jueves, 9 de abril de 2020


DON FERNANDO EL CATÓLICO,

DUEÑO O SEÑOR

DE LAS INDIAS DEL MAR OCÉANO 1



Carmen Mena García2

Universidad de Sevilla




Fernando II de Aragón, el rey Católico, sentó las bases de la Monarquía Hispánica con una estratégica política global que provocó la admiración de sus contemporáneos. Al tiempo, la presencia española en las tierras americanas se extendía como una mancha de aceite por las Antillas y la Tierra Firme en un proceso colonizador con sus luces y sus sombras que iba a provocar la admiración y la envidia de toda Europa. Ofrecemos aquí un breve repaso a la figura y el significado histórico de uno de los monarcas más sobresalientes de nuestra Historia Moderna, con especial atención a su faceta como «Dueño» o «Señor de las Indias»
Los pretendidos derechos sobre las Indias del rey aragonés
                Pongo a un rey a todos los pasados, propongo a un rey a todos los venideros: don Fernando el Católico, aquel gran maestro en el arte de reinar, el oráculo mayor de la razón de Estado [Baltasar Gracián]3.
La muerte de la reina Isabel en Medina del Campo, el 26 de noviembre de 1504, fue seguramente para Fernando el golpe más duro de toda su vida. Después de tantos años de servicio a la Corona de Castilla junto a su esposa, la reina, con la que había compartido tantos proyectos, tantas alegrías y sinsabores, ésta se marchaba ahora dejándolo en una completa orfandad. Al margen de sus sentimientos, que eran sinceros: «Su muerte — declaró— era para mí el mayor trabajo que en esta vida me podía venir, y por una parte el dolor della, por lo que en perderla perdí yo y perdieron todos estos reinos, me atraviesa las entrañas»4, se abría ante él un período de gran incertidumbre provocado, seguramente sin quererlo, por su propia esposa.
Cuando agotaba el último tramo de su existencia, la empresa americana seguía siendo para Isabel motivo de preocupación y entrega, tanto como lo había sido en los principios, cuando se gestaba la gran empresa. En efecto, en el testamento y codicilo, refrendado por el secretario Gaspar de Gricio, que recogía la última voluntad de la soberana, ésta encargaba a su esposo y a su hija Juana que continuaran la obra religiosa y colonizadora impulsada por el matrimonio en las Indias con el mayor ahínco: «e que éste sea su principal fin e que en ello pongan mucha diligencia»5, pero en adelante Fernando no sería rey de Castilla, sino sólo el gobernador y administrador de los territorios. Ahora la propietaria era Juana y el rey consorte Felipe de Borgoña.
Como es natural, la crisis dinástica provocada en Castilla a fines de 1504, tras la muerte de Isabel, y la delicada situación mental de la heredera del trono, suele centrar la atención de la historiografía fernandina. Ahora bien, la desaparición de la reina trajo consigo otros sucesos no menos importantes. Veamos: Cuando dictó su testamento, Isabel dispuso que la totalidad de las Indias debía incorporarse a la corona castellana. Sobre ésta cuestión transcendental no podía quedar la menor duda y así se dice explícitamente: «Otrosí, por quanto las Yslas e Tierra Firme del Mar Oçéano, e Yslas de Canaria, fueron descubiertas e conquistadas a costa destos mis reynos e con los naturales dellos, e por esto es rasón quel trato e prouecho dellas se aya e trate e negoçie destos mis reynos de Castilla e León, e en ellos e a ellos venga todo lo que de allá se traxiere»6. No obstante, y ya fuera porque así le correspondía desde la Concordia de Segovia7, o bien como un gesto de agradecimiento, la reina dispuso que su viudo, el rey de Aragón, disfrutase mientras viviese, además de otras prebendas, de la mitad de las rentas de las Indias, pues «es razón que su señoría sea en algo seruido de mí e de los dichos mis reynos e señoríos, aunque no pueda ser tanto como su señoría mereçe e yo deseo». Le otorgaba, por tanto, la mitad de las rentas de las Indias, pero no la propiedad de las mismas, dado que éstas debían incorporarse de inmediato a la corona castellana en la persona de doña Juana y en virtud de lo dispuesto por las bulas alejandrinas. Pero el rey aragonés, tan gran político como estratega, no se conformó con este gesto, pues entendía que a él le pertenecía de por vida la mitad no sólo de las rentas, sino del dominio de aquellos territorios y, en consecuencia, una vez viudo, siguió titulándose dueño ó «Señor de las Indias del mar Océano» hasta su muerte8 (con un breve paréntesis, como ya veremos), e incluso en su testamento, no dudó en transmitir a su hija Juana sus derechos sobre aquellos territorios.
Están pendientes de resolver las verdaderas razones que alentaron a los soberanos a intitularse «señores» y no «reyes» de las islas e tierra firme del mar Océano. Hace ya muchos años, varios expertos juristas mantenían posturas muy diferentes sobre esta cuestión. Para García Gallo «era cosa natural, porque los cacicazgos de La Española no constituían un reino»9. Mientras que J. Manzano se mostraba totalmente contrario a este argumento al entender que «el hecho de que Colón descubra una serie de islas pobladas de indígenas gobernadas por simples caciques (señoríos menores o particulares) y no extensas provincias regidas por soberanos universales (señoríos mayores) no determina en modo alguno la categoría asignada (reino o señorío) por los monarcas españoles a los nuevos territorios descubiertos por su Almirante del Océano». En su opinión el verdadero fundamento no era otro que el carácter jurídico privado, como dominios o señores, o sea «titulares de bienes privados», que los reyes solicitan y el Papa otorga para las Indias. Ahora bien, transcurridos unos años, «cuando los territorios descubiertos y por descubrir se incorporen a la Corona, cuando se transformen en bienes públicos de la Corona de Castilla, será llegado el momento — independientemente de la circunstancia de que sean caciques o reyes los señores naturales de los indígenas— de elevar de categoría los nuevos territorios, de cambiar el primitivo título de señores por el de reyes de carácter eminentemente público»10. Pero la autorizada opinión del citado autor no resuelve a mi modo de ver el problema fundamental: ¿Por qué los monarcas no solicitaron al pontífice desde un primer momento el título de reyes de las nuevas tierras descubiertas en lugar del de señores? ¿Fue, tal vez, el desconocimiento del lugar exacto del planeta a donde había llegado Colón? Quizás pudieran tratarse de reinos poderosos, como el imperio mongol del Gran Khan o una prolongación de Asia. ¿Por qué, si no, Colón llevaba cartas de presentación para los soberanos de aquellas remotas tierras? ¿No es posible que fuera esa inseguridad inicial, ese tímido bosquejo de «la descubierta» anunciado por Colón lo que llevara a Isabel y Fernando a contentarse provisionalmente con el título de domini, señores, de las tierras conquistadas como fundamento jurídico de la nueva anexión? Posiblemente las verdaderas razones que alentaron aquella decisión sólo la conocieron los católicos reyes y su círculo más cercano de colaboradores. Hoy por hoy todos son especulaciones.
La cuestión sobre los pretendidos derechos de don Fernando a las Indias también ha provocado un encendido debate. Sin pretender entrar en este complejo asunto, la cuestión que subyace se relaciona con el modo en que tuvo lugar la adquisición de las Indias por los Reyes Católicos y se concreta en lo siguiente: Dado que Isabel y Fernando eran titulares de dos reinos diferentes, cabe preguntarse ¿a quién pertenecía las tierras descubiertas por el gran Almirante?11 Subraya J. Manzano que en el caso de las Indias, a la hora de su anexión, nunca pudo alegarse que éstas pertenecieran a la antigua monarquía española de los visigodos12, y, desde luego, nunca fueron incorporadas como «patrimonio de los reinos castellanos» (como Granada o Canarias). Eran, evidentemente, bienes de infieles en un espacio atlántico nuevo y desconocido y, por consiguiente, no pertenecientes a ningún otro príncipe cristiano; no existía ningún título de ocupación previo. Llegado el momento, Colón toma posesión de las tierras descubiertas «en nombre de sus Altezas», es decir en nombre de los reyes y no de los reinos (Castilla, Aragón) y luego éstos para asegurarse de la titularidad del dominio, o lo que es lo mismo, del derecho de ocupación, acuden al pontífice en su condición de Dominus Orbis, lo mismo que años antes lo hiciera Portugal para asegurar sus exploraciones en África Occidental 13.
Como es sabido, las bulas de donación y demarcación — Inter Caetera de 3 y 4 de mayo de 1493, Eximiae Devotionis, de 3 de mayo y Dudum Siquidem de 26 de septiembre— otorgadas por el papa valenciano Alejandro VI a los Reyes Católicos se dirigían textualmente a los dos soberanos con carácter privado y por mitad, pero en el dispositivo de la dos Inter Caetera se especificaba que la concesión se hacía sólo a favor de los herederos de la Corona de Castilla. A tenor de esta disposición, claramente se observa que «el Papa concede las Indias, en primer lugar «a vosotros», es decir a los Reyes (Fernando Rey e Isabel Reina), a título individual, y, en segundo término, «a vuestros herederos y sucesores los Reyes de Castilla y León», o sea, a los Reinos». La propietaria de esos reinos, o sea Isabel la Católica, no hacía sino confirmar en su testamento lo dispuesto en las citadas bulas de 1493 14.
En este sentido, recuerda Pérez Embid, que tras el fallecimiento de la reina, dejando Fernando de ser rey de Castilla, «las Indias debían incorporarse íntegramente a la corona castellana, pero ante las inusitadas pretensiones de Felipe el Hermoso, el rey aragonés hizo valer con fines polémicos unos presuntos derechos»15. ¿Fines polémicos? ¿Presuntos derechos? En absoluto.
El rey aragonés no pretendía ninguna pugna dialéctica ni legitimadora con su yerno y su camarilla de colaboradores flamencos. Sólo reclamaba lo que era suyo al haber sido adquirido como bienes gananciales durante su matrimonio. Para entonces el rey viudo se encontraba en la cima de su carrera política. El cierre de la guerra de Granada y la victoria final contra los musulmanes, lograda con tanto dinero y esfuerzo, había convertido a los soberanos españoles en adalides de la Cristiandad. Su victoria había sido celebrada como un acontecimiento apoteósico, con ecos milenaristas, no sólo en el Vaticano sino en todos los reinos cristianos16. Y aunque, muy a pesar del pontífice, el rey francés siguiera ostentando el título de «Cristianísimo», el Papa Borgia les había otorgado en agradecimiento por su apoyo el título de reyes «Católicos», que tanto ambicionaban17. Sus victorias en el complicado escenario internacional no cesaron desde entonces, y aunque Fernando decía que «lo que se pueda fazer sin batalla no se faga con ella», sus dominios se ensanchaban por la fuerza de las armas, pese a las maniobras del rey de Francia, el eterno rival, siempre dispuesto a socavar la autoridad de don Fernando y a mermar sus posesiones con astutas alianzas. En 1504, casi coincidiendo con la muerte de la reina, Gonzalo Fernández de Córdoba había conseguido su mayor triunfo al culminar la conquista de Nápoles. Los reyes, y en especial Fernando, no podían consentir que los franceses se instalaran definitivamente en Nápoles donde desde hacía tiempo reinaba una dinastía de origen aragonés. Ahora sólo restaba la confirmación del título por el pontífice y eso también iba a conseguirse unos años más tarde. Todo parecía señalar «el nacimiento de un nuevo poder cristiano en el Mediterráneo, capaz de conjurar la amenaza otomana y abrir los horizontes del mundo más allá del Atlántico»18.
El hallazgo de las tierras atlánticas y el compromiso evangélico de extender la fe entre sus habitantes sirvieron para reforzar aún más la imagen cruzadista que los reyes proyectaban con gran éxito en Roma y en toda la Cristiandad desde sus victoriosas campañas contra los moros de Granada. Y en especial Fernando, quien a través de una compleja red de sagaces diplomáticos y una hábil campaña propagandística fue capaz de perfilar un imaginario de príncipe cristiano que iba a suscitar un gran entusiasmo y le iba a proporcionar grandes éxitos políticos.
Uno de los aspectos más interesantes de la actividad diplomática del monarca fue el empleo de mensajes cifrados. Se atribuye tal iniciativa al secretario aragonés Miguel Pérez de Almazán, quien en 1490 introdujo en las prácticas de la cancillería un complejo sistema alfanumérico con claves precisas para descifrar los mensajes encriptados. Se sabe que el monarca utilizó frecuentemente este sistema oculto para comunicarse con su embajador en Nápoles; también se conservan algunas cartas dirigidas a su hija Catalina en Inglaterra19. Como era natural, los conquistadores utilizaron también este sistema en las Indias pues, pese a lo dispuesto, las autoridades acostumbraban a interceptar la correspondencia de los vecinos para evitar que llegasen a la Corte las incómodas denuncias de los enemigos. Que sepamos el primero en utilizar este sistema fue el gran Almirante. Narra el cronista Anglería que Colón envió a los reyes desde Santo Domingo varias cartas escritas «en caracteres desconocidos» contra el gobernador Ovando, que acabaron siendo interceptadas por el pesquisidor Bobadilla20. Es posible que el mismo Ovando se sirviera de ellas y desde luego Miguel de Pasamonte, el protegido de Conchillos, a quien, como ya vimos, el rey Fernando encargó que utilizase mensajes encriptados, siempre que fuera necesario, al tiempo de ser nombrado tesorero general de la Real Hacienda de las Indias21.
El principal centro de difusión estuvo radicado en la Corte desde donde se propagaban con gran éxito «las corrientes mesiánicas que convertían a Fernando en un monarca carismático llamado a dirigir la respublica christiana, destruir el Islam y recuperar Tierra Santa». Aunque a algunos, como el embajador florentino Francesco Guicciardini no escapaba la verdadera intencionalidad que ocultaban sus manejos políticos al afirmar que «el rey cubría casi todas sus ambiciones con el color de un celo honesto de la religión y la santa intención por el bien común»22.
Pues bien, con el trasfondo de esta coyuntura histórica mientras se forja y se consolida cada vez con mayor fuerza la Monarquía Hispánica, se produce la muerte de la reina Isabel. El suceso provoca inevitablemente la disolución de la unidad entre los reinos de Castilla y Aragón y la ruptura del sistema de «Tanto Monta», puesto que Fernando pierde el título de rey de Castilla. No obstante, en la esfera del derecho privado, «la disolución de la sociedad impondrá el reparto, por mitad, de los bienes multiplicados durante el matrimonio». Y entre estos bienes se encontraban las islas y tierras del mar Océano. La situación que se plantea ahora resulta enormemente compleja. Cuando dictaba su testamento, ¿era consciente Isabel de la injusta situación en la que dejaba a su viudo?23
Se abre entonces, como es sabido, un largo período de incertidumbre que a punto estuvo de malograr la unión dinástica tan difícilmente conseguida por los soberanos. No obstante, en los primeros momentos Fernando, convertido ya en gobernador y administrador general de los reinos de Castilla, se mostraba optimista o al menos eso quiso aparentar en la carta que escribió al Gran Capitán en Nápoles, algún tiempo después de la muerte de su esposa: «Después que os escribí el fallecimiento de la Reyna, todos estos reynos han obedecido la administración y gobernación que yo dellos tengo, como era de justicia y de razón; e todos están en paz, y asy estarán siempre»24. Sin duda, el monarca se equivocaba. En lo que respecta a los asuntos del Nuevo Mundo, don Fernando congrega en 1504 una magna junta con la intención de instituir y fundar un Consejo Supremo y Real de las Indias, a la que asistieron los más ilustres consejeros tanto eclesiásticos como seculares. Entre ellos destacaba el arzobispo de Sevilla (1504-1523), inquisidor general y amigo de Colón, fray Diego de Deza, «persona de gran eminencia y autoridad con el Rey Católico», y «pieza clave en el descubrimiento de América»25, quien lo hizo desistir de aquella idea por considerarla prematura y aplazarla para más adelante. Así se hizo26.
En ausencia de su hija Juana y nada más comenzar su primera regencia, don Fernando comienza a titularse en cuantos documentos expide su cancillería «Administrador y Gobernador de los reinos de Castilla… de Granada y de las Islas de Canaria». En cambio, en lo que respecta a las nuevas tierras descubiertas, sigue ostentando el título de «dueño y señor de las Indias», o habla de «la mytad que respective — junto a su hija doña Juana— les pertenesce de las yslas, Indias e tierra firme del mar Océano por vigor de las bullas apostólicas», desoyendo así lo dispuesto en el testamento y codicilo de su esposa27. Era evidente que el monarca aragonés no estaba dispuesto a renunciar a sus derechos sobre las nuevas tierras americanas, y mucho menos a dejar las riendas del gobierno de Castilla en manos de una hija incapaz de reinar y de un yerno tan inexperto como ambicioso. Las negociaciones de los embajadores, cada vez más crispadas, no conducen a ningún lugar. A Felipe sólo le mueve una intención: expulsar a su suegro de Castilla, mientras que el rey aragonés insiste en el mantenimiento del sistema del «Tanto monta», vigente durante su matrimonio28. Por lo pronto, busca la alianza del rival francés, Luis XII, y en octubre de 1505 casa con su sobrina Germana de Foix. Don Fernando no está dispuesto a dejarse avasallar. Su yerno Felipe de Borgoña, que legitima ahora sus acciones con el respaldo de la levantisca nobleza castellana, tampoco. Las espadas están en alto.
Esta complicada situación se resolverá, aunque sólo sea temporalmente, en la Concordia celebrada entre ambos contendientes en Villafáfila (28/06/1506)29. En ella, muy a pesar de don Fernando, quien seguirá insistiendo sobre sus derechos no sólo a las rentas, sino al dominio de la mitad de lo ganado en las Indias, se llega a un acuerdo que el monarca suscribe entre receloso y atemorizado. Allí renuncia expresamente al gobierno de la corona de Castilla y a cualquier otro derecho implícito en favor de don Felipe, doña Juana y los hijos de ambos, pero en caso de imposibilidad de la reina para hacerse cargo de la gobernación, ésta recaería en manos de Felipe «para siempre jamás». En lo que respecta a los territorios ultramarinos, el rey aragonés seguiría disfrutando durante su vida de la mitad de las rentas de las Indias, pero se ve obligado a renunciar al dominio de las mismas, pues éste se entendía que correspondía a su hija, la reina de Castilla, y a Felipe como consorte.
El monarca aragonés debió considerar, como es natural, que el acuerdo, celebrado además bajo la amenaza de las armas de los nobles y con su hija prisionera, era absolutamente injusto y muy perjudicial para sus intereses. Pero la presión a la que está siendo sometido le obliga a doblar la cerviz ante su yerno. Lo firma en contra de su voluntad: «y estando (don Felipe, mi yerno) junto con los Grandes dellos y con mano poderosa y fuerte mi Real persona está en peligro notorio e manifiesto, y mis reinos según las ocurrencias de los tiempos», y machaconamente repite que lo hace «por los sobredichos peligros, impresión y miedo». Y por si acaso, guarda un último cartucho: poco antes de la firma de la citada concordia — más bien un acto de fuerza— se apresta a redactar un acta notarial, protestando por el despojo a que está siendo sometido30. Tal vez más adelante pueda reclamar todo lo que le ha sido arrebatado, pensaría. Fernando vive quizás los días más amargos de su vida.
Desde este preciso momento, don Fernando pierde el título de «Señor de las Indias», al que nunca quiso renunciar desde la muerte de Isabel31, y se retira a sus reinos de la corona de Aragón, y de ellos al de Nápoles, sin que se le permita entrevistarse con su hija. Se marchó de Castilla profundamente apenado y pensando que nunca más volvería. Dejaba en el trono a un hombre joven y fuerte, mientras que él se encaminaba inexorablemente hacia la vejez, después de haber cerrado en falso su etapa más gloriosa. En ese instante, las Indias dejaron de ser señoríos para convertirse en reinos, pues automáticamente fueron incorporadas a la Corona castellano-leonesa, esa que tanto ambicionaba Felipe de Borgoña. Pero la validez del convenio duró muy poco, como se verá.
«Confía en el tiempo que suele dar dulces salidas a amargas dificultades» — escribía años más tarde Miguel de Cervantes—. Un sabio consejo del genio de las Letras que le venía de perlas a aquel monarca afligido. Lo cierto es que tan sólo tres meses después de que Fernando abandonara Castilla, su yerno Felipe el Hermoso falleció repentinamente en Burgos el 25 de septiembre de 1506. Murió «de un dolor de costado», tal vez de un enfriamiento, pues tras un partido de pelota a la que era tan aficionado, todavía sudoroso, bebió agua fría. Corrió el rumor de que su suegro lo había mandado envenenar, lo cual nunca pudo demostrarse32.
Don Fernando y un Almirante despechado
                Excepción hecha de unos cuantos partidarios de las revueltas, la venida del rey Fernando es deseada por los españoles, no de otro modo que los filósofos aseguran apetecer las lluvias la tierra seca. Hacia abajo va todo si no viene apresuradamente [Pedro Mártir de Anglería]33.
Sí, el regreso de don Fernando de sus dominios napolitanos en julio de 1507 era esperado por los españoles como agua de mayo, no así por el partido flamenco y los nobles desertores que lo habían traicionado. Pero en muy poco tiempo, el monarca se deshizo de todos sus enemigos y empuñó el cetro con la misma astucia y sagacidad que en tiempos pasados. A sus 55 años, un golpe de fortuna lo ha colocado de nuevo al frente de los dominios españoles como «Administrador y Gobernador perpetuo de los reinos de Castilla» junto a su hija Juana, la reina. Era la fórmula que él tanto deseaba y que no pudo conseguir, por más que lo intentó, en vida de su yerno Felipe.
Con el regreso de Fernando, la consideración jurídica de los territorios americanos exhibe un ambivalente título, dado que son reinos y señoríos a un mismo tiempo y por mitad. Doña Juana se intitula en cuantos documentos expide su cancillería «reina de las Indias… por la parte que a mí pertenece», ó «a mí toca y atañe» mientras que su padre, el monarca aragonés, al tiempo que recupera su título de «Señor de las Indias» alude también a su parte correspondiente y en todos los asuntos más solemnes, como los nombramientos de las autoridades indianas, se duplican los despachos con fórmulas similares a ésta: «Dyose otra tal duplicada de la reina», o «Otra tal del rey, nuestro señor»34. Sólo en una ocasión, advierte Manzano, don Fernando hará uso del título de «rey de las Indias», junto con este otro tan curioso como el de «domador de las gentes bárbaras», refiriéndose a los habitantes del Nuevo Mundo: así ocurre cuando dicta el famoso Requerimiento (1513), una excepción que, aunque no deja de sorprender, quedaría justificada por la propia solemnidad del documento35.
Como tuvimos ocasión de manifestar en la primera entrega de este trabajo, la segunda regencia de Fernando fue, a nuestro criterio, el período más interesante del monarca en lo que respecta a su gestión de las Indias36. Se ha dicho que para entonces «América aparecía en el horizonte del reinado como un proyecto al que ya no podría dedicarle todas sus energías, porque éstas menguaban cada jornada y ya no las recuperaba»37. Pero lo cierto es que en ningún momento el monarca aragonés — de nuevo «Señor de las Indias»— dio pruebas de agotamiento ni síntomas de cansancio a causa de su avanzada edad38. Por el contrario, toda la documentación de la época nos muestra a un hombre entusiasta y decidido, ya libre de ataduras, que quiere tenerlo todo bajo su control y afronta con nuevos bríos su particular modo de entender la política indiana. Es más, el viejo aragonés se muestra ahora tan soberbio y seguro de sí mismo que no duda en erigirse como el único impulsor del proyecto colombino, proclamando abiertamente en 1508 «haber sido yo la principal causa que aquellas islas se hayan descubierto e se pueblen»39. ¿Qué opinaría doña Isabel si hubiese conocido esta declaración de su viudo? El momento era el adecuado pues podía maniobrar a su antojo «… ahora que, gracias a nuestro Señor, las cosas de esas partes las entiendo Yo, como las de Castilla, y están de manera que se puedan poner en orden y concierto para que nuestro señor sea servido y nuestras rentas acrecentadas…»40. Y desde luego el monarca nunca ocultó sus intenciones centradas fundamentalmente en el celo religioso con las poblaciones indígenas y el incremento de los beneficios crematísticos de las tierras del Nuevo Mundo. A la vista de los hechos, ambos móviles no pesaban por igual en su real conciencia. Una pluma tan lúcida como la de Domínguez Ortiz sintetizaba magistralmente este período: «La actitud de la Corona en esta primera etapa — dice— fue vacilante; con la muerte de Isabel, los indígenas habían perdido su mejor defensora, pues don Fernando no sentía en este punto demasiados escrúpulos; sin permitir abiertamente la esclavitud había autorizado la encomienda, la servidumbre personal, el trabajo obligatorio mediante salario y otras situaciones que en la práctica apenas se diferenciaban de ella. Para el rey, el principal interés de las Indias era su capacidad de suministrar oro al Tesoro regio, y las personas que eligió para administrarlas, en especial el deán Fonseca, cuya figura y la de sus colaboradores delineó de mano maestra Giménez Fernández, y luego matizó A. Sagarra, no eran las más adecuadas para dar un tono más humano a la empresa»41.
Cuando Fernando llega a Castilla tiene que hacer frente a los intentos desestabilizadores de algunos nobles contrarios a su regreso mientras que los territorios americanos se encuentran abandonados a su suerte42. El poderoso comendador Nicolás de Ovando sigue al frente de la Española, gobernando a su antojo y dotado de toda clase de poderes, como una especie de reyezuelo. El desorden de la hacienda pública en manos de un tesorero corrupto, como Bernardino de Santa Clara, merman los beneficios coloniales: apenas si llega oro. Don Fernando no está dispuesto a consentir semejantes desórdenes y toma cartas en el asunto. La primera medida afecta al gobernador de la isla que será depuesto al igual que el tesorero43. Desde hace tiempo se prepara el relevo, pero el monarca duda. Desde la muerte de la reina Isabel, su gran benefactora, Cristóbal Colón no ha cesado en el empeño de rehabilitar su figura y la de sus descendientes ante don Fernando. Necesita recuperar los privilegios recogidos en las Capitulaciones de Santa Fe que le han sido arrebatados tan injustamente44. La visión política de Fernando respecto a las Indias se opone radicalmente: la imagina a disposición de la Corona y de su real tesoro, libre por completo de las ataduras de los Colones. A partir de ahora se desencadena una pugna entre dos fuerzas muy desiguales cuyo desenlace cualquiera podría adivinar.
Fallecido Cristóbal Colón en 1506, será su hijo Diego, el segundo Almirante de las Indias, quien prosiga la batalla solicitando al rey «que lo restituyese en todo lo que su padre había sido despojado, conforme a sus privilegios». A lo que Fernando replicó un buen día cansado de tanta insistencia:
«Mirad, Almirante, de vos bien lo confiara yo, pero no lo hago sino por vuestros hijos y sucesores», dando a entender que no estaba dispuesto a comprometer la soberanía de la Corona en modo alguno. La respuesta del afligido postulante al monarca aragonés no se hizo esperar: «Señor, ¿es razón que pague y pene yo por los pecados de mis hijos y sucesores que por ventura no los terné?»45
Diego Colón y su hermano Hernando se habían criado como pajes del príncipe Juan y de la reina, y en 1503 doña Isabel decidió nombrar a Diego, el primogénito, contino de su Casa, encumbrándolo más aún en su ascenso social. A estas alturas no podía considerarse el hijo de un advenedizo extranjero. Era un respetado cortesano a quien negociaron una boda de altos vuelos, tan altos que entroncaría el linaje de los Colón con una de las familias más influyentes de la Monarquía Hispánica. En la primavera de 1508, don Diego casó con doña María Álvarez de Toledo, la sobrina del II Duque de Alba — don Fadrique Álvarez de Toledo—46, primo del rey aragonés, uno de los nobles más poderosos de Castilla, aquél que había permanecido fiel a don Fernando durante los duros meses transcurridos desde la llegada de la reina Juana y su esposo Felipe hasta su salida a Nápoles cuando todos los nobles se apartaron de él. Esa boda reportó al II Almirante el prestigio y la protección que necesitaba, pues desde ese preciso momento ingresó en la Casa de Alba, su familia política, con la que el monarca tenía una importantísima deuda de gratitud. El Duque de Alba «podía hablar muy alto y ser escuchado»; era, sin duda, como dice Arranz, «la voz más autorizada para ser oída por don Fernando»47. Pero en contra de todas las previsiones, muy pronto Diego pudo comprobar que a pesar de este significado enlace el camino seguía plagado de escollos. El principal y más irritante se llamaba Juan Rodríguez de Fonseca, entonces obispo de Palencia, tan enemigo y contrario a don Diego como antes lo había sido con su padre el gran Almirante.
Agotada la vía de la gestión cortesana ante un monarca para el que la razón de Estado era el fundamento más poderoso en su política de gobierno; un monarca que dilataba los plazos sin dar soluciones, el II Almirante, al poco de contraer matrimonio, se decidió a mover todas sus influencias. De esta época se conservan un conjunto de misivas que ilustran perfectamente los entresijos de las gestiones realizadas por Diego y sus valedores48. En una de ellas, dirigida a Jerónimo de Agüero, curador de los hijos y de los bienes de Cristóbal Colón desde 1497 y, por tanto, hombre de toda su confianza, don Diego confesaba ser «el más penado hombre del mundo en ver la dilación que su Alteza ha tenido e tiene en estos negocios» y tras un largo relato de los padecimientos e humillaciones a que estaba siendo sometido, le encargaba a su gran amigo que hablara personalmente con el duque de Alba, hermano de su suegro don Fernando, para recordarle su vinculación con la Casa de Alba, pues «no solamente me casé yo con hija de don Fernando49, sino de su señoría y con su casa, en la cual yo entré para siempre», y pedía que moviera a don Fadrique para que escribiera al monarca en su favor y en el de su honra, así como a Fernando de Vega, presidente de la Orden de Santiago, y a Juan de la Peña, el factor del duque, sin olvidar a Fonseca, el comisario regio para los asuntos de Indias. Éste último era su principal enemigo en la Corte — aseguraba don Diego—. Por eso, el duque de Alba debía saber «que todo esto se hace por consejo del obispo de Palencia (Fonseca), el cual me ha sido y es muy contrario»50.
Pocos meses más tarde el horizonte pareció despejarse. El rey Fernando, incómodo por las presiones de su fiel amigo el duque de Alba, no tuvo más remedio que nombrar al II Almirante gobernador de las Indias, si bien no le reconocía el título de virrey ni ningún derecho hereditario, pues se trataba — tal y como se hizo constar— de una merced o gracia personal51. En su largo y complicado reinado, don Fernando se había enfrentado a otros huesos más duros de roer, y en este asunto estaba decidido a hacer cumplir su soberana voluntad52. Pese a quien pese, no iba a dar un paso atrás ni iba a consentir nunca más una situación de privilegio como la otorgada a Cristóbal Colón. En consecuencia, dado que el monarca había paralizado la resolución de las demandas colombinas por parte del Consejo real, don Diego se encontró abocado a un largo contencioso, — los Pleitos Colombinos—, (en el que la personación de la Fiscalía tuvo lugar a comienzos de 1511) aún en contra de su voluntad, como bien manifestó él mismo en diversas ocasiones. Casi en bloque, los historiadores más reputados, como Fernández Duro o Muro Orejón53, han venido defendiendo que fue don Diego quien dio inicio a este largo pleito en 1508 y que luego, tras el fallo de Sevilla de 5 de mayo de 1511, el II Almirante fue «aumentando progresivamente las exigencias» para conseguir «el gobierno absoluto» de las Indias. Sin embargo, un estudio muy reciente arroja nueva luz sobre la cuestión, poniendo de manifiesto en base a la documentación revisada que «el contencioso con la Corona no respondió a una iniciativa de Diego Colón», como se había venido sosteniendo hasta ahora, sino de la propia Fiscalía de la Corona54.
Los asesores del rey Fernando en el gobierno de las Indias
Entre comienzos de octubre de 1507 y mediados de julio del siguiente año, don Fernando establece su Corte en Burgos. Fueron meses decisivos en los que el monarca, al tiempo que diseñaba las directrices de su política exterior, retomaba con entusiasmo la empresa de las Indias, directamente asesorado desde estos momentos por el altivo obispo Fonseca y su fiel secretario el converso aragonés Lope de Conchillos: ambos formaban un tándem perfecto. Las líneas fundamentales del proyecto perseguían lo siguiente: dar un nuevo impulso a los descubrimientos y colonización de los territorios del Nuevo Mundo, contando con el apoyo de la iniciativa privada; incrementar los beneficios de la Real Hacienda con una mayor control fiscal y mayor atención a la minería aurífera; reglamentar la fuerza laboral indígena para su mejor aprovechamiento y, por último, reemplazar el cuerpo de funcionarios instalados en Santo Domingo y en las nuevas tierras anexionadas por fieles servidores de Conchillos y Fonseca que servirían para aislar a Diego Colón y limitar su potestad55. Dos personajes claves colaboraban en este propósito: en Sevilla, Sancho de Matienzo, tesorero de la Casa de la Contratación y en las Indias, Miguel de Pasamonte, tesorero de la Española y primo del consejero real Luis Zapata.
El perfil — nada ejemplar— de los asesores del rey Fernando y el absoluto dominio del partido aragonés en Indias es bien conocido gracias a la magistral obra de Giménez Fernández56. También lo es la antipatía que el citado autor manifestaba sin ambages por la política fernandina y sus más destacados colaboradores, muchos de ellos judíos conversos. Digamos a su favor, que ni siquiera los trabajos más recientes y menos encendidos han sido capaces de rebatir muchas de las denuncias que el citado autor desvelaba allá en la década de los 50 del pasado siglo, antes por el contrario las amplían y constatan. «Desvergonzado explotador económico de la ciega confianza del rey Fernando», corrupto, ladrón y prevaricador son algunas de las lindezas que dedica el citado autor a Lope de Conchillos, el consejero favorito del monarca, y junto a Fonseca, amo absoluto de las Indias, en donde comenzó a acaparar cargos (la escribanía mayor de minas en La Española y Puerto Rico, fundidor y marcador del oro de las Indias, el Registro del Sello de Indias, entre otros), rentas y repartimientos de indios (hasta 800 indios de encomienda) que a la muerte del monarca le reportaban cuatro millones de maravedís anuales57. Es probable que Giménez Fernández cargara las tintas sobre los defectos llevado por su odio visceral hacia estos personajes, pero no cabe duda de que cualquiera que quisiera medrar en Indias u obtener el favor del monarca debía colocarse bajo la sombra protectora de esta poderosa diarquía. Era un secreto a voces. Fue así como se tejió una tupida red de alianzas, favores y sobornos cuyas vicisitudes atravesaban el océano más veloz que los vientos alisios. Resulta evidente también que los servidores del monarca participaron activamente en el expolio del oro de las Indias y en la explotación económica de sus beneficios. De este modo, don Fernando recompensaba los servicios de sus más fieles quienes, aún residiendo en España, obtenían grandísimos beneficios de las tierras del nuevo Mundo. No obstante, debe reconocerse que en esto, como en otros asuntos, el rey católico no hizo más que implementar una política que años después habrían de desarrollar sin recelo sus sucesores de la Casa de Austria. La fulgurante carrera de Francisco de los Cobos, el todopoderoso secretario de Carlos V, da buena muestra de lo que decimos.
El Paraíso de las especias
Ahora bien, el rey aragonés no sólo hizo cuanto pudo, con la inestimable ayuda de sus colaboradores, para apartar de las Indias al descubridor y sus descendientes, también se apropió del viejo sueño colombino: la búsqueda de una ruta más corta hacia la Especiería. Y bien parecía que le iba la vida en ello. Ya en 1505, Fernando había convocado en Toro (Zamora) una Junta de famosos pilotos y navegantes, allí donde las Cortes acababan de confirmar su primera regencia, a la que asistieron el florentino Américo Vespucio, Vicente Yáñez Pinzón (y probablemente también Alonso de Ojeda, el protegido de Fonseca)58. Entre otros asuntos se decidió enviar a Vespucio y Pinzón «a descubrir por el Océano ciertas partes», tal y como informó sigilosamente el monarca a los oficiales de la Casa de la Contratación para evitar las posibles suspicacias que el proyecto pudiera suscitar a los portugueses en caso de que llegara a sus oídos59. En ésta, como en otras ocasiones similares, aflora la personalidad sigilosa y astuta de don Fernando a la que nos tiene tan acostumbrados. Era la primera vez que se acometía la citada empresa que tenía por objeto la búsqueda de un estrecho o canal marítimo para alcanzar las islas Molucas o islas de las Especias, el tesoro más apetecido por las monarquías europeas de aquel momento, especialmente Portugal, la gran rival marítima. El proyecto que había quedado forzosamente abandonado con la salida del rey de Castilla es retomado con nuevos bríos nada más se inicia su segunda regencia. De inmediato don Fernando reanuda la correspondencia con los oficiales de la Casa de la Contratación de Sevilla. El 20 de septiembre de 1507 en Santa María del Campo (Burgos), dicta un puñado de cédulas en las que se interesa muy particularmente por ordenar su oficina de las Indias60. En primer lugar, confirma en sus cargos de tesorero, factor y contador al canónigo Sancho de Matienzo, a Francisco Pinelo y a Juan López de Recalde, y se encarga de otros asuntos para el buen funcionamiento de la central indiana. Ante todo, fiscaliza sus cuentas y se interesa, como es natural, por el oro que ha llegado del Nuevo Mundo durante su ausencia. Ordena que se labre en moneda y se pague con ello los 2.000 florines y 200 ducados que estaban reservados para las galeras guardacostas del reino de Granada. El resto debía enviarse inmediatamente a la Corte con explicación precisa de lo que correspondía a Fernando y a su hija la reina Juana61. Un mes más tarde, respondiendo a una misiva de sus oficiales en la que le comunicaban la llegada desde La Española de las dos naves adquiridas en 1505 para el proyectado viaje a la Especiería, el monarca suspende por el momento la expedición, pues, a su criterio «me parece que es mejor que el tiempo, trabajo y gasto que se había de poner en lo de la Especiería» se invierta ahora en lograr un mayor rendimiento de las nuevas minas de oro descubiertas en Santo Domingo y en las costas de la tierra firme62. Pero curiosamente sólo cuatro meses más tarde el monarca mudará de opinión63. Llama a su presencia a algunos de los marinos más avezados de aquel entonces como Vespucio, Juan de la Cosa, Pinzón y Díaz de Solís y los convoca a una reunión para tratar del asunto de la búsqueda del paso, ya debatido en Toro. Por diversas circunstancias, la Junta de Burgos no se celebrará hasta marzo de 1508.
Habríamos dado cualquier cosa por conocer los debates de aquella cita a la que concurrieron tan famosos navegantes, pero a falta de estos testimonios, tendremos que contentarnos con conocer los resultados del citado encuentro. Como es bien sabido, uno de los principales acuerdos retoma el proyecto de la Especiería, que en esta ocasión será encomendado a Vicente Yáñez Pinzón y Juan Díaz de Solís, si bien se abandona ahora la ruta vespuciana hacia el sur. El viaje que recorrerá las costas del golfo de México tenía por misión oficial «descubrir aquel canal o mar abierto que principalmente abeis de descubrir, e que yo quiero — dice el monarca— que se busque». Los pilotos recibieron además instrucciones precisas de navegar siempre «a la parte del norte, hacia occidente», eso sí con cuidado de no invadir la zona de influencia portuguesa asignada en el Tratado de Tordesillas64. A raíz de esta reunión se realiza el nombramiento del florentino Vespucio como piloto mayor de la Casa de la Contratación con importantes atribuciones náuticas y cosmográficas y se expiden los nombramientos como pilotos reales de Pinzón, Solís y Juan de la Cosa, los primeros de una larga serie.
Otro importante asunto tratado en la conferencia burgalesa tuvo que ver con Urabá y Veragua, es decir con las tierras continentales descubiertas años atrás por Cristóbal Colón en su cuarto viaje y otros navegantes como Rodrigo de Bastidas y Juan de la Cosa. Se trataba de retomar y afianzar la exploración de aquel litoral en donde, según se decía, había ricas minas de oro. Ya vimos cómo el monarca se interesaba en octubre de 1507 muy particularmente por esta región que más tarde, excluyendo a Veragua, recibiría el significativo nombre de Castilla del Oro. Y es que hasta en la toponimia de los primeros enclaves americanos se manifestaba la irresistible atracción bullonista de don Fernando.
La empresa que fue encomendada a dos viejos conocidos en la Corte llamados Diego de Nicuesa y Alonso de Ojeda, desembocaría en la ocupación territorial de una extensa franja de la América continental y sin ninguna duda agredía frontalmente los intereses colombinos, «la última meta de la política de Fernando el Católico en Indias», según Giménez Fernández65. Como era previsible, cuando la noticia llegó a oídos de don Diego, su reacción no pudo ser más airada. Se sentía atado de pies y manos, impotente ante un monarca tan abiertamente contrario a respetar los privilegios de su padre el gran Almirante. Y así lo manifestaba en la carta a su amigo Jerónimo de Agüero, ya mencionada anteriormente, en la que le confesaba, días después de la junta burgalesa: «Y lo que más siento es que veo a Su Alteza tan ciego en esta negociación que los que han robado e destruído las Yndias e muerto los indios pobladores dellas, manda que vayan nuevamente a poblar no solamente lo que destruyeron, sino la minas de Veragua, que el Almirante mi señor últimamente descubrió, en que hay tantas riquezas, e de todo esto no se me da parte que si yo no fuese parte para en ello»66.


El negocio de los asuntos indianos y los últimos años del monarca

Mientras tanto, el inicio de la conquista de África, interrumpida tras la muerte de la reina, señala también el retorno a la normalidad política del monarca aragonés aunque en otro escenario bien distinto. «Que no cesen de la conquista de Africa», encomendaba la reina a su esposo antes de morir. Los numerosos problemas surgidos a lo largo del reinado de los católicos reyes la habían interferido muy a su pesar, pero ahora iba a adquirir un insólito protagonismo. Con el impulso del mesianismo fernandino, la conquista de Orán, dirigida por el cardenal Cisneros en persona, reaviva la campaña contra el Islam, interrumpida tras la guerra de Granada, al tiempo que sirve para entretener a los nobles en la cruzada contra el infiel. Fernando sueña con ir mucho más allá hasta llegar a Jerusalén y conquistar los Santos Lugares. Pese a las dimensiones del proyecto y las penurias del erario público, su voluntad se muestra firme. «Para el rey constituye una obsesión conquistar con todas sus fuerzas las provincias africanas», comenta Pedro Mártir de Anglería en marzo de 1510 67. Los capitanes veteranos exigen a Cisneros sus pagas por adelantado. El monarca se traslada a sus reinos aragoneses, convoca a las Cortes en Monzón y pide ayuda. Don Fernando piensa también en las Indias y se vuelve cada vez más exigente con sus oficiales, reclamándoles el oro que no llega68. Cinco años más tarde, casi finalizando su reinado, sigue obstinado en el sueño africano. De nuevo en las Cortes de Monzón (1515) anuncia sus propósitos de continuar esta empresa «hasta el Reino y Casa Santa de Jerusalén, del cual tenía el título»69.
A la toma de Orán (mayo, 1509), siguieron la de Bujía (1510) y Trípoli (1510). Aquí se ejercitan en la lucha contra el infiel muchos nobles e hidalgos que luego pasarán a las Indias, la nueva frontera militar, tan exótica como compleja. Entre ellos un noble de una ilustre familia segoviana llamado Pedrarias Dávila, quien tras la toma de Orán y la de Bujía como coronel de infantería, acrecienta el escudo de armas familiar con nuevos emblemas (bandera, castillos y escalas) que recuerdan su defensa heroica de Bujía al frente de una pequeña guarnición. Este reconocimiento plasmado en una Real Provisión de la reina Juana, provocaría el enojo del conde Pedro Navarro, el general de la campaña, quien llegó a manifestar que «no se había de premiar a nadie (sino a él) con insignias tan honrosas»70.
Un 9 de julio de 1509 Diego Colón llegó a Santo Domingo junto a su esposa doña María de Toledo, su hermano Hernando y sus tíos Bartolomé y Diego, además de otros parientes, mientras se dibujaban nubarrones en el horizonte. El II Almirante había conseguido por fin su nombramiento como gobernador de las Indias, pero sólo como un gesto de generosidad del monarca, y el desafortunado litigio que dejaba a sus espaldas no le permitía sentirse satisfecho. Por eso, antes de abandonar la Corte cursa instrucciones precisas a su procurador Juan Peña para que visite diariamente al obispo Fonseca y a los secretarios reales Zapata y Conchillos hasta ganarse su confianza, e incluso no duda en escribirles él mismo varias cartas poniéndose a su servicio como el más humilde criado y prometiéndoles, especialmente a Conchillos, «que en lo que toca al oficio que allá en las Yndias tiene, que no ha menester otra persona que por él mire, sino yo, que yo le aprovecharé y miraré mas que si a mi tocase»71. No cabe duda, con tan sólo 30 años, don Diego parece desenvolverse en los asuntos cortesanos como pez en el agua. Pero sus enemigos, comenzando por Fonseca y Conchillos, eran demasiado poderosos y obstinados, así que de nada valdrían tantas precauciones.
La llegada del II Almirante a La Española no marcó el cese de las hostilidades, antes por el contrario hizo más agrio el litigio. Durante su estancia en las Indias, siempre que veía peligrar sus privilegios familiares, Diego Colón no dudaba en incumplir las órdenes de don Fernando o las postergaba hasta hacerlas ineficaces, obstaculizando abiertamente los planes reales, como bien quedó de manifiesto en la conquista de la Tierra Firme o en la de Jamaica. Por su parte, el monarca, sin poder ocultar su enfado, respondía con misivas encendidas que iban subiendo de tono, conforme avanzaba el texto, desde el enojo — «maravillado estoy» de vuestro comportamiento—, a la más directa reprimenda — «no oséis» incumplir mis órdenes—. Y, desde luego, cada vez que se presentaba la ocasión, el viejo aragonés recordaba a don Diego que todas sus atribuciones emanaban de su soberana voluntad. Por ejemplo, en 1511 cuando consintió en restablecer el virreinato colombino, poniéndolo en manos de Diego Colón. Medida ésta de la que muy pronto hubo de arrepentirse: «agora estáis por nuestro visorrey e governador por virtud de vuestros privilegios — escribía don Fernando—, lo cual yo mandé, aunque avía hartos caminos para escusarlo sin hazeros agravio»72.
Para un soberano tan experimentado y autoritario, como era el rey Católico, aquella situación debió resultar especialmente irritante, pero en modo alguno insalvable. Batallas más duras había librado. Por lo pronto, se dedicó a recortar las atribuciones de Diego Colón obligándolo a actuar colegiadamente con los oficiales reales Esteban de Pasamonte, Gil González Dávila y Juan Martínez de Ampiés, tesorero, contador y factor, respectivamente. E incluso, dispuso en 1511 la creación de la Audiencia de Santo Domingo, con el envío de tres jueces pesquisidores (Lucas Vázquez de Ayllón, Marcelo de Villalobos y Juan Ortiz de Matienzo)73, iniciando el proceso de ordenación legislativo y judicial de las tierras del Nuevo Mundo, al tiempo que reducía la autoridad de Diego Colón a mero juzgado de primera instancia. En definitiva, aunque en teoría sus funciones como gobernador parecía que se asemejaban a las otorgadas a Nicolás de Ovando, en la práctica estaba atado de pies y manos. ¿Acaso fue un hecho casual? En absoluto. El rey estaba seguro de que si depositaba demasiado poder en manos de don Diego la autoridad real se vería cercenada. Y así en una carta enviada al II Almirante en 1512, cargada de reproches, le recordaba, por si era necesario, las razones del nombramiento de Ovando y sus amplias e inevitables atribuciones: «… porque vos sabéis muy bien — dice Fernando— que cuando la reina, que santa gloria haya, e yo le enviamos por gobernador a esa isla a causa del mal recaudo que vuestro padre se dio en ese cargo que vos ahora tenéis, estaba toda alzada y perdida y sin ningún provecho, y “por esto fue necesario darle al Comendador Mayor el cargo absoluto” para remediarla, porque no había otro remedio ninguno […] y también porque no tenía yo noticia ni información ninguna de las cosas de esa isla para poderlas proveer»74.
Cualquiera podrá discutir las cualidades del monarca aragonés como regente de unos dominios tan lejanos como conflictivos, pero de lo que no cabe duda es que no era un rey distante. Además de metódico y escrupuloso en sus resoluciones, Fernando se caracterizaba por su disposición para escuchar toda clase de opiniones. Él mismo era consciente de que un exhaustivo control de las noticias facilitaba el desenlace de cualquier problema, por espinoso que éste fuera. Por eso siempre estaba dispuesto a escuchar a sus súbditos, ya fuera en audiencia o bien mediante las numerosas cartas que solían acumularse sobre su despacho y que él se encargaba de leer personalmente, dando órdenes de que nadie interrumpiese esta comunicación bajo severas penas75. La confusa etapa del gobernador Ovando había concluido. Ahora con Pasamonte en la Española — los ojos y los oídos del monarca en la isla, como en tiempos colombinos lo fueran fray Bernal Boyl y Mosén Pedro de Margarit—, la comunicación se había restablecido y fluía sin peligro de interferencias. A nadie escapaba esta circunstancia y mucho menos a Bartolomé de Las Casas, quien se encargó de anotar: «Las cartas de mayor eficacia que a Castilla y al Rey llegaron fueron las del tesorero Miguel de Pasamonte… por tener con el Rey grande autoridad, y ser Lope de Conchillos, Secretario, ambos aragoneses»76.
Limitada su autoridad en lo económico por Pasamonte y en lo judicial por los jueces pesquisidores, sólo quedaba en manos de don Diego la potestad — nada desdeñable— de repartir a su criterio las encomiendas de indios entre los vecinos, como había venido haciéndolo desde su llegada, o sea, beneficiando al círculo de sus más allegados — comenzando por él mismo y su familia—, y ocultando su actuación al rey77. Como la producción del oro descansaba en la fuerza laboral indígena, la encomienda era la principal fuente de riqueza. En plena campaña de la Liga Santa, el monarca confesaba que la «necesidad de dinero (era) cuanta se puede decir», al tiempo que ordenaba a Diego Colón que pusiera un tercio de los indios a trabajar en las minas, sin exceptuar a nadie. Como no estaba muy seguro de la actitud del gobernador, escribió a Pasamonte para que se asegurara del estricto cumplimiento de la orden. Las llamadas de socorro se sucedían al igual que las medidas para incrementar la producción de oro, pues, según insistía machaconamente el monarca, la «necesidad de acá es muy grande y que por esto es necesario que venga más (oro) que pudiese venir»78.
Mientras tanto los indios morían por el tráfico esclavista y por la abusiva explotación a la que eran sometidos, especialmente en los lavaderos de oro. Pese a la importación de numerosos esclavos capturados en otras islas, que llenaban momentáneamente el vacío demográfico, el declive de la población indígena proseguía en Santo Domingo y se extendía por el arco antillano. Parece contradictorio pero fue la reina Isabel, la misma que se había opuesto tan firmemente a la esclavitud de sus nuevos súbditos declarándolos libres, quien había legalizado esta inhumana trata en el Caribe (1503) dando permiso para capturar y vender a los indios comedores de carne humana o «caribes». La expansión en aquellas aguas y el afán de lucro no hicieron sino ampliar los centros abastecedores. Fernando, más interesado en incentivar el capital privado y la estabilidad de los centros coloniales que en el bienestar de los nativos, dio grandes facilidades a la trata — frecuentemente asociada con la captura de perlas— regularizándola y ampliando el radio de acción de la zona estigmatizada como caribe, así como de las denominadas «islas inútiles» ó Lucayas (Bahamas y Bermudas). Se calcula que entre 1508 y 1513 un total de 40.000 indios de Cuba, Puerto Rico y las Lucayas fueron llevados a la Española79. Y a mediados de 1515 hasta 1.200 esclavos de la isla de los Gigantes (Bonaire), casi todos murieron al poco tiempo80. Nadie parecía preocuparse de la terrible situación de aquellos infelices. Desde un principio la actitud de la Corona, y especialmente de la reina Isabel, fue contraria al abuso de la población sometida, pero las disposiciones estaban llenas de contradicciones y, aunque eran bienintencionadas, a menudo resultaron ineficaces.
Conseguido en 1508 el Real Patronato de las Indias, don Fernando parecía más interesado por controlar la Iglesia del Nuevo Mundo y sus beneficios que por otras cuestiones evangélicas81. Aprovechando el mejoramiento de sus relaciones con el Papado, sienta las bases de la Iglesia antillana, seguramente en estrecha colaboración con el obispo Fonseca, al obtener de Roma en 1511 la fundación de tres sedes americanas, sufragáneas del arzobispado de Sevilla: Santo Domingo, Concepción de la Vega y San Juan de Puerto Rico. Y más tarde, cuando la expansión colonizadora alcance las tierras continentales, el monarca dará un paso decisivo para controlar la iglesia indiana al solicitar de Leon X, recién nombrado Pontífice, la erección de un Patriarcado Universal de las Indias, de carácter semiautónomo, cuyo titular habría de ser, como no, el favorito Juan Rodríguez de Fonseca, ya entonces arzobispo de Rossano. En esta ocasión el Papa no atendió la solicitud del rey aragonés, expresada a través de su embajador Jerónimo de Vich, seguramente alertado por la mala experiencia del Patriarcado bizantino. En cambio, concedió la creación en 1513 de la diócesis de la Bética Áurea, en Castilla del Oro, con sede en Santa María de la Antigua82, con el franciscano Juan de Quevedo al frente, y la Abadía de Jamaica en 1515 para Sancho de Matienzo, capellán real y canónigo de Sevilla, además de poderoso tesorero de la Casa de la Contratación, aunque dos años después la sede se trasladaría a Cuba83. La obra evangelizadora en las Indias tuvo un apoyo decisivo en la persona del franciscano Jiménez de Cisneros, arzobispo de Toledo, confesor y consejero de la reina Isabel, quien junto a Diego de Deza habían reformado las Órdenes religiosas llevándolas a la pureza de sus primitivas reglas.
Desde los inicios, la labor misionera estuvo depositada en manos del clero regular. Los frailes viajaban por cuenta de la Corona, quien financiaba todos los gastos necesarios para su misión evangélica entre los indios como libros, ornamentos religiosos y demás enseres. Franciscanos y dominicos tomaron la iniciativa. Los apuntes contables de la Casa de la Contratación estudiados por Ladero informan del paso al Nuevo Mundo de unos 140 franciscanos y algo más de 50 dominicos entre 1503 y 1520 84.
Sometida la Iglesia indiana a los dictámenes de Fernando el Católico y a su real voluntad, nadie podía imaginar, y mucho menos el monarca, que en Santo Domingo iba a estallar un escándalo religioso de semejantes dimensiones. El 21 de diciembre de 1511, un humilde fraile dominico, llamado fray Antón de Montesinos, horrorizado por los excesos que los encomenderos cometían con sus indios, alzó su voz ante una asombrada parroquia, denunciando la explotación de la que eran objeto, aún siendo considerados hombres libres: «Decid, ¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre aquestos indios?» Luego se negó a dar la absolución a los encomenderos, si no se avenían a liberar a sus indios. El escándalo estaba servido.
Cuando don Fernando tuvo noticias de este suceso, montó en cólera. En principio quiso restar importancia al suceso, intentando silenciar al fraile rebelde al que tildaba de ignorante85. Y aunque los del Consejo real habían recomendado que se les metiera en el primer barco de regreso a España, el monarca, por no causar afrenta a los dominicos, decidió que los frailes podían permanecer en la isla con la condición de que «non fablen en púlpito nin fuera dél… más en esta materia nin en otras semejantes»86. Pero el fraile Montesinos no acató la orden y finalmente el provincial de los dominicos dispuso que éste regresara a España a dar cuenta de sus prédicas «porque toda la India por vuestra predicación está por rebelar». A la vista de los hechos, nadie podía dudar de que el monarca se enfrentaba a un asunto realmente delicado. El fraile rebelde no sólo señalaba con su dedo acusador a los encomenderos por sus abusos contra los indios, apuntaba a la Corona misma, considerando que no tenía ningún derecho de dominio sobre aquellas tierras y mucho menos sobre sus naturales. Pero en lugar de ignorar la protesta, Fernando, haciendo uso, una vez más, de su notable sagacidad política, la utilizó en su favor. Después de escuchar a Montesinos, convocó de inmediato una Junta especial para dirimir el asunto en la que participaron los más famosos teólogos y juristas de la época, como el dominico Matías de Paz o el doctor Juan López de Palacios Rubios. Así comenzó, como dice Hanke «la primera gran batalla por la justicia social en América» a la que algunos valientes misioneros, como fray Bartolomé de las Casas, iban a consagrar sus vidas87.
No entraremos en la controversia sobre si la solución dada a tan peligrosas doctrinas era sincera o sólo una hábil maniobra del rey Católico, pues escapa a los límites de estas páginas88. No obstante, hay que reconocer que Fernando supo estar a la altura de las circunstancias. Ningún otro país con intereses coloniales iba nunca a cuestionarse moralmente la licitud de sus acciones ni el trato afligido a los pueblos sometidos89.
El famoso sermón de Adviento destinado a mover las conciencias de los encomenderos de Santo Domingo es sobradamente conocido; también lo son sus consecuencias; en especial las famosas Leyes de Burgos ó Reales Ordenanzas dadas para el Buen Regimiento y Tratamiento de los indios sancionadas por el monarca el 27 de diciembre de 1512, y su Adicción de 1513 (Valladolid) que aunque no suprimieron las encomiendas regularon las relaciones hispano-indígenas en este ámbito y en las que, por primera vez, la Corona reconocía la libertad de los indios y la obligación de gobernarlos conforme al derecho natural y a la ética sobrenatural. Se las considera «el primer cuerpo legislativo de carácter universal que se otorgó para los pueblos americanos» y se le atribuye un extraordinario valor por su carácter pionero en la defensa y protección del indio cuando todavía quedaban varios siglos para la formulación en Ginebra de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1947)90. Cosa bien distinta fueron sus efectos, pues, como es sabido, en la aplicación de las leyes en Indias por las autoridades coloniales no tanto prevalecía el bien común como el ansia de enriquecimiento. La doctrina tradicional de «se obedece, pero no se cumple» o el «derecho de la necesidad», con frecuencia esgrimido por los conquistadores, cada vez que sentían lesionados sus intereses, amparaba la transgresión de la ley, por muy bien intencionada que ésta fuera, permitiendo encubrir el sistema de explotación de los indios y su dramática extinción por parte de gobernantes, oficiales reales y colonos. Lamentablemente, como es conocido, las leyes de Burgos fueron violadas sistemáticamente en las Antillas y más tarde en la Tierra Firme91. Y todo ello con el consentimiento tácito de Fonseca y Conchillos, a quienes no parecía afectarles tales abusos, «mayormente teniendo ellos mismos y otros del Consejo del rey tantos indios»92, y tantas prebendas en las nuevas tierras93.
Tampoco el Requerimiento, un documento muy solemne elaborado a raíz de este debate por el jurista y consejero real Juan López de Palacios Rubios, mejoró sustancialmente la situación de los indios aunque sirvió, bien es cierto, para aliviar la conciencia de los españoles. Cuando se preparaba la expedición de Pedrarias, teólogos y juristas buscaban el modo de justificar las guerras de conquista del Nuevo Mundo y de paso serenar la conciencia real. Martín Fernández de Enciso, un ambicioso letrado-conquistador, recién llegado de las Indias, fue invitado a participar en el debate, defendiendo con gran ahínco ante los dominicos de Valladolid, Fonseca, Conchillos y el confesor del monarca fray Tomás de Matienzo, «la conquista de las Indias e la posesión de los indios» y rebatiendo la opinión contraria como una afrenta al Evangelio94. No hubo entonces un valedor más ardiente de la presencia española en las nuevas tierras, de los derechos reales sobre las Indias y de los intereses de los encomenderos, que el citado Enciso, quien con sus teorías colonialistas y anti-indígenas acabaría convirtiéndose junto con Fonseca y Conchillos en uno de los principales inspiradores de la política fernandina en tal materia95. Con la aprobación del rey Fernando, se formuló el Requerimiento, llamado así porque mediante su lectura se «requería» a los indios, antes de hacerles la guerra, a aceptar voluntariamente la soberanía del Rey Católico, la apropiación de sus tierras por el Papa, en su condición de Dominus Orbis, junto al compromiso de ser adoctrinados en una nueva y extraña religión. El documento debía ser leído con toda solemnidad por el jefe de la expedición a través de un traductor («lengua») para que los indios entendieran en su propio idioma el contenido del mismo, siempre en presencia del escribano público encargado de dar constancia legal del hecho. Si los indios no aceptaban la obediencia a la Corona española y al Papado, quedaba justificado declararles la guerra — «la guerra justa»— arrebatarles sus tierras y someterlos por la fuerza «al yugo y obediencia de la Iglesia y de Sus Altezas». Las Casas dijo que aquel Requerimiento era «cosa de reír o llorar»96, y no era el único que pensaba así. El propio Oviedo, testigo de su lectura en las costas de Santa Marta, comentó que tiempo después, charlando con Palacios Rubios, éste le preguntó «si quedaba satisfecha la conciencia de los cristianos con aquel Requerimiento» a lo que contestó que sí, «si se hiciese como el Requerimiento lo dice», pero al tiempo confesó que no podía evitar reírse cuando él le contaba lo que algunos capitanes habían hecho97. Ni que decir tiene que para los indios, el documento resultaba aún más ridículo e incomprensible. Un cacique del Cenú se enfrentó a los capitanes españoles diciéndoles que el Papa «debía estar borracho cuando lo hizo pues daba lo que no era suyo, y que el rey que pedía y tomaba tal merced debía ser algún loco, pues pedía lo que era de otros»98. Todo el poblado fue arrasado y sus indios esclavizados.
Mientras tanto el rey Fernando no desiste en su intento por buscar el paso a la Especiería en todas las direcciones posibles. El asiento de Juan de Agramonte para ir a Terranova en 1511 o la capitulación con el piloto mayor Juan Díaz de Solís en 1514 para «ir a descubrir a las espaldas de Castilla del Oro» y un año más tarde con Gil González Dávila muestran que la idea se mantiene firme, no tanto como los logros. No obstante, el descubrimiento del Océano Pacífico por Vasco Núñez de Balboa en 1513 y con ello el hallazgo de un paso terrestre en el istmo panameño siembra enormes expectativas en la Corte. El monarca se muestra entusiasmado, más aún cuando el rebelde Balboa para recabar su favor le envía noticias prometedoras sobre la consolidación del asentamiento español de Santa María de la Antigua del Darién, tanto como los informes, sin duda exagerados, sobre el oro encontrado por los españoles. El paroxismo de la fiebre del oro se desata en toda Castilla y ni siquiera el monarca escapa a este canto de sirena. Todo el mundo sueña en viajar a ese territorio donde, según se decía, se pescaba el oro con redes. Rápidamente se prepara en Sevilla una gran flota colonizadora de veintiún barcos y un millar y medio de hombres. El viejo aragonés parece rejuvenecido y declara entusiasmado que este proyecto «es uno de los más grandes que hoy hay en el mundo». E incluso piensa en recuperar la Casa Santa de Jerusalén confiado en el fin de sus penurias financieras. Desde Valladolid, el rey organiza personalmente, asesorado por Fonseca, todos y cada uno de los detalles del proyecto, que incluye el nombramiento de Pedrarias Dávila, el nuevo gobernador y capitán general del territorio con facultades excepcionales como Lugarteniente del rey y todo un equipo oficial y religioso, incluido el nuevo obispo de la Bética Áurea, fray Juan de Quevedo y sus diáconos. «En un sólo día — escribe Kathleen Romoli— bien cargado de trabajo, el rey despachó treinta cédulas tratando cosas diversas, desde las camisas de algodón a la alta política, revisando y firmando, además, una ley, dos edictos y una proclama». «Y en tan sólo siete meses, que duraron los preparativos de la flota, la entusiasta y enérgica actuación del monarca, más propia de un joven que de un anciano, de 61 años, cansado y cargado de responsabilidades, quedó plasmada en nada menos que 171 mandamientos, entre disposiciones, cédulas, decretos y provisiones»99. La expedición al Darién, cubierta en su integridad por el tesoro real, resulta ser una de las más grandes y ambiciosas empresas americanas de la que se tiene noticia y costó finalmente 10.300.383,5 maravedís. Una parte del monto total fue financiado con el oro de la Española, llegado a Sevilla por aquellas fechas y otra recurriendo a los sueldos de los funcionarios de la reina Juana, cuyo pago fue aplazado para los meses venideros. Y es que las dificultades para conseguir los fondos necesarios fueron enormes pues es sabido que el endeudamiento de la hacienda pública, incrementada aún más si cabe en la época de los Austrias, constituía la nota predominante. Como ya señalábamos en otra ocasión, «Francesco Guicciardini cifraba el monto total de las rentas ordinarias de la Corona, en la época de su embajada ante el Rey Católico (entre 1512 y 1513), en 800.000 ducados, aproximadamente; la mitad de esta cifra no estaba disponible, al verse afectada por juros de diversos tipos; el resto, o sea 400.000 ducados, representaba la única fuente económica a la que podía recurrirse»100.
Mientras tanto las Indias daban sus frutos. Sólo en lo que respecta a Santo Domingo, Jalil Sued tilda de «espectacular» el boom minero registrado en esta isla en el período comprendido entre 1505 y 1517 con una producción estimada en torno al millón y medio y dos millones de pesos de oro. No obstante, parece probado que incluso a partir de 1503, cuando las Indias comenzaron a resultar rentables para la Corona, sólo una cantidad insignificante fue reinvertida en la empresa indiana, puesto que la mayor parte estuvo destinada a sufragar la política mediterránea y europea del soberano101. Los metales preciosos de las Indias al servicio de la monarquía hispánica. En esto don Fernando no hizo más que inaugurar una política que más tarde practicarían con amplitud los reyes de la dinastía de Austria102.
En 1513, mientras se alistaba en Sevilla la flota de Pedrarias, el rey Fernando se había convertido en un monarca tan experimentado y prestigioso en la batalla como astuto manejando los hilos de la política internacional. Merecía el reconocimiento de todos, ya fueran amigos o rivales. Y hasta Nicolás de Maquiavelo, uno de los pensadores más influyentes del Renacimiento italiano, no dudó en tomarlo como modelo cuando preparaba ese mismo año su gran obra, titulada El Príncipe en la que vertió estas elogiosas palabras: «Nada hace estimar tanto a un príncipe — escribe el italiano— como las grandes empresas o el dar que de sí ejemplos extraordinarios. En nuestro tiempo tenemos a Fernando de Aragón, actual rey de España. Podemos casi llamarle príncipe nuevo, ya que de rey nuevo que era se ha convertido por su fama y por su gloria en el primer rey de los cristianos, y si examináis sus acciones las encontraréis todas grandiosas y algunas extraordinarias»103. En enero de 1514 el mismo rey Fernando manifestaba henchido de orgullo en una carta enviada a su secretario Lope de Quintana, por entonces en la corte de Maximiliano de Austria: «Una sola cosa havéys de responder que ha mas de setecientos años que nunqua la corona d’España estuvo tan acrecentada ni tan grande como agora, assí en poniente como en levante, y todo después de Dios por mi obra y trabajo»104.
Con la llegada de Pedrarias a las tierras continentales del Darién ó Castilla del Oro, en junio de 1514, se consolida el proceso autonómico de la primera provincia de conquista independiente de Santo Domingo y de Diego Colón105. Un nuevo logro de la hábil política indiana del rey Fernando. De nada han valido los manejos de don Diego intentando controlar a Balboa, a quien ha nombrado en 1511, por su cuenta y sin consultar al monarca, «nuestro gobernador e capitán de la dicha provincia del Darién, e que tengáis por nos y en nuestro nombre la gobernación e capitanía de la dicha isla e provincia e juzgado de ella» en un claro intento por controlar la Tierra Firme, sometiéndola a su virreinato. E incluso no ha dudado, con gran escándalo para el círculo oficialista, en proclamarse abiertamente en Santo Domingo «biso rey e gobernador de Tierra Firme»106. No obstante, el cerco en torno al virrey venía estrechándose cada vez más, conforme arreciaban las protestas del bando opositor, liderado por los funcionarios del rey y especialmente por Miguel de Pasamonte. La isla ardía de nuevo en violentos disturbios como en tiempos de Ovando. Es ahora cuando el monarca decide que ha llegado la hora de efectuar un nuevo repartimiento de indios en La Española por personas de su confianza y al margen de Colón que será despojado de su función como repartidor general de indios. «Nunca se vio que las facultades de un gobernador en activo sufriera tamaña mengua»107. Fernando había urdido una ingeniosa tela de araña para acabar de una vez por todas con el poder de Diego Colón y de sus partidarios.
Unos días más tarde de que la flota de Pedrarias fondeara en las costas del Darién, arribaban al puerto de Santo Domingo el licenciado Pedro Ibáñez de Ibarra con el encargo de residenciar a los oficiales colombinos y de realizar el nuevo repartimiento de naturales. Le acompañaba en este viaje Rodrigo de Alburquerque «un escudero pobre… que tenía maneras de caballero» y muchas ansias de medrar, como bien pudo luego comprobarse. Ambos poseían contactos muy influyentes en la Corte. Del licenciado Ibáñez se sospecha que era hombre muy cercano al clan Fonseca-Conchillos, mientras que de Alburquerque, se decía que era primo del licenciado Zapata, «que a la sazón era el más principal en el Consejo del Rey» y tan dado a repartir mercedes que lo llamaban «el rey chequito»108.
La caída en desgracia del Almirante de las Indias, una vez desposeído de sus funciones más importantes, y sometido junto a sus amigos y partidarios a la persecución de los oficiales del rey Fernando era ya un hecho, como también lo era la victoria absoluta del partido aragonés en Indias. El 9 de abril de 1515 don Diego llegaba a Sevilla, hundido y derrotado, como antaño lo hiciera su padre. La incorporación política de las Indias al servicio exclusivo de la monarquía una vez cercenadas las aspiraciones señoriales de los primeros gobernantes indianos, era un hecho irrefutable. Despejado ya el camino, los oficiales y cortesanos de don Fernando, comenzando por su secretario el insaciable Lope de Conchillos, acumulaban cargos y prebendas y accedían descaradamente a las riquezas de las Indias, sin poner un pie en ellas109. Cohechos, sobornos e intrigas presidían la labor de gobierno de la camarilla aragonesa y sus protegidos en las Indias mientras Fernando apuraba sus últimos días como regente de Castilla, gozando de la admiración y el respeto de los príncipes cristianos. Al tiempo, la presencia española en las tierras americanas se extendía como una mancha de aceite por las Antillas y la Tierra Firme en un proceso colonizador con sus luces y sus sombras que iba a provocar la admiración y la envidia de toda Europa.
El lado más humano del poderoso monarca aflora en varias anécdotas que de él se conservan. La evidencia del Nuevo Mundo y su exotismo fascinaban a toda Europa. Fernando, el señor y dueño de aquellas Indias, también se sentía atraído por las novedades de aquellas lejanas tierras y deseaba conocerlas, ya fueran objetos curiosos, animales, frutos o seres humanos. Cuenta Anglería que el monarca había saboreado entre otros frutos americanos la piña, llamada así por su forma parecida a la piña de los pinos, pero de sabor como el melón, y que era la que más le gustaba110. Sabemos también que cuando Fernández de Oviedo regresa a España desde el Darién, en marzo de 1515, transportaba, además de una importante partida de lingotes de oro para su jefe Lope de Conchillos, «un muestrario de curiosidades indianas» que Pasamonte enviaba al monarca: seis indios y seis indias caribes — «porque había escrito Su Alteza al tesorero que deseaba ver qué gente eran estos caribes que comen carne humana»— y además «muchos papagayos, e seis panes de azúcar e quince o veinte cañutos de cañafístola, que fue el primer azúcar y cañafístola que el rey vido de aquestas partes y lo primero que a España fue»111. La experiencia española de los desgraciados caribes fue muy breve. Depositados en manos del tesorero de la Casa, Sancho de Matienzo, y declarados libres, murieron casi todos ellos en muy poco tiempo112.
Fernando falleció en Madrigalejo, muy cerca de Trujillo, el 23 de enero de 1516 113, mientras Bartolomé de las Casas y el fraile Montesinos aguardaban impacientes una audiencia del monarca para denunciar, una vez más, la situación de los indios. Aquejado de varias dolencias, dicen que su enfermedad venía agravándose desde la primavera de 1513 por un brebaje afrodisíaco que le había proporcionado su esposa Germana de Foix deseosa de engendrar a un heredero114. Las miserias del hombre común no empañan las glorias de un político excepcional. El mismo Fernando que buscaba en vano el elixir de la eterna juventud era pintado en Roma (hacia 1514-1517) junto a Carlomagno y otros héroes cristianos en las estancias del palacio Vaticano (la sala del Incendio del Borgo) por los discípulos de Rafael, bajo la leyenda Ferdinandus Rex Catholicus, Christiani Imperii Propagator (Fernando, Rey Católico, Conquistador del Imperio Cristiano), que resumía toda una vida al servicio de la Monarquía Hispánica115.
No es fácil evaluar a Fernando II de Aragón en sus muchas facetas como político y estadista. Evidentemente hay tantos partidarios como detractores del monarca. Sea como fuere, transcurridos algunos años, cuando el Imperio de los Austrias se encontraba en franco declive, el rey católico se había convertido para sus sucesores en un modelo para la posteridad, un ejemplo a imitar. Hay quién dice que en cierta ocasión el rey Felipe II contemplado en El Escorial un retrato de su bisabuelo don Fernando exclamó: «¡A éste lo debemos todo!»116.


NOTAS
Mena García, Carmen, “Don Fernando el Católico, Dueño o «Señor de las Indias del Mar Océano»”, Revista de Indias, LXXVIII/272 (Madrid, 2018): 9-47. https://doi.org/10.3989/revindias.2018.001
1 Un primer avance sobre el famoso monarca en nuestro: “Fernando el Católico y las Indias. Santo Domingo: La nueva frontera atlántica de los reinos castellanos”, Estudis. Revista de Historia Moderna, 43 (Valencia, 2017): 97-126. Estas páginas son una continuación del citado trabajo.
2 cmena@us.es, ORCID iD: http://orcid.org/0000-0002-6453-2132.
3 Saavedra Fajardo, Diego, Introducciones a la política y razón de Estado del rey católico don Fernando, 1631, citado en Rus Rufino, 2014: 74
4 La cita en Belenguer, 1999: 284.
5 La cita en Rus Rufino, 2014: LXXXI.
6 Idem.
7 Es la tesis que sostiene García Gallo, 1950. Disponible online: http://www.cch.cat/pdf/ gallo_01.pdf [consultado 20 /II/2016]. J. Manzano la refuta: «No se trata de reconocer unos derechos de Fernando, sino precisamente de todo lo contrario, “de concederle graciosamente” un derecho a percibir la mitad de unas rentas que pertenecían exclusivamente a los reinos de Castilla. Si Fernando el Católico continuara conservando, como piensa García Gallo, la propiedad de la mitad de las Indias, no necesitaría Isabel hacer mención ninguna a la mitad de las rentas, pues éstas seguirían perteneciendo a su marido, con todo derecho, por razón del señorío», Manzano, 1951-1952: 127. 8 «Don Fernando por la gracia de Dios, rey de Aragón, de las dos Seçilias, de Iherusalem, de Balencia, de Mallorcas, de Çerdeña, de Córcega, Conde de Barçelona, “Señor de las Yndias del Mar Oçeano”, Duque de Atena y de Neo Patria, Conde de Ruysellon e de Çerdanya, Marqués de Oristan y de Goçiano, “Administrador e Gobernador destos reynos” de Castilla e de León, e Granada etc. por la Serenisima reyna doña Juana, my muy cara e muy amada hija, administrador perpetuo de la Orden de cabeleria de Calatrava por autoridad apostolica…» Real Provisión a Juan Ramírez de Segarra concediéndole diez caballerías de tierras que vacaron en La Española a la muerte de Francisco de Bobadilla, Burgos, 2 de mayo de 1508, Archivo General de Indias (AGI), Indiferente, 1961, libr.1, fol. 91.
9 García Gallo, 1950: 180-182 y 188.
10 Manzano, 1951-1952: 128-129. Véase también Sánchez Prieto, 2004: 296.
11 Además de García Gallo y Manzano, intervino en la polémica Pérez Embid (1948).
12 La Corona de Castilla se consideraba heredera universal de la monarquía visigótica. Tanto Las Canarias, en las inmediaciones del continente africano, como Granada habían pertenecido al último rey visigodo, don Rodrigo. Manzano, 1951-1952: 50.
13 Observa Manzano que «Jamás en el caso de las Canarias se le ocurrió a los reyes de Castilla solicitar un título papal semejante… y ello con sólo alegar la comunidad visigótica». Ibidem: 47-49 y 74-75.
14 Sánchez Prieto, 2004: 295-296. Manzano, 1951-1952: 76.
15 Y añade: «Sólo a la muerte de Fernando, poseyendo doña Juana y don Carlos las Indias en su integridad, éstas se incorporaron formalmente a la corona de Castilla en las Cortes de Valladolid de 1518». Citado por García Gallo, 1950: 183. Tal afirmación es rebatida por Manzano, quien asegura que las Indias fueron incorporadas a Castilla tras la muerte de Fernando y no en 1518.
16 Sobre las celebraciones en Roma véase el excelente trabajo de Fernández de Córdova, 2005: 301-304. Sobre la corriente profética y milenarista que señalaba la conquista de Granada como un anticipo de la recuperación de la «Casa Santa» de Jerusalén por los Reyes Católicos, véase, por ejemplo, Milhou, 1983 y Cepeda Adán, 1950.
17 La Bula de concesión del título está datada en 17 de diciembre de 1496. Véanse las circunstancias de esta distinción en Fernández de Córdova, 2005: 314 y ss.
18 Ibidem: 307.
19 Kamen, 2015: 230.
20 Anglería, 1989: 68.
21 Mena García, 2017: 125.
22 Fernández de Córdova, 2005: 262-263. Ladero Quesada considera, sin embargo que «esta actitud no se explica tan sólo por una utilización política de lo religioso sino que responde a una aceptación implícita del carácter intereclesial que tenía lo político y más aún tratándose de unas monarquías agitadas por corrientes mesiánicas de diversa procedencia», Ladero, 2008a: 111-113. Sobre el profetismo milenarista de la monarquía hispánica ver Arciniega, 2011: 49 y ss. y Belenguer, 1999: 181 y ss.
23 Manzano, 1951-1952: 130 y 139.
24 Kamen, 2015: 303, sin precisar su fuente.
25 Lorenzo, 1989-1993: 532.
26 Muro Orejón, 1970: 199-205.
27 García Gallo, 1950: 180-181.
28 Manzano, 1951-1952: 133.
29 Con anterioridad se celebró un acuerdo entre suegro y yerno, plasmado en la conocida como Concordia de Salamanca (24 de noviembre de 1505) que establecía «el gobierno conjunto de Castilla por Juana y Felipe, como reyes propietarios, y de Fernando como gobernador perpetuo», pero el citado acuerdo ni satisfacía al de Borgoña ni estaba dispuesto a cumplirlo. Rodríguez, 1999: 112.
30 Manzano, 1951-1952: 139-140. Rodríguez, 1999: 125.
31 «Lo cierto es que don Fernando en la ratificación de la Concordia de Villafáfila no ostenta ya el título de Señor de las Indias del mar Océano» con el que figuraba veinticinco días antes, en el poder otorgado al Cardenal Cisneros». Manzano, 1948: 337. Los documentos que lo atestiguan en Manzano, 1951-1952: 141.
32 Es ahora cuando el Cardenal Cisneros presidirá el Consejo de Regencia y asumirá el gobierno castellano hasta la llegada de Fernando de Aragón. Por segunda vez gobernará interinamente en 1516, tras el fallecimiento de éste.
33 La cita en Belenguer, 1999: 326.
34 «Don Fernando por la gracia de Dios, rey de Aragón, de las dos Seçilias, de Iherusalem, de Balencia, de Mallorcas, de Çerdeña, de Córcega, Conde de Barçelona, “Señor de las Yndias del Mar Oçeano”, Duques de Atena y de Neo Patria, Conde de Royselon e de Çerdania, Marqués de Oristan y de Goçiano, Administrador y Gobernador destos Reynos de Castilla, de León y de Granada etc. por la Serenisima reyna doña Juana, mi muy cara y muy amada hija, administrador perpetuo de la Orden de cabeleria de Alcantara…», Traslado de una Real Provisión a Hernando de Vega dejándole los bienes que fray Nicolás de Ovando dejó en las Indias cuando fue gobernador de la Española, Sevilla, 21 junio 1511, AGI, Contratación, 5089, l.1, fol. 89 r. Hay otros ejemplos en Manzano, 1951-1952: 143 y ss.
35 «De parte del muy alto y muy poderoso y muy católico defensor de la Yglesia, siempre vencedor y nunca vencido, el gran Rey don Hernando, el quinto de las Españas, de las dos Secilias, de Iherusalem y de las yslas e tierra firme del mar oceano, e domador de las gentes bárbaras y de la muy alta e muy poderosa señora la reyna doña Juana, su muy cara e muy amada hija, nuestros señores…», AGI, Panamá, 233, libr.1, fol. 49. La cita en Manzano, 1951- 1952: 143.
36 Mena García, 2017: 122.
37 Rus Rufino, 2014: LXXX.
38 Exceptuando el paréntesis de su enfermedad en la primavera de 1513, a consecuencia del brebaje que le hizo dar la reina Germana para quedarse encinta. Entonces su salud se quebrantó de tal manera que «redujo su interés por la política y la intensidad con que se dedicaba a ella, hasta el extremo de “aborrecer los negocios” en algunos momentos». Ladero, 2016: 212-213.
39 Real Cédula al Capítulo general de la Orden de San Francisco, Burgos, 14 abril 1508, citada en Cárdenas, Pacheco y Torres de Mendoza, 1864-1884, vol. 39: 169.
40 La causa porque se envió el comendador mayor a la Española en Real Cédula a Diego Colón, AGI, Indiferente, 418, libr., 3, fols. 249v-252. Citada por E. Mira, 2000: 42.
41 Domínguez Ortiz, 1973: 63. Véanse los trabajos más recientes de su biógrafa en Sagarra Gamazo, 1997 y 2007. 42 Para más información, Ladero. 2016: 124-129.
43 El desarrollo de los hechos en Mena García, 2017: 124 y ss.
44 Véase, por ejemplo, la Carta del Almirante Don Cristóbal Colón pidiendo al Rey Católico nombre a su hijo Don Diego para sucederle en la administración de las Indias, enero de 1505, citada en Cárdenas, Pacheco y Torres de Mendoza, 1864-1884, vol. 39: 118-119.
45 El fraile asegura que conoció esta conversación de labios del propio Diego Colón: «Esto me dijo un día el Almirante, hablando conmigo en Madrid, cerca de los agravios que rescebía, el año quinientos y diez y seis, que con el rey había pasado», Las Casas, 1961, vol. II: 114-115.
46 Arranz, 1982: 85.
47 Ibidem: 99.
48 Fueron publicadas en el apéndice documental en Arranz, 1982, IX y ss., disponibles también en la Biblioteca virtual Miguel de Cervantes: Autógrafos de Cristóbal Colón y papeles de América por la duquesa de Berwick y de Alba, condesa de Siruela: http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/autografos-de-cristobal-colon-y-papeles-de-america--0/html/ [consultado 20, marzo, 2016].
49 Don Fernando Álvarez de Toledo, hermano del duque de Alba y padre de doña María Álvarez de Toledo y Rojas, la esposa de don Diego Colón.
50 Instrucción del Almirante don Diego Colón para Jerónimo de Agüero, abril o mayo de 1508, citado en Arranz, 1982: 175-177.
51 Real Provisión confiriendo la Gobernación de las Indias al Almirante don Diego Colón, con las facultades que se expresan, Sevilla, 29 de octubre de 1508, citado en Arranz, 1982: 184-187. Pero se le encarga que vaya «sin perjuicio del derecho de otros». Véase Real Cédula a Diego Colón, Arévalo, 9 de agosto de 1508, en Cárdenas, Pacheco y Torres de Mendoza, 1864-1884, vol. 39: 175-180.
52 Ramos estima que en el nombramiento de Diego Colón, además de las presiones del duque de Alba, «hubo una razón de alta política: la de colocar en un puesto clave a una per sona destinada a taponar cualquier pretensión flamenca sobre las Indias, como así sucedió, máxime cuando don Diego, por su matrimonio, podía contar con el respaldo de la alta nobleza — lo que hacía que su destitución significara el enfrentarse con parte de ella—, además de que tenía interpuesto pleito a la Corona, reivindicando los derechos de su padre al territorio americano, por lo que cualquier actuación quedaba en precario hasta que se produjera el consiguiente fallo», Ramos, 1982, vol. VII: 226.
53 Muro Orejón, Pérez Embid y Morales Padrón, 1964-1989.
54 Colón de Carvajal y Pérez Prendes, 2015, vol. I: 96, 115 y ss.
55 Arranz, 1982: 87.
56 Giménez Fernández, 1953, vol I; 1960, vol. II.
57 Una exhaustiva descripción de los cargos que ostentaba Conchillos en Indias y sus beneficios: Giménez Fernández, 1953: 14, 144 y 419. Nuevas noticias sobre la fortuna de Conchillos en Franco Silva, 2006: 123-171. Sobre las prebendas de Conchillos en la Tierra Firme y la actuación de su teniente Gonzalo Fernández de Oviedo, véase Mena García, 2011: 444 y ss.
58 Manzano y Manzano, 1988, vol. I: 489.
59 De la Puente Olea, 1900: 33. Respecto a las Juntas de Toro (1505) y Burgos (1508) poco nuevo puede añadirse a lo publicado por el autor citado y su conocida obra. Ver Ezquerra, 1973, vol. I: 149-184, que ofrece también un excelente repaso histórico. Manzano, 1988, añadió nuevas e interesantes noticias y rectificó otras en su documentada obra, a cuya lectura remitimos al lector.
60 El proceso culmina con las Ordenanzas para la Casa de la Contratación, expedidas en Monzón en 1510 que amplían las anteriores de 1503, AGI, Indiferente, 1961, libr.1.
61 Idem.
62 Respuesta a los oficiales de Sevilla, Burgos, 21 octubre 1507, AGI, Indiferente, 1961.
63 ¿A qué se debió este cambio de actitud? Según Manzano, es probable que tuviera que ver con las reclamaciones de Diego Colón y el inicio de los pleitos colombinos. Ver Manzano, 1988: II, 239 y ss.
64 Capitulación que se tomó con Vicente Yáñez y Joan Díaz de Solís para ir a la parte del norte de Occidente, Burgos, 23 marzo 1508, citado en Cárdenas, Pacheco y Torres de Mendoza, 1864-1884, vol. XXII: 4-13.
65 Giménez Fernández, 1953, vol. I: 23 y ss.
66 Arranz, 1982, vol. I, doc. IX: 176.
67 Belenguer, 1999: 356 y 338. Sobre la conquista de África, véase Ladero, 2016: 153 y ss.
68 Que se procure que se saque todo el oro que se pudiere «que por nuestra parte no tengamos que dar cuenta a Dios de lo que se perdiere, que haciéndolo así Yo espero en nuestro Señor que pues yo no lo quiero para otra cosa sino para servirle “especialmente en esta guerra de África…”», Real Cédula al Almirante, Valladolid, 22 de enero de 1510, AGI, Indiferente, 1961, libr.2, fols. 98 r.-98v.
69 Belenguer, 1999: 356 y ss. Vigón, 1968: 36.
70 Mena García, 2004: 37-41.
71 Arranz, 1982, vol. I: 199-200.
72 Colón de Carvajal y Pérez Prendes, 2015, vol. I: 101.
73 Es sabido que los citados licenciados estimularon el proceso expansivo en el Caribe promoviendo numerosas expediciones marítimas, muchas de ellas en busca de indios caribes y perlas. Además, ellos mismos se implicaron en las lucrativas armadas de rescate, solos o en compañía de otros socios capitalistas. Otte, 1975: 190-191.
74 La causa porque se envió el comendador mayor a la Española, en Real Cédula a Diego Colón, Burgos, 23 de febrero de 1512, AGI, Indiferente, 418, libr. 3, fols. 249v-252. Citada por Mira, 2000: 42.
75 Real Cédula de la reina Juana para que cualquiera pueda escribir y comunicarse directamente con el rey, Valladolid, 17 de agosto de 1509, AGI, Indiferente, 418, libr. 2, imagen 107 y ss.
76 Armillas, 2006: 45-57.
77 «Yo estoy maravillado — escribe don Fernando— cómo en este libro (de repartimiento) que abeis ymbiado, non viene ninguna razón de los yndios que andan en nuestras minas, nin de los que vos e doña María therneis e vuestros tios e ermanos; si nos obieredes ymbiado la razón desto, ymbiádmela con el primer navío que venga», Real Cédula a Diego Colón, Burgos, 23 de febrero de 1512, citado en Cárdenas, Pacheco y Torres de Mendoza, 1864-1884, vol. XXXII: 325. Moya Pons, 1987: 69-71.
78 Ibidem: 69.
79 Otte, 1975: 187 y ss. y Mira, 1997: 261 y ss.
80 Moya, 1987: 122.
81 Giménez Fernández tilda la política religiosa de don Fernando de «regalismo cesaro-papista», Giménez Fernández, 1960, vol. II: 28.
82 La Bula Pastoralis Oficii, de 28 agosto 1513 concedía la erección de «la Iglesia de Santa María de la Antigua de la Nueva India, de la primitiva Iglesia liberada de la tiranía de los paganos, por iniciativa de nuestro queridísimo hijo Fernando, Ilustre Rey de Aragón y de las Sicilias». En ella, como advierte Giménez Fernández, se «suprimía a la reina de Castilla como iniciadora del Descubrimiento debido sólo, según la Bula de León X, a la iniciativa de Fernando V, Rey de Aragón y de las dos Sicilias», Ibidem, vol. II: 754.
83 Todo parece indicar que la citada abadía fue creada por Don Fernando «para darle ocasión a Matienzo de disfrutar gratuitamente unas rentas», citado en Morales Padrón, 1952: 158.
84 Ladero, 2016: 205. Sobre esta cuestión véase Borges, 1977 y León-Borja, 2002.
85 «Ví ansí mismo el sermón que descis que fizo un frayle dominico que se llama frey Antonio Montesino, e aunque él siempre obo de predicar escandalosamente, me a muncho maravillado en gran manera, de descir lo que dixo, porque para descirlo, nengund buen fundamento de Theología nin cánones ni leyes thernía… mucho más me a maravillado de los que non qusyeron absolver a los que se fueron a confesar sin que primero posiesen los yndios en su libertad abiéndoseles dado por mi mandado, que si algund cargo de concyencia para ello podía aber — lo que non ay— era para mí e para los que nos aconsejaron», Real Cédula al Almirante Colón, ordenándole sobre repoblación de la isla de Cuba, e que procure de proveer lo que convenga, entretanto que Su Alteza manda proveer, Burgos, 20 de marzo de 1512, citado en Cárdenas, Pacheco y Torres de Mendoza, 1864-1884, vol. XXXII: 372 y ss.
86 Idem.
87 Hanke, 1988: 35.
88 A la vista de las disposiciones del monarca reclamando insistentemente el envío del oro y de su falta de sensibilidad respecto a la explotación de los trabajadores indios que eran echados a las minas, cada vez en mayor número y peores condiciones, por orden suya, resulta difícil aceptar — como se ha dicho— que el primer clamor de justicia contra los encomenderos descansara en los reyes antes que en el fraile dominico. Esta es la opinión de Caro Molina, quien al reseñar la famosa obra de Lewis Hanke advertía que «en realidad la elocuencia de Montesinos se apoyaba en el pensamiento de Fernando, y no éste en aquella». Caro Molina, 1954: 464.
89 También aquí la polémica está servida. Hace ya algunos años B. Simpson advertía que para cualquier lector del siglo XX las Leyes de Burgos «en las que se conjugan casi por igual la ingenuidad y la dureza» podían parecer «una sanción a sangre fría de los métodos usuales de explotación del indio», Simpson, 1970: 47-52.
90 Sánchez Domingo, 2012: 1-55.
91 Mira, 1997: 43 y Mena García, 1989: 283-353.
92 Giménez Fernández, 1960: 470.
93 Sólo por citar un ejemplo relativo a Fonseca, véase este apunte de los oficiales de la Contratación de 1 de agosto de 1514 por valor de 200.000 maravedís: «Juan Francisco de Grimaldo en nombre de Agustín de Bivaldo y Nicolao de Grimaldo, que han de recibirlo en nombre del obispo de Palencia (Fonseca), de la merced que tiene del rey cada año en el oro que viniere de Tierra Firme». Ladero, 2008: 407.
94 Memoriales de Enciso: posesión de indios encomendados, 1513-1528, AGI, Patronato, 170, R.33.
95 Giménez Fernández, 1953: 142.
96 Las Casas, 1961, vol. II: 312. Hanke, 1988: 48 y ss.
97 Fernández de Oviedo, 1959, vol. III: 230.
98 Fernández de Enciso, 1987: 225.
99 Romoli, 1955: 78, citada por Mena García, 1998: 37. Aram, 2008.
100 Mena García, 1998: 67; 2001, vol. II: 399-441.
101 Otras cifras, en este caso probadas documentalmente, sobre la producción aurífera de La Española nos las proporcionan E. Mira y J. Gil. La cita en Mena García, 2011: 468 y 476; 2001: 399 y ss. Ladero, 2012: 225-226.
102 Ladero, 2008b: 172.
103 De lo que debe hacer el príncipe para ser estimado, la cita en Rus, 2014: 53.
104 Belenguer, 1999: 365.
105 Góngora, 1951: 251. Mena García, 1989: 309-310.
106 Diferencias entre el Almirante y sus justicias: La Española, s.a., AGI, Patronato, 172. Mena García, 2012: 646.
107 Arranz, 1991: 164. Sobre el famoso repartimiento, véase también Moya, 1987: 99 y ss. y Mira, 1997: 122 y ss.
108 Arranz, 1991: 164.
109 La carta del licenciado Suazo a monsieur de Xièvres (1518) y el memorial sin firma, aunque atribuido a Cisneros (1517) resultan suficientemente elocuentes, Cárdenas, Pacheco y Torres de Mendoza, 1864-1884, vol. I: 304 y ss. Giménez Fernández, 1953: 5 y ss.
110 Anglería, 1989: 150.
111 Citado por Pérez de Tudela, 1959: LVIII y LIX. Mena García, 2011: 454.
112 Gil Bermejo, 1983, vol. I: 535-537.
113 «Porque a la verdad su enfermedad era hidropesía con mal de corazón», Pedro M. de Anglería, citado por Ladero, 2016: 243.
114 Al parecer el monarca tomó «un potaje feo que le hiço dar la dicha reina porque la hicieron entender que se empreñaría luego». Se trataba según el cronista Lorenzo Galíndez «de turmas de toro y cosas de medicina que le ayudavan a hacer generación», mientras que Anglería añade que las citadas criadillas de toro que le sirvieron en la comida al monarca habían sido preparadas «por mano del cocinero de la reina, que era francés». Las citas en Ibidem: 211-212.
115 Fernández de Córdova, 2005: 334.
116 Baltasar Gracián, “El político don Fernando el Católico”, en Rus Rufino, 2014: 140. Vaca de Osma, 2000: 320.

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