martes, 10 de septiembre de 2019


LA COMIDA NOVOHISPANA EN EL CONVENTO DE

DE SAN LORENZO DE PUEBLA*




Estimados lectores, ahora que estamos en el mes de la patria, no estaría mal probar una de estas recetas que pongo, en las cuales las monjas se esmeraron allá por el siglo XIX. Interesante trabajo de Alicia Bazarte sobre la comida novohispana. Como siempre espero sea de vuestro agrado.

Monja del convento jerónimo de San Lorenzo (1598-1867)



Para quitarme del mundo
y su quimera
viéndome pobre, soltera
y abandonada;
hallándome atribulada
me fui al jardín
a pensar en mis amores;
hallándome entre las flores
más especiales,
para alivio de mis males
quise pensar,
un destino que tomar

[…]

si me meto a San Lorenzo
como pudiera,
querrán que sea alfeñiquera
en conclusión

[…]

todo me está amohinado
pues no lo entiendo:
si Jerónima pretendo
como pudiera,
buena calabazatera
saldré de allí

[…]

Nada me importa,
el fin es buscar la torta
y nada más. (1)



En nuestro quehacer cotidiano como historiadores siempre nos apasionamos por una multitud de temas que abren espacios a la investigación, sin embargo, cuando un simple documento nos acelera, o en este caso, nos hace “agua la boca”, nos recuerda olores, sabores o personas y nos traslada a recintos o lugares hoy desaparecidos, entonces olvidamos todo, y queda ante nuestros ojos una evidencia que bien merece la pena revivir.
            Durante los últimos años, especialistas en la preparación de alimentos se han dado a la tarea de reunir esfuerzos con ellos, para testimoniar toda una tradición que merece conservarse y prolongarse “como una propuesta cultural culinaria”. (2)
            Abordaremos documentos sobre el abasto y economía del Convento Jerónimo de San Lorenzo, para colaborar con los estudios que desde la historia de las mentalidades, la historia de la vida cotidiana, se han emprendido para conocer la tradición de la comida mexicana. (3) El valor de estos documentos radica en que, sin ser recetarios de cocina, nos informan de la economía y de los bastos de un convento de religiosas, y nos aportan conocimientos sobre la alimentación de las jerónimas en el siglo del barroco.
            Estos documentos se elaboraron durante el mandato trienal de la priora sor Catalina de San Juan, y cada documento está rubricado por ella. En la tabla de oficios del convento (4) no se reportan todavía los de contadora, ecónoma y cocinera; constatamos, entonces, que recaía en la máxima autoridad del convento, la madre priora, la obligación de encargarse de los abastos del mismo, en especial de los que correspondían a la alimentación de la comunidad. (5) Las mismas constituciones (6) recomendaban que ella sería la encargada de vigilar que las necesidades materiales y espirituales de las monjas fueran resueltas de la mejor manera de acuerdo con sus posibilidades.
            En San Lorenzo, abierto a la clausura en 1598, como en la mayoría de los conventos de religiosas calzadas novohispanos, a más de un siglo de conquista, y a 30 años de su fundación, se observaba la costumbre de que las monjas contaran con su propia celda. (7) La mayoría de ellas consistía en un cuarto con su cama o catre; junto a este se adaptaba una pequeña cocina en donde se encontraba un brasero o fogón de leña o carbón y una olla para almacenar el agua necesaria para la preparación de los alimentos y para enjuagar las cazuelas y jarros. En este espacio las esclavas y sirvientas preparaban los alimentos.
            En ocasiones llegaban a vivir con las religiosas sus hermanas solteras o sus madres viudas, lo que ocasionaba una sobrepoblación en los conventos que en la mayoría de los casos doblaba o sobrepasaba el número permitido de religiosas profesas. En el convento que nos ocupa, desde su fundación, se estableció por reglamento una población máxima de 50 profesas, pero a finales del siglo XVII, la población había aumentado aproximadamente a 118 habitantes, es decir, 68 mujeres más, entre criadas, esclavas, viudas y niñas. (8)
                Para 1628, se entregaban a las religiosas profesas productos en especie, para que ellas mismas o sus sirvientas y esclavas les prepararan sus alimentos, o en ocasiones especiales, los trasladaran al refectorio en donde deberían, de acuerdo a sus constituciones, comer todas juntas, mientras se les leía algún texto bíblico. Las demás habitantes del convento deberían comer en las cocinas de las celdas. Suponemos en que de acuerdo a los documentos, es hasta 1650, fecha en que se consagra la iglesia de San Lorenzo, cuando se empieza a dar a las profesas la cantidad de 3.00 pesos semanales para que compren dentro del convento los productos necesarios para la preparación de sus alimentos.
            Las cocinas de las celdas de los siglos XVI y XVII, no tienen nada que ver con las majestuosas cocinas d la segunda mitad del siglo XVIII, como las hermosas cocinas poblanas de los conventos de monjas, que aún podemos admirar en algunos de ellos convertidos actualmente en museos, pues son el resultado de la reforma que llevó a cabo el episcopado novohispano a partir de 1774 en los conventos de religiosas calzadas.
El voto de pobreza que profesaban las órdenes religiosas, tanto masculinas como femeninas, ha sido en la historia de la iglesia el más difícil de guardar con todo rigor. Por la relajación en este aspecto, han surgido nuevas órdenes, reformas de las ya existentes y constantes decretos pontificios y reales, encaminados a corregir el apego a los bienes materiales que se infiltraba, lentamente, sin que tuviese conciencia de las complicaciones que traía consigo la administración de bienes y que estorbaba a los religiosos a cumplir con sus ideales espirituales. (9)

            En la Nueva España se fundaron dos tipos de instituciones monásticas femeninas: la de religiosas descalzas, o monjas, que seguían la vida común y cumplían con el voto de pobreza, y las religiosas calzadas, cuya regla, menos rígida, dio cabida a seguir la vida particular (o privada), en la que se mantuvieron durante más de dos siglos.
            La vida monjil del Convento de San Lorenzo, y de los demás conventos de religiosas calzadas, se vio interrumpida por la exigencia de “la vida común”, impuesta por las Reformas Borbónicas, la cual ocasionó la modificación de las costumbres al interior del claustro, desapareciendo con estas medidas la tradición de preparar los alimentos en las pequeñas cocinas de las celdas, para dar lentamente paso a la construcción de las grandes cocinas conventuales donde se preparaba la comida comunitaria:
En 1774, Carlos III expidió una real cédula a los virreyes donde pedía que en todos sus dominios de América se practícasela vida común (también llamada de caldero u olla) en los conventos femeninos de religiosas calzadas, por ser conforme al concilio tridentino y por el grado de perfección que conllevaba su observancia. Tal reforma significaba un giro drástico en el quehacer cotidiano monacal: dormir en una habitación común, expulsar de la clausura a las niñas y a la mayoría de las criadas y consumir de un solo caldero, (10) es decir, la comida como dentro de la vida común.

            A mediados del siglo XVII, los conventos de calzadas se sostenían de sus rentas y de préstamos de capitales provenientes de las dotes o de legados y obras pías, lo que contravenía las indicaciones borbónicas de Carlos III, por lo que éste, el 22 de mayo de 1774 dirigió una carta al virrey para que las comunidades de religiosas calzadas observaran la vida común, reforma que se llevaría a cabo por dos importantes prelados: Alonso Núñez de Haro y Peralta, arzobispo de México y Francisco Fabián y Fuero, obispo de Puebla.

En el caso de San Lorenzo: a las once de la mañana del 27 de agosto de 1774, el secretario Manuel de Flores envió a la madre priora Manuela maría de San Josep, una copia autorizada de la Real Cédula del 22 de mayo del mismo año, junto con un ejemplar de una carta pastoral escrita por el arzobispo Alonso Núñez de Haro, donde exhortaba a las religiosas a abrazar la vida común; ambas le fueron entregadas para que las hiciera leer a su comunidad.
            A partir de ese día corrieron los 15 que dio el rey para que las monjas deliberaran sobre admitir o no la vida en común. A las 8 de la mañana dl día 20 de septiembre de 1774, el arzobispo Núñez de Haro acudió al Convento de San Lorenzo y en uno de sus locutorios fue llamando a cada una de las 40 religiosas por su antigüedad, para preguntarle si deseaba admitir la vida común o permanecer en el género de vida que era costumbre observarse en el convento cuando profesó, además de preguntarles si había leído u oído la copia de la Real Cédula y la carta pastoral. Todas se negaron a admitirla.
            Las razones más comunes que expusieron las religiosas para no tomar la vida común fueron que en la otra era “mucho más posible obtener la salvación”; otras alegaron que no la aceptaban por su avanzada edad, otra más alegaba que la vida en común era la destrucción del alma, de los cuerpos y de los conventos, y otras tantas que por ser tan difícil y por la fragilidad de sus cuerpos no la resistirían. (11) El arzobispo insistió con la maestra de novicias de que “instruyese a las novicias en la vida común y en la obligación que tienen de admitir la vida común si quieren profesar, lo que la maestra ofreció a hacer como se debe”.
            Fue tanta la resistencia de las religiosas calzadas, que el arzobispo tuvo que acceder a que las monjas que habían profesado con anterioridad a la real ordenanza pudieran seguir viviendo como antes. Las novicias tuvieron que adaptarse al nuevo modo de vida, hasta que poco a poco, con el paso de los años, todas las religiosas observaron los lineamientos impuestos por la vida en común de 1774. (12)
                En el otro convento jerónimo de la Ciudad de México, en donde las hermanas de religión de Sor Juana Inés de la Cruz, también debieron usar de toda su imaginación para preparar deliciosos platillos y postres, y pondremos una representación de cómo debió vivirse un día en el Convento de San Lorenzo. Se añadirán algunas recetas de panes del Convento Jerónimo de Puebla, en los siglos XVIII y XIX.


Segundo miércoles de Cuaresma, en el convento Jerónimo de San Lorenzo, México, 1628

Para ilustra como debió haber sido la vida en un convento, decidimos a través, de una representación imaginaria, vivir un día en San Lorenzo, acompañando a las sórores en sus actividades cotidianas.
            Con el lector compartimos la realidad que queda plasmada en los personajes que son los actores de la historia. Todos ellos convivieron en la misma época y su punto de encuentro fue el convento objeto de este estudio. Las actividades de las religiosas están relatadas a partir de los capítulos de sus Constituciones, que si bien se imprimieron hasta 1707, estaban basadas en las dadas en San Bartolomé de Lupiana, España en 1510, con algunas reformas impuestas por el Concilio de Trento a partir de 1570, pero que son las que se observaron desde su fundación.
            Para hacer agradable la lectura y para poder trasmitir a todo tipo de público las vivencias de las religiosas jerónimas de San Lorenzo a principios del siglo XVII, recurrimos a lo imaginario que es, en ocasiones, la mejor forma de aproximarnos a la realidad. Vamos a la historia.

***

En la madrugada del segundo miércoles de cuaresma de 1628, sor Isabel de San Francisco despertó con una especial sensación de humedad en la celda compartida con su hermana novicia Juana de San Nicolás. (13) A pesar de ser primavera, en los últimos días había llovido mucho. (14) Esperó pacientemente que despuntara el alba, cuando escuchó el sonido de la campana que la primera vicaria tañía para despertar a la comunidad. Rápidamente se aseó, se vistió el hábito y se apresuró para llegar a buena hora a la capilla. (15)
            El sacerdote ya había llegado y las hermanas capellanas habían dispuesto todo para la misa: las velas, el vino, el agua y la vestimenta del sacerdote. Poco a poco fueron llegando todas las monjas precedidas de la priora, la vicaria y las dos viudas que compartían la clausura con las religiosas. Las músicas y cantoras se acomodaron en el coro, mientras las demás religiosas ocupaban su lugar y se dispusieron a oír la misa detrás de la celosía que las ocultaba de las miradas ajenas.
            Mientras oían la misa y comulgaban, en las celdas, las criadas y esclavas también se habían levantado y diligentes preparaban el desayuno para sus amas: su primer paso consistió en recoger del piso la cazuela en donde entre cenizas se habían guardado las brasas de la noche anterior, para que al colocarlas sobre el brasero y soplarles con el aventador ardieran rápidamente; así, en menos que canta un gallo, la leña o el carbón empezó a chisporrotear. Enseguida pusieron a calentar el agua para el café o las tisanas.
            El convento Jerónimo de San Lorenzo apenas cumpliría el 14 de noviembre de ese año de 1628, treinta años de haberse abierto a la clausura. (15) La fundadora Marina de Mendoza veía con agrado como la comunidad crecía: ya contaba con 28 profesas y cinco novicias. Su carácter de religiosas calzadas les permitía vivir con cierta comodidad y dedicarse a la contemplación divina. Entre ellas se encontraban hijas de ricos hacendados y descendientes de fundadores de villas y ciudades. Cuatro de ellas: sor María de San Sebastián, sor Ana de San José, sor Francisca de Santa Catalina y sor Catalina de Jesús eran hijas de Fernando de Oñate y nietas de Cristóbal de Oñate, (16) uno de los fundadores de la ciudad de Zacatecas; su celda estaba contigua a la de sor Isabel de San Francisco y su hermana novicia.
            Terminada la misa y obligado el réquiem por las almas del purgatorio, todas regresaron en silencio a sus celdas. Ya el convento se inundaba de olor a leña quemada mezclado con el olor a café caliente, al de las tisanas de manzanilla o canela y, en algunas celdas privilegiadas, a chocolate. Sor Isabel de San Francisco y Juana de San Nicolás salieron del claustro y al fondo pudieron observar la cocinita anexa a su celda. Desde lejos vieron enmarcando la puerta, la palma del Domingo de Ramos bendecida el año anterior y que en unos días más se renovaría.
            Al llegar, se acercaron al altar doméstico y se santiguaron. San Jerónimo las observaba con agrado y parecía darles su aprobación para que rompieran la vigilia. Su criada María Josefa ya había preparado la mesa, ahí estaban los jarros de café y el pan salido del horno del convento la tarde anterior. Fue lo único que probaron; era época de cuaresma y gustosas habían ofrecido la frugalidad del alimento como sacrificio a su divino esposo. Como era costumbre, no desperdiciar nada, sacudieron el mantel de la mesa y ofrecieron las pocas migajas de pan a las golondrinas que ya empezaban a fabricar sus nidos en las techumbres y árboles del recinto. Mientras María Josefa recogía los jarros y los llevaba a la batea para enjuagarlos, ellas con una nueva oración, agradecieron a Dios su primer alimento del día.
            Juana de San Nicolás salió presurosa a reunirse con las otras cuatro novicias y entraron en un cuarto donde se había instalado una capilla doméstica presidida por un lienzo de Nuestra Señora de la Presentación, devoción mariana del convento por haberse fundado éste en dicha festividad. La maestra de novicias, sor Ana de la Presentación, las recibió con el cariño de una verdadera madre y enseguida empezó con la lectura de las sagradas escrituras.
            Entre tanto, sor Isabel y las hermanas Oñate se habían sentado a la puerta de sus celdas, habían sacado sus bolsitas de tabaco y se preparaban el primer cigarro de la mañana, al tiempo que conversaban sobre la elocuencia y sapiencia de uno de los capellanes del convento, el padre Miguel Sánchez, (17) quien, en la dominica anterior, había pronunciado un sermón sobre Jesús Nazareno y además había nombrado a la Virgen de Guadalupe, “la criollita”. Estaban pendientes  de que la correctora del confesionario llegara a avisarles que sus confesores habían llegado, y entonces, presurosas, se acercarían nuevamente a la capilla de San Lorenzo. A lo lejos, la correctora del rezo les hizo señas de que tenían que aproximarse al confesionario.
            Casi al mismo tiempo, Lorencilla y Nicolasa, esclavas de las hermanas Oñate, y María Josefa, criada de sor Isabel, habían correteado por los patios del convento a una gallina colorada y le habían retorcido el pescuezo. En el brasero hervía el agua y en tanto que las esclavas zambullían a la gallina para arrancarle las plumas, María Josefa se dirigió a la sovicaria para que le diera la ración de alimentos que correspondía a las cinco religiosas. Tuvo que esperar todavía un buen rato para que éstas le fueran entregadas. En la portería del convento, las madres responsables de adquirir los alimentos no se daban abasto con los pregoneros, a cual ofrecía su mejor precio y la mejor calidad de sus productos. Entonces despidieron a los pescadores del lago. Su pescado era fresco; pero no lo comerían hasta dos días después, en el segundo viernes de cuaresma. Lo que si compraron fue el camarón seco para almacenarlo por un buen tiempo.
            María Josefa recogió los alimentos, y mientras regresaba a las celdas, iba pensando en lo que prepararía con los huevos, nopales, habas secas, chile, tomates, pepitas y la manteca. Llegó con Lorencilla y Nicolasa que ya se inquietaban por su tardanza y entre las tres decidieron el menú: caldo de habas con nopales y pipián colorado con el tomillo que abundaba en la huerta del convento, por lo que María Josefa, no de muy buen talante, tuvo nuevamente que volver a cruzar el convento para ir a la huerta a cortarlo. Decidieron guardar los huevos para utilizarlos en otra ocasión, ya fuera en un capeado o en algún dulce.
            En el templo, las religiosas confesaban y oían los consejos de sus guías espirituales; una vez que terminaban, las que sabían leer y escribir se quedaban en el coro leyendo su Libro de Horas. Aquellas que no sabían, debían rezar con mucho fervor, tres rosarios con sus letanías. Era un día muy especial, a las 12 horas tendrían una misa concelebrada para rogar por todos sus bienhechores muertos y vivos.
            La hermana capellana tocó entonces la campana en señal de primera llamada.
            Sor Catalina de Jesús fue interrumpida en su lectura, pues una de las madres torneras menores le avisó que sus primas, las Rivadeneira, la esperaban en el torno. Apresurose a verlas porque no quería perderse la ceremonia religiosa. Llegando al torno, y bajo la mirada y atención prudente de la madre escucha, intercambió algunas palabras con sus primas que la enteraron de que su tía había enfermado de un dolor de costado, pero que ya se reponía. El motivo de la visita se debía a que venían a encargarle un mantel de Bretaña, bordado en plata, que querían estrenar en la festividad de la Santa Cruz del año siguiente, el cual colocarían en el altar de la capilla de su hacienda y trapiche en Michoacán (18) y para engalanarlo mejor, habían mandado fabricar unos floreros de plata con el mejor artífice de la ciudad. Un Cristo, que estaba casi terminado, había sido hecho por los artesanos del lago de Pátzcuaro con la caña de maíz, que se había escogido entre los mejores cogollos de la hacienda. Ya se imaginaban las primas, en esos momentos, ña procesión, presidida por esa imagen de Cristo, acompañado de todos los devotos con velas, cañas y listones, recorriendo los pozos y manantiales para bendecirlos en tal festividad. Finalmente lo entronizarían en la capilla y le crearían un culto especial para que fuera venerado por los habitantes de la hacienda y los alrededores.
            Sonó entonces la segunda llamada.
            Sor Catalina de Jesús se despidió de sus primas, gustosa por las buenas noticias que comunicaría a sus hermanas. Recibió la Bretaña y los hilos de plata, que dejó encargados con la tornera para recogerlos más tarde y salió corriendo hacia el templo. Las Rivadeneira, en el torno, no tuvieron ni tiempo de decirle que ahí estaba la mula cargada de piloncillo que enviaban de la hacienda para el convento. La tornera tuvo que avisar a la portera mayor para que abriera la puerta para recibir la carga.
            La capellana tocó a tercera llamada.
            La misa cantada estaba a punto de principiar en la capilla. El olor a incienso invadía el recinto del convento y cientos de velas, de la más pura y blanca cera de Castilla, alumbraban los altares. La escultura estofada de San Lorenzo, de pie sosteniendo su parrilla, contemplaba como el templo se llenaba poco a poco de los fieles, todos con sus mejores galas, que fervorosos asistían a la misa. En el evangelio, los ministros se volvieron hacia los asistentes y uno de ellos pronunció un sermón que recordaba las virtudes de la caridad, la benevolencia y el altruismo de los benefactores, a quienes comparó con San Lorenzo que entregó todo lo que poseía a los pobres; para ellos se ofreció la misa y toda la comunidad imploró en sus rezos el bienestar material y espiritual en su vida y muerte.
            En la cocina de sor Isabel de San Francisco, María Josefa terminaba de echar las tortillas; el agua de chía ya estaba en la jarra. En la cocina de las Oñate estaba listo el caldo de habas y el pipián. Como en días especiales, la comida sería comunitaria en el refectorio por lo que la refitolera había vigilado que estuviera limpio y aliñado, de manera que las religiosas comieran con concierto y en silencio. Por tanto las esclavas y María Josefa trasladaron los alimentos de sus amas al refectorio y los acomodaron en los lugares que desde siempre les había asignado la priora para estas ocasiones. Las religiosas entraron de dos en dos y de pie esperaron a que la priora bendijera los alimentos; después, en voz alta entonaron laudes, se sentaron y esperaron la señal de la priora para empezar a tomar sus alimentos. Durante la comida se les leyeron algunos puntos de sus constituciones y un pasaje de la pasión de Cristo, para recordarles que la Semana Mayor se aproximaba. Las lecturas al tiempo de comer eran muy importantes porque como lo establecían sus constituciones “cuando comaís oíd la lección con atención, porque no sólo coma el cuerpo, sino que juntamente el alma guste la palabra de Dios”. (19)
                Por ser un día especial, el postre fue comunitario; tres de las hermanas habían preparado, desde la noche anterior, ricos buñuelos espolvoreados de ajonjolí en miel de piloncillo. Ya consumidos dieron gracias a Dios y salieron en silencio retirándose a sus celdas a descansar brevemente.
            En esos momentos, al escucharse el tañido de la campana que anunciaba las oraciones de las novicias para pedir la gracia divina y la asistencia del Espíritu Santo en sus vocaciones, nuestras monjas, que salían del refectorio, en uno de los patios se cruzaron con sor Ana de la Presentación y sus novicias que también habían terminado sus alimentos de mediodía, en una pequeña celda habilitada para comedor de novicias. Silenciosas y con la cabeza baja, pasaban a meditar y a rezar al templo durante la primera hora santa, que observaban en la cuaresma. La maestra de novicias, que mejor que nadie sabía que la oración era el sustento del alma, llevaba en sus manos una ampolleta de arena con la que mediría la hora exacta de oración y meditación.
            Aprovechando la ausencia de sus amas, María Josefa. Lorencilla y Nicolasa, se habían preparado unas dobladas (tortillas con frijoles y algún guiso) y habían decidido comer en la huerta, donde se encontraron con otras sirvientas; juntas reían y platicaban acerca de las noticias del siglo: reían recordando que la semana anterior, casi se desbordó la acequia que pasaba detrás del convento; y si esto sucedía, no querían ni pensar en los olores de las aguas negras, porque las lluvias se habían adelantado como nunca antes y se temía una inundación en la ciudad. Otra cosa que las hizo reír mucho fue cuando un indio quiso meter él mismo las legumbres al convento y entonces la segunda portera empezó a tocar su campanita y todas las monjas corrieron para cubrirse el rostro con el velo. ¡Qué susto se llevaron!
            En eso estaban, cuando se dieron cuenta que el sol había salido de entre las nubes y estaba radiante, por lo que se dispusieron a lavar su ropa y la de sus amas. Llegaron a la pila del convento, que ese año había mandado construir a su costa la fundadora doña Marina de Mendoza. Gracias a Dios, ahora no faltaba el agua en los lavaderos comunales y se había acabado el acarreo desde la puerta en donde la dejaban los arrieros y los burros aguadores. Las lajas volcánicas que servían para restregar la ropa pronto cumplieron su cometido ayudando a sacar la mugre. Al fin, las tres amigas, con la ropa exprimida, regresaron a la huerta para secarla en las ramas de los árboles.

En realidad, en sus celdas sor Isabel y las Oñate no descansaron. Era miércoles y, por tanto, era día de disciplina como lo marcaba su reglamento. Seguramente los cilicios atados a sus cinturas y piernas no las dejaban descansar y era preferible permanecer de pie o sentadas a recostarse en la cama. De todos modos, aprovecharon para fumarse un cigarrito más.
            La segunda vicaria avisó con la campana mayor que era hora de dirigirse a la sala de labores. En esta ocasión se retrasó hasta la cuatro de la tarde por la misa mayor que había terminado pasado el mediodía. Pronto llegaron las profesas y ocuparon sus respectivos asientos. En la sala se encontraron con las dos viudas que vivían en el convento. La más distinguida de ellas era doña Isabel de Tovar, prima de la fundadora, hija de uno de los fundadores de la villa de Culiacán, y que había sufrido el dolor de perder a su único hijo, jesuita, flechado por los indios tepehuanes. ¡Qué lejos estaba de saber, en esos momentos, que su memoria traspasaría los muros del convento al ser inmortalizada por el ilustre Bernardo de Balbuena en su Grandeza Mexicana! (20) Ellas no habían asistido a la comida comunitaria, pues no lo tenían permitido, pero seguramente doña Isabel comió en platos de porcelana venidos en la nao de la China, y por no estar obligada al ayuno, su almuerzo consistió en ricos manjares que sus dos sirvientas le habían preparado. Su celda era de las mejores del convento, tomando en cuenta los capitales con que llegó. No debieron faltarle a doña Isabel los baúles de maque negro ni los abanicos de marfil. Se mostraba siempre elegante y distinguida con sus vestidos negros, mantillas de encaje bordadas a mano y collares de perlas.
            Sor Catalina de Jesús se retrasó pues tuvo que ir a recoger la Bretaña y los hilos de plata al torno. Las religiosas empezaron sus labores: la una más fina y más delicada que la otra, pero en esos bordados y tejidos no se sabía a cuál preferir. Se les concedía media hora para poder platicar, en voz baja, antes de la lectura sagrada. Cada una de ellas tenía un cesto con todo lo necesario: almohadilla, hilos de seda, oro y plata, dedales de plata o porcelana, tijeras, abalorios, chaquiras y chaquirones de muchos colores, festones de todos los anchos, bolillos para el encaje, lanzaderas de frivolité o malleros, moldes de madera para hacer flores de tela y cera y mil utensilios más, que nadie como ellas sabían utilizar. Se aplicaban en sus costuras y, de entre sus dedos, surgían guías de flores, pájaros, ángeles, santos, custodias y vírgenes, y tantas y tantas preciosidades.
            Ese ornamento que mostraba a San Lorenzo sosteniendo su parrilla era una preciosidad. (21) Y esas colgaduras que servirían para adornar el altar del Ecce Homo, tenían una finura envidiable. Y qué decir de los manteles del altar principal que estaban bordando varias hermanas para acabarlos más rápido, pues debían de lucir en la misa solemne del 10 de agosto, su fiesta patronal. Lo primero que resaltaban eran las cifras de los nombres de Jesús, María y José.
            Terminó la media hora de conversación; sor Ana de la Presentación y sus novicias entraron en la sala con jarras de agua de horchata de almendras, que ofrecieron a sus futuras hermanas, también traían ate de guayaba y galletitas que ellas mismas habían hecho en la cocina de novicias. La colación refrescó y animó a las profesas. Diez minutos después salieron las novicias para continuar con su instrucción y su segunda hora santa. Lentamente la labor avanzaba y la lectura dio principio;  en esa ocasión, se leyeron algunas poesías dedicadas a San Jerónimo y Santa Paula, que el ilustre y culto don Fernán González de Eslava (22) había compuesto para sus hermanas jerónimas de Santa paula, A las seis de la tarde, al terminar, se dirigieron a la capilla para continuar sus rezos. En esos momentos, la priora Catalina de San Juan hizo una seña a sor Inés de San José y a sor María Micaela de Santa Paula quienes abandonaron la sala.
            Entre tanto, Lorencilla y Nicolasa estaban en la panadería del convento. Aunque el olor del horno les abría el apetito, tuvieron que esperar hasta la noche para poder probar los pambazos con frijoles y el pan dulce con natas. Una vez que recogieron el pan en sus canastas, pasaron nuevamente a la portería en donde les entregaron la leche que cada cuatro días regalaba al convento don Felipe Sibo de Soberanis, padre de sor María de la Visitación, y sor Jerónima de la Cruz, dueño de sitios de ganado mayor en San Cristóbal Ecatepec. (23)  Con la leche y el pan regresaron a las celdas, pero antes visitaron a la criada de sor Juana de San Lorenzo, quien había elaborado, con la receta de su ama, algunos de los deliciosos alfeñiques que empezaban a dar fama al convento. Clandestinamente y mientras sor Juana bordaba en la sala de labores, la criada regalaba a nuestras amigas una de estas famosas golosinas. Después, la criada diría a sor Juana que “vinieron los pajaritos y los comieron mientras se secaban en la puerta de la celda”. Regresaron las tres entonando una cancioncilla, de esa que a veces se cantaban en el siglo, y que, sin duda, si las oyeran sus amas, las reprenderían severamente.
            Como tenían aún suficiente tiempo y a pesar de su carga, decidieron dar un rodeo yendo hasta la enfermería donde se enteraron que sor Juana de la Encarnación estaba muy enferma y que a lo mejor no llegaba al Sábado de Gloria. Habían oído decir a sus parientas que quienes fallecían en esa fecha, entraban directamente al cielo sin pasar por el purgatorio, en memoria del día que Jesucristo resucitó. Lorencilla, en voz alta, expresó su deseo: ¡Ojalá y se muera en esa fecha! Y las tres salieron corriendo asustadas de ver a lo lejos a dos religiosas que se acercaban.
            Sor Inés de San José y sor María Micaela de Santa Paula, que llegaban de la sala de labores, eran las encargadas, junto con la hermana enfermera, de preparar la celda de la doliente que recibiría el viático al día siguiente. Tenían que dejarla reluciente de limpia. En una mesilla cubierta con un mantel blanco, debía haber agua bendita, un candelero con una vela de cera, y un crucifijo; la enferma debía estar en estado de gracia por lo que el capellán pasaría a visitar a la enferma, muy de mañana el día siguiente para que confesara y comulgara; las hermanas porteras recibirían las azucenas que habían encargado con la marchanta del canal de Santa Anita, para adornar la enfermería.
            Al día siguiente, cuando oyeran desde catedral (24)  el llamado del viático –un toque largo de campana, tres cortos y otro largo, en señal de las cinco llagas de Cristo-, se prepararían para abrir la puerta del convento. Y mientras el viático y el Santísimo Sacramento entraran, el palio esperaría con los doce niños de la cera a la puerta del templo. El Santísimo Sacramento sería colocado en el altar mayor y las religiosas lo adorarían detrás de la celosía; mientras tanto, el capellán entraría hasta la celda de la enferma a aplicarle los santos oleos y a rogar por el descanso de su alma. Ese día, tan especial por haber visitado el Santísimo Sacramento el convento, se repartiría a la comunidad tamales de pipián rojo con ayocotes y atole de moritas que se habían mandado a preparar con las indias de Tlatelolco.
            Nuevo toque de campana, esta vez, para que las labores se abandonaran y se dirigieran las hermanas a la capilla. Salieron en silencio acompañadas por las viudas. En sus fervorosos rezos, repetían una y otra vez las oraciones que de acuerdo a San Jerónimo, uno de sus santos patronos, son “la vida espiritual del alma, el manjar con que se alimenta y crece el amor de Dios y de los prójimos”. (25) Repitieron una letanía; finalmente, hicieron una oración por sus prelados y sus familiares, encomendando al convento y a su comunidad a la protección divina.
            Eran las siete de la noche, ya empezaba a oscurecer y pronto tendrían que alumbrar sus cocinas y celdas con velas de sebo. Sor Isabel y las Oñate se despidieron sin saber que al entrar su criada y esclavas las sorprenderían, pues habían preparado capirotada y en sus jarros la leche caliente esperaba a ser bebida. Sor Isabel todavía esperó fumando otro cigarro, a que llegara Nicolasa, su hermana novicia, para empezar la merienda. Las Oñate tomaban su alimento en silencio, seguramente pensando en lo duro que es el ayuno en la cuaresma.
            Quizá sin atreverse a confesarlo, anhelaban el tiempo de adviento y el tiempo que le sucede, en que las aprovisionaban a diario de tocino, ése que tanto saboreaban, o la ración de carne que les entregaban en domingo, y muy en su interior sedearían que se acercara rápidamente el Domingo de Resurrección, pues era casi seguro que habría corridas ese día y entonces los alguaciles de la ciudad ordenarían repartir gratuitamente a los conventos la carne de los toros sacrificados, por lo que podrían cocinar un suculento puchero de res. ¡Y cómo debían ansiar la barbacoa esa!, con sabor a clavo de Filipinas, preparada con los dos carneros que les enviaban semanalmente desde Ixtapaluca, don Juan de Córdoba (26) padre de sor Ana de la Presentación y de sor Catalina de San Jerónimo. Pero en eso consistían justamente los sacrificios cuaresmales, en privarse de los alimentos cotidianos, y en mortificar el cuerpo, como la mejor forma de sentir en carne propia la pasión de su Divino Esposo.
            Poco a poco se quitaron los hábitos y los cilicios, y en voz alta rezaron un miserere, se vistieron un largo sayal y sobre éste se pusieron un pequeño escapulario, también se cambiaron el velo por otro que apenas les cubría el pelo y entonces se acostaron en la mullida cama de colchón de huata, de sábanas bordadas y almohadas de lienzo (27) y dedicaron una última oración a San Lorenzo. Josefa, Lorencilla y Nicolasa se echaron en el suelo sobre un jergón a los pies de sus amas.
            Las porteras fueron las últimas en atravesar los patios para depositar con la priora las llaves del convento. Esta tocó por última vez la campana que indicaba silencio absoluto hasta el día siguiente. A lo lejos, se escuchaban las últimas campanadas de catedral; poco a poco las celdas fueron oscureciéndose, al extinguirse las llamas de las velas.

Recetas de Repostería
Puebla de los Ángeles, s. XVIII

Recetas manuscritas de panes del siglo XVIII que provienen del Convento de Santa Mónica de Puebla. Fueron gentilmente proporcionadas por sor María de Cristo O. P. y por la licenciada Eréndira Gallo.
Pastel de leche
En ocho cuartillas de leche se echaron ocho libras de azúcar y las yemas de cuatro decenas de huevos (28) bien deshechos se hilara en una pichancha en una cantidad de almíbar clarificado que se tendrá ya preparado, tomaren otras cuatro decenas de huevos restantes piñones, almendras y orejones, todo bien molido se revolviere con dos reales de tuétano de vaca y procurando formar una fuente con los huevos a la que se le echare un cuarto de arroba de harina flor, dos libras de manteca, diez yemas de huevo, 12 onzas de azúcar molida, con un poco se masarán todas estas cosas, se formará el pastel poniéndole encima un poco de panecillo con azúcar y canela molida a cocerse en el horno del convento.

Cubiletes de Canela
Dos libras de azúcar clarificada, una de almendra molida, se cuece media libra de jamón gordo, se muele, se echa en la pasta se baten catorce yemas de huevo, se le echa una libra de azúcar bien molida, un poco de pan bizcocho, idem una onza y media de canela, revueltos todos estos ingredientes a su gusto si se advierta queda muy espeso, se echa otro poco de almíbar y se deja reposar.

Torrejas de Arroz
Se baten seis claras hasta que endurezcan, se le echan doce yemas, una taza poco menos de arroz molido en seco, un pedazo de mamón frío remolido, se baten muy bien hasta que incorpore, se unta una cazuela con manteca se vacía ahí, se pone a cocer a dos fuegos moderados, así que está cocido se rebana y se echa en el almíbar de medio punto, con un poquito de vino y tantita agua de azahar, se cuece a fuego lento para que no se desbaraten, así que estén se vacían en el platón, se adorna con pasas, almendras y piñones, canela si se quiere.

Recetas de Cocina
Del Convento de San Jerónimo de Puebla de Los Ángeles, siglo XIX
A continuación se incluyen, cuatro recetas de repostería que provienen del Convento de San Jerónimo de Puebla de los Ángeles. El recetario se encuentra en un cuadernillo con pasta de cartoncillo que anuncia un “emplasto” medicinal llamado “Monópolis” que fue remedio para todas las “enfermedades exteriores, como heridas, tumores, llagas, úlceras, golpes, uñeros, quemaduras”; se dice premiado en Francia en la “Exposición Universal de París de 1889”. El autor del “emplasto Monópolis” fue José Grisi.
            Este pequeño recetario está precedido de la frase:
“¡Dios proveerá!”
Hojarascas
Una yema de huevo, una libra de harina, un cuartillo de vino, tequila, una cucharada de royal, una cucharada de azúcar y tres onzas de manteca; se amasa todo hasta que quede suave, se extiende con el rodillo y se corta con carretilla y se le dan unos piquetitos y se meten al horno, después se le ponen una gotas de betún color de rosa y blanco.

Gorditas de Cuajada
Para una libra de harina de maíz una libra de mantequilla, otra de azúcar y 16 huevos, 2 platos de cuajada exprimida y molida. Se amasa la harina con la mantequilla y después la cuajada, enseguida el azúcar y los huevos batidos, se amasa y se hacen las gorditas con canela; poniéndolas en el horno.

Magdalenas
Una libra de harina, una libra de azúcar, media libra de mantequilla derretida al vapor, dos cucharadas de levadura americana, el zumo de dos limones rayados y doce huevos.
            Se revuelven primeramente la harina con la levadura, enseguida se le pone azúcar cernida, se revuelve muy bien junto con el zumo de dos limones y después se le agregan las doce yemas y la mantequilla; así que esté todo perfectamente incorporado, se le agregan doce claras que se tendrán muy bien batidas hasta que queden duras. Los moldes untados de mantequilla, que queden algo vacíos porque esponjan mucho.

Pan de Huevo
Una libra y media de harina, nueve huevos, cinco onzas de azúcar, dos onzas de manteca, dos onzas de levadura. Todo se revuelve en un trasto y después se le pone la harina y se amasa hasta que haga ojitos, ha de reposar la masa en una olla untada de manteca, se abriga la olla, con un mantel se pone junto al horno y a otro día a las 5 de la mañana se abre y se deja reposar 5 o 6 horas en las latas, después que ya esté bien templado el horno se mete el pan para que no se queme.


Don Tablilla de Chocolate

Vuestra virtud y excelencia
A cantarse nos convida
Dios te conserve y aumente
Chocolate de mi vida.

En el clima de Caracas
Fue tu ilustre nacimiento,
Causando gozo y contento
Te tocaron las matracas,
De mil cuidados nos sacas
Sólo con tu bienvenida.
Dios te conserve y aumente
Chocolate de mi vida.

Cuando por acá viniste
Se alegraron mucho al verte
Y algunos por conocerte
Decían con gracia y chiste
Cantemos pues ya naciste
Y digamos de por vida
Dios te conserve y aumente
Chocolate de mi vida.

El constante y aún probado
Que haces en cada pastilla
Un bollo una maravilla
Que todos han observado
Desde el cetro hasta el casado
A sorberte te convida
Dios te conserve y aumente
Chocolate de mi vida.

Negro eres, pero te quieren,
Con un amor tan leal
Que empeñar el delantal
Por lograrte algunas suelen,
Y cuando menos te huelen
Por especie esclarecida
Dios te conserve y aumente
Chocolate de mi vida.

Los frailes y capellanes,
Las monjas y las beatas
Cuando ven que te abaratas
Te consagran sus afanes
Las hermosas y galanes
Ye celebran a porfía
Dios te conserve y aumente
Chocolate de mi vida. (29)



 Viandas y fatigas

Para el recibimiento y Consagración del Arzobispo Alonso Núñez de Haro y Peralta

Puebla, 1772

El volumen que nos refiere las penurias y fatigas para ofrecerle un recibimiento y una consagración al arzobispo Alonso Núñez de Haro y Peralta, se encuentra el en Archivo del Cabildo Metropolitano, de la Ciudad de México, catalogado como volumen 3 del fondo Fábrica Material. (30)
                El documento reporta los altos costos que el Cabildo Metropolitano tenía que erogar cada vez que había cambiado de arzobispos, ceremonias que se equiparaban con el recibimiento de los virreyes, (31) pues nada mejor que patentizar, ante la sociedad novohispana con el mayor de los lujos y derroches, la reafirmación de los dos prominentes poderes: el real y el eclesiástico, alrededor de los cuales giraba la política y la economía del virreinato.
            Todos los personajes y datos están tomados del volumen arriba mencionado y las actividades descritas son representaciones imaginarias.


El excelentísimo señor don Alonso Núñez de Haro y Peralta.


Una tarde de finales de 1772, los racioneros de la catedral de la Ciudad de México, don Francisco Vives y don Máximo Francisco de Arribarojo, fueron citados por el Deán de la catedral, quien los convocó a principios de la tarde para comunicarles una noticia y expedirles un nombramiento.
            Eran pasadas las tres de la tarde cuando se les vio bajar del segundo piso del palacio arzobispal con un aire sumamente preocupado; no sólo habían prescindido de su siesta, sino que además habían recibido la encomienda de organizar las ceremonias para el recibimiento de su ilustrísima monseñor doctor Alonso Núñez de Haro y Peralta, obispo electo por su majestad Carlos III en sustitución del excelentísimo señor don Francisco Antonio de Lorenzana. El doctor Alonso Núñez de Haro, del consejo de su majestad, había sido nombrado arzobispo de México el año anterior de 1771; ya habían transcurrido buena parte de 1772, y se empezaba a dudar de que el nuevo arzobispo llegar a ocupar la mitra mexicana ese año.
            En la capital del virreinato se hablaba elogiosamente del prelado esperado; se decía, entre otras cosas, que obtuvo la borla de doctor en filosofía y teología a los dieciocho años y que poseía con tal perfección las lenguas italiana y francesa como si fueran propias, amén del amplio conocimiento de las lenguas hebrea, caldea, griega y latina. Gozaba, además, de gran reputación como orador en Segovia, Toledo y Madrid.
            Es así, que por tal compromiso ineludible don Francisco y don Máximo tenían suficientes motivos de preocupación y, por si fuera poco, tendrían que desplazarse a la ciudad de Puebla de los Ángeles donde tendría efecto la toma de los poderes episcopales por parte de Núñez de Haro.
            Con cierto fastidio decidieron poner manos a la obra, para que la premura del tiempo no los sorprendiera; en ese mismo momento y aún antes de retirarse a su domicilio fueron a visitar a don Agustín Sánchez de Vargas, quien siendo socio distinguido de la cofradía de los cocheros y transportistas de Nuestra Señora de la Guía, seguramente, tendría uno o varios forlones disponibles con todos sus avíos para el viaje de ida y vuelta a Puebla. Efectivamente, dos horas después el viaje había quedado concertado para una semana más tarde. Finalmente respiraron tranquilos, ya habían negociado un forlón que sería reparado y ajustado en los tres días siguientes; asimismo, habían asegurado 22 mulas que transportarían lo indispensable para la ceremonia. Ya había oscurecido cuando los racioneros se retiraron a sus domicilios.
            En una semana tuvieron que disponer todo; el primer paso fue designar a ocho personas de su entera confianza para iniciar los preparativos. La mayor parte de objetos suntuarios, así como el personal capacitado para los dos banquetes, las dos cenas y los dos refrescos que se ofrecerían a su Ilustrísima, se llevarían de la Ciudad de México, por lo que inmediatamente se avisó al maestro repostero Antonio Madera y al maestro cocinero Andrés Mata Claro, que habían sido elegidos para tal evento y que tenían carta blanca para contratar a los oficiales y galopines experimentados, asimismo debían prevenir todo lo necesario para instalarse durante dos semanas en la ciudad de Puebla.
            El investir al arzobispo en otra ciudad ocasionaba una fatiga adicional para don Máximo y don Francisco, que consistía en designar a un representante para que en su nombre tomara posesión del arzobispado en la catedral Metropolitana. Es por eso que insistieron con el Deán para que nombrara al capellán Luis Fernando de Hoyos y Mier para que el 9 de septiembre de 1772, en esplendorosa función, representara a su Ilustrísima Núñez de Haro. Los racioneros tuvieron que encargarse de la impresión de las participaciones, que deberían ser de acuerdo con la costumbre: a doble pliego; en uno, la invitación impresa, en el otro, de puño y letra del Deán, la solicitación para que los convidados asistieran a la ceremonia con su “gracioso donativo” para el mayor “lustre de la ceremonia”. Don Máximo y don Francisco ya estarían en Puebla, cuando las invitaciones se repartieran en mano propia,, por lo que se recomendó a sus ocho ayudantes que no perdieran un minuto en la entrega y que esperaran el tiempo necesario en los domicilios para cerciorarse de entregarlas a la persona indicada.
            A un día de su partida, y ya muy fatigados, tuvieron que dirigirse a las Huertas de Tacubaya, donde el arzobispo contaba con una casa de reposo; sería el primer hospedaje del arzobispo durante dos días para que descansara del largo viaje desde España. Después de este breve reposo entraría en funciones del episcopado de la Ciudad de México y del palacio arzobispal. Inspeccionaron rápidamente las instalaciones de la casa y huerta. Como era tiempo de lluvias y no querían regresar a la ciudad en pleno aguacero, delegaron sus funciones en don Mariano, el responsable de la casa, no sin antes entregarle 500.00 pesos para los alimentos y los gastos que, desde luego, tendría que justificar posteriormente. Le avisaron que el nuevo arzobispo llegaría con dos de sus sobrinos, por lo que se tendrían que comprar siete varas de tafetán listado para hacer fundas suficientes para los almohadones de las dos recámaras adicionales que tendrían que adaptarse. Le recomendaron no olvidar comprar los “orinales” y los candeleros, pero antes debería conseguir una docena de pozuelos de China en donde debían servir el chocolate a los huéspedes.
            Regresaron al palacio arzobispal bien entrada la noche; aún les faltaba cerciorarse de que todo estuviera al día para el recibimiento en la Ciudad de México. Sus ocho ayudantes les informaron de sus diligencias, y bajaron por último al patio, en donde se encontraban cerca de 60 huacales apilados, envueltos en petates listos para ser trasportados por las mulas al día siguiente. En uno de los cuartos se encontraban diez maletas, en donde estaban los manteles y servilletas; y en dos baúles se guardaban las colgaduras de terciopelo que el templo de la Profesa había prestado para el adorno del comedor. A la mañana siguiente, apenas despuntando el alba, tendría que salir la caravana.
            Ya cargadas las mulas y los racioneros acomodados en un carro del arzobispado y seguidos del forlón, en el último momento y asomados por la ventanilla, recomendaron por milésima vez a sus asistentes que tuvieran todo al punto para cuando el nuevo prelado llegara, y que no olvidaran disponer las comidas, las cenas y refrescos que durante dos días se ofrecerían a todas aquellas personas que llegaran a presentarse a tan ilustre personaje.
            Finalmente, camino a Puebla.
            Rápidamente dejaron atrás al forlón, a los arrieros y mulas y no quisieron parar hasta Huejotzingo, en donde en el convento franciscano los esperaban con una suculenta comida. Reposaron alrededor de una hora y continuaron su camino. Calcularon llegar avanzada la noche, pues tendrían su primera entrevista con el obispo Fabián y Fuero hasta el día siguiente a las once de la mañana. Eran más de las once de la noche cuando llegaron a la céntrica casa de don Nicolás Delgado, quien personalmente los estaba esperando para hacer entrega de la llave y recibir por el arrendamiento de dos meses 80.00 pesos.
            Cuando los racioneros se quedaron solos con el criado, lamentaron el estado de las habitaciones; tendrían que contratar al día siguiente a varias indias que barrieran y echaran agua a los pisos, sacudieran y le quitaran la cera usada a los candelabros, en los que casi no se podía sostener las velas. Estaban cansados por lo que decidieron rápidamente entregar al criado la caja donde venían empacadas en zacate algunas vituallas para su menaje de casa y que consistieron en:
4 docenas de pozuelos
1 docena de calderas (tazas para caldo)
2 docenas de vasos de metal de 4 ½ pulgadas
5 vasos de cinco reales
6 vasos chicos
2 pozuelos de porcelana

            Finalmente, después de una cena frugal, decidieron retirarse a reposar.
            Al día siguiente, la casa se veía de otra manera. El sol y los volcanes Iztacihuatl y Popocatepetl coronando el patio de la casa les cambiaron el ánimo. Lo primero que hicieron fue despachar al criado para que avisara al obispado que ellos se presentarían a la hora indicada a la entrevista con su Ilustrísima.
            Sonaban las once de la mañana en catedral, cuando los racioneros entraron al despacho del arzobispo, quien los esperaba con un chocolate bien caliente y ricas galletitas tipo polvorones, los rodeos, perfumados con zumo de la cáscara del limón y naranja. Después de un afectuoso saludo, no dudaron en degustar tan deliciosa ofrenda. Los comentarios y encomiendas para el recibimiento del arzobispo Núñez de Haro no se hicieron esperar. El obispo Fabián y Fuero no ocultaba su alegría y el enorme placer que le ocasionaba volver a encontrarse con el huésped tan ansiosamente esperado. Don Francisco y don Máximo se enteraron de la vieja amistad que unía a ambos prelados, ya que los dos habían formado parte del mismo círculo intelectual y ocupado sillas en el cabildo catedralicio de Toledo; (32) compartían los mismos intereses pastorales y las mismas ideas políticas. Fue entonces que los racioneros comprendieron el porqué de la consagración del nuevo obispo en la ciudad de Puebla, y entonces se sintieron más honrados de haber sido designados para la organización del banquete de bienvenida. Ahora más que nunca pondrían todo su empeño en que la festividad saliera a pedir de boca.
            Habían pasado más de 45 minutos y ya se oían las campanas anunciando el mediodía. Así que lo último que hicieron rápidamente fue repartirse las tareas con el prelado. Éste se encargaría de todos los actos litúrgicos, poniendo especial empeño en el de consagración de Núñez de Haro que se efectuaría en el Santuario de San Miguel del Milagro; así un santuario en tierras indígenas sería el marco para tan insigne ceremonia y el recién llegado podría acercarse por vez primera a la feligresía integrada por personas de tan diversos grupos sociales. Los racioneros se encargarían de lo necesario para los banquetes y todo lo que en comida se prepararía, no sólo para el banquete del día de la consagración, sino para de la alimentación del día siguiente y durante la estancia de su Ilustrísima en la ciudad. El obispo de Puebla, Fabián y Fuero opinó sobre la importancia que tendrían las comidas ofrecidas por l episcopado; éstas deberían prepararse de acuerdo con la tradicional cocina española. Ya el viajero y sus sobrinos tendrían tiempo suficiente para acostumbrarse a la cocina mexicana.

Si bien faltaba más de un mes para la fiesta, apenas tenían tiempo de preparar todo; esperaban con nerviosismo la noticia de que el barco que traía desde España a su Ilustrísima y a sus dos sobrinos llegara a Cuba con dirección a Veracruz, para entonces apresurarse más que nunca para que todo estuviera a punto.
            Decidieron tomar esa tarde de reposo, para meditar y priorizar tareas. Al día siguiente, muy de mañana, llamaron al criado y le pidieron que contratara dos ayudantes más de su confianza para poder empezar a aprovisionarse de los alimentos frescos que tendrían que conseguir en Puebla. No había pasado una hora cuando no sólo tenían dos ayudantes sino hasta cuatro que quisieron asistirlos en su tarea. Así, enviaron a los cuatro por los puntos cardinales a conseguir las aves, y a contratar al carnicero para que les reservara su labor durante tres días. Esa misma tarde, los cuatro mozos ya construían a un lado de la casa el corral para albergar a las aves que serían sacrificadas, pero como aún faltaba poco más de un mes para matarlas y guisarlas, querían asegurarse de que estuvieran bien gordas y cebadas, así que muy de mañana se encargarían de irlas a buscar por las rancherías y comenzar a engordarlas. Mandaron, también, mensajeros a los alcaldes mayores de los pueblos de los alrededores, sobre todo en donde había río, para que colaboraran enviando el pescado fresco, pero hasta que ellos les avisaran.
            También decidieron decorar una de las recámaras de su casa por si acaso el arzobispo electo pudiera quedarse algún día con ellos, cosa sumamente remota, pero de cualquier forma había que ser precavido. Sin embargo, no pudieron ponerse de inmediato manos a la obra, porque en esa mañana llegó la caravana con los arrieros y tuvieron que esperar a que se descargaran las mulas bajo su vigilante mirada.
            Durante los siguientes días, todo era ir y venir, ¡y cómo pasó de rápido el tiempo!; se presentó un mensajero de Veracruz, diciendo que había llegado un barco que traía una carta para su Ilustrísima Fabián y Fuero; debió haber sido tan urgente, que el mismo obispo llegó hasta la casa en donde se hospedaban los racioneros para avisarles que faltaba menos de una semana para la llegada del nuevo arzobispo de México. Era el 8 de septiembre, pero a pesar de que habían prevenido todo, no dejaron de angustiarse. Inmediatamente reunieron a todos los implicados en la ceremonia para cerciorarse de que todo estuviera al punto; entre los reunidos se encontraban ya el repostero y el cocinero, venidos desde México, cada uno con cuatro oficiales y otros tantos galopillos, los cuatro ayudantes de los racioneros y ocho indias que se encargarían de la limpieza, de echar las tortillas y de moler el chocolate.
            El banquete se efectuaría en el claustro del palacio arzobispal, donde se tendrían que armar grandes mesas con tablones, también se adornarían los pasillos y la entrada con guirnaldas de flores, y además, como de seguro el banquete se prolongaría hasta bien entrada la noche, tendrían que armar una gran luminaria. A un lado de la escalera, se armaría una silla con dosel para el besamanos, con las colgaduras de terciopelo y oro prestadas por la Profesa de México. Todo tendría que hacerse con orden y concierto, que todos los asistentes quedaran admirados y satisfechos, así que una vez más, repitieron las  órdenes a los sirvientes. Para atender a los invitados y servir, se había contratado a 30 personas más, expertas en estos menesteres.
            El palacio arzobispal también se aderezó, entrando en obra desde el 3 de agosto y terminándose de arreglar la víspera de la llegada del arzobispo, es decir, el 16 de septiembre de 1772. En l material de construcción, las paredes pintadas con cenefas, las chapas, las campanas, los faroles que se sustituyeron por otros nuevos y la sustitución de los cristales rotos, etc., se gastó la cantidad de 398 pesos, 2 reales, precio muy reducido por lo que se hizo, ya que don Juan José Alfaro, maestro mayor de obra del cabildo catedralicio de Puebla, en esta ocasión se convirtió en benefactor del obispado, colaborando con el material de construcción, para corresponder a la insigne distinción de que fue objeto su ciudad. Nada más para la composición y adorno del palacio arzobispal se habían contratado a 26 operarios comandados por don Cristóbal Beltrán; los gastos por esto ascendieron a: 218 pesos, 5 reales.
            Se pusieron de acuerdo con los criados y tres indias para que inmediatamente empezaran a pulir la plata que se había traído del palacio arzobispal de México; si no lo habían hecho antes, fue porque al ser de tan buena ley, de inmediato se ennegrecía. Ordenaron que inmediatamente se lavaran y blanquearan al sol las bellas y austeras servilletas y manteles de tela de Bretaña, todos blancos y con “dobladillo de ojo” hechas por las religiosas de la Concepción y por las jerónimas de Santa Paula y San Lorenzo de la Ciudad de México, al día siguiente se plancharían.
            Posteriormente se dirigieron al corral donde las aves habían sido alimentadas con los mejores granos, para que con su grasa, el caldo resultante quedara bien sustanciosos para los pucheros, sopas y cocidos. El corral, al lado de la casa, estaba que no cabía un animal más; se había separado por secciones. El olor nada agradable, hizo que don Francisco y don Máximo se llevara su pañuelo a la boca; venciendo su repulsión, ellos mismos hicieron el recuento de las aves siendo:
Cantidad
Especie
134
Gallinas
19
Capones
74
Pollas
116
Pollos
72
Guajolotes
19
Pavos grandes
35
Pipilas (guajolotitas)
106
Codornices

Tórtolas y pichones
            En la tarde don Francisco y don Máximo continuaron con su inventario, ahora le tocó el turno a  los dulces y postres; no resistieron en probar uno que otro cuando ya la boca se les hacía agua.
            Elaborados en la Ciudad de México por don Francisco Díaz Ladrón de Guevara, los cuales se llevaron de México en cinco cajones con sus petates, fueron e diferentes calidades y de tres clases: lustre, candeado y de adorno superior, además de panales y cajetas finas y exquisitas. (*)
36 cajetas de varias frutas, compuestas y adornadas.*
8 libras de panales

            Del colegio de niñas de Nuestra Señora de Guadalupe de la Ciudad de México, también conocido como el colegio de las Inditas, que tenía fama por la elaboración de dulces de mazapán de almendra y cacahuate y en la fabricación de panes y galletas, se llevaron:
10 arrobas de dulce fino.
4 arrobas de dulce de menos calidad.
4 arrobas de soletas.
2 arrobas de soletas grandes.
4 arrobas de rodeo.
4 arrobas de puchas.
4 arrobas de mamones encanelados.
8 docenas de banderitas y gallardetes (seguramente de mazapán de almendra, con los escudos y símbolos del episcopado mexicano, y posiblemente con las insignias papales).

            Don Manuel Joseph Gananciag [sic] dulcero de Puebla surtió:
40 arrobas de dulces finos.
24 fuentes de mazas.
8 fuentes d soletas finas.
8 fuentes de barquillos.
12 arrobas de dulces, para los cocheros.
1 arroba de soletas (no finas) para los cocheros.

            Un ramillete de pasta que se pondría la última tarde más la composición y adorno de las fuentes.
            No cabía duda de que a monseñor Haro y Peralta se le regalarían todas esta ricuras, sobre todo durante el refresco que se serviría antes del rosario a eso de las cinco de la tarde, momento en que era permitido saborear todos los postres posibles, así como las nieves: de leche quemada, de vainilla y sobre todo de frutas de la tierra, pensemos en las de zapote mamey, zapote negro, o de la deliciosa guayaba.
            La tarde lluviosa se prestaba para quedarse en casa, por lo que decidieron, para finalizar el día, hacer también el recuento del vino, se trasladaron al sótano de la casa, en donde lo habían almacenado. En la pequeña estancia de techo bajo, en donde apenas cabían de pie, empezaron, con la ayuda de sus mozos, a mover los huacales y a sacar de entre la paja los recipientes de vidrio que contenía tan preciado líquido. Lo trasladaron a una de las habitaciones superiores con el mayor de los cuidados. Don Manuel Yáñez, a quien se lo habían comprado, había empacado los vinos con tanto esmero, que únicamente tres botellas de vino generosos se habían roto. Al final del recuento tenían:
Cantidad
Bebidas
72
Botellas de vino de Bordeaux
105
Limetas de vinos común y generoso.*
106
Botellas de vino blanco.
60
Botellas de vino tinto.
38
Botellas de varios vinos generosos, clarete, generosos de peralta.
13
Cuñetes castellanos**
14
Cuñetes castellanos más grandes
3
Cafoniatos para las limetas.
4
Docenas de limetas de vinos de Bordeaux.
20
Docenas de limetas de vino de Portilla.
1
Docena de limetas de cerveza.
                        * Limeta: botella de vientre ancho y corto y cuello bastante largo.
                        ** Cuñete: barril pequeño para líquidos o para guardar aceitunas.

            Esta vez la tentación fue más fuerte que ellos y decidieron tomar una limeta de vino de Bordeaux para su cena, aunque no sintieron remordimiento; bien ganada se la tenían después de tanto cansancio, así que brindaron al comprobar que los vinos eran de las mejores cosechas y suficientes para la ceremonia.
            Durante la mañana del día siguiente, apenas acabando de desayunar, mandaron llamar al cocinero y al repostero para que les rindieran cuentas y mencionaran lo que les hacía falta para el gran día. En lo que correspondía a los alimentos todo estaba casi en orden; sin embargo, faltaban algunos enseres para la cocina y la repostería, y les entregaron dinero para que compraran algunos cántaros, escobetas y escobas, cucharones, cedazos, herramienta para afilar cuchillos, palas para el carbón, lanilla y aventadores, en el parián, sin olvidar el guangoche para barrer las cenizas del horno. Como ambos iban a pasar toda la mañana en el mercado, aprovecharon para enviarle una nota a el mayor proveedor de frutas y legumbres de la región para que en tres días más enviaran a la cocina baja del palacio arzobispal las guindas, los limones, los nopales, las uvas y castañas, los espárragos, jitomates, chícharos, coliflores, naranjas y verduras de todas clases.
            Justo en ese momento, le avisaron que había llegado un arriero que enviaba el Deán de la Catedral Metropolitana; suspendieron las comisiones y fueron a recibirlo; el arriero había llegado con dos mulas cargadas y 24 carneros que habían traído desde el Mezquital. Les dijo que el Deán había recomendado abrir especialmente cinco huacales, para que pusieran los productos en lugar fresco, entonces buscaron a alguno de sus cuatro mozos sin encontrarlos, por lo que el propio arriero tuvo que ocuparse en ese menester. Se llevaron una gran sorpresa: el Deán le había enviado uvas, alcachofas, lechugas y betabeles, que seguramente eran difíciles de encontrar en Puebla. En un solo huacal y envueltas en hojas de maíz se encontraban 10 arrobas de mantequilla traídas desde Toluca, el repostero Antonio Madera se puso muy feliz; al recibirlas, ya no tendría que batallar para conseguirlas en último momento.

El arriero que había esperado en Cholula el despuntar del alba para entregar las mercancías en Puebla cerca del mediodía, tuvo que regresar con las ovejas a tal poblado. En esto se ocupó un día más, pues tenía que buscar los pastizales y el agua donde abrevaran para que no de deshidrataran. Ya estaba muy cansado, pero si a cambio le pagaban 3.00 pesos más de lo convenido, lo haría sin repelar. El mismo día que entregó la mercancía al carnicero encargado de sacrificar los animales para enviar la carne al cocinero y a sus oficiales, la matanza comenzó para que diera tiempo de quitarles la piel a los animales y se les escurriera toda la sangre. El carnicero tenía ya listo un cuarto lleno de vacas, 15 cochinitos, seis terneras, otros seis carneros, ocho cabritos y dos venados.
            El arriero se sorprendió de la cantidad de gente ocupada en estos menesteres. Eran cerca de 30 ayudantes; unos acarreaban la sangre en unas cubas, otros salvan las saleas, otros destajaban la carne.
            El arriero alejó aliviado de su carga y de saber que había cumplido con su deber. En su alforja llevaba los 24.00 pesos que con tantas penalidades y sacrificios se había ganado.
            Volviendo a don Francisco y don Máximo, sus trabajos no acabarían esa mañana; tendrían que escribir varias cartas a los alcaldes mayores de los alrededores para que ya empezaran a pescar y a correr los pescados; es decir, enviarlos en caballos o con tamemes corriendo desde el lugar en que se pescaron para que llegaran frescos. Las viandas de peces serían las primeras en cocinarse, pues cocidas se conservarían mejor que si se retardaba su preparación. Así que se dedicaron a escribir cerca de 15 misivas; la adquisición de este producto era, sin duda, la que más penalidades requería, pero estaban seguros de que el nuevo prelado apreciaría el sabor del pescado mexicano. Lo que no les preocupó fue la cantidad de pescados secos que ya tenía en su poder el cocinero; se trataba de 29 arrobas d bacalao, róbalo y hueva. A los 15 mensajeros se les ordenó no regresar hasta que llegaran con el pescado, así que en un lapso de 3 a 4 días regresaron con:
Cantidad
Pescado
60
3
3


1 ½
2 ½
5
6 ½
50
95
Pescados
Arrobas de bagre del río Chinameca
Docenas de truchas de Cuautlán, “que se corrió a caballo a este palacio, desde la Villa de México, en huacales y petates.
Arrobas de bagre que envió el gobernador de Tetelpa
Docenas de truchas
Mojarras
Docenas de truchas de San Francisco
Libras de pescado blanco
Pescados blancos grandes

            Los acioneros estaban muy cansados de tanto escribir, por lo que siendo las 11 de la mañana, decidieron ir a tomarse un chocolate con monseñor Fabián y Fuero, quien los recibió de muy buen talante y ansioso de tener ya ahí a su apreciado amigo. Nuevamente el chocolate no se hizo esperar, esta vez, acompañado por unas deliciosas peritas de coco preparadas por las hermanas jerónimas, quienes tenían fama en la fabricación de este manjar.
            No abandonaron el palacio arzobispal hasta no pasar a la cocina baja y revisar que en la puerta de servicio del arzobispado ya estuvieron apiladas las 30 cargas de carbón y las 4 de leña, ahí encontraron también 5 docenas de servilletas, 4 arrobas de harina, pita para el arreglo del recinto, 30 varas de felpilla, hilo de Campeche, 20 docenas de huevos, 3 arrobas de manteca, pan duro para la sopa y para rallar y 39 varas de bramante crudo para trapos de cocina. Un oficial de cocinero, les entregó el recibo por estos últimos productos, teniendo que pagar la cantidad de 45.00 pesos.
            Se les pasó la hora de la comida; cerca de las dos y media de la tarde llegaron a su casa muy agobiados, apenas si probaron alimentos y prefirieron retirarse a su siesta. En la tarde les esperaba otra fatigante jornada.
            Habían llegado desde el 7 de agosto a la ciudad de Puebla; a un mes de preparativos ya se notaba en sus rostros las huellas del cansancio, pero resistían por la seguridad que les daba cumplir con la responsabilidad que recaía sobre sus personas. Esa tarde tendrían que avisar al cocinero, que ya se encontraba en las cocinas del palacio arzobispal, para que se presentara a las nueve de la mañana para entregarle todos los ultramarinos que aún se encontraban custodiados en la casa.
            Don Andrés Mata Claro se presentó a la hora convenida y los cuatro mozos de los racioneros, más cinco galopillos, empezaron a acarrear:
Cantidad
Alimentos
8
1
6
1
2
1
1
1
1
1
1
4
16
1
1
110
2
2
1
12
18
4
13
3

2
16
Botellas de escabeche
Queso parmesano de 17 libras
Cuñetes de almendras
Cuñete de ciruelas pasas
Cuñete de aceitunas
Cuñete de lenguados
Cuñete de Salmón
Cuñete de anchoas
Cuñete de orejones
Cuñete de landarines
Cuñete de atún
Cuñete de almendras
Cajas de ciruelas de Marsella
Porrón de jarras largas muy especiales
Cuñete de tres docenas de chorizos
Libras de avellanas
Cuñetes de alcaparras
Cuñetes de espárragos
Botija* de ostiones del Castillo puestos en salmuera.
Libras de salchichón de Génova
Piloncillos de azúcar de Holanda
Botellas de aceite de Francia
Arrobas y media del común
Docenas de morcillas
Chorizos, jamón, orejas, patas, lomos
Docenas de frutas secas
Arrobas de cacao de Guayaquil, Caracas y el Soconusco. Café.
(*) Cubeta de madera.
            Cuando los mozos y galopillos pensaron que habían terminado el acarreo, se dieron cuentan que les faltaban las especies, la sal y el azúcar; entonces, recomenzaron su labor teniendo que trasladar además tres libras de pimienta, culantro, cominos, chiles, pepitas, mostaza, nuez moscada, media libra de clavo y media libra de azafrán, una arroba de ajos, 39 arrobas de azúcar, tres arrobas de sal.
            Los racioneros se sentían aliviados de deshacerse de su carga; la casa se veía más espaciosa y ellos disfrutaban del sol y del paisaje de Puebla. Salieron a dar un paseo sin alejarse demasiado para ver tan ella ciudad, llena de torres y cúpulas. Los portales con sus mercaderías no dejaban nada que desear a las de la Ciudad de México; los habitantes del centro empezaban a blanquear las fachadas de sus casas, pues tenían la petición, casi obligatoria, del señor obispo, de engalanarlas como era la costumbre. Faltaban sólo cuatro días para la ceremonia; con la experiencia que tenían, sabían que si el arzobispo desembarcaba en Veracruz el día 10 de septiembre, podría estar en la Ciudad de Puebla dos días después; por eso se había preparado el recibimiento y la investidura para el día 13.
            El camino a San Miguel del Milagro, aparte de algunas banderitas y colgaduras de papel de China con los colores del arzobispado de lado a lado del camino, no necesitó más adorno; las flores silvestres del campo en vísperas del otoño eran la mejor ofrenda. El campo estaba lleno de grandes mirasoles y de otras flores pequeñas blancas, rosas y amarillas, que iluminaban el paisaje con manchones coloridos. El santuario, recién aderezado, resplandecía más que nunca. Se había habilitado con 200 lugares todo cubierto de terciopelo magenta, y grandes ramos de gladiolos blancos; los indios habían preparado una gran enramada en el atrio en donde ya estaba confeccionando una preciosa alfombra con pétalos de flores, con la imagen del arcángel San Miguel y el escudo episcopal.
            Don Francisco y do Máximo podían sentirse, al fin, un poco tranquilos, al constatar que habían cumplido en gran parte su tarea; únicamente les faltaba vigilar que el maestro cerero Juan Joseph Alpharo, quien era considerado como uno de los mejores del gremio en Puebla, se encargara de colocar candeleros y candelabros para la luminaria en el palacio arzobispal. Con él habían acordado entregarle el sobrante de cera que no se quemara a cambio de un buen precio, éste comenzaría a instalar al día siguiente una gran cantidad de bujías y velas de cera ordinarias. En éstas se consumirían 80 libras de cera “muy especial”; habían además, 6 hachas de 10 libras d cera cada una. El maestro cerero tuvo que recoger otras 50 libras de cera en velas que el arzobispado de México había enviado. Se acordó que se entregarían 200 velas de sebo, para el alumbrado de las cocinas.
            Esa noche finalmente durmieron “a pierna suelta”; ya habían terminado con todas las comisiones y sólo faltaba cuidar de que todo se cumpliera al “pie de la letra”. Los dos días siguientes, revisaron recibos, hicieron cuentas y encontraron que no se les había escapado el mínimo real. Estaban satisfechos de poder entregar al secretario de la catedral metropolitana, don Juan Roldán de Aranjuez, muy buenas cuentas, las cuales ascendían a 8 426.00 pesos. Tomando él cuenta el viaje de regreso, habían gastado un poco más de lo previsto, pero tenían autorización del contador de Catedral de que no se escatimara ningún gasto en la ciudad de Puebla. Las contabilidades y recibos los guardaron como un preciado tesoro en su escritorio de viaje.
            Finalmente, en la víspera de la consagración, por la tarde, visitaron al obispo Fabián y Fuero, únicamente para informarle que todo estaba listo; no tardaron mucho, ni siquiera se sentaron. Tres días antes, un correo había llegado con la noticia de que ya se había avistado en Veracruz el barco en donde venía su Ilustrísima, y que por lo tanto, muy entrada la noche de ese día el nuevo arzobispo llegaría a Puebla. (33)
                Rápidamente se dirigieron a la cocina de la planta baja, no podían creer lo que vieron sus ojos. El cocinero y el repostero se habían lucido; había cerca d 50 viandas en enormes cazuelas de barro. Querían probar cada una de ellas, el bracero no se daría abasto para calentar todo, por lo que habían agregado 30 anafres suplementarios en el patio trasero. Se les hacía tarde para verlas lucir en los resplandecientes platones y fuentes de plata y cobre.
            El repostero los condujo a la cocina superior, en donde en hornos a dos fuegos, había preparado los mejores puestos y pasteles, les llamó la atención uno de ellos. Aunque parezca increíble, medía cerca de dos metros; habían reproducido la catedral metropolitana con sus fieles también hechos en alfeñique, que parecía que de un momento a otro se iban a mover. Diez reproducciones de ángeles hechos de jamoncillos, cada una medía aproximadamente vara y media; completaban en conjunto cinco custodias que serían flanqueadas por los ángeles. Eran tantas y tantas figuras, que más parecía una tienda de porcelanas que una repostería. Abandonaron felices el recinto, congratulándose a sí mismos de haber contratado tan excelentes maestros en su arte. Imaginaron la expresión del nuevo arzobispo cuando contemplara tantas bellezas.
            Dos noches después no pudieron conciliar el sueño, el alba los encontró ya preparándose para tomar un baño y lucir sus mejores galas. Eran las seis de la mañana cuando oyeron los cohetes y salvas y se enteraron que la comitiva episcopal había salido a San Miguel del Milagro desde las 6:30 horas. Eran cerca de la una de la tarde cuando los racioneros se encontraban en la puerta del palacio arzobispal. Casi desde la nueve de la mañana se hallaban dando la última inspección a las cocinas y al patio. ¡Qué bello lucía éste! Estaba lleno de listones hechos con esparraguillo y flores blancas que iban de un arco al otro; en cada una de las columnas había un enorme ramo de flores. Al pie de la escalera estaba la silla arzobispal, recién dorada, enmarcada por  las colgaduras de terciopelo y flecos de oro; y en el piso, al lado de los ramilletes; las mesas, de las mejores calidades de la ciudad y algunas otras que habían venido desde México y Tlaxcala, se habían acomodado formando un gran rectángulo y su cupo era para doscientas personas; sobre ellas, se encontraban preciosos búcaros de talavera poblana adornados con amapolas de pluma roja y flores de cambray. ¡Cómo lucían las copas y servilletas!, habría que tener cuidado con ellas, porque era lo primero que se perdía. (34)
                Los ojos se les iban en los manjares ya listos en la cocina baja: pescados alcaparrados, bacalao a la vizcaína, lechones rodeados de rodelas de zanahoria y cebolla, gigotes de cordero, gallinas moriscas, gazpachos, gallinas en almendra, pollos agridulces, gallinas en betabel, carnero de ensaladilla, capones rellenos con hueva, jamón, tortas cuajadas de carne, lomos rellenos, salpicón de venado, platones de jamones y chorizos, y todos, todos al cual mejor aderezados y adornados. (35) No cabía duda de que el nuevo arzobispo no solamente no extrañaría la comida de su natal España, sino que comprobaría que la comida novohispana no tenía nada que envidiar a la de ultramar.
            Casi las dos de la tarde, los racioneros contemplaban desde el zaguán, con algún nerviosismo, pero satisfechos de que su trabajo luciera tanto; los balcones de la plaza con guías de flores y listones de terciopelo amarillo, violeta y oro. Los habitantes de Puebla (36) se habían esmerado más que nunca en hacer lucir sus casas. Las damas en sus balcones con sus largas mantillas tenían porroncitos de agua perfumada de rosas y violetas, que desde un mes antes habían estado preparando, para rociar la calle desde lo alto al paso del dignatario.
            De pronto, las campanas de catedral se echaron al vuelo, se oyeron cohetes y salvas, el cielo se llenó de palomas con listones de mil colores atados a sus patas y en ese preciso instante, la carroza de su Ilustrísima apareció doblando la esquina.

NOTAS
*Bazarte Martínez, Alicia, Un acercamiento a la comida Novohispana, México, IPN, 2006; Bazarte Martínez, Alicía, Enrique Tovar Esquivel y Martha A. Tronco Rosas, El convento jerónimo de San Lorenzo (1598-1867), México, IPN, 2001.

(1) Fragmento. Anónimo, poema citado por María Concepción Amerlinck en “Los conventos de monjas novohispanos”, en El arte mexicano, El arte colonial II,México, Sep-Salvat, 1982, t. 6.
(2) Prólogo de Sonia Corcuera de Mancera, en Hazme cazón, los historiadores y sus recetas de cocina, Manuel Ramos Medina, compilador, México, Centro de Estudios de Historia Condumex, 1997, p. 17.
(3) El prólogo de Guy Rozat a El libro de Dominga de Guzmán un documento personal del siglo XVIII, nos ilustra sobre la certeza “del mestizaje culinario, del encuentro de dos ollas” y nos invita a la reflexión sobre aquellos documentos referidos a la comida mexicana como producto de una historia cultural. María del Carmen León García, El libro de Dominga de Guzmán un documento personal del siglo XVIII, México, CNCA, 1997.
(4) Más información en Alicia Bazarte, Enrique Tovar Esquivel y Martha A. Troco Rosas, El Convento Jerónimo de San Lorenzo: patrimonio cultural del Instituto Politécnico Nacional (1598-1867), México, IPN, 200. En la Ciudad de México existieron dos monasterios jerónimos: el de Santa Paula, fundado por Doña Isabel de Guevara, hija de Don Diego de Guevara y de Doña Isabel de Barrios, que fue abierto a la clausura en 1585; a este convento se le conoció también bajo el nombre de San Jerónimo (al que diera lustre sor Juana Inés de la Cruz). El otro convento jerónimo fue el de San Lorenzo, fundado por Marina de Mendoza, hija de Juan de Zaldívar y Marina de Mendoza, el 14 de noviembre de 1598. Otro convento fue el de San Jerónimo, en la ciudad de Puebla de los Ángeles, fundado por Juan Barranco para que las religiosas se encargaran del Colegio de Jesús María. Convento y Colegio se abrieron el 15 de julio de 1600.
(5) La administración de los bienes y caudales mayores del convento, como fueron las capellanías y obras pías se encargaban a un contador, quien decidía de mutuo acuerdo con la priora sobre el destino de los mismos.
(6) Los tres conventos jerónimos se rigieron por las Constituciones en copias manuscritas dadas en el Monasterio de San Bartolomé de Lupiana, España, en 1510, hasta que a principios del siglo XVIII cada uno imprimió las suyas: Las de San Jerónimo de Puebla en 1701; las de San Jerónimo de México en 1704 y las de San Lorenzo en 1707.
(7) En los conventos novohispanos de religiosas calzadas prefirieron como habitación las celdas privadas o particulares, los cuales las religiosas o sus parientes construían de sus propios capitales y eran negociables en vida de las monjas, quienes podían traspasarlas, venderlas, cambiarlas o heredarlas. La existencia de celdas particulares en el Convento de San Lorenzo en nada rompía con las disposiciones d sus reglas y constituciones, muy al contrario, cuidaron de la buna observancia de las mismas: “si alguna vez, o algunas religiosas tuvieren celdas particulares procuren con todas veras resplandezca n ellas la santa pobreza que voluntariamente prometieron a Dios”. Regla y constituciones, que por autoridad apostólica deben observar las religiosas Jerónimas del Convento de San Lorenzo de la Ciudad de México. Impresas a Diligencia, solicitud, y expensas de la R.M. Dominga de la Presentación, priora, ha sido, y ahora es actual de dicho convento. Quien las consagra y dedica a su insigne padre y patriarca el máximo doctor de la iglesia San Jerónimo, con licencia de los superiores, en México, por los herederos de la viuda de Francisco Rodríguez Lupercio, en el puente de Palacio 170, p. 29. En San Lorenzo existieron dormitorios comunes para no más de tres religiosas, sobre todo las más menesterosas que no tuvieron para pagar su propia celda. “Cada religiosa tendrá su cama separada, de suerte, que no puedan dormir dos en una cama, sin canceles, ni paramentos, sino sólo con sus cortinas de lienzo”. Ibidem, p. 50
(8) Se conoció bajo el nombre de niñas a otras mujeres en el convento, como las que abandonaron a las puertas del mismo las hermanas legas, también nombradas toquiblancas, que nunca llegaron a profesar por falta de dote, y que desempeñaban las labores más humildes o más engorrosas del convento. En ocasiones llegaron a recibir este nombre las madres viudas que vivían con sus hijas profesas.
(9) Salazar de Garza, Nuria, La vida común en los conventos de monjas de la ciudad de Puebla, Puebla, Gobierno del Estado de Puebla, Secretaría de Cultura (Biblioteca Angelopolitana, vol. V), 1990, p. 7.
(10) Ramírez Montes, Mina, “Del hábito y de los hábitos en el Convento de santa Clara de Querétaro” en El monacato femenino en el imperio español, monasterios, beaterios, recogimientos y colegios, coordinador Manuel Ramos Medina, México, Condumex, 1995, p. 569.
(11) AGN, Archivo General de la Nación, Bienes Nacionales, Leg. 894, fs. 45v-368v.
(12) Ibidem, fs. 359v-360v.
(13) Las novicias tenían que vivir separadas de las profesas y bajo la vigilancia prudente de la maestra de novicias, sin embargo, en este caso, Juana de San Nicolás, quien llegó con su hermana en 1616 la cual no había podido profesar por falta de dote. Es hasta 1629 que se recibió en el convento una limosna de 2.500.00 pesos y pudo tomar el hábito y velo negro, pero tuvo que pagar los alimentos que consumió desde que entró al convento y por haber estado 13 años en calidad de novicia, tuvo que compartir la celda con su hermana profesa. Archivo General de la Nación (AGN), Bienes Nacionales, leg. 128, exp. 31.
(14) En este año ya se anunciaban las torrenciales lluvias que provocaron la gran inundación de la Ciudad de México de 1629.
(15) Aún no se convertía en la espléndida iglesia que se consagró en 1650 gracias a los capitales de Juan Fernández de Río Frío, de su mujer María de Gálvez y de su patrono Juan de Chavarría Valera. La iglesia que aún hoy podemos contemplar se encuentra ubicada en la esquina de las calles Belisario Domínguez y Allende de la ciudad de México.
(15) El convento se fundó en memoria de la muerte del rey de España Felipe II, muerto tres meses antes; el patrono fue San Lorenzo por San Lorenzo del Escorial, que Felipe II mandó construir cerca de Madrid para resguardar las tumbas de sus padres, encargando a la orden jerónima que se ocupara de su culto. San Lorenzo se convirtió  en objeto de especial adoración por Felipe II, ya que venció a los franceses en la famosa batalla de San Quintín el 10 de agosto de 1556.
(16) Documentos del Archivo Histórico de las Jerónimas de la Adoración, Madrid, España.
(17) Uno de los más distinguidos capellanes del Convento de San Lorenzo: Sánchez, Miguel, Sermón que predicó el bachiller Miguel Sánchez, en las exequias funerales de la madre Ana de la Presentación, priora del Convento de San Laurencio de México, viernes 4 de julio, de 1636 año. Con licencia en México, en la imprenta de Francisco Salbago, MDCXXXVI.
(18) Su padre Fernando de Oñate había fundado el ingenio de azúcar en Tacámbaro, Michoacán, así como la hacienda de labor anexa a éste. Libro de la administración de dotes, Archivo Histórico de las Jerónimas de la Adoración, Madrid, España.
(19) Regla y constituciones que por autoridad apostólica deben observar las religiosas jerónimas del Convento de San Lorenzo de la Ciudad de México, p. 82.
(26) El mismo caso que el del benefactor don Sibo de Soberanis; don Juan de Córdoba fue propietario de grandes extensiones ganaderas en la región de Puebla y Veracruz, inclusive fue dueño de ventas en el camino Puebla-Orizaba-Veracruz.
(20) Balbuena, Bernardo de, Grandeza Mexicana y fragmentos del Siglo de Oro y el Bernardo, Prólogo de Francisco Monteverde, México, UNAM (Biblioteca del estudiante universitario núm. 23), 1992, p. VI. En realidad Isabel de Tovar, profesó con el nombre de Isabel de San Bernardo en 1603. Acta de profesión en el Primer Libro de Profesiones, Archivo Histórico de las Jerónimas de Madrid, España.
(21) Posiblemente el que se puede observar en el Museo de Franz Mayer, de la Ciudad de México.
(22) González de Eslava, Fernán, Villancicos, romances, ensaladas y otras canciones devotas, edición de Margit Frenk, México, El Colegio de México, Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios (Biblioteca Novohispana), 1989.
(23) Suponemos que donaba la leche al ser propietario de estancias de ganado mayor, puesto que era costumbre de los familiares de las monjas contribuir con productos de sus haciendas, convirtiéndose en esta forma en benefactores permanentes del convento.
(24) La archicofradía del Santísimo Sacramento y Caridad, con sede en la Catedral de la Ciudad de México, era la encargada de llevar el día jueves la comunión a los enfermos, acompañados del Santísimo Sacramento, bajo palio y con 12 niños quienes con hachas (velas de cuatro pabilos), alumbraban el camino. Constituciones de la Archicofradía del Santísimo Sacramento y Caridad, México, 1807. Archivo General de la Nación, Patronato Eclesiástico, Caja 22, libro de 1712.
(25) Regla y constituciones que por autoridad apostólica deben observar las religiosas jerónimas del Convento de San Lorenzo de la Ciudad de México, Impresas a diligencia, solicitud y expensas de R.M. Dominga de la Presentación, priora, he ha sido, y ahora es actual de dicho convento. Quien las consagra y dedica a su insigne padre y patriarca el máximo doctor de la Iglesia San Jerónimo, con licencia de los superiores, en México, por los herederos de la viuda de Francisco Rodríguez Lupercio, en la puente de Palacio 1704.
(27) Regla y Constituciones… op. Cit.
(28) No es de admirar que en estas recetas se emplearan únicamente las yemas. Las claras de los huevos, en múltiples ocasiones, se entregaban a los artesanos, quienes las empleaban como pegamento para sus obras, especialmente, en retablos y esculturas dorados.
(29) (Fragmento) Poesías místicas y profanas para gusto del que las escribe, como aficionado, Manuscrito que se encuentra en Histórico de Hacienda del AGN.
(30) Volumen conformado por varios expedientes, sin foliar, contiene además de las contabilidades y recibos de los gastos erogados por el recibimiento y consagración del arzobispo Núñez de Haro, los gastos igualmente aplicados por la llegada de arzobispo Francisco Javier Lizana en 1803; el cuadrante de los derechos de la secretaría de gobierno del arzobispo Manuel Josepf Rubio y Salinas, un ando de excomunión de 1812, la descripción de las fiestas del Espíritu Santo, una pequeña reseña del uso del palio catedralicio y la descripción de los funerales de un arzobispo.
(31) El Ayuntamiento de la Ciudad de México establecía que el gasto por el recibimiento de un virrey no debería exceder a los 8 000 pesos, sin embargo, esta suma era siempre rebasada. Véase Gustavo Curiel, “Fiestas para un virrey. La entrada triunfal a la Ciudad de México del Conde de Baños. El caso de un patrocinio oficial. 1660” , en Patrocinio, colección y circulación de las artes, XX Coloquio Internacional de Historia del Arte, México, UNAM, IIE, 1997, p. 191; sobre los gastos erogados por el Ayuntamiento de Puebla para el recibimiento de los virreyes, véase Miguel Ángel Cuenya Mateos, Fiestas y virreyes en la Puebla Colonial, Puebla, Gobierno del Estado, Secretaría de Cultura, 1989.
(32) Francisco Morales, Clero y política en México (1767-1834), algunas ideas sobre la autoridad, la independencia y la reforma eclesiástica, México, Melo, (SEP-Setentas, núm. 224), 1975, pp. 30-32.
(*) Las cajetas podían ser de frutas en la colonia; su nombre se debe al recipiente o caja de madera en que se guardaban.
(*) Los dulces de frutas también deben su fama a los monacatos jerónimos poblanos.
(33) En el recibimiento de Núñez de Haro y Peralta en la Ciudad de México y en la casa de Tacubaya se gastaron, en comida y adorno del palacio arzobispal, la cantidad de 7 265 pesos, 4 reales.
(34) En esta ocasión se perdieron: cinco cucharas, cinco tenedores y se tuvo que pagar por las servilletas perdidas la cantidad de 17 pesos, 1 tomín; en la Ciudad de México, en 1803, cuando tomó posesión el arzobispo Francisco Xavier de Lizana se perdieron: un mantel y tres docenas de servilletas que había prestado el Conde de la Valenciana, además tres tablas de manteles.
(35) El nombre de algunos guisos fueron tomados del Recetario de doña Dominga de Guzmán, siglo XVIII, tesoro de la comida mexicana, México, Sanborns, Conaculta, Dirección General de Culturas Populares, 1996.
(36) Los habitantes de Puebla no se imaginaban en esos momentos las grandes molestias y problemas que tendrían que enfrentar por las reformas eclesiásticas de ambos prelados, como por ejemplo la “vida en común” en los conventos de religiosas calzadas (1774) o los censos a cofradías (1791). Sin embargo, no olvidemos que ambos prelados fueron el alma del IV Concilio Mexicano. Francisco Fabián y Fuero retornó a España en 1773; Alonso Núñez de Haro y Peralta fue arzobispo de México durante 28 años, muriendo en el desempeño de sus labores.













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