Sacrificio y martirio nacional. Pasión, muerte y
glorificación de
José Antonio Primo de Rivera
José Antonio Primo de Rivera
“Los viejos lazos entre la creencia y el poder,
¿se
habían roto?, ¿habían pasado, en estos primeros
años del siglo XX, a la categoría de los
vestigios, de
las supervivencias? Así lo creían algunos
hombres
sinceros, que no supieron discernir que, en el
campo
sociológico, la parte de lo sagrado no había
sido
borrada, sino transferida. Alguna cosa exigía
todavía
un amor sagrado. Era la patria”.
Pierre Vilar
Pensar históricamente
Estimados lectores, es
hora de que se haga justicia histórica a una voz que se dejó de oír por muchos
pueblos de España durante tres años de intensísima vida política y que al final
murió de forma violenta. Sobre José Antonio se han levantado desde entonces dos
mitos contrapuestos: Uno el mito de la “deformación positiva”, el mito
apasionado. Durante toda la etapa franquista son múltiples esos panegíricos de
la figura de José Antonio, en los que es tratado como un semidiós, un personaje
casi intocable. A fuerza de elogiar tantísimo la figura de José Antonio con
palabrería hueca, se perdió su dimensión humana real y, lo que es más grave,
durante bastante tiempo se arrinconó en el baúl de los recuerdos su pensamiento
político. El otro mito es el de la “deformación negativa” que presenta a José
Antonio como un fascista peligroso, como un personaje político que pertenece al
pasado y no merece atención. José Antonio es ese personaje que aparece en los
retratos que pasea por ahí la extrema derecha. Frente a estos mitos, existe
toda una figura que habría que rescatar para el patrimonio común de los
españoles. Que no es ese mito idealizado que nos presentaron durante décadas,
pero que tampoco es, decididamente, ese personaje casi innombrable que hoy se
nos presenta.
Gentes tan dispares
como Unamuno, como García Lorca, como Indalecio Prieto – dirigente socialista-,
escritores como Pemán, Rosa Chacel, Azorín, dirigentes anarquistas como Abad de
Santillán, como el presidente de la II República en el exilio Félix Gordón
Ordás, como el historiador Arnaud Imatz, como el propio Julio Anguita
(ex-secretario general del PCE), Fernando Sánchez Dragó, Salvador Dalí… por
citar sólo algunos nombres –ninguno de ellos falangistas- han hablado
elogiosamente de José Antonio, desde la discrepancia. Todos ellos, políticos e
intelectuales de diversas tendencias, han coincidido en señalar algún aspecto
positivo de la personalidad o la obra del fundador de Falange, llamando la
atención sobre el interés que tiene esta figura.
José Antonio era un
abogado, hijo de Primo de Rivera, cuyos primeros años se desarrollaron en un
ambiente aristocrático. Inicialmente sale al ruedo de la política para defender
la memoria de su padre, pero poco a poco, se produce una profunda evolución en
su pensamiento. Estudia muy seriamente el fenómeno del marxismo. Muestra
también un interés por el fascismo, del que asume esa necesidad de combatir al
marxismo no desde el conservadurismo, sino siendo capaces los pueblos, cada uno
desde su dimensión nacional, de acometer su propia transformación social. Esa
unión entre valores nacionales y sociales acabará determinando la síntesis de
su ideario. Pero José Antonio evoluciona y se distancia claramente de los
fascismos y afirma que Falange, el movimiento político que crea en 1933, se va
a ir perfilando cada vez más con caracteres propios.
Resulta significativo
que precisamente analistas procedentes del campo ideológico, en teoría, opuesto
al nuestro subrayen la posible vigencia de una tercera posición. Una alternativa
a marxismo y capitalismo, una alternativa frente a socialistas y
liberales-conservadores, una tercera posición que busca una democracia con
justicia social, que aúne valores personalistas con una transformación
económica con sentido social… El mero hecho de que se afirme que esa tercera
posición tiene posibilidades, que no es tan disparatada supone una brecha de
esperanza. Por ello es necesario romper el cerco de silencio, para difundir la
personalidad e José Antonio Primo de Rivera, pero, sobre todo, para difundir lo
que es más importante, su mensaje, que en líneas generales puede resumirse en
esa tercera vía de la que hemos hablado más arriba.
Hace años, en una madrugada, José Antonio se
encaraba con el pelotón que lo iba a fusilar y les decía: “¿Quién ha podido
deciros que yo soy vuestro adversario? Quien os lo haya dicho no tiene razón
para afirmarlo. Mi sueño es el de la patria, el pan y la justicia para todos
los españoles, pero preferentemente para los que no pueden congraciarse con la
patria porque carecen de pan y de justicia. Cuando se va a morir no se miente y
yo os digo, antes de que me rompáis el pecho con las balas de vuestros fusiles,
que no he sido nunca vuestro enemigo. ¿Por qué vais a querer que yo muera?”.
Ojalá que ese sueño que
él expresaba poco antes de que lo fusilaran se haga realidad y ojalá toda la
humanidad acabe encontrando Patria, pan y Justicia. Es una tarea de todos, y
cada uno podemos aportar nuestro grano de arena.
La sacralización de la Nación: religiones políticas y
Modernidad occidental
Si desde hace aproximadamente una década el concepto de
religión política es el punto de partida de determinados enfoques de la
historiografía centrados en el análisis del fascismo italiano y del nazismo
alemán como específicos procesos de sacralización de lo político, tanto la idea
a la que apunta el término como su propia formulación cuentan con una heterogénea
y larga historia anterior. Puede que la Roma de Augusto fuera ya el primer
ejemplo histórico de religión política tal y como lo entenderíamos hoy. Sin
embargo, para la cuestión que aquí interesa, no hace falta irse tan lejos;
basta con situarse en el mundo que cambia con la I Guerra Mundial y en las
observaciones y los análisis que lúcidos contemporáneos del momento empiezan a
realizar tratando de explicar la nueva Europa que emerge tras la guerra. El
advenimiento de los regímenes comunista, fascista y nacionalsocialista a lo
largo y ancho del continente, en el escaso intervalo de quince años, habría
llevado a que muchos intelectuales de la época se preguntasen “si su
terminología transmitía adecuadamente el alcance de las pretensiones de esos
regímenes o los horrores de los que eran responsables”.(1) Algo parecido a lo
que algunos testigos de la Revolución francesa habían hecho en su momento al
comprobar cómo el acontecimiento extraordinario que presenciaban daba sepultura
a una era e inauguraba otra utilizando mecanismos y persiguiendo objetivos
nunca vistos hasta entonces. (2) En ambos casos, muchas de las observaciones
aludían al hecho de cómo, tanto en la nueva etapa histórica que se iniciaba con
la Revolución, como en la nueva Europa que surgía tras la I Guerra Mundial, la
esfera de la política había adquirido notables grados de mesianismo desbordando
los cauces habituales de hacer y entender la política. En última instancia, lo
que todos estos autores tan distintos entre sí y temporalmente separados por
casi un siglo estaban apuntando –no sin cierta sorpresa era una idea que hoy
nos resulta más o menos familiar: la ambivalente dimensión sacral que conlleva
la secularizante Modernidad occidental.
Si resulta difícil
poner la fecha fundacional del término de religión política, Gentile apunta que
su paternidad –a pesar de que pueda encontrarse en escritos y autores
anteriores- debería recaer sobre uno de estos testigos de la convulsa Europa de
entreguerras: el filósofo político austriaco Eric Voegelin (3) que, en 1938 –el
mismo año del Anschluss realizado por Hitler- publica en Viena su libro, Las religiones políticas. Para Voegelin,
si bien cierta forma de religión estatal podría encontrarse en la práctica
totalidad de las sociedades desde el principio de los tiempos a través de las
figuras de los reyes y de los gobernantes recibiendo su poder de Dios y
actuando como mediadores entre los humanos y los dioses (y a pesar, también, de
que esta forma de religión estatal formaría parte del pensamiento clásico
cristiano a partir de la idea de la manifestación de la voluntad divina en la
historia), las modernas religiones políticas del siglo XX habrían tenido su
origen en la obra de Hobbes y en su sacralización del Leviatán. Hobbes –que,
según Voegelin, habría cumplido un papel análogo en la formulación de la “ecclesia
intramundana” al de San Pablo en la formulación de la comunidad cristiana otorga
al Estado un papel sacral y crea en sus súbditos, por primera vez en la
historia, el sentimiento de una comunidad intramundana unida y centrada
alrededor de sí misma. A partir del siglo XVII, la idea de la búsqueda de la
perfección y la felicidad de la humanidad como plausibles conquistas terrenales
habría dado lugar a la formulación de toda una serie de “revelaciones en la
historia” y a la elaboración de una idea de legitimidad que residiera en el
seno de la propia comunidad terrestre. Tanto la teoría como la filosofía
política posteriores se dedicarían a teorizar y a desarrollar minuciosamente
estas cuestiones, como señala Voegelin. (4 )
Con respecto al siglo
XX a partir de cuyas observaciones el filósofo austriaco escribe, el fascismo
italiano y el nazismo alemán habrían sido los dos ejemplos más claros de
ecclesias intramundanas construidas a partir de la sustancia sacral del
espíritu nacional históricamente encarnado en los individuos en tanto miembros
de la Nación. El realissimun de esta
experiencia religiosa centrada en la redención colectiva se encontraría, no ya
en Dios, sino en el Pueblo –sujeto de la Nación- y en la experiencia de unidad
y camaradería que sólo se vive a través de la lucha y de la acción y que habría
de culminar con el establecimiento empírico del Reich. (5)
Apenas cinco años
después, ya en plena II Guerra Mundial, Raymond Aron utilizaba el término
análogo de religión secular para señalar cuestiones parecidas a las apuntadas
por Voegelin. (6) Para Aron, los ejemplos más claros de cómo las doctrinas
modernas habían ocupado en las almas de sus contemporáneos el lugar de la
antigua fe para situar en la realidad histórica concreta la redención de la
humanidad –redención que se lograría a través de la creación de un nuevo orden
social- eran el nazismo y el comunismo. Ambas eran doctrinas de salvación
anunciando apocalípticamente una nueva era; las dos poseían un sujeto concreto
sobre el que había recaído la misión histórica de realizar la llegada del nuevo
reino esperado; y tanto la una como la otra exigían sacrificios en su nombre en
función de una visión del mundo maniquea en la que la construcción del enemigo
primordial justificaba tanto la emergencia de salvadores mesiánicos, como la
predisposición y llamada continua a la movilización de las gentes en aras de la
consecución de su particular causa suprema. (7)
La importancia de las
reflexiones de autores como Voegelin o Aron reside en que, desde su posición de
contemporáneos de los fenómenos que tratan de explicar y desde su condición
intelectual, buscaron y elaboraron por primera vez conceptos que fueran
analíticamente válidos para dar cuenta de la realidad social de la Europa que
les tocó en suerte, conceptos que las ciencias sociales y la historia
posteriores desarrollarían y sistematizarían hasta llegar a la relativa
explosión de trabajos historiográficos actuales. (8) Estos autores de la
primera mitad del siglo XX no estaban apuntando cosas que no hubieran sido
dichas antes o que no fueran a ser reiteradas después. Lo que es importante
subrayar no es tanto una genealogía pormenorizada de estos términos llena de
matices conceptuales y de nombres variados como el hecho de señalar que, en
última instancia, todos apuntan a lo mismo: la búsqueda de un término adecuado
para un fenómeno nuevo que surge con la Modernidad y que debe ser situado
dentro de una constante que parece haber acompañado a toda la historia de la
humanidad: la inherente sacralidad que conlleva el poder y su manifestación a
través de complejos sistemas simbólicos.
“Un mundo completamente
desacralizado es un mundo completamente despolitizado”, escribió Cifford
Geertz. (9) Si en el centro político de cualquier sociedad compleja hay siempre
una élite gobernante que ejerce el poder soberano sobre una masa gobernada, el
conjunto de formas simbólicas a través de las cuales se expresa toda forma de
poder tendría la función de justificar y legitimar, ante quienes tienen que
acatar la autoridad de quienes les dominan, tanto su propia existencia, como
las acciones que esta élite gobernante realiza. Para ello, las colecciones de
historias, ceremonias, insignias, emblemas y formalidades de todo tipo que, o
bien son heredadas o, en situaciones más revolucionarias, inventadas serían los
elementos con los que constituir estos sistemas simbólicos a través de los
cuales el poder adquiere la realidad incuestionable que sólo se alcanza cuando
se abandona el ámbito cotidiano de lo profano para entrar a formar parte del
terreno de lo sagrado (y, gracias a los cuales, la sociedad “produce y
reproduce su propia imago simbólica como “trascendencia colectiva” frente a la
contingencia histórica”). (10)
Partiendo de esta idea
de que hay elementos constantes que siempre forman parte de todo sistema
social, Geertz señaló la necesaria complementariedad entre la historia y las
ciencias sociales: la relevancia que tendría el factor histórico para estas
últimas residiría, precisamente, en que les permitiría comprender cómo, a pesar
de que tanto la estructura como las expresiones de la vida social puedan
cambiar y lleguen a adquirir formas tan diversas, las necesidades internas que
las animan suelen permanecer constantes en el tiempo. “Los tronos pueden estar
pasados de moda y sus fastos, también; pero la autoridad política sigue
necesitando un marco cultural dentro del cual definirse y promover sus
demandas”. (11) En última instancia, todo orden social se sustenta en grandes
mitos construidos desde los que elaborar sus particulares visiones del mundo y
a través de los cuales naturalizarse para convertirse en incuestionable
realidad; los mitos pueden variar, pero la necesidad profunda que impulsa la
construcción de estas grandes ficciones será, con escasas variaciones, siempre
la misma. (12)
Para dar cuenta de
estas variedades culturales, Geertz desarrolló su particular método etnográfico
de la descripción densa. Si toda conducta humana es acción simbólica y si la
cultura es una maraña de estructuras significativas desde las que los sujetos
producen, interpretan y perciben el mundo, la manera que tendría el analista de
captar esa realidad sería tratando de desentrañar las estructuras de
significación que conforman la cultura que se estudia. (13) Para poder entender
la importancia de las religiones políticas del siglo XX, puede que sea útil
situarlas en su contexto específico y analizarlas como resultados concretos de
los mitos particulares que se construyen con la Modernidad conformando las
estructuras de significación que han vertebrado el mundo de los dos últimos
siglos. En este sentido, uno de los grandes mitos del mundo occidental de los
siglos XIX y XX ha sido su condición de entenderse y autodefinirse como un
mundo secularizado y dotado de importantes dosis de racionalidad. Si a estas
alturas ya hemos entendido el sentido que tuvo el gran cambio ideológico que,
hace algo más de doscientos años, inauguró nuestra era moderna comprendiendo
que el proceso de secularización no supuso la desaparición de lo sagrado, sino
su metamorfosis y transformación, es en ese contexto en el que debe situarse el
análisis y la comprensión de las religiones políticas y seculares que han
proliferado a lo largo de los dos últimos siglos –y, con especial virulencia, a
raíz de la I guerra mundial- por todo el mundo occidental.(14) Sobre esta
cuestión, Gentile apunta que los procesos de sacralización de la política de
los que emergen estas nuevas formas de religión son un fenómeno puramente
moderno: serían el producto de la naturaleza propia de la Modernidad y de su
condición de secularidad. (15) Ahí reside, precisamente, su importancia y la
peculiaridad que las diferencia tanto de la sacralización del poder político
propia de otras épocas históricas, como de los procesos de politización de la
religión (16); en que lo que las religiones políticas contemporáneas sacralizan
son entidades propias del mundo secular -estados, naciones, clases sociales,
razas...- y en que, a partir de estas nuevas deidades que suponen la
consagración de lo profano,(17) elaboran una cosmovisión particular que ha
actuado (y continúa actuando) como marco cultural de referencia en el que todos
los elementos propios de lo religioso han tenido y siguen teniendo cabida (18)
una historia de salvación caminando en línea recta hacia la definitiva
redención, un pueblo elegido sujeto de esta salvación, un enemigo maligno al
que se debe eliminar para que el pueblo elegido pueda cumplir su misión de
salvación y una codificación en términos éticos y legales del comportamiento
colectivo construida alrededor del principio sacralizado. (19) En definitiva,
las religiones políticas podrían ser interpretadas como los sustitutos
funcionales de las religiones tradicionales que, en épocas de avanzada secularidad,
cumplirían papeles análogos a aquéllas elaborando un sistema de creencias capaz
de proporcionar respuestas ante las frustraciones humanas y codificando
ritualmente la vida colectiva de una forma similar a como lo han hecho las
religiones tradicionales. (20) Dentro de estas frustraciones esenciales que
toda cosmovisión debe explicar dentro del mundo al que dota de sentido,
sobresale el hecho de cómo afrontar la muerte y de cómo transformarla en un
hecho significativo que proporcione salvación. (21) Si las religiones políticas
se insertan dentro de las estructuras de significación de la Modernidad
occidental, las particulares salvaciones que éstas proporcionen tendrán mucho
más que ver con sociedades sin clases, Imperios milenarios o Naciones redimidas
que con paraísos sobrenaturales aguardando en la otra vida. Y la muerte
adquirirá sentido cuando uno se enfrente a ella como un acto de servicio hacia
sus específicas y nuevas divinidades.
Se ha apuntado al
principio que el análisis del fascismo italiano y del nazismo alemán cuenta ya
con una nutrida literatura a sus espaldas que ha argumentado su interpretación
y análisis como formas modernas de religión política. Se puede constatar, sin
embargo, cómo el franquismo español raramente ha sido estudiado utilizando una
perspectiva similar; (22) muy al contrario, en la mayoría de los trabajos el
énfasis ha recaído en las diferencias culturales, económicas y sociales que
separarían a España de los casos italiano y alemán o en una excesiva
focalización del papel fundamental que jugó la Iglesia durante la dictadura
española y en la omnipresencia que tuvo la doctrina nacionalcatólica en la vida
local de los años 40 y 50. La aproximación al franquismo como una forma moderna
de religión política queda, entonces, altamente dificultada por este énfasis
excesivo en el papel desempeñado por la religión tradicional y por su
institución eclesiástica durante el régimen franquista. El punto de partida de
estas páginas asume lo contrario: que el franquismo puede ser interpretado y
entendido como una forma de religión política estructurada alrededor de la
sacralización de la Nación española recuperada con la Victoria en la guerra
civil en marcada consonancia con otras formas modernas de religión política
–especialmente, con el fascismo italiano y el nazismo alemán- (23) en tanto
movimientos y, posteriormente, regímenes asentados en el poder, que se
formularon y ritualizaron a partir de la deificación de sus respectivas
naciones.
Si entendemos la Nación
como una entidad suprema sacralizada dentro de las religiones políticas que
aquí nos interesan, cabe esperar que ésta adquiera determinadas propiedades
sagradas equivalentes a las que han tenido otras deidades dentro de sus
particulares tradiciones religiosas. (24) A este propósito y con respecto a la
Nación deificada, Anthony D. Smith destaca cuatro: en primer lugar, la idea de
la elección divina, propiedad sagrada de la Nación que permitiría al sujeto
nacional autodefinirse y entenderse como un pueblo providencialmente elegido cuya
misión sería la de actuar de faro y de guía ante las demás naciones con el
objetivo de que éstas alcancen, al seguir el ejemplo privilegiado de la Nación
en cuestión, su perfección. (25) En segundo lugar, la sacralización del
territorio nacional, lo cual supondría, no sólo la consideración de que el
poder soberano ejercido sobre unos límites territoriales es incuestionable
sino, también, el que este territorio quede sacralmente investido al ser suelo
de batallas memorables, cuna de héroes nacionales y tierra de mártires que
derramaron la sangre en ella. En tercer lugar, la construcción que todos los
nacionalismos emprenden de su propia historia nacional, una historia narrada en
términos míticos y en la que se destacan las auténticas características y virtudes
de la Nación al tiempo que se codifica su particular drama de salvación,
entramado en una narración coherente que enlaza el pasado dorado, el presente y
el futuro nacional proporcionando un modelo de acción plagado de ejemplos a
seguir. Por último, otra propiedad sagrada de la Nación sería la transformación
que ésta realiza de la muerte dotándola de sentido al conformar la idea del
sacrificio nacional y de la muerte gloriosa en pos de la salvación, grandeza o
defensa de la Nación. (26)
Poco después de la
Victoria, Franco recordaba en La Coruña que la Patria no es un capricho, “sino
la herencia legada por nuestros padres y por nuestros abuelos; es el trabajo
acumulado; es la sangre de los caídos; es el dolor de las madres; y es también
el prestigio de una historia cien veces secular y heroica, que no puede morir
porque ha regado con su sangre la tierra de España”. (27) En definitiva, para
el Caudillo la sacralidad de la Patria española se convertía en realidad
incuestionable gracias a la tradición que conectaba el presente con el pasado
de la Nación, al sacrificio de los héroes y mártires que murieron por ella y a
una historia gloriosa que acumulaba las hazañas de los grandes hombres
españoles inmortalizadas en la narración nacional y que había sido labrada con
el dolor y la sangre fecunda de los caídos por España. Como se puede comprobar,
Franco condensaba en escasas líneas las propiedades sagradas de su Nación
española por las que ésta quedaba establecida como un principio deificado
alrededor del cual se organizaría y codificaría la vida española de la
inmediata posguerra.
El objeto de estudio de
estas páginas tiene que ver con la última propiedad sagrada de la Nación
apuntada: la transformación simbólica de la muerte y su conversión en una
muerte sacrificial y heroica por la Nación que las religiones políticas
nacionalistas realizan. Ya sabemos que todos los nacionalismos tienen sus
particulares héroes, santos y mártires a los cuales recuerdan y conmemoran y
quienes sirven como modelos ejemplares de acción para las nuevas generaciones.
También resulta claro que los martirologios nacionales son una pieza esencial
en todos los nacionalismos ritualmente incluidos en los particulares
calendarios litúrgicos de cada Nación. (28) La pregunta que surge entonces es
cuál es la importancia que pueden tener en las construcciones nacionales estos
muertos convertidos en mártires de la Patria y qué papel cumplen en la
estructuración de las religiones políticas nacionalistas. La pregunta se hace
especialmente pertinente al tratar con las religiones políticas fascistas o
franquista en las que la sacralización de los caídos y la exaltación del
sacrificio y de la muerte por la Nación adquirieron un lugar tan primordial. A
este respecto, Gentile ha señalado cómo el propio mantenimiento de la religión
fascista vino determinado por la constante celebración y ritualización del
nacimiento de la Nación que había sido redimida a través de la sangre de sus
héroes de guerra y de los mártires que se habían sacrificado para que la “revolución
italiana” fuera posible. (29) En el caso del nazismo, el programa de los
veinticinco puntos fundadores del NSDAP, promulgados por Hitler en Munich en
1920, terminaba con el juramento de los militantes de estar preparados para el
continuo sacrificio –incluyendo el de la propia vida- por la consecución de los
puntos programáticos de su partido. Más de una década después, cuando Hitler
llegaba al poder, la conmemoración de los primeros muertos por la causa, los
protomártires del putsch del 23, sería institucionalizada a través del Día de
los Héroes, fiesta fundamental del régimen en la que la simbología de la unión
entre la vida y la muerte (la muerte sacrificial creadora de vida) ocuparía un
lugar esencial. (30) De forma similar, en el caso del franquismo se podría
considerar -como ha señalado Elorza- que la sacralización de sus caídos en la
guerra civil fue el intento más coherente por parte del régimen vencedor para
erigirse y constituirse como una forma de religión política. (31) En última
instancia, no hay que olvidar que la etimología latina de la palabra sacrificio
(sacri-facere) significa literalmente esto: convertir algo en sagrado. Como se
podrá comprobar, los sacrificados por la Nación serían sacralizados y
glorificados por sus respectivas religiones políticas.
La cuestión que merece
la pena pensar es por qué esta muerte sacrificial y su exaltación, recuerdo y
conmemoración adquieren uno de los puestos principales en las religiones
políticas nacionalistas modernas. Aunque la pregunta es una pregunta amplia que
puede ser planteada de una forma general, estas páginas parten de un ejemplo
concreto de la religión política franquista: la mitificación que se realizó de
la figura de José Antonio Primo de Rivera –mártir por excelencia junto a Calvo
Sotelo, Ramiro de Maeztu y Víctor Pradera del conjunto franquista- por la que
el líder de Falange quedó convertido en el Cristo nacional que había derramado
su sangre para que la Nueva España fuera posible, y su glorificación a través
del recuerdo y conmemoración de su muerte que culminaría con la apoteosis
funeral del traslado de sus restos mortales desde Alicante hasta el monasterio
de El Escorial al cumplirse el tercer aniversario de su fusilamiento.
A partir de este caso
específico de la religión política franquista y de la mitificación y
glorificación que realizó de la figura de José Antonio se pretenden dos cosas:
por un lado, apuntar algunas cuestiones de carácter general que puedan
aplicarse a diferentes casos de religión política nacionalista (y no nacionalista)
tratando de ver el papel que cumple la idea de la muerte sacrificial en su
configuración y, por otro, argumentar y hacer plausible una de las ideas que
sostienen estas páginas: la condición de religión política nacionalista que
tuvo el primer franquismo.
El sacrificio nacional como nueva teodicea política
Una de las cuestiones
clave de la sociología religiosa de Weber es lo que el sociólogo alemán
denominó “el problema de la teodicea”. (32) A pesar de que la cuestión de cómo
explicar el sufrimiento, la injusticia y la imperfección del mundo se hacía
especialmente aguda en las religiones monoteístas basadas en la idea de un Dios
omnipotente y universal, la elaboración de justificaciones y explicaciones de
los fenómenos anómicos que amenazan todo orden social sería, según Weber, uno
de los imperativos universales que toda colectividad, de una forma u otra,
tendría que afrontar y resolver. “No es felicidad lo que la teodicea
esencialmente ofrece, sino sentido”, apuntó sintéticamente Berger; (33) a este
respecto, asumiendo que “los mundos que el hombre construye estarán siempre
amenazados por las poderosas fuerzas del caos y, en última instancia, por el
hecho inevitable de la muerte”, “a menos que la anomia, el caos y la muerte
puedan ser integrados en el nomos de la vida humana, este nomos será incapaz de
perdurar”. (34) En cierto sentido, una de las partes fundamentales de cualquier
orden social serían las explicaciones plausibles que éste elabora, en función
de los términos oficiales que sostienen la visión del mundo en la que se
fundamenta, sobre las experiencias anómicas por las que todo individuo
atraviesa a lo largo de su vida. (35)
Dentro de sus trabajos
sobre el problema de la teodicea, Weber incluyó, también, su estudio sobre los
distintos tipos de salvación y su análisis sobre la influencia que la religión
podía tener en la vida práctica del hombre en función del camino salvador
elegido. A este respecto, uno de los posibles caminos a elegir sería el
concebir la salvación como el resultado específico de las acciones de quien
quiere salvarse, como el resultado de las obras específicamente humanas
conseguido “sin ayuda ninguna de un poder sobrenatural”. (36) Así, los actos
mediante los cuales ésta podría conquistarse serían múltiples y variados: actos
cultuales y ceremonias de tipo ritual en los que el bien salvador vendría
determinado por la devoción personal, el autoperfeccionamiento individual como
camino de salvación cuyo máximo ejemplo serían las experiencias místicas y
extáticas y lo que Weber denominó, de una forma más o menos amplia, las “obras
sociales”. Para la cuestión que aquí interesa, lo que es importante señalar es
que, dentro de estas “obras sociales” conducentes a la salvación, estaba
incluida, entre otras y siempre que ésta respondiera a una “ética de
convicción” con respecto a los valores conformadores de la cosmovisión
religiosa en cuestión, la muerte en la batalla. (37) Desde la sociología
comprensiva que Weber elaboró, la clave residiría, entonces, en analizar el
sentido subjetivo que el actor da a su acción; en este caso, analizar qué
significado tendría la muerte en la batalla para el guerrero dispuesto a
arriesgar su vida y qué supremo principio le movería a actuar en ella
convirtiendo su participación y posible muerte en un acto de salvación. En
definitiva, lo importante sería averiguar qué ideas sostienen la lucha y dónde
reside su fuerza capaz de producir acción social.
Para comprender la
significación que el franquismo elaboró sobre la muerte es importante situar la
dictadura española en el contexto de la Europa que surge tras el punto de
inflexión que supuso la I Guerra Mundial, “la catástrofe que fue causa
fundamental de la mayoría de los horrores del siglo XX” y que condujo “a un
renacer intensificado de esa veta pseudorreligiosa de la política” que siempre
ejerce “su máxima atracción en periodos de crisis extrema”. (38) En su estudio
clásico sobre la generación del 14, Robert Wohl analizó por qué el fascismo
terminó constituyendo la gran tentación de aquellos hombres que habían
presenciado la gran guerra. Si bien es cierto que los jóvenes intelectuales que
vivieron la experiencia bélica habían sido, en un principio, susceptibles de
sentirse atraídos, tanto hacia los movimientos de extrema izquierda, como hacia
los movimientos de extrema derecha, la razón clave para su abrazo masivo de los
valores fascistas residió en el profundo nacionalismo abanderado por estos
discursos movilizadores frente a la retórica internacionalista de la clase
obrera manejada por el comunismo tras la reciente revolución rusa. De hecho,
tras la vivencia de la guerra, muchos intelectuales interpretarían el conflicto
como la constatación de que el principio verdaderamente unificador y capaz de
movilizar a las masas por una causa superior había sido y era la Nación. De
igual forma, parte de la difundida popularidad experimentada por los
movimientos fascistas entre aquellos jóvenes europeos que habían sido testigos
del conflicto mundial tuvo que ver con la reapropiación de ciertos valores e
ideales surgidos de la vivencia bélica que llevó a cabo el fascismo al
incorporarlos a su ideología política. Entre estos nuevos valores nacidos de
las trincheras y que habrían de adquirir un lugar privilegiado en el imaginario
colectivo de la Europa de entreguerras, cabe destacar la identificación de la
consecución de la grandeza con el sufrimiento y el sacrificio, la
indisolubilidad entre la vida y la muerte o la comprensión de la violencia como
elemento consustancial al género humano. En definitiva, el convencimiento de
que sólo la lucha podía conducir a la virtud y de que el combate era la
escalera por la cual los hombres de mérito podrían elevarse por encima de la
mediocridad de las masas. (39)
Mosse denominó el “mito
de la experiencia de guerra” a la conversión simbólica que se llevó a cabo en
buena parte de los países europeos acerca de la experiencia de la I Guerra
Mundial tras su finalización. El encuentro masivo con la muerte producido en
las trincheras habría sido transformado en una lucha por la defensa del principio
sagrado de la Nación. Así, la muerte adquiría el significado de servicio y
feliz entrega de la propia vida en aras de la gloria y la defensa de la patria.
Como afirmó Mosse, este mito sería clave para entender el nacionalismo
convertido en religión cívica que dominó buena parte de la política europea de
los años 20 y 30 al proporcionar muchos de los ingredientes que vertebrarían
estas nuevas ideologías religiosas. (40)
Situar el franquismo
español dentro de este contexto europeo en sintonía con el fascismo italiano y
con el nazismo alemán pone encima de la mesa algunas cuestiones importantes y
abre la perspectiva de análisis sobre la cuestión que aquí interesa. Si la
experiencia de la I Guerra Mundial resultó fundamental para el desarrollo y
triunfo del fascismo y del nazismo –tanto en el hecho de que porcentajes
amplios de gentes se sintieran atraídos hacia ellos como en función de los
elementos que proporcionó- algo similar podría decirse del franquismo y de la
experiencia de la guerra civil de la que emerge. En los tres casos,
independientemente de que el desenlace bélico tuviera resultados diferentes
para Italia y Alemania con respecto a España, la guerra sería su punto de
partida y su motor fundamental. Sin la mitificación que llevaron a cabo los
tres regímenes sobre lo que había sido, en un caso, la I Guerra Mundial y, en
el otro, la guerra civil española, puede que ninguno de ellos hubiera conocido
niveles tan amplios de apoyo y aceptación y que muchos de sus elementos
constitutivos no hubiesen jugado un papel tan central en su configuración
ideológica. En definitiva, cabe imaginar que sin sus respectivas vivencias
bélicas los fascismos y el franquismo habrían sido movimientos políticos muy
diferentes a lo que fueron y que habrían experimentado una trayectoria vital
muy distinta –seguramente, mucho más compleja e incierta- que la que tuvieron.
De hecho, si muchos de los mitos desarrollados en las trincheras fueron un
ingrediente clave en la sacralización política de carácter nacionalista que llevaron
a cabo los fascismos, (41) algo similar podría decirse del franquismo y de la
guerra civil de la que surgió. Si la guerra se había convertido en una lucha de
dos principios universales e irreconciliables –en una Cruzada, gracias a la
labor de las jerarquías eclesiásticas-, el triunfo de la verdadera Nación
española se convertía en una tarea de redención y salvación en la que la sangre
derramada de sus mártires era “el tributo necesario para hallar el camino de la
resurrección”. (42) “No hay redención sin sangre, y bendita mil veces la sangre
que nos ha traído nuestra redención”, recordaba Franco en Asturias en 1946. (43)
Así, la Victoria en el enfrentamiento fratricida se convertía en el mito
fundacional del régimen por el que la sacralización de los orígenes del Nuevo
Estado quedaba unida “con la simbología purificadora de la destrucción de lo
que existía antes”. (44) La importancia de esta conversión mítica para la
legitimación del régimen franquista es fácil de imaginar, máxime si se piensa
en la ingente cantidad de muertos, tanto propios como ajenos, que el franquismo
dejaba a sus espaldas para erigirse como Nuevo Régimen victorioso. (45)
Siguiendo con esta
argumentación, se podría establecer un paralelismo similar entre la vivencia de
la guerra mundial experimentada por muchos jóvenes europeos y la vivencia de la
guerra civil española. A este respecto, si el conflicto mundial fue sentido
como una experiencia mística y religiosa de regeneración nacional a través de
la destrucción purificadora de la violencia del que se sentía como el nefasto y
caduco liberalismo anterior, (46) la guerra civil se vivió como una contienda
final de alcances universales en la que se dieron cita la auténtica Nación
española –una Nación que saldría de la guerra salvada y redimida- y los agentes
del Mal antinacionales que serían definitivamente derrocados. (47)
Lo que resulta
importante destacar aquí es cómo a partir de la vivencia de la guerra se
elabora, no sólo una transformación de los objetivos del conflicto en aras del
principio nacional sino, también, una transformación de la propia concepción de
la muerte que las modernas religiones políticas recogerían y sistematizarían
como pieza esencial de su ideología. (48) Así, la mitificación de la guerra
proporcionaría, por tanto, un nuevo significado religioso a la Nación poniendo
a su disposición héroes y mártires particulares que, si bien serían recordados
y conmemorados en la práctica totalidad de los países que habían vivido el
conflicto (49), adquirirían un puesto principal en los fascismos y en el nuevo
Estado franquista en tanto materializaciones extremas de la deificación
nacionalista. (50) A partir de esta nueva teodicea secular los caídos por la
causa nacional saldrían sacralizados e inmortalizados.
A este respecto, ni los
fascismos ni el franquismo resultaron especialmente innovadores. Siguiendo de
cerca los trabajos de Mona Ozouf, Mosse señaló cómo la Revolución francesa puso
su sello en una nueva forma de ver lo sagrado de la que emergería una nueva
religión cívica que, junto a la aparición de las nuevas formas de hacer y
entender la política puestas al servicio de la integración y participación de
las masas en el drama político, daría origen al moderno nacionalismo. En la
nueva religión cívica que inauguraba el mundo moderno occidental, la
transformación de la muerte en una muerte heroica y sacrificial por la Nación
ocuparía un lugar fundamental. (51)
En última instancia, lo
que ocurriría en la Europa de la primera posguerra mundial con la emergencia de
las religiones políticas sería la materialización extrema de muchos de los
principios surgidos con la Revolución. (52) Para Mosse, el parentesco de los
fascismos (y del franquismo) con la Revolución francesa habría resultado
especialmente evidente en lo respectivo a la muerte: aunque la naturaleza o la
forma de relatarla fuera diferente en uno y otro caso, “tanto la Revolución
francesa como el fascismo practicaron el culto a la muerte en orden de
legitimar su revolución a través de sus mártires, de justificar la llamada al
sacrificio ahora o en el futuro y quizás, también, porque ambos estaban bajo el
hechizo de una visión apocalíptica en la que los azotes de Dios tenían que ser
vencidos antes de que el tiempo pudiera ser abolido”. (53) Como afirma Elorza,
el culto a los mártires y caídos por la Patria fue un elemento clave que las
religiones políticas del siglo XX explotaron al máximo a partir de la herencia
legada por la Revolución (54) –aquella Revolución que había inundado “toda la
tierra con sus soldados, sus apóstoles y sus mártires” y que había procedido a
modo de las grandes revoluciones religiosas llegando a constituirse, ella
misma, en una nueva religión. (55) Los caídos, por tanto, serían ritualmente
glorificados en las modernas religiones políticas y su sangre derramada y
sacrificada por la Nación se interpretaría como savia creadora.
Volviendo de El
Escorial, donde Franco había celebrado el 20 de mayo del 39 la recepción del
Cuerpo de Diplomáticos, Giménez Caballero señalaba al general Moscardó, al
cruzar en coche la Ciudad Universitaria de Madrid donde tantos nacionales
habían caído, el feliz fruto que habían cosechado los gloriosos muertos. Ante
el gesto de dolor del general –a quien la mitología franquista había convertido
en el nuevo Guzmán el Bueno al sacrificar a su propio hijo en la gloriosa
defensa del Alcázar de Toledo- Giménez Caballero le contestaba optimista: “Mi
general. De entre esa muerte y ruina de todos nuestros Caídos, ¡mire las flores
de esta primavera!: ¡soldados!, ¡soldados! ¡Soldados de Franco! ¡Ungidos de
gloria y de Imperio! Solo la muerte heroica se hace vida fecunda. Solo la
sangre mueve la Historia. Sólo los Caídos levantaron hacia arriba a España”. (56)
La violencia y lo
sagrado tituló René Girard su conocido libro para dar cuenta de las raíces
antropológicas de la violencia como elemento consustancial a la fundación del
orden social. (57) Mucho antes del Cristianismo, la centralidad del sacrificio
como pieza clave en la fundación del mundo aparece en múltiples y variados
relatos cosmogónicos: la muerte ritual y posterior despedazamiento de Tiamat a
manos del guerrero Marduk y a partir del cual se habría creado el mundo narrado
en el Enûma Elis babilónico; la muerte y paralelo despedazamiento como acto
creador del gigante Ymir en la antigua mitología germánica; el autosacrificio
del gigante Purusa como creación del mundo y de los hombres codificado en los
Vedas; la muerte y el desmembramiento del gigante Panku para inaugurar el mundo
recogido en la arcaica religión china o el autosacrificio de Quetzalcoatl y la
transformación de su corazón en la Estrella de la Mañana para que el mundo
fuera iluminado en la reelaboración azteca de la previa tradición náhuatl. En
última instancia, ya sea en las religiones del Oriente Próximo antiguo, en las religiones
de la tradición indoeuropea o en las modernas religiones políticas de los
últimos dos siglos, la idea siempre es la misma: que la vida sólo puede
engendrarse partiendo de otra vida que se inmola y que la creación es un
sacrificio que forma el mundo a partir de la entrega y de la muerte. (58) Si a
través de estos mitos cosmogónicos el mundo queda construido, la validez de
este acto creador se confirmaría periódicamente a través de su celebración y
ritualización. Así, la sangre y la muerte creadoras afirmarían y validarían su
creación a través del ritual de recuerdo y conmemoración del momento de la
creación. (59)
Si en las modernas
religiones políticas la sangre fecunda igualaba a los mártires caídos por la
Patria –una Patria erigida desde la necesaria muerte y entrega de tantas vidas-
(60) algunos mártires adquirieron una importancia especial debido a su
destacada personalidad pública y política. Para la religión política
franquista, la muerte de José Antonio Primo de Rivera cumpliendo en la cárcel
de Alicante su condena a muerte la madrugada del 19 al 20 de noviembre de 1936,
le convertiría, junto al protomártir Calvo Sotelo, a Ramiro de Maeztu y a
Víctor Pradera, en uno de los mártires por excelencia del conglomerado
franquista. Tanto la manufactura mítica de su vida y de su muerte, por la que
llegaría a convertirse en el particular Cristo de la religión política
franquista, como su posterior glorificación que culminaría con el traslado de
sus restos mortales desde Alicante hasta El Escorial, ofrecen un ejemplo
privilegiado para analizar las cuestiones aquí apuntadas.
Pasión y muerte de José Antonio
En uno de sus últimos
escritos dirigido a sus camaradas del frente de Madrid desde el dramático
contexto de la cárcel de Alicante y narrado en marcado tono apocalíptico, José
Antonio advertía a sus compañeros que lo que se acercaba era demasiado grande
–“el tiempo se ha cumplido. El Reino de Dios está cerca”, había dicho Jesús- (61)
y que, independientemente de lo que pasase, él siempre estaría a la cabeza, “en
el instante decisivo y con la ayuda de Dios”, para acompañar a sus particulares
elegidos a “entrar en la tierra prometida de Nuestra España, Una, Grande y
Libre”. (62) Pocos meses después, José Antonio moría en unas circunstancias
especialmente proclives para que sus seguidores de Falange, en el clima
efervescente de la guerra civil y posterior Victoria, le transformasen en el
nuevo Cristo de la causa nacional que había derramado su sangre para remisión
de los pecados, pues “el que se pone a predicar la futura redención de un
pueblo y está dispuesto a morir por el espíritu contra la carne, acaba por
imitar a Cristo sin querer”, señalaba Sánchez Mazas. (63) Igual que Jesús, José
Antonio moría “condenado a muerte a los treinta y tres años de su edad, después
de haber padecido el Getsemaní, de haberse visto rodeado de pocos discípulos,
de haber escandalizado a fariseos y a energúmenos y después de haber dedicado
tres años de pública vida a la redención de su pueblo”. (64) Su muerte sería
interpretada en el seno falangista como una nueva crucifixión que culminaba la
particular Pasión vivida por el líder de Falange anunciando el secular Reino
divino de la salvación y resurrección de la Nación española.
Giménez Caballero, en
una carta dirigida a la ciudad de Alicante, narraba con gran elocuencia
plástica la impresión vivida al pisar las calles de la ciudad levantina en el
día de su liberación para visitar el lugar donde había caído José Antonio, una
impresión tan honda que le había hecho evocar el drama de la Pasión de aquel
otro fundador que había sido Cristo. Aquel día lluvioso:
“Tus
calles y tus caminos estaban llenos de una materia húmeda, que no tierra,
sino sangre me pareció. Me pareció que sobre ti llovía sangre. Que tu suelo
estaba encharcado de sangre. Que todos los montes, descarnados, eran más
rojos y sangrientos que nunca. Y de sangre me pareció tu mar. Y rojo de
sangre, el color de nuestra bandera. Y el tronco de tus árboles. Y las
miradas de tus gentes. Y hasta las lágrimas que se me escaparon de los ojos
me quemaron la cara, como si mis ojos estuvieran heridos y sangrando (. . .).
Vi el suelo donde cayó ametrallado, y la tierra aún me olió a sangre. Y veo
el nicho 515, donde su cuerpo reposaba entre rosas y geranios rojos como la
sangre de su martirio. Y todo alrededor me recuerda el drama cristiano de la
Pasión. El mismo paisaje bíblico, judaico, de Palestina. Cerros ásperos,
atroces y pelados. Rostros de judíos y de fariseos abrumados por su atroz
crimen. Y en medio del sol y del cielo azul, y de la aparente serenidad del
ambiente, veo cernirse sobre ti, ciudad de Alicante, el horrendo pecado de
aquella crucifixión”. (65)
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La vida de José Antonio
había ofrecido a sus seguidores falangistas suficientes elementos para que el
fundador de Falange adquiriera una dimensión mesiánica, reviviendo la figura
arquetípica de Cristo, sentida por sus particulares apóstoles de la causa del
nacional sindicalismo. En primer lugar, él había sido un enviado de Dios para
anunciar sin descanso durante los años decadentes de España la doctrina
falangista que daría principio a la nueva era. “El espíritu del Señor está
sobre mí porque me ha ungido”, leyó Jesús en la sinagoga de Nazaret las
palabras del profeta Isaías; “me ha enviado a anunciar a los pobres la Buena
Nueva, a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para
dar la libertad a los oprimidos, y proclamar un año de gracia del Señor”. (66)
De forma similar, una de las comentaristas que siguió al cortejo fúnebre de
José Antonio expresaba su opinión ante el paso de la comitiva por Madrid: “lo
veo como el Cristo de Nazaret, muriendo por su pueblo. Su palabra fue bálsamo
para los enfermos; dio vista al ciego, oído al sordo y fue el conjuro de su voz
cuando se unieron los hombres de buena voluntad”. (67) Y es que José Antonio se
había convertido para sus seguidores en el enviado privilegiado de Dios
anunciando el secular evangelio de la auténtica Nación española, cuya
recuperación y triunfo traerían el particular Reino divino para el Pueblo
elegido formado por los verdaderos españoles. Así lo expresaba Ángel Alcázar de
Velasco en un breve escrito publicado a raíz de la noticia del traslado de los
restos mortales de José Antonio hasta El Escorial: “Vivimos en una época
decadente, y que para dar principio a la Nueva era Dios nos envíe al Mesías de
hoy, y éste entre nosotros difundirá la doctrina Nacional Sindicalista, crea en
nosotros el espíritu de apóstol y hace lograr la grandeza de un nuevo dogma, de
una nueva ortodoxia”. (68)
Concluyendo el pasaje
bíblico y una vez finalizada la lectura de la profecía de Isaías, Jesús había
sentenciado: “esta Escritura que acabáis de oír se ha cumplido hoy”. (69) Si a
menudo la llegada de la nueva era está ligada a la venida de un salvador que
actúe de guía en la preparación del final de los tiempos, (70) Jesús se
manifestaba, así, como el Hijo de Dios enviado para anunciar los nuevos tiempos
que vendrían tras la catástrofe apocalíptica del cambio de Edad. (71) En 1933,
el discurso de la Comedia pronunciado por José Antonio a finales de octubre
quedaría convertido, dentro del círculo falangista, en el prólogo de la Nueva
Era grande cuya llegada, gracias a la aparición del Enviado providencial, se
intuía pronta –una Nueva Era grande entendida en términos de religión política
nacional que se materializaría con el advenimiento de la Verdadera Nación
española. (72) En el discurso fundacional de la Falange Española, Primo de
Rivera, una vez expuesta la situación de “ruina moral” en la que había vivido
sumida España a lo largo del periodo liberal y que continuaba durante el
periodo republicano, exponía las bases del Estado futuro en cuya edificación
deberían emplearse todas las fuerzas conjuntas. La esperanza estaba puesta en
las gentes de España, en todos aquellos a quienes “un sistema de autoridad, de
jerarquía y de orden” les devolvería la auténtica y profunda libertad negada
por el sistema de partidos liberal. La fe en el advenimiento del secular Reino
de Dios comenzaba ese día: “eso vinimos a encontrar nosotros en el movimiento
que empieza en ese día: ese legítimo soñar de España”. La Victoria no era
inmediata, pero no se podía dudar de su consecución: “nosotros nos
sacrificaremos; nosotros renunciaremos, y de nosotros será el triunfo”. Para
José Antonio, a partir de aquel momento, se alzaba ya la bandera que habría que
defender. Primo de Rivera terminaba su discurso fundacional con la fe puesta en
la llegada de la Salvación: “nosotros fuera, en vigilancia tensa, fervorosa y
segura, ya presentimos el amanecer en la alegría de nuestras entrañas”. /73)
Otro paralelismo que se
estableció entre la vida de Jesús y la vida de José Antonio tenía que ver con
la humildad y austeridad que habían caracterizado a ambos profetas. Para sus
seguidores, Primo de Rivera era un ejemplo de desapego material y de
predisposición al sacrificio, un ejemplo de cómo se podían ceder todas las
comodidades económicas de las que él había gozado por la causa de la Nueva
España. Ese fue su gran ejemplo: “renunció a todo, hasta a la vida –y nos lo
dijo- cuando fundó la Falange”. (74) “Él, a quien como tal señorito nada podía
importarle, hizo de su vida ejemplo de abnegación y sacrificio. Y cambió dinero
y comodidad por pobreza y sufrimiento, y amor por odio, y alegría por dolor. Y
sufrió persecuciones, martirio y muerte”. (75) En la segunda carta a los
Corintios, Pablo recordaba a los primeros cristianos cómo Jesús, “siendo rico,
se hizo pobre por vosotros, a fin de enriqueceros con su pobreza”. (76)
En ambas doctrinas, el
valor de la pobreza en tanto, renuncia material en favor de lo espiritual
tenían un puesto principal para sus convencidos. En el camino a Jerusalem,
Jesús había señalado a sus discípulos “¡cuán difícilmente entrarán en el reino
de Dios los que tienen riquezas (. . .), ¡cuán difícil es entrar en el reino de
Dios los que confían en las riquezas! Más fácil es pasar un camello por el ojo
de una aguja que el rico entrar en el reino de Dios”. (77) Por su parte, en sus
discursos y artículos, José Antonio aclaraba que, si triunfaba su revolución, no
triunfarían con ellos ni los señoritos ni los ociosos, pues en una comunidad
bien regida todos debían trabajar y contribuir al bien común en una sociedad
sin clases. (78) Para implantar el Nuevo Estado “hay que vencer, desde luego,
incontables resistencias. Se opondrán todos los egoísmos; pero nuestra consigna
tiene que ser siempre ésta: no se trata de salvar lo material” (79) sino lo
espiritual pues, en última instancia, la Falange se había formado para “bien de
los humildes, que en número de millones llevan una vida infrahumana, a cuyo
mejoramiento tenemos que consagrarnos todos”. (80) En el mensaje cristiano,
estos pobres alcanzarían la salvación: “bienaventurados los pobres, porque
vuestro es el reino de los cielos”, dice la primera bienaventuranza.
La conversión litúrgica
del líder de Falange en el nuevo Cristo nacional no sólo vino establecida en
función de la dimensión apocalíptica de su discurso y de las similitudes de su
vida y de su muerte; determinados paralelismos de su pública predicación con la
llevada a cabo por Jesús también facilitaron el proceso. Igual que el profeta
judío, José Antonio había conocido la incomprensión y la penuria de su prédica,
tildada de “locura disparatada o capricho de ensayista a la moda”. (81) Así lo
reconocía el propio José Antonio en el testamento que redactó en la prisión
provincial de Alicante pocas horas antes de su fusilamiento, asombrándose de
que, después de tres años de pública explicación de sus ideas, la inmensa
mayoría de sus compatriotas persistieran en juzgarle sin haber empezado ni por
asomo entenderle y sin haber aceptado escuchar las explicaciones por él dadas
sobre lo que era y pretendía la Falange. (82) A pesar de la generalizada
incomprensión y sin menguar su ánimo, había confiado siempre en la verdad de su
secular evangelio, como en la parábola bíblica de la cizaña. “El reino de los
cielos es semejante al hombre que siembra buena simiente en su campo”, había
explicado Jesús a orillas del mar a quienes quisieron escucharle. “Más
durmiendo los hombres, vino su enemigo, y sembró cizaña entre el trigo y se fue
(. . .). Dejad crecer juntamente lo uno y lo otro hasta la siega; y al tiempo
de la siega yo diré a los segadores: coged primero la cizaña, y atadla en
manojos para quemarla; mas coged el trigo en mi alfolí”. (83) Así, también,
predicó José Antonio a pesar de la incomprensión de muchos a quienes quisieron
oírle. Llegada la Revolución por él anunciada, “se ve que la semilla es
enérgica y se multiplica prodigiosamente, a pesar de las cizañas, como en la
parábola de Nuestro Señor. Los puntos iniciales de la doctrina del Fundador se
convierten en bases de la Constitución del Nuevo Estado por irresistible
voluntad de un Caudillo clarividente y victorioso. Y las metas de redención
futura de José Antonio son las metas ya de la historia futura de la Patria”. (84)
De forma similar al
selecto grupo de discípulos cristianos que, en las horas difíciles, habían
seguido a su maestro, la figura singular de José Antonio había suscitado una fe
indiscutible entre sus seguidores con respecto a su Buena Nueva anunciada:
“nuestra línea de combate empieza en tu sepulcro y a la cabeza está el invicto
Jefe que nos conduce; por esto puedes estar seguro de que en nosotros no caben
más consignas que las que tú nos diste y las que nuestro Caudillo nos dé hasta
lograr que la Patria sea lo que soñaste y contigo soñamos todos los españoles
que te seguimos y te somos y te seremos fieles y en nuestro corazón llevamos
grabados los tres arribas que diste en la cárcel de Alicante con el pulso tan
firme como el alma”. (85)
La hermana de José
Antonio, desde su posición de delegada nacional de la Sección Femenina,
recordaba a sus afiliadas, recién estrenada la Victoria franquista, que sus
hermanos, novios, maridos y camaradas no habían caído en balde; Franco venía a
ofrecer la Patria, el Pan y la Justicia que había prometido José Antonio. La
figura del Caudillo guerrero y victorioso venía a culminar el secular Reino de
Dios anunciado por el Mesías falangista cuya muerte y entrega a la Causa habían
hecho posible su realización. (86) “Con su sangre gloriosa se han escrito los
destinos de la nueva España que nada ni nadie logrará torcer”, sentenciaba
Franco todavía en plena guerra civil refiriéndose a José Antonio. (87) Su
muerte sacrificial culminaba una vida de renuncia de todo lo que no tuviera que
ver con su lucha por que la Nueva España fuera posible. Con renunciación había
comenzado su vida por la Falange en el escenario de la Comedia y con
renunciación la había acabado en el patio de una cárcel con el fin de que su
sangre fecundase su propia siembra, aquella siembra que, para sus adeptos y una
vez finalizada la guerra, crecía vigorosa y pujante. (88) “El Hijo del Hombre
no vino para ser servido, más para servir y dar su vida en rescate por muchos”,
(89) comunicó Jesús a sus primeros discípulos cerca del templo. José Antonio,
por su parte, también había advertido a los suyos, antes de su propia muerte,
de que ésta era un acto de servicio a la Patria y que “¡bendita sea la Falange
si ella nos lleva a morir por España” y a “entregar a la Patria lo más precioso
que nos dio: nuestra sangre!”. (90)
Nuevamente, la
concepción de sus muertos y caídos en la guerra que mantuvo el franquismo y
entre los que destacaba José Antonio venía a ahondar en la presencia del
esquema cristiano como matriz arquetípica desde cuya secularización se
establecería la religión política franquista. Hasta tres veces anunció Jesús a
sus discípulos el acontecimiento de la Pasión: “el Hijo del Hombre será
entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas; le condenarán a muerte y le
entregarán a los gentiles, y se burlarán de él, le escupirán, le azotarán y le
matarán, y a los tres días, resucitará”. (91) En un discurso pronunciado en el
pueblo de Don Benito de Badajoz, José Antonio comunicaba a sus camaradas la
continua presencia de la muerte que a todo falangista rondaba: “los que
militamos en ella tenemos que renunciar a las comodidades, al descanso, incluso
a amistades antiguas y a afectos muy hondos. Tenemos que tener nuestra carne
dispuesta a la desgarradura de las heridas. Tenemos que contar con la muerte
–bien nos lo enseñaron algunos de nuestros mejores- como una acto de servicio”.
(92)
Poco antes de su
definitivo prendimiento, celebrando la última cena junto a los doce, el Mesías
judío establecía la Eucaristía: “tomó Jesús el pan, y bendijo, y lo partió, y
dio a sus discípulos, y dijo: Tomad, comed: esto es mi cuerpo. Y tomando el
vaso, y hechas gracias, les dio diciendo: bebed de él todos; porque esto es mi
sangre del nuevo pacto, la cual es derramada por muchos para remisión de los
pecados”. (93) Utilizando elementos claves en las celebraciones rituales judías
–el pan y el vino repartidos por el padre durante las comidas festivas-, Jesús
los transformó en nuevos símbolos de lo que era y significaba su figura: el
sacrificio y la entrega de su vida (94) –“Cristo fue muerto por nuestros
pecados, conforme a las Escrituras. Y que fue sepultado y que resucitó al
tercer día, conforme a las Escrituras”, escribió Pablo en el texto fundacional
del Cristianismo. (95) La Pasión de Cristo y su muerte en la cruz aparecerían
como los elementos fundamentales de la redención cristiana. Sólo a través del
sacrificio de su Mesías el Reino de Dios podría ser instaurado. (96) A partir
de ahí, la celebración ritual de su muerte y resurrección se convertiría en una
de las bases de la nueva religión uniendo a la primera comunidad de discípulos
en el común recuerdo del sacrificio de su Maestro por la redención de los
pecados y por su anuncio del Reino del Padre, llegando a ser uno de los cultos
claves de la Iglesia.
De forma similar, la
muerte de José Antonio sería periódicamente recordada y celebrada por el bando
franquista y, una vez conseguida la Victoria, por el Nuevo Estado. El 16 de
noviembre de 1938, cumpliendo el segundo aniversario del fusilamiento de José
Antonio, Franco firmaba el decreto por el que se establecían las líneas de
homenaje y recuerdo de la muerte del Cristo nacional. En su preámbulo, Franco
abundaba en el papel que había desempeñado el fundador de Falange, “héroe
nacional y símbolo del sacrificio de la juventud española”. Así,
“El
Estado español, que surge de la guerra y de la revolución Nacional por él
anunciada, toma sobre sí, como doloroso honor, la tarea de conmemorar su
muerte. El ejemplo de su vida, decisivamente consagrada a que fuese posible
la grandeza de España por la honda y firme comunidad de todos los españoles,
y el ejemplo de su muerte, serenamente ofrecida a Dios por la Patria, le
convierten en héroe nacional y símbolo del sacrificio de la juventud de
nuestros tiempos. Su llamamiento a esta juventud española, cuya alma partida
supo ver con dolorosa pasión, será motivo de perenne recuerdo para la que
heroicamente combate en los campos de batalla”. (97)
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De igual forma que
Suetonio cuenta cómo fue deseo general que los idus de marzo –día del asesinato
del César- pasaran a denominarse Día del Parricidio y que el Senado nunca
volviera a reunirse en ellos, el 20 de noviembre, casualmente el mismo día en
el que, cuarenta años después, el Caudillo moriría, fue declarado oficialmente
día de luto nacional y denominado por la Falange el Día del Dolor. (98)
Si la figura de José
Antonio fue transformada en el Cristo del Movimiento Nacional y su muerte
convertida en la secular Pasión ofrecida por la salvación de la Patria, el azar
quiso que la llegada del Reino por él anunciado –la Victoria en la guerra civil
y, según la interpretación franquista, la consiguiente Redención de la Nación coincidiese
con la fecha clave de la Semana Santa de 1939. El que el inicio de la
resurrección de la Patria anunciada por su máximo profeta coincidiese con la
celebración de la resurrección de Cristo -“la resurrección de Cristo viene hoy
para uno con la resurrección de la Patria”, señaló Sánchez Mazas en uno de sus
discursos de aquellos días- (99) sería interpretado como un gran momento
fundacional querido por la Divina Providencia – “ha querido Dios que viniese a
coincidir el triunfo total de sus soldados españoles (de los soldados de su
causa) con estos días de Pasión y de Resurrección”- (100) y como signo
indiscutible de la secular llegada del Reino de Dios de la Nueva España
nacional que José Antonio había anunciado sin descanso y por la que había
muerto. (101) “Nunca Sábado de Gloria más glorioso alumbró las auroras
españolas (. . .). Al inaugurar hoy, con pisada imperial, los nuevos rumbos de
decisión de la historia, las campanas de todas las iglesias tendrán alegrías
fundacionales”. (102) “Sábado de Gloria de España éste, en el que vuelven a
volar por toda la anchura de nuestra tierra redimida las campanas jubilosas de
la resurrección”. (103)
En aquellos días, las
celebraciones se mezclaban por doquier simbolizando lo que sería la religión
política franquista oficialmente establecida en todo el territorio español, un
territorio profundamente fracturado por la guerra e impositivamente unificado
por el Nuevo Régimen: una religión política nacional de carácter secular
construida desde la íntima cercanía y estrecha imbricación con la religión
católica tradicional. Durante aquellos días fundacionales del Nuevo Régimen, el
sincretismo de la religión política franquista –sincretismo que, a lo largo de
los tres decenios que duraría la dictadura militar, sería uno de sus rasgos más
característicos- quedó especialmente claro en las celebraciones que se
desarrollaban por todo el país en aquella Semana Santa de 1939. (104)
Las primeras
celebraciones del final de la guerra acontecida con la entrada de las tropas
nacionales en Madrid se unían al recuerdo de los mártires y caídos en la
guerra. El 31 de marzo, viernes de Dolores, el pueblo de Madrid acudió
masivamente -según la crónica de la prensa oficial- a las distintas iglesias
para rezar por la Victoria y por los caídos en combate. El templo de Jesús de
la calle Medinaceli se desbordó de gente que asistía a la misa celebrada “en
honor de los caídos por Dios y por España”. Ese mismo día por la tarde, una
convocatoria del ministro de Educación Nacional reunía a diversas
personalidades para honrar a los cuatro mártires ilustres. (105) Desde el
Ministerio, los allí convocados iniciaron el recorrido por las cuatro casas de
sus compañeros desparecidos para rendir homenaje a su recuerdo. En primer
lugar, la casa de José Antonio, el gran Ausente. Sobre la mesa de lo que había
sido su despacho de trabajo, Panizo, Valdés y Pemán depositaron ramos de
laurel. A continuación, Pemán lanzó el tradicional grito falangista: “José
Antonio, ¡Presente!”, para ser inmediatamente respondido por todos los
asistentes. Esta “íntima conmemoración” de los cuatro muertos clave se repitió
en las casas de Calvo Sotelo, Ramiro de Maeztu y, por último, de Víctor
Pradera. Lo que es importante subrayar es que lo que se concebía como una
“pequeña peregrinación de recuerdo, itinerario de precursores y de mártires”,
fue organizada y celebrada para recordar y hacer presentes a los que aquel día
victorioso, “desde los luceros que cubren a la España salvada, sonríen a la
victoria con el mismo gusto firme, alegre, militar y sencillo con que
emprendieron la batalla, seguros de que el triunfo no se podía malograr”. Sus
vidas entregadas a la causa de la Nación española hacían posible aquel día en
el que Madrid se recuperaba e incorporaba a lo que se entendía como la única y
auténtica Patria posible, según el particular sentir de los adeptos al Nuevo
Régimen. (106)
Días después, en fecha
de jueves santo, Franco visitaba junto a su esposa los monumentos eclesiásticos
de la ciudad de Burgos. Desde Burgos también, el vicepresidente del gobierno,
el ministro de la Gobernación y otros miembros gubernamentales asistían a
distintos templos para presenciar la múltiple celebración de los oficios
propios del día santo, de la Victoria en la guerra y de honor a los caídos. En
las procesiones que recorrieron las calles burgalesas, múltiples penitentes
siguieron los oficios descalzos o, en casos más extremos, de rodillas “en
sacrificio por el final de nuestra guerra” y como acto de solidaridad con los
caídos nacionales. (107)
Ese mismo día por la
tarde, en Madrid se celebraba un solemne Vía Crucis en el que un inmenso gentío
cubría por completo el trayecto que debía recorrer la procesión, comprendido
entre la Parroquia de San José y el Altar de los Caídos levantado en la Puerta
de Alcalá. La procesión la encabezaba la figura del Cristo de las Maravillas,
especialmente elegido por los destrozos que había sufrido la figura durante el
dominio republicano sobre la ciudad. Su cuerpo mutilado por lo que se
denominaba la barbarie roja –una nueva Pasión para el Cristo de la talla- se
exhibía con gran fuerza plástica entre los madrileños que celebraban la
Victoria, la histórica Pasión del Mesías judío y la secular Pasión de los
caídos por España. Simbolizando la unión de todas aquellas celebraciones que se
terminarían constituyendo en una –la Victoria y redención de la Patria hecha
posible gracias a la muerte sacrificial de todos aquellos que secularmente
habían reiterado el arquetípico drama cristiano-, el obispo de Madrid-Alcalá
depositó el Cristo ante la cruz colocada en honor de los Caídos. A
continuación, rezó un último responso y regresó a la Parroquia de San José
“derramando bendiciones sobre el inmenso gentío que lo saludaba a su paso”. (108)
Celebraciones similares
se repitieron por toda España. La idea que es importante destacar aquí es cómo,
durante aquellos primeros días del Nuevo Régimen, se imbricaron las primeras
celebraciones de la Victoria, el homenaje y la conmemoración a los Caídos sin
los cuales no habría sido posible la Victoria y los oficios propios de la
Semana Santa. En aquellos momentos fundacionales, la ritualizada conmemoración
de la muerte y resurrección de Cristo acontecida por su anuncio del Reino de
Dios se unía íntimamente a la celebración de la secular llegada de aquel otro
Reino divino que para la religión política franquista suponía la Victoria. En esos
días donde se sentía que la historia empezaba de nuevo y entre el lugar
especial que ocupaban todos los caídos, la figura de José Antonio sobresalía
como el máximo profeta cuya sangre, muerte y sacrificio habían hecho posible la
redención de la Patria. La importancia de su figura, conmemorada y celebrada
durante los años de guerra, adquiriría la definitiva inmortalidad cuando el
Caudillo del Nuevo Estado ordenase enterrarle entre las ilustres piedras de El
Escorial.
Glorificación y apoteosis funeral de José Antonio
A lo largo de los tres
años que duró la guerra civil, el segundo aniversario del fusilamiento de José
Antonio supuso el comienzo de la institucionalización de la celebración oficial
del recuerdo y homenaje del líder de Falange. Por orden del Caudillo, a partir
de aquel momento –noviembre de 1938- en los muros de las Iglesias que
estuvieran en zona nacional debía colocarse una placa con la inscripción de
todos los muertos locales, caídos en la guerra o víctimas de la “revolución
marxista”, cuya lista debía estar encabezada por el nombre de José Antonio. En
la misma orden, con indudable certeza en la Victoria, Franco señalaba que en
las universidades de Madrid y Barcelona se crearía una cátedra de nombre “José
Antonio” que estaría exclusivamente destinada a explicar y a desarrollar las
ideas políticas del líder falangista. El nombre de Primo de Rivera también
sería dado, en señal del perenne recuerdo y homenaje que su España le rendía, a
una unidad de la Armada, a otra del Ejército de tierra y a una última del
Ejercito del Aire. Igualmente, el Ministerio del Interior, Prensa y Propaganda
era instado a convocar un concurso para premiar los mejores trabajos
artísticos, literarios y doctrinales que versaran sobre la figura y obra de
José Antonio. En la misma orden, el Caudillo anunciaba que, en un futuro, una
vez finalizase la contienda, el Nuevo Estado construiría un grandioso monumento
en homenaje a Primo de Rivera. (109)
El decreto dictado por
Franco para celebrar aquel primer día de luto nacional en recuerdo del Caído
fue complementado por una orden del entonces ministro de Educación Nacional, el
miembro de Acción Española Pedro Sainz Rodríguez, en la que se ordenaba que el
día 22 de noviembre, en todos los Centros de enseñanza que estuvieran en territorio
franquista, debía darse una lección sobre la vida y obra de José Antonio en
memoria y homenaje a su condición de “figura histórica nacional”, que había
culminado “con su muerte heroica: su último acto de servicio por España”. (110)
Si aquel primer Día del
Dolor todavía en guerra fue celebrado de manera solemne en todas las ciudades
de la España nacional, (111) nada más terminar el enfrentamiento civil el
esfuerzo recayó en recuperar el cuerpo de José Antonio y en rendir homenaje a
su vida y a su muerte con el fin de que éste ocupara un lugar singular en el
Nuevo Estado. Así lo expresaba el diario Arriba, señalando que:
“La
más fundamental de las empresas que había de acometer España, lograda la
victoria de las armas, era rendirlas ante José Antonio y dar tierra sagrada a
sus restos. Y era la más fundamental de las empresas porque José Antonio fue
el escogido de la Providencia para levantar la bandera del combate. Y porque
hoy, cuando España ha sido rescatada y el designio implacable nos le niega a
esta vida, presidida por yugos y flechas, anunciada por él en la fe y el
ardor de sus palabras, España tiene prendida a las entrañas la exacta
convicción de que la historia no quebró con la muerte y de ella fue salvada
la Patria, porque sonó la voz de José Antonio y porque hubo un Caudillo que
en buena hora ciñó la espada. La gran verdad de estas verdades ya eternas
exigía que la empresa común de España, que la gran tarea de todos los hombres
que supervivieron a la sangrienta batalla de tres años, fuese la de enterrar
sus restos, cerrar bajo las piedras sus cenizas y dar con ello sobre nuestros
suelo lugar a su recuerdo y a su gloria”. (112)
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A primeros de abril del
39 se exhumaron sus restos mortales depositados en un pozo de Alicante en la
íntima compañía de su hermano Miguel, de Pilar Millán Astray y de algunas
personas cercanas que asistieron a la recuperación del cadáver del líder de
Falange. Tras rezar oraciones por el eterno reposo de su alma, la sencilla
ceremonia fúnebre consistió en envolver su cadáver con la bandera española y en
transportar el ataúd a hombros de cuatro de sus camaradas hasta el nicho 515
del mismo cementerio alicantino donde, tres años antes, había sido arrojado su
cuerpo. (113) El cortejo fúnebre lo encabezaba una escolta de cuatro
falangistas con fusil a quienes seguían los portadores del féretro y los
íntimos asistentes a la exhumación y primer entierro de José Antonio. Una vez
depositado el ataúd en el nicho y cerrado éste, Miguel Primo de Rivera, tras
saludar con el brazo en alto, gritó el nombre de su hermano. Todos los que allí
se encontraban respondieron con el “¡Presente! ¡Arriba España!”. A
continuación, los asistentes abandonaron el cementerio dejando a una escuadra
falangista que, con carácter permanente, guardaría el nicho del fundador de la
Falange. (114)
Entonces se pensaba
que, de momento, el cuerpo de José Antonio permanecería en Alicante. Así fue
hasta el mes de noviembre, cuando Franco dictó el decreto por el que su cuerpo
sería trasladado desde la ciudad levantina hasta la Iglesia del Monasterio de
San Lorenzo de El Escorial concediendo al líder de Falange los honores de
Capitán General acordes con sus méritos, según explicaba el Generalísimo. El
Caudillo lo firmaba el 9 de noviembre para que, coincidiendo con el tercer
aniversario de su muerte, se le dedicaran “las honras fúnebres que a sus
merecimientos corresponden”. (115)
La significación que
para el conjunto franquista tenía el Monasterio de El Escorial es clara. Aquel
había sido el lugar de retiro de Felipe II, símbolo, junto a su padre Carlos V,
del glorioso Imperio español, aquel Imperio católico que había impulsado la
expansión de la Hispanidad por los territorios americanos y centroeuropeos. El
Escorial era un lugar de recogimiento, de sobriedad, de íntima expresión de la
espiritualidad española. Era el sitio en el que, “bajo sus bóvedas, severas y
augustas”, se habían forjado “las más bellas y exactas concepciones españolas.
En El Escorial nació la gran política del Imperio, el violento anhelo
metafísico de la unidad ante la grave y airosa majestad de su arquitectura,
expresión de un estado que mira hacia Dios”. (116) El Monasterio simbolizaba
todos los valores que el primer franquismo, en general, y el grupo falangista,
en particular, defendían y en función de los cuales se interpretaban y
definían. (117) Con la conquista de Madrid realizada al final de la guerra, la
recuperación de El Escorial para lo que se sentía la única y auténtica España
posible había sido celebrada como la vuelta a España de uno de sus máximos
emblemas, como el signo glorioso de la resurrección de la Patria. (118) Con El
Escorial se sentía que España recobraba “su altivo sosiego, la llaneza
grandiosa de su estilo, los más hondos llamamientos de su ser eterno”. El
Escorial era “la verdad y el alma de España, su esencia profunda, su sino y su
imperio”. (119)
El que José Antonio
fuera a ser trasladado desde “el campo de injuria de Alicante” hasta aquel
“recinto cristiano e imperial que tiene la medida de su sueño” (120) era
interpretado como uno de los máximos honores que se podían prestar al fundador
de Falange y como el signo certero de su innegable inmortalidad. Desde allí, el
ejemplo de su vida y de su muerte actuaría de faro y de guía de la Nueva España
que se iniciaba con la Victoria. De la misma forma que en otras religiones
políticas los entierros de los grandes hombres de la causa habían sido
concebidos como grandes actos de importante contenido pedagógico,
propagandístico y educativo así, también, se interpretó el traslado de los
restos mortales de José Antonio: como una muestra de a costa de cuánto dolor se
había logrado la España querida por el Ausente que debía ser aprendida por las
gentes de España. (121)
El ritual del traslado
de los restos de José Antonio ha sido considerado como la más espectacular
ceremonia de toda la historia del régimen. (122) Giuliana di Febo lo ha
interpretado dentro del tratamiento que el régimen llevó a cabo con las
reliquias religiosas. En este sentido, el traslado del cadáver del líder
falangista habría sido entendido por el Nuevo Estado como un gran “retorno” de
su figura para la causa nacional similar al hallazgo de la mano de Santa Teresa
o del “cuerpo incorrupto” de San Isidro. Su cuerpo, al adquirir el estatuto de
reliquia, culminaría con su masivo entierro la secuencia seguida por todas las
demás reliquias encontradas: sacrilegio, robo, hallazgo providencial y, por
tanto, la constatación inequívoca de que los poderes sobrenaturales estaban con
los vencedores. (123) En cualquier caso, independientemente de los múltiples
significados que el traslado de José Antonio pudiera adquirir para los
distintos y heterogéneos sectores franquistas, es difícil imaginar una
ceremonia más imponente y efectiva que aquel entierro multitudinario llevado a
cabo por el recién inaugurado Estado Español y desarrollado como la implacable
muestra de lo que la religión política franquista pretendía ser en aquellos
momentos triunfales y fundacionales.
Si nos fijamos, la
macro representación funeraria de los caídos por la Patria ha sido una de las
más constantes ceremonias que han formado parte de la práctica totalidad de las
religiones seculares desde sus primigenios orígenes clásicos. (124) Ya en la
conmemoración de los primeros muertos atenienses caídos en la guerra del
Peloponeso, la polis de Pericles celebró solemnemente a sus caídos por la
comunidad. El ceremonial público ofrecido a los muertos incluía, según nos
cuenta Tucídides, los elementos propios de la costumbre tradicional: la
donación de ofrendas ante los huesos de los muertos, el transporte público de
los féretros a lo largo de toda la ciudad acompañados por todo aquel que
quisiera seguir al cortejo fúnebre y su enterramiento en el cementerio público,
“situado en el más hermoso barrio de la ciudad” y donde “siempre dan sepultura
a los que han muerto por la ciudad”. (125) El ceremonial culminaba con el
discurso fúnebre de Pericles en el que el líder ateniense otorgaba un lugar
junto a los inmortales a quienes se habían sacrificado por la polis. En él,
Pericles recordaba que a “quienes lucharon y murieron noblemente” por ella se
les debía valorar “en primer lugar su valentía en defensa de la patria”, pues
“consideraron en más el defenderse y sufrir, que ceder y salvarse; evitaron una
fama vergonzosa y aguantaron el peligro de la acción al precio de sus vidas” (126).
Estos ciudadanos virtuosos brindaron a la polis “su más bello tributo: dieron,
en efecto, su vida por la Comunidad, cosechando en particular una fama
imperecedera y la más célebre tumba: no sólo el lugar en que yacen, sino
aquella otra en la que por siempre les sobrevive su gloria en cualquier ocasión
que se presente, de dicho o de hecho”. (127)
Pro patria mori, popularizaron los romanos siglos después en
sintonía con la herencia griega para sistematizar la glorificación del
autosacrificio en aras de un principio superior común. Si desde los mismos
orígenes de la religión romana fruto de su primigenia herencia etrusca
aparecería la idea de que el muerto continuaba viviendo más allá de su
existencia material y de que su muerte debía ser ritualizada a través de la celebración
de funerales públicos e incluida en el calendario litúrgico oficial, (128) la
culminación de este proceso llegaría durante el final de la etapa republicana
en el contexto de las guerras civiles. La sucesión de enfrentamientos y la
multiplicación de las muertes expandería la creencia del fallecimiento heroico
y la aparición de individuos extraordinarios muertos por la causa superior
común. (129) A este respecto, pocos ejemplos más significativos que los
grandiosos funerales del César y la mitificación del gobernante, merecedor de
“todos los honores divinos y humanos juntos” por decreto del senado. (130) La
fastuosa celebración de su muerte en la que, nuevamente, se incluirían ofrendas
depositadas en su honor por los ciudadanos, el encendido de grandes piras, el
levantamiento de capillas y la celebración de juegos fúnebres con cantos y
versos recitados en su honor, culminaría con el transporte de su féretro a
hombros de los magistrados hasta el Foro, donde su cuerpo sería quemado y donde
se erigiría una columna con el mensaje clave esculpido: al Padre de la Patria
–y en la que se conservaría “durante mucho tiempo la costumbre de ofrecer
sacrificios delante de ella, hacer votos y dirimir ciertos litigios, prestando
juramentos por César”. (131)
Cuando los revolucionarios
franceses abrieron las puertas del mundo moderno, la glorificación y homenaje
de sus caídos por la Patria incorporaron uno de los legados de la Antigüedad
clásica: la democratización de los funerales de Estado para conmemorar a todos
aquellos que hubiesen prestado servicio a la causa revolucionaria y nacional,
independientemente de la importancia pública que hubiera tenido el caído en
vida. (132) Dentro de este criterio democrático general, la Revolución otorgó
un lugar especial a sus grandes hombres a través de la celebración de masivos
funerales públicos, como el de Mirabeau, celebrado en 1791, o el de Marat,
celebrado dos años después y cuya denominación como gran mártir de la
Revolución hacía hincapié en la heroicidad revolucionaria del personaje así
como en su parentesco con otros caídos ilustres y con los grandes héroes de la
causa. (133) El funeral de Marat, celebrado el 16 de julio tras la exposición
de su cuerpo muerto para que fuera visitado por el pueblo parisino bajo la luz
de los quemadores de incienso, culminó con el traslado del féretro a hombros de
una docena de hombres y seguido por los miembros de la Convención, por las
autoridades municipales y por el pueblo de París que acompañaron al caído hasta
el cementerio de los Cordeliers, donde Marat fue enterrado públicamente. (134)
En marcada consonancia
con otros grandes funerales de mártires nacionales, el masivo traslado de los
restos mortales de José Antonio fue minuciosamente programado por el Nuevo
Régimen y concebido como una gran ceremonia de masas en la que todo el pueblo
–evidentemente, el pueblo español en el sentido restrictivo y excluyente de la
impositiva religión política franquista- estaba llamado a participar. El
cortejo fúnebre que partió hacia El Escorial lo componían representantes del
clero parroquial de toda España, diferentes órdenes religiosas que entonaron a
lo largo del camino cantos funerarios, la figura del Cristo de las Navas -ante
quien había jurado el Consejo Nacional- y el ataúd con el cuerpo de José
Antonio, ataúd al que seguían las jerarquías falangistas, las milicias de
Falange que custodiaban a su Jefe y el “enlutado pueblo español”. (135) El
masivo traslado comenzó en Alicante el 20 de noviembre del 39 y tuvo una
duración de diez días. Durante ellos, el féretro fue transportado a hombros de
falangistas y miembros del Ejército que atravesaron media España hasta llegar a
la provincia de Madrid. Al igual que el resto de los elementos que formaron
parte del entierro, tanto el recorrido que siguió el cortejo fúnebre como los
diversos grupos de hombres que debían portar el féretro estuvieron sometidos a
la más estricta regulación y ceremonia. Cada diez kilómetros se establecieron
los puestos de cambio. En ellos, el Jefe Provincial encargado del mando de la
comitiva que hubiera realizado el tramo anterior debía entregar el cuerpo de
José Antonio al otro Jefe Provincial que encabezaría el tramo siguiente con el
“José Antonio Primo de Rivera, ¡Presente!”. Junto a la entrega del cuerpo,
también debían transmitirse las armas de las milicias que habían iniciado el
recorrido en Alicante y la figura del Cristo de las Navas, los dos únicos
elementos que permanecerían constantes durante los casi quinientos kilómetros
del camino. Cada vez que se realizaba el cambio de hombres, se implantaba un
monolito al borde del camino para que quedase fijada la fecha exacta del relevo
y las personas que lo habían realizado, anunciando el cambio con una salva de
cañón y repique de campanas que debían ser transmitidos por toda España para
que las gentes supieran el momento exacto en el que se había realizado el
relevo de los portadores. (136) Ni siquiera por las noches se detenía la
comitiva. Durante ellas, se prendían grandes hogueras en los flancos del camino
y se repartían entre las milicias antorchas y hachones con fuego como única
iluminación para el cortejo fúnebre. (137)
Un día antes de
emprender el camino, el 19 de noviembre de 1939, el cuerpo de José Antonio fue
llevado por milicias provinciales de Falange desde el cementerio de Santa María
hasta la Iglesia alicantina de San Nicolás. Allí se levantó la capilla ardiente
velada y guardada por el Consejo Nacional falangista en pleno. A primera hora
de la mañana habían llegado a Alicante los representantes políticos, militares
y falangistas previstos para asistir a los actos funerales. A media mañana,
personalidades destacadas de Falange, los ministros Serrano Suñer y Esteban
Bilbao y el general Muñoz Grandes, entre otros, visitaron, antes de que el
cuerpo de José Antonio fuese depositado en la Iglesia donde pasó su última
noche en tierras levantinas, la tumba del fundador de la Falange y la celda
donde éste había pasado sus últimas horas. Durante aquel día, en todas las
Iglesias de la ciudad se rezó el rosario anunciado por el toque de campanas. Al
llegar la noche, la última que José Antonio permaneció en Alicante, dos grandes
hogueras ardieron en lo más alto de los castillos de Santa Bárbara y San
Fernando.
La ciudad de Alicante
fue especialmente preparada para dar salida a la comitiva que emprendió el
camino hasta El Escorial. Desde todo el litoral acudieron barcos con el yugo y
las flechas marcados en las velas para “esperar y despedir, con emoción de
siempre, a José Antonio”. Cuando el cortejo llegara al mar, todos los barcos
tenían instrucciones de desplegar la bandera nacional a media asta. Allí
esperaban, preparados para ver pasar a la comitiva, miembros de las
organizaciones juveniles y de las milicias con fusiles al hombro. A lo largo de
las avenidas centrales y por la carretera que conducía hasta el cementerio
donde reposaba José Antonio, se erigieron columnas. En la Plaza de los luceros
se levantó un arco monumental y en la de Calvo Sotelo, haciendo honor al nombre
que se le había dado, una inmensa cruz en recuerdo a los caídos. Por petición
de la Jefatura Provincial de Propaganda, los balcones de las casas y los
establecimientos lucían banderas nacionales cubiertas con crepones negros y en
las que destacaba en rojo el emblema de Falange. Por su parte, los edificios
públicos se habían engalanado con banderas nacionales y tapices. (138) Todo
estaba preparado en Alicante para recibir a la Junta Política, al Consejo
Nacional y a los miembros del Gobierno y del Ejército que, desde las seis de la
mañana, llegaban a la Iglesia de San Nicolás para asistir al funeral oficiado
por el Obispo de Alicante. Y todo estaba preparado, también, para dar el
pistoletazo de salida al cortejo que abriría el recorrido de 467 kilómetros que
separaban aquella ciudad de El Escorial. Cuando la comitiva salió el 20 de
noviembre, se colocó en Alicante un bloque de cemento con la fecha de partida
inscrita, el mismo bloque que también se colocaría en El Escorial para sellar
la fecha de llegada del cuerpo de José Antonio.
Ese mismo día -día de
luto nacional en el que todos los centros docentes, oficinas públicas y
comercios permanecían cerrados por mandato oficial- por toda la España
oficialmente enlutada se celebraban los funerales en honor de José Antonio. En
Madrid, a las once en punto, todas las iglesias celebraron misa en su recuerdo,
llegando a asistir a ellas, según el cálculo oficial, unos doscientos mil
madrileños. La más solemne de todas tuvo lugar en la Catedral de la Almudena,
donde el Obispo Eijo ofició el funeral ante numerosas personalidades. (139) Los
muros de la catedral se habían cubierto con largos terciopelos negros y el
interior se había decorado con las banderas nacional y falangista. Una vez
terminado el acto religioso, las personalidades públicas asistentes
descubrieron una placa con el nombre de José Antonio que quedó colocada en la
fachada. En aquella ocasión, fue el Jefe Provincial de Falange, Jaime de Foxá,
quien invocó tres veces el nombre del Ausente para ser respondido por los
asistentes antes de iniciar el canto de los himnos y el desfile hacia la
salida. Aquel mismo día, el Caudillo recibía por la tarde en Madrid a Foxá y al
resto de los mandos provinciales del Movimiento. En la conversación mantenida,
Franco recordó a la élite madrileña de Falange cómo en 1808 –la gran fecha
fundacional del nacionalismo español- (140) el pueblo de Madrid ya había
demostrado heroicamente su amor patrio oponiéndose a que “se truncase la
auténtica marcha de España”. Si en aquella ocasión la sangre derramada fue
desaprovechada, el Caudillo instaba a la Falange madrileña a mantenerse en pie
de guerra y a seguir dispuesta al “sacrificio y a la lucha” con el fin de que
la sangre vertida en esta nueva Cruzada que acababa de terminar no fuera caída
en vano. (141)
Durante nueve días, el
ataúd con los restos de José Antonio recorrió las provincias de Alicante,
Albacete, Cuenca y Toledo. Finalmente, la madrugada del 28 al 29 de noviembre,
José Antonio volvió a entrar en Madrid. La llegada de la comitiva a la ciudad
fue interpretada como el gran regreso de José Antonio a su tierra natal, la
tierra de la que había sido dramáticamente apartado tres años antes para
cumplir la pena de cárcel en Alicante. Si ya la propia conquista de Madrid
acontecida al final de la guerra había sido interpretada en clave apocalíptica,
el regreso de José Antonio se sintió como el gran retorno del fundador a su
propia tierra, la tierra que “tras inviernos y veranos, y tras años de lágrimas
y de sangre y de luto” le recibía de nuevo para honrarle y glorificarle. (142)
A primera hora de la
mañana del 29 de noviembre, la comitiva entró en Aranjuez. Según se acercaba el
cortejo a la ciudad, múltiples madrileños y diversas personalidades del
Gobierno y del Ejército se iban sumando a los lugares señalados en el recorrido
que atravesaría el cuerpo de José Antonio antes de dirigirse a El Escorial. La
mayoría de los balcones de la ciudad estaban adornados: crespones negros,
banderas nacional o falangista, ramos de laurel, retratos de José Antonio o
inscripciones con el “José Antonio, ¡Presente!” lucían colgados por toda la
ciudad. Cumpliendo con la hora prevista, hacia las once de la mañana el cortejo
fúnebre llegó a la Plaza de España, el lugar donde se iniciarían los honores
oficiales. Previamente, la comitiva se había detenido en la Glorieta de Atocha,
donde los miembros del clero entonaron un responso en honor del muerto y se
ejecutó una marcha fúnebre. Aquel también fue el lugar en el que se sumó a la
comitiva José Finat, el director general de Seguridad. Desde una hora antes,
formados en la calle del Duque de Osuna adyacente a la Plaza de España,
esperaban al féretro de José Antonio el Gobierno en pleno, la Junta Política,
el Consejo Nacional, una representación de todo el Ejército, el Cuerpo
Diplomático, las autoridades locales y diversas representaciones civiles. Al
recibir el ataúd de José Antonio, el cortejo reemprendió la marcha. A la cabeza
de la comitiva iba, en primer lugar, el Gobierno. A la misma altura pero
situados detrás, la Junta Política encabezada por Miguel y Pilar Primo de
Rivera. Tras la Junta Política, el Consejo Nacional y, tras ella, el grupo de
diversas personalidades asistentes: militares, altos cargos oficiales,
representantes de la Universidad y de las Reales Academias y las autoridades
locales. Por último, cerrando el cortejo, caminaban las autoridades provinciales
de la Falange madrileña.
Durante todo el
trayecto realizado por las calles de Madrid, el ataúd de José Antonio fue
transportado a hombros de diversos representantes de los tres ejércitos
nacionales. La comitiva avanzó por calle de la Princesa caminando bajo el manto
de flores que caía desde los balcones y acompañada por las gentes que, en
absoluto silencio, saludaban con el brazo el alto al cuerpo muerto del fundador
de la Falange. El cortejo se dirigió, en primer lugar, a la cárcel Modelo, la
cárcel donde José Antonio había sido confinado antes de ser traslado a
Alicante. Allí esperaban, junto a otros mandos provinciales, miembros de la
Sección Femenina acompañadas de sus homólogas venidas de la Alemania nazi. A
continuación, la comitiva caminó hacia la Ciudad Universitaria, en cuya plaza
central se habían levantado dos columnas dóricas adornadas con crespones
negros. Alrededor de ellas, miembros y representantes del SEU –acompañados de
un grupo de camisas pardas de las juventudes hitlerianas esperaban al ataúd
para relevar al Ejército en el traslado. Sobre una alfombra de flores arrojada
por miembros de la Sección Femenina, se depositó el cuerpo de José Antonio.
Alrededor de él, se colocaron, por orden, los miembros del Gobierno, el Consejo
Nacional y la Junta Política con los dos hermanos del muerto. Allí, la
delegación diplomática italiana hizo entrega de la corona de bronce que el Duce
obsequiaba a José Antonio. Una vez desfilaron ante el féretro las diversas
personalidades, los miembros del SEU cargaron al ataúd para emprender de nuevo,
entre responsos y cantos de la coral polifónica mallorquina, la marcha hacia la
carretera de Puerta de Hierro, flanqueada por completo por miembros y
representantes del SEU venidos de toda España.
Hacia las dos de la
tarde, la comitiva llegó a la Puerta de Hierro. Allí, la Falange madrileña
volvió a cargar el féretro de José Antonio y diversos representantes del
Gobierno y del Ejército que habían permanecido en la Ciudad Universitaria se
incorporaron de nuevo a la marcha. Hacia las cuatro, llegaban a la carretera de
la Coruña en el cruce con la carretera de Aravaca. Esta vez, junto a las
autoridades locales de los pueblos adyacentes, al clero parroquial y a las
afiliadas de la Sección Femenina, esperaban a la comitiva representantes de las
Flechas y los Pelayos. Dos horas después, el cortejo llegaba al Plantío; a
continuación, a Las Rozas y, pasando ya la medianoche, al término municipal de
Galapagar, el último antes del destino final. En todos los pueblos por los que
pasó el cortejo fúnebre, la comitiva fue recibida por las autoridades locales
de los pueblos cercanos, por el clero local y por todas las gentes que
quisieron dar su particular adiós al líder de Falange. (143)
Durante toda la
madrugada, trenes especiales salidos de toda España fueron llegando a El
Escorial. Casi un centenar de hogueras, prendidas a lo largo de los cerros
cercanos colindantes y distribuidas por todo el pueblo, iluminaban la madrugada
escurialense. Todos los balcones, al igual que en el resto del país, estaban
adornados con banderas y crespones. Una inmensa tela negra de quinces metros de
altura lucía el estampado en blanco de los emblemas imperiales y una corona de
laurel. Miembros del partido portaban mil quinientas banderas nacionales y falangistas
alrededor de la Basílica y todo el pueblo estaba adornado con las numerosas
coronas de flores que habían sido enviadas desde todas las partes del país. A
lo largo de la mañana, las personalidades que asistirían al funeral fueron
llegando a El Escorial. Pasadas las tres de la tarde, en la puerta principal de
la Basílica se colocó la compañía de Infantería que habría de rendir honores al
jefe de Estado. En ese momento, en medio del silencio reinante, comenzaron a
doblar las campanas acompañadas de salvas de cañón.
A las cuatro de la
tarde, el cortejo llegó a la verja de la casita del Príncipe, donde esperaba el
Consejo Nacional de Falange. La comitiva avanzó en dirección a la entrada
posterior sobre una alfombra de flores y entre las representantes de la Sección
Femenina escurialense. En la Puerta de la Herrería, esperaba al féretro la
Junta Política encabezada por Serrano Suñer para abrir el paso, junto a los
padres agustinos de El Escorial, hacia la puerta principal del Monasterio,
donde se encontraba el Caudillo acompañado del consejo de ministros. Según
avanzaba la comitiva encabezada en ese momento por Serrano Suñer y Pilar Primo
de Rivera, se oían marchas fúnebres y los salmos entonados bajo el ruido de los
aviones que sobrevolaban el féretro con el cuerpo muerto de José Antonio. Al
llegar frente al Caudillo, vestido especialmente para la ocasión con el
uniforme de la Falange, el ministro de la Gobernación le hizo entrega del
ataúd. En ese momento, el féretro de José Antonio, acompañado por el redoble de
los tambores, las salvas de artillería y los sones de la música militar, hizo
su entrada en el Patio de los Reyes.
Tras el féretro, fueron
entrando el Caudillo, el gobierno en pleno y los familiares de José Antonio.
Los miembros de la Junta Política entregaron el cuerpo de Primo de Rivera a los
miembros de la vieja guardia para que éstos depositaran el ataúd sobre la
alfombra negra dispuesta en el centro del templo. Ante él, desfiló Franco, el
Gobierno y los jefes militares. Una vez depositado el féretro con los restos de
José Antonio, cada uno fue ocupando su sitio: primero, el Gobierno; tras él,
los familiares; en la parte central, la Junta Política y, algo detrás, el
Consejo Nacional. A ambos lados, los altos cargos del Estado y las
representaciones del Ejército; a continuación, el Cuerpo de diplomáticos y,
finalmente, sentada en un sillón colocado frente al féretro, Carmen Polo, la
mujer del Caudillo.
El coro de monjes y
representantes de todas las órdenes religiosas comenzaron a entonar cantos y salmos.
Poco después, los focos especialmente colocados para el funeral se encendieron.
Todos los presentes se pusieron de pie y permanecieron firmes mientras el ataúd
con el cuerpo de José Antonio descendía lentamente hacia el sepulcro en el que
permanecería. Cuando el cuerpo del fundador de la Falange llegó hasta el fondo,
las luces de la Basílica volvieron a apagarse. Mientras seguían escuchándose
los cantos de los monjes en la oscuridad, se iniciaron los trabajos para
colocar la gran losa de granito que cubriría el sepulcro con la cruz y el
nombre de José Antonio esculpidos en ella. Una vez terminada la colocación, los
representantes enviados de Italia y Alemania se acercaron al sepulcro para
depositar alrededor de él las coronas enviadas por sus líderes respectivos.
Acto seguido, el Caudillo, con una bandeja de tierra que momentos antes le
había sido entregada, se acercó hasta el sepulcro para arrojarla sobre la
sepultura. A continuación, Franco pronunció su breve oración:
“José
Antonio, símbolo y ejemplo de nuestra juventud. En estos momentos en que te
unes a la tierra que tanto amaste, cuando en el horizonte de España alborea
el bello resurgir que tú soñaste, repetiré tus palabras ante el primer caído:
“que Dios te dé su eterno descanso y a nosotros nos niegue el descanso hasta
que sepamos recoger la cosecha que siembra tu muerte”.
|
A las seis y media de
la tarde, al compás de los acordes del himno nacional y ante el desplegar de
las banderas, el Caudillo abandonaba el Monasterio de El Escorial. Tras el
himno nacional, la gente congregada en los alrededores entonó el Cara al Sol.
Poco a poco, todos los
asistentes al funeral comenzaron a salir lenta y solemnemente de la Basílica.
Consideraciones finales: la gran fiesta de la unidad
nacional
La larga duración que
tuvo el traslado de los restos mortales de José Antonio permitió que toda la
prensa del régimen tuviera tiempo suficiente durante aquellos días para dar
cabida a toda clase de opiniones, editoriales y testimonios de enviados
especiales sobre la significación que había tenido la masiva celebración del
entierro. Casi sin diferencia, tanto la prensa falangista como la católica
fueron unánimes en su veredicto final: la ceremonia funeral en honor de José
Antonio había simbolizado la muerte y la resurrección de la Nación española
surgida a través del sacrificio de sus héroes y mártires de guerra y
materializada en la gloriosa Victoria. (144) La puesta en marcha de la religión
política franquista y, gracias a la férrea tarea del Caudillo, su mantenimiento
a lo largo de los años no iba a vivirse siempre de una forma tan complaciente
por parte de los diversos sectores del régimen. Poco tiempo después, como ha
estudiado con detalle Ismael Saz, el proyecto nacionalista falangista basado en
una comunidad nacional organizada, jerarquizada y entusiasta en su nueva
palingenesia de la Patria se desvanecería ante el avance imparable de la Nación
restaurada en su nueva edad de oro defendida por la versión nacionalista de los
sectores católicos del régimen. (145) Yendo más lejos, Elorza incluso
considera, haciendo un veredicto final sobre las casi cuatro décadas que duró
el franquismo, que la religión política franquista nunca llegó a desarrollarse
por completo y que, en términos generales, resultó un proyecto fallido que no logró
consumar sus objetivos. (146)
En cualquier caso, sea
como fuere, el propósito de estas páginas no ha sido un análisis ni de lo uno
ni de lo otro. Independientemente de que los diversos sectores del franquismo
idearan su Nación española de una forma u otra y de que entraran en conflicto
por la definición e institucionalización de su idea nacional e
independientemente, también, de que el proyecto de religión política basado en
la celebración ritual de la redención de la Nación dejase de ser tan plausible en
tiempos de paz prolongada, apertura al exterior o en décadas de expansión
económica, sí cabe concluir lo siguiente: que el Nuevo Estado de la Victoria se
puso en marcha con el firme propósito de oficializar su particular cosmovisión
religiosa y de regir la vida española de los primeros años del régimen bajo el
peso pesado del principio absoluto de la Nación española surgida de la guerra.
En aquellos momentos de incertidumbre y fragilidad social de un país fracturado
por una guerra civil y de un Nuevo Estado que iniciaba la compleja tarea de
asentarse y afirmarse en el poder, la religión política franquista fue una
realidad que el nuevo régimen institucionalizó y celebró. Y no solo eso; como
en tantos otros casos, la religión política que el primer franquismo construyó
y difundió aparecería como un instrumento imprescindible y fundamental para la
legitimación simbólica de la dictadura en función de la manufactura mítica que
llevó a cabo sobre la realidad de aquella España de posguerra. (147) La
importancia de la mitificación de José Antonio y de su apoteósica glorificación
a través de la celebración del traslado de sus restos mortales reside en que
permite analizar, en unos momentos todavía tranquilos para los diversos
sectores del régimen, cuáles fueron los principales elementos de esta religión
política y dónde residió su importancia para legitimar simbólicamente al
régimen, máxime teniendo en cuenta la resonancia mediática y la masiva
dimensión que adquirió la ceremonia funeral.
En primer lugar, cabe
destacar cómo aquel mártir ilustre convertido en el Cristo nacional actuó como
un poderoso arquetipo de repetición en el que todos los muertos y caídos de los
vencedores podían sentirse reconocidos y glorificados. (148) En uno de los
artículos publicados por Serrano Suñer analizando el entierro de José Antonio,
el ministro de la Gobernación aludía expresamente a esto: a cómo, al paso del
cuerpo del líder falangista, la España dolorosa había podido ver en él el
“símbolo de la pureza heroica de una juventud como él sin ambición ni afán
pequeños”. Así, llorando a José Antonio “lloraba la madre al hijo y el hermano
al hermano y la novia al camarada a quien le bordó la camisa que le sirvió de
mortaja. Igual fue en la cadena sin fin de rosarios rezados por el clero en
todos los altos del entierro, donde, con él, pedimos por todos los caídos por
Dios y por España”. (149) En última instancia, y a pesar de que el franquismo
dedicaría buena parte de sus esfuerzos a recordar a los caídos, la inigualable
dramaturgia político-religiosa que desarrolló el régimen en el traslado del
José Antonio condensaba simbólicamente el significado que los muertos por la
Nación tendrían en la Nueva España de posguerra. (150) De esta forma, frente a
la descarnada realidad de los miles de cadáveres resultado de la guerra, el
régimen victorioso mostraba, recordaba y otorgaba puestos de excepción a los
caídos cuya sangre había sembrado la Victoria. Frente al sinsentido de la
muerte de tantos hombres, el régimen les convertía en héroes y mártires cuya
vida, entrega y sacrificio adquirían una incomparable significación pues,
gracias a su muerte, la Nación había sido salvada de los agentes del mal para
que los auténticos españoles pudieran entrar felices en el secular Reino de
Dios conseguido con la Victoria. De una forma contundente, Samuel Ros aludía a
esta idea sentenciando que, una vez glorificado y enterrado el líder de
Falange, “la cosecha de la muerte de José Antonio ya está en la vida de todo un
pueblo”. (151)
Otro elemento
importante que se puede señalar es el papel jugado por Franco en el entierro de
Primo de Rivera. De esta manera, como se vio anteriormente, el Caudillo
aparecía, frente a la figura de un dictador firmando penas de muerte o
encarcelamientos y construyendo un Estado autoritario a su medida, como el
culminador de la España querida y anunciada por José Antonio y como el invicto
guerrero que, con su espada victoriosa, recogía los frutos sembrados por la
sangre de los muertos, a cuyo recuerdo y homenaje se dedicaría con solemne
devoción. Así, ni la sangre, ni el sufrimiento, ni la muerte de tantos habían
resultado inútiles. Antonio Tovar, publicando en el ABC su particular visión
sobre la celebración funeral de El Escorial, consideraba que “ante el hecho
impresionante del calor popular, del entusiasmo desinteresado y espontáneo,
ceden las maniobras oscuras y la unidad de mando rotunda e indiscutible de
Franco recibe, si cabe, una confirmación en la marcha única de este muerto
excepcional, de este fundador de una nueva y ardorosa ambición de España”. (152)
A este respecto, Giuliana Di Febo ha señalado cómo, en buena medida, los ritos
políticos desarrollados por la España franquista estuvieron destinados a
contribuir en la construcción del carisma de Franco. (153)
La cosecha sembrada por
los caídos aludía, como se ha repetido a lo largo de estas páginas, a la
Victoria en tanto redención de la Nación, una Nación que entraba triunfante por
la ancha vía de la historia en su nueva era de salvación. Así, frente a la
realidad de un país fracturado y con ingentes masas de excluidos, el Nuevo
Estado ponía en marcha los relojes y celebraba su Nación formada por los
auténticos españoles. El entierro de José Antonio había sido, entre otras
cosas, la celebración de esta inauguración de la Patria, pues “el entierro de
un héroe hacía resucitar el fuego ardiente de fundaciones; no se trataba de un
dulcificar de líneas rectas ni de un quebrar de verticales ensueños. Era
continuar en ritmo sonoro afanes de ascensión y poderío”. (154)
Múltiples trabajos
desarrollados por la sociología y la antropología de la religión han señalado,
en estrecha conexión con las conclusiones durkheimianas, el carácter
cohesionador e integrador que, para cualquier grupo social, tiene la
celebración de rituales. (155) Dentro del estudio de los ritos políticos de
masas, la conclusión ha sido muchas veces similar para las modernas sociedades
de los dos últimos siglos. A este respecto, Gentile ha apuntado cómo a través
de las grandes ceremonias de masas el mito de la armonía colectiva adquiría
realidad en la Italia fascista, una conclusión parecida a la señalada por Mosse
cuando alude al hecho de cómo las celebraciones de masas y las fiestas públicas
del Tercer Reich simbolizaban el ideal nazi de la unificación nacional. (156)
En este sentido, el entierro de José Antonio fue ideado, especialmente por el
sector falangista del régimen, como una gran ceremonia de comunión patriótica
en la que todo buen español debía tener su puesto. De esta forma, el masivo
funeral de Primo de Rivera se concibió como “la expresión de la unidad que él
quería, de la unidad que él nos exigiría a todos” y que había quedado
demostrada “en esa inmensa representación de camisas azules de todos los
pueblos de España que van a rendirle los póstumos honores”. (157)
Otra de las funciones
clave de los rituales políticos de masas señalada por los diversos autores es
la creación, a través de la utilización de símbolos visuales y de estímulos
sensoriales, de un clima de fuerte carga emocional en el que las gentes puedan
vivir de una forma efectiva la ilusión extática de la solidaridad y la cohesión
grupal. (158) Nuevamente, han sido Gentile y Mosse quienes nos han puesto al
corriente sobre la cuidosa parafernalia empleada en los masivos rituales
fascistas y nazis en aras de la creación de un ambiente eficazmente emotivo en
el que los italianos y alemanes pudieran celebrar el nacimiento de sus
naciones. Muchos de los elementos empleados en Italia y Alemania señalados por
estos autores tuvieron, también, su lugar de excepción en la fiesta colectiva
del entierro de José Antonio: antorchas y hogueras de fuego purificador,
banderas y telares con emblemas, una minuciosa disposición de los asistentes o
el sonido de tambores, cantos e himnos. A lo largo de los más de cuatrocientos
kilómetros de recorrido funerario mediáticamente retransmitidos por todo el
país, la intención fue crear, en todas las casas y rincones españoles, el clima
de solemnidad y emoción necesario para unir a la Nación en la celebración de la
muerte de José Antonio. Sobre esta cuestión, Serrano Suñer se mostraba
satisfecho: en todos los pueblos del país, “ante su vida sacrificada en
Holocausto de España”, las gentes habían podido sentir “la angustia de su
muerte y la veneración de su figura. Por ello se ha creado a través de estos
caminos de España un hondo clima emocional”. (159) A través del efecto plástico
y visual de las banderas ondulantes y del efecto acústico marcado por el ritmo
de los tambores y de los suaves pasos del ataúd que avanzaba hacia su
definitivo sepulcro, se había logrado “esta unidad de los pueblos de España que
hoy resucitó para aleluya triunfal del nunca muerto”. (160)
La unidad de los
españoles que, según la interpretación oficial, había quedado demostrada en el
entierro de José Antonio no se vivió únicamente entre las gentes de a pie;
aquella masiva celebración había sido, también, una demostración de la fuerza
con la que el Nuevo Estado se ponía en marcha, un golpe efectivo de decisión y
de fuerza que se había plasmado en la minuciosa jerarquización que presidió
toda la organización y desarrollo del funeral así como en la unidad
inquebrantable demostrada por los tres pilares de la dictadura: Iglesia,
Ejército y Falange cumpliendo cada uno con sus funciones en torno a la figura
del Caudillo. (161) El éxito del traslado y la forzosa participación de las
masas en él habían servido para que todos los españoles comulgasen con los
grandes mitos que sostenían la cosmovisión religiosa de la nueva religión de la
Nación franquista y como una muestra de la vitalidad nacional de la que gozaba
España tras la Victoria. Como tantas otras ceremonias de masas puestas en
marcha por otras religiones políticas, en aquella fiesta colectiva subyacía una
intención de enseñar y educar a las masas en los nuevos mitos y ritos que
regirían la religión política franquista y, con ella, la vida española de la
inmediata posguerra.
Según fueran pasando
los años, no todo iba ser tan fácil para la realización de una religión
política franquista necesitada de las demostraciones rituales masivas y de la
institucionalización y vivencia de sus grandes mitos fundadores. Sin embargo,
en aquellos momentos inaugurales del Nuevo Régimen, la fiesta funeral que fue
el entierro de José Antonio sirvió para que, durante aquellos diez días, la
nueva religión política del régimen se sintiera como la realidad que todos sus
convencidos querían: grandes masas de españoles viviendo en comunión la emoción
del entierro de su Cristo nacional y una vigorosa Nación que iniciaba su camino
bajo la atenta organización de su Caudillo ayudado por la Iglesia, el Ejército
y el Partido Único. En última instancia, durante aquellos días festivos, los
mitos que sustentaban a la recién estrenada dictadura española fueron capaces
de imponerse sobre el país como una efectiva y viva realidad.
NOTAS
(1)Michael
Burleigh: El Tercer Reich. Una nueva historia, Madrid, Punto de Lectura,
2004, p. 36.
2
Tocqueville, en su obra clásica El Antiguo Régimen y la Revolución escrita
tras la revolución de 1848, señaló el carácter religioso que había adquirido
la Revolución francesa. Por su parte, Condorcet, en Premier mémoire sur
l´instruction publique, utilizó el término de religión política para
referirse a los acontecimientos de 1789 (la referencia de Condorcet aparece
en Emilio Gentile: Le religioni della politica. Fra democrazie e
totalitarismi, Roma- Bari, Laterza, 2001. La edición que manejo de la obra de
Gentile es una edición especial resumida que el autor realizó para su
publicación en francés como apéndice dentro de su traducción de Il culto del
littorio. La sacralizzazione della politica nell´Italia fascista. Ver Emilio
Gentile: La religion fasciste, Paris, Perrin, 2002. En adelante, la obra
señalada se citará con su nombre original italiano).
3
Emilio Gentile: Le religioni della politica... Ob. Cit.
4
Entre los autores que Voegelin destaca cabe señalar a Hegel, Fichte, Comte y
Marx. Eric Voegelin: The Political Religions, en Collected
Works of Eric Voegelin, Vol. 5, The University of Missouri Press, 2000.
5 Eric Voegelin: The Political Religions..., Ob. Cit.
6 Si
Gentile considera que la paternidad del término de religión política se debe
a Voegelin, el historiador italiano considera que el de religión secular se
debe a Raymond Aron.
7
Raymond Aron: “L´Avenir des Religions séculières”, en Raymond Aron: L´Age des
Empires et l´Avenir de la France, Paris, Éd. Défense de la France, 1945.
8
Dentro del desarrollo que las ciencias sociales han realizado de los
conceptos de religión secular y de religión política hay que destacar el uso
que la sociología norteamericana ha hecho del concepto de religión civil a
partir de los trabajos del sociólogo Robert Bellah publicados a finales de la
década de los 60 y principios de la década de los 70 y los trabajos de la
Antropología política norteamericana de los años 60 a partir de los trabajos
de David Apter y Leonard Binder, fundamentalmente.
9 Clifford Geertz: “Centers, Kings and Charisma:
reflections on the Symbolics of Power”, en Joseph BenDavid y Terry Nichols
Clarck: Culture and its Creators. Essays in honor of Edward Shils, Chicago,
The University of Chicago Press, 1977, p. 168.
10
Un desarrollo teórico de esta idea se puede ver en Carlos Moya: “Argumentos
para otra ciencia social”, en Carlos Moya y José Jiménez Blanco (comps.):
Teoría sociológica contemporánea, Madrid, Tecnos, 1978. La cita pertenece a
la página 508. Por su parte, Geertz señala que no importa cómo de democrática
sea la élite elegida para ocupar el poder; en todos los casos, el poder
político justifica sus acciones en función de los sistemas simbólicos que
construye. Clifford Geertz: “Centers, Kings and Charisma... Ob.
Cit., p. 152.
11 Clifford Geertz: “Centers, Kings and Charisma.. ob. Cit., p. 167.
12
La expresión de “grandes ficciones” es la utilizada por Geertz en la obra
citada.
13
Cifford Geertz: “Descripción densa: hacia una teoría interpretativa de la
cultura”, en Cifford Geertz: La interpretación de las culturas, Barcelona,
Gedisa, 2000.
14
Un recorrido por los distintos significados y desarrollos teóricos que ha
tenido el concepto de secularización se puede ver en Michael Hill: Sociología
de la religión, Madrid, Editorial Cristiandad 1976. La interpretación del
fenómeno de la secularización que interesa en estas páginas es la que tiene
que ver con “la trasposición de creencias y actividades de las que en algún
momento se pensó que tenían un punto de referencia divino a otras actividades
que poseen un contenido totalmente secular”, p. 304. Una expresión que ha
conocido un notable éxito dentro del estudio de las religiones seculares es
la de “transferencia de sacralidad” utilizada por Mona Ozouf en La fête
révolutionnaire, 1789-1799, Paris, Gallimard, 1976.
15
Emilio Gentile: Le religioni della politica... Ob. Cit.
16
Ibíd. Anthony D. Smith señala, desde su análisis del nacionalismo como forma
de religión secular, que estas formas de religión moderna deben entenderse
dentro de un proceso sincrético que ocuparía un lugar intermedio dentro de un
contínuo cuyos polos extremos serían, por un lado, el mesianismo político y,
por otro, la politización de la religión. Anthony D.
Smith: “The sacred Dimension of Nationalism”, en Millennium, nº 29 (3), 2000.
17
La expresión de “consagración de lo profano” la utiliza Salvador Giner en El
destino de la libertad, Madrid, Espasa Calpe, 1987, p. 155.
18
El término de “cosmovisión” que se utilizará reiteradamente a lo largo de
estas páginas está entendido en el mismo sentido amplio que el concepto de
Weltanschauung manejado por las ciencias sociales: como la concepción del
mundo de un grupo humano que abarca el conjunto de las creencias básicas
acerca del cosmos, el mundo o el hombre y que incluye elementos cognitivos
(qué es el mundo) y elementos valorativos (cómo debe el hombre comportarse
ante ellos). En última instancia, sería el sustrato más básico de una cultura
del cual participarían todos los miembros. Esta definición está tomada de la
voz escrita por Emilio Lamo de Espinosa en Salvador Giner, Emilio Lamo de
Espinosa y Cristóbal Torres (eds.): Diccionario de Sociología, Madrid,
Alianza, 1998.
19
Para esta idea de religión resulta útil el trabajo de Clifford Geertz: “La
religión como sistema cultural”, en Cifford Geertz: La interpretación de las
culturas... ob. Cit.
20
Esta idea de entender las religiones políticas como sustitutos funcionales de
las religiones tradicionales en función de su capacidad para elaborar un
sistema de creencias y un sistema ritual de la vida colectiva parte de la
definición funcionalista de la religión establecida por Durkheim en su obra
Las formas elementales de la vida religiosa. Para un crítica de estas
definiciones funcionalistas se puede ver el artículo de Peter Berger: “Some
second Thoughts on Substantive versus Functional Definitions of Religion”,
Journal for the Scientific Study of Religion, vol. 13, nº 2, 1974.
21
Desde una perspectiva funcionalista, la definición de religión que
proporciona Robert N. Bellah destaca dos funciones clave que cumplen todas
las religiones: en primer lugar, el proporcionar un conjunto de valores
institucionalizados en los que pueda ser basada la moralidad de una sociedad;
en segundo lugar, el ofrecer una explicación a las frustraciones humanas
-entre las que sobresale la muerte- creando el sentimiento de que los valores
en los que se basa la sociedad son más fuertes y sobrepasan a las
experiencias frustrantes de la vida humana. Ver Robert N.
Bellah: Tokugawa Religion, New York, The Free Press, 1957.
22
Una excepción sería el reciente trabajo de Antonio Elorza: “El franquismo, un
proyecto de religión política”, en Javier Tussell, Emilio Gentile y Giuliana
Di Febo (eds.): Fascismo y franquismo cara a cara: una perspectiva histórica,
Madrid, Biblioteca Nueva, 2004. Otra excepción serían los trabajos de Carlos
Moya, “La sagrada familia y la guerra civil” y “La muerte de Franco y la
democracia española”, ambos en Señas de Leviatán. Estado nacional y sociedad
industrial: España, 1936-1980, Madrid, Alianza, 1984.
23
Una justificación de este punto de partida está en Zira Box: “Secularizando
el Apocalipsis. Manufactura mítica y discurso nacional franquista: la
narración de la Victoria”, en Historia y Política, nº 12, 2004/2.
24
Es importante señalar que, a pesar de que en estas páginas se estudien las
religiones políticas nacionalistas, no todas las religiones políticas lo son.
A este respecto, ejemplos claros de otras formas de religión política no
nacionalista que han sido objeto de estudio a partir de perspectivas
similares a las empleadas aquí serían el comunismo y la democracia.
25
Esta idea de pueblo elegido puede desarrollarse a partir de dos casos
arquetípicos: por un lado, a partir de la idea de la Nación elegida por la
Providencia que formaría parte de las religiones seculares establecidas a partir
del sincretismo con la religión tradicional (como en el caso de la religión
política franquista o de la religión civil americana); por otro, a partir de
la idea del pueblo elegido en tanto Nación civilizada y educada cuya misión
es guiar al resto de las naciones y que vendría establecida en términos
exclusivamente seculares (como en el caso de la Revolución francesa).
26 Anthony D. Smith: “The sacred Dimension of
Nationalism”... Ob. Cit.
27
La Coruña, 22 de junio de 1939, en Franco ha dicho, Madrid, Editora
Carlos-Jaime, 1947, pp. 161-162.
28
Un ejemplo para el caso del nacionalismo vasco radical en el que se analiza
la glorificación del gudari caído por la patria y su celebración dentro del
calendario litúrgico se puede ver en Jesús Casquete: “Recordar para ser:
martirologio y conmemoración en el nacionalismo vasco radical”.
29 Emilio Gentile: “Fascism as Political Religion”,
en Journal of Contemporary History, vol. 25, 1990, p. 234.
30 Ernest B. Koenker: Secular salvations. The rites
and symbols of Political Religions, Philadelphia, Fortress Press, 1965, p.
67.
31
Antonio Elorza: “El franquismo, un proyecto de religión política”... ob.
Cit., p. 79.
32
Max Weber: Economía y Sociedad, Madrid, F.C.E., 1993.
33
Peter Berger: El dosel sagrado. Para una teoría sociológica de la religión,
Barcelona, Kairós, 1999, p. 90.
34
Ibíd., p. 121.
35
Ibíd.
36
Max Weber: Economía y Sociedad... ob. Cit., p. 420.
37
Ibíd., p. 422.
38
Michael Burleigh: El Tercer Reich...,ob. cit, p. 42.
39 Robert Wohl: The Generation of 1914, Londres,
Weidenfeld and Nicolson, 1980, pp. 231-232.
40 George L. Mosse: Fallen Soldiers. Reshaping the
memory of the World Wars, New York, Oxford University Press, 1990.
41 Emilio Gentile: “Fascism as Political
Religion”..., ob. Cit., pp. 233-234. Gentile señala que el fascismo empezó
como un movimiento carismático surgido de una situación extraordinaria y no
como una teoría sistemática sobre la sociedad o el Estado. Lo que unió a los
fascistas no fue una doctrina sino una actitud, una experiencia de fe que se
concretó en el mito de una nueva religión de la nación que había surgido de
la violencia purificadora de la guerra y que se había consagrado con la
sangre de los héroes y mártires que se habían sacrificado por ella.
42
Santos Juliá: Historia de las dos Españas, Madrid, Taurus, 2004, p. 290.
43Cuenca
minera de Asturias, 21 de mayo de 1946, en Franco ha dicho..., ob. Cit., p.
21.
44
Paloma Aguilar: Memoria y olvido de la guerra civil española, Madrid,
Alianza, 1996, p. 194. La autora ha estudiado con detalle la importancia de
la guerra civil como mito fundacional del régimen franquista.
45
Paloma Aguilar: Memoria y olvido de la guerra civil... Ob. Cit. Esta idea
también está en Zira Box: “Secularizando el Apocalipsis. Manufactura mítica y
discurso nacional franquista: la narración de la Victoria..., Ob. Cit. Por su
parte, Antonio Elorza señala que, en el caso franquista, la sacralización de
los caídos se vio “realzada por la centralidad de un episodio histórico tan
vinculado a la producción de muertes como es la guerra civil”, Antonio
Elorza: “El franquismo, un proyecto de religión política”..., Ob. Cit., p.
80.
46 Robert Wohl: The Generation of 1914..., Ob. Cit. Esta idea también la desarrolla
Emilio Gentile: “Fascism as Political Religion..., Ob. Cit., pp. 87 y ss.
47
Santos Juliá: Historia de las dos Españas... ob. Cit., pp. 287 y ss. El autor
señala cómo en la guerra civil, en gran medida gracias a la labor de la
Iglesia, la metáfora de las dos Españas se convirtió en la clave de la visión
histórica que el franquismo manejó y por la cual la guerra se convirtió en
una lucha de dos principios enfrentados según la cual, si España quería
subsistir, debía eliminar a la anti España.
48 George L. Mosse: Fallen soldiers..., ob. Cit., p.
35.
49 Ver George L. Mosse: Fallen Soldiers..., Ob. Cit., donde el autor analiza, también,
el culto al soldado caído en Francia y Gran Bretaña. También en
John R. Gillis (ed.): Commemorations. The Politics of National Identity,
Princeton, Princeton University Press, 1994. Para el caso francés, se puede ver Antoine Prost:
“Verdun”, en Pierre Nora (éd.): Les lieux de mémoire, Vol. 2, Paris,
Gallimard, 1986.
50 George L. Mosse: Fallen Soldiers..., ob. Cit., p.
7
51 Mosse: “Fascism and the French Revolution”, en Journal
of Contemporary History, Vol. 24, 1989. Mona
Ozouf: La fête révolutionnaire..., Ob. Cit. Ozouf señala cómo 1792 es el año
en el que la muerte se sitúa en el centro de la fiesta revolucionaria a
partir de la multiplicación de las celebraciones funerales de los caídos por
la Patria. Por su parte, Philippe Contamine alude a las cartas de los
voluntarios de las guerras de la Revolución para mostrar cómo muchos de los
soldados sentían felicidad al dar su vida por la Patria. É. Picard: Au
service de la nation. Lettres de volontaires (1792-1798), recogidas en
Jean-Paul Bertaud: La Révolution armée. Les soldats-citoyens et la Révolution
franÇaise, Paris, Robert Laffont, 1979 (citado en Philippe Contamine: “Mourir
pour la Patrie”, en Pierre Nora: Les lieux de mémoire, vol. 2..., Ob. Cit.,
p. 36.
52 Mosse: “Fascism and the French Revolution”... Ob.
Cit., p. 7.
53
Ibíd., p. 19. Mosse señala que la influencia que ejerció la Revolución
francesa sobre el fascismo fue, en la mayoría de los casos, inconsciente. De hecho,
tanto Hitler como Mussolini, a pesar de estar repitiendo muchos de los modos
de actuación política surgidos con la Revolución, se declararon enemigos
acérrimos de los acontecimientos de 1789. Evidentemente, Mosse se refiere
exclusivamente al fascismo italiano y al nazismo alemán.
54
Antonio Elorza: “El franquismo, un proyecto de religión política”... Ob.
Cit., p. 79.
55
Alexis De Tocqueville: El Antiguo Régimen y la Revolución, vol.1, Madrid,
Alianza, 1994, p. 62.
56
Alocución en Radio Nacional del 20 de mayo de 1939 y recogida en Arriba del
21 de mayo de 1939.
57
René Girard: La violencia y lo sagrado, Barcelona, Anagrama, 1995.
58
Esta cuestión la señala Mircea Eliade en Herreros y Alquimistas, Madrid,
Alianza, 1990, pp. 31-32.
59
Ibíd. Esta idea también aparece en Mircea Eliade: El mito del eterno retorno,
Madrid, Alianza, 2000.
60
La presencia de esta retórica de la sangre de los mártires como elemento
fundamental para que el Nuevo Estado hubiera sido posible fue constante en el
discurso franquista. A modo de ejemplo, en la conmemoración del Alzamiento
celebrada en 1945, Franco señalaba ante el Consejo Nacional que había que
rendir un homenaje muy especial “a nuestros héroes y nuestros mártires, a
cuyo sacrificio debemos este orden, esta paz y esta alegría”, en Franco ha
dicho... Ob. Cit., p. 269.
61
Marcos, 1, 15.
62
José Antonio Primo de Rivera: Obras, Madrid, Editorial Almena, 1971, p. 946.
63
Rafael Sánchez Mazas: “Última piedra, primera piedra”, en Dolor por José
Antonio, publicación del Departamento de Propaganda del Frente de Juventudes,
Madrid, 1944.
64
Rafael Sánchez Mazas: “Última piedra, primera piedra”..., Ob. Cit.
65
Arriba, 13 de mayo de 1939.
66
Lucas, 4, 18-19.
67
Dolores Catarineu: “Por los pueblos en ruinas de la Sierra”, en Arriba, 30 de
noviembre de 1939.
68
Ángel Alcázar de Velasco: José Antonio. Hacia el sepulcro de la fe, Burgos,
Editorial Cóndor, 1939, p 47.
69
Lucas, 4, 21.
70
Jacques Le Goff: El orden de la memoria, Barcelona, Paidós, 2004, p. 49.
71
E. O. James: Historia de las Religiones, Madrid, Alianza, 1990, pp. 190 y ss.
72
“El discurso de la Comedia pasará a la historia como el prólogo de la Nueva
era grande”, Ángel Alcázar de Velasco: José Antonio. Hacia el sepulcro... ob.
Cit., p. 46.
73
Todas las citas pertenecen al discurso pronunciado en el Teatro de la Comedia
de Madrid el 29 de octubre de 1933. Recogido en José Antonio Primo de Rivera:
Obras... Ob. Cit., pp. 61-69.
74
Arriba, 15 de noviembre de 1939.
75
Julio Fuertes: “Principio y fin de José Antonio”, en Arriba, 19 de noviembre
de 1939. En el Discurso de la Comedia, José Antonio aludía a esta cuestión:
“sí, nosotros llevamos corbata; sí, de nosotros podéis decir que somos
señoritos. Pero traemos el espíritu de lucha precisamente por aquello que no
nos interesa como señoritos; venimos a luchar porque a muchos de nuestras
clases se les impongan sacrificios duros y justos, y venimos a luchar por que
un Estado totalitario alcance con sus bienes lo mismo a sus poderosos que a
los humildes”, José Antonio Primo de Rivera: Obras..., Ob. Cit., p. 68.
76 2
Corintios 8, 9.
77
Marcos 10, 23-25.
78
Falange Española, nº4, 25 de enero de 1934. Recogido en José Antonio Primo de
Rivera: Obras..., Ob. Cit., pp. 135-136.
79
Conferencia pronunciada en el Teatro Calderón de Valladolid el 3 de marzo de
1935. Recogida en José Antonio Primo de Rivera: Obras... Ob. Cit., p.. 427
80
Falange Española, nº4, 25 de enero de 1934. Recogido en José Antonio Primo de
Rivera: Obras..., Ob. Cit., p. 136.
81
Rafael Sánchez Mazas: “Última piedra, primera piedra”... Ob. Cit.
82
“Me asombra que, aun después de tres años, la inmensa mayoría de nuestros
compatriotas persistan en juzgarnos sin haber empezado ni por asomo a
entendernos y hasta sin haber procurado ni aceptado la más mínima
información”, en José Antonio Primo de Rivera: Obras... Ob. Cit., pp.
953-954.
83
Mateo, 13, 24-25; 30.
84
Rafael Sánchez Mazas: “Primera piedra, última piedra”..., Ob. Cit.
85
Ángel Alcázar de Velasco: José Antonio. Hacia el sepulcro de la fe..., Ob. Cit.,
pp. 55-56.
86
Las palabras de Pilar Primo de Rivera están recogidas en Arriba del 8 de
abril de 1939.
87
Discurso pronunciado por Franco a propósito del segundo aniversario de la
muerte de José Antonio en noviembre de 1938.
88
“Con renunciación comienza su vida por la Falange en el escenario de la
Comedia y con renunciación la acaba en el patio de una cárcel, para que su
sangre fecunde su propia siembra, que hoy crece vigorosa y pujante”, Julio
Fuertes: “Principio y fin de José Antonio”..., Ob. Cit.
89
Marcos 10, 45.
90
José Antonio Primo de Rivera en Arriba, nº4, recogido en José Antonio Primo
de Rivera: Obras..., Ob. Cit., p. 513. En las palabras que José Antonio
pronunció en el entierro del falangista muerto Ángel Montesinos Carbonell el
10 de febrero de 1934, Primo de Rivera señalaba: “la muerte es un acto de
servicio. Cuando muera cualquiera de nosotros, dadle, como a éste, piadosa
tierra y decidle: Hermano: para tu alma, la paz; para nosotros, por España,
adelante”, recogido en José Antonio Primo de rivera: Obras..., Ob. Cit., p.
203.
91
Marcos, 10, 33.
92
Discurso pronunciado en San Benito (Badajoz) el 28 de abril de 1935. Recogido
en José Antonio Primo de Rivera: Obras..., Ob. Cit., p. 539.
93 Mateo 26, 26-28.
94
Hans Küng: El Cristianismo. Esencia e Historia, Madrid, Trotta, 2001, p. 91.
95 1
Corintios 16, 3-4.
96
Hans Küng: El Cristianismo... Ob. Cit., pp. 52 y ss.
97
BOE, 17 de noviembre de 1938.
98
Suetonio: Vida de los Césares, Madrid, Cátedra, 2004. Como narra el
historiador latino, “se decidió tapiar la Curia en la que fue asesinado,
llamar “Día del Parricidio” a los idus de marzo, y no convocar jamás el
Senado en ese día”, p. 178.
99
Publicado en Arriba, 9 de abril de 1939.
100 Arriba, 8 de abril de 1939.
101 Para un análisis del mito de la resurrección
de la Patria como mito clave en la ideología nacional falangista frente a las
interpretaciones de los grupos católicos, se puede ver Ismael Saz: España
contra España. Los nacionalismos franquistas, Madrid, Marcial Pons, 2003.
102
Arriba, 8 de abril de 1939.
103
Arriba, 8 de abril de 1939.
104
Es importante señalar que las religiones políticas no tienen por qué entrar
en conflicto con las religiones tradicionales o con la existencia de un dios
sobrenatural. De hecho, de una u otra forma, la mayoría de las religiones
seculares toman elementos de las religiones tradicionales transformándolos y
adaptándolos a su propio sistema mítico y ritual. Uno de los ejemplos más
claros de sincretismo entre la religión secular y la religión tradicional
sería el de la religión civil americana. Para esta cuestión, se pueden ver
los apuntes que realiza Emilio Gentile en su obra Le religioni della
politica... Ob. Cit. Para un análisis de cómo las religiones políticas toman
elementos propios de la tradición judeocristiana y de la visión histórica
bíblica, se puede ver Ernest B. Koenker: Secular salvations..., Ob. Cit.
105
Entre los asistentes estaban varias representaciones del Ministerio, del
Instituto de España y de FET y de las JONS. También asistieron, entre otros,
el teniente coronel Augusto Kral, Jefe del Servicio Nacional de Enseñanza
Profesional y técnica, los consejeros nacionales José Maria Pemán y Leopoldo
Panizo y el jefe provincial del Movimiento. Esta información está recogida en
Arriba, 1 de abril de 1939.
106
Arriba, 1 de abril de 1939.
107
Arriba, 8 de abril de 1939.
108
Arriba, 8 de abril de 1939.
109
Decreto del 16 de noviembre de 1938 y publicado en el BOE del 17 de noviembre
de 1938.
110
Orden del 16 de noviembre y publicada en el BOE del 19 de noviembre de 1938.
111
Los funerales se celebraron el día 20 de noviembre en Burgos con la
asistencia de las personalidades políticas y el día 21 en el resto de la
España nacional. Junto a las ceremonias religiosas, los actos celebrados en
Burgos incluyeron discursos del Caudillo y de Serrano Suñer.
112
Arriba, 15 de noviembre de 1939.
113
Los cuatro camaradas de José Antonio que trasladaron su féretro a hombros
fueron Javier Millán, José Mañol, Alfredo Fraile y Miguel Mezquiri. La
información está en Arriba del 5 de abril de 1939.
114
La crónica de esta ceremonia está en Arriba del 5 de abril de 1939.
115
Publicado en el BOE, 17 de noviembre de 1939.
116
Nota de la Jefatura Provincial del Movimiento recogida en Arriba del 5 de
abril de 1939.
117
Para un análisis de la concepción de “Imperio”, clave en el nacionalismo
falangista y simbolizado en el Monasterio de El Escorial, se puede ver Ismael
Saz: España contra España. Los nacionalismos franquistas... Ob. Cit.
118
“¡¡Españoles!! ¡El Escorial ha vuelto a España! La alegría de sus campanas se
extiende en ecos de triunfo por toda la tierra española. Estas horas de
resurrección nacional encuentran su signo glorioso en el gran Monasterio
reintegrado a la Patria”, Nota de la Jefatura Provincial del Movimiento
recogida en Arriba del 5 de abril de 1939.
119
Nota de la Jefatura Provincial del Movimiento recogida en Arriba del 5 de
abril de 1939.
120
Arriba, 12 de noviembre de 1939.
121
El cortejo, “con el ejemplo de la muerte de José Antonio enseñará a los
hombres -¡a costa de qué dolor!- la profunda verdad y el rigor de nuestro
pensamiento cumplido con la muerte en acto de servicio por nuestro jefe y
capitán”, Arriba, 15 de noviembre de 1939.
122
Antonio Elorza: “El franquismo. Un proyecto de religión política”..., Ob.
Cit., p. 79.
123
Giuliana Di Febo: “El intercambio de carismas. La mano de Teresa”, en
Giuliana Di Febo: Ritos de guerra y de victoria en la España franquista,
Bilbao, Desclée de Brouwer, 2002.
124
Salvador Giner considera que Grecia es el origen de la religión civil y que
Roma es el origen de la religión política. Salvador Giner: “Religión civil”,
en REIS, nº 61, 1993. También Elorza apunta que el origen de la religión
política se encontraría en la Roma de Augusto y en su culto imperial. En
Antonio Elorza: “De la teocracia a la religión política”, en Política y
Sociedad, nº 22, 1996, p. 69.
125
Tucídides: Historia de la Guerra del Peloponeso, Barcelona, Juventud, 1975,
Libro II, 34.
126
Ibíd.., II, 42.
127
Ibíd.., II, 43.
128
Jean Bayet: Histoire politique et psychologique de la religion romaine,
Paris, Payot, 1969.
129
Ibíd., p. 162.
130
Suetonio: Vida de los Césares..., Ob. Cit., Libro I, 84.
131
Ibíd.., Libro I, 85.
132
Mona Ozouf señala que el gran hombre de la Revolución tenía un carácter
democrático: frente a los privilegios de nacimiento que habían prevalecido en
el mundo pre revolucionario, el nuevo gran hombre era aquel que había
demostrado sus méritos y talentos en la causa nacional. Ver Mona Ozouf: “Le
Panthéon. L´École normale des morts”, en Pierre Nora (éd.): Les lieux de
mémoire, Vol. I, Paris, Gallimard, 1984, p. 143
133
Mona Ozouf: La fête révolutionnaire..., Ob. Cit. p. 321.
134 Anita Brookner: Jacques-Louis David. Londres,
Chatto & Windus, 1980, p. 114. Citado en Anthony D. Smith: Chosen People.
The sacred sources of Nationalism, Londres, Oxford University Press, 2003, p.
237.
135
La información pertenece al artículo de Samuel Ros publicado en Arriba del 13
de noviembre de 1939 y en el que el periodista adelanta cómo se llevaría cabo
el traslado de José Antonio.
136
La información está en Arriba del 15 de noviembre de 1939.
137
Es importante señalar el carácter simbólico que adopta el fuego en múltiples
ceremonias de diversas religiones seculares. A modo de ejemplo, se puede
apuntar el uso del fuego que los nazis hicieron en sus fiestas como símbolo
del triunfo de la luz frente a la oscuridad y como metáfora de la
purificación nacional. A este respecto, se puede ver George L. Mosse: La
nazionalizzazione delle masse. Simbolismo politico e movimenti di massa in
Germania dalle guerre napoleoniche al Terzo Reich, Bologna, Il Mulino, 1975,
pp. 47 y ss. También Liebman y Don-Yehiya apuntan la presencia del fuego como
símbolo de redención y purificación en las celebraciones del Día de la
Independencia de Israel. Ver Charles Liebman y Eliezer Don-Yehiya: Civil
Religion in Israel, Berkeley, University of California Press, 1983, p. 114.
Por su parte, Jesús Casquete estudia la importancia simbólica del fuego en
los funerales del nacionalismo vasco radical. Ver Jesús Casquete: “Recordar
para ser..., Ob. Cit.
138
La información está en Arriba del 17 de noviembre de 1939.
139
Entre los asistentes estaban, entre otros, el ministro de Justicia, Esteban
Bilbao, el ministro de Agricultura y Trabajo, el Presidente del Tribunal
Supremo, el alcalde de Madrid, Albero Alcocer, el jefe Provincial de Falange,
Jaime de Foxá, y altos cargos militares como el gobernador militar Sáenz de
Buruaga o Millán Astray. La información del funeral celebrado en la Catedral
madrileña está en: “Los actos de Madrid en memoria de José Antonio”, en
Arriba, 21 de noviembre de 1939.
140
Para un análisis de la mitificación que el nacionalismo español -tanto en su
vertiente conservadora como en su vertiente liberal- llevó a cabo sobre la
llamada Guerra de la Independencia, así como su conversión en el mito
fundacional del nacionalismo español se pueden ver los trabajos de José
Álvarez Junco; entre otros, su libro Mater Dolorosa. La idea de España en el
siglo XIX, Madrid, Taurus, 2001.
141
“El Caudillo recibe a la Falange madrileña”, en Arriba, 21 de noviembre de
1939.
142
Xavier de Echarri: “Retorno de José Antonio a Madrid”, en Arriba, 29 de
noviembre de 1939.
143
Arriba, 30 de noviembre.
144
Entre los titulares con los que amaneció el ABC del 1 de diciembre de 1939 se
puede destacar el artículo de Francisco de Cossío titulado “Muerte y
resurrección a lo largo de un camino” y la crónica sobre la ceremonia
celebrada en El Escorial encabezada por el siguiente titular: “El cadáver de
José Antonio sella en el granito de El Escorial su vida de fundador y
conductor, como símbolo del sacrificio heroico de la juventud española”, p.
7. Los diversos artículos del diario falangista Arriba se irán citando y
comentando a continuación.
145
Ismael Saz: España contra España. Los nacionalismos franquistas... Ob. Cit.
146
Antonio Elorza: “El franquismo, un proyecto de religión política”..., Ob.
Cit.
147
Para un análisis del papel que juegan las religiones políticas en la legitimación
de nuevos estados o de nuevos regímenes políticos se puede ver el trabajo de
David E. Apter: “Political religion in the new nations”, en Clifford Geertz
(ed.): Old Societies and New States, New York, Free Press, 1963.
148
El concepto de “arquetipo de repetición” lo ha desarrollado Mircea Eliade en
su libro El mito del eterno retorno. Para Eliade, todo ritual tendría un
modelo divino, un arquetipo que actuaría como modelo de acción ejemplar para
los hombres. Gracias a la repetición de las acciones realizadas por los
arquetipos, el mundo se re-crea continuamente y la acción se desarrolla en el
ámbito de lo sagrado. Como afirma Eliade, la mitificación de determinados
acontecimientos históricos y de determinados personajes es lo que permite que
éstos adquieran verdadera significación para una colectividad y que puedan
permanecer tiempo ilimitado en la memoria colectiva de una sociedad.
149
Ramón Serrano Suñer: “Que Dios nos niegue el descanso”, en Arriba, 1 de
diciembre de 1939.
150
Dentro de la política conmemorativa que el primer franquismo llevó a cabo en
recuerdo de los caídos en la guerra, se pueden destacar, dada su importancia
simbólica, los proyectos monumentales en honor de los muertos. A este
respecto, se puede ver el pormenorizado apéndice de Ángel Llorente, “Los
monumentos a los caídos como manifestación de la política artística
franquista”, dentro de su libro Arte e ideología en el franquismo
(1936-1951), Madrid, Visor, 1995.
151
Samuel Ros: “Ya está”, en Arriba, 1 de diciembre de 1939.
152
Antonio Tovar: “El Escorial, inflamado”, en ABC, 1 de diciembre de 1939.
153
Giuliana Di Febo: Ritos de guerra y de Victoria en la España franquista...,
Ob. Cit.
154
Federico Sopeña: “Con un sonar de heroica trompetería”, en Arriba, 1 de
diciembre de 1939.
155
A modo de ejemplo, se puede señalar el trabajo de Claude Riviére: Les
liturgies politiques, Paris, P.U.F., 1988. Como afirma Riviére, “las
manifestaciones públicas ritualizadas, afirmando la integración de una
colectividad, logran el sentimiento de identidad y expresan una voluntad de
existir en la comunión con ciertos ideales”, p. 7. 156 Emilio Gentile: Il
culto del littorio. La sacralizzazione della politica nell´Italia fascista,
Roma-Bari, Laterza, 1993, especialmente el capítulo cuatro. George L. Mosse:
La nazionalizzazione delle masse..., Ob. Cit.
157
Arriba, 15 de noviembre de 1939.
158
Claude Riviére: Les liturgies politiques..., Ob, Cit., p. 143. Tanto Mosse
como Gentile señalan, igualmente, esta cuestión para los rituales de Italia y
Alemania.
159
Ramón Serrano Suñer: “Que Dios nos niegue el descanso”, en Arriba, 1 de
diciembre de 1939.
160
Federico Sopeña: “Con un sonar de heroica trompetería”, en Arriba, 1 de
diciembre de 1939.
161
Otra de las conclusiones de Giuliana Di Febo en su análisis de ciertos ritos
políticos del franquismo se refiere a cómo a través de estas celebraciones,
especialmente de la celebración de los desfiles militares, la expresión de la
liturgia secularizada se fundía en el imaginario colectivo español como una única
representación patriótico-militar-religioso. En Giuliana Di Febo: Ritos de
guerra y de Victoria..., Ob. Cit.
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