar que algunas
localidades principales, como Burgos, que en la época gótica fue un punto
culminante de la actividad escultórica, no engendraran escuelas pictóricas de
importancia. En cambio, en Salamanca y Valladolid, juntamente con Ávila, se han
revelado en Castilla la Vieja como focos de escuelas pictóricas, cuya
importancia rebasa los ámbitos de lo local. Las provincias vascas, así como
Asturias y Galicia, carecen de interés en la historia de la pintura española,
si bien de cuando en cuando produjeron algún pintor de talento que se hizo
famoso fuera de su país, como sucedió con Carreño. En Castilla la Nueva, Toledo
fue el centro pictórico de mayor importancia hasta la muerte del Greco. Madrid
asumió su función guiadora, descollando sobre las demás regiones y absorbiendo
gran parte de la actividad artística española, desde Felipe IV, en cuyo reinado
Madrid se destacó también en el orden cultural, como capital de España.
Extremadura, en el occidente de España, fue pobre en
personalidades artísticas de gran relieve. Solamente el divino Morales y
Zurbarán son coterráneos de Pizarro, el gran conquistador.
En el Sur, en Andalucía, la actividad pictórica no se
reanudó hasta el siglo XIII, en la época gótica, después de la Reconquista de
Córdoba y Sevilla por los cristianos. Córdoba se mantuvo siempre provincial, si
bien supo crear y sostener su propio carácter, e igualmente Granada solamente logró
constituir una modesta escuela local –si se exceptúa a Alonso Cano-; Sevilla,
en cambio, creció más y más hasta convertirse en un importante centro, que en
el siglo XVII superó a Valencia, siendo el único baluarte que logró mantener
firme, frente al absorbente centro madrileño. La riqueza de la ciudad, en auge
desde el descubrimiento de América, la antigua cultura de sus habitantes, el
interés que por el arte sentían los próceres andaluces, así como el de la
población, y, muy especialmente, las innatas dotes artísticas de esta raza son
los factores principales que nos explican el desarrollo de la escuela pictórica
de Sevilla, abundante en artistas de talento.
La pintura española no es en todas sus épocas la
manifestación que todo el mundo estima como la más preciada del arte español.
En honor a la verdad debe afirmarse que, si se exceptúa una serie d
extraordinarias pinturas románicas en libros, la pintura de cuadros solamente
logró ocupar un lugar eminente entre las manifestaciones de arte europeo en el
siglo XVII y, después, con Goya, a fines dl XVIII. Verdad es que en ningún
siglo han faltado verdaderos talentos. Nadie negará la importancia de un Ferer
Bassa, de un Jaume Huguet o de un Bartolomé Bermejo, las dotes de un Fernando
Gallego, de un Luis de Vargas, o del Mudo. Pero no es menos indiscutible que
estos artistas no se asientan sobre terreno autóctono, por muy española que sea
la transformación que en sus obras sufrieron los modelos en que se inspiraron.
No es a ellos, no es a esta pléyade de artistas de segunda clase a quienes se
debe la gloria de la pintura española, sino a Velázquez y Murillo, a Ribera y
Zurbarán, a Valdés Leal y Goya. Aunque no sean más que seis, estos artistas,
los más netamente españoles, poseen importancia internacional, y tres de ellos
lograron influir en todas las manifestaciones de la pintura occidental.
Entiéndase bien: no se trata en modo alguno de discutir el talento de Alfonso
Sánchez Coello, de Carreño, de Ribalta, de Claudio Coello. Pero no son estos
artistas los que atraen en primer término la atención del entusiasta y del
investigador de la pintura española, sino esa otra media docena de maestros
escogidos. Con ellos España está mejor situada que Alemania, nación que
ciertamente posee una pléyade de pintores de grandes cualidades, en los
diversos siglos, pero de este gran número solamente Durero, Grünewald, Holbein
el Joven, Cranach y Schongauer, figuran como estrellas de primera magnitud. Si
España no posee series tan deslumbrantes de pintores que sirven de centro a las
miradas del mundo entero, como son las construcciones y decoraciones mudéjares
de la Edad Media y las esculturas barrocas del siglo XVI y XVII, obras cuya
peculiar grandiosidad no tiene igual en el mundo. Fácilmente se comprende que
en las obras de los grandes pintores españoles se reflejan las creaciones de
los otros maestros, y, además, que algunas de las peculiaridades de estas
figuras principales solamente pueden apreciarse en su valor total cuando se han
estudiado también las producciones de los artistas menores.
La extraña confluencia de artes tan distintos, que en
España se expresó durante muchos siglos por la asociación del arte de los moros
con el arte occidental de los cristianos españoles, ha capacitado al español
para acoger toda clase de elementos exóticos, incluso en la pintura; pero, por
otra parte, esta característica mezcla de arte y cultura oriental y occidental
ha ejercido una influencia decisiva sobre muchos artistas extranjeros, a los
que dieron acogida en su país con gran largueza, los españoles.
Poseemos pinturas murales sumamente notables, debidas a
pintores españoles de distintas épocas, entre los que no son las menos
importantes las de la época románica. Pero este procedimiento artístico era tan
poco adecuado al estilo pictórico de los españoles como al de los alemanes. La
aversión que Velázquez exteriorizo personalmente contra la pintura al fresco es
consubstancial al arte español. La estructura monumental, íntimamente ligada a
la arquitectura, que caracteriza a la pintura al fresco, se avenía mejor con el
genio italiano, y en cambio, no podía tener mucho éxito entre los españoles, ya
que la sangre morisca o las reminiscencias del arte árabe exigían de ellos una
disposición muy diferente de las superficies, un cubrimiento del lienzo con
hilos de color, una disolución del espacio, un género de pintura mural
pintoresco, a la manera de las artes industriales, y totalmente opuesto al
concepto de que la pintura al fresco se sustentaban los italianos.
Tan ajena como este último género de pintura fue para los
artistas españoles la primitiva pintura flamenca, con su carácter miniaturesco.
Esta pintura de una suave delicadeza, su fina degradación de los tonos no se
avenía al carácter varonil y áspero de los pintores españoles. Siempre que se
observa cierta reminiscencia de los modelos flamencos, apréciase no sólo una
mayor sencillez, sino también una expresión más tosca en el dibujo y en el
colorido.
Existen, sin embargo, ciertos caracteres comunes entre el
español y el italiano, e igualmente entre el español y el flamenco. La pintura
española ocupa, en cierto modo, el centro entre las concepciones pictóricas de
aquellos dos países. El español tiene de común con el italiano la acentuación
de la forma y del sentido de lo monumental; pero, no encontramos en él la
sensibilidad tectónica del italiano del Centro, ni tampoco la aspiración hacia
la belleza y la grandiosidad griegas, tales como se revelan en Florencia y
Roma. Más bien se trata, en líneas generales, de una aproximación al estilo del
arte norteitaliano, que desde antiguo es más pintoresco y naturalista y menos
estrictamente constructivo que el del italiano del Centro. Sabido es que
Venecia reflejó en su pintura, las relaciones culturales y artísticas que la
unían con el Oriente. Este centro de la pintura genuinamente italiana adquirió
una gran significación en el desarrollo de la pintura de aquel país. El
enigmático maestro Alfonso de Cárdenas, que trabajó en Barcelona, produce el
efecto de un Bellini español; Tiziano y Tintoretto, juntamente con
PabloVeronés, influyeron de modo decisivo no sólo en la formación de Velázquez,
sino también en la de Ribera, aparte de la influencia ejercida por estos
venecianos sobre los artistas españoles del siglo XVII. La sensibilidad para el
color y la luz, para las entonaciones ambientales, la afición a la
magnificencia indumentaria, la inclinación a los ornamentos recargados, el
naturalismo –exaltado de un modo fabuloso-, la persistencia en mantener los
fondos de oro, el afán de decorar altares y paredes de capillas con tablas,
lienzos y tapices: todas estas características las encontraron los españoles en
los venecianos, acertando a desarrollarlas, en más de un caso, con muy elevada
nobleza. Los pintores españoles no pudieron nunca alcanzar el excelso nivel de
este arte, ni tampoco fue este su objeto. Sin embargo, lograron suplir esta
falta gracias a una exaltación persuasiva, como en Sevilla, y por medio de un
misticismo peculiar, sustentado por un expresivo naturalismo.
El naturalismo, que no surge por vez primera en los
españoles del siglo XVII, el placer causado por la reproducción del ambiente
visible aproxima a los españoles y flamencos. Pero existe una diferencia
especial entre quel arte, cuyos representantes más eminentes son los hermanos
van Eyck, Bouts y Memling, Patinir y Bosch, y el de los pintores españoles,
porque en el Sur no se sentía la Naturaleza con la misma amplitud que en el
Norte, ni se situaba a los hombres, como en Flandes, en un nivel análogo al del
paisaje, cuando no se les subordinaba a éste; en la pintura española, la figura
humana se emplazó en lugar central, y el paisaje no sólo fue tratado como un
episodio, sino que, con frecuencia, se reprodujeron directamente los modelos
del Norte. Característico de la pintura española es el hecho de que siempre han
faltado en ella grandes paisajistas; los primeros cuadros que pertenecen
estrictamente a este género fueron creados por el Greco, y las famosas
composiciones velazqueñas de la Villa Médicis, así como los paisajes de Mazo,
han de considerarse poco más que como excepciones; parejamente, Goya no pintó
paisajes propiamente tales, y sólo en edad avanzada creó sus dos grandiosos
aguafuertes con paisajes.
Los españoles no son, como los italianos, creadores de
prototipos, no van a la generalización, a la formación de un “canon”. Pero
aunque propugnaron un individualismo más recio que el de los italianos, por
regla general se han mantenido alejados del extraordinario vigor de
individualización que caracteriza a los
artistas nórdicos. Así como el arte de Rafael representa, acaso, la más pura
encarnación del ideal italiano de la pintura, y Rembrandt aparece como el
representante más expresivo de la concepción septentrional, Velázquez
constituye la genuina representación del arte de España.
Este paralelo explica, la posición así establecida, de la
pintura española entre la flamenca y la italiana, se explica sin dificultad por
la mezcla de razas y por las condiciones geográfico-climatológicas de España.
La receptividad de los caracteres ya señalados del arte italiano y del
flamenco, y tal afinidad de ciertas concepciones artísticas, se basan,
igualmente, en las circunstancias de haber ido mezclando sucesivamente el
núcleo originario celtibérico de su sangre con la de fenicios y romanos,
visigodos y árabes. Los artistas franceses y flamencos, alemanes e italianos no
se trasladaron a España, hasta el siglo XVIII, en la época de Mengs y de
Tiépolo, con ánimo de visitar simplemente el país, sino que en muchos casos
residieron largo tiempo en él, y aún contrajeron matrimonio en España. También
conocemos más de un pintor español que desciende de emigrantes, como Jacomart,
cuyo padre, sastre en la corte de la Picardía, se trasladó a Valencia. Las
aficiones bélicas de los cristianos españoles, que por espacio de medio milenio
lucharon contra los moros, y el contraste de las ricas comarcas del litoral con
las ásperas regiones de la meseta fomentaron el carácter viril de la pintura
española, y sustentaron la afición a reproducir los contrastes.
Ya hemos indicado anteriormente que la grandiosa cultura
árabe influyó muy intensamente y con persistencia sobre la pintura española,
con caracteres externos como el de la reproducción de temas ornamentales y
tipos moriscos, y la tendencia fundamentalmente decorativa a la ornamentación
tapizada, así también como por el hábito de acentuar profundamente la expresión
melancólica. La superficie está siempre articulada a modo ornamental, a
consecuencia del sentido árabe y mudéjar; los polígonos y las estrellas no son
sólo la decoración del fondo sino el mismo sistema de la composición, y esta
predilección hacia el motivo reiterado se advierte hasta en los nimbos
poligonales o compuestos de tres, cuatro o cinco círculos. Los compartimientos
pequeños forman el conjunto, y esta división minuciosa que aparece has en la de
los tronos de las Vírgenes y Santos corresponden a la del ensamblaje de los
retablos. El ritmo genuino y el continente altivo, que no sólo se encuentra en
Castilla, son en gran parte herencia mora.
El país inundado de sol, con sus vastas llanuras y sus
macizos montañosos violentamente escarpados, sirvió de punto de partida a la
concepción pictórica que supo encontrar su más característica expresión en las
ideales lejanías del impresionismo velazqueño y en las creaciones de Goya. Es
innata la afición de los españoles al cromatismo; en otro tiempo, los moros
gastaron también mucho de la combinación de los colores oro, rojo y azul. La
severidad, el recato en el colorido fueron artificioso producto de las
disposiciones suntuarias de Felipe II y sus sucesores. La implantación de la
moda de color negro por el segundo de los Felipes corre parejas casi con su
severidad arquitectónica, tal como su arquitecto Herrera la concretó en la
interpretación, falta de ornato, pero grandiosa, que del estilo Renacimiento
hizo en El Escorial, monumento que contrasta violentamente con el rico estilo
plateresco, tan estimado en la época de Carlos V.
Con razón se señala el naturalismo como uno de los
caracteres capitales de la pintura nacional española, pero sería erróneo
considerar este naturalismo como el elemento más importante, y en cierto modo
como un factor incontrastable e indómito. En términos generales, al comparar la
pintura española con la flamenca, hemos juzgado oportuno establecer ciertas
limitaciones por lo que respecta al naturalismo español. El naturalismo en la
pintura española se aparta de todo género de vulgaridad, lo mismo que acontece
con la novela picaresca; raras veces se observan exageraciones semejantes a las
que se encuentran en la pintura barroca italiana, que en cierto modo trató de
competir con la española. Puede afirmarse que los españoles supieron mantener
también en esta ocasión dentro de los límites de una digna mesura. En la
pintura de naturalezas muertas se evidencia una vez más la aversión de los
pintores hispanos respecto del género de pintura detallada, propio de los
holandeses, y por otra parte vemos un estricto realismo, un objetivismo que
presta a todas estas creaciones, una extraña y áspera grandeza. A este respecto
recordamos obras tan significativas como la “Predicación de San Bartolomé
desollado”, por Gerardo Gener, en el Muso de Barcelona; varias de Valdés Leal,
los “Desastres de la guerra”, de Goya y el hecho curioso de que en la
“Anatomía” de Fray Juan Rizi los “hombres de muslos” llevan su propia piel en
la mano.
Nadie podrá negar que la pintura española extrajo sus
mejores energías del íntimo contacto con el mundo circundante. Ni lo fantástico
ni lo abstracto idealista fueron, por regla general, materia adecuada a los
artistas españoles. Solamente en casos muy raros lograron éxito creando
composiciones puramente idealistas; este hecho obedece a que, los españoles no
poseen la tendencia a la abstracción que caracteriza a los italianos. Verdad
que existe toda una serie de Madonas y composiciones de la Inmaculada
Concepción de Murillo, francamente asistidas de significación idealista. Pero,
comparadas con las creaciones italianas, la idealización no llega nunca tan
lejos como en el caso de la Madona de Rafael, y cuando tal se intenta, el
artista aparece frío y sin contenido en la forma y en la ejecución. Por lo que
respecta a composiciones fantásticas y fabulosas, Goya, como una magna
excepción, viene a confirmar precisamente la regla. La ausencia general del
elemento fantástico, que por modo tan inequívoco distingue a los españoles de
los septentrionales, está subrayada por la circunstancia de que el factor
ilustrativo interesa a los españoles menos que el elemento decorativo (prueba
de ello que la gráfica ilustrativa, representada por el grabado en madera, el
grabado en cobre y el aguafuerte, fue cultivada en España, en la época anterior
a Goya, con intensidad mucho menor que cualquier otro país de Europa).
El naturalismo asociado a un genuino sentimiento
democrático, ha impreso desde antiguo el arte religioso español su nota
característica, sin que esto quiera decir que las escenas sacras quedaran
desposeídas de su encanto al ser tratadas por un procedimiento sobriamente
racional. Más bien puede afirmarse que los pintores españoles tendieron a dar
encarnación humana, con la gran intensidad de su sentimiento religioso, a las
escenas religiosas y cuanto más atrevida es la nota terrenal, cuanto más
decididamente procuran los españoles acercar el cielo a la tierra.
Hemos llegado de este modo a ocuparnos del contenido de
la pintura española, que hasta ahora sólo habíamos indicado a grandes rasgos.
La pintura religiosa es para los artistas españoles, como para los de ningún
otro país de la Europa occidental, alfa y omega de su actividad. Siempre henos
procurado poner de manifiesto el hecho de que en España jamás se ha intentado
emancipar la pintura respecto de la Iglesia. Como en ningún otro país, la
Iglesia se ha distinguido en éste como protectora de los artistas pictóricos.
El mismo Goya, con ser el menos religioso de todos los grandes artistas
españoles, no sólo ejecutó hasta una edad avanzada numerosos encargos hechos
por iglesias, sino que precisamente este tipo de obras contribuyó a asegurar la
existencia del pintor en su juventud. Cierto que sus pinturas, tan discutidas,
de San Antonio de la Florida significan una mundanización apenas superable del
arte religioso, pero el maestro, con todo, se mantiene en ellas dentro de los
límites de lo posible, y contemplando detenidamente esta creación.
Entre los temas predilectos de este arte descuella el de
la Purísima, y el de la Inmaculada Concepción. Los próceres españoles,
acendrados defensores de este dogma, encargaron a los artistas ya en época muy
temprana representaciones escultóricas de la Purísima (2),
y Murillo supo hallar para este concepto, en el siglo XVII las más felices
expresiones. También fue motivo de gran predilección el de la Virgen de la
Leche, que si durante la Edad Media se observa ya en Italia y en otros países,
se plasmó en formas sumamente genuinas en la región Levantina de España, así
como también en Castilla, hasta el siglo XVI (3). Además,
fue objeto preferente de la atención pictórica el héroe nacional de España, el
apóstol Santiago, ante todo como liberador y celeste auxiliar en la lucha
contra los moros. En el siglo XVII, después de la expulsión de los últimos
moriscos, estas composiciones no perdieron terreno en el entusiasmo de las
gentes, pero su sentido se hizo más simbólico, en acción de gracias por la
ayuda prestada por el Apóstol a los cristianos españoles y, al mismo tiempo,
por la tendencia a ponerse en todas las demás lides bajo la advocación de este
santo.
El hecho de que en el siglo XVII fueran muy apreciadas
las composiciones que representaban a la Virgen en su infancia, leyendo o
cosiendo, e igualmente las del Niño Jesús durmiendo o tejiendo una corona de espinas,
no sólo obedece a la predilección general que la época sentía por tales
escenas, sino que puede explicarse por la necesidad de cultivar la pintura de
género, como en época anterior, en el orden religioso, y por el deseo de
prestar nueva vida a las representaciones religiosas mediante este nuevo
procedimiento simbólico de expresión.
Lo mismo que la escultura, la pintura trató con especial
cariño el tema de Cristo agonizante, y todas las escenas de la Pasión que
eternizan al Salvador resignado, sufriendo todos los dolores. Esta tendencia a
acentuar la pasividad deriva especialmente de la ya apuntada condición
melancólica del carácter español, que se expresa, además, en los tipos,
concepción de conjunto y colorido de las creaciones españolas. En el siglo
XVII, Ribera y Zurbarán son los representantes clásicos de esta orientación, no
sólo en sus cuadros religiosos, sino también en los profanos.
Los reyes y la nobleza, los gremios y los ciudadanos
ricos compitieron con el clero, en España más que en otros países, en su deseo
de embellecer con pinturas las iglesias, monasterios y capillas, y, dada la
falta de pretensiones personales tan característica de los españoles, quedó, en
cambio, frecuentemente relegada a segundo término la necesidad de adornar con
pinturas los palacios y viviendas. A esto debe añadirse que en España se inició
en época muy temprana la actividad coleccionista y, consiguientemente, la
adquisición de obras extranjeras; pues aunque Felipe II fue el primero en
emplear, en gran escala, los tapices y las pinturas de caballete como
ornamentación mural, ya antes, en los siglos XIV y XV, los reyes de Castilla,
Aragón y Navarra adquirieron con idéntica finalidad grandes cantidades de
tapices flamencos y del Norte de Francia y compraron numerosos retablos
flamencos. La pasión coleccionista de Carlos V, Felipe II y Felipe IV nunca
desapareció por entero de la Corte, y fue igualmente imitada por la nobleza y
por algunos ciudadanos pudientes, entusiastas del arte. De este modo vinieron a
España retratos y composiciones pictóricas, bodegones holandeses, escenas
bucólicas al gusto del Bassano, composiciones mitológicas ricas en desnudos
–tema predilecto de los venecianos-, pinturas de todas clases de las escuelas
florentina, romana y suditaliana. El ejemplo de aquel duque de Osuna que,
siendo virrey de Nápoles, expidió a España barcos exclusivamente cargados de
obras de arte, las adquisiciones de los reyes en Italia y en las grandes
subastas, fueron imitadas por coleccionistas de menos importancia. De este
modo, un gran número de cuadros de asunto profano quedaron en propiedad de
españoles, haciendo considerable competencia en este orden a la producción de
los pintores del país.
En el arte medieval español encontramos con relativa
frecuencia representaciones de Adán y Eva, pero en cambio, desde la decadencia
del estilo gótico, los españoles renuncian a la representación del desnudo, aun
en las escenas profanas. En términos generales resulta inexplicable esta
repugnancia, que no sólo se advertía en los pintores, sino en quienes les
hacían encargos. Es poco probable que las razones de carácter religioso fueran
absolutamente decisivas, puesto que Tiziano pintó diversas composiciones a base
de Venus y de Dánae por encargo del piadoso Felipe II. Sorprende, además, que
artistas españoles que vivieron la mejor parte de su vida en suelo italiano,
trataran con tanta dificultad el desnudo femenino en composiciones como “Venus
y Adonis”. Casos excepcionales en este orden de cosas son la “Venus del espejo”
de Velázquez –en que de un modo característico el desnudo está visto de
espaldas-, la escena de “José con la mujer de Putifar” de Murillo, los desnudos
femeninos en la “Pintura Sabia” de Fray Juan Rizi (que era de origen italiano),
e incluso la famosa “Maja desnuda” de Goya. Observemos, por vía de
compensación, que entre los abundantes aguafuertes de este último artista, el
desnudo de mujer desempeñó un papel insignificante.
El paisaje parece derivado del arte flamenco o del
veneciano. Así, lo es también en ciertas obras de Velázquez. Como no es terreno
muy cultivado por los españoles, nos sorprenden sus excepciones, como por
ejemplo, en el “San Medín” del maestro Alfonso, en los bocetos de Velázquez, y
en las “Visiones de Goya”. Los artistas españoles, a fuer de gente latina,
prefieren siempre la composición de figura, y a causa de esta misma preferencia
la naturaleza muerta tiene siempre en España carácter monumental. La
coordinación, siempre preferida en la composición española hasta Goya a la
subordinación –expresión del individualismo español-, se nota particularmente
en los bodegones castizos, los cuales se apartan del modelo flamenco u
holandés.
Al estudiar concretamente el desarrollo de la pintura
española, veremos como en el siglo XVI los pintores nacionales decoraron
castillos y palacios con ornamentaciones de estilo romano, escenas bélicas y
composiciones alegóricas, según el modelo italiano. Pero ni la mitología, ni la
alegoría, ni el cuadro de batalla eran temas que sintieran los pintores
españoles. Su fantasía, tan sólo notable en un aspecto puramente pintoresco, no
encontraba encanto alguno en los temas antiguos, ya que los españoles,
obedeciendo a su ideario naturalista-democrático, estaban tan alejados del
ideal clásico-humanista de los italianos como de la sensual ostentación de los
flamencos. Les faltaba también el sentido doméstico, confortable de los
holandeses, y por esto el retrato español, como la pintura de género española,
recuerda a lo sumo o se aproxima a las composiciones que poseemos del arte
altoitaliano, si bien le falta la radiante y esplendorosa sensibilidad de los
venecianos, tanto como la acariciadora tonalidad de los lombardos.
En España, más que en ninguna otra parte, la pintura de
género, la naturaleza muerta, y el arte del retrato derivaron de la pintura
religiosa y han mantenido constantemente íntimo contacto con ella. Las mejores
composiciones de batallas siguen siendo las de Santiago en guerra con los
moros; en Zurbarán, las naturalezas muertas más hermosas se encuentran en las
composiciones con escenas de la Sagrada Familia, y los cuadros de género
debidos a Murillo, su “Santa Isabel cuidando enfermos”, “Santo Tomás de
Villanueva”, que reparte sus vestiduras entre los jóvenes mendicantes, su ciclo
de la “Historia del hijo pródigo”, todos estos cuadros son tan magistrales como
las composiciones profanas de los “Muchachos comiendo uvas”, Finalmente, los
cuadros religiosos de Herrera el Viejo son verdaderas colecciones de retratos.
En lo que a la pintura de retratos se refiere, los
españoles han desarrollado una actividad tan eminente como en el arte
religioso. Su producción en este aspecto ocupa, en cierto modo, el término
medio entre los trabajos flamencos y venecianos. Se reproduce en ellos de un
modo definitivo lo característico y esencial de la persona, y no sólo su
aspecto externo; con insuperable vivacidad vemos asociada a esa caracterización
una altiva y naturalísima dignidad, que de una parte vela los detalles
realistas, y de otra subraya el carácter decorativo-representativo de los
retratos. En este orden, no sólo se distinguió por modo especial Velázquez; ni
es únicamente Goya quien debe buena parte de su fama a sus grandes dotes como
retratista, sino que también Ribera, Zurbarán y Murillo, y todos los maestros
importantes de la decadencia del gótico –que son, sin embargo, artistas de
segunda categoría, como Pacheco y Alonso Sánchez Coello-, crearon en este
aspecto obras que se han hecho acreedoras a la general admiración en todos los
tiempos. Fuerza es ver algo más que mera casualidad de que, en el siglo XIX,
cuando después de la muerte de Goya, la pintura española quedó sometida de un
modo cada vez más absoluto a las influencias extranjeras, y el carácter
nacional de este arte se diluyó en los trabajos, ciertamente notables, de los
principales pintores, el retrato prestó nueva y peculiar importancia al arte
español, sirviendo de base y estímulo al renacimiento de una pintura personal,
nacional, española.
Los
comienzos. La pintura románica
Los primeros productos
de la pintura nacional española son las miniaturas de los códices, biblias y
manuscritos mozárabes de Beato, obra del siglo X. En la Biblia Hispalense
(Sevilla), en la del presbítero Sancho, de San Isidoro de León (año 980), y en
las miniaturas hechas por la pintora Ende y el Pater Emeterius para el Beatux
Codex terminado en 795 y conservado en el Archivo de la catedral de Gerona, se
manifiesta por vez primera, lo mismo que en el Codex Emilianensis del Escorial,
un arte varonil y grandioso, de carácter decorativo-monumental, que funde en
una esencia nueva lo oriental y lo europeo, y que sabe utilizar de un modo
personal los modelos exóticos, desarrollándose en formas propias. Revelan
asimismo ciertas conexiones con el arte persa, sasánida y copto los códices del
siglo XI (4).
Si las citadas miniaturas mozárabes
de los siglos X y XI, especialmente los manuscritos de Beato son de carácter
antinaturalista, encontramos, en cambio, antes de la mitad del siglo XI, dos
Biblias con abundantes motivos figurados, obras que en orden a la evolución
histórica no guardan relación con el arte mozárabe ni sirven de transición al
románico, sino que representan las últimas manifestaciones de la concepción
cristiano oriental antigua. Nos referimos a la Biblia de Santa María de Ripoll,
la denominada Biblia-Farfa en el vaticano, y la Biblia, probablemente escrita
en Ripoll y que, procedente de San Pedro de Roda, constituye actualmente el
Códice Latino 6 de la Biblioteca Nacional de París (5).
En
ciertos aspectos se relacionan con las miniaturas del Pentateuco-Ashburnam, en
la Biblioteca Nacional de París, manuscrito del siglo VIII, de la época
visigótica; pero mientras en el códice de París se observan manifiestas
relaciones con el arte egipcio-copto, y el arte cristiano-oriental de la
Antigüedad alienta todavía en dicha obra, en cambio, como anteriormente queda
dicho, la nota visigótica ha desaparecido ya en los dos manuscritos catalanes.
Indudablemente los encargados de estos códices reprodujeron modelos anteriores,
realizando una labor de compilación. Sin embargo, no se limitaron, como el
autor de las miniaturas del Beato de S. Séver, a reproducir íntegramente un
modelo helenístico, sino que procuraron más bien acentuar el elemento
naturalista. En esta obra se manifiesta el otro aspecto de la sensibilidad
artística española: el naturalismo,
que se atisbaba en la producción del miniaturista de la Biblia Hispalense,
dotado de un gran poder de estilización, como especialmente se advierte en las
asombrosas figuras marginales de los bebedores, producto de una observación
perfecta.
*****
De la época románica se conserva en Cataluña un gran
número de pinturas murales y de pintura sobre tabla, en cuyas obras se hallan
de cuando en cuando signaturas de artistas. La agrupación cronológica de todas
estas producciones es todavía objeto de controversia; no obstante, en
Barcelona, desde mediados del siglo XII, encontramos una serie de artistas
documentalmente comprobados. Algunos de ellos fueron posiblemente los maestros
que crearon las pinturas murales que se encontraban en las pequeñas iglesias de
las aldeas pirenaicas, y que recientemente han sido trasladadas por manos
expertas a nuevas superficies y depositadas en su mayor parte en el Museo de
Barcelona (6). Ninguna de estas pinturas
murales, como tampoco las efectuadas sobre tabla, fueron creadas antes de
finalizar el siglo XII.
Entre las pinturas murales más
antiguas figuran “Las Vírgenes locas y las Vírgenes sensatas” de la iglesia de
Pedret, y las composiciones de Apocalipsis y de la historia del niño Jesús,
juntamente con el Cristo Pantocrátor (omnipotente o todopoderoso), de San
Martín de Fenollar, y las del ábside de San Miguel d´Engolasters (Andorra).
Verdaderamente grandioso es el Pantocrátor, en pie, de San Miguel de la Seo;
más elegantes, aunque menos majestuosas, son las pinturas de San Clemente de
Tahull. Esta iglesia fue consagrada a fines de diciembre de 1123, fecha que nos
ofrece un punto de referencia en cuanto a la producción de estas pinturas. Las
pinturas de Santa María de Tahull revelan una concepción sumamente espontánea.
El artista expresaba bien sus concepciones, pero no estaba enteramente a la
altura de la tarea que así mismo se había impuesto. Las pinturas murales de
Santa maría de Mur, pertenecientes a la segunda mitad del siglo XII, figuran
actualmente en el Museo de Boston (7) y ofrecen en tan lejanos países una
acabada idea de la grandiosidad de este arte.
Con estas pinturas murales proyectó
en Occidente sus últimos destellos el arte monumental bizantino. Son innegables
ciertas relaciones de estas obras catalanas con las pinturas murales
altoitalianas d esta época, siendo todavía imposible decidir si los artistas
catalanes estudiaron o no en Ravna y Venecia.
Conviene recordar en este momento
que desde fines del siglo X existieron relaciones entre Cataluña y Venecia, y
que el dux de Venecia Pedro Urséolo paso los últimos diecinueve años de su vida
en San Miguel de Cuixá, donde murió en 997. Ciertas reminiscencias bizantinas,
palmariamente perceptibles en estos frescos, encuentran su más sencilla
explicación en el hecho de que los pintores catalanes conocieron miniaturas
bizantinas, ya que el monasterio de Ripoll, tan importante para la historia del
arte y de la pintura catalana, poseyó, y de ellos existen pruebas, toda una serie
d valiosos manuscritos bizantinos.
A los mencionados frescos puede también
sumarse el grupo de las pinturas murales catalanas (hoy en el Museo de Boston)
que formaban la decoración de la ermita de San Baudelio, en Casillas de
Berlanga, provincia de Soria, iglesia que con justicia se estima como una de
las más extrañas construcciones de influencia oriental en territorio español.
Más que las escenas de la vida de Jesús interesan las descripciones de caza, la
pintura de un gran elefante con una torre sobre los lomos, y la decoración de
la pared, en la que se simula un tapiz ornamental.
Puede admitirse que en una gran
serie de pinturas murales de este género colaboraron artistas moros. Sabemos
que en 1157 pintaron el castillo de Villamejor, e igualmente nos son conocidos
nombres de pintores, como los del sarraceno Alí Azmet (1169) y Alí de Bellvehí
(1188).
Las pinturas murales, casi todas de
la época final del románico, que se conservan en Aragón, fueron ejecutadas
verosímilmente por pintores de escuela catalana. Las más importantes son las
del ábside de la iglesia conventual de San Juan de Jerusalén con influencia
italiana y notas bizantinas en Villanueva de Sigena, fundada en 1188, y otras
en Roda, San Miguel de Barluenga y Liesa (entre 1321-27). De acusado estilo
gótico son las numerosas pinturas de la antigua sala capitular del citado
monasterio de Sigena, ejecutadas en pleno siglo XIV: en ellas, las escenas del
Antiguo Testamento están desarrolladas con tanta perfección como la parte
ornamental. Según Post, las pinturas del ábside son posteriores, y de pintor
que aprendería su arte en un taller afrancesado. Seguramente más de uno de
estos pintores creó también tablas semejantes a las que todavía se conservan en
los llamados baldaquinos (8) y frontales (9) del altar.
Recordemos que desde el año 1200 recibe el altar como complemento una
estructura, ornamentada con pinturas o esculturas, formando una tabla en la
parte posterior dl altar, el retrotabulo –retablo-. Los frontales y baldaquinos
pintados constituyen en cierto modo un sustitutivo de los trabajos ejecutados
en materias preciosas, oro, plata o bronce con esmaltes y piedras semifinas,
tales como los que poseemos del siglo X. Los baldaquinos conservados en el
Museo de Barcelona, y en especial los de la Colección Plandiura, Barcelona, con
la representación de Cristo como rex judex, o la de San Pablo en aptitud
análoga, revelan una íntima relación con la pintura monumental, lo mismo que
una serie de frontales del Museo de Barcelona, en los cuales figura Cristo en
majestad, y a derecha e izquierda grupos de jóvenes formando una composición
piramidal. Recuerda a las pinturas murales de San Clemente de Tahull el frontal
con la Theotokos de la Adoración de los reyes y seis figuras de profetas, en el
Museo de Vich. Innegables son también las relaciones de muchos de estos
frontales con la pintura de miniaturas de su tiempo. El campo central estás
siempre reservado a la figura, solemnemente entronizada, de Cristo o de la
Madre de Dios, y los campos laterales están ocupados por animadísimas escenas
de la vida de diversos Santos, entre los cuales goza San Martín una especial
predilección. El frontal más antiguo de cuantos conservamos es el del Museo
episcopal de Vic, con el Cristo en Majestad y escenas de la vida de San Martín,
en un estilo que recuerda algo a las ya citadas Biblias miniadas catalanas. Es
muy verosímil que esta tabla fuera pintada en el tercer cuarto del siglo XI,
pero otros testimonios le asignan una data posterior. La cronología exacta de
estas pinturas ofrece tanta dificultad porque muchos trabajos son
manifiestamente de carácter provinciano, y con facilidad pudieron ser pintados
por simples imitadores. También el frontal de San Lorenzo, en Vic, ofrece
todavía ciertas relaciones con las miniaturas del siglo XI. En otros frontales,
como los de la vida de San Andrés, en Vic, y la gran tabla, en el Museo de
Solsona, con el pecado original y escenas de la vida de Jesús, llama la
atención la característica estructura ajedrezada del fondo, que viene a velar
el vigor del elemento naturalista e imprime al conjunto un carácter más
decorativo. En todo caso, el estilo de estos frontales, tal como se evidencia
en los trabajos del siglo XII, perduró hasta muy entrado el siglo XIII.
Seguramente pertenece a los comienzos de este último siglo el frontal de San
Miguel, en la Colección Plandiura, obra inolvidable por la esplendidez de su
colorido.
En la época gótica termina esta
pintura de frontales. La pieza más hermosa es la que contiene escenas de la
vida de la Virgen y alegorías de los meses (hacia 1350), Museo de Barcelona,
obra magna que viene a constituir un feliz remate de este género.
Mientras que en Castilla la Nueva no
se han conservado pinturas románicas de positiva importancia –pues las figuras
de santos, pintados en el siglo XII, que se conservan en las paredes de la
ermita del Cristo de la Luz, en Toledo, no poseen gran valor artístico-, en el
Norte nos son conocidos estimables restos de la actividad artística de aquella
época. La pinturas murales y de las cubiertas en el Panteón de los Reyes d la
Colegiata de San Isidoro de León, fueron ejecutadas a lo sumo a fines del siglo
XII, por un maestro cuya significación artística no sólo puede compararse a la
de sus colegas catalanes, sino que en algunos puntos la supera. Es clarísimo
que los pintores que ejecutaron las escenas del Apocalipsis, las de la historia
de José y las de las vidas de los Santos, conocían, cuando menos, la
ornamentación típica de la decadencia romana y la del arte paleocristiano. A
pesar de la robustez de la estilización y del vigor de la decoración
monumental, se observa repetidas veces la tendencia del artista a la
composición realista, que especialmente pudo concretarse a maravilla en escenas
como la de la Anunciación de los pastores y en las alegorías de los meses.
Mayor antigüedad que esta obra
poseen las miniaturas del Codex Liber testamentorum, propiedad de la catedral
de Oviedo. Esta colección de testamentos de los reyes astures, escrita por
encargo del obispo Pelayo, gran admirador de las artes, de 1126 a 1129, y
ornamentada con magníficas miniaturas, es uno de los monumentos más grandiosos
del arte románico nacional. Ante esta obra puede hablarse con justicia de un
carácter genuinamente español, pus cuanto en época posterior se siente como
auténticamente hispánico, lo que en periodos más avanzados se convierte en
patrimonio colectivo, aparece expresado en dicha pintura con claridad elocuente
para todos. No se olvide que por aquel entonces sentíase ya España como una
nación, puesto que Alfonso VI, al aceptar el título de Emperador, había querido
imprimir un sello peculiar a una poderosa unificación cultural del país –es
decir, de un extenso territorio de la Península Ibérica-. En estas miniaturas
se comprueba la fusión del arte nórdico y del oriental, la asociación del ideal
nórdico-occidental con el que procedía de Oriente, la unión de las tendencias
naturalista e individualista con aquella otra, severamente estilizada, que a
través del África septentrional trasladó a España el arte sasánida. Los
acontecimientos guerreros de aquellos tiempos, que fueron decisivos para vida
de Asturias, las luchas con los normandos y los moros, se reflejan en tales
obras, pues también los invasores, vencidos y rechazados, influyeron con su
cultura artística en esta comarca española. El anónimo autor de la miniaturas
del Liber testamentorum desarrolló el estilo peculiar de su dibujo de figura,
partiendo de una extraña caligrafía. Pero, aunque tanto en este respecto como
en la ornamentación de las páginas y en la manera de tratar los trajes se
revela como maestro de las artes del libro, produce la impresión de que también
se hallaría en condiciones de pintar frescos, dada su aptitud por lo
monumental. Por desgracia, como ya hemos indicado, no se conservan en este
territorio pinturas murales de esa época. Dignos de mención son algunos restos
de pinturas murales románicas del siglo XII, en San Pedro de Arlanza (Burgos),
en las que, especialmente en la parte decorativa, se aprecian relaciones
patentes con los marfiles y con las artes textiles de los moros.
La pintura en el Este de España, durante la época
gótica
De los comienzos
del estilo Gótico, es decir, de la
segunda mitad del siglo XII, nos son conocidos muy pocos documentos relativos a
pintura en España, y todavía son menos los que despiertan especial interés. Ya
en el capítulo anterior hicimos mención de que el cultivo de la pintura de
antependios se mantuvo, especialmente en Cataluña, hasta muy entrada la época
gótica; junto a la citada producción, perteneciente al Museo de Barcelona (ex
Colección Plandiura), nombraremos algunas otras más, procedentes, en parte, de
Aragón y Navarra, y actualmente n el Museo de Barcelona, como son, por ejemplo,
el frontal de Santo Domingo de Tudela, y el de San Pedro Mártir, que posee
mayor importancia y seguramente es obra del siglo XIV. La influencia francesa,
naturalmente muy poderosa y generalizada al iniciarse la época gótica, se
expresa en estas obras veladas. Pronto se aprecia en el Este de España la
tendencia al arte italiano, que, como es natural, no empieza producir sus
efectos hasta el siglo XIV, cuando la pintura italiana fue arrancada por Duccio
y Giotto de la rigidez del estilo del Duecento y animada con una nueva y más
robusta vitalidad. Fácilmente se comprende que en Navarra y Alto Aragón se
implantara con la mayor rapidez la influencia francesa. El modelo francés está
siempre modificado al modo español. Los retablos, dentro de la antigua forma
que recuerda a los frontales, conservan hasta bien entrado el siglo XIV, mucho
del arte románico. Buenos ejemplos de ello se guardan en los Museos de Arte
Decorativo en París y Bruselas. Los frontales y retablos no sólo se relacionan
con la pintura de miniaturas, sino también con la de los vidrios. Las pinturas
murales sobre dos sepulcros, en San Miguel de Foces (comienzos del siglo XIV),
figura entre los monumentos más importantes de la pintura pregótica de
influencia francesa en España. En la época gótica prosiguen sin interrupción
las relaciones con el arte árabe: así, la iglesia de Maluenda, en Aragón,
conserva una pintura mural del siglo XIV con manifiestas reminiscencias
mudéjares.
*****
Sin dificultad
se comprende que el nuevo estilo de Giotto y de los trecentistas sieneses fuera
seguido por los artistas catalanes. El “gran altar de tres paños”, de San
Vicente, de Estopiñán, en el Museo de Barcelona (procedente de la Colección
Plandiura), muestra aún notables reminiscencias del arte de Giotto, pero el
pintor que creó la obra hacia 1350, estuvo también sometida a ciertas
influencias francesas, naturales en esta época del estilo gótico (10). Además de este
anónimo, trabajó Ferrer Bassa (11) cuya producción –así para el Rey como
para los monasterios- está documentalmente comprobada de 1315 hasta su muerte,
acaecida en 1348; pintó, frescos, tablas y miniaturas. Su vida fue muy azarosa,
teniendo que ser indultado por dos veces por Alfonso IV. Se casó en 1346, con
la hija del célebre escultor Jaime Castalleys. Sus principales obras, hoy
desaparecidas, fueron los retablos que pintó en 1316 para la capilla dl palacio
de Lérida, y la pintura de dos capillas en Sitges en 1324. En 1339 terminó de
iluminar el códice “Usatges de Barcelona y Costums de Catalunya”. En 1342 envió
dos retablos para la Aljafería de Zaragoza. La última obra que de él
conservamos son las pinturas murales en la capilla de San Migu, claustro del
Monasterio de Pedralbes, en Barcelona, con representaciones de los Siete Gozos
de María, escenas de la Pasión y figuras aisladas de Santos; en ellas se revela
un artista que seguramente se educó en Italia y que conoció el arte de Simone
Martini antes de trasladarse a Aviñón, donde murió. Ferrer Bassa es menos
gótico que el artista sienés, renuncia a toda ilustración arquitectónica y
acentúa siempre el carácter monumental decorativo de sus pinturas murales. Su
naturalismo se patentiza especialmente en “Las tres Marías junto al sepulcro”;
la figura central aparece examinando atentamente el sepulcro, para cerciorarse de la
desaparición, cuyo sudario toma en sus manos. También el “Descendimiento”
produce impresión por su realismo. El carácter catalán aparece ya claramente en
el arte de Ferrer Bassa: lírico, apasionado, evitando lo dramático y muy
movido, demostrando a la vez el parentesco interior, espiritual, con el arte
sienés. En conjunto, estas figuras están más influenciadas por l arte de Giotto
que por el de los maestros sieneses. La de San José en el “Nacimiento” recuerda
a Giotto.
Anteriormente a Ferrer Bassa,
existen pruebas documentales de la penetración del estilo sienés, respecto al
miniaturista Ramón de Poal, de Manresa, al “Libro de Privilegios” de Mallorca,
terminando en 1334, y a los autores de los dos grandes altares del Museo de
Palma y de la sacristía de la catedral de dicha ciudad. Fino y garboso es el
pequeño políptico de la Biblioteca Morgan de Nueva York, más melodioso en sus
líneas que Bassa, de un artista menos rígido y seco. Si bien aparece aquí la
influencia sienesa, tal influencia va ya mezclada con elementos franceses en el
retablo de los Santos Juanes de Santa Coloma de Queralt, Museo de Barcelona,
obra rígida, pero muy expresiva y de jugoso colorido, hacia 1360-70.
La proximidad de Aviñón contribuyó
seguramente a fomentar las relaciones de los pintores del Este de España con el
arte sienés. Todavía en 1406 mandó el rey Martín copiar las pinturas de ángeles
que sesenta años antes había pintado Matteo Giovanotti da Viterbo en Aviñón
para el Papa Clemente VI. El estilo sienés está principalmente representado en
la segunda mitad del siglo XIV, en su matiz catalán, ante todo por las obras de
los hermanos Serra, Jaime, Pedro y Juan. Del mayor de ellos, Jaime, procede el
altar, trasladado hoy, del monasterio de las “Dueñas del Santo Sepulcro”, al
museo de Bellas Artes de Zaragoza, con animadas escenas de la vida de la
Virgen. Para la Capilla del Rosario del mismo convento estaba pintado un
retablo, del cual se conservan cuatro tablas con escenas de la Pasión, en las
que el mayor de los Serra, Jaime se revela como íntimamente relacionado con
Simone Martini; el “Enterramiento” no es sino una copia de la composición del
artista sienés que está en el Kaiser-Friedrich-Museum de Berlín. Jaime colaboró
con su hermano Pedro en un retablo para la Congregación de Todos los Santos de
Manresa y en otro también desaparecido que reproducía los Sietes Gozos y
Dolores de la Virgen, para ala Abadía de Pedralbes.
El arte de Pedro Serra desempeñó una
función guiadora en Cataluña durante una generación; y no solamente lo
demuestra así el hecho de que el pintor se viera agobiado por los encargos y de
que las obras de su mano suscitaran gran admiración, sino la circunstancia de
haber traído a su propio camino a un cierto número de pintores de escasa
personalidad, quienes procuraron que su estilo perdurara después de su muerte.
Serra alcanzó un gran nivel en los tipos, creados por él, de la Virgen de la
leche, que por vez primera encontramos en el exvoto de Enrique I, año 1373, de
la iglesia de Tobed, en la Colección Román Vicente, de Zaragoza e igualmente en
la Virgen de Pentecostés. El retablo del Espíritu Santo, en la catedral de
Manresa, terminado en 1394, la obra más importante de su última época, revela
la preocupación del pintor por liberarse de sus modelos sieneses, pero resulta
más bien una producción áspera y rígida que una obra sentimental. Como nota
externa de las pinturas de Pere Serra y sus discípulos, aparece la estructura
del cielo, en forma d vano en arco rebajado sobre fondo de oro. Entre las
composiciones de Madonas de Serra, en las que este trata el tema del Niño Jesús
jugando, sentado en el regazo de su Madre, la de la catedral de Tortosa es la
más antigua que conservamos y en la que más se nota la influencia sienesa. Si
esta obra fue creada poco después de la pintada en 1363 para Manresa, y
actualmente desaparecida, la del Altar de Todos los Santos en San Cugat del
Vallés constituye la última versión del tema.
Posiblemente este retablo, donado
por el presbítero Moncorp con posterioridad a 1411, es una obra de taller que,
como ocurrió con otras, fue ejecutada siguiendo muy de cerca un modelo
anterior. Obra de Pedro Serra es también un retablo de Santa Clara de Tortosa,
en la Colección Plandiura.
La influencia de Serra se echa de
ver palmariamente en Jaime Cabrera, 1399-1427, autor del retablo de San Nicolás
en la catedral de Manresa, 1406. Es Cabrera un pintor de exquisita
sensibilidad, aunque como dibujante no poseyera gran destreza, y su manera
recuerda especialmente la de la escuela de Colonia de la misma época. También
Luis Borrassá (quizá oriundo de Gerona), que desde 1388 aparece ya como artista
consumado y que en 1418, con su altar de la Pentecostés, para San Llorens de Munt,
se revela como discípulo de Serra, enriqueció en cierto modo el arte de su
maestro (12).
Su
sensibilidad mística resulta magníficamente expresada mediante la maravilla de
un transparente colorido. Las tablas del Altar de Santa Clara, ejecutado en
1415, que se encuentra en el Museo de Vic, permiten inferir que el rey Juan
solicitó la ayuda de este artista para dirigir los festejos artísticos
celebrados con motivo de su coronación. Su obra más monumental es el retablo de
San Pedro, hoy en la Sala Capitular de San Pedro en Tarrasa, intentado un
dramatismo patético, pero más lleno de un lirismo elevado. A Luis Borrassá
puede atribuirse el retablo procedente de Santa Creus, hoy en el Museo
Diocesano de Tarragona. Conocemos una serie de nombres de colaboradores y
alumnos de Luis Borrassá, y de todos ellos se infiere igualmente que todavía
perduraba el estilo de los Serra. El pintor del altar de San Juan (Museo de
Artes Decorativas de París), pintado hacia 1420, produce el efecto de un
Giovanni di Paolo catalán. A este artista pertenece una tabla con San Bartolomé
en el Museo de Vic.
Al círculo de Serra pertenecen: 1°
El Maestro del retablo de San Marcos, en Manresa; del fragmento de retablo con
Santa Ana enseñando a leer a la Virgen, del Museo de Lisboa; y del retablo de
Santiago, del Museo Diocesano de Barcelona: artista muy italianizante y que,
según parece, mantuvo relaciones de taller con un artista italiano que trabajó
en Barcelona. 2° El Maestro de Albatarrech y Domingo Valls, artistas muy
fecundos y barrocos; y finalmente el Maestro de la Pentecostés de Cardona y
Bernat de Monflorit.
Discípulo notable de Borrassá fue
Guerau Gener, que trabajó también en Valencia y para Sicilia; su realismo
preanuncia el de Valdés Leal. Mencionaremos finalmente al elegante y nervioso
pintor cuya principal obra es la Virgen de Cervera en el Museo de Cataluña.
Del mismo modo que, posteriormente,
se trajeron a España trípticos flamencos de mayor o menor tamaño, así durante
el siglo XIV se enviaron desde Pisa a Génova, con destino a la Península,
altares de grandes dimensiones, pero que en su mayoría no eran obras de elevado
valor artístico. No puede decirse que estas creaciones italianas ejerciesen
duradero efecto sobre los pintores españoles, ni siquiera el gran retablo de Bernabé d Módena, conservado en la catedral
de Murcia. Como era lógico, las islas Baleares constituyeron un lugar de
intermediación para el arte italiano. En ellas encontramos, junto a trabajos
importados, cierto número de producciones de inspiración ligeramente sienesa.
El representante isleño más eminente de esta tendencia es Juan Daurer, que n
1373 pintó el cuadro de la Madona en la iglesia de Inca.
Es muy de lamentar que no podamos
formarnos idea exacta del arte de Lorenzo de Zaragoza. Este pintor, que desde
muy temprano abandonó su patria, motivando con su actividad una enconada
disputa entre el rey y las ciudades de Barcelona y Valencia, fue, al parecer,
uno de los mejores pintores de su tiempo. Está comprobado que de 1365 a 1402
trabajó para diversas localidades del reino de Aragón. Acaso quepa referir a
él, o cuando menos a su escuela, todo un ciclo de obras que ofrecen un estilo
lineal, de ritmo gótico, con la indumentaria muy trabajada, y en cuyas
producciones, más que el carácter italiano, se atisba, aunque lejana, la
influencia francesa, pero siempre destaca la nota genuinamente nacional.
Especialmente la elegancia y ciertos rasgos cortesanos en las mejores de estas
obras recuerdan la manera francesa, y podría afirmarse que algunas corresponden
a ciertos trabajos de artistas bohemios contemporáneos. Entre las piezas más
antiguas de este grupo figura el retablo del Museo Episcopal de Vic con escenas
del Antiguo y Nuevo Testamento.
Suya es la Virgen de San Roque de
Jérica, que demuestra su gran influencia sobre el arte valenciano. Ejemplos
primitivos d tal influencia son las Vírgenes de Sarripon y la procedente de la
Colección Gualino de Turín; y ejemplo tardío las tablas del retablo de Burgo de
Osma, algunas de las cuales se guardan en el Louvre.
Aparte del citado Lorenzo de
Zaragoza, no conocemos más artistas oriundos de tierra aragonesa que
desempeñaran un papel importante en la historia del arte español, a fines del
siglo XIV y comienzos del XV. Lo que encontramos, en cambio, así en Aragón como
en Navarra, es multitud de pintores extranjeros. En San Miguel de Daroca
encontramos un pintor anónimo que sigue la senda del arte del trecento
italiano. En Pamplona y Olite, el rey Carlos III de Navarra dio trabajo a los
pintores Hanequin y Enrique de Bruselas; éste último pintó en 1372 una Madona,
sobre lienzo, para el rey Pedro IV de Aragón. Desde 1379 trabajarón Juan y
Nicolás de Bruselas para el obispo de Zaragoza don Lope Fernández de Heredia.
En la región de Tarazona y Tudela actuó desde 1375 hasta los comienzos del
siglo XV, una serie de pintores judíos conversos, el más notable de los cuales
fue Juan de Levi. Su retablo, con numerosos compartimientos, en la catedral de
Tarazona, y el altar de Santa Catalina en la catedral de Tudela, patentizan la
relación de este grupo con el núcleo que hemos señalado como escuela de Lorenzo
de Zaragoza. El estilo especial y caprichoso de Levi, de siluetas movidas,
proporciones esbeltas y alegre colorido, se evidencia en las obras de Solana,
Madrid, Barcelona, Kansas City, Benito Arnaldin y del Maestro de Sigüenza.
Posterior a estos retablos de Levi, pero del mismo estilo, es el retablo en el
altar de la Deposición de la Colegiata de Tudela.
El tríptico
relicario (año 1390), que, procedente del monasterio de Piedra, se encuentra en
la Academia de la Historia de Madrid, es muy posiblemente obra genuinamente
aragonesa. Fue pintado en 1390 y donado por el clérigo Martín Ponce de León
para servir de relicario a una Hostia milagrosa. El artista mediocre, cuyo
estilo revela una pronunciada tendencia a la técnica de la miniatura y que
estaba en íntimo contacto con los artífices árabes, conoció posiblemente tanto
las obras de Pedro Serra como los cuadros de la escuela de Lorenzo de Zaragoza,
y, a juzgar por las figuras de profetas, también le eran familiares las
creaciones de los pintores inmigrados del Brabante. Los últimos destellos del
estilo aragonés se observan en algunas tablas de Madonas cuyos mejores
ejemplares recuerdan, en cierto modo, las creaciones de Gentile de Fabriano
–así, por ejemplo, la creada en fecha no anterior a 1429 para el arzobispo
Dalmau de Mur, conservada en el Museo de Zaragoza, la Madona pintada
verosímilmente por la misma mano en 1439, que figura en la Colección José
Lázaro de Madrid y la del Instituto Staedel de Francfort. En Valencia, por el
contrario, comienza a apreciarse hacia fines del siglo XIV una intensa y
notable actividad por parte de los artistas del país (13). Las tablas con
escenas de la vida de San Lucas, en el retablo de la Cofradía de pintores
valencianos, creadas en el tercer cuarto del Trecento, son todavía poco
personales y de calidad inferior. Únicamente la actividad de Lorenzo de
Zaragoza y del florentino Gerardo Starnina, en la época comprendida entre 1398
y 1402, infiltró nueva savia en este foco artístico. Testimonio de ello es el
retablo, pintado para Bonifacio Ferrer, que se conserva en el Museo de
Valencia, y que posiblemente es obra ejecutada hacia 1400 por un pintor
italiano inmigrado. Muy afines a esta obra son los fragmentos conservados del
altar del convento de San Juan de Jerusalén, cuyas tablas más pequeñas se
encuentran en el Metropolitan Museum, de Nueva York, y la tabla central,
representando la Transfiguración del Señor, en Londres.
Las inspiraciones italianas, el
conocimiento de tablas borgoñonas, y la influencia de Lorenzo de Zaragoza
parecen haber informado y prestado alientos al nuevo estilo de la pintura
valenciana, que en el primer tercio del siglo XV cabe apreciar en numerosas
obras. Por vez primera se revela el temperamento de esta comarca,
frecuentemente muy exaltado, siempre intuitivo en la descripción, y respetuoso,
además, en todo momento, con el carácter decorativo: estas pinturas patentizan
la afición a las composiciones individuales, el interés por el ambiente.
Propulsada ante todo por el arte nórdico, acaso también por artistas flamencos
inmigrados, se despierta una sensibilidad naturalista, que, sin embargo, se
traduce en hechos revolucionarios con la continuidad característica de los
flamencos. Hasta en esta ocasión los valencianos, que en todo momento se
muestran progresivos, denotan cierto sentimiento conservador y sólo lentamente
se deciden sus artistas a aceptar las diversas innovaciones. No olvidemos que
Juan van Eyck permaneció una breve temporada en Valencia. Aunque en la nueva
pintura valenciana de aquella época se aprecian ciertos rasgos populares
naturalistas, este arte es, sin embargo,
una manifestación esencialmente cortesana, y, casi sin interrupción, persiste
en él cierto carácter romántico-caballeresco, parecido al de la pintura
altoitaliana de aquella época. El colorido se mantiene siempre luminoso, e
incluso las obras mediocres nos alegran con su animado cromatismo. Pero,
paulatinamente, va formándose un estilo pintoresco, que, en definitiva, tiene
su origen en el arte en miniatura, y cuya manera clara y fluida nos recuerda
nuevamente, aunque de lejos, la factura de Pisanello.
De incomparable delicadeza y gracia
es el altar dedicado a las Santas Clara y Eulalia en una capilla del crucero de
la catedral de Segorbe. El tríptico con los Desposorios de Santa Catalina, en
la Colección Román Vicente de Zaragoza, señalan la etapa primitiva de un arte
que está relacionado con la actividad de Lorenzo de Zaragoza. Los ejemplos más
evidentes de la pintura influenciada por la escuela borgoñona son el retablo
aragonés de San Miguel de Argüis (Huesca), actualmente en el Museo del Prado, y
el gigantesco retablo dedicado a San
Jorge que figura en el Victoria and Albert Museum de Londres, obra que, a
juicio del señor Tormo, procede de Centenar de la Ploma (Valencia), pero con
mayor verosimilitud figuró en San Jorge, ante las puertas de Huesca, toda vez
que la composición principal describe la batalla de Alcoraz, y no la de
Albocácer. La lucha de Pedro I y San Jorge contra los moros es muy dramática y,
no obstante, está descrita con incomparable gracia e intenso sentido
decorativo, mientras que la lucha con el dragón está tratada con un carácter
representativo muy elevado. Considerando los aspectos indumentarios y
estilísticos, puede estimarse que el altar de Londres pertenece a época algo
anterior que el de Madrid. Este último fue creado, posiblemente, entre 1420 y
1430. En algunos aspectos, y a pesar de nuevo realismo, el altar existente en
el Prado está impregnado de un lirismo más profundo que el de Londres.
El altar de la Santa Cruz, creado ya entre 1400 y 1409 (Museo de
Valencia), que podría atribuirse a Pedro Nicolau, cuya actividad pictórica esta
documentalmente comprobada desde 1390 hasta 1412 parece, en ciertos aspectos,
obra de primera época del autor del retablo de San Jorge, en Londres. Su
comparación con las obras documentadas de la iglesia de Sarrión (Teruel) ha
permitido al señor Tramoyeres atribuirlas a Pedro Nicolau. En todo caso, el autor
de esta obra, tan dramáticamente tratada, estudió con detalle el altar de
Bonifacio Ferrer; posiblemente se trata de un discípulo de dicho maestro. Son
también obra suya diversos fragmentos del retablo, como, por ejemplo, uno que
representa una Curación milagrosa,
conservado en el Museo de Valencia, las puertas de un retablo de San Miguel en el Museo de Lyon y un Nacimiento de Cristo y una Muerte de la Virgen, en la Colección
Johnson, de Filadelfia.
La tabla que representa al incrédulo Santo Tomás, en la sacristía
de la catedral de Valencia, se caracteriza por una mayor aspereza y nos
recuerda en ciertos detalles la pintura bohemia de la época. Mo obstante,
podemos suponer que el autor de este fragmento de retablo estuvo relacionado
con el maestro del citado altar de la Santa Cruz. El señor Tormo atribuye esta
tabla a Andrés Marcal, que actuó en Valencia, según prueba documental, desde
1394 hasta 1410, y que en repetidas ocasiones colaboró con Pedro Nicolau. La
relación íntima entre ambos y la dificultad de discernir lo que a los pinceles
de cada uno pertenece, lo prueban los fragmentos de un altar hallados en Nueva
York en casa de los anticuarios Erich y Jackson Higgs. Posee extraordinarias
cualidades pictóricas otro fragmento de retablo del mismo lugar, con grandes
figuras de los Santos Clemente y Marta
pintado en 1421 (o 1439?) por Gonzalo Pérez y Gerardo Giner, por encargo del
patriarca Climent, para la capilla del antiguo trascoro de la catedral de
Valencia. Esta tabla y la aparentada con el Tránsito
de la Virgen, antes en la Colección O´Rossen de París constituyen en cierto
modo un nuevo eslabón en el desarrollo de la manera pictórica que hemos
descrito anteriormente como característica del arte valenciano. La obra
principal de este grupo es el retablo de
la cartuja de PortaCaeli, pintado hacia el año 1440 0 1443, tres de cuyas
tablas con los Santos Martín, Antonio el ermitaño y Úrsula, así como fragmentos
del bancal, se encuentran en el Museo de Valencia. Estas tablas son,
producciones más sazonadas de uno de los maestros del altar de San Clemente.
Cierto que el pintor español difiere mucho todavía de la manera con que
Pisanello sitúa las figuras en el espacio, e igualmente queda muy por debajo de
Gentil da Fabriano, pues el suelo está tratado con una tela matizada, sobre las
que se recortan las figuras.
La época primitiva de la pintura
valenciana del siglo XV, se refleja en el gran Enterramiento de Cristo, pintado para la iglesia parroquial de El
Puig hacia 1440, obra de maravillosa entonación que nos traslada a Jacomart, y
“a la más fuerte del arte valenciano de orientación franco-flamenca
preeyckiana”, como lo califica el señor Tormo.
Valencia y Barcelona se disputan con
igual derecho el pintor que en el Levante de España se mostró como decidido corifeo
de Jan van Eyck, y gracias a cuya actividad realizó a la manera artística
flamenca muy señaladas conquistas en dicha región. Este pintor es, Luis Dalmau,
al que acaso puede identificarse con Dalmau de Viu, citado en documentos de
1453. Fue pintor de cámara del rey Alfonso V, y en 1428 pintor de la ciudad de
Valencia. Hizo diversos viajes, entre ellos uno a Castilla por encargo de su
monarca, quien, en otoño de 1431, envió asimismo al pintor a Flandes. N 1436,
Dalmau estaba de regreso; siete años más tarde lo encontramos en Barcelona,
donde recibió el encargo de pintar el altar para la capilla del Concejo
Municipal, obra que quedó terminada en 1445. Últimamente se cita de nuevo su
presencia en Barcelona, en 1460. Tan sólo se ha conservado la tabla central del
llamado Retablo de los Concelleres,
en el Museo de Barcelona, con la Madona, los cinco Concelleres arrodillados,
Santos patronos y ángeles cantores. Sorprende el hecho de que esta obra, contra
lo estipulado en el contrato, no fuera pintada al óleo, sino al temple. La
Madona recuerda la “Madona del Canónigo
van der Paele” de Eyck, los ángeles cantores, las famosas figuras del altar
de Gante, e igualmente los Santos no se conciben sin el estudio de los modelos
eyckianos. En los retratos intentó el español aproximarse a la factura profunda
del genial Jan. Pero, por desgracia, no pasaba de ser un artista medianamente
dotado, y no le era factible, como a Nuno Goncalvez y a Antonello da Messina,
trasladar al Sur toda la grandiosidad del nuevo arte nórdico y encontrar en sus
propias energías motivo para una genuina formulación latina. La tabla de Dalmau
nos da, en todos los aspectos, impresión de sequedad, y en más de un extremo se
pone de relieve la nota arcaica. El artista catalán no supo asimilarse la idea
del espacio, característica del pintor flamenco. En cambio, se fija en
caracteres puramente externos, y dispone su tabla de un modo aparentemente
representativo, con lo cual, a la vez que revela una manera arcaizante, sigue n
absoluto la tradición española.
Más monumentales y de mayor
personalidad que el altar de los Concelleres son las sargas a la cola, en las
de un órgano, obras que, procedentes de la Seo de Urgel, figuran en el Museo
Nacional de Arte Catalán en Barcelona. Influencias nórdicas muy marcadas, de
Sacs en primera línea, están resueltas con verdadera energía, especialmente en
las figuras de grisalla de los Santos Armengol y Ot. También la gran Presentación en el Templo se mantiene
viva en nuestro recuerdo por razón de sus retratos. No es posible decidir
todavía si se trata de un trabajo de Antonio, hijo de Luis Dalmau, que en
1480-81 ejecutó una obra semejante para el órgano de la catedral de Barcelona.
Al taller de Dalmau pertenece el Santiago
en el Trono de la Colección de la duquesa de Parcent. A pedro Nisart
atribuye Bertaux el altar de San Jorge
en el Museo de Palma d Mallorca.
Algo más joven que Dalmau, Jaime
Baco, llamado Jacomart, siguió, en cierto modo, en la ciudad de Valencia, las
tendencias de Dalmau (14).
Muy
atareado por los encargos de las iglesias, y nombrado pintor de la Corte por el
rey Alfonso, permaneció desde 1442 hasta 1445, y desde 1447 hasta 1450, al
servicio de este monarca en Italia, y murió en Valencia en 1461. Escasos son
los trabajos auténticos que de él se conservan: la incertidumbre domina
respecto a las obras por él creadas en Nápoles, pues en aquella época actuaron
también en dicha Corte otros españoles. Todas las pinturas que se atribuyen
revelan una intensa influencia flamenca.
A su estancia en Nápoles se le puede
atribuir la tabla de San Severino, en
el altar existente en San Severino y Sosio y la que representa a San Francisco entregando las reglas de su
Orden, en el Museo de Nápoles. El altard
e Santa Ana, en la colegiata de Játiva, pintado entre 1444 y 1455 por encargo
del cardenal Rodrigo Borja (más tarde papa Calixto III), revela solamente una
aceptación externa de los elementos del Renacimiento italiano, ante todo en la
decoración. En los tipos, en la afición a reproducir telas y piedras preciosas
y en el empleo de la pintura al óleo se manifiesta una íntima tendencia al arte
flamenco, lo mismo que en las pequeñas escenas de género. Las figuras grandes
patentizan las dotes del artista para tratar figuras representativas y
solemnes. Anterior en el aspecto estilístico es el retablo de San Martín en la sacristía de San Martín, en Segorbe,
indudablemente la obra más hermosa del artista, aunque en las pequeñas tablas
con escenas de la vida del Santo no posee la misma desenvoltura que en el altar
de santa Ana. Obra de la última época es el fragmento del retablo en la iglesia
parroquial de Morella, donde se representa a San Pedro, en majestad, rodeado de
cardenales.
Otro discípulo de Jacomart es el
“Maestro de Játiva”, cuyas obras principales se hallan en la iglesia setabense
de San Francisco y que es el artista más delicado de esta serie de pintores.
Falcó representa la transición al Renacimiento puro. Su sucesor es, por decirlo
así, el autor del retablo de San Dionís y
Santa Margarita del Museo de Valencia, que tal vez debe identificarse con
Antonio Cabanyes, muy influido también por Pablo de San Leocadio.
Con carácter valenciano se han
conservado, especialmente en Játiva, numerosas obras de la escuela de Jacomart (15), en las que
sigue apreciándose muy intensamente la influencia flamenca, como, por ejemplo,
en el cuadro apaisado Cristo aparece a la
Santísima Virgen y a un grupo de Santos, en la Iglesia, obra capital del
“Maestro de la familia Perea”, que se conserva en el Museo de Valencia. También
influye en el arte de Jacomart en las creaciones de Nicolás Falcó, cuya
actuación en Valencia esta documentalmente demostrada hasta 1520, por ejemplo
en la Santa Ana del bancal del
retablo de la Puridad, creado en 1502 y conservado también en el Museo de
Valencia.
El talento más poderoso que en el
reino de Aragón logró crear un estilo propio, basado en el conocimiento del
estilo eyckiano, fue Bartolomé de Cárdenas, oriundo de Córdoba y conocido con
el nombre de Bartolomé Bermejo (16). Así se le llamaba a causa de su cabello
rojo, y él mismo firmó cuadros con el mote Bartolomeus
Rubeus. Es sumamente probable que este artista (que no solo dominaba
magistralmente la nueva técnica de la pintura al óleo, que introdujo en Aragón,
sino que asimismo conocía a maravilla la pintura flamenca) se educara en
Borgoña o en la misma Flandes; cuanto se refiere a su juventud está, sin
embargo, envuelto en densas brumas. El Tránsito
de la Virgen del Museo del Emperador Federico de Berlín, nos presenta a un
contemporáneo de Geertgen tot sin Jans influído por el arte de Ouwater. Las
cuatro tablas que representan la Resurrección,
Bajada al limbo, Entrada de los
patriarcas en el Paraíso y la Transfiguración,
y que procedentes de Guatemala existen en el Museo de Cataluña, en Barcelona, y
la Piedad de la Colección Mateu de
Perelada, fueron ejecutadas quizá con ayuda del taller aragonés del Maestro
que, al parecer, trabajaba ya en esta región con anterioridad a 1467, como lo
prueba, el retablo de la iglesia de Alfajarín contratado por Tomás Giner en
aquel año, obra en la que se ve la influencia de Bermejo.
La Epifanía de la catedral de Granada, obra de un discípulo de fines
del siglo XV, reproduce un original del Maestro Bartolomé que, a su vez, revela
como modelo la Epifanía del Maestro
de la Virgo inter Virgines del Museo
de Berlín. Como fechas seguras de su vida sólo sabemos que en 1474 se
comprometía a pintar un retablo para la parroquia de Santo Domingo de Silos de
Daroca, y que por documentos de 1477, en Zaragoza se le recuerda la obligación
de terminar dicho retablo. En 1490 se encuentra en Barcelona y en 1495 se le
entrega una pequeña suma por la traza de una vidriera para la catedral. El San Miguel con el comandante arrodillado,
Colección de Lady Ludlow, en Londres, tabla que procede de Tous (Valencia),
pintada quizás entre 1475 y 1480, muestra reminiscencias de Roger y Bouts.
También se conduce en la tabla de la Virgen
de la leche, que lleva la misma firma, hoy en el Museo del Padro.
En 1474 el artista vivía en Daroca,
y allí pintó el monumental Santo Domingo
de Silos entronizado, que actualmente adorna el Museo del Prado. En esta
obra se expresa por modo palmario el carácter viril del arte de Bermejo, y, al
mismo tiempo, sus tendencias y aptitudes decorativas, como también su
naturalismo auténticamente español, pero sólidamente apoyado en Jan van Eyck.
El retablo monumental consagrado a
los Santos Martín, Silvestre y Susana en
Daroca, nos parece ejecutado en el taller aragonés de Bermejo, no con
anterioridad a 1475, sino más bien hacia 1480. De la época de San Miguel es la Santa Engracia del Museo Gardner de Boston, precursora de las
santas famosas de Zurbarán. Si Pedro Berruguete es, especialmente por su
espíritu, el Zurbarán castellano del siglo XV, Bartolomé Bermejo lo es,
asimismo, en la comarca levantina, por su carácter viril y su modelo
“caravaggiesco”, por su monumentalidad algo menos austera que la del pintor
castellano, explicable por ser el artista de origen andaluz y pertenecer a la
generación anterior, más gótica todavía. Las obras de su última época indican
más bien cierta relación con la Venecia de Giambellini, con la Alta Italia.
En sus últimos años, el artista vela
ligeramente su marcada orientación plástica para lograr una factura más
pintoresca, como se manifiesta en la Madona
con el donante arrodillado del tríptico de la catedral de Acqui (1485-88).
Su obra más sazonada y grandiosa, la Piedad
con San Jerónimo y el donante Luis Desplá, en la Sala Capitular de la
catedral de Barcelona, terminada, según la inscripción, en 1490, no está, por
desgracia, bien conservada, pero todavía produce una profunda impresión por la
composición cromática, la monumental aspereza del sentimiento y la manera de
disponer las figuras en un espléndido paisaje que por su sentimiento del
espacio y su carácter cósmico no sólo compite con los paisajes de Patinir, sino
que parece ya verdadero precursor de la grandiosidad paisajística de Rubens. Al
parecer, el artista permaneció en Barcelona los últimos años de su vida.
Todavía en 1495 recibió de la caja de la catedral de Barcelona 30 sueldos por
sus bocetos para las nuevas vidrieras de la capilla del Bautismo, que fueron
ejecutadas por Gil Fontanell, y en 1498 trabajaba todavía en Vic. Se le han
atribuido por don Elías Tormo, entre otras, la Virgen del Rosario de la Colección Pano de Zaragoza, la Cabeza de Ecce Homo del Museo de Vic, el
Quebrantamiento de los Infiernos y la
Resurrección, en el Muso de Cataluña, las tablas del Te Deum y de la Ascensión en
la Colección Amatller de Barcelona, el Sueño
de la Virgen María, del Kaiser-Friedrich-Museum en Berlín, Santa Engracia de la Colección Gardner
de Boston, el retrato de la reina doña
Isabel la Católica en el Palacio Nacional de Madrid, y a su taller el
retablo de San Martín de Daroca, hoy
en Santa María.
Con esto nos hemos adelantado en
cierto modo a la exposición del desarrollo de la pintura, puesto que hemos
seguido hasta fines del siglo XV las corrientes de influencia,
predominantemente flamencas, en el Este de España. El representante principal
de la nueva tendencia emparentada con la manera italiana es Jaime Huguet (17). Las creaciones
de Huguet recuerdan en lagunas figuras las tablas dl Louvre; pero en ellas la
influencia flamenca pierde cada vez más terreno, aunque las vestiduras del San
Vicente, en el Museo de Barcelona, y las cabezas de los cantores tengan una
leve semejanza con los ángeles de van Eyck, popularizados en Barcelona por
Dalmau. Indudablemente, el naturalismo de Huguet fue propulsado por las
creaciones flamencas. Pero, análogamente a Nuno Goncalves en Lisboa, puso
capital empeño en la figura humana; las descripciones del paisaje y las
composiciones de interiores amplios le son desconocidos. El artista prefiere
los fondos de oro, con ricos rameados. En su obra de la última época, el gran
retablo de San Agustín, terminado
hacia 1487 para el gremio de los curtidores, con la colaboración de otros
artistas, alcanzó el maestro su finalidad artística, especialmente en la
consagración episcopal de San Agustín. Además, Huguet no sólo supo imprimir
siempre a sus pinturas sobre tabla un sentido decorativo español, sino asimismo
destacar los valores sentimentales, hasta el punto de que se le ha llamado el “Maestro de la expresión”. El altar de
los Santos Andón y Senén, en San
Pedro de Tarrasa, obra terminada entre 1460-61, recuerda de lejos lo mismo a
Masolino, que a otros pintores umbríos; igualmente las tablas del altar del Condestable (1464-65), en el
Museo de Cataluña, ofrecen, en efecto, ligera semejanza con las obras umbrías
del ciclo de Gentile da Fabriano. Relacionado con esta obra es el retablo de San Jorge, conservado, por
desgracia, fragmentariamente. El San
Jorge con la hija del Rey, del Museo de Cataluña, es quizá la obra más
importante del artista. Las tablas con escenas de la historia de San Antonio Abad, procedentes de la
iglesia del convento de este nombre.
Según parece, Huguet ejerció
extraordinaria influencia sobre la familia de artistas de los Vergós, a quienes
hasta hace poco tiempo se atribuían numerosos trabajos que entre tanto se han
comprobado como indiscutibles producciones de Huguet. El punto de partida para
juzgar la producción de esta familia de artistas debe der el altar de San Esteban en Granollers, terminado en
1506 por Jaime Vergós el Joven y su hijo Rafael, en cuya obra Pablo Vergós
(muerto en 1495), hijo primogénito de Jaime, creó las figuras monumentales de Abraham, Moisés y el Rey David. A juzgar
por las trazas fue Pablo el miembro más eminente de la familia.
Artista fino que bebió, según
parece, n la misma fuente de Huguet, fue Miguel Nadal, autor del retablo de San Cosme y San Damián de la catedral de
Barcelona –acabado antes de 1453- y de la Virgen
de la Leche, de gracia francesa. Sigue siendo un enigma la aparición en
Barcelona del maestro Alfonso que pintó en 1473, un altar con escenas de la
historia de San Cucufato para la
iglesia del monasterio de San Gugat del Vallés (18). La principal
tabla que conservamos, actualmente en el Museo de Barcelona, y cuya composición
se interpreta como el martirio de San
Medín, teniendo como fondo una vista de la iglesia de San Cugat, es una de
las producciones más grandiosas y personales de la primitiva pintura española.
De haber sido ya pintada efectivamente la tabla en cuestión en 1473, el maestro
Alfonso se habría adelantado, en las tres figuras que presencian el martirio,
al arte de Giovanni Bellini en su época de mayor perfección, e incluso cabe
afirmar que esas tres cabezas son, únicas e incomparables. El volumen de los
cuerpos es ya de una amplitud “cinquecentista”; 1. El movimiento de las manos
muchísimo más italiano que flamenco; 2. La figura del perro echado, así como la
cesta, es ya un atisbo de las creaciones de Velázquez. Están animadas de un
carácter nórdico las figurillas de los dos ángeles que transportar el alma del
mártir hacia el cielo, y como éstos también el desnudo del Santo y ciertos
rasgos de la cabeza recuerdan algo el arte de Roger van der Weydn. La escena
principal revela una extraña mezcla de realismo naturalista y de carácter
representativo.
Al iniciarse el segundo milenio,
desciende rápidamente el nivel artístico de Cataluña. La inexplicada
paralización del arte significó muy pronto en dicha región la decadencia de las
energías creadoras. El Renacimiento
italiano mantiene todavía su influencia, pero las producciones de los
pintores del país revelan una mediocridad semejante a la de los artistas
nórdicos contemporáneos de segunda categoría. El pintor más interesante es el
que ejecutó las escenas de la vida de San
Eloy, en la tabla que figura en el Museo de Barcelona; dicho artista parece
un Burgkmair o un Lucas van Leyden español; en términos generales, la
influencia flamenca es perceptible en Cataluña hasta muy avanzado l siglo XVI.
*****
La mayor parte de las tablas creadas
en la región aragonesa por artistas
del país, en la segunda mitad del siglo XV, son, por regla general, de un
carácter tosco y rudo. Se observa en ellas la misma afición por los nimbos
plásticos, grandes, dorados de Santos, y por la ornamentación dorada,
superpuesta, formando relieve, en las orlas de los paños. Sorprende el sello un
tanto flamenco de la pintura en el altar de Santa Catalina, en San Pablo de
Zaragoza, pintado hacia 1470, que se considera como obra de Bonanat Zaortija el
Joven, artista cuya actividad está comprobada desde 1458 hasta 1492.
Entretanto, en el último tercio del
siglo XV, ocupaba Martín Bernat una posición dominante. Amigo y colaborador de
Bartolomé Bermejo, aprendió mucho de este gran artista, y demostró en especial
gran interés por el elemento flamenco de este arte. Sostuvo Bernat un taller
muy importante, empleando como colaborador para diversos altares a Miguel
Ximénez, desde 1466, artista que, según se deduce de una predela firmada por él
en el Prado –que todavía se conserva y representa la Resurrección del Señor-, sufrió, por lo menos en su última época,
la influencia italiana con más intensidad que Bernat.
Íntimamente emparentado con Bernat,
en el orden artístico se halla aquel Pedro Díaz de Oviedo que de 1489 a 1494
creó las grandes tallas con escenas de la vida de la Virgen, en el altar mayor
de la catedral de Tudela y el retablo de Santiago de la catedral de Tarazona.
Acaso pueda estimársele como el discípulo más aprovechado de Bernat. Es más
tosco, pero también más monumental y decorativo que éste uniendo elementos
castellanos con aragoneses, conociendo y utilizando estampas de Schongauer; es
d un vigor campesino que no llega nunca a concretarse en una profunda
comprensión naturalista del ambiente. Verosímilmente pertenecen al mismo
artista los cuadros pintados sobre lienzo que figuran en la Obra del Pilar de
Zaragoza, con escenas de la vida de Santiago y milagros de la Virgen del Pilar.
Individualmente, las figuras producen el efecto de esculturas, por la palidez
de su colorido y el plegado quebrado y abundante; pero el conjunto nos recuerda
más bien un tapiz mural, como fue seguramente el deseo del encomendante.
Advertimos también que al finalizar el siglo hubo en Aragón otros pintores
forasteros, como, por ejemplo, el pintor Fernando Rincón, de Castilla la Nueva.
En Cataluña encontramos en San Vicente de Torelló y en San Pedro de Torroella
trabajos al estilo de Perugino, y, del mismo modo, en la frontera occidental de
Aragón, hallamos las escenas de la vida de Santa Librada, en la capilla de esta
Santa en la catedral de Sigüenza, realizadas hacia 1525-26 por Juan de Pereda o
Perea, obras que testimonian el conocimiento de las producciones del
Pinturicchio y Rafael.
Sí, adelantándonos al curso de nuestras
consideraciones, queremos reseñar las producciones de Aragón y Navarra en la
época del alto Renacimiento, es menester advertir que las noticias relativas a
artistas del país, en plena labor, son muy abundantes; además se han observado
en esta comarca numerosas obras. Indudables reminiscencias franco-flamencas
contiene el gran altar de Santo Tomas en la catedral de Pamplona, de 1507.
Entre los retablos estilo Renacimiento de la catedral de Tarazona, el altar de
San Juan fue elaborado bajo influencia milanesa. No menos influido por la
pintura altoitaliana está el altar de San Pedro y San Pablo, en San Pablo de
Zaragoza, obra producida hacia 1530, y anteriormente atribuida a Jerónimo
Vallejo Cósida.
No está bien esclarecida la
procedencia del pintor español que hacia 1515-1520 creó para la iglesia del
monasterio de Sigena el altar mayor, así como un nuevo retablo. A juzgar por
estos trabajos, parte d los cuales figuran en el Museo de Huesca, y en la
Colección Muntadas, su autor disfrutó de una educación italiana muy esmerada,
aprendiendo mucho de Mantegna y de otros pintores altoitalianos, pero no es un
imitador servil, sino una personalidad española de importancia tan manifiesta
como la que poseen Mabuse y Orley en el Renacimiento flamenco. No sin razón se
ha parangonado a este artista como el escultor Damián Forment, pero el pintor
muestra mayor aspereza. Su personalidad puede medirse con la de los dos
Ferrandos, aquellos discípulos de Leonardo cuya importancia para el arte
valenciano será oportunamente apreciada como se merece.
*****
Como en los comienzos del siglo XV,
trabajaron en Valencia durante el último tercio de ese siglo diversos pintores
italianos. No es nuestro propósito, seguir con detenimiento la actividad del
florentino Niccolo o Dello di Nicola, del lombardo Paolo di San Leocadio y del
napolitano Francisco Pagano. Solamente habremos de hacer mención de la
circunstancia de que Rodrigo Borja, posteriormente Papa con el nombre de
Alejandro VI, donó a su diócesis valenciana diversos cuadros italianos,
señalando a los pintores de Italia las bellezas de la región valenciana. Acaso
Giovanni di Pietro, discípulo del Perugino, que se hizo famoso bajo el nombre
de lo Spagna, procediera de Valencia
y fuese protegido por el mencionado Príncipe de la Iglesia: conviene, por lo
menos, que señalemos la posibilidad de esta hipótesis.
Entre los pintores españoles, el
primero que se manifestó en Valencia como pintor renacentista fue Rodrigo de
Osuna, cuya actividad está documentada de 1464 hasta 1512. No se sabe todavía
con certeza si estudió en Italia: lo cierto es que fue protegido del cardenal
Rodrigo Borja, quien le hizo algunos encargos. En sus cuadros, no sólo
encontramos tipos italianos, sino también arquitecturas de este país. En este
respecto Rodrigo depende, hasta cierto punto, de sus modelos altoitalianos.
Pero su género de composición no es puramente italiano, como tampoco lo son su
brillante colorido y el empleo de tipos populares valencianos. Es el verdadero
contemporáneo de Gallegos y Bermejo. Pinto al óleo, conociéndose este
procedimiento, antes en Valencia que en Italia. La gran “Crucifixión”, en San Nicolás encargada en 1476, ofrece las figuras
esbeltas que son características del artista, y el empleo de la luz como factor
modelado. Rodrigo de Osuna tiene el sentido del paisaje, que trata al modo de
los altoitalianos. Aunque con sus tendencias representativas mantiene la nota
española, pueden reconocerse en sus obras ciertas relaciones con Venecia; así,
por ejemplo, en San Vicente Ferrer y
en San Vicente Mártir, en la catedral
de Valencia. Del mismo modo que su precursor Jacomart, este Rodrigo fue
fundador de una gran escuela. Distinguimos el Maestro de San Narciso (tablas d
la Seo de Valencia), el Maestro del bancal con los Santos, en el Museo
Provincial, y el hijo de Rodrigo, que es más duro y menos enjundioso.
Uno de los mejores y más personales
discípulos del Maestro Rodrigo fue el Maestro del Caballero de Montesa, que
supo evitar la blandura del Maestro de San Narciso y la tosquedad del hijo de
Rodrigo. Revela asimismo afinidad artística muy notable con Paolo di San
Leocadio. Sus principales obras son la Virgen
con Santos y el Caballero d Montesa, la Dolorosa y el Ecce Homo del Prado,
la Anunciación de la Colección Haniel
de Munich y la Adoración de los Reyes
del Museo Bonat en Bayona.
El Renacimiento italiano irrumpió de
lleno en Valencia por conducto de los artistas oriundos del corazón de España,
de la Mancha: nos referimos a Ferrando Yáñez de Almedina y Ferrando de Llanos (19). La condición
racial, la relación con las concepciones y prácticas artísticas de la patria
chica tienen en estos artistas diferente valor que en el cordobés Bartolomé
Bermejo. Ambos Ferrandos sólo nominalmente son españoles, e incluso Llanos está
saturado de la tendencia a manifestar en la menor medida posible su
españolismo, toda vez que su anhelo estriba en aparecer como una manifestación
totalmente italiana. Ambos fueron discípulos de Leonardo da Vinci y no peores
que muchos famosos milaneses imitadores del gran maestro. En conjunto, sus
tipos son los de Leonardo, habiendo transmitido a los españoles, y
especialmente a los valencianos, toda una serie de celebradas composiciones y
recursos del taller del maestro.
La obra capital de los dos Ferrandos
son las tablas pintadas de 1507 a 1509, para el altar mayor de la catedral de
Valencia, con doces historia de la vida de la Virgen. Posteriormente se separan
sus caminos. Llanos se trasladó, más tarde, hacia el Sur, y, al parecer, se
estableció en Murcia, en cuya ciudad es citado por última vez en 1525. Peor
informados estamos respecto a la suerte de Yañez. En 1526 ejecutó el altar,
para la capilla de la familia Albornoz, en la catedral de Cuenca, y por
entonces creó también las pinturas del altar mayor de la misma iglesia.
Yáñez es, sin duda, el más
importante de estos dos discípulos d Leonardo. Su españolismo, y acaso pueda
decirse también su procedencia manchega, se manifiesta en su manera robusta, de
cierta aspereza, en su afición por las composiciones desenvueltas y por la
representación de pastores y aldeanos. Desde un principio observamos en él una
concepción monumental, que se expresa con grandiosidad en las obras más
sazonadas de la catedral de Cuenca. El elemento paisajístico alcanza en sus
obras todo su valor, circunstancia que puede explicarse por la procedencia del
artista lo mismo que por la influencia de Leonardo. Es más realista que Llanos.
En el fondo de la hermosa predela con la Piedad, en la sacristía de la catedral
de Valencia, ofreció el artista una vista de la ciudad del Turia.
Llanos es más bien un copista de
Leonardo, menos preciso en el dibujo y más preocupado de valorar el elemento
femenino en la pintura a estilo del gran italiano. Dado su carácter
sentimental, no es extraño que a veces tome ciertos elementos de Perugino.
También cultiva el paisaje, pero igualmente n íntima relación con el arte
italiano.
La pintura en Castilla durante la época gótica
En Castilla sólo
se conservan escasos restos de las pinturas góticas primitivas debidas a
artistas españoles.
Lo mejor que poseemos de las
pinturas de este género en Castilla son, indudablemente, las miniaturas, sobre
todos las ejecutadas por encargo del rey Alfonso el Sabio y en sus propios
talleres. En estas obras se manifiesta de un modo intenso la influencia
francesa, y en muchos casos no está todavía descartada la colaboración de
“miniadores” franceses. Persisten, sin embargo, en el sector de la miniatura,
las relaciones con el arte morisco, como se manifiesta de modo peculiar en el Tratado dl Ajedrez, de Alfonso el Sabio,
que se conserva en la Biblioteca del Escorial. No es objeto la valoración de
este género de pintura, pero precisamente en las épocas primitivas del arte
español es necesario referirse a estas miniaturas de libros que nos suministran
importantes referencias y apreciables complementos para la pintura mural y
sobre tabla, que sólo no es conocida en forma fragmentaria. En dicho arte se
reflejan con toda claridad las orientaciones de la pintura propiamente dicha,
que en Levante se notan afinidades más inmediatas con el arte italiano, y que
en todas partes la influencia francesa de la época protogótica queda suplantada
en el siglo XV por el poder de la pintura flamenca, hasta que al finalizar la
época gótica, especialmente en Castilla, la pintura de miniaturas no sólo
conserva reminiscencias moriscas, sino que en ella se aprecia el sello mudéjar.
El relicario de San Isidro Labrador en el Palacio Episcopal de Madrid,
obra de fines del siglo XIII, y decorada con pinturas, se encuentra por
desgracia en mal estado, pero, aún en la época de su producción, no fue ninguna
obra maestra, como tampoco lo fue la Virgen
de los Lirios, procedente de Nuestra Señora de la Almudena, en Madrid
(actualmente en las Monjas del Sacramento, trabajo de principios del siglo XV.
Las pinturas al temple, en forma de
altar, representando ángeles, profetas, San Joaquín y Santa Ana y el monte
Calvario, ejecutadas, probablemente en 1262, por Antón Sánchez de Segovia para
la capilla de San Martín, de la catedral vieja de Salamanca, poseen un interés
más bien arqueológico que artístico. En Toledo se pintaron a fines del siglo
XIV, y acaso a principios del XV, los frescos de la capilla de San Blas, en el
crucero de la catedral, siendo ejecutados, en lo esencial, por un florentino,
lo mismo que los frescos de la capilla de San Jerónimo en el convento de la
Concepción franciscana. Aunque en la capilla de San Blas se lee el nombre del
pintor Juan Rodríguez de Toledo, parece ser que su actividad se limitó a la
ornamentación de la parte inferior de las paredes de la capilla. No puede
afirmarse que existiera una intensa influencia suya o de los pintores italianos
que por entonces actuaban en Toledo (también las pequeñas tablas del retablo de
la capilla de San Eugenio en la catedral de Toledo pertenecen a este taller)
sobre la pintura del país, tanto más cuanto que no poseemos en Castilla la
Nueva obra alguna de la primera mitad del siglo XV.
Cosa muy distinta sucede en Castilla
la Vieja. Cierta influencia ejerció sobre la pintura del país Nicolaus Florentinus (a quien se
identifica con Dello di Nicola), que pintó a principios del año 1446 el fresco
con el Juicio Final en la vieja
catedral de Salamanca, y que al parecer en época anterior había trabajado en
Ávila con su hermano Sansón (quien trabajando quizá ya en 1432 en Sevilla
influyó de cierto modo en la pintura bética) acabando en 1415 las cincuenta y
tres tablas pequeñas para el altar mayor de la catedral de Salamanca (obra que
revela influencias venecianas y borgoñonas en este pintor florentino). Otro
maestro Nicolás, fue enviado en 1452 por el capítulo de la catedral de León, a
la referida ciudad, a que estudiase la obra del florentino para un trabajo
propio. Por desgracia, no se conserva la pintura mural del maestro Nicolás,
pero sí, en cambio, las pinturas al temple en el crucero de la catedral de
León, bien que sólo fragmentariamente. Estos trabajos, dirigidos en 1460-67 por
Nicolás, fueron proseguidos a su muerte por otros artistas. Las escenas de la vida de la Virgen y de la Pasión, así
como la Piedad, en la misma catedral,
están visiblemente influidas por modelos florentinos arcaizantes en muchos
aspectos, pero revelan una mayor aspereza, tanto en los tipos como en la estructura
del conjunto. Con esto se agota, en lo esencial, la influencia italiana sobre
el desarrollo, de la pintura castellana de aquella época. Sólo al iniciarse el
siglo XVI adquiere en este territorio, una nueva significación, esta vez muy
decisiva, la corriente de influjo.
Los artistas castellanos propenden
con todo su arte a lo nórdico, en forma más intensa que todos los demás
pintores españoles. Cabe afirmarlo así en lo que se refiere al siglo XV y los
albores dl XVI, cuando menos. Verdad es también que en dicha comarca se
implantan las tendencias representativo-decorativas; pero acaece más bien en
forma análoga a la que por la misma época echamos de ver en la pintura, un
tanto conservadora, de los alemanes, con su mezcla de estilo naturalista e idealista,
con la asociación de figuras realistas y fondos de oro ricamente estofados. El
arte flamenco, la pintura de Eyck, Roger van der Weyden y Dierck Bouts forman
el fundamento innegable de la actividad de diversos e importantes artistas
castellanos.
Las copias españolas de obras
flamencas son casi innumerables; repetían las creaciones flamencas como si
estas fuesen verdaderos iconos, y en realidad el pueblo las acogía con fervor y
entusiasmo cual objetos de culto. Pero aun cuando los tipos, composiciones y
detalles de las tablas castellanas presuponen el estudio de las obras
flamencas, puede apreciarse no sólo cierta tosquedad en la ejecución, sino
también un sentido especial no muy generalizado en España, que revela una
relación con las concepciones alemanas, manifestada además por el estudio de
los grabados de Schongauer. No nos hallamos ante los espacios bien
estructurados de los flamencos, sino que, como permiten apreciar las obras de
Fernando Gallego y del llamado Maestro de la Sisla, se trata más bien de un
avance intuitivamente osado hacia lo íntimo de las cosas, observándose que las
inexactitudes constructivas no perturban en modo alguno la vitalidad de la
composición.
Todavía se discute si pueden
estimarse como trabajos nacionales las pinturas, que en cierto modo recuerdan
la manera de Melchor Broderlam, con composiciones de la vida de la Virgen y de
Jesús, en las salas del altar en la capilla del Contador, del convento de
Clarisas de Tordesillas. Últimamente el señor Sánchez Cantón (20) las ha clasificado, como obras del sutil
maestro Nicolás Francés (muerto en 1468), autor del gran retablo mayor de la
catedral de León (acabado antes de 1434), del que se han conservado las figuras
de Santos, actualmente utilizadas como ornamentación de la cátedra episcopal de
la catedral de León, así como las cinco grandes tablas del altar mayor moderno
de la misma iglesia y un gran retablo, hoy en el Museo del Prado. Recuerdan en
algunos puntos la manera de ciertos maestros sieneses, así como también la de
su contemporáneo Esteban Lochner, especialmente por su luminoso y delicado
colorido. Según Sánchez Cantón, hay que identificar a Nicolás Francés con el
maestro Nicolás antes mencionado, autor de las pinturas morales que se
conservan en el claustro de la catedral de León.
Las concepciones nórdicas fueron
comunicadas a mediados de este siglo a los pintores castellanos por el maestro
Jorge Inglés, respecto del cual no sabemos si su apellido es propiamente tal, o
simple nombre gentilicio. (21) Estuvo al servicio del marqués Íñigo de
Santillana, para el cual, a juzgar por todas las apariencias, no sólo pintó
hacia 1455 el retablo de los ángeles,
sino también toda una serie de miniaturas de libros. Las figuras de ángeles,
con sus pliegues toscos y quebrados, producen un efecto más bien alemán que
flamenco. Las tablas sumamente interesantes, con las figuras del donante y su
séquito en oración, son ciertamente algo toscas en su ejecución, pero de una
desusada monumentalidad, muy representativas y adecuadas al carácter
castellano; el paisaje nos parece más bien castellano que inglés. La
monumentalidad de estas tablas permite inferir que su autor estaba más
capacitado para la pintura de gran tamaño que para la de miniatura.
En el Noroeste de Castilla, Fernando
gallego imprimió carácter al último tercio del siglo XV (22). De su taller
salieron numerosos retablos, algunos de ellos muy importantes, para muchas
iglesias, desde Salamanca hasta Plasencia, desde Toro hasta Ciudad Rodrigo.
Discípulo aventajado de los grandes maestros flamencos, especialmente de Petrus
Cristus, Roger y Bouts, así como de Schongauer, transformó sus modelos nórdicos
en forma decididamente castellana. En su Piedad
con la pareja de donantes, cuyo grupo principal está situado ante un lejano
paisaje, aparece como emparentado en cierto modo con Conrad Witz. Sus figuras
están siempre plásticamente sentidas, mostrando predilección el artista por los
pliegues abundantes y angulosos, técnica que se impuso en la citada región
castellana. El gran retablo de la capilla de San Ildefonso, en la catedral de
Zamora, pintado, como donación del cardenal Juan de Mella después de la muerte
de éste hacia 1475-78, es su obra más delicada.
No puede ser anterior porque se advierte
claramente que para ejecutarlo se aprovecharon grabados de Schongauer. Las
proporciones muy esbeltas están tomadas de Bouts. Su colorido es un tanto menos
duro que el de sus paisanos, y así se echa de ver también aquí la íntima
relación con el arte de Bouts. La predilección por el colorido vigoroso y
profundo no es exclusiva suya, sino nota general de Castilla. Dicha técnica se
ajusta maravillosamente a los tipos campesinos, característicos de este pintor.
El pintor más interesante de la
región de León en esta época es el pintor de cinco tablas (Anunciación, Nacimiento, Reyes,
Purificación y Apóstoles) de la catedral de León, procedentes de Palanquinos. Por su
estilo, este “Maestro de Palanquinos” es un artista que puede situarse entre
entre Gallegos y P. Berruguete; son característicos en él su modelado de las
cabezas y el empleo de la lacería para la ornamentación de los fondos de oro.
Hay trabajos suyos en León San Cosme y
San Damián, Catedral, y San Miguel,
Museo, en el comercio internacional y en las iglesias parroquiales de Villalón
de campos yMayorga.
La escuela de Burgos está un tanto
relacionada con las tendencias de Gallegos y de los maestros quizá en parte
influidos en él. No obstante, en otros respectos, siguen ciertas influencias de
los maestros nórdicos como Roger, Bouts y Schongauer. En algunos elementos los
técnicos se acercan a la escuela de Ávila y de Toledo.
El Maestro de Burgos, autor de seis tablas de la catedral de Burgos,
del Milagro de San Cosme y San Damián,
antes en Burgos y hoy en el Comercio, y de la Sepultura del Señor, antes Madrid, Conde de Casal, hoy Col. Damián
Mateu, Barcelona y quizá también de la Purificación
de la misma propiedad, y del retablo de San
Millán en Los Balbases, es pintor muy viril y monumental, un Signorelli
español, algo violento y dramático que alrededor de 1500 trabaja como artista
llegado a la madurez de su arte.
El Maestro de San Nicolás, está influido por Gallegos y Roger Bouts.
Es el más decorativo y su temperamento muy moderado, que se piensa es de origen
catalán. Sus mejores obras son el tríptico
de la Catedral y las tablas de San
Nicolás de Burgos.
Tal vez
colaborador de este simpático fue el Maestro
de las figuras grandes, autor de la Anunciación,
y de los Niños de Belén en San
Nicolás, y de un retablo importante en la Colección de Sota en Bilbao, con San
Pedro entronizado, Purificación, Getsemaní, etc.
El Maestro de la tablas del Museo de Budapest, pintor húngaro o
italiano de composiciones religiosas, es un artista algo austero y rústico
–casi podría decirse de rusticidad elegante, que prefiere el tamaño pequeño,
muy castellano en el colorido y en su esmalte-, un pintor intermedio entre el Maestro de San Nicolás y el autor del altar Mayor de Santa María del Castillo de
Frómista. Aparte de las tablas de Budapest con Santos Obispos y escenas de la Pasión
hay que mencionar las tablitas que estuvieron en la galería Heinemann de
Munich con la Anunciación, Asunción de la
Virgen y la Cena; los Desposorios de la Virgen en la catedral
de Barcelona y la Santa Lucía con
donantes en Santo Tomás de Lerma.
El maestro principal de la escuela
local que parece hubo en Palencia es un pintor suntuoso y más delicado, en
general, que la mayoría de los pintores de Burgos. En él, a las influencias de
Roger y de Van der Goes se añade asimismo la de Schongauer. Su obra principal
es el retablo de la Visitación con el
donante Juan de Ayllón y los Santos
Andrés y Lorenzo. Del compañero más importante de su círculo son las tablas
d un retablo grande de la Virgen que se conservan parte n Cádiz y parte en
Barcelona, en poder particular. Son obras del Maestro del gran retablo de Santa María del castillo de Frómista, artista viril, y que parece trabajo
especialmente en 1480-90-.
La escuela de
Ávila contó con artistas muy originales. El primero, que en opinión de Tormo
podría identificarse con García del Barco (1465-78), es el autor del tríptico de la Natividad, de la Clección
Lázaro, de Madrid, de la Puerta Dorada
en San Vicente de Ávila y de la variación de éste Encuentro de San Joaquín y Santa Ana en el Barco de Ávila,
acompañado allá de un Jesús entre los
doctores y la Muerte de la Virgen. De
su taller o escuela son los retablos de la Capilla de Nuestra Señora de Gracia y de San Pedro de la catedral de Ávila, y
de otro discípulo es otra serie con la Historia
de San Pedro en el Relicario, vestíbulo de aquella catedral, y el retablo de San Marcial. El autor de los
trabajos mencionados posee un expresionismo naturalista sumamente notable.
Sorprende cierta afinidad interior con la pintura primitiva flamenca, especialmente
en las escenas pequeñas, así como, por ejemplo, en las tablillas originales de
su mano del retablo de San Martín en
la catedral de Toledo. (23)
Durante el reinado de los Reyes
Católicos aumenta, especialmente en Castilla, no sólo el número de obras flamencas
importadas, sino el de los pintores de aquel país que desempeñaban en el
nuestro, en su mayor parte, oficios cortesanos. El resurgimiento del país
operado bajo la monarquía de los Reyes Católicos se
acompañó de un florecimiento artístico inusitado en el que la pintura tuvo gran
participación. Se compraron obras de los más preciados artistas flamencos. La
reina coleccionaba pinturas de los pintores flamencos como dan testimonio las
que se conservan en la capilla
real de Granada fruto de su disposición testamental. Vinieron
pintores de fuera, entre los que son de mencionar Miguel de
Sithium o Sittow (desde 1492) y Juan de
Flandes (desde 1496), que se convirtieron en pintores de corte. La
escasez de pintura anterior sin duda facilitó en Castilla el profundo arraigo
de este estilo en el gusto de los mecenas y en la imitación de los pintores. La Virgen de los Reyes Católicos, técnicamente la obra encaja en la pintura Fernando Gallego (Salamanca
hacia 1440-1507), que tendía a exagerar la expresión de los
rostros, por lo que no es descabellado la atribución a su taller. Este pintor
castellano aprendió posiblemente su oficio en Flandes puesto que tiene muchas
analogías con Dirck Bouts para haberlas adquirido solo con la copia
de grabados y pinturas menores en Castilla. Son rasgos distintivos de su estilo
también que las siluetas de las figuras fueran delgadas y los paños muy
angulosos. La no confirmación de su autoría es porque el pintor castellano
solía firmar otros cuadros y en este no aparece.
El perfeccionismo
técnico del óleo de la pintura flamenca se hace patente en la calidad de
los detalles. Los objetos quedan bajo una luz nítida que permite iluminar
hasta la figurilla más minúscula del sitial de la Virgen o el preciosismo
de los bordados.
La
virgen es bellísima y en eso se aleja de la obra de Bouts.
La textura del manto de la virgen y el color rojo tan intenso recuerda a
la obra de Van Eyck. A través de las ventanas podemos ver un paisaje
verde flamenco, no castellano, con construcciones góticas. La perspectiva
lineal central que se precipita a través de los paramentos y de las líneas del
suelo sobre un punto de fuga y la composición simétrica es muy típica de
la obra de Bouts.
Ambrosio Benson que al
parecer trabajó durante largo tiempo en Segovia, y Francisco de Amberes, que
también hacia 1500 desarrolló en Toledo una prolongada actividad y cuya obra
magistral es el retablo del altar mayor de San
Andrés de Toledo, influyeron de modo tan duradero sobre los artistas
españoles como aquél Meister Conrad alemán, cuyo retablo, pintado en 1506 para
la iglesia de Los Predicadores de Zaragoza, fue tomado como modelo, por otros
artistas. Entre los pintores extranjeros de principios del siglo XVI, hay que
citar también a Juan de Holanda, a quien Friedländer identifica con Joest de
Haarlem.
Del pintor Fernando Rincón
–vecino de Guadalajara que murió después de 1518 siendo inspector real de
pintores y pinturas en Castilla- deben de proceder el San Martín entronizado, la Visitación y la Magdalena, en la capilla
de San Martín de la catedral de Toledo, obras que recuerdan las creaciones de
Bartolomé Bermejo, de Rincón son el retrato de Francisco Fernández de Córdoba, en el Prado, y el de Fr. Francisco Ruiz en el Instituto
Valencia de Don Juan, en Madrid, ambos de estilo muy castellano. Las pinturas
para el altar mayor de la capilla de Santiago en la catedral de Toledo, son de
inspiración totalmente nórdica, de Bouts y del Maestro de Santa Lucía. El autor
llamado el “maestro de la familia Luna”,
donante del retablo, es pintor mediocre, conocido por otras obras, así, por
ejemplo, por una Virgen con ángeles, existente en el Prado.
Lo que para Valencia Rodrigo
de Osuna, significa para Castilla en grado todavía más elevado la personalidad
de Pedro González Berruguete (24).
En su arte concurren influencias flamencas e italianas, sin bien dichos
elementos son modelados de una manera personal por este eminente artista, que,
además, les presta un sello castellano. Se le podría denominar el Carpaccio de
Castilla, no sólo por sus composiciones históricas, muy cautivadoras, sino
también por su manera de reproducir el espacio, ante todo en los interiores, y
por la forma de asociar el naturalismo con la decoración representativa. Si el
artista italiano es más elegante que su colega de Castilla, no se olvide, que
el mismo Carpaccio pasa por ser un pintor tosco a sus mismos conciudadanos. El
artista castellano es tan viril y enérgico como cualquier otro de sus
coterráneos, y por añadidura, posee mayor riqueza de expresión. Su San Pedro Mártir en Oración, en el Museo
de Prado, figura entre los ejemplos más bellos del arte religioso español.
Tiene un sentido mucho más marcado para la representación del espacio que el
artista veneciano. Este sentido cúbico recuerda un tanto el de Antonello de
Messina. Muy característico de Berruguete es hacernos contemplar la escena a
través de una portada de piedra que sirve, por decirlo así, de marco y de repoussoir.
Indudablemente esta inclinación a acentuar los valores plásticos y de la
tercera dimensión se debe a su estancia en Italia, ya que es el mismo Pietro
Spagnuolo que colaboró con Justo de Gante y Melozzo da Forli en la decoración
de la Biblioteca ducal de Urbino. Él ejecutó, sin duda, la mayoría de los Profetas, y Filósofos dispersos
actualmente en las galerías del Louvre, París y Barberini de Roma. Contribuyó
asimismo a la ejecución de las tablas hoy existentes en Berlín y Londres, si
bien su mano se reconoce en éstas con mayor dificultad que en la tabla de
Windsor. Muy afines a estas tablas son el Salomón
y David de Paredes de Nava. El maestro, nacido en este pueblo (hacia 1540?)
y muerto antes del 6 de enero de 1504 (Toledo?) vivió en Toledo desde 1483 a
1496. Mencionaremos su obras principales, aparte de las ya mencionadas: Escenas de la vida de Santo Tomás, en el
Prado, tablas del altar mayor en la
iglesia del monasterio de Santo Tomás de Ávila, los Evangelistas, Padres de la Iglesia, Mote de los olivos y la Flagelación. Se han perdido las pinturas
murales ejecutadas desde 1483 a 1495 en el crucero de la catedral de Toledo.
Pertenecen a él también, el altar de una de las capillas del deambulatorio de
la catedral de Ávila, y el retablo de Nuestra
Señora de Gracia en la misma iglesia, que patentizan la profundidad del
colorido de Berruguete y su ligera tendencia a la pintura de género.
De 1494 a 1531, Juan de
Borgoña, se esforzó por difundir en Castilla la pintura italiana del
Renacimiento. Trabajó para la catedral de Toledo, y en 1508 terminó, las
pinturas del altar mayor de Ávila. Su importancia para la pintura castellana es
la misma que anteriormente hemos asignado a los dos Ferrandos en la evolución
de la pintura en Valencia.
Continuara.....
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NOTAS
Mayer, August
L.,
La Pintura Española, 4ª edición,
revisada y ampliada con dos capítulos sobre La Pintura del siglo XIX y La
Pintura del siglo XX, por A. Cirici Pellicer, Barcelona, Edit. Labor, S.A.,
sección IV, Artes Plásticas, n° 447-449, 1949.
(1)Lefort,
Paul, La peinture espagnole, París, 1893.
(2) Tormo,
Elías, en Boletín de la Sociedad Española de Excursiones. XXII, 108 y ss.,
176 y ss.
(3) Luís
Tramoyeres, en Museum, Barcelona, III, 79 y ss.
(4) Gómez
Moreno, Iglesias mozárabes: arte español de los siglos IX-XI, Madrid, 1919.
(5) Wilhelm Neuss, Die Katalanische
Bibelillustration, etc., Bonn-Leipzig, 1922.
(6) Les
pintures murals catalanes, Barcelona, Institut d´Estudis Catalans. José
Pijoan en Burlington Magazine, 1911, t. XIX. Joaquín Folch y Torres, Catálogo
de la Sección de Arte Románico del Museo de la Ciudadela.
(7) Pijoan,
Burlington Magazine, 41, 1922, p. 4.
(8) Puig I
Cadafalch, Folguera I Sivilla, Goday I Casals, L´arquitectura románica a
Catalunya, II.
(9) Antonio
Muñoz, Frontales catalanes. Anuari de l´Institut d´Estudis Catalans, 1907
(10) Véase
Burlington Magazine, 41, 1922, p. 298 y ss.
(11) S.
Sampere I Miquel, La pintura mig-eval Catalana (fragmento), continuada por
Mn. Josep Gudiol, Els trecentistes; Mas, Noticias sobre pintores catalanes,
Boletín de la Academia de Buenas Letras de Barcelona, XI-XII, núms. 44-47.
(12) S.
Sampere I Miquel, Los cuatrocentistas catalanes, Barcelona, 1906, 2 vols.
(13) Luís
Tramoyeres, Un colegio de pintores, Madrid, 1912; Sanchis y Sivera, La
Catedral de Valencia. El Mismo, Pintores medievales en Valencia; Saralegui,
rchivo de Arte Valenciano y Bol. Soc. Esp. De Excurs., 1934.
(14)
Elías Tormo, Jacomart, Madrid,
1914.
(15)
Elías Tormo, Un museo de primitivos.
Las tablas de las iglesias de Játiva, Madrid, 1912.
(16)
Manuel Serrano y Sanz, Documentos
relativos a la pintura en Aragón durante el siglo XV, Madrid, Revista de
Archivos, 1915-16.
(17) Buj. Rowland
JR., Jaume Huguet, Harvard
University, Cambridge.
(18)
J. Ainaud y F.P. Veerrié, en El retablo
del altar mayor del Monasterio de San Cugat… 1941, creen poder demostrar
que su autor fue el alemán Anye Bru, y su fecha entre 1502 y 1506.
(19)
E. Tormo, Boletín…. Op. cit.,
(20)
Archivo Español de Arte y Arqueología,
I, 41 y ss.
(21)
Fr. J. Sánchez Cantón, en el Boletín de
la Sociedad Española de Excursiones, XXV, 99 y ss.
(22)
M. Gómez Moreno y F.J. Sánchez Cantón, “F. Gallego”, en Archivo Español de Arte y Arqueología, 1928.
(23)
Los Maestros anónimos, son
artistas de los que se ignora su nombre, pero cuyas obras han reagrupado los
historiadores del arte bajo un nombre convenido. Estos nombres y las obras
que se les atribuyen pueden variar según se desarrollan las investigaciones
sobre su identidad. Emmanuel Bénézit, Dictionnaire
critique et documentaire des peintres, sculptures, dessinateurs et graveurs
de tous les pays par un groupe d´écivains spécialistes francais et étrangers,
París, Gründ, 1999, vol. 9, pp. 42-82.
(24)
Rafael Laínez Alcalá, C., Berrugete,
Madrid, Calpe, 1935.
IMÁGENES
LOS COMIENZOS. LA
PINTURA ROMÁNICA
Monasterio de Santa María de
Ripoll, mandado construir por Wifredo el Velloso en el año 888
Ábside de San Miguel
d´Engolasters
Santa María de Tahull, pinturas
del ábside, año 1123.
Santa María de Mur,
pintura mural del ábside, siglo XII.
Decoración de la ermita de San
Baudelio, en Casillas de Berlanga, Soria
Baldaquino con la representación
de Cristo como rex judex
La Adoración de los Reyes, ábside
de Santa María de Tahull, siglo XII
Frontal de San Lorenzo, Vic
Museo de Solsona, vida de Jesús.
Procede de la
iglesia parroquial de Sant Miquel de Soriguerola de Fontanals de Cerdanya
(Baixa Cerdanya).
Temple y hoja metálica corlada sobre tabla de
madera de abeto. Siglo XIII. Colección Plandiura.
Frontal de la vida de la
Virgen, segunda mitad del siglo XIII
La antigua
Mezquita de Bib-al-Mardum, o de Valmardón, también conocida como Mezquita,
Iglesia o Ermita del Cristo de la Luz, está situada a la entrada de la ciudad
por la Puerta de Bib-Al-Mardon. Es una de las joyas del arte islámico en la
Península Ibérica. Se trata de la mezquita mejor conservada de las diez que
existieron en Toledo en la época musulmana
Fue consagrada al culto cristiano en el siglo
XII. Un Cristo que fue tapiado con un muro para que no lo profanaran fue
descubierto por Alfonso VI y el Cid. El nombre propio de Cristo
de la Luz proviene de una leyenda asociada a la conquista de la
ciudad por Alfonso VI en el año 1085. Se cuenta que el caballo del monarca, que
accedió a la ciudad por la cercana puerta de la Bisagra, se arrodilló al pasar
junto a esta mezquita. El hecho se consideró milagroso y se halló un crucifijo
y una lamparita ardiendo. De ahí el citado nombre.
Preside la bóveda
central Cristo en Majestad rodeado por la representación simbólica de los
cuatro Evangelistas.
Ordoño II (ca. 871-924). Rey de Galicia y León. El
monarca con la reina Tarasia sujetando el “testamentum”, flanqueada por un
gunsmith y una criada. Detalle de una miniatura del libro de los Testamentos
(Liber Testamentorum Ecclesiae Ovetensis), del siglo XII. Biblioteca d la
Universidad de Barcelona. Cataluña.
LA
PINTURA EN EL ESTE DE ESPAÑA
Catedral de Pamplona
Pinturas
murales en San Miguel de Foces, comienzos del siglo XIV.
Pintura
mural, iglesia de Maluenda, Aragón
Retablo de San Vicente es un retablo realizado por el llamado
maestro de Estopiñán, datado hacia 1350-1370. El conjunto de tablas, pintadas
al temple y doradas con pan de oro, forma un tríptico.
La capilla está decorada con un magnífico conjunto de
pinturas murales encargadas al taller de Ferrer Bassa por la abadesa Francesaça
Portella, según consta en dos contratos de los años 1343 y 1346. Las pinturas
presentan una técnica mixta: al fresco y al seco. La iconografía se inspira en
las devociones marianas y representa, en tres franjas pictóricas, la Pasión de
Cristo, los gozos de la Virgen y varias figuras de santos.
“Las
tres Marías junto al Sepulcro”, Ferrer Bassa, pintor y miniaturista de la
Corona de Aragón.
Retablo de los
Santos Juanes de Santa Coloma de Queralt, Temple y dorado con pan de oro sobre
tabla, siglo XIV.
Retablo de los
Siete Gozos y Dolores de la Virgen
Virgen
de la Leche, 1468-1495. Museo de Bellas Artes de Valencia
Retablo del
Espíritu Santo, hacia 1394, gótico catalán, Pere Serra, Catedral de Manresa.
Virgen de Tortosa,
c. 1385, Témpera sobre madera y pan de oro. Catedral de Tortosa, Museo Nacional
de Arte de Cataluña.
Retablo de Todos
los Santos en San Cugat del Vallés, Monasterio de San Cugat.
Retablo de la
advocación franciscana del
Convento de Santa Clara de Vic, 1415
Convento de Santa Clara de Vic, 1415
Retablo de San
Marcos, Manresa.
Santa Ana enseñando
a la Virgen a leer. La figura de Santa Ana, domina la composición. El nicho y
la Virgen de la Anunciación están dispuestos en nichos enmarcados en la parte
superior y, debajo, en compartimientos rematados por gabletes góticos, dos santos
mártires muy populares: Catalina y Bárbara. Las figuraciones heráldicas a luden
a D. Pedro y las tres reinas, sus esposas, la segunda de las cuales fue Doña
Leonor de Portugal.
Retablo de Santiago, Museo Diocesano de
Barcelona.
Virgen de Cervera del río Pisuerga,
Palencia.
Retablo del Museo Episcopal de Vic.
Virgen de San Roque de Jérica, Castellón
Retablo de Burgo de
Osma. Soria
Escuela aragonesa.
La Virgen del arzobispo Mur, María Reina de los Cielos de Blasco de Grañén,
Zaragoza, Museo Provincial. Siglo XV.
En su rodilla la
Virgen sostiene al Niño, que bendice con su mano derecha y porta en la
izquierda la bola del mundo coronado por una cruz, atributo de la realeza que
sustituye al tradicional cetro, rematada por la bandera de cruz roja sobre
fondo blanco (cruz de San Jorge), asociada al blasón del rey de Aragón desde el
siglo XIV.
Profusión de fondos
de oro utilizados para los nimbos y en los brocados del manto de María, cuyo
tejido se decora con motivos vegetales y animales, cayendo en amplios pliegues.
La indumentaria del Niño Jesús, destaca por sus veladuras y como detalle, el
amuleto de coral en rama que lleva al cuello, habitual en los niños durante sus
primeros años que se asocia incluso al traje de cristianar.
Actualmente se halla ubicado en el Museo Catedralicio de Segorbe
Retablo de Santa
Clara y Santa Eulalia. Museo Catedralicio de Segorbe, Castellón.
Desposorios de
Santa Catalina. (1479), Hans Menling.
El retablo de
San Jorge
Enterramiento de
Cristo. Fernando Yáñez de la Almedina (c. 1480-1536).
Ubicación: Interior de la catedral de Valencia.
Retablo
de Santa Ana, 1452. Gótico español. Colegiata de Játiva, Valencia
Lluís
Dalmau (1443-1445). Pintor gótico español. Retablo de la Virgen dels Consellers
(Mare de Déu dels Consellers), 1443-1445. Museo Nacional de Arte de Cataluña
(MNAC). Barcelona. Cataluña. España.
Retablo de San Martín, sacristía de San Martín. Museo
Catedralicio de Segorbe.
San
Dionisio, primer
obispo de París (s.
III), se celebra el 9
de octubre, fecha de la entrada en Valencia de Jaime I el Conquistador y
aniversario de la dedicación de esta S. I. Catedral. Santa Margarita, virgen
y mártir del siglo
III, se celebra el 20
de julio.
Santo Domingo de Silos entronizado como obispo, Bartolomé
Bermejo.
La Piedad con San Jerónimo y el
donante Luis Desplá, 1490. Museo de Barcelona.
Retablo de San Agustín, para el
gremio de curtidores. Gótico catalán, entre 1462 y 1475.
Retablo de los Santos Abdón y
Senén (1460-1461). El arte gótico del siglo XV. Jaume Huguet (c. 1415-1492)
Tres escenas de la vida de San
Antonio Abad. Gótico, siglo XV.
http://www.museodezaragoza.es/gotico/14tres-escenas-de-la-vida-de-san-antonio-abadoleo-sobre-tablajuan-de-la-abadiagoticosiglo-xvnig-52260deposito-museo-del-prado/
San Cucufato, iglesia del
monasterio de San Cugat del Vallés.
Altar de Santa
Librada Junto a la Puerta de jaspes, se encuentra el gran retablo en
piedra de estilo plateresco, realizado entre 1515 y 1518 en honor de Santa
Librada. Formado por tres pisos, ático y predela es uno de las joyas de la
Catedral. En el interior de una hornacina del piso superior encontramos una
urna en piedra y dentro, una caja de madera chapada de plata repujada con
imágenes, urna realizada en el siglo XIV y que contienen los restos de la
santa.
Capilla San Juan Bautista retablo obra de Jerónimo
Vallejo Cósida interior Catedral de Nuestra Señora de la Huerta de Tarazona
Zaragoza.
El conjunto de las 12 pinturas (puertas del
antiguo retablo de plata) son el primer Renacimiento pictórico más importante
de España por sus características. Las pinturas cubren el Altar Mayor. Obras de
Ferrando Yáñez de Almedina y Ferrando de Llanos
Retablo Mayor, “Presentación de
la Virgen”. F. Yañez de Almedina y F. Llanos. Catedral de Valencia
LA
PINTURA EN CASTILLA DURANTE LA ÉPOCA GÓTICA
El
Libro del Ajedrez dados et tablas, de
Alfonso X el Sabio, terminado de escribir en 1283, un año antes d la muerte del
Rey, fue realizado en pergamino, escritos y miniados a color y con pan d oro,
con profusión de representaciones. Contiene 150 miniaturas en buen estado.
Biblioteca del Monasterio del Escorial.
El relicario de San Isidro Labrador
Capilla de San Blas, crucero de la catedral
de Toledo, s. XIV-XV.
Tablas del retablo de la capilla de San
Eugenio, catedral de Toledo.
53 tablas pequeñas para el altar mayor de la
catedral de Salamanca, año 1435-47.
Retablo de la capilla de San Ildefonso,
catedral de Zamora.
El llamado Maestro de
Palanquinos, se sabe que tuvo influencias de los dos grandes discípulos
de Fernando Gallego, Nicolás Francés y Jorge
Inglés y consecuentemente en el arte
gótico leonés.
Fue Gómez Moreno el primero en identificar a este maestro, en seis tablas de un retablo de la villa de Palanquinos, en la provincia de León, de las que hoy están cuatro de ellas en el retablo mayor de la Catedral de León en el retablo de Nicolás Francés. En la iglesia de Sta Mª del Mercado de León se encuentran las otras dos tablas que proceden de Palanquinos.
Fue Gómez Moreno el primero en identificar a este maestro, en seis tablas de un retablo de la villa de Palanquinos, en la provincia de León, de las que hoy están cuatro de ellas en el retablo mayor de la Catedral de León en el retablo de Nicolás Francés. En la iglesia de Sta Mª del Mercado de León se encuentran las otras dos tablas que proceden de Palanquinos.
El sueño de un sacristán: los santos Cosme y Damián
llevan a cabo una cura milagrosa que consiste en el trasplante de una pierna.
Pintura al óleo atribuida al Maestro de Los Balbases, ca. 1495.
La Virgen de los
Reyes Católicos, 1491 - 1493. Maestro de la
Virgen de los Reyes Católicos, atribuido al taller de Fernando Gallego.
Se trata de un retrato de donantes con Virgen a la
manera que populariza Van Eyck desde la primera mitad del siglo XV. La
Virgen María, con el Niño Jesús en sus rodillas, es adorada por los Reyes Católicos, Isabel I
de Castilla (1451-1504) y Fernando V de Aragón (1452-1516),
dos de sus hijos y otros personajes.
A la derecha de la composición aparece la reina Isabel con
aspecto joven y resaltando en tamaño ligeramente por encima de sus acompañantes
y marido. Hay que dejar claro que es la reina de Castilla. A su lado una
infanta casi de espaldas, que podría ser Isabel, la primogénita, o Juana.
Detrás surgen, con aureola, Santo Domingo y una figura
masculina, de rodillas y sin nimbo, con la espada al pecho, símbolo de su
martirio, que se ha asociado con Pedro de Arbués, inquisidor de
Aragón, asesinado en 1485.
A la izquierda,
se representa al rey Fernando junto
con el príncipe Juan (1478-1497),
el joven heredero sobre el que está puesto en este momento el destino de la
unión dinástica. Detrás del rey se muestra a Santo Tomás, santo titular del monasterio de donde procede
la obra, que porta una réplica de la iglesia. En un segundo plano podemos ver a
un dominico al que se le identifica con fray Tomás de Torquemada (1420-1498), Inquisidor General.
“San Pedro Mártir en oración”, Pedro
Berruguete, 1493-1499. Acusado falsamente de
brujería, el santo, de rodillas y elevado del suelo, se lamenta ante la imagen
de Cristo por sufrir por Él.
“Santo Domingo y los Albigenses”, Berruguete.
En la Edad Media
se recurría a la "prueba del fuego" para establecer la verdad, con lo
que el milagro primaba así sobre los argumentos racionales. Santo Domingo hace
depositar sobre el fuego uno de sus libros y otro de los doctores albigenses
para demostrar los errores de su doctrina. Prodigiosamente, el del santo se
eleva sobre las llamas, que consumen el de los herejes.
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