LA
COMIDA NOVOHISPANA EN EL CONVENTO DE
DE
SAN LORENZO DE PUEBLA*
Estimados lectores, ahora que
estamos en el mes de la patria, no estaría mal probar una de estas recetas que
pongo, en las cuales las monjas se esmeraron allá por el siglo XIX. Interesante
trabajo de Alicia Bazarte sobre la comida novohispana. Como siempre espero sea
de vuestro agrado.
Monja del convento jerónimo de San Lorenzo (1598-1867)
Para quitarme del mundo
y su quimera
viéndome pobre, soltera
y abandonada;
hallándome atribulada
me fui al jardín
a pensar en mis amores;
hallándome entre las
flores
más especiales,
para alivio de mis males
quise pensar,
un destino que tomar
[…]
si me meto a San Lorenzo
como pudiera,
querrán que sea
alfeñiquera
en conclusión
[…]
todo me está amohinado
pues no lo entiendo:
si Jerónima pretendo
como pudiera,
buena calabazatera
saldré de allí
[…]
Nada me importa,
el fin es buscar la torta
y nada más. (1)
En nuestro quehacer cotidiano
como historiadores siempre nos apasionamos por una multitud de temas que abren
espacios a la investigación, sin embargo, cuando un simple documento nos
acelera, o en este caso, nos hace “agua la boca”, nos recuerda olores, sabores
o personas y nos traslada a recintos o lugares hoy desaparecidos, entonces
olvidamos todo, y queda ante nuestros ojos una evidencia que bien merece la
pena revivir.
Durante
los últimos años, especialistas en la preparación de alimentos se han dado a la
tarea de reunir esfuerzos con ellos, para testimoniar toda una tradición que
merece conservarse y prolongarse “como una propuesta cultural culinaria”. (2)
Abordaremos
documentos sobre el abasto y economía del Convento Jerónimo de San Lorenzo,
para colaborar con los estudios que desde la historia de las mentalidades, la
historia de la vida cotidiana, se han emprendido para conocer la tradición de
la comida mexicana. (3) El valor de estos documentos radica en que, sin ser
recetarios de cocina, nos informan de la economía y de los bastos de un
convento de religiosas, y nos aportan conocimientos sobre la alimentación de
las jerónimas en el siglo del barroco.
Estos
documentos se elaboraron durante el mandato trienal de la priora sor Catalina
de San Juan, y cada documento está rubricado por ella. En la tabla de oficios
del convento (4) no se reportan todavía los
de contadora, ecónoma y cocinera; constatamos, entonces, que recaía en la
máxima autoridad del convento, la madre priora, la obligación de encargarse de
los abastos del mismo, en especial de los que correspondían a la alimentación
de la comunidad. (5) Las
mismas constituciones (6) recomendaban
que ella sería la encargada de vigilar que las necesidades materiales y
espirituales de las monjas fueran resueltas de la mejor manera de acuerdo con
sus posibilidades.
En San
Lorenzo, abierto a la clausura en 1598, como en la mayoría de los conventos de
religiosas calzadas novohispanos, a más de un siglo de conquista, y a 30 años
de su fundación, se observaba la costumbre de que las monjas contaran con su
propia celda. (7) La mayoría de ellas
consistía en un cuarto con su cama o catre; junto a este se adaptaba una
pequeña cocina en donde se encontraba un brasero o fogón de leña o carbón y una
olla para almacenar el agua necesaria para la preparación de los alimentos y
para enjuagar las cazuelas y jarros. En este espacio las esclavas y sirvientas
preparaban los alimentos.
En
ocasiones llegaban a vivir con las religiosas sus hermanas solteras o sus
madres viudas, lo que ocasionaba una sobrepoblación en los conventos que en la
mayoría de los casos doblaba o sobrepasaba el número permitido de religiosas
profesas. En el convento que nos ocupa, desde su fundación, se estableció por
reglamento una población máxima de 50 profesas, pero a finales del siglo XVII,
la población había aumentado aproximadamente a 118 habitantes, es decir, 68 mujeres
más, entre criadas, esclavas, viudas y niñas. (8)
Para 1628, se entregaban a
las religiosas profesas productos en especie, para que ellas mismas o sus
sirvientas y esclavas les prepararan sus alimentos, o en ocasiones especiales,
los trasladaran al refectorio en donde deberían, de acuerdo a sus
constituciones, comer todas juntas, mientras se les leía algún texto bíblico.
Las demás habitantes del convento deberían comer en las cocinas de las celdas.
Suponemos en que de acuerdo a los documentos, es hasta 1650, fecha en que se
consagra la iglesia de San Lorenzo, cuando se empieza a dar a las profesas la
cantidad de 3.00 pesos semanales para que compren dentro del convento los
productos necesarios para la preparación de sus alimentos.
Las
cocinas de las celdas de los siglos XVI y XVII, no tienen nada que ver con las
majestuosas cocinas d la segunda mitad del siglo XVIII, como las hermosas
cocinas poblanas de los conventos de monjas, que aún podemos admirar en algunos
de ellos convertidos actualmente en museos, pues son el resultado de la reforma
que llevó a cabo el episcopado novohispano a partir de 1774 en los conventos de
religiosas calzadas.
El voto de pobreza que
profesaban las órdenes religiosas, tanto masculinas como femeninas, ha sido
en la historia de la iglesia el más difícil de guardar con todo rigor. Por la
relajación en este aspecto, han surgido nuevas órdenes, reformas de las ya
existentes y constantes decretos pontificios y reales, encaminados a corregir
el apego a los bienes materiales que se infiltraba, lentamente, sin que
tuviese conciencia de las complicaciones que traía consigo la administración
de bienes y que estorbaba a los religiosos a cumplir con sus ideales
espirituales. (9)
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En la
Nueva España se fundaron dos tipos de instituciones monásticas femeninas: la de
religiosas
descalzas, o monjas, que seguían la vida común y cumplían con el voto
de pobreza, y las religiosas calzadas, cuya regla, menos rígida, dio cabida a
seguir la vida particular (o privada), en la que se mantuvieron durante más de
dos siglos.
La
vida monjil del Convento de San Lorenzo, y de los demás conventos de religiosas
calzadas, se vio interrumpida por la exigencia de “la vida común”, impuesta por
las Reformas Borbónicas, la cual ocasionó la modificación de las costumbres al
interior del claustro, desapareciendo con estas medidas la tradición de
preparar los alimentos en las pequeñas cocinas de las celdas, para dar
lentamente paso a la construcción de las grandes cocinas conventuales donde se
preparaba la comida comunitaria:
En 1774, Carlos III
expidió una real cédula a los virreyes donde pedía que en todos sus dominios
de América se practícasela vida común (también llamada de caldero u olla) en
los conventos femeninos de religiosas calzadas, por ser conforme al concilio
tridentino y por el grado de perfección que conllevaba su observancia. Tal
reforma significaba un giro drástico en el quehacer cotidiano monacal: dormir
en una habitación común, expulsar de la clausura a las niñas y a la mayoría de
las criadas y consumir de un solo caldero, (10) es decir, la comida como
dentro de la vida común.
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A
mediados del siglo XVII, los conventos de calzadas se sostenían de sus rentas y
de préstamos de capitales provenientes de las dotes o de legados y obras pías,
lo que contravenía las indicaciones borbónicas de Carlos III, por lo que éste,
el 22 de mayo de 1774 dirigió una carta al virrey para que las comunidades de
religiosas calzadas observaran la vida común, reforma que se llevaría a cabo
por dos importantes prelados: Alonso Núñez de Haro y Peralta, arzobispo de
México y Francisco Fabián y Fuero, obispo de Puebla.
En el caso de San Lorenzo: a las once de la mañana del
27 de agosto de 1774, el secretario Manuel de Flores envió a la madre priora
Manuela maría de San Josep, una copia autorizada de la Real Cédula del 22 de
mayo del mismo año, junto con un ejemplar de una carta pastoral escrita por el
arzobispo Alonso Núñez de Haro, donde exhortaba a las religiosas a abrazar la
vida común; ambas le fueron entregadas para que las hiciera leer a su
comunidad.
A
partir de ese día corrieron los 15 que dio el rey para que las monjas
deliberaran sobre admitir o no la vida en común. A las 8 de la mañana dl día 20
de septiembre de 1774, el arzobispo Núñez de Haro acudió al Convento de San
Lorenzo y en uno de sus locutorios fue llamando a cada una de las 40 religiosas
por su antigüedad, para preguntarle si deseaba admitir la vida común o
permanecer en el género de vida que era costumbre observarse en el convento
cuando profesó, además de preguntarles si había leído u oído la copia de la
Real Cédula y la carta pastoral. Todas se negaron a admitirla.
Las
razones más comunes que expusieron las religiosas para no tomar la vida común
fueron que en la otra era “mucho más posible obtener la salvación”; otras
alegaron que no la aceptaban por su avanzada edad, otra más alegaba que la vida
en común era la destrucción del alma, de los cuerpos y de los conventos, y
otras tantas que por ser tan difícil y por la fragilidad de sus cuerpos no la
resistirían. (11) El arzobispo insistió con la
maestra de novicias de que “instruyese a las novicias en la vida común y en la
obligación que tienen de admitir la vida común si quieren profesar, lo que la
maestra ofreció a hacer como se debe”.
Fue
tanta la resistencia de las religiosas calzadas, que el arzobispo tuvo que
acceder a que las monjas que habían profesado con anterioridad a la real
ordenanza pudieran seguir viviendo como antes. Las novicias tuvieron que
adaptarse al nuevo modo de vida, hasta que poco a poco, con el paso de los
años, todas las religiosas observaron los lineamientos impuestos por la vida en
común de 1774. (12)
En el otro convento jerónimo
de la Ciudad de México, en donde las hermanas de religión de Sor Juana Inés de
la Cruz, también debieron usar de toda su imaginación para preparar deliciosos
platillos y postres, y pondremos una representación de cómo debió vivirse un
día en el Convento de San Lorenzo. Se añadirán algunas recetas de panes del
Convento Jerónimo de Puebla, en los siglos XVIII y XIX.
Segundo miércoles de Cuaresma, en el convento Jerónimo
de San Lorenzo, México, 1628
Para ilustra como debió haber sido la vida en un
convento, decidimos a través, de una representación imaginaria, vivir un día en
San Lorenzo, acompañando a las sórores en sus actividades cotidianas.
Con el
lector compartimos la realidad que queda plasmada en los personajes que son los
actores de la historia. Todos ellos convivieron en la misma época y su punto de
encuentro fue el convento objeto de este estudio. Las actividades de las
religiosas están relatadas a partir de los capítulos de sus Constituciones, que
si bien se imprimieron hasta 1707, estaban basadas en las dadas en San
Bartolomé de Lupiana, España en 1510, con algunas reformas impuestas por el
Concilio de Trento a partir de 1570, pero que son las que se observaron desde
su fundación.
Para
hacer agradable la lectura y para poder trasmitir a todo tipo de público las
vivencias de las religiosas jerónimas de San Lorenzo a principios del siglo
XVII, recurrimos a lo imaginario que es, en ocasiones, la mejor forma de
aproximarnos a la realidad. Vamos a la historia.
***
En la madrugada del segundo miércoles de cuaresma de
1628, sor Isabel de San Francisco despertó con una especial sensación de
humedad en la celda compartida con su hermana novicia Juana de San Nicolás. (13) A pesar de ser primavera,
en los últimos días había llovido mucho. (14) Esperó pacientemente que despuntara el alba, cuando escuchó
el sonido de la campana que la primera vicaria tañía para despertar a la
comunidad. Rápidamente se aseó, se vistió el hábito y se apresuró para llegar a
buena hora a la capilla. (15)
El
sacerdote ya había llegado y las hermanas capellanas habían dispuesto todo para
la misa: las velas, el vino, el agua y la vestimenta del sacerdote. Poco a poco
fueron llegando todas las monjas precedidas de la priora, la vicaria y las dos
viudas que compartían la clausura con las religiosas. Las músicas y cantoras se
acomodaron en el coro, mientras las demás religiosas ocupaban su lugar y se
dispusieron a oír la misa detrás de la celosía que las ocultaba de las miradas
ajenas.
Mientras
oían la misa y comulgaban, en las celdas, las criadas y esclavas también se
habían levantado y diligentes preparaban el desayuno para sus amas: su primer
paso consistió en recoger del piso la cazuela en donde entre cenizas se habían
guardado las brasas de la noche anterior, para que al colocarlas sobre el
brasero y soplarles con el aventador ardieran rápidamente; así, en menos que canta
un gallo, la leña o el carbón empezó a chisporrotear. Enseguida pusieron a
calentar el agua para el café o las tisanas.
El
convento Jerónimo de San Lorenzo apenas cumpliría el 14 de noviembre de ese año
de 1628, treinta años de haberse abierto a la clausura. (15) La fundadora Marina de
Mendoza veía con agrado como la comunidad crecía: ya contaba con 28 profesas y
cinco novicias. Su carácter de religiosas calzadas les permitía vivir con
cierta comodidad y dedicarse a la contemplación divina. Entre ellas se
encontraban hijas de ricos hacendados y descendientes de fundadores de villas y
ciudades. Cuatro de ellas: sor María de San Sebastián, sor Ana de San José, sor
Francisca de Santa Catalina y sor Catalina de Jesús eran hijas de Fernando de
Oñate y nietas de Cristóbal de Oñate, (16) uno de los fundadores de la ciudad de Zacatecas; su celda
estaba contigua a la de sor Isabel de San Francisco y su hermana novicia.
Terminada
la misa y obligado el réquiem por las almas del purgatorio, todas regresaron en
silencio a sus celdas. Ya el convento se inundaba de olor a leña quemada
mezclado con el olor a café caliente, al de las tisanas de manzanilla o canela
y, en algunas celdas privilegiadas, a chocolate. Sor Isabel de San Francisco y
Juana de San Nicolás salieron del claustro y al fondo pudieron observar la
cocinita anexa a su celda. Desde lejos vieron enmarcando la puerta, la palma
del Domingo de Ramos bendecida el año anterior y que en unos días más se
renovaría.
Al
llegar, se acercaron al altar doméstico y se santiguaron. San Jerónimo las
observaba con agrado y parecía darles su aprobación para que rompieran la
vigilia. Su criada María Josefa ya había preparado la mesa, ahí estaban los
jarros de café y el pan salido del horno del convento la tarde anterior. Fue lo
único que probaron; era época de cuaresma y gustosas habían ofrecido la
frugalidad del alimento como sacrificio a su divino esposo. Como era costumbre,
no desperdiciar nada, sacudieron el mantel de la mesa y ofrecieron las pocas
migajas de pan a las golondrinas que ya empezaban a fabricar sus nidos en las
techumbres y árboles del recinto. Mientras María Josefa recogía los jarros y
los llevaba a la batea para enjuagarlos, ellas con una nueva oración,
agradecieron a Dios su primer alimento del día.
Juana
de San Nicolás salió presurosa a reunirse con las otras cuatro novicias y
entraron en un cuarto donde se había instalado una capilla doméstica presidida
por un lienzo de Nuestra Señora de la Presentación, devoción mariana del
convento por haberse fundado éste en dicha festividad. La maestra de novicias,
sor Ana de la Presentación, las recibió con el cariño de una verdadera madre y
enseguida empezó con la lectura de las sagradas escrituras.
Entre
tanto, sor Isabel y las hermanas Oñate se habían sentado a la puerta de sus
celdas, habían sacado sus bolsitas de tabaco y se preparaban el primer cigarro
de la mañana, al tiempo que conversaban sobre la elocuencia y sapiencia de uno
de los capellanes del convento, el padre Miguel Sánchez, (17) quien, en la dominica
anterior, había pronunciado un sermón sobre Jesús Nazareno y además había
nombrado a la Virgen de Guadalupe, “la criollita”. Estaban pendientes de que la correctora del confesionario
llegara a avisarles que sus confesores habían llegado, y entonces, presurosas,
se acercarían nuevamente a la capilla de San Lorenzo. A lo lejos, la correctora
del rezo les hizo señas de que tenían que aproximarse al confesionario.
Casi
al mismo tiempo, Lorencilla y Nicolasa, esclavas de las hermanas Oñate, y María
Josefa, criada de sor Isabel, habían correteado por los patios del convento a
una gallina colorada y le habían retorcido el pescuezo. En el brasero hervía el
agua y en tanto que las esclavas zambullían a la gallina para arrancarle las
plumas, María Josefa se dirigió a la sovicaria para que le diera la ración de
alimentos que correspondía a las cinco religiosas. Tuvo que esperar todavía un
buen rato para que éstas le fueran entregadas. En la portería del convento, las
madres responsables de adquirir los alimentos no se daban abasto con los
pregoneros, a cual ofrecía su mejor precio y la mejor calidad de sus productos.
Entonces despidieron a los pescadores del lago. Su pescado era fresco; pero no
lo comerían hasta dos días después, en el segundo viernes de cuaresma. Lo que
si compraron fue el camarón seco para almacenarlo por un buen tiempo.
María
Josefa recogió los alimentos, y mientras regresaba a las celdas, iba pensando
en lo que prepararía con los huevos, nopales, habas secas, chile, tomates,
pepitas y la manteca. Llegó con Lorencilla y Nicolasa que ya se inquietaban por
su tardanza y entre las tres decidieron el menú: caldo de habas con nopales y pipián colorado con el tomillo que
abundaba en la huerta del convento, por lo que María Josefa, no de muy buen
talante, tuvo nuevamente que volver a cruzar el convento para ir a la huerta a
cortarlo. Decidieron guardar los huevos para utilizarlos en otra ocasión, ya
fuera en un capeado o en algún dulce.
En el
templo, las religiosas confesaban y oían los consejos de sus guías
espirituales; una vez que terminaban, las que sabían leer y escribir se
quedaban en el coro leyendo su Libro de Horas. Aquellas que no sabían, debían
rezar con mucho fervor, tres rosarios con sus letanías. Era un día muy
especial, a las 12 horas tendrían una misa concelebrada para rogar por todos
sus bienhechores muertos y vivos.
La
hermana capellana tocó entonces la campana en señal de primera llamada.
Sor
Catalina de Jesús fue interrumpida en su lectura, pues una de las madres
torneras menores le avisó que sus primas, las Rivadeneira, la esperaban en el
torno. Apresurose a verlas porque no quería perderse la ceremonia religiosa.
Llegando al torno, y bajo la mirada y atención prudente de la madre escucha,
intercambió algunas palabras con sus primas que la enteraron de que su tía
había enfermado de un dolor de costado, pero que ya se reponía. El motivo de la
visita se debía a que venían a encargarle un mantel de Bretaña, bordado en
plata, que querían estrenar en la festividad de la Santa Cruz del año siguiente,
el cual colocarían en el altar de la capilla de su hacienda y trapiche en
Michoacán (18) y para engalanarlo mejor,
habían mandado fabricar unos floreros de plata con el mejor artífice de la
ciudad. Un Cristo, que estaba casi terminado, había sido hecho por los
artesanos del lago de Pátzcuaro con la caña de maíz, que se había escogido
entre los mejores cogollos de la hacienda. Ya se imaginaban las primas, en esos
momentos, ña procesión, presidida por esa imagen de Cristo, acompañado de todos
los devotos con velas, cañas y listones, recorriendo los pozos y manantiales
para bendecirlos en tal festividad. Finalmente lo entronizarían en la capilla y
le crearían un culto especial para que fuera venerado por los habitantes de la
hacienda y los alrededores.
Sonó
entonces la segunda llamada.
Sor
Catalina de Jesús se despidió de sus primas, gustosa por las buenas noticias
que comunicaría a sus hermanas. Recibió la Bretaña y los hilos de plata, que
dejó encargados con la tornera para recogerlos más tarde y salió corriendo
hacia el templo. Las Rivadeneira, en el torno, no tuvieron ni tiempo de decirle
que ahí estaba la mula cargada de piloncillo que enviaban de la hacienda para
el convento. La tornera tuvo que avisar a la portera mayor para que abriera la
puerta para recibir la carga.
La
capellana tocó a tercera llamada.
La
misa cantada estaba a punto de principiar en la capilla. El olor a incienso
invadía el recinto del convento y cientos de velas, de la más pura y blanca
cera de Castilla, alumbraban los altares. La escultura estofada de San Lorenzo,
de pie sosteniendo su parrilla, contemplaba como el templo se llenaba poco a
poco de los fieles, todos con sus mejores galas, que fervorosos asistían a la
misa. En el evangelio, los ministros se volvieron hacia los asistentes y uno de
ellos pronunció un sermón que recordaba las virtudes de la caridad, la
benevolencia y el altruismo de los benefactores, a quienes comparó con San
Lorenzo que entregó todo lo que poseía a los pobres; para ellos se ofreció la
misa y toda la comunidad imploró en sus rezos el bienestar material y
espiritual en su vida y muerte.
En la
cocina de sor Isabel de San Francisco, María Josefa terminaba de echar las
tortillas; el agua de chía ya estaba en la jarra. En la cocina de las Oñate
estaba listo el caldo de habas y el pipián. Como en días especiales, la comida
sería comunitaria en el refectorio por lo que la refitolera había vigilado que
estuviera limpio y aliñado, de manera que las religiosas comieran con concierto
y en silencio. Por tanto las esclavas y María Josefa trasladaron los alimentos
de sus amas al refectorio y los acomodaron en los lugares que desde siempre les
había asignado la priora para estas ocasiones. Las religiosas entraron de dos
en dos y de pie esperaron a que la priora bendijera los alimentos; después, en
voz alta entonaron laudes, se sentaron y esperaron la señal de la priora para
empezar a tomar sus alimentos. Durante la comida se les leyeron algunos puntos
de sus constituciones y un pasaje de la pasión de Cristo, para recordarles que
la Semana Mayor se aproximaba. Las lecturas al tiempo de comer eran muy
importantes porque como lo establecían sus constituciones “cuando comaís oíd la lección con atención, porque no sólo coma el
cuerpo, sino que juntamente el alma guste la palabra de Dios”. (19)
Por ser un día especial, el
postre fue comunitario; tres de las hermanas habían preparado, desde la noche
anterior, ricos buñuelos espolvoreados de
ajonjolí en miel de piloncillo. Ya consumidos dieron gracias a Dios y
salieron en silencio retirándose a sus celdas a descansar brevemente.
En
esos momentos, al escucharse el tañido de la campana que anunciaba las
oraciones de las novicias para pedir la gracia divina y la asistencia del
Espíritu Santo en sus vocaciones, nuestras monjas, que salían del refectorio,
en uno de los patios se cruzaron con sor Ana de la Presentación y sus novicias
que también habían terminado sus alimentos de mediodía, en una pequeña celda
habilitada para comedor de novicias. Silenciosas y con la cabeza baja, pasaban
a meditar y a rezar al templo durante la primera hora santa, que observaban en
la cuaresma. La maestra de novicias, que mejor que nadie sabía que la oración
era el sustento del alma, llevaba en sus manos una ampolleta de arena con la
que mediría la hora exacta de oración y meditación.
Aprovechando
la ausencia de sus amas, María Josefa. Lorencilla y Nicolasa, se habían
preparado unas dobladas (tortillas con
frijoles y algún guiso) y habían decidido comer en la huerta, donde se
encontraron con otras sirvientas; juntas reían y platicaban acerca de las
noticias del siglo: reían recordando que la semana anterior, casi se desbordó
la acequia que pasaba detrás del convento; y si esto sucedía, no querían ni
pensar en los olores de las aguas negras, porque las lluvias se habían
adelantado como nunca antes y se temía una inundación en la ciudad. Otra cosa
que las hizo reír mucho fue cuando un indio quiso meter él mismo las legumbres
al convento y entonces la segunda portera empezó a tocar su campanita y todas
las monjas corrieron para cubrirse el rostro con el velo. ¡Qué susto se
llevaron!
En eso
estaban, cuando se dieron cuenta que el sol había salido de entre las nubes y
estaba radiante, por lo que se dispusieron a lavar su ropa y la de sus amas.
Llegaron a la pila del convento, que ese año había mandado construir a su costa
la fundadora doña Marina de Mendoza. Gracias a Dios, ahora no faltaba el agua
en los lavaderos comunales y se había acabado el acarreo desde la puerta en
donde la dejaban los arrieros y los burros aguadores. Las lajas volcánicas que
servían para restregar la ropa pronto cumplieron su cometido ayudando a sacar
la mugre. Al fin, las tres amigas, con la ropa exprimida, regresaron a la
huerta para secarla en las ramas de los árboles.
En realidad, en sus celdas sor Isabel y las Oñate no
descansaron. Era miércoles y, por tanto, era día de disciplina como lo marcaba
su reglamento. Seguramente los cilicios atados a sus cinturas y piernas no las
dejaban descansar y era preferible permanecer de pie o sentadas a recostarse en
la cama. De todos modos, aprovecharon para fumarse un cigarrito más.
La
segunda vicaria avisó con la campana mayor que era hora de dirigirse a la sala
de labores. En esta ocasión se retrasó hasta la cuatro de la tarde por la misa
mayor que había terminado pasado el mediodía. Pronto llegaron las profesas y
ocuparon sus respectivos asientos. En la sala se encontraron con las dos viudas
que vivían en el convento. La más distinguida de ellas era doña Isabel de
Tovar, prima de la fundadora, hija de uno de los fundadores de la villa de
Culiacán, y que había sufrido el dolor de perder a su único hijo, jesuita,
flechado por los indios tepehuanes. ¡Qué lejos estaba de saber, en esos
momentos, que su memoria traspasaría los muros del convento al ser
inmortalizada por el ilustre Bernardo de Balbuena en su Grandeza Mexicana! (20) Ellas no habían asistido a la comida comunitaria, pues no lo tenían
permitido, pero seguramente doña Isabel comió en platos de porcelana venidos en
la nao de la China, y por no estar obligada al ayuno, su almuerzo consistió en
ricos manjares que sus dos sirvientas le habían preparado. Su celda era de las
mejores del convento, tomando en cuenta los capitales con que llegó. No
debieron faltarle a doña Isabel los baúles de maque negro ni los abanicos de
marfil. Se mostraba siempre elegante y distinguida con sus vestidos negros,
mantillas de encaje bordadas a mano y collares de perlas.
Sor
Catalina de Jesús se retrasó pues tuvo que ir a recoger la Bretaña y los hilos
de plata al torno. Las religiosas empezaron sus labores: la una más fina y más
delicada que la otra, pero en esos bordados y tejidos no se sabía a cuál
preferir. Se les concedía media hora para poder platicar, en voz baja, antes de
la lectura sagrada. Cada una de ellas tenía un cesto con todo lo necesario:
almohadilla, hilos de seda, oro y plata, dedales de plata o porcelana, tijeras,
abalorios, chaquiras y chaquirones de muchos colores, festones de todos los
anchos, bolillos para el encaje, lanzaderas de frivolité o malleros, moldes de
madera para hacer flores de tela y cera y mil utensilios más, que nadie como
ellas sabían utilizar. Se aplicaban en sus costuras y, de entre sus dedos,
surgían guías de flores, pájaros, ángeles, santos, custodias y vírgenes, y tantas
y tantas preciosidades.
Ese
ornamento que mostraba a San Lorenzo sosteniendo su parrilla era una
preciosidad. (21) Y esas colgaduras que servirían
para adornar el altar del Ecce Homo,
tenían una finura envidiable. Y qué decir de los manteles del altar principal
que estaban bordando varias hermanas para acabarlos más rápido, pues debían de
lucir en la misa solemne del 10 de agosto, su fiesta patronal. Lo primero que
resaltaban eran las cifras de los nombres de Jesús, María y José.
Terminó
la media hora de conversación; sor Ana de la Presentación y sus novicias
entraron en la sala con jarras de agua de
horchata de almendras, que ofrecieron a sus futuras hermanas, también
traían ate de guayaba y galletitas
que ellas mismas habían hecho en la cocina de novicias. La colación refrescó y
animó a las profesas. Diez minutos después salieron las novicias para continuar
con su instrucción y su segunda hora santa. Lentamente la labor avanzaba y la
lectura dio principio; en esa ocasión,
se leyeron algunas poesías dedicadas a San Jerónimo y Santa Paula, que el
ilustre y culto don Fernán González de Eslava (22) había compuesto para sus hermanas jerónimas de Santa paula, A
las seis de la tarde, al terminar, se dirigieron a la capilla para continuar
sus rezos. En esos momentos, la priora Catalina de San Juan hizo una seña a sor
Inés de San José y a sor María Micaela de Santa Paula quienes abandonaron la
sala.
Entre
tanto, Lorencilla y Nicolasa estaban en la panadería del convento. Aunque el
olor del horno les abría el apetito, tuvieron que esperar hasta la noche para
poder probar los pambazos con frijoles y
el pan dulce con natas. Una vez que
recogieron el pan en sus canastas, pasaron nuevamente a la portería en donde
les entregaron la leche que cada cuatro días regalaba al convento don Felipe
Sibo de Soberanis, padre de sor María de la Visitación, y sor Jerónima de la
Cruz, dueño de sitios de ganado mayor en San Cristóbal Ecatepec. (23) Con la leche y el pan regresaron a las celdas,
pero antes visitaron a la criada de sor Juana de San Lorenzo, quien había
elaborado, con la receta de su ama, algunos de los deliciosos alfeñiques que empezaban a dar fama al
convento. Clandestinamente y mientras sor Juana bordaba en la sala de labores,
la criada regalaba a nuestras amigas una de estas famosas golosinas. Después,
la criada diría a sor Juana que “vinieron los pajaritos y los comieron mientras
se secaban en la puerta de la celda”. Regresaron las tres entonando una
cancioncilla, de esa que a veces se cantaban en el siglo, y que, sin duda, si
las oyeran sus amas, las reprenderían severamente.
Como
tenían aún suficiente tiempo y a pesar de su carga, decidieron dar un rodeo
yendo hasta la enfermería donde se enteraron que sor Juana de la Encarnación
estaba muy enferma y que a lo mejor no llegaba al Sábado de Gloria. Habían oído
decir a sus parientas que quienes fallecían en esa fecha, entraban directamente
al cielo sin pasar por el purgatorio, en memoria del día que Jesucristo
resucitó. Lorencilla, en voz alta, expresó su deseo: ¡Ojalá y se muera en esa
fecha! Y las tres salieron corriendo asustadas de ver a lo lejos a dos
religiosas que se acercaban.
Sor
Inés de San José y sor María Micaela de Santa Paula, que llegaban de la sala de
labores, eran las encargadas, junto con la hermana enfermera, de preparar la
celda de la doliente que recibiría el viático al día siguiente. Tenían que
dejarla reluciente de limpia. En una mesilla cubierta con un mantel blanco,
debía haber agua bendita, un candelero con una vela de cera, y un crucifijo; la
enferma debía estar en estado de gracia por lo que el capellán pasaría a
visitar a la enferma, muy de mañana el día siguiente para que confesara y
comulgara; las hermanas porteras recibirían las azucenas que habían encargado
con la marchanta del canal de Santa Anita, para adornar la enfermería.
Al día
siguiente, cuando oyeran desde catedral (24) el llamado del viático
–un toque largo de campana, tres cortos y otro largo, en señal de las cinco
llagas de Cristo-, se prepararían para abrir la puerta del convento. Y mientras
el viático y el Santísimo Sacramento entraran, el palio esperaría con los doce
niños de la cera a la puerta del templo. El Santísimo Sacramento sería colocado
en el altar mayor y las religiosas lo adorarían detrás de la celosía; mientras
tanto, el capellán entraría hasta la celda de la enferma a aplicarle los santos
oleos y a rogar por el descanso de su alma. Ese día, tan especial por haber
visitado el Santísimo Sacramento el convento, se repartiría a la comunidad tamales de pipián rojo con ayocotes y atole
de moritas que se habían mandado a preparar con las indias de Tlatelolco.
Nuevo
toque de campana, esta vez, para que las labores se abandonaran y se dirigieran
las hermanas a la capilla. Salieron en silencio acompañadas por las viudas. En
sus fervorosos rezos, repetían una y otra vez las oraciones que de acuerdo a
San Jerónimo, uno de sus santos patronos, son “la vida espiritual del alma, el
manjar con que se alimenta y crece el amor de Dios y de los prójimos”. (25) Repitieron una letanía;
finalmente, hicieron una oración por sus prelados y sus familiares,
encomendando al convento y a su comunidad a la protección divina.
Eran
las siete de la noche, ya empezaba a oscurecer y pronto tendrían que alumbrar
sus cocinas y celdas con velas de sebo. Sor Isabel y las Oñate se despidieron
sin saber que al entrar su criada y esclavas las sorprenderían, pues habían
preparado capirotada y en sus jarros
la leche caliente esperaba a ser bebida. Sor Isabel todavía esperó fumando otro
cigarro, a que llegara Nicolasa, su hermana novicia, para empezar la merienda.
Las Oñate tomaban su alimento en silencio, seguramente pensando en lo duro que
es el ayuno en la cuaresma.
Quizá
sin atreverse a confesarlo, anhelaban el tiempo de adviento y el tiempo que le
sucede, en que las aprovisionaban a diario de tocino, ése que tanto saboreaban,
o la ración de carne que les entregaban en domingo, y muy en su interior
sedearían que se acercara rápidamente el Domingo de Resurrección, pues era casi
seguro que habría corridas ese día y entonces los alguaciles de la ciudad
ordenarían repartir gratuitamente a los conventos la carne de los toros
sacrificados, por lo que podrían cocinar un suculento puchero de res. ¡Y cómo debían ansiar la barbacoa esa!, con sabor a
clavo de Filipinas, preparada con los dos carneros que les enviaban
semanalmente desde Ixtapaluca, don Juan de Córdoba (26) padre de sor Ana de la
Presentación y de sor Catalina de San Jerónimo. Pero en eso consistían
justamente los sacrificios cuaresmales, en privarse de los alimentos
cotidianos, y en mortificar el cuerpo, como la mejor forma de sentir en carne
propia la pasión de su Divino Esposo.
Poco a
poco se quitaron los hábitos y los cilicios, y en voz alta rezaron un miserere,
se vistieron un largo sayal y sobre éste se pusieron un pequeño escapulario,
también se cambiaron el velo por otro que apenas les cubría el pelo y entonces
se acostaron en la mullida cama de colchón de huata, de sábanas bordadas y
almohadas de lienzo (27) y
dedicaron una última oración a San Lorenzo. Josefa, Lorencilla y Nicolasa se
echaron en el suelo sobre un jergón a los pies de sus amas.
Las
porteras fueron las últimas en atravesar los patios para depositar con la
priora las llaves del convento. Esta tocó por última vez la campana que indicaba
silencio absoluto hasta el día siguiente. A lo lejos, se escuchaban las últimas
campanadas de catedral; poco a poco las celdas fueron oscureciéndose, al
extinguirse las llamas de las velas.
Recetas de Repostería
Puebla de los Ángeles, s. XVIII
Recetas manuscritas de panes del siglo XVIII que
provienen del Convento de Santa Mónica de Puebla. Fueron gentilmente
proporcionadas por sor María de Cristo O. P. y por la licenciada Eréndira
Gallo.
Pastel de leche
En ocho cuartillas de leche se echaron ocho libras de
azúcar y las yemas de cuatro decenas de huevos (28) bien deshechos se hilara en una pichancha en una cantidad de
almíbar clarificado que se tendrá ya preparado, tomaren otras cuatro decenas de
huevos restantes piñones, almendras y orejones, todo bien molido se revolviere
con dos reales de tuétano de vaca y procurando formar una fuente con los huevos
a la que se le echare un cuarto de arroba de harina flor, dos libras de
manteca, diez yemas de huevo, 12 onzas de azúcar molida, con un poco se masarán
todas estas cosas, se formará el pastel poniéndole encima un poco de panecillo
con azúcar y canela molida a cocerse en el horno del convento.
Cubiletes de Canela
Dos libras de azúcar clarificada, una de almendra
molida, se cuece media libra de jamón gordo, se muele, se echa en la pasta se
baten catorce yemas de huevo, se le echa una libra de azúcar bien molida, un
poco de pan bizcocho, idem una onza y media de canela, revueltos todos estos
ingredientes a su gusto si se advierta queda muy espeso, se echa otro poco de
almíbar y se deja reposar.
Torrejas de Arroz
Se baten seis claras hasta que endurezcan, se le echan
doce yemas, una taza poco menos de arroz molido en seco, un pedazo de mamón
frío remolido, se baten muy bien hasta que incorpore, se unta una cazuela con
manteca se vacía ahí, se pone a cocer a dos fuegos moderados, así que está
cocido se rebana y se echa en el almíbar de medio punto, con un poquito de vino
y tantita agua de azahar, se cuece a fuego lento para que no se desbaraten, así
que estén se vacían en el platón, se adorna con pasas, almendras y piñones,
canela si se quiere.
Recetas de Cocina
Del Convento de San Jerónimo de Puebla de Los Ángeles,
siglo XIX
A continuación se incluyen, cuatro recetas de
repostería que provienen del Convento de San Jerónimo de Puebla de los Ángeles.
El recetario se encuentra en un cuadernillo con pasta de cartoncillo que
anuncia un “emplasto” medicinal llamado “Monópolis” que fue remedio para todas
las “enfermedades exteriores, como heridas, tumores, llagas, úlceras, golpes,
uñeros, quemaduras”; se dice premiado en Francia en la “Exposición Universal de
París de 1889”. El autor del “emplasto Monópolis” fue José Grisi.
Este
pequeño recetario está precedido de la frase:
“¡Dios proveerá!”
Hojarascas
Una yema de huevo, una libra de harina, un cuartillo de
vino, tequila, una cucharada de royal, una cucharada de azúcar y tres onzas de
manteca; se amasa todo hasta que quede suave, se extiende con el rodillo y se
corta con carretilla y se le dan unos piquetitos y se meten al horno, después
se le ponen una gotas de betún color de rosa y blanco.
Gorditas de Cuajada
Para una libra de harina de maíz una libra de
mantequilla, otra de azúcar y 16 huevos, 2 platos de cuajada exprimida y
molida. Se amasa la harina con la mantequilla y después la cuajada, enseguida
el azúcar y los huevos batidos, se amasa y se hacen las gorditas con canela;
poniéndolas en el horno.
Magdalenas
Una libra de harina, una libra de azúcar, media libra
de mantequilla derretida al vapor, dos cucharadas de levadura americana, el
zumo de dos limones rayados y doce huevos.
Se
revuelven primeramente la harina con la levadura, enseguida se le pone azúcar
cernida, se revuelve muy bien junto con el zumo de dos limones y después se le
agregan las doce yemas y la mantequilla; así que esté todo perfectamente
incorporado, se le agregan doce claras que se tendrán muy bien batidas hasta
que queden duras. Los moldes untados de mantequilla, que queden algo vacíos
porque esponjan mucho.
Pan de Huevo
Una libra y media de harina, nueve huevos, cinco onzas
de azúcar, dos onzas de manteca, dos onzas de levadura. Todo se revuelve en un
trasto y después se le pone la harina y se amasa hasta que haga ojitos, ha de
reposar la masa en una olla untada de manteca, se abriga la olla, con un mantel
se pone junto al horno y a otro día a las 5 de la mañana se abre y se deja
reposar 5 o 6 horas en las latas, después que ya esté bien templado el horno se
mete el pan para que no se queme.
Don Tablilla de Chocolate
Vuestra
virtud y excelencia
A cantarse nos convida
Dios te conserve y aumente
Chocolate de mi vida.
En el clima de Caracas
Fue tu ilustre nacimiento,
Causando gozo y contento
Te tocaron las matracas,
De mil cuidados nos sacas
Sólo con tu bienvenida.
Dios te conserve y aumente
Chocolate de mi vida.
Cuando por acá viniste
Se alegraron mucho al
verte
Y algunos por conocerte
Decían con gracia y chiste
Cantemos pues ya naciste
Y digamos de por vida
Dios te conserve y aumente
Chocolate de mi vida.
El constante y aún probado
Que haces en cada pastilla
Un bollo una maravilla
Que todos han observado
Desde el cetro hasta el
casado
A sorberte te convida
Dios te conserve y aumente
Chocolate de mi vida.
Negro eres, pero te
quieren,
Con un amor tan leal
Que empeñar el delantal
Por lograrte algunas
suelen,
Y cuando menos te huelen
Por especie esclarecida
Dios te conserve y aumente
Chocolate de mi vida.
Los frailes y capellanes,
Las monjas y las beatas
Cuando ven que te abaratas
Te consagran sus afanes
Las hermosas y galanes
Ye celebran a porfía
Dios te conserve y aumente
Chocolate de mi vida. (29)
|
Para el recibimiento y
Consagración del Arzobispo Alonso Núñez de Haro y Peralta
Puebla, 1772
El volumen que nos refiere las penurias y fatigas para
ofrecerle un recibimiento y una consagración al arzobispo Alonso Núñez de Haro
y Peralta, se encuentra el en Archivo del Cabildo Metropolitano, de la Ciudad
de México, catalogado como volumen 3 del fondo Fábrica Material. (30)
El documento reporta los
altos costos que el Cabildo Metropolitano tenía que erogar cada vez que había
cambiado de arzobispos, ceremonias que se equiparaban con el recibimiento de
los virreyes, (31) pues nada mejor que
patentizar, ante la sociedad novohispana con el mayor de los lujos y derroches,
la reafirmación de los dos prominentes poderes: el real y el eclesiástico,
alrededor de los cuales giraba la política y la economía del virreinato.
Todos
los personajes y datos están tomados del volumen arriba mencionado y las
actividades descritas son representaciones imaginarias.
El excelentísimo señor don Alonso Núñez de Haro y Peralta.
Una tarde de finales de 1772, los racioneros de la
catedral de la Ciudad de México, don Francisco Vives y don Máximo Francisco de
Arribarojo, fueron citados por el Deán de la catedral, quien los convocó a
principios de la tarde para comunicarles una noticia y expedirles un
nombramiento.
Eran
pasadas las tres de la tarde cuando se les vio bajar del segundo piso del
palacio arzobispal con un aire sumamente preocupado; no sólo habían prescindido
de su siesta, sino que además habían recibido la encomienda de organizar las
ceremonias para el recibimiento de su ilustrísima monseñor doctor Alonso Núñez
de Haro y Peralta, obispo electo por su majestad Carlos III en sustitución del
excelentísimo señor don Francisco Antonio de Lorenzana. El doctor Alonso Núñez
de Haro, del consejo de su majestad, había sido nombrado arzobispo de México el
año anterior de 1771; ya habían transcurrido buena parte de 1772, y se empezaba
a dudar de que el nuevo arzobispo llegar a ocupar la mitra mexicana ese año.
En la
capital del virreinato se hablaba elogiosamente del prelado esperado; se decía,
entre otras cosas, que obtuvo la borla de doctor en filosofía y teología a los
dieciocho años y que poseía con tal perfección las lenguas italiana y francesa
como si fueran propias, amén del amplio conocimiento de las lenguas hebrea,
caldea, griega y latina. Gozaba, además, de gran reputación como orador en
Segovia, Toledo y Madrid.
Es
así, que por tal compromiso ineludible don Francisco y don Máximo tenían
suficientes motivos de preocupación y, por si fuera poco, tendrían que
desplazarse a la ciudad de Puebla de los Ángeles donde tendría efecto la toma
de los poderes episcopales por parte de Núñez de Haro.
Con
cierto fastidio decidieron poner manos a la obra, para que la premura del
tiempo no los sorprendiera; en ese mismo momento y aún antes de retirarse a su
domicilio fueron a visitar a don Agustín Sánchez de Vargas, quien siendo socio
distinguido de la cofradía de los cocheros y transportistas de Nuestra Señora
de la Guía, seguramente, tendría uno o varios forlones disponibles con todos
sus avíos para el viaje de ida y vuelta a Puebla. Efectivamente, dos horas
después el viaje había quedado concertado para una semana más tarde. Finalmente
respiraron tranquilos, ya habían negociado un forlón que sería reparado y
ajustado en los tres días siguientes; asimismo, habían asegurado 22 mulas que
transportarían lo indispensable para la ceremonia. Ya había oscurecido cuando
los racioneros se retiraron a sus domicilios.
En una
semana tuvieron que disponer todo; el primer paso fue designar a ocho personas
de su entera confianza para iniciar los preparativos. La mayor parte de objetos
suntuarios, así como el personal capacitado para los dos banquetes, las dos
cenas y los dos refrescos que se ofrecerían a su Ilustrísima, se llevarían de
la Ciudad de México, por lo que inmediatamente se avisó al maestro repostero
Antonio Madera y al maestro cocinero Andrés Mata Claro, que habían sido
elegidos para tal evento y que tenían carta blanca para contratar a los
oficiales y galopines experimentados, asimismo debían prevenir todo lo
necesario para instalarse durante dos semanas en la ciudad de Puebla.
El
investir al arzobispo en otra ciudad ocasionaba una fatiga adicional para don
Máximo y don Francisco, que consistía en designar a un representante para que
en su nombre tomara posesión del arzobispado en la catedral Metropolitana. Es
por eso que insistieron con el Deán para que nombrara al capellán Luis Fernando
de Hoyos y Mier para que el 9 de septiembre de 1772, en esplendorosa función,
representara a su Ilustrísima Núñez de Haro. Los racioneros tuvieron que
encargarse de la impresión de las participaciones, que deberían ser de acuerdo
con la costumbre: a doble pliego; en uno, la invitación impresa, en el otro, de
puño y letra del Deán, la solicitación para que los convidados asistieran a la
ceremonia con su “gracioso donativo”
para el mayor “lustre de la ceremonia”.
Don Máximo y don Francisco ya estarían en Puebla, cuando las invitaciones se
repartieran en mano propia,, por lo que se recomendó a sus ocho ayudantes que
no perdieran un minuto en la entrega y que esperaran el tiempo necesario en los
domicilios para cerciorarse de entregarlas a la persona indicada.
A un
día de su partida, y ya muy fatigados, tuvieron que dirigirse a las Huertas de
Tacubaya, donde el arzobispo contaba con una casa de reposo; sería el primer
hospedaje del arzobispo durante dos días para que descansara del largo viaje
desde España. Después de este breve reposo entraría en funciones del episcopado
de la Ciudad de México y del palacio arzobispal. Inspeccionaron rápidamente las
instalaciones de la casa y huerta. Como era tiempo de lluvias y no querían
regresar a la ciudad en pleno aguacero, delegaron sus funciones en don Mariano,
el responsable de la casa, no sin antes entregarle 500.00 pesos para los
alimentos y los gastos que, desde luego, tendría que justificar posteriormente.
Le avisaron que el nuevo arzobispo llegaría con dos de sus sobrinos, por lo que
se tendrían que comprar siete varas de tafetán listado para hacer fundas
suficientes para los almohadones de las dos recámaras adicionales que tendrían
que adaptarse. Le recomendaron no olvidar comprar los “orinales” y los
candeleros, pero antes debería conseguir una docena de pozuelos de China en
donde debían servir el chocolate a los huéspedes.
Regresaron
al palacio arzobispal bien entrada la noche; aún les faltaba cerciorarse de que
todo estuviera al día para el recibimiento en la Ciudad de México. Sus ocho
ayudantes les informaron de sus diligencias, y bajaron por último al patio, en
donde se encontraban cerca de 60 huacales apilados, envueltos en petates listos
para ser trasportados por las mulas al día siguiente. En uno de los cuartos se
encontraban diez maletas, en donde estaban los manteles y servilletas; y en dos
baúles se guardaban las colgaduras de terciopelo que el templo de la Profesa
había prestado para el adorno del comedor. A la mañana siguiente, apenas
despuntando el alba, tendría que salir la caravana.
Ya cargadas
las mulas y los racioneros acomodados en un carro del arzobispado y seguidos
del forlón, en el último momento y asomados por la ventanilla, recomendaron por
milésima vez a sus asistentes que tuvieran todo al punto para cuando el nuevo
prelado llegara, y que no olvidaran disponer las comidas, las cenas y refrescos
que durante dos días se ofrecerían a todas aquellas personas que llegaran a
presentarse a tan ilustre personaje.
Finalmente,
camino a Puebla.
Rápidamente
dejaron atrás al forlón, a los arrieros y mulas y no quisieron parar hasta
Huejotzingo, en donde en el convento franciscano los esperaban con una
suculenta comida. Reposaron alrededor de una hora y continuaron su camino.
Calcularon llegar avanzada la noche, pues tendrían su primera entrevista con el
obispo Fabián y Fuero hasta el día siguiente a las once de la mañana. Eran más
de las once de la noche cuando llegaron a la céntrica casa de don Nicolás
Delgado, quien personalmente los estaba esperando para hacer entrega de la
llave y recibir por el arrendamiento de dos meses 80.00 pesos.
Cuando
los racioneros se quedaron solos con el criado, lamentaron el estado de las
habitaciones; tendrían que contratar al día siguiente a varias indias que
barrieran y echaran agua a los pisos, sacudieran y le quitaran la cera usada a
los candelabros, en los que casi no se podía sostener las velas. Estaban
cansados por lo que decidieron rápidamente entregar al criado la caja donde
venían empacadas en zacate algunas vituallas para su menaje de casa y que consistieron
en:
4 docenas de pozuelos
1 docena de calderas
(tazas para caldo)
2 docenas de vasos de
metal de 4 ½ pulgadas
5 vasos de cinco reales
6 vasos chicos
2 pozuelos de porcelana
|
Finalmente,
después de una cena frugal, decidieron retirarse a reposar.
Al día
siguiente, la casa se veía de otra manera. El sol y los volcanes Iztacihuatl y
Popocatepetl coronando el patio de la casa les cambiaron el ánimo. Lo primero
que hicieron fue despachar al criado para que avisara al obispado que ellos se
presentarían a la hora indicada a la entrevista con su Ilustrísima.
Sonaban
las once de la mañana en catedral, cuando los racioneros entraron al despacho
del arzobispo, quien los esperaba con un chocolate bien caliente y ricas
galletitas tipo polvorones, los rodeos, perfumados con zumo de la cáscara del
limón y naranja. Después de un afectuoso saludo, no dudaron en degustar tan
deliciosa ofrenda. Los comentarios y encomiendas para el recibimiento del
arzobispo Núñez de Haro no se hicieron esperar. El obispo Fabián y Fuero no
ocultaba su alegría y el enorme placer que le ocasionaba volver a encontrarse
con el huésped tan ansiosamente esperado. Don Francisco y don Máximo se
enteraron de la vieja amistad que unía a ambos prelados, ya que los dos habían
formado parte del mismo círculo intelectual y ocupado sillas en el cabildo
catedralicio de Toledo; (32) compartían
los mismos intereses pastorales y las mismas ideas políticas. Fue entonces que
los racioneros comprendieron el porqué de la consagración del nuevo obispo en
la ciudad de Puebla, y entonces se sintieron más honrados de haber sido
designados para la organización del banquete de bienvenida. Ahora más que nunca
pondrían todo su empeño en que la festividad saliera a pedir de boca.
Habían
pasado más de 45 minutos y ya se oían las campanas anunciando el mediodía. Así
que lo último que hicieron rápidamente fue repartirse las tareas con el
prelado. Éste se encargaría de todos los actos litúrgicos, poniendo especial
empeño en el de consagración de Núñez de Haro que se efectuaría en el Santuario
de San Miguel del Milagro; así un santuario en tierras indígenas sería el marco
para tan insigne ceremonia y el recién llegado podría acercarse por vez primera
a la feligresía integrada por personas de tan diversos grupos sociales. Los
racioneros se encargarían de lo necesario para los banquetes y todo lo que en
comida se prepararía, no sólo para el banquete del día de la consagración, sino
para de la alimentación del día siguiente y durante la estancia de su
Ilustrísima en la ciudad. El obispo de Puebla, Fabián y Fuero opinó sobre la
importancia que tendrían las comidas ofrecidas por l episcopado; éstas deberían
prepararse de acuerdo con la tradicional cocina española. Ya el viajero y sus
sobrinos tendrían tiempo suficiente para acostumbrarse a la cocina mexicana.
Si bien faltaba más de un mes para la fiesta, apenas
tenían tiempo de preparar todo; esperaban con nerviosismo la noticia de que el
barco que traía desde España a su Ilustrísima y a sus dos sobrinos llegara a
Cuba con dirección a Veracruz, para entonces apresurarse más que nunca para que
todo estuviera a punto.
Decidieron
tomar esa tarde de reposo, para meditar y priorizar tareas. Al día siguiente,
muy de mañana, llamaron al criado y le pidieron que contratara dos ayudantes más
de su confianza para poder empezar a aprovisionarse de los alimentos frescos
que tendrían que conseguir en Puebla. No había pasado una hora cuando no sólo
tenían dos ayudantes sino hasta cuatro que quisieron asistirlos en su tarea.
Así, enviaron a los cuatro por los puntos cardinales a conseguir las aves, y a
contratar al carnicero para que les reservara su labor durante tres días. Esa
misma tarde, los cuatro mozos ya construían a un lado de la casa el corral para
albergar a las aves que serían sacrificadas, pero como aún faltaba poco más de
un mes para matarlas y guisarlas, querían asegurarse de que estuvieran bien
gordas y cebadas, así que muy de mañana se encargarían de irlas a buscar por
las rancherías y comenzar a engordarlas. Mandaron, también, mensajeros a los
alcaldes mayores de los pueblos de los alrededores, sobre todo en donde había
río, para que colaboraran enviando el pescado fresco, pero hasta que ellos les
avisaran.
También
decidieron decorar una de las recámaras de su casa por si acaso el arzobispo
electo pudiera quedarse algún día con ellos, cosa sumamente remota, pero de
cualquier forma había que ser precavido. Sin embargo, no pudieron ponerse de
inmediato manos a la obra, porque en esa mañana llegó la caravana con los
arrieros y tuvieron que esperar a que se descargaran las mulas bajo su
vigilante mirada.
Durante
los siguientes días, todo era ir y venir, ¡y cómo pasó de rápido el tiempo!; se
presentó un mensajero de Veracruz, diciendo que había llegado un barco que
traía una carta para su Ilustrísima Fabián y Fuero; debió haber sido tan
urgente, que el mismo obispo llegó hasta la casa en donde se hospedaban los
racioneros para avisarles que faltaba menos de una semana para la llegada del
nuevo arzobispo de México. Era el 8 de septiembre, pero a pesar de que habían
prevenido todo, no dejaron de angustiarse. Inmediatamente reunieron a todos los
implicados en la ceremonia para cerciorarse de que todo estuviera al punto;
entre los reunidos se encontraban ya el repostero y el cocinero, venidos desde
México, cada uno con cuatro oficiales y otros tantos galopillos, los cuatro
ayudantes de los racioneros y ocho indias que se encargarían de la limpieza, de
echar las tortillas y de moler el chocolate.
El
banquete se efectuaría en el claustro del palacio arzobispal, donde se tendrían
que armar grandes mesas con tablones, también se adornarían los pasillos y la
entrada con guirnaldas de flores, y además, como de seguro el banquete se
prolongaría hasta bien entrada la noche, tendrían que armar una gran luminaria.
A un lado de la escalera, se armaría una silla con dosel para el besamanos, con
las colgaduras de terciopelo y oro prestadas por la Profesa de México. Todo
tendría que hacerse con orden y concierto, que todos los asistentes quedaran
admirados y satisfechos, así que una vez más, repitieron las órdenes a los sirvientes. Para atender a los
invitados y servir, se había contratado a 30 personas más, expertas en estos
menesteres.
El
palacio arzobispal también se aderezó, entrando en obra desde el 3 de agosto y
terminándose de arreglar la víspera de la llegada del arzobispo, es decir, el
16 de septiembre de 1772. En l material de construcción, las paredes pintadas
con cenefas, las chapas, las campanas, los faroles que se sustituyeron por
otros nuevos y la sustitución de los cristales rotos, etc., se gastó la
cantidad de 398 pesos, 2 reales, precio muy reducido por lo que se hizo, ya que
don Juan José Alfaro, maestro mayor de obra del cabildo catedralicio de Puebla,
en esta ocasión se convirtió en benefactor del obispado, colaborando con el
material de construcción, para corresponder a la insigne distinción de que fue
objeto su ciudad. Nada más para la composición y adorno del palacio arzobispal
se habían contratado a 26 operarios comandados por don Cristóbal Beltrán; los
gastos por esto ascendieron a: 218 pesos, 5 reales.
Se
pusieron de acuerdo con los criados y tres indias para que inmediatamente
empezaran a pulir la plata que se había traído del palacio arzobispal de
México; si no lo habían hecho antes, fue porque al ser de tan buena ley, de
inmediato se ennegrecía. Ordenaron que inmediatamente se lavaran y blanquearan
al sol las bellas y austeras servilletas y manteles de tela de Bretaña, todos
blancos y con “dobladillo de ojo” hechas por las religiosas de la Concepción y
por las jerónimas de Santa Paula y San Lorenzo de la Ciudad de México, al día
siguiente se plancharían.
Posteriormente
se dirigieron al corral donde las aves habían sido alimentadas con los mejores
granos, para que con su grasa, el caldo resultante quedara bien sustanciosos
para los pucheros, sopas y cocidos. El corral, al lado de la casa, estaba que
no cabía un animal más; se había separado por secciones. El olor nada
agradable, hizo que don Francisco y don Máximo se llevara su pañuelo a la boca;
venciendo su repulsión, ellos mismos hicieron el recuento de las aves siendo:
Cantidad
|
Especie
|
134
|
Gallinas
|
19
|
Capones
|
74
|
Pollas
|
116
|
Pollos
|
72
|
Guajolotes
|
19
|
Pavos grandes
|
35
|
Pipilas (guajolotitas)
|
106
|
Codornices
|
|
Tórtolas y pichones
|
En la
tarde don Francisco y don Máximo continuaron con su inventario, ahora le tocó
el turno a los dulces y postres; no
resistieron en probar uno que otro cuando ya la boca se les hacía agua.
Elaborados
en la Ciudad de México por don Francisco Díaz Ladrón de Guevara, los cuales se
llevaron de México en cinco cajones con sus petates, fueron e diferentes
calidades y de tres clases: lustre, candeado y de adorno superior, además de
panales y cajetas finas y exquisitas. (*)
36 cajetas de varias
frutas, compuestas y adornadas.*
8 libras de panales
|
Del
colegio de niñas de Nuestra Señora de Guadalupe de la Ciudad de México, también
conocido como el colegio de las Inditas, que tenía fama por la elaboración de
dulces de mazapán de almendra y cacahuate y en la fabricación de panes y
galletas, se llevaron:
10 arrobas de dulce fino.
4 arrobas de dulce de
menos calidad.
4 arrobas de soletas.
2 arrobas de soletas
grandes.
4 arrobas de rodeo.
4 arrobas de puchas.
4 arrobas de mamones
encanelados.
8 docenas de banderitas y
gallardetes (seguramente de mazapán de almendra, con los escudos y símbolos
del episcopado mexicano, y posiblemente con las insignias papales).
|
Don
Manuel Joseph Gananciag [sic] dulcero de Puebla surtió:
40 arrobas de dulces
finos.
24 fuentes de mazas.
8 fuentes d soletas finas.
8 fuentes de barquillos.
12 arrobas de dulces, para
los cocheros.
1 arroba de soletas (no
finas) para los cocheros.
|
Un
ramillete de pasta que se pondría la última tarde más la composición y adorno
de las fuentes.
No
cabía duda de que a monseñor Haro y Peralta se le regalarían todas esta
ricuras, sobre todo durante el refresco que se serviría antes del rosario a eso
de las cinco de la tarde, momento en que era permitido saborear todos los
postres posibles, así como las nieves: de leche quemada, de vainilla y sobre
todo de frutas de la tierra, pensemos en las de zapote mamey, zapote negro, o
de la deliciosa guayaba.
La
tarde lluviosa se prestaba para quedarse en casa, por lo que decidieron, para
finalizar el día, hacer también el recuento del vino, se trasladaron al sótano
de la casa, en donde lo habían almacenado. En la pequeña estancia de techo
bajo, en donde apenas cabían de pie, empezaron, con la ayuda de sus mozos, a
mover los huacales y a sacar de entre la paja los recipientes de vidrio que
contenía tan preciado líquido. Lo trasladaron a una de las habitaciones
superiores con el mayor de los cuidados. Don Manuel Yáñez, a quien se lo habían
comprado, había empacado los vinos con tanto esmero, que únicamente tres
botellas de vino generosos se habían roto. Al final del recuento tenían:
Cantidad
|
Bebidas
|
72
|
Botellas de vino de
Bordeaux
|
105
|
Limetas de vinos común y
generoso.*
|
106
|
Botellas de vino blanco.
|
60
|
Botellas de vino tinto.
|
38
|
Botellas de varios vinos
generosos, clarete, generosos de peralta.
|
13
|
Cuñetes castellanos**
|
14
|
Cuñetes castellanos más
grandes
|
3
|
Cafoniatos para las
limetas.
|
4
|
Docenas de limetas de
vinos de Bordeaux.
|
20
|
Docenas de limetas de vino
de Portilla.
|
1
|
Docena de limetas de
cerveza.
|
*
Limeta: botella de vientre ancho y corto y cuello bastante largo.
**
Cuñete: barril pequeño para líquidos o para guardar aceitunas.
Esta
vez la tentación fue más fuerte que ellos y decidieron tomar una limeta de vino
de Bordeaux para su cena, aunque no sintieron remordimiento; bien ganada se la
tenían después de tanto cansancio, así que brindaron al comprobar que los vinos
eran de las mejores cosechas y suficientes para la ceremonia.
Durante
la mañana del día siguiente, apenas acabando de desayunar, mandaron llamar al
cocinero y al repostero para que les rindieran cuentas y mencionaran lo que les
hacía falta para el gran día. En lo que correspondía a los alimentos todo
estaba casi en orden; sin embargo, faltaban algunos enseres para la cocina y la
repostería, y les entregaron dinero para que compraran algunos cántaros,
escobetas y escobas, cucharones, cedazos, herramienta para afilar cuchillos,
palas para el carbón, lanilla y aventadores, en el parián, sin olvidar el
guangoche para barrer las cenizas del horno. Como ambos iban a pasar toda la
mañana en el mercado, aprovecharon para enviarle una nota a el mayor proveedor
de frutas y legumbres de la región para que en tres días más enviaran a la
cocina baja del palacio arzobispal las guindas, los limones, los nopales, las
uvas y castañas, los espárragos, jitomates, chícharos, coliflores, naranjas y
verduras de todas clases.
Justo
en ese momento, le avisaron que había llegado un arriero que enviaba el Deán de
la Catedral Metropolitana; suspendieron las comisiones y fueron a recibirlo; el
arriero había llegado con dos mulas cargadas y 24 carneros que habían traído
desde el Mezquital. Les dijo que el Deán había recomendado abrir especialmente
cinco huacales, para que pusieran los productos en lugar fresco, entonces buscaron
a alguno de sus cuatro mozos sin encontrarlos, por lo que el propio arriero
tuvo que ocuparse en ese menester. Se llevaron una gran sorpresa: el Deán le
había enviado uvas, alcachofas, lechugas y betabeles, que seguramente eran
difíciles de encontrar en Puebla. En un solo huacal y envueltas en hojas de
maíz se encontraban 10 arrobas de mantequilla traídas desde Toluca, el
repostero Antonio Madera se puso muy feliz; al recibirlas, ya no tendría que
batallar para conseguirlas en último momento.
El arriero que había esperado en Cholula el despuntar
del alba para entregar las mercancías en Puebla cerca del mediodía, tuvo que
regresar con las ovejas a tal poblado. En esto se ocupó un día más, pues tenía
que buscar los pastizales y el agua donde abrevaran para que no de
deshidrataran. Ya estaba muy cansado, pero si a cambio le pagaban 3.00 pesos
más de lo convenido, lo haría sin repelar. El mismo día que entregó la
mercancía al carnicero encargado de sacrificar los animales para enviar la
carne al cocinero y a sus oficiales, la matanza comenzó para que diera tiempo
de quitarles la piel a los animales y se les escurriera toda la sangre. El
carnicero tenía ya listo un cuarto lleno de vacas, 15 cochinitos, seis
terneras, otros seis carneros, ocho cabritos y dos venados.
El
arriero se sorprendió de la cantidad de gente ocupada en estos menesteres. Eran
cerca de 30 ayudantes; unos acarreaban la sangre en unas cubas, otros salvan
las saleas, otros destajaban la carne.
El
arriero alejó aliviado de su carga y de saber que había cumplido con su deber.
En su alforja llevaba los 24.00 pesos que con tantas penalidades y sacrificios
se había ganado.
Volviendo
a don Francisco y don Máximo, sus trabajos no acabarían esa mañana; tendrían
que escribir varias cartas a los alcaldes mayores de los alrededores para que
ya empezaran a pescar y a correr los pescados; es decir, enviarlos en caballos
o con tamemes corriendo desde el lugar en que se pescaron para que llegaran
frescos. Las viandas de peces serían las primeras en cocinarse, pues cocidas se
conservarían mejor que si se retardaba su preparación. Así que se dedicaron a
escribir cerca de 15 misivas; la adquisición de este producto era, sin duda, la
que más penalidades requería, pero estaban seguros de que el nuevo prelado apreciaría
el sabor del pescado mexicano. Lo que no les preocupó fue la cantidad de
pescados secos que ya tenía en su poder el cocinero; se trataba de 29 arrobas d
bacalao, róbalo y hueva. A los 15 mensajeros se les ordenó no regresar hasta
que llegaran con el pescado, así que en un lapso de 3 a 4 días regresaron con:
Cantidad
|
Pescado
|
60
3
3
1 ½
2 ½
5
6 ½
50
95
|
Pescados
Arrobas de bagre del río
Chinameca
Docenas de truchas de
Cuautlán, “que se corrió a caballo a este palacio, desde la Villa de México,
en huacales y petates.
Arrobas de bagre que envió
el gobernador de Tetelpa
Docenas de truchas
Mojarras
Docenas de truchas de San
Francisco
Libras de pescado blanco
Pescados blancos grandes
|
Los
acioneros estaban muy cansados de tanto escribir, por lo que siendo las 11 de
la mañana, decidieron ir a tomarse un chocolate con monseñor Fabián y Fuero,
quien los recibió de muy buen talante y ansioso de tener ya ahí a su apreciado
amigo. Nuevamente el chocolate no se hizo esperar, esta vez, acompañado por
unas deliciosas peritas de coco preparadas por las hermanas jerónimas, quienes
tenían fama en la fabricación de este manjar.
No
abandonaron el palacio arzobispal hasta no pasar a la cocina baja y revisar que
en la puerta de servicio del arzobispado ya estuvieron apiladas las 30 cargas
de carbón y las 4 de leña, ahí encontraron también 5 docenas de servilletas, 4
arrobas de harina, pita para el arreglo del recinto, 30 varas de felpilla, hilo
de Campeche, 20 docenas de huevos, 3 arrobas de manteca, pan duro para la sopa
y para rallar y 39 varas de bramante crudo para trapos de cocina. Un oficial de
cocinero, les entregó el recibo por estos últimos productos, teniendo que pagar
la cantidad de 45.00 pesos.
Se les
pasó la hora de la comida; cerca de las dos y media de la tarde llegaron a su
casa muy agobiados, apenas si probaron alimentos y prefirieron retirarse a su
siesta. En la tarde les esperaba otra fatigante jornada.
Habían
llegado desde el 7 de agosto a la ciudad de Puebla; a un mes de preparativos ya
se notaba en sus rostros las huellas del cansancio, pero resistían por la
seguridad que les daba cumplir con la responsabilidad que recaía sobre sus
personas. Esa tarde tendrían que avisar al cocinero, que ya se encontraba en
las cocinas del palacio arzobispal, para que se presentara a las nueve de la
mañana para entregarle todos los ultramarinos que aún se encontraban
custodiados en la casa.
Don
Andrés Mata Claro se presentó a la hora convenida y los cuatro mozos de los
racioneros, más cinco galopillos, empezaron a acarrear:
Cantidad
|
Alimentos
|
8
1
6
1
2
1
1
1
1
1
1
4
16
1
1
110
2
2
1
12
18
4
13
3
2
16
|
Botellas de escabeche
Queso parmesano de 17
libras
Cuñetes de almendras
Cuñete de ciruelas pasas
Cuñete de aceitunas
Cuñete de lenguados
Cuñete de Salmón
Cuñete de anchoas
Cuñete de orejones
Cuñete de landarines
Cuñete de atún
Cuñete de almendras
Cajas de ciruelas de
Marsella
Porrón de jarras largas
muy especiales
Cuñete de tres docenas de
chorizos
Libras de avellanas
Cuñetes de alcaparras
Cuñetes de espárragos
Botija* de ostiones del
Castillo puestos en salmuera.
Libras de salchichón de
Génova
Piloncillos de azúcar de
Holanda
Botellas de aceite de
Francia
Arrobas y media del común
Docenas de morcillas
Chorizos, jamón, orejas,
patas, lomos
Docenas de frutas secas
Arrobas de cacao de
Guayaquil, Caracas y el Soconusco. Café.
|
(*) Cubeta de madera.
Cuando
los mozos y galopillos pensaron que habían terminado el acarreo, se dieron
cuentan que les faltaban las especies, la sal y el azúcar; entonces,
recomenzaron su labor teniendo que trasladar además tres libras de pimienta,
culantro, cominos, chiles, pepitas, mostaza, nuez moscada, media libra de clavo
y media libra de azafrán, una arroba de ajos, 39 arrobas de azúcar, tres
arrobas de sal.
Los
racioneros se sentían aliviados de deshacerse de su carga; la casa se veía más
espaciosa y ellos disfrutaban del sol y del paisaje de Puebla. Salieron a dar
un paseo sin alejarse demasiado para ver tan ella ciudad, llena de torres y
cúpulas. Los portales con sus mercaderías no dejaban nada que desear a las de
la Ciudad de México; los habitantes del centro empezaban a blanquear las
fachadas de sus casas, pues tenían la petición, casi obligatoria, del señor
obispo, de engalanarlas como era la costumbre. Faltaban sólo cuatro días para
la ceremonia; con la experiencia que tenían, sabían que si el arzobispo
desembarcaba en Veracruz el día 10 de septiembre, podría estar en la Ciudad de
Puebla dos días después; por eso se había preparado el recibimiento y la
investidura para el día 13.
El
camino a San Miguel del Milagro, aparte de algunas banderitas y colgaduras de
papel de China con los colores del arzobispado de lado a lado del camino, no
necesitó más adorno; las flores silvestres del campo en vísperas del otoño eran
la mejor ofrenda. El campo estaba lleno de grandes mirasoles y de otras flores
pequeñas blancas, rosas y amarillas, que iluminaban el paisaje con manchones
coloridos. El santuario, recién aderezado, resplandecía más que nunca. Se había
habilitado con 200 lugares todo cubierto de terciopelo magenta, y grandes ramos
de gladiolos blancos; los indios habían preparado una gran enramada en el atrio
en donde ya estaba confeccionando una preciosa alfombra con pétalos de flores,
con la imagen del arcángel San Miguel y el escudo episcopal.
Don
Francisco y do Máximo podían sentirse, al fin, un poco tranquilos, al constatar
que habían cumplido en gran parte su tarea; únicamente les faltaba vigilar que
el maestro cerero Juan Joseph Alpharo, quien era considerado como uno de los
mejores del gremio en Puebla, se encargara de colocar candeleros y candelabros
para la luminaria en el palacio arzobispal. Con él habían acordado entregarle
el sobrante de cera que no se quemara a cambio de un buen precio, éste
comenzaría a instalar al día siguiente una gran cantidad de bujías y velas de
cera ordinarias. En éstas se consumirían 80 libras de cera “muy especial”;
habían además, 6 hachas de 10 libras d cera cada una. El maestro cerero tuvo
que recoger otras 50 libras de cera en velas que el arzobispado de México había
enviado. Se acordó que se entregarían 200 velas de sebo, para el alumbrado de
las cocinas.
Esa
noche finalmente durmieron “a pierna suelta”; ya habían terminado con todas las
comisiones y sólo faltaba cuidar de que todo se cumpliera al “pie de la letra”.
Los dos días siguientes, revisaron recibos, hicieron cuentas y encontraron que
no se les había escapado el mínimo real. Estaban satisfechos de poder entregar
al secretario de la catedral metropolitana, don Juan Roldán de Aranjuez, muy
buenas cuentas, las cuales ascendían a 8 426.00 pesos. Tomando él cuenta el
viaje de regreso, habían gastado un poco más de lo previsto, pero tenían
autorización del contador de Catedral de que no se escatimara ningún gasto en
la ciudad de Puebla. Las contabilidades y recibos los guardaron como un
preciado tesoro en su escritorio de viaje.
Finalmente,
en la víspera de la consagración, por la tarde, visitaron al obispo Fabián y
Fuero, únicamente para informarle que todo estaba listo; no tardaron mucho, ni
siquiera se sentaron. Tres días antes, un correo había llegado con la noticia
de que ya se había avistado en Veracruz el barco en donde venía su Ilustrísima,
y que por lo tanto, muy entrada la noche de ese día el nuevo arzobispo llegaría
a Puebla. (33)
Rápidamente se dirigieron a la cocina de la planta
baja, no podían creer lo que vieron sus ojos. El cocinero y el repostero se
habían lucido; había cerca d 50 viandas en enormes cazuelas de barro. Querían
probar cada una de ellas, el bracero no se daría abasto para calentar todo, por
lo que habían agregado 30 anafres suplementarios en el patio trasero. Se les
hacía tarde para verlas lucir en los resplandecientes platones y fuentes de
plata y cobre.
El
repostero los condujo a la cocina superior, en donde en hornos a dos fuegos,
había preparado los mejores puestos y pasteles, les llamó la atención uno de
ellos. Aunque parezca increíble, medía cerca de dos metros; habían reproducido
la catedral metropolitana con sus fieles también hechos en alfeñique, que
parecía que de un momento a otro se iban a mover. Diez reproducciones de
ángeles hechos de jamoncillos, cada una medía aproximadamente vara y media;
completaban en conjunto cinco custodias que serían flanqueadas por los ángeles.
Eran tantas y tantas figuras, que más parecía una tienda de porcelanas que una
repostería. Abandonaron felices el recinto, congratulándose a sí mismos de
haber contratado tan excelentes maestros en su arte. Imaginaron la expresión
del nuevo arzobispo cuando contemplara tantas bellezas.
Dos
noches después no pudieron conciliar el sueño, el alba los encontró ya
preparándose para tomar un baño y lucir sus mejores galas. Eran las seis de la
mañana cuando oyeron los cohetes y salvas y se enteraron que la comitiva
episcopal había salido a San Miguel del Milagro desde las 6:30 horas. Eran
cerca de la una de la tarde cuando los racioneros se encontraban en la puerta
del palacio arzobispal. Casi desde la nueve de la mañana se hallaban dando la
última inspección a las cocinas y al patio. ¡Qué bello lucía éste! Estaba lleno
de listones hechos con esparraguillo y flores blancas que iban de un arco al
otro; en cada una de las columnas había un enorme ramo de flores. Al pie de la
escalera estaba la silla arzobispal, recién dorada, enmarcada por las colgaduras de terciopelo y flecos de oro;
y en el piso, al lado de los ramilletes; las mesas, de las mejores calidades de
la ciudad y algunas otras que habían venido desde México y Tlaxcala, se habían
acomodado formando un gran rectángulo y su cupo era para doscientas personas;
sobre ellas, se encontraban preciosos búcaros de talavera poblana adornados con
amapolas de pluma roja y flores de cambray. ¡Cómo lucían las copas y
servilletas!, habría que tener cuidado con ellas, porque era lo primero que se
perdía. (34)
Los ojos se les iban en los manjares ya listos en la
cocina baja: pescados alcaparrados, bacalao a la vizcaína, lechones rodeados de
rodelas de zanahoria y cebolla, gigotes de cordero, gallinas moriscas,
gazpachos, gallinas en almendra, pollos agridulces, gallinas en betabel,
carnero de ensaladilla, capones rellenos con hueva, jamón, tortas cuajadas de
carne, lomos rellenos, salpicón de venado, platones de jamones y chorizos, y
todos, todos al cual mejor aderezados y adornados. (35) No cabía
duda de que el nuevo arzobispo no solamente no extrañaría la comida de su natal
España, sino que comprobaría que la comida novohispana no tenía nada que
envidiar a la de ultramar.
Casi las
dos de la tarde, los racioneros contemplaban desde el zaguán, con algún
nerviosismo, pero satisfechos de que su trabajo luciera tanto; los balcones de
la plaza con guías de flores y listones de terciopelo amarillo, violeta y oro.
Los habitantes de Puebla (36) se habían esmerado más que nunca en hacer lucir sus
casas. Las damas en sus balcones con sus largas mantillas tenían porroncitos de
agua perfumada de rosas y violetas, que desde un mes antes habían estado
preparando, para rociar la calle desde lo alto al paso del dignatario.
De
pronto, las campanas de catedral se echaron al vuelo, se oyeron cohetes y
salvas, el cielo se llenó de palomas con listones de mil colores atados a sus
patas y en ese preciso instante, la carroza de su Ilustrísima apareció doblando
la esquina.
*Bazarte Martínez, Alicia,
Un acercamiento a la comida Novohispana, México, IPN, 2006; Bazarte
Martínez, Alicía, Enrique Tovar Esquivel y Martha A. Tronco Rosas, El convento jerónimo de San Lorenzo
(1598-1867), México, IPN, 2001.
(1) Fragmento. Anónimo, poema citado por María Concepción Amerlinck en “Los
conventos de monjas novohispanos”, en
El arte mexicano, El arte colonial II,México,
Sep-Salvat, 1982, t. 6.
(2) Prólogo de Sonia
Corcuera de Mancera, en Hazme cazón,
los historiadores y sus recetas de cocina, Manuel Ramos Medina,
compilador, México, Centro de Estudios de Historia Condumex, 1997, p. 17.
(3) El prólogo de Guy
Rozat a El libro de Dominga de Guzmán
un documento personal del siglo XVIII, nos ilustra sobre la certeza “del
mestizaje culinario, del encuentro de dos ollas” y nos invita a la reflexión
sobre aquellos documentos referidos a la comida mexicana como producto de una
historia cultural. María del Carmen León García, El libro de Dominga de Guzmán un documento personal del siglo XVIII,
México, CNCA, 1997.
(4) Más información en
Alicia Bazarte, Enrique Tovar Esquivel y Martha A. Troco Rosas, El Convento Jerónimo de San Lorenzo:
patrimonio cultural del Instituto Politécnico Nacional (1598-1867),
México, IPN, 200. En la Ciudad de México existieron dos monasterios
jerónimos: el de Santa Paula, fundado por Doña Isabel de Guevara, hija de Don
Diego de Guevara y de Doña Isabel de Barrios, que fue abierto a la clausura
en 1585; a este convento se le conoció también bajo el nombre de San Jerónimo
(al que diera lustre sor Juana Inés de la Cruz). El otro convento jerónimo
fue el de San Lorenzo, fundado por Marina de Mendoza, hija de Juan de
Zaldívar y Marina de Mendoza, el 14 de noviembre de 1598. Otro convento fue
el de San Jerónimo, en la ciudad de Puebla de los Ángeles, fundado por Juan
Barranco para que las religiosas se encargaran del Colegio de Jesús María.
Convento y Colegio se abrieron el 15 de julio de 1600.
(5) La administración de
los bienes y caudales mayores del convento, como fueron las capellanías y
obras pías se encargaban a un contador, quien decidía de mutuo acuerdo con la
priora sobre el destino de los mismos.
(6) Los tres conventos
jerónimos se rigieron por las Constituciones en copias manuscritas dadas en
el Monasterio de San Bartolomé de Lupiana, España, en 1510, hasta que a
principios del siglo XVIII cada uno imprimió las suyas: Las de San Jerónimo
de Puebla en 1701; las de San Jerónimo de México en 1704 y las de San Lorenzo
en 1707.
(7) En los conventos
novohispanos de religiosas calzadas prefirieron como habitación las celdas
privadas o particulares, los cuales las religiosas o sus parientes construían
de sus propios capitales y eran negociables en vida de las monjas, quienes
podían traspasarlas, venderlas, cambiarlas o heredarlas. La existencia de
celdas particulares en el Convento de San Lorenzo en nada rompía con las
disposiciones d sus reglas y constituciones, muy al contrario, cuidaron de la
buna observancia de las mismas: “si alguna vez, o algunas religiosas tuvieren
celdas particulares procuren con todas veras resplandezca n ellas la santa
pobreza que voluntariamente prometieron a Dios”. Regla y constituciones, que por autoridad apostólica deben observar
las religiosas Jerónimas del Convento de San Lorenzo de la Ciudad de México.
Impresas a Diligencia, solicitud, y expensas de la R.M. Dominga de la
Presentación, priora, ha sido, y ahora es actual de dicho convento. Quien las
consagra y dedica a su insigne padre y patriarca el máximo doctor de la
iglesia San Jerónimo, con licencia de los superiores, en México, por los
herederos de la viuda de Francisco Rodríguez Lupercio, en el puente de
Palacio 170, p. 29. En San Lorenzo existieron dormitorios comunes para no más
de tres religiosas, sobre todo las más menesterosas que no tuvieron para
pagar su propia celda. “Cada religiosa tendrá su cama separada, de suerte,
que no puedan dormir dos en una cama, sin canceles, ni paramentos, sino sólo
con sus cortinas de lienzo”. Ibidem,
p. 50
(8) Se conoció bajo el
nombre de niñas a otras mujeres en el convento, como las que abandonaron a
las puertas del mismo las hermanas legas, también nombradas toquiblancas, que nunca llegaron a
profesar por falta de dote, y que desempeñaban las labores más humildes o más
engorrosas del convento. En ocasiones llegaron a recibir este nombre las
madres viudas que vivían con sus hijas profesas.
(9) Salazar de Garza,
Nuria, La vida común en los conventos
de monjas de la ciudad de Puebla, Puebla, Gobierno del Estado de Puebla,
Secretaría de Cultura (Biblioteca Angelopolitana, vol. V), 1990, p. 7.
(10) Ramírez Montes, Mina,
“Del hábito y de los hábitos en el Convento de santa Clara de Querétaro” en El monacato femenino en el imperio
español, monasterios, beaterios, recogimientos y colegios, coordinador
Manuel Ramos Medina, México, Condumex, 1995, p. 569.
(11) AGN, Archivo General
de la Nación, Bienes Nacionales, Leg. 894, fs. 45v-368v.
(12) Ibidem, fs. 359v-360v.
(13) Las novicias
tenían que vivir separadas de las profesas y bajo la vigilancia
prudente de la maestra de novicias, sin embargo, en este caso, Juana de San
Nicolás, quien llegó con su hermana en 1616 la cual no había podido profesar
por falta de dote. Es hasta 1629 que se recibió en el convento una limosna de
2.500.00 pesos y pudo tomar el hábito y velo negro, pero tuvo que pagar los
alimentos que consumió desde que entró al convento y por haber estado 13 años
en calidad de novicia, tuvo que compartir la celda con su hermana profesa.
Archivo General de la Nación (AGN), Bienes Nacionales, leg. 128, exp. 31.
(14) En este año ya se
anunciaban las torrenciales lluvias que provocaron la gran inundación de la
Ciudad de México de 1629.
(15) Aún no se convertía
en la espléndida iglesia que se consagró en 1650 gracias a los capitales de
Juan Fernández de Río Frío, de su mujer María de Gálvez y de su patrono Juan
de Chavarría Valera. La iglesia que aún hoy podemos contemplar se encuentra
ubicada en la esquina de las calles Belisario Domínguez y Allende de la
ciudad de México.
(15) El convento se fundó
en memoria de la muerte del rey de España Felipe II, muerto tres meses antes;
el patrono fue San Lorenzo por San Lorenzo del Escorial, que Felipe II mandó
construir cerca de Madrid para resguardar las tumbas de sus padres,
encargando a la orden jerónima que se ocupara de su culto. San Lorenzo se
convirtió en objeto de especial
adoración por Felipe II, ya que venció a los franceses en la famosa batalla
de San Quintín el 10 de agosto de 1556.
(16) Documentos del
Archivo Histórico de las Jerónimas de la Adoración, Madrid, España.
(17) Uno de los más
distinguidos capellanes del Convento de San Lorenzo: Sánchez, Miguel, Sermón que predicó el bachiller Miguel
Sánchez, en las exequias funerales de la madre Ana de la Presentación, priora
del Convento de San Laurencio de México, viernes 4 de julio, de 1636 año.
Con licencia en México, en la imprenta de Francisco Salbago, MDCXXXVI.
(18) Su padre Fernando de
Oñate había fundado el ingenio de azúcar en Tacámbaro, Michoacán, así como la
hacienda de labor anexa a éste. Libro
de la administración de dotes, Archivo Histórico de las Jerónimas de la
Adoración, Madrid, España.
(19) Regla y
constituciones que por autoridad apostólica deben observar las religiosas
jerónimas del Convento de San Lorenzo de la Ciudad de México, p. 82.
(26) El mismo caso que el
del benefactor don Sibo de Soberanis; don Juan de Córdoba fue propietario de
grandes extensiones ganaderas en la región de Puebla y Veracruz, inclusive
fue dueño de ventas en el camino Puebla-Orizaba-Veracruz.
(20) Balbuena, Bernardo
de, Grandeza Mexicana y fragmentos del
Siglo de Oro y el Bernardo, Prólogo de Francisco Monteverde, México, UNAM
(Biblioteca del estudiante universitario núm. 23), 1992, p. VI. En realidad
Isabel de Tovar, profesó con el nombre de Isabel de San Bernardo en 1603.
Acta de profesión en el Primer Libro de
Profesiones, Archivo Histórico de las Jerónimas de Madrid, España.
(21) Posiblemente el que
se puede observar en el Museo de Franz Mayer, de la Ciudad de México.
(22) González de Eslava,
Fernán, Villancicos, romances,
ensaladas y otras canciones devotas, edición de Margit Frenk, México, El
Colegio de México, Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios (Biblioteca
Novohispana), 1989.
(23) Suponemos que donaba
la leche al ser propietario de estancias de ganado mayor, puesto que era
costumbre de los familiares de las monjas contribuir con productos de sus
haciendas, convirtiéndose en esta forma en benefactores permanentes del convento.
(24) La archicofradía del
Santísimo Sacramento y Caridad, con sede en la Catedral de la Ciudad de
México, era la encargada de llevar el día jueves la comunión a los enfermos,
acompañados del Santísimo Sacramento, bajo palio y con 12 niños quienes con
hachas (velas de cuatro pabilos), alumbraban el camino. Constituciones de la Archicofradía del Santísimo Sacramento y Caridad,
México, 1807. Archivo General de la Nación, Patronato Eclesiástico, Caja 22,
libro de 1712.
(25) Regla y constituciones que por autoridad apostólica deben observar
las religiosas jerónimas del Convento de San Lorenzo de la Ciudad de México, Impresas
a diligencia, solicitud y expensas de R.M. Dominga de la Presentación,
priora, he ha sido, y ahora es actual de dicho convento. Quien las consagra y
dedica a su insigne padre y patriarca el máximo doctor de la Iglesia San
Jerónimo, con licencia de los superiores, en México, por los herederos de la
viuda de Francisco Rodríguez Lupercio, en la puente de Palacio 1704.
(27) Regla y Constituciones… op. Cit.
(28) No es de admirar que
en estas recetas se emplearan únicamente las yemas. Las claras de los huevos,
en múltiples ocasiones, se entregaban a los artesanos, quienes las empleaban
como pegamento para sus obras, especialmente, en retablos y esculturas
dorados.
(29) (Fragmento) Poesías místicas y profanas para gusto del
que las escribe, como aficionado, Manuscrito que se encuentra en
Histórico de Hacienda del AGN.
(30) Volumen conformado
por varios expedientes, sin foliar, contiene además de las contabilidades y
recibos de los gastos erogados por el recibimiento y consagración del
arzobispo Núñez de Haro, los gastos igualmente aplicados por la llegada de
arzobispo Francisco Javier Lizana en 1803; el cuadrante de los derechos de la
secretaría de gobierno del arzobispo Manuel Josepf Rubio y Salinas, un ando
de excomunión de 1812, la descripción de las fiestas del Espíritu Santo, una
pequeña reseña del uso del palio catedralicio y la descripción de los
funerales de un arzobispo.
(31) El Ayuntamiento de la
Ciudad de México establecía que el gasto por el recibimiento de un virrey no
debería exceder a los 8 000 pesos, sin embargo, esta suma era siempre
rebasada. Véase Gustavo Curiel, “Fiestas para un virrey. La entrada triunfal
a la Ciudad de México del Conde de Baños. El caso de un patrocinio oficial.
1660” , en Patrocinio, colección y
circulación de las artes, XX Coloquio Internacional de Historia del Arte,
México, UNAM, IIE, 1997, p. 191; sobre los gastos erogados por el
Ayuntamiento de Puebla para el recibimiento de los virreyes, véase Miguel
Ángel Cuenya Mateos, Fiestas y virreyes
en la Puebla Colonial, Puebla, Gobierno del Estado, Secretaría de
Cultura, 1989.
(32) Francisco Morales, Clero y política en México (1767-1834),
algunas ideas sobre la autoridad, la independencia y la reforma eclesiástica,
México, Melo, (SEP-Setentas, núm. 224), 1975, pp. 30-32.
(*) Las cajetas podían ser
de frutas en la colonia; su nombre se debe al recipiente o caja de madera en
que se guardaban.
(*) Los dulces de frutas
también deben su fama a los monacatos jerónimos poblanos.
(33) En el recibimiento de
Núñez de Haro y Peralta en la Ciudad de México y en la casa de Tacubaya se
gastaron, en comida y adorno del palacio arzobispal, la cantidad de 7 265
pesos, 4 reales.
(34) En esta ocasión se
perdieron: cinco cucharas, cinco tenedores y se tuvo que pagar por las
servilletas perdidas la cantidad de 17 pesos, 1 tomín; en la Ciudad de
México, en 1803, cuando tomó posesión el arzobispo Francisco Xavier de Lizana
se perdieron: un mantel y tres docenas de servilletas que había prestado el
Conde de la Valenciana, además tres tablas de manteles.
(35) El nombre de algunos
guisos fueron tomados del Recetario de
doña Dominga de Guzmán, siglo XVIII, tesoro de la comida mexicana,
México, Sanborns, Conaculta, Dirección General de Culturas Populares, 1996.
(36) Los habitantes de
Puebla no se imaginaban en esos momentos las grandes molestias y problemas que
tendrían que enfrentar por las reformas eclesiásticas de ambos prelados, como
por ejemplo la “vida en común” en
los conventos de religiosas calzadas (1774) o los censos a cofradías (1791).
Sin embargo, no olvidemos que ambos prelados fueron el alma del IV Concilio
Mexicano. Francisco Fabián y Fuero retornó a España en 1773; Alonso Núñez de
Haro y Peralta fue arzobispo de México durante 28 años, muriendo en el
desempeño de sus labores.
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