DON FERNANDO EL CATÓLICO,
DUEÑO O SEÑOR
DE LAS INDIAS DEL MAR OCÉANO 1
Carmen
Mena García2
Universidad
de Sevilla
Fernando II de Aragón, el
rey Católico, sentó las bases de la Monarquía Hispánica con una estratégica
política global que provocó la admiración de sus contemporáneos. Al tiempo, la
presencia española en las tierras americanas se extendía como una mancha de
aceite por las Antillas y la Tierra Firme en un proceso colonizador con sus
luces y sus sombras que iba a provocar la admiración y la envidia de toda
Europa. Ofrecemos aquí un breve repaso a la figura y el significado histórico
de uno de los monarcas más sobresalientes de nuestra Historia Moderna, con
especial atención a su faceta como «Dueño» o «Señor de las Indias»
Los
pretendidos derechos sobre las Indias del rey aragonés
Pongo
a un rey a todos los pasados, propongo a un rey a todos los venideros: don
Fernando el Católico, aquel gran maestro en el arte de reinar, el oráculo mayor
de la razón de Estado [Baltasar Gracián]3.
La
muerte de la reina Isabel en Medina del Campo, el 26 de noviembre de 1504, fue
seguramente para Fernando el golpe más duro de toda su vida. Después de tantos
años de servicio a la Corona de Castilla junto a su esposa, la reina, con la
que había compartido tantos proyectos, tantas alegrías y sinsabores, ésta se
marchaba ahora dejándolo en una completa orfandad. Al margen de sus
sentimientos, que eran sinceros: «Su muerte — declaró— era para mí el mayor
trabajo que en esta vida me podía venir, y por una parte el dolor della, por lo
que en perderla perdí yo y perdieron todos estos reinos, me atraviesa las
entrañas»4, se abría ante él un período de gran incertidumbre provocado,
seguramente sin quererlo, por su propia esposa.
Cuando
agotaba el último tramo de su existencia, la empresa americana seguía siendo
para Isabel motivo de preocupación y entrega, tanto como lo había sido en los
principios, cuando se gestaba la gran empresa. En efecto, en el testamento y
codicilo, refrendado por el secretario Gaspar de Gricio, que recogía la última
voluntad de la soberana, ésta encargaba a su esposo y a su hija Juana que
continuaran la obra religiosa y colonizadora impulsada por el matrimonio en las
Indias con el mayor ahínco: «e que éste sea su principal fin e que en ello
pongan mucha diligencia»5, pero en adelante Fernando no sería rey de Castilla,
sino sólo el gobernador y administrador de los territorios. Ahora la
propietaria era Juana y el rey consorte Felipe de Borgoña.
Como
es natural, la crisis dinástica provocada en Castilla a fines de 1504, tras la
muerte de Isabel, y la delicada situación mental de la heredera del trono,
suele centrar la atención de la historiografía fernandina. Ahora bien, la
desaparición de la reina trajo consigo otros sucesos no menos importantes.
Veamos: Cuando dictó su testamento, Isabel dispuso que la totalidad de las
Indias debía incorporarse a la corona castellana. Sobre ésta cuestión
transcendental no podía quedar la menor duda y así se dice explícitamente:
«Otrosí, por quanto las Yslas e Tierra Firme del Mar Oçéano, e Yslas de
Canaria, fueron descubiertas e conquistadas a costa destos mis reynos e con los
naturales dellos, e por esto es rasón quel trato e prouecho dellas se aya e
trate e negoçie destos mis reynos de Castilla e León, e en ellos e a ellos
venga todo lo que de allá se traxiere»6. No obstante, y ya fuera porque así le
correspondía desde la Concordia de Segovia7, o bien como un gesto de
agradecimiento, la reina dispuso que su viudo, el rey de Aragón, disfrutase
mientras viviese, además de otras prebendas, de la mitad de las rentas de las
Indias, pues «es razón que su señoría sea en algo seruido de mí e de los dichos
mis reynos e señoríos, aunque no pueda ser tanto como su señoría mereçe e yo
deseo». Le otorgaba, por tanto, la mitad de las rentas de las Indias, pero no
la propiedad de las mismas, dado que éstas debían incorporarse de inmediato a
la corona castellana en la persona de doña Juana y en virtud de lo dispuesto
por las bulas alejandrinas. Pero el rey aragonés, tan gran político como estratega,
no se conformó con este gesto, pues entendía que a él le pertenecía de por vida
la mitad no sólo de las rentas, sino del dominio de aquellos territorios y, en
consecuencia, una vez viudo, siguió titulándose dueño ó «Señor de las Indias
del mar Océano» hasta su muerte8 (con un breve paréntesis, como ya veremos), e
incluso en su testamento, no dudó en transmitir a su hija Juana sus derechos
sobre aquellos territorios.
Están
pendientes de resolver las verdaderas razones que alentaron a los soberanos a
intitularse «señores» y no «reyes» de las islas e tierra firme del mar Océano.
Hace ya muchos años, varios expertos juristas mantenían posturas muy diferentes
sobre esta cuestión. Para García Gallo «era cosa natural, porque los cacicazgos
de La Española no constituían un reino»9. Mientras que J. Manzano se mostraba
totalmente contrario a este argumento al entender que «el hecho de que Colón
descubra una serie de islas pobladas de indígenas gobernadas por simples
caciques (señoríos menores o particulares) y no extensas provincias regidas por
soberanos universales (señoríos mayores) no determina en modo alguno la
categoría asignada (reino o señorío) por los monarcas españoles a los nuevos
territorios descubiertos por su Almirante del Océano». En su opinión el
verdadero fundamento no era otro que el carácter jurídico privado, como dominios
o señores, o sea «titulares de bienes privados», que los reyes solicitan y el
Papa otorga para las Indias. Ahora bien, transcurridos unos años, «cuando los
territorios descubiertos y por descubrir se incorporen a la Corona, cuando se
transformen en bienes públicos de la Corona de Castilla, será llegado el
momento — independientemente de la circunstancia de que sean caciques o reyes
los señores naturales de los indígenas— de elevar de categoría los nuevos
territorios, de cambiar el primitivo título de señores por el de reyes de
carácter eminentemente público»10. Pero la autorizada opinión del citado autor
no resuelve a mi modo de ver el problema fundamental: ¿Por qué los monarcas no
solicitaron al pontífice desde un primer momento el título de reyes de las
nuevas tierras descubiertas en lugar del de señores? ¿Fue, tal vez, el
desconocimiento del lugar exacto del planeta a donde había llegado Colón?
Quizás pudieran tratarse de reinos poderosos, como el imperio mongol del Gran
Khan o una prolongación de Asia. ¿Por qué, si no, Colón llevaba cartas de
presentación para los soberanos de aquellas remotas tierras? ¿No es posible que
fuera esa inseguridad inicial, ese tímido bosquejo de «la descubierta»
anunciado por Colón lo que llevara a Isabel y Fernando a contentarse
provisionalmente con el título de domini, señores, de las tierras conquistadas
como fundamento jurídico de la nueva anexión? Posiblemente las verdaderas
razones que alentaron aquella decisión sólo la conocieron los católicos reyes y
su círculo más cercano de colaboradores. Hoy por hoy todos son especulaciones.
La
cuestión sobre los pretendidos derechos de don Fernando a las Indias también ha
provocado un encendido debate. Sin pretender entrar en este complejo asunto, la
cuestión que subyace se relaciona con el modo en que tuvo lugar la adquisición
de las Indias por los Reyes Católicos y se concreta en lo siguiente: Dado que
Isabel y Fernando eran titulares de dos reinos diferentes, cabe preguntarse ¿a
quién pertenecía las tierras descubiertas por el gran Almirante?11 Subraya J.
Manzano que en el caso de las Indias, a la hora de su anexión, nunca pudo
alegarse que éstas pertenecieran a la antigua monarquía española de los visigodos12,
y, desde luego, nunca fueron incorporadas como «patrimonio de los reinos
castellanos» (como Granada o Canarias). Eran, evidentemente, bienes de infieles
en un espacio atlántico nuevo y desconocido y, por consiguiente, no
pertenecientes a ningún otro príncipe cristiano; no existía ningún título de
ocupación previo. Llegado el momento, Colón toma posesión de las tierras
descubiertas «en nombre de sus Altezas», es decir en nombre de los reyes y no
de los reinos (Castilla, Aragón) y luego éstos para asegurarse de la
titularidad del dominio, o lo que es lo mismo, del derecho de ocupación, acuden
al pontífice en su condición de Dominus Orbis, lo mismo que años antes lo
hiciera Portugal para asegurar sus exploraciones en África Occidental 13.
Como
es sabido, las bulas de donación y demarcación — Inter Caetera de 3 y 4 de mayo
de 1493, Eximiae Devotionis, de 3 de mayo y Dudum Siquidem de 26 de septiembre—
otorgadas por el papa valenciano Alejandro VI a los Reyes Católicos se dirigían
textualmente a los dos soberanos con carácter privado y por mitad, pero en el
dispositivo de la dos Inter Caetera se especificaba que la concesión se hacía
sólo a favor de los herederos de la Corona de Castilla. A tenor de esta
disposición, claramente se observa que «el Papa concede las Indias, en primer
lugar «a vosotros», es decir a los Reyes (Fernando Rey e Isabel Reina), a
título individual, y, en segundo término, «a vuestros herederos y sucesores los
Reyes de Castilla y León», o sea, a los Reinos». La propietaria de esos reinos,
o sea Isabel la Católica, no hacía sino confirmar en su testamento lo dispuesto
en las citadas bulas de 1493 14.
En
este sentido, recuerda Pérez Embid, que tras el fallecimiento de la reina,
dejando Fernando de ser rey de Castilla, «las Indias debían incorporarse
íntegramente a la corona castellana, pero ante las inusitadas pretensiones de
Felipe el Hermoso, el rey aragonés hizo valer con fines polémicos unos
presuntos derechos»15. ¿Fines polémicos? ¿Presuntos derechos? En absoluto.
El
rey aragonés no pretendía ninguna pugna dialéctica ni legitimadora con su yerno
y su camarilla de colaboradores flamencos. Sólo reclamaba lo que era suyo al
haber sido adquirido como bienes gananciales durante su matrimonio. Para
entonces el rey viudo se encontraba en la cima de su carrera política. El
cierre de la guerra de Granada y la victoria final contra los musulmanes,
lograda con tanto dinero y esfuerzo, había convertido a los soberanos españoles
en adalides de la Cristiandad. Su victoria había sido celebrada como un
acontecimiento apoteósico, con ecos milenaristas, no sólo en el Vaticano sino
en todos los reinos cristianos16. Y aunque, muy a pesar del pontífice, el rey
francés siguiera ostentando el título de «Cristianísimo», el Papa Borgia les
había otorgado en agradecimiento por su apoyo el título de reyes «Católicos»,
que tanto ambicionaban17. Sus victorias en el complicado escenario
internacional no cesaron desde entonces, y aunque Fernando decía que «lo que se
pueda fazer sin batalla no se faga con ella», sus dominios se ensanchaban por
la fuerza de las armas, pese a las maniobras del rey de Francia, el eterno
rival, siempre dispuesto a socavar la autoridad de don Fernando y a mermar sus
posesiones con astutas alianzas. En 1504, casi coincidiendo con la muerte de la
reina, Gonzalo Fernández de Córdoba había conseguido su mayor triunfo al
culminar la conquista de Nápoles. Los reyes, y en especial Fernando, no podían
consentir que los franceses se instalaran definitivamente en Nápoles donde
desde hacía tiempo reinaba una dinastía de origen aragonés. Ahora sólo restaba
la confirmación del título por el pontífice y eso también iba a conseguirse
unos años más tarde. Todo parecía señalar «el nacimiento de un nuevo poder
cristiano en el Mediterráneo, capaz de conjurar la amenaza otomana y abrir los
horizontes del mundo más allá del Atlántico»18.
El
hallazgo de las tierras atlánticas y el compromiso evangélico de extender la fe
entre sus habitantes sirvieron para reforzar aún más la imagen cruzadista que
los reyes proyectaban con gran éxito en Roma y en toda la Cristiandad desde sus
victoriosas campañas contra los moros de Granada. Y en especial Fernando, quien
a través de una compleja red de sagaces diplomáticos y una hábil campaña
propagandística fue capaz de perfilar un imaginario de príncipe cristiano que
iba a suscitar un gran entusiasmo y le iba a proporcionar grandes éxitos
políticos.
Uno
de los aspectos más interesantes de la actividad diplomática del monarca fue el
empleo de mensajes cifrados. Se atribuye tal iniciativa al secretario aragonés
Miguel Pérez de Almazán, quien en 1490 introdujo en las prácticas de la
cancillería un complejo sistema alfanumérico con claves precisas para descifrar
los mensajes encriptados. Se sabe que el monarca utilizó frecuentemente este
sistema oculto para comunicarse con su embajador en Nápoles; también se
conservan algunas cartas dirigidas a su hija Catalina en Inglaterra19. Como era
natural, los conquistadores utilizaron también este sistema en las Indias pues,
pese a lo dispuesto, las autoridades acostumbraban a interceptar la
correspondencia de los vecinos para evitar que llegasen a la Corte las
incómodas denuncias de los enemigos. Que sepamos el primero en utilizar este
sistema fue el gran Almirante. Narra el cronista Anglería que Colón envió a los
reyes desde Santo Domingo varias cartas escritas «en caracteres desconocidos»
contra el gobernador Ovando, que acabaron siendo interceptadas por el
pesquisidor Bobadilla20. Es posible que el mismo Ovando se sirviera de ellas y
desde luego Miguel de Pasamonte, el protegido de Conchillos, a quien, como ya
vimos, el rey Fernando encargó que utilizase mensajes encriptados, siempre que
fuera necesario, al tiempo de ser nombrado tesorero general de la Real Hacienda
de las Indias21.
El
principal centro de difusión estuvo radicado en la Corte desde donde se
propagaban con gran éxito «las corrientes mesiánicas que convertían a Fernando
en un monarca carismático llamado a dirigir la respublica christiana, destruir
el Islam y recuperar Tierra Santa». Aunque a algunos, como el embajador
florentino Francesco Guicciardini no escapaba la verdadera intencionalidad que
ocultaban sus manejos políticos al afirmar que «el rey cubría casi todas sus
ambiciones con el color de un celo honesto de la religión y la santa intención
por el bien común»22.
Pues
bien, con el trasfondo de esta coyuntura histórica mientras se forja y se
consolida cada vez con mayor fuerza la Monarquía Hispánica, se produce la
muerte de la reina Isabel. El suceso provoca inevitablemente la disolución de
la unidad entre los reinos de Castilla y Aragón y la ruptura del sistema de
«Tanto Monta», puesto que Fernando pierde el título de rey de Castilla. No
obstante, en la esfera del derecho privado, «la disolución de la sociedad
impondrá el reparto, por mitad, de los bienes multiplicados durante el
matrimonio». Y entre estos bienes se encontraban las islas y tierras del mar
Océano. La situación que se plantea ahora resulta enormemente compleja. Cuando
dictaba su testamento, ¿era consciente Isabel de la injusta situación en la que
dejaba a su viudo?23
Se
abre entonces, como es sabido, un largo período de incertidumbre que a punto
estuvo de malograr la unión dinástica tan difícilmente conseguida por los
soberanos. No obstante, en los primeros momentos Fernando, convertido ya en
gobernador y administrador general de los reinos de Castilla, se mostraba
optimista o al menos eso quiso aparentar en la carta que escribió al Gran
Capitán en Nápoles, algún tiempo después de la muerte de su esposa: «Después
que os escribí el fallecimiento de la Reyna, todos estos reynos han obedecido
la administración y gobernación que yo dellos tengo, como era de justicia y de
razón; e todos están en paz, y asy estarán siempre»24. Sin duda, el monarca se
equivocaba. En lo que respecta a los asuntos del Nuevo Mundo, don Fernando
congrega en 1504 una magna junta con la intención de instituir y fundar un
Consejo Supremo y Real de las Indias, a la que asistieron los más ilustres
consejeros tanto eclesiásticos como seculares. Entre ellos destacaba el
arzobispo de Sevilla (1504-1523), inquisidor general y amigo de Colón, fray
Diego de Deza, «persona de gran eminencia y autoridad con el Rey Católico», y
«pieza clave en el descubrimiento de América»25, quien lo hizo desistir de aquella
idea por considerarla prematura y aplazarla para más adelante. Así se hizo26.
En
ausencia de su hija Juana y nada más comenzar su primera regencia, don Fernando
comienza a titularse en cuantos documentos expide su cancillería «Administrador
y Gobernador de los reinos de Castilla… de Granada y de las Islas de Canaria».
En cambio, en lo que respecta a las nuevas tierras descubiertas, sigue
ostentando el título de «dueño y señor de las Indias», o habla de «la mytad que
respective — junto a su hija doña Juana— les pertenesce de las yslas, Indias e
tierra firme del mar Océano por vigor de las bullas apostólicas», desoyendo así
lo dispuesto en el testamento y codicilo de su esposa27. Era evidente que el
monarca aragonés no estaba dispuesto a renunciar a sus derechos sobre las
nuevas tierras americanas, y mucho menos a dejar las riendas del gobierno de
Castilla en manos de una hija incapaz de reinar y de un yerno tan inexperto
como ambicioso. Las negociaciones de los embajadores, cada vez más crispadas,
no conducen a ningún lugar. A Felipe sólo le mueve una intención: expulsar a su
suegro de Castilla, mientras que el rey aragonés insiste en el mantenimiento
del sistema del «Tanto monta», vigente durante su matrimonio28. Por lo pronto,
busca la alianza del rival francés, Luis XII, y en octubre de 1505 casa con su
sobrina Germana de Foix. Don Fernando no está dispuesto a dejarse avasallar. Su
yerno Felipe de Borgoña, que legitima ahora sus acciones con el respaldo de la
levantisca nobleza castellana, tampoco. Las espadas están en alto.
Esta
complicada situación se resolverá, aunque sólo sea temporalmente, en la
Concordia celebrada entre ambos contendientes en Villafáfila (28/06/1506)29. En
ella, muy a pesar de don Fernando, quien seguirá insistiendo sobre sus derechos
no sólo a las rentas, sino al dominio de la mitad de lo ganado en las Indias,
se llega a un acuerdo que el monarca suscribe entre receloso y atemorizado.
Allí renuncia expresamente al gobierno de la corona de Castilla y a cualquier
otro derecho implícito en favor de don Felipe, doña Juana y los hijos de ambos,
pero en caso de imposibilidad de la reina para hacerse cargo de la gobernación,
ésta recaería en manos de Felipe «para siempre jamás». En lo que respecta a los
territorios ultramarinos, el rey aragonés seguiría disfrutando durante su vida
de la mitad de las rentas de las Indias, pero se ve obligado a renunciar al
dominio de las mismas, pues éste se entendía que correspondía a su hija, la
reina de Castilla, y a Felipe como consorte.
El
monarca aragonés debió considerar, como es natural, que el acuerdo, celebrado
además bajo la amenaza de las armas de los nobles y con su hija prisionera, era
absolutamente injusto y muy perjudicial para sus intereses. Pero la presión a
la que está siendo sometido le obliga a doblar la cerviz ante su yerno. Lo
firma en contra de su voluntad: «y estando (don Felipe, mi yerno) junto con los
Grandes dellos y con mano poderosa y fuerte mi Real persona está en peligro
notorio e manifiesto, y mis reinos según las ocurrencias de los tiempos», y
machaconamente repite que lo hace «por los sobredichos peligros, impresión y
miedo». Y por si acaso, guarda un último cartucho: poco antes de la firma de la
citada concordia — más bien un acto de fuerza— se apresta a redactar un acta notarial,
protestando por el despojo a que está siendo sometido30. Tal vez más adelante
pueda reclamar todo lo que le ha sido arrebatado, pensaría. Fernando vive
quizás los días más amargos de su vida.
Desde
este preciso momento, don Fernando pierde el título de «Señor de las Indias»,
al que nunca quiso renunciar desde la muerte de Isabel31, y se retira a sus
reinos de la corona de Aragón, y de ellos al de Nápoles, sin que se le permita
entrevistarse con su hija. Se marchó de Castilla profundamente apenado y pensando
que nunca más volvería. Dejaba en el trono a un hombre joven y fuerte, mientras
que él se encaminaba inexorablemente hacia la vejez, después de haber cerrado
en falso su etapa más gloriosa. En ese instante, las Indias dejaron de ser
señoríos para convertirse en reinos, pues automáticamente fueron incorporadas a
la Corona castellano-leonesa, esa que tanto ambicionaba Felipe de Borgoña. Pero
la validez del convenio duró muy poco, como se verá.
«Confía
en el tiempo que suele dar dulces salidas a amargas dificultades» — escribía
años más tarde Miguel de Cervantes—. Un sabio consejo del genio de las Letras
que le venía de perlas a aquel monarca afligido. Lo cierto es que tan sólo tres
meses después de que Fernando abandonara Castilla, su yerno Felipe el Hermoso
falleció repentinamente en Burgos el 25 de septiembre de 1506. Murió «de un
dolor de costado», tal vez de un enfriamiento, pues tras un partido de pelota a
la que era tan aficionado, todavía sudoroso, bebió agua fría. Corrió el rumor
de que su suegro lo había mandado envenenar, lo cual nunca pudo demostrarse32.
Don
Fernando y un Almirante despechado
Excepción
hecha de unos cuantos partidarios de las revueltas, la venida del rey Fernando
es deseada por los españoles, no de otro modo que los filósofos aseguran
apetecer las lluvias la tierra seca. Hacia abajo va todo si no viene
apresuradamente [Pedro Mártir de Anglería]33.
Sí,
el regreso de don Fernando de sus dominios napolitanos en julio de 1507 era
esperado por los españoles como agua de mayo, no así por el partido flamenco y
los nobles desertores que lo habían traicionado. Pero en muy poco tiempo, el
monarca se deshizo de todos sus enemigos y empuñó el cetro con la misma astucia
y sagacidad que en tiempos pasados. A sus 55 años, un golpe de fortuna lo ha
colocado de nuevo al frente de los dominios españoles como «Administrador y
Gobernador perpetuo de los reinos de Castilla» junto a su hija Juana, la reina.
Era la fórmula que él tanto deseaba y que no pudo conseguir, por más que lo
intentó, en vida de su yerno Felipe.
Con
el regreso de Fernando, la consideración jurídica de los territorios americanos
exhibe un ambivalente título, dado que son reinos y señoríos a un mismo tiempo
y por mitad. Doña Juana se intitula en cuantos documentos expide su cancillería
«reina de las Indias… por la parte que a mí pertenece», ó «a mí toca y atañe»
mientras que su padre, el monarca aragonés, al tiempo que recupera su título de
«Señor de las Indias» alude también a su parte correspondiente y en todos los
asuntos más solemnes, como los nombramientos de las autoridades indianas, se
duplican los despachos con fórmulas similares a ésta: «Dyose otra tal duplicada
de la reina», o «Otra tal del rey, nuestro señor»34. Sólo en una ocasión,
advierte Manzano, don Fernando hará uso del título de «rey de las Indias»,
junto con este otro tan curioso como el de «domador de las gentes bárbaras»,
refiriéndose a los habitantes del Nuevo Mundo: así ocurre cuando dicta el
famoso Requerimiento (1513), una excepción que, aunque no deja de sorprender,
quedaría justificada por la propia solemnidad del documento35.
Como
tuvimos ocasión de manifestar en la primera entrega de este trabajo, la segunda
regencia de Fernando fue, a nuestro criterio, el período más interesante del
monarca en lo que respecta a su gestión de las Indias36. Se ha dicho que para
entonces «América aparecía en el horizonte del reinado como un proyecto al que
ya no podría dedicarle todas sus energías, porque éstas menguaban cada jornada
y ya no las recuperaba»37. Pero lo cierto es que en ningún momento el monarca
aragonés — de nuevo «Señor de las Indias»— dio pruebas de agotamiento ni
síntomas de cansancio a causa de su avanzada edad38. Por el contrario, toda la
documentación de la época nos muestra a un hombre entusiasta y decidido, ya
libre de ataduras, que quiere tenerlo todo bajo su control y afronta con nuevos
bríos su particular modo de entender la política indiana. Es más, el viejo
aragonés se muestra ahora tan soberbio y seguro de sí mismo que no duda en
erigirse como el único impulsor del proyecto colombino, proclamando
abiertamente en 1508 «haber sido yo la principal causa que aquellas islas se
hayan descubierto e se pueblen»39. ¿Qué opinaría doña Isabel si hubiese
conocido esta declaración de su viudo? El momento era el adecuado pues podía
maniobrar a su antojo «… ahora que, gracias a nuestro Señor, las cosas de esas
partes las entiendo Yo, como las de Castilla, y están de manera que se puedan
poner en orden y concierto para que nuestro señor sea servido y nuestras rentas
acrecentadas…»40. Y desde luego el monarca nunca ocultó sus intenciones
centradas fundamentalmente en el celo religioso con las poblaciones indígenas y
el incremento de los beneficios crematísticos de las tierras del Nuevo Mundo. A
la vista de los hechos, ambos móviles no pesaban por igual en su real
conciencia. Una pluma tan lúcida como la de Domínguez Ortiz sintetizaba
magistralmente este período: «La actitud de la Corona en esta primera etapa —
dice— fue vacilante; con la muerte de Isabel, los indígenas habían perdido su
mejor defensora, pues don Fernando no sentía en este punto demasiados
escrúpulos; sin permitir abiertamente la esclavitud había autorizado la
encomienda, la servidumbre personal, el trabajo obligatorio mediante salario y
otras situaciones que en la práctica apenas se diferenciaban de ella. Para el
rey, el principal interés de las Indias era su capacidad de suministrar oro al
Tesoro regio, y las personas que eligió para administrarlas, en especial el
deán Fonseca, cuya figura y la de sus colaboradores delineó de mano maestra
Giménez Fernández, y luego matizó A. Sagarra, no eran las más adecuadas para
dar un tono más humano a la empresa»41.
Cuando
Fernando llega a Castilla tiene que hacer frente a los intentos
desestabilizadores de algunos nobles contrarios a su regreso mientras que los
territorios americanos se encuentran abandonados a su suerte42. El poderoso
comendador Nicolás de Ovando sigue al frente de la Española, gobernando a su
antojo y dotado de toda clase de poderes, como una especie de reyezuelo. El
desorden de la hacienda pública en manos de un tesorero corrupto, como
Bernardino de Santa Clara, merman los beneficios coloniales: apenas si llega
oro. Don Fernando no está dispuesto a consentir semejantes desórdenes y toma
cartas en el asunto. La primera medida afecta al gobernador de la isla que será
depuesto al igual que el tesorero43. Desde hace tiempo se prepara el relevo,
pero el monarca duda. Desde la muerte de la reina Isabel, su gran benefactora,
Cristóbal Colón no ha cesado en el empeño de rehabilitar su figura y la de sus
descendientes ante don Fernando. Necesita recuperar los privilegios recogidos
en las Capitulaciones de Santa Fe que le han sido arrebatados tan
injustamente44. La visión política de Fernando respecto a las Indias se opone
radicalmente: la imagina a disposición de la Corona y de su real tesoro, libre
por completo de las ataduras de los Colones. A partir de ahora se desencadena
una pugna entre dos fuerzas muy desiguales cuyo desenlace cualquiera podría adivinar.
Fallecido
Cristóbal Colón en 1506, será su hijo Diego, el segundo Almirante de las
Indias, quien prosiga la batalla solicitando al rey «que lo restituyese en todo
lo que su padre había sido despojado, conforme a sus privilegios». A lo que
Fernando replicó un buen día cansado de tanta insistencia:
«Mirad,
Almirante, de vos bien lo confiara yo, pero no lo hago sino por vuestros hijos
y sucesores», dando a entender que no estaba dispuesto a comprometer la
soberanía de la Corona en modo alguno. La respuesta del afligido postulante al
monarca aragonés no se hizo esperar: «Señor, ¿es razón que pague y pene yo por
los pecados de mis hijos y sucesores que por ventura no los terné?»45
Diego
Colón y su hermano Hernando se habían criado como pajes del príncipe Juan y de
la reina, y en 1503 doña Isabel decidió nombrar a Diego, el primogénito,
contino de su Casa, encumbrándolo más aún en su ascenso social. A estas alturas
no podía considerarse el hijo de un advenedizo extranjero. Era un respetado
cortesano a quien negociaron una boda de altos vuelos, tan altos que
entroncaría el linaje de los Colón con una de las familias más influyentes de
la Monarquía Hispánica. En la primavera de 1508, don Diego casó con doña María
Álvarez de Toledo, la sobrina del II Duque de Alba — don Fadrique Álvarez de
Toledo—46, primo del rey aragonés, uno de los nobles más poderosos de Castilla,
aquél que había permanecido fiel a don Fernando durante los duros meses
transcurridos desde la llegada de la reina Juana y su esposo Felipe hasta su
salida a Nápoles cuando todos los nobles se apartaron de él. Esa boda reportó
al II Almirante el prestigio y la protección que necesitaba, pues desde ese
preciso momento ingresó en la Casa de Alba, su familia política, con la que el
monarca tenía una importantísima deuda de gratitud. El Duque de Alba «podía
hablar muy alto y ser escuchado»; era, sin duda, como dice Arranz, «la voz más
autorizada para ser oída por don Fernando»47. Pero en contra de todas las
previsiones, muy pronto Diego pudo comprobar que a pesar de este significado
enlace el camino seguía plagado de escollos. El principal y más irritante se
llamaba Juan Rodríguez de Fonseca, entonces obispo de Palencia, tan enemigo y
contrario a don Diego como antes lo había sido con su padre el gran Almirante.
Agotada
la vía de la gestión cortesana ante un monarca para el que la razón de Estado
era el fundamento más poderoso en su política de gobierno; un monarca que
dilataba los plazos sin dar soluciones, el II Almirante, al poco de contraer
matrimonio, se decidió a mover todas sus influencias. De esta época se
conservan un conjunto de misivas que ilustran perfectamente los entresijos de
las gestiones realizadas por Diego y sus valedores48. En una de ellas, dirigida
a Jerónimo de Agüero, curador de los hijos y de los bienes de Cristóbal Colón
desde 1497 y, por tanto, hombre de toda su confianza, don Diego confesaba ser
«el más penado hombre del mundo en ver la dilación que su Alteza ha tenido e
tiene en estos negocios» y tras un largo relato de los padecimientos e
humillaciones a que estaba siendo sometido, le encargaba a su gran amigo que
hablara personalmente con el duque de Alba, hermano de su suegro don Fernando,
para recordarle su vinculación con la Casa de Alba, pues «no solamente me casé
yo con hija de don Fernando49, sino de su señoría y con su casa, en la cual yo
entré para siempre», y pedía que moviera a don Fadrique para que escribiera al
monarca en su favor y en el de su honra, así como a Fernando de Vega,
presidente de la Orden de Santiago, y a Juan de la Peña, el factor del duque,
sin olvidar a Fonseca, el comisario regio para los asuntos de Indias. Éste
último era su principal enemigo en la Corte — aseguraba don Diego—. Por eso, el
duque de Alba debía saber «que todo esto se hace por consejo del obispo de
Palencia (Fonseca), el cual me ha sido y es muy contrario»50.
Pocos
meses más tarde el horizonte pareció despejarse. El rey Fernando, incómodo por
las presiones de su fiel amigo el duque de Alba, no tuvo más remedio que
nombrar al II Almirante gobernador de las Indias, si bien no le reconocía el
título de virrey ni ningún derecho hereditario, pues se trataba — tal y como se
hizo constar— de una merced o gracia personal51. En su largo y complicado
reinado, don Fernando se había enfrentado a otros huesos más duros de roer, y
en este asunto estaba decidido a hacer cumplir su soberana voluntad52. Pese a
quien pese, no iba a dar un paso atrás ni iba a consentir nunca más una
situación de privilegio como la otorgada a Cristóbal Colón. En consecuencia,
dado que el monarca había paralizado la resolución de las demandas colombinas
por parte del Consejo real, don Diego se encontró abocado a un largo
contencioso, — los Pleitos Colombinos—, (en el que la personación de la
Fiscalía tuvo lugar a comienzos de 1511) aún en contra de su voluntad, como
bien manifestó él mismo en diversas ocasiones. Casi en bloque, los
historiadores más reputados, como Fernández Duro o Muro Orejón53, han venido
defendiendo que fue don Diego quien dio inicio a este largo pleito en 1508 y
que luego, tras el fallo de Sevilla de 5 de mayo de 1511, el II Almirante fue
«aumentando progresivamente las exigencias» para conseguir «el gobierno
absoluto» de las Indias. Sin embargo, un estudio muy reciente arroja nueva luz
sobre la cuestión, poniendo de manifiesto en base a la documentación revisada
que «el contencioso con la Corona no respondió a una iniciativa de Diego
Colón», como se había venido sosteniendo hasta ahora, sino de la propia
Fiscalía de la Corona54.
Los
asesores del rey Fernando en el gobierno de las Indias
Entre comienzos de octubre
de 1507 y mediados de julio del siguiente año, don Fernando establece su Corte
en Burgos. Fueron meses decisivos en los que el monarca, al tiempo que diseñaba
las directrices de su política exterior, retomaba con entusiasmo la empresa de
las Indias, directamente asesorado desde estos momentos por el altivo obispo
Fonseca y su fiel secretario el converso aragonés Lope de Conchillos: ambos
formaban un tándem perfecto. Las líneas fundamentales del proyecto perseguían
lo siguiente: dar un nuevo impulso a los descubrimientos y colonización de los
territorios del Nuevo Mundo, contando con el apoyo de la iniciativa privada;
incrementar los beneficios de la Real Hacienda con una mayor control fiscal y
mayor atención a la minería aurífera; reglamentar la fuerza laboral indígena
para su mejor aprovechamiento y, por último, reemplazar el cuerpo de
funcionarios instalados en Santo Domingo y en las nuevas tierras anexionadas
por fieles servidores de Conchillos y Fonseca que servirían para aislar a Diego
Colón y limitar su potestad55. Dos personajes claves colaboraban en este
propósito: en Sevilla, Sancho de Matienzo, tesorero de la Casa de la
Contratación y en las Indias, Miguel de Pasamonte, tesorero de la Española y
primo del consejero real Luis Zapata.
El
perfil — nada ejemplar— de los asesores del rey Fernando y el absoluto dominio
del partido aragonés en Indias es bien conocido gracias a la magistral obra de
Giménez Fernández56. También lo es la antipatía que el citado autor manifestaba
sin ambages por la política fernandina y sus más destacados colaboradores,
muchos de ellos judíos conversos. Digamos a su favor, que ni siquiera los
trabajos más recientes y menos encendidos han sido capaces de rebatir muchas de
las denuncias que el citado autor desvelaba allá en la década de los 50 del
pasado siglo, antes por el contrario las amplían y constatan. «Desvergonzado
explotador económico de la ciega confianza del rey Fernando», corrupto, ladrón
y prevaricador son algunas de las lindezas que dedica el citado autor a Lope de
Conchillos, el consejero favorito del monarca, y junto a Fonseca, amo absoluto
de las Indias, en donde comenzó a acaparar cargos (la escribanía mayor de minas
en La Española y Puerto Rico, fundidor y marcador del oro de las Indias, el
Registro del Sello de Indias, entre otros), rentas y repartimientos de indios
(hasta 800 indios de encomienda) que a la muerte del monarca le reportaban
cuatro millones de maravedís anuales57. Es probable que Giménez Fernández
cargara las tintas sobre los defectos llevado por su odio visceral hacia estos
personajes, pero no cabe duda de que cualquiera que quisiera medrar en Indias u
obtener el favor del monarca debía colocarse bajo la sombra protectora de esta
poderosa diarquía. Era un secreto a voces. Fue así como se tejió una tupida red
de alianzas, favores y sobornos cuyas vicisitudes atravesaban el océano más
veloz que los vientos alisios. Resulta evidente también que los servidores del
monarca participaron activamente en el expolio del oro de las Indias y en la
explotación económica de sus beneficios. De este modo, don Fernando
recompensaba los servicios de sus más fieles quienes, aún residiendo en España,
obtenían grandísimos beneficios de las tierras del nuevo Mundo. No obstante,
debe reconocerse que en esto, como en otros asuntos, el rey católico no hizo
más que implementar una política que años después habrían de desarrollar sin
recelo sus sucesores de la Casa de Austria. La fulgurante carrera de Francisco
de los Cobos, el todopoderoso secretario de Carlos V, da buena muestra de lo
que decimos.
El
Paraíso de las especias
Ahora bien, el rey
aragonés no sólo hizo cuanto pudo, con la inestimable ayuda de sus
colaboradores, para apartar de las Indias al descubridor y sus descendientes,
también se apropió del viejo sueño colombino: la búsqueda de una ruta más corta
hacia la Especiería. Y bien parecía que le iba la vida en ello. Ya en 1505,
Fernando había convocado en Toro (Zamora) una Junta de famosos pilotos y
navegantes, allí donde las Cortes acababan de confirmar su primera regencia, a
la que asistieron el florentino Américo Vespucio, Vicente Yáñez Pinzón (y
probablemente también Alonso de Ojeda, el protegido de Fonseca)58. Entre otros
asuntos se decidió enviar a Vespucio y Pinzón «a descubrir por el Océano
ciertas partes», tal y como informó sigilosamente el monarca a los oficiales de
la Casa de la Contratación para evitar las posibles suspicacias que el proyecto
pudiera suscitar a los portugueses en caso de que llegara a sus oídos59. En
ésta, como en otras ocasiones similares, aflora la personalidad sigilosa y
astuta de don Fernando a la que nos tiene tan acostumbrados. Era la primera vez
que se acometía la citada empresa que tenía por objeto la búsqueda de un
estrecho o canal marítimo para alcanzar las islas Molucas o islas de las
Especias, el tesoro más apetecido por las monarquías europeas de aquel momento,
especialmente Portugal, la gran rival marítima. El proyecto que había quedado
forzosamente abandonado con la salida del rey de Castilla es retomado con
nuevos bríos nada más se inicia su segunda regencia. De inmediato don Fernando
reanuda la correspondencia con los oficiales de la Casa de la Contratación de
Sevilla. El 20 de septiembre de 1507 en Santa María del Campo (Burgos), dicta
un puñado de cédulas en las que se interesa muy particularmente por ordenar su
oficina de las Indias60. En primer lugar, confirma en sus cargos de tesorero,
factor y contador al canónigo Sancho de Matienzo, a Francisco Pinelo y a Juan López
de Recalde, y se encarga de otros asuntos para el buen funcionamiento de la
central indiana. Ante todo, fiscaliza sus cuentas y se interesa, como es
natural, por el oro que ha llegado del Nuevo Mundo durante su ausencia. Ordena
que se labre en moneda y se pague con ello los 2.000 florines y 200 ducados que
estaban reservados para las galeras guardacostas del reino de Granada. El resto
debía enviarse inmediatamente a la Corte con explicación precisa de lo que
correspondía a Fernando y a su hija la reina Juana61. Un mes más tarde,
respondiendo a una misiva de sus oficiales en la que le comunicaban la llegada
desde La Española de las dos naves adquiridas en 1505 para el proyectado viaje
a la Especiería, el monarca suspende por el momento la expedición, pues, a su
criterio «me parece que es mejor que el tiempo, trabajo y gasto que se había de
poner en lo de la Especiería» se invierta ahora en lograr un mayor rendimiento
de las nuevas minas de oro descubiertas en Santo Domingo y en las costas de la
tierra firme62. Pero curiosamente sólo cuatro meses más tarde el monarca mudará
de opinión63. Llama a su presencia a algunos de los marinos más avezados de
aquel entonces como Vespucio, Juan de la Cosa, Pinzón y Díaz de Solís y los
convoca a una reunión para tratar del asunto de la búsqueda del paso, ya
debatido en Toro. Por diversas circunstancias, la Junta de Burgos no se
celebrará hasta marzo de 1508.
Habríamos
dado cualquier cosa por conocer los debates de aquella cita a la que
concurrieron tan famosos navegantes, pero a falta de estos testimonios,
tendremos que contentarnos con conocer los resultados del citado encuentro.
Como es bien sabido, uno de los principales acuerdos retoma el proyecto de la
Especiería, que en esta ocasión será encomendado a Vicente Yáñez Pinzón y Juan
Díaz de Solís, si bien se abandona ahora la ruta vespuciana hacia el sur. El
viaje que recorrerá las costas del golfo de México tenía por misión oficial
«descubrir aquel canal o mar abierto que principalmente abeis de descubrir, e
que yo quiero — dice el monarca— que se busque». Los pilotos recibieron además
instrucciones precisas de navegar siempre «a la parte del norte, hacia
occidente», eso sí con cuidado de no invadir la zona de influencia portuguesa
asignada en el Tratado de Tordesillas64. A raíz de esta reunión se realiza el
nombramiento del florentino Vespucio como piloto mayor de la Casa de la
Contratación con importantes atribuciones náuticas y cosmográficas y se expiden
los nombramientos como pilotos reales de Pinzón, Solís y Juan de la Cosa, los
primeros de una larga serie.
Otro
importante asunto tratado en la conferencia burgalesa tuvo que ver con Urabá y
Veragua, es decir con las tierras continentales descubiertas años atrás por
Cristóbal Colón en su cuarto viaje y otros navegantes como Rodrigo de Bastidas
y Juan de la Cosa. Se trataba de retomar y afianzar la exploración de aquel
litoral en donde, según se decía, había ricas minas de oro. Ya vimos cómo el
monarca se interesaba en octubre de 1507 muy particularmente por esta región que
más tarde, excluyendo a Veragua, recibiría el significativo nombre de Castilla
del Oro. Y es que hasta en la toponimia de los primeros enclaves americanos se
manifestaba la irresistible atracción bullonista de don Fernando.
La
empresa que fue encomendada a dos viejos conocidos en la Corte llamados Diego
de Nicuesa y Alonso de Ojeda, desembocaría en la ocupación territorial de una
extensa franja de la América continental y sin ninguna duda agredía
frontalmente los intereses colombinos, «la última meta de la política de
Fernando el Católico en Indias», según Giménez Fernández65. Como era
previsible, cuando la noticia llegó a oídos de don Diego, su reacción no pudo
ser más airada. Se sentía atado de pies y manos, impotente ante un monarca tan
abiertamente contrario a respetar los privilegios de su padre el gran
Almirante. Y así lo manifestaba en la carta a su amigo Jerónimo de Agüero, ya
mencionada anteriormente, en la que le confesaba, días después de la junta
burgalesa: «Y lo que más siento es que veo a Su Alteza tan ciego en esta
negociación que los que han robado e destruído las Yndias e muerto los indios
pobladores dellas, manda que vayan nuevamente a poblar no solamente lo que
destruyeron, sino la minas de Veragua, que el Almirante mi señor últimamente descubrió,
en que hay tantas riquezas, e de todo esto no se me da parte que si yo no fuese
parte para en ello»66.
El
negocio de los asuntos indianos y los últimos años del monarca
Mientras tanto, el inicio
de la conquista de África, interrumpida tras la muerte de la reina, señala
también el retorno a la normalidad política del monarca aragonés aunque en otro
escenario bien distinto. «Que no cesen de la conquista de Africa», encomendaba
la reina a su esposo antes de morir. Los numerosos problemas surgidos a lo
largo del reinado de los católicos reyes la habían interferido muy a su pesar,
pero ahora iba a adquirir un insólito protagonismo. Con el impulso del
mesianismo fernandino, la conquista de Orán, dirigida por el cardenal Cisneros
en persona, reaviva la campaña contra el Islam, interrumpida tras la guerra de
Granada, al tiempo que sirve para entretener a los nobles en la cruzada contra
el infiel. Fernando sueña con ir mucho más allá hasta llegar a Jerusalén y
conquistar los Santos Lugares. Pese a las dimensiones del proyecto y las
penurias del erario público, su voluntad se muestra firme. «Para el rey
constituye una obsesión conquistar con todas sus fuerzas las provincias
africanas», comenta Pedro Mártir de Anglería en marzo de 1510 67. Los capitanes
veteranos exigen a Cisneros sus pagas por adelantado. El monarca se traslada a
sus reinos aragoneses, convoca a las Cortes en Monzón y pide ayuda. Don
Fernando piensa también en las Indias y se vuelve cada vez más exigente con sus
oficiales, reclamándoles el oro que no llega68. Cinco años más tarde, casi
finalizando su reinado, sigue obstinado en el sueño africano. De nuevo en las
Cortes de Monzón (1515) anuncia sus propósitos de continuar esta empresa «hasta
el Reino y Casa Santa de Jerusalén, del cual tenía el título»69.
A
la toma de Orán (mayo, 1509), siguieron la de Bujía (1510) y Trípoli (1510).
Aquí se ejercitan en la lucha contra el infiel muchos nobles e hidalgos que
luego pasarán a las Indias, la nueva frontera militar, tan exótica como
compleja. Entre ellos un noble de una ilustre familia segoviana llamado
Pedrarias Dávila, quien tras la toma de Orán y la de Bujía como coronel de
infantería, acrecienta el escudo de armas familiar con nuevos emblemas
(bandera, castillos y escalas) que recuerdan su defensa heroica de Bujía al
frente de una pequeña guarnición. Este reconocimiento plasmado en una Real
Provisión de la reina Juana, provocaría el enojo del conde Pedro Navarro, el
general de la campaña, quien llegó a manifestar que «no se había de premiar a
nadie (sino a él) con insignias tan honrosas»70.
Un
9 de julio de 1509 Diego Colón llegó a Santo Domingo junto a su esposa doña
María de Toledo, su hermano Hernando y sus tíos Bartolomé y Diego, además de
otros parientes, mientras se dibujaban nubarrones en el horizonte. El II
Almirante había conseguido por fin su nombramiento como gobernador de las
Indias, pero sólo como un gesto de generosidad del monarca, y el desafortunado
litigio que dejaba a sus espaldas no le permitía sentirse satisfecho. Por eso,
antes de abandonar la Corte cursa instrucciones precisas a su procurador Juan
Peña para que visite diariamente al obispo Fonseca y a los secretarios reales
Zapata y Conchillos hasta ganarse su confianza, e incluso no duda en
escribirles él mismo varias cartas poniéndose a su servicio como el más humilde
criado y prometiéndoles, especialmente a Conchillos, «que en lo que toca al
oficio que allá en las Yndias tiene, que no ha menester otra persona que por él
mire, sino yo, que yo le aprovecharé y miraré mas que si a mi tocase»71. No
cabe duda, con tan sólo 30 años, don Diego parece desenvolverse en los asuntos
cortesanos como pez en el agua. Pero sus enemigos, comenzando por Fonseca y
Conchillos, eran demasiado poderosos y obstinados, así que de nada valdrían
tantas precauciones.
La
llegada del II Almirante a La Española no marcó el cese de las hostilidades,
antes por el contrario hizo más agrio el litigio. Durante su estancia en las
Indias, siempre que veía peligrar sus privilegios familiares, Diego Colón no
dudaba en incumplir las órdenes de don Fernando o las postergaba hasta hacerlas
ineficaces, obstaculizando abiertamente los planes reales, como bien quedó de
manifiesto en la conquista de la Tierra Firme o en la de Jamaica. Por su parte,
el monarca, sin poder ocultar su enfado, respondía con misivas encendidas que
iban subiendo de tono, conforme avanzaba el texto, desde el enojo —
«maravillado estoy» de vuestro comportamiento—, a la más directa reprimenda —
«no oséis» incumplir mis órdenes—. Y, desde luego, cada vez que se presentaba
la ocasión, el viejo aragonés recordaba a don Diego que todas sus atribuciones
emanaban de su soberana voluntad. Por ejemplo, en 1511 cuando consintió en
restablecer el virreinato colombino, poniéndolo en manos de Diego Colón. Medida
ésta de la que muy pronto hubo de arrepentirse: «agora estáis por nuestro
visorrey e governador por virtud de vuestros privilegios — escribía don
Fernando—, lo cual yo mandé, aunque avía hartos caminos para escusarlo sin
hazeros agravio»72.
Para
un soberano tan experimentado y autoritario, como era el rey Católico, aquella
situación debió resultar especialmente irritante, pero en modo alguno
insalvable. Batallas más duras había librado. Por lo pronto, se dedicó a
recortar las atribuciones de Diego Colón obligándolo a actuar colegiadamente
con los oficiales reales Esteban de Pasamonte, Gil González Dávila y Juan
Martínez de Ampiés, tesorero, contador y factor, respectivamente. E incluso,
dispuso en 1511 la creación de la Audiencia de Santo Domingo, con el envío de
tres jueces pesquisidores (Lucas Vázquez de Ayllón, Marcelo de Villalobos y
Juan Ortiz de Matienzo)73, iniciando el proceso de ordenación legislativo y
judicial de las tierras del Nuevo Mundo, al tiempo que reducía la autoridad de
Diego Colón a mero juzgado de primera instancia. En definitiva, aunque en
teoría sus funciones como gobernador parecía que se asemejaban a las otorgadas
a Nicolás de Ovando, en la práctica estaba atado de pies y manos. ¿Acaso fue un
hecho casual? En absoluto. El rey estaba seguro de que si depositaba demasiado
poder en manos de don Diego la autoridad real se vería cercenada. Y así en una
carta enviada al II Almirante en 1512, cargada de reproches, le recordaba, por
si era necesario, las razones del nombramiento de Ovando y sus amplias e
inevitables atribuciones: «… porque vos sabéis muy bien — dice Fernando— que
cuando la reina, que santa gloria haya, e yo le enviamos por gobernador a esa
isla a causa del mal recaudo que vuestro padre se dio en ese cargo que vos
ahora tenéis, estaba toda alzada y perdida y sin ningún provecho, y “por esto
fue necesario darle al Comendador Mayor el cargo absoluto” para remediarla,
porque no había otro remedio ninguno […] y también porque no tenía yo noticia
ni información ninguna de las cosas de esa isla para poderlas proveer»74.
Cualquiera
podrá discutir las cualidades del monarca aragonés como regente de unos
dominios tan lejanos como conflictivos, pero de lo que no cabe duda es que no
era un rey distante. Además de metódico y escrupuloso en sus resoluciones,
Fernando se caracterizaba por su disposición para escuchar toda clase de
opiniones. Él mismo era consciente de que un exhaustivo control de las noticias
facilitaba el desenlace de cualquier problema, por espinoso que éste fuera. Por
eso siempre estaba dispuesto a escuchar a sus súbditos, ya fuera en audiencia o
bien mediante las numerosas cartas que solían acumularse sobre su despacho y
que él se encargaba de leer personalmente, dando órdenes de que nadie
interrumpiese esta comunicación bajo severas penas75. La confusa etapa del
gobernador Ovando había concluido. Ahora con Pasamonte en la Española — los
ojos y los oídos del monarca en la isla, como en tiempos colombinos lo fueran
fray Bernal Boyl y Mosén Pedro de Margarit—, la comunicación se había
restablecido y fluía sin peligro de interferencias. A nadie escapaba esta
circunstancia y mucho menos a Bartolomé de Las Casas, quien se encargó de
anotar: «Las cartas de mayor eficacia que a Castilla y al Rey llegaron fueron
las del tesorero Miguel de Pasamonte… por tener con el Rey grande autoridad, y
ser Lope de Conchillos, Secretario, ambos aragoneses»76.
Limitada
su autoridad en lo económico por Pasamonte y en lo judicial por los jueces
pesquisidores, sólo quedaba en manos de don Diego la potestad — nada
desdeñable— de repartir a su criterio las encomiendas de indios entre los
vecinos, como había venido haciéndolo desde su llegada, o sea, beneficiando al
círculo de sus más allegados — comenzando por él mismo y su familia—, y
ocultando su actuación al rey77. Como la producción del oro descansaba en la
fuerza laboral indígena, la encomienda era la principal fuente de riqueza. En
plena campaña de la Liga Santa, el monarca confesaba que la «necesidad de
dinero (era) cuanta se puede decir», al tiempo que ordenaba a Diego Colón que
pusiera un tercio de los indios a trabajar en las minas, sin exceptuar a nadie.
Como no estaba muy seguro de la actitud del gobernador, escribió a Pasamonte
para que se asegurara del estricto cumplimiento de la orden. Las llamadas de
socorro se sucedían al igual que las medidas para incrementar la producción de
oro, pues, según insistía machaconamente el monarca, la «necesidad de acá es
muy grande y que por esto es necesario que venga más (oro) que pudiese
venir»78.
Mientras
tanto los indios morían por el tráfico esclavista y por la abusiva explotación
a la que eran sometidos, especialmente en los lavaderos de oro. Pese a la
importación de numerosos esclavos capturados en otras islas, que llenaban
momentáneamente el vacío demográfico, el declive de la población indígena
proseguía en Santo Domingo y se extendía por el arco antillano. Parece
contradictorio pero fue la reina Isabel, la misma que se había opuesto tan
firmemente a la esclavitud de sus nuevos súbditos declarándolos libres, quien
había legalizado esta inhumana trata en el Caribe (1503) dando permiso para
capturar y vender a los indios comedores de carne humana o «caribes». La
expansión en aquellas aguas y el afán de lucro no hicieron sino ampliar los
centros abastecedores. Fernando, más interesado en incentivar el capital
privado y la estabilidad de los centros coloniales que en el bienestar de los
nativos, dio grandes facilidades a la trata — frecuentemente asociada con la
captura de perlas— regularizándola y ampliando el radio de acción de la zona
estigmatizada como caribe, así como de las denominadas «islas inútiles» ó
Lucayas (Bahamas y Bermudas). Se calcula que entre 1508 y 1513 un total de
40.000 indios de Cuba, Puerto Rico y las Lucayas fueron llevados a la Española79.
Y a mediados de 1515 hasta 1.200 esclavos de la isla de los Gigantes (Bonaire),
casi todos murieron al poco tiempo80. Nadie parecía preocuparse de la terrible
situación de aquellos infelices. Desde un principio la actitud de la Corona, y
especialmente de la reina Isabel, fue contraria al abuso de la población
sometida, pero las disposiciones estaban llenas de contradicciones y, aunque
eran bienintencionadas, a menudo resultaron ineficaces.
Conseguido
en 1508 el Real Patronato de las Indias, don Fernando parecía más interesado
por controlar la Iglesia del Nuevo Mundo y sus beneficios que por otras
cuestiones evangélicas81. Aprovechando el mejoramiento de sus relaciones con el
Papado, sienta las bases de la Iglesia antillana, seguramente en estrecha colaboración
con el obispo Fonseca, al obtener de Roma en 1511 la fundación de tres sedes
americanas, sufragáneas del arzobispado de Sevilla: Santo Domingo, Concepción
de la Vega y San Juan de Puerto Rico. Y más tarde, cuando la expansión
colonizadora alcance las tierras continentales, el monarca dará un paso
decisivo para controlar la iglesia indiana al solicitar de Leon X, recién
nombrado Pontífice, la erección de un Patriarcado Universal de las Indias, de
carácter semiautónomo, cuyo titular habría de ser, como no, el favorito Juan
Rodríguez de Fonseca, ya entonces arzobispo de Rossano. En esta ocasión el Papa
no atendió la solicitud del rey aragonés, expresada a través de su embajador
Jerónimo de Vich, seguramente alertado por la mala experiencia del Patriarcado
bizantino. En cambio, concedió la creación en 1513 de la diócesis de la Bética
Áurea, en Castilla del Oro, con sede en Santa María de la Antigua82, con el
franciscano Juan de Quevedo al frente, y la Abadía de Jamaica en 1515 para
Sancho de Matienzo, capellán real y canónigo de Sevilla, además de poderoso
tesorero de la Casa de la Contratación, aunque dos años después la sede se
trasladaría a Cuba83. La obra evangelizadora en las Indias tuvo un apoyo
decisivo en la persona del franciscano Jiménez de Cisneros, arzobispo de
Toledo, confesor y consejero de la reina Isabel, quien junto a Diego de Deza
habían reformado las Órdenes religiosas llevándolas a la pureza de sus
primitivas reglas.
Desde
los inicios, la labor misionera estuvo depositada en manos del clero regular.
Los frailes viajaban por cuenta de la Corona, quien financiaba todos los gastos
necesarios para su misión evangélica entre los indios como libros, ornamentos
religiosos y demás enseres. Franciscanos y dominicos tomaron la iniciativa. Los
apuntes contables de la Casa de la Contratación estudiados por Ladero informan
del paso al Nuevo Mundo de unos 140 franciscanos y algo más de 50 dominicos
entre 1503 y 1520 84.
Sometida
la Iglesia indiana a los dictámenes de Fernando el Católico y a su real
voluntad, nadie podía imaginar, y mucho menos el monarca, que en Santo Domingo
iba a estallar un escándalo religioso de semejantes dimensiones. El 21 de
diciembre de 1511, un humilde fraile dominico, llamado fray Antón de
Montesinos, horrorizado por los excesos que los encomenderos cometían con sus
indios, alzó su voz ante una asombrada parroquia, denunciando la explotación de
la que eran objeto, aún siendo considerados hombres libres: «Decid, ¿con qué
derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre aquestos
indios?» Luego se negó a dar la absolución a los encomenderos, si no se avenían
a liberar a sus indios. El escándalo estaba servido.
Cuando
don Fernando tuvo noticias de este suceso, montó en cólera. En principio quiso
restar importancia al suceso, intentando silenciar al fraile rebelde al que
tildaba de ignorante85. Y aunque los del Consejo real habían recomendado que se
les metiera en el primer barco de regreso a España, el monarca, por no causar
afrenta a los dominicos, decidió que los frailes podían permanecer en la isla
con la condición de que «non fablen en púlpito nin fuera dél… más en esta
materia nin en otras semejantes»86. Pero el fraile Montesinos no acató la orden
y finalmente el provincial de los dominicos dispuso que éste regresara a España
a dar cuenta de sus prédicas «porque toda la India por vuestra predicación está
por rebelar». A la vista de los hechos, nadie podía dudar de que el monarca se
enfrentaba a un asunto realmente delicado. El fraile rebelde no sólo señalaba
con su dedo acusador a los encomenderos por sus abusos contra los indios,
apuntaba a la Corona misma, considerando que no tenía ningún derecho de dominio
sobre aquellas tierras y mucho menos sobre sus naturales. Pero en lugar de
ignorar la protesta, Fernando, haciendo uso, una vez más, de su notable
sagacidad política, la utilizó en su favor. Después de escuchar a Montesinos,
convocó de inmediato una Junta especial para dirimir el asunto en la que
participaron los más famosos teólogos y juristas de la época, como el dominico
Matías de Paz o el doctor Juan López de Palacios Rubios. Así comenzó, como dice
Hanke «la primera gran batalla por la justicia social en América» a la que
algunos valientes misioneros, como fray Bartolomé de las Casas, iban a consagrar
sus vidas87.
No
entraremos en la controversia sobre si la solución dada a tan peligrosas
doctrinas era sincera o sólo una hábil maniobra del rey Católico, pues escapa a
los límites de estas páginas88. No obstante, hay que reconocer que Fernando
supo estar a la altura de las circunstancias. Ningún otro país con intereses
coloniales iba nunca a cuestionarse moralmente la licitud de sus acciones ni el
trato afligido a los pueblos sometidos89.
El
famoso sermón de Adviento destinado a mover las conciencias de los encomenderos
de Santo Domingo es sobradamente conocido; también lo son sus consecuencias; en
especial las famosas Leyes de Burgos ó Reales Ordenanzas dadas para el Buen
Regimiento y Tratamiento de los indios sancionadas por el monarca el 27 de diciembre
de 1512, y su Adicción de 1513 (Valladolid) que aunque no suprimieron las
encomiendas regularon las relaciones hispano-indígenas en este ámbito y en las
que, por primera vez, la Corona reconocía la libertad de los indios y la
obligación de gobernarlos conforme al derecho natural y a la ética
sobrenatural. Se las considera «el primer cuerpo legislativo de carácter
universal que se otorgó para los pueblos americanos» y se le atribuye un
extraordinario valor por su carácter pionero en la defensa y protección del
indio cuando todavía quedaban varios siglos para la formulación en Ginebra de
la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1947)90. Cosa bien distinta
fueron sus efectos, pues, como es sabido, en la aplicación de las leyes en
Indias por las autoridades coloniales no tanto prevalecía el bien común como el
ansia de enriquecimiento. La doctrina tradicional de «se obedece, pero no se
cumple» o el «derecho de la necesidad», con frecuencia esgrimido por los
conquistadores, cada vez que sentían lesionados sus intereses, amparaba la
transgresión de la ley, por muy bien intencionada que ésta fuera, permitiendo
encubrir el sistema de explotación de los indios y su dramática extinción por
parte de gobernantes, oficiales reales y colonos. Lamentablemente, como es
conocido, las leyes de Burgos fueron violadas sistemáticamente en las Antillas
y más tarde en la Tierra Firme91. Y todo ello con el consentimiento tácito de
Fonseca y Conchillos, a quienes no parecía afectarles tales abusos, «mayormente
teniendo ellos mismos y otros del Consejo del rey tantos indios»92, y tantas
prebendas en las nuevas tierras93.
Tampoco
el Requerimiento, un documento muy solemne elaborado a raíz de este debate por
el jurista y consejero real Juan López de Palacios Rubios, mejoró sustancialmente
la situación de los indios aunque sirvió, bien es cierto, para aliviar la
conciencia de los españoles. Cuando se preparaba la expedición de Pedrarias,
teólogos y juristas buscaban el modo de justificar las guerras de conquista del
Nuevo Mundo y de paso serenar la conciencia real. Martín Fernández de Enciso,
un ambicioso letrado-conquistador, recién llegado de las Indias, fue invitado a
participar en el debate, defendiendo con gran ahínco ante los dominicos de
Valladolid, Fonseca, Conchillos y el confesor del monarca fray Tomás de
Matienzo, «la conquista de las Indias e la posesión de los indios» y rebatiendo
la opinión contraria como una afrenta al Evangelio94. No hubo entonces un
valedor más ardiente de la presencia española en las nuevas tierras, de los
derechos reales sobre las Indias y de los intereses de los encomenderos, que el
citado Enciso, quien con sus teorías colonialistas y anti-indígenas acabaría
convirtiéndose junto con Fonseca y Conchillos en uno de los principales
inspiradores de la política fernandina en tal materia95. Con la aprobación del
rey Fernando, se formuló el Requerimiento, llamado así porque mediante su
lectura se «requería» a los indios, antes de hacerles la guerra, a aceptar
voluntariamente la soberanía del Rey Católico, la apropiación de sus tierras
por el Papa, en su condición de Dominus Orbis, junto al compromiso de ser
adoctrinados en una nueva y extraña religión. El documento debía ser leído con
toda solemnidad por el jefe de la expedición a través de un traductor
(«lengua») para que los indios entendieran en su propio idioma el contenido del
mismo, siempre en presencia del escribano público encargado de dar constancia
legal del hecho. Si los indios no aceptaban la obediencia a la Corona española
y al Papado, quedaba justificado declararles la guerra — «la guerra justa»—
arrebatarles sus tierras y someterlos por la fuerza «al yugo y obediencia de la
Iglesia y de Sus Altezas». Las Casas dijo que aquel Requerimiento era «cosa de
reír o llorar»96, y no era el único que pensaba así. El propio Oviedo, testigo
de su lectura en las costas de Santa Marta, comentó que tiempo después,
charlando con Palacios Rubios, éste le preguntó «si quedaba satisfecha la
conciencia de los cristianos con aquel Requerimiento» a lo que contestó que sí,
«si se hiciese como el Requerimiento lo dice», pero al tiempo confesó que no
podía evitar reírse cuando él le contaba lo que algunos capitanes habían
hecho97. Ni que decir tiene que para los indios, el documento resultaba aún más
ridículo e incomprensible. Un cacique del Cenú se enfrentó a los capitanes
españoles diciéndoles que el Papa «debía estar borracho cuando lo hizo pues
daba lo que no era suyo, y que el rey que pedía y tomaba tal merced debía ser
algún loco, pues pedía lo que era de otros»98. Todo el poblado fue arrasado y
sus indios esclavizados.
Mientras
tanto el rey Fernando no desiste en su intento por buscar el paso a la
Especiería en todas las direcciones posibles. El asiento de Juan de Agramonte
para ir a Terranova en 1511 o la capitulación con el piloto mayor Juan Díaz de
Solís en 1514 para «ir a descubrir a las espaldas de Castilla del Oro» y un año
más tarde con Gil González Dávila muestran que la idea se mantiene firme, no
tanto como los logros. No obstante, el descubrimiento del Océano Pacífico por
Vasco Núñez de Balboa en 1513 y con ello el hallazgo de un paso terrestre en el
istmo panameño siembra enormes expectativas en la Corte. El monarca se muestra
entusiasmado, más aún cuando el rebelde Balboa para recabar su favor le envía
noticias prometedoras sobre la consolidación del asentamiento español de Santa
María de la Antigua del Darién, tanto como los informes, sin duda exagerados,
sobre el oro encontrado por los españoles. El paroxismo de la fiebre del oro se
desata en toda Castilla y ni siquiera el monarca escapa a este canto de sirena.
Todo el mundo sueña en viajar a ese territorio donde, según se decía, se
pescaba el oro con redes. Rápidamente se prepara en Sevilla una gran flota
colonizadora de veintiún barcos y un millar y medio de hombres. El viejo
aragonés parece rejuvenecido y declara entusiasmado que este proyecto «es uno
de los más grandes que hoy hay en el mundo». E incluso piensa en recuperar la
Casa Santa de Jerusalén confiado en el fin de sus penurias financieras. Desde
Valladolid, el rey organiza personalmente, asesorado por Fonseca, todos y cada
uno de los detalles del proyecto, que incluye el nombramiento de Pedrarias
Dávila, el nuevo gobernador y capitán general del territorio con facultades
excepcionales como Lugarteniente del rey y todo un equipo oficial y religioso,
incluido el nuevo obispo de la Bética Áurea, fray Juan de Quevedo y sus
diáconos. «En un sólo día — escribe Kathleen Romoli— bien cargado de trabajo,
el rey despachó treinta cédulas tratando cosas diversas, desde las camisas de
algodón a la alta política, revisando y firmando, además, una ley, dos edictos
y una proclama». «Y en tan sólo siete meses, que duraron los preparativos de la
flota, la entusiasta y enérgica actuación del monarca, más propia de un joven
que de un anciano, de 61 años, cansado y cargado de responsabilidades, quedó
plasmada en nada menos que 171 mandamientos, entre disposiciones, cédulas,
decretos y provisiones»99. La expedición al Darién, cubierta en su integridad
por el tesoro real, resulta ser una de las más grandes y ambiciosas empresas
americanas de la que se tiene noticia y costó finalmente 10.300.383,5
maravedís. Una parte del monto total fue financiado con el oro de la Española,
llegado a Sevilla por aquellas fechas y otra recurriendo a los sueldos de los
funcionarios de la reina Juana, cuyo pago fue aplazado para los meses
venideros. Y es que las dificultades para conseguir los fondos necesarios
fueron enormes pues es sabido que el endeudamiento de la hacienda pública, incrementada
aún más si cabe en la época de los Austrias, constituía la nota predominante.
Como ya señalábamos en otra ocasión, «Francesco Guicciardini cifraba el monto
total de las rentas ordinarias de la Corona, en la época de su embajada ante el
Rey Católico (entre 1512 y 1513), en 800.000 ducados, aproximadamente; la mitad
de esta cifra no estaba disponible, al verse afectada por juros de diversos
tipos; el resto, o sea 400.000 ducados, representaba la única fuente económica
a la que podía recurrirse»100.
Mientras
tanto las Indias daban sus frutos. Sólo en lo que respecta a Santo Domingo,
Jalil Sued tilda de «espectacular» el boom minero registrado en esta isla en el
período comprendido entre 1505 y 1517 con una producción estimada en torno al
millón y medio y dos millones de pesos de oro. No obstante, parece probado que
incluso a partir de 1503, cuando las Indias comenzaron a resultar rentables
para la Corona, sólo una cantidad insignificante fue reinvertida en la empresa
indiana, puesto que la mayor parte estuvo destinada a sufragar la política
mediterránea y europea del soberano101. Los metales preciosos de las Indias al
servicio de la monarquía hispánica. En esto don Fernando no hizo más que
inaugurar una política que más tarde practicarían con amplitud los reyes de la
dinastía de Austria102.
En
1513, mientras se alistaba en Sevilla la flota de Pedrarias, el rey Fernando se
había convertido en un monarca tan experimentado y prestigioso en la batalla
como astuto manejando los hilos de la política internacional. Merecía el
reconocimiento de todos, ya fueran amigos o rivales. Y hasta Nicolás de
Maquiavelo, uno de los pensadores más influyentes del Renacimiento italiano, no
dudó en tomarlo como modelo cuando preparaba ese mismo año su gran obra,
titulada El Príncipe en la que vertió estas elogiosas palabras: «Nada hace
estimar tanto a un príncipe — escribe el italiano— como las grandes empresas o
el dar que de sí ejemplos extraordinarios. En nuestro tiempo tenemos a Fernando
de Aragón, actual rey de España. Podemos casi llamarle príncipe nuevo, ya que
de rey nuevo que era se ha convertido por su fama y por su gloria en el primer
rey de los cristianos, y si examináis sus acciones las encontraréis todas
grandiosas y algunas extraordinarias»103. En enero de 1514 el mismo rey
Fernando manifestaba henchido de orgullo en una carta enviada a su secretario
Lope de Quintana, por entonces en la corte de Maximiliano de Austria: «Una sola
cosa havéys de responder que ha mas de setecientos años que nunqua la corona
d’España estuvo tan acrecentada ni tan grande como agora, assí en poniente como
en levante, y todo después de Dios por mi obra y trabajo»104.
Con
la llegada de Pedrarias a las tierras continentales del Darién ó Castilla del
Oro, en junio de 1514, se consolida el proceso autonómico de la primera
provincia de conquista independiente de Santo Domingo y de Diego Colón105. Un
nuevo logro de la hábil política indiana del rey Fernando. De nada han valido
los manejos de don Diego intentando controlar a Balboa, a quien ha nombrado en
1511, por su cuenta y sin consultar al monarca, «nuestro gobernador e capitán
de la dicha provincia del Darién, e que tengáis por nos y en nuestro nombre la
gobernación e capitanía de la dicha isla e provincia e juzgado de ella» en un
claro intento por controlar la Tierra Firme, sometiéndola a su virreinato. E
incluso no ha dudado, con gran escándalo para el círculo oficialista, en
proclamarse abiertamente en Santo Domingo «biso rey e gobernador de Tierra
Firme»106. No obstante, el cerco en torno al virrey venía estrechándose cada
vez más, conforme arreciaban las protestas del bando opositor, liderado por los
funcionarios del rey y especialmente por Miguel de Pasamonte. La isla ardía de
nuevo en violentos disturbios como en tiempos de Ovando. Es ahora cuando el
monarca decide que ha llegado la hora de efectuar un nuevo repartimiento de
indios en La Española por personas de su confianza y al margen de Colón que
será despojado de su función como repartidor general de indios. «Nunca se vio
que las facultades de un gobernador en activo sufriera tamaña mengua»107.
Fernando había urdido una ingeniosa tela de araña para acabar de una vez por
todas con el poder de Diego Colón y de sus partidarios.
Unos
días más tarde de que la flota de Pedrarias fondeara en las costas del Darién,
arribaban al puerto de Santo Domingo el licenciado Pedro Ibáñez de Ibarra con
el encargo de residenciar a los oficiales colombinos y de realizar el nuevo
repartimiento de naturales. Le acompañaba en este viaje Rodrigo de Alburquerque
«un escudero pobre… que tenía maneras de caballero» y muchas ansias de medrar,
como bien pudo luego comprobarse. Ambos poseían contactos muy influyentes en la
Corte. Del licenciado Ibáñez se sospecha que era hombre muy cercano al clan
Fonseca-Conchillos, mientras que de Alburquerque, se decía que era primo del
licenciado Zapata, «que a la sazón era el más principal en el Consejo del Rey»
y tan dado a repartir mercedes que lo llamaban «el rey chequito»108.
La
caída en desgracia del Almirante de las Indias, una vez desposeído de sus
funciones más importantes, y sometido junto a sus amigos y partidarios a la
persecución de los oficiales del rey Fernando era ya un hecho, como también lo
era la victoria absoluta del partido aragonés en Indias. El 9 de abril de 1515
don Diego llegaba a Sevilla, hundido y derrotado, como antaño lo hiciera su
padre. La incorporación política de las Indias al servicio exclusivo de la
monarquía una vez cercenadas las aspiraciones señoriales de los primeros
gobernantes indianos, era un hecho irrefutable. Despejado ya el camino, los
oficiales y cortesanos de don Fernando, comenzando por su secretario el
insaciable Lope de Conchillos, acumulaban cargos y prebendas y accedían
descaradamente a las riquezas de las Indias, sin poner un pie en ellas109.
Cohechos, sobornos e intrigas presidían la labor de gobierno de la camarilla
aragonesa y sus protegidos en las Indias mientras Fernando apuraba sus últimos
días como regente de Castilla, gozando de la admiración y el respeto de los
príncipes cristianos. Al tiempo, la presencia española en las tierras
americanas se extendía como una mancha de aceite por las Antillas y la Tierra
Firme en un proceso colonizador con sus luces y sus sombras que iba a provocar
la admiración y la envidia de toda Europa.
El
lado más humano del poderoso monarca aflora en varias anécdotas que de él se
conservan. La evidencia del Nuevo Mundo y su exotismo fascinaban a toda Europa.
Fernando, el señor y dueño de aquellas Indias, también se sentía atraído por
las novedades de aquellas lejanas tierras y deseaba conocerlas, ya fueran
objetos curiosos, animales, frutos o seres humanos. Cuenta Anglería que el
monarca había saboreado entre otros frutos americanos la piña, llamada así por
su forma parecida a la piña de los pinos, pero de sabor como el melón, y que
era la que más le gustaba110. Sabemos también que cuando Fernández de Oviedo
regresa a España desde el Darién, en marzo de 1515, transportaba, además de una
importante partida de lingotes de oro para su jefe Lope de Conchillos, «un
muestrario de curiosidades indianas» que Pasamonte enviaba al monarca: seis
indios y seis indias caribes — «porque había escrito Su Alteza al tesorero que
deseaba ver qué gente eran estos caribes que comen carne humana»— y además
«muchos papagayos, e seis panes de azúcar e quince o veinte cañutos de
cañafístola, que fue el primer azúcar y cañafístola que el rey vido de aquestas
partes y lo primero que a España fue»111. La experiencia española de los
desgraciados caribes fue muy breve. Depositados en manos del tesorero de la
Casa, Sancho de Matienzo, y declarados libres, murieron casi todos ellos en muy
poco tiempo112.
Fernando
falleció en Madrigalejo, muy cerca de Trujillo, el 23 de enero de 1516 113,
mientras Bartolomé de las Casas y el fraile Montesinos aguardaban impacientes
una audiencia del monarca para denunciar, una vez más, la situación de los
indios. Aquejado de varias dolencias, dicen que su enfermedad venía agravándose
desde la primavera de 1513 por un brebaje afrodisíaco que le había
proporcionado su esposa Germana de Foix deseosa de engendrar a un heredero114.
Las miserias del hombre común no empañan las glorias de un político
excepcional. El mismo Fernando que buscaba en vano el elixir de la eterna
juventud era pintado en Roma (hacia 1514-1517) junto a Carlomagno y otros
héroes cristianos en las estancias del palacio Vaticano (la sala del Incendio
del Borgo) por los discípulos de Rafael, bajo la leyenda Ferdinandus Rex
Catholicus, Christiani Imperii Propagator (Fernando, Rey Católico, Conquistador
del Imperio Cristiano), que resumía toda una vida al servicio de la Monarquía
Hispánica115.
No
es fácil evaluar a Fernando II de Aragón en sus muchas facetas como político y
estadista. Evidentemente hay tantos partidarios como detractores del monarca.
Sea como fuere, transcurridos algunos años, cuando el Imperio de los Austrias
se encontraba en franco declive, el rey católico se había convertido para sus
sucesores en un modelo para la posteridad, un ejemplo a imitar. Hay quién dice
que en cierta ocasión el rey Felipe II contemplado en El Escorial un retrato de
su bisabuelo don Fernando exclamó: «¡A éste lo debemos todo!»116.
NOTAS
Mena
García, Carmen, “Don Fernando el Católico, Dueño o «Señor de las Indias del
Mar Océano»”, Revista de Indias, LXXVIII/272 (Madrid, 2018): 9-47.
https://doi.org/10.3989/revindias.2018.001
1
Un primer avance sobre el famoso monarca en nuestro: “Fernando el Católico y
las Indias. Santo Domingo: La nueva frontera atlántica de los reinos
castellanos”, Estudis. Revista de Historia Moderna, 43 (Valencia, 2017):
97-126. Estas páginas son una continuación del citado trabajo.
2 cmena@us.es,
ORCID iD: http://orcid.org/0000-0002-6453-2132.
3
Saavedra Fajardo, Diego, Introducciones a la política y razón de Estado del
rey católico don Fernando, 1631, citado en Rus Rufino, 2014: 74
4
La cita en Belenguer, 1999: 284.
5
La cita en Rus Rufino, 2014: LXXXI.
6
Idem.
7
Es la tesis que sostiene García Gallo, 1950. Disponible online:
http://www.cch.cat/pdf/ gallo_01.pdf [consultado 20 /II/2016]. J. Manzano la
refuta: «No se trata de reconocer unos derechos de Fernando, sino
precisamente de todo lo contrario, “de concederle graciosamente” un derecho a
percibir la mitad de unas rentas que pertenecían exclusivamente a los reinos
de Castilla. Si Fernando el Católico continuara conservando, como piensa
García Gallo, la propiedad de la mitad de las Indias, no necesitaría Isabel
hacer mención ninguna a la mitad de las rentas, pues éstas seguirían
perteneciendo a su marido, con todo derecho, por razón del señorío», Manzano,
1951-1952: 127. 8 «Don Fernando por la gracia de Dios, rey de Aragón, de las
dos Seçilias, de Iherusalem, de Balencia, de Mallorcas, de Çerdeña, de
Córcega, Conde de Barçelona, “Señor de las Yndias del Mar Oçeano”, Duque de
Atena y de Neo Patria, Conde de Ruysellon e de Çerdanya, Marqués de Oristan y
de Goçiano, “Administrador e Gobernador destos reynos” de Castilla e de León,
e Granada etc. por la Serenisima reyna doña Juana, my muy cara e muy amada
hija, administrador perpetuo de la Orden de cabeleria de Calatrava por
autoridad apostolica…» Real Provisión a Juan Ramírez de Segarra concediéndole
diez caballerías de tierras que vacaron en La Española a la muerte de Francisco
de Bobadilla, Burgos, 2 de mayo de 1508, Archivo General de Indias (AGI),
Indiferente, 1961, libr.1, fol. 91.
9
García Gallo, 1950: 180-182 y 188.
10
Manzano, 1951-1952: 128-129. Véase también Sánchez Prieto, 2004: 296.
11
Además de García Gallo y Manzano, intervino en la polémica Pérez Embid
(1948).
12
La Corona de Castilla se consideraba heredera universal de la monarquía
visigótica. Tanto Las Canarias, en las inmediaciones del continente africano,
como Granada habían pertenecido al último rey visigodo, don Rodrigo. Manzano,
1951-1952: 50.
13
Observa Manzano que «Jamás en el caso de las Canarias se le ocurrió a los
reyes de Castilla solicitar un título papal semejante… y ello con sólo alegar
la comunidad visigótica». Ibidem: 47-49 y 74-75.
14
Sánchez Prieto, 2004: 295-296. Manzano, 1951-1952: 76.
15
Y añade: «Sólo a la muerte de Fernando, poseyendo doña Juana y don Carlos las
Indias en su integridad, éstas se incorporaron formalmente a la corona de
Castilla en las Cortes de Valladolid de 1518». Citado por García Gallo, 1950:
183. Tal afirmación es rebatida por Manzano, quien asegura que las Indias
fueron incorporadas a Castilla tras la muerte de Fernando y no en 1518.
16
Sobre las celebraciones en Roma véase el excelente trabajo de Fernández de
Córdova, 2005: 301-304. Sobre la corriente profética y milenarista que
señalaba la conquista de Granada como un anticipo de la recuperación de la
«Casa Santa» de Jerusalén por los Reyes Católicos, véase, por ejemplo,
Milhou, 1983 y Cepeda Adán, 1950.
17
La Bula de concesión del título está datada en 17 de diciembre de 1496.
Véanse las circunstancias de esta distinción en Fernández de Córdova, 2005:
314 y ss.
18
Ibidem: 307.
19
Kamen, 2015: 230.
20
Anglería, 1989: 68.
21
Mena García, 2017: 125.
22
Fernández de Córdova, 2005: 262-263. Ladero Quesada considera, sin embargo
que «esta actitud no se explica tan sólo por una utilización política de lo
religioso sino que responde a una aceptación implícita del carácter
intereclesial que tenía lo político y más aún tratándose de unas monarquías
agitadas por corrientes mesiánicas de diversa procedencia», Ladero, 2008a:
111-113. Sobre el profetismo milenarista de la monarquía hispánica ver
Arciniega, 2011: 49 y ss. y Belenguer, 1999: 181 y ss.
23
Manzano, 1951-1952: 130 y 139.
24
Kamen, 2015: 303, sin precisar su fuente.
25
Lorenzo, 1989-1993: 532.
26
Muro Orejón, 1970: 199-205.
27
García Gallo, 1950: 180-181.
28
Manzano, 1951-1952: 133.
29
Con anterioridad se celebró un acuerdo entre suegro y yerno, plasmado en la
conocida como Concordia de Salamanca (24 de noviembre de 1505) que establecía
«el gobierno conjunto de Castilla por Juana y Felipe, como reyes
propietarios, y de Fernando como gobernador perpetuo», pero el citado acuerdo
ni satisfacía al de Borgoña ni estaba dispuesto a cumplirlo. Rodríguez, 1999:
112.
30
Manzano, 1951-1952: 139-140. Rodríguez, 1999: 125.
31
«Lo cierto es que don Fernando en la ratificación de la Concordia de
Villafáfila no ostenta ya el título de Señor de las Indias del mar Océano»
con el que figuraba veinticinco días antes, en el poder otorgado al Cardenal
Cisneros». Manzano, 1948: 337. Los documentos que lo atestiguan en Manzano,
1951-1952: 141.
32
Es ahora cuando el Cardenal Cisneros presidirá el Consejo de Regencia y
asumirá el gobierno castellano hasta la llegada de Fernando de Aragón. Por
segunda vez gobernará interinamente en 1516, tras el fallecimiento de éste.
33
La cita en Belenguer, 1999: 326.
34
«Don Fernando por la gracia de Dios, rey de Aragón, de las dos Seçilias, de
Iherusalem, de Balencia, de Mallorcas, de Çerdeña, de Córcega, Conde de
Barçelona, “Señor de las Yndias del Mar Oçeano”, Duques de Atena y de Neo
Patria, Conde de Royselon e de Çerdania, Marqués de Oristan y de Goçiano,
Administrador y Gobernador destos Reynos de Castilla, de León y de Granada
etc. por la Serenisima reyna doña Juana, mi muy cara y muy amada hija,
administrador perpetuo de la Orden de cabeleria de Alcantara…», Traslado de
una Real Provisión a Hernando de Vega dejándole los bienes que fray Nicolás
de Ovando dejó en las Indias cuando fue gobernador de la Española, Sevilla,
21 junio 1511, AGI, Contratación, 5089, l.1, fol. 89 r. Hay otros ejemplos en
Manzano, 1951-1952: 143 y ss.
35
«De parte del muy alto y muy poderoso y muy católico defensor de la Yglesia,
siempre vencedor y nunca vencido, el gran Rey don Hernando, el quinto de las
Españas, de las dos Secilias, de Iherusalem y de las yslas e tierra firme del
mar oceano, e domador de las gentes bárbaras y de la muy alta e muy poderosa
señora la reyna doña Juana, su muy cara e muy amada hija, nuestros señores…»,
AGI, Panamá, 233, libr.1, fol. 49. La cita en Manzano, 1951- 1952: 143.
36
Mena García, 2017: 122.
37
Rus Rufino, 2014: LXXX.
38
Exceptuando el paréntesis de su enfermedad en la primavera de 1513, a
consecuencia del brebaje que le hizo dar la reina Germana para quedarse
encinta. Entonces su salud se quebrantó de tal manera que «redujo su interés
por la política y la intensidad con que se dedicaba a ella, hasta el extremo
de “aborrecer los negocios” en algunos momentos». Ladero, 2016: 212-213.
39
Real Cédula al Capítulo general de la Orden de San Francisco, Burgos, 14
abril 1508, citada en Cárdenas, Pacheco y Torres de Mendoza, 1864-1884, vol.
39: 169.
40
La causa porque se envió el comendador mayor a la Española en Real Cédula a
Diego Colón, AGI, Indiferente, 418, libr., 3, fols. 249v-252. Citada por E.
Mira, 2000: 42.
41
Domínguez Ortiz, 1973: 63. Véanse los trabajos más recientes de su biógrafa
en Sagarra Gamazo, 1997 y 2007. 42 Para más información, Ladero. 2016:
124-129.
43
El desarrollo de los hechos en Mena García, 2017: 124 y ss.
44
Véase, por ejemplo, la Carta del Almirante Don Cristóbal Colón pidiendo al
Rey Católico nombre a su hijo Don Diego para sucederle en la administración
de las Indias, enero de 1505, citada en Cárdenas, Pacheco y Torres de
Mendoza, 1864-1884, vol. 39: 118-119.
45
El fraile asegura que conoció esta conversación de labios del propio Diego
Colón: «Esto me dijo un día el Almirante, hablando conmigo en Madrid, cerca
de los agravios que rescebía, el año quinientos y diez y seis, que con el rey
había pasado», Las Casas, 1961, vol. II: 114-115.
46
Arranz, 1982: 85.
47
Ibidem: 99.
48
Fueron publicadas en el apéndice documental en Arranz, 1982, IX y ss.,
disponibles también en la Biblioteca virtual Miguel de Cervantes: Autógrafos
de Cristóbal Colón y papeles de América por la duquesa de Berwick y de Alba,
condesa de Siruela:
http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/autografos-de-cristobal-colon-y-papeles-de-america--0/html/
[consultado 20, marzo, 2016].
49
Don Fernando Álvarez de Toledo, hermano del duque de Alba y padre de doña
María Álvarez de Toledo y Rojas, la esposa de don Diego Colón.
50
Instrucción del Almirante don Diego Colón para Jerónimo de Agüero, abril o
mayo de 1508, citado en Arranz, 1982: 175-177.
51
Real Provisión confiriendo la Gobernación de las Indias al Almirante don
Diego Colón, con las facultades que se expresan, Sevilla, 29 de octubre de
1508, citado en Arranz, 1982: 184-187. Pero se le encarga que vaya «sin
perjuicio del derecho de otros». Véase Real Cédula a Diego Colón, Arévalo, 9
de agosto de 1508, en Cárdenas, Pacheco y Torres de Mendoza, 1864-1884, vol.
39: 175-180.
52
Ramos estima que en el nombramiento de Diego Colón, además de las presiones
del duque de Alba, «hubo una razón de alta política: la de colocar en un
puesto clave a una per sona destinada a taponar cualquier pretensión flamenca
sobre las Indias, como así sucedió, máxime cuando don Diego, por su
matrimonio, podía contar con el respaldo de la alta nobleza — lo que hacía
que su destitución significara el enfrentarse con parte de ella—, además de
que tenía interpuesto pleito a la Corona, reivindicando los derechos de su
padre al territorio americano, por lo que cualquier actuación quedaba en
precario hasta que se produjera el consiguiente fallo», Ramos, 1982, vol.
VII: 226.
53
Muro Orejón, Pérez Embid y Morales Padrón, 1964-1989.
54
Colón de Carvajal y Pérez Prendes, 2015, vol. I: 96, 115 y ss.
55
Arranz, 1982: 87.
56
Giménez Fernández, 1953, vol I; 1960, vol. II.
57
Una exhaustiva descripción de los cargos que ostentaba Conchillos en Indias y
sus beneficios: Giménez Fernández, 1953: 14, 144 y 419. Nuevas noticias sobre
la fortuna de Conchillos en Franco Silva, 2006: 123-171. Sobre las prebendas
de Conchillos en la Tierra Firme y la actuación de su teniente Gonzalo
Fernández de Oviedo, véase Mena García, 2011: 444 y ss.
58
Manzano y Manzano, 1988, vol. I: 489.
59
De la Puente Olea, 1900: 33. Respecto a las Juntas de Toro (1505) y Burgos
(1508) poco nuevo puede añadirse a lo publicado por el autor citado y su
conocida obra. Ver Ezquerra, 1973, vol. I: 149-184, que ofrece también un
excelente repaso histórico. Manzano, 1988, añadió nuevas e interesantes
noticias y rectificó otras en su documentada obra, a cuya lectura remitimos
al lector.
60
El proceso culmina con las Ordenanzas para la Casa de la Contratación,
expedidas en Monzón en 1510 que amplían las anteriores de 1503, AGI,
Indiferente, 1961, libr.1.
61
Idem.
62
Respuesta a los oficiales de Sevilla, Burgos, 21 octubre 1507, AGI,
Indiferente, 1961.
63
¿A qué se debió este cambio de actitud? Según Manzano, es probable que
tuviera que ver con las reclamaciones de Diego Colón y el inicio de los
pleitos colombinos. Ver Manzano, 1988: II, 239 y ss.
64
Capitulación que se tomó con Vicente Yáñez y Joan Díaz de Solís para ir a la
parte del norte de Occidente, Burgos, 23 marzo 1508, citado en Cárdenas,
Pacheco y Torres de Mendoza, 1864-1884, vol. XXII: 4-13.
65
Giménez Fernández, 1953, vol. I: 23 y ss.
66 Arranz, 1982,
vol. I, doc. IX: 176.
67
Belenguer, 1999: 356 y 338. Sobre la conquista de África, véase Ladero, 2016:
153 y ss.
68
Que se procure que se saque todo el oro que se pudiere «que por nuestra parte
no tengamos que dar cuenta a Dios de lo que se perdiere, que haciéndolo así
Yo espero en nuestro Señor que pues yo no lo quiero para otra cosa sino para
servirle “especialmente en esta guerra de África…”», Real Cédula al
Almirante, Valladolid, 22 de enero de 1510, AGI, Indiferente, 1961, libr.2,
fols. 98 r.-98v.
69
Belenguer, 1999: 356 y ss. Vigón, 1968: 36.
70
Mena García, 2004: 37-41.
71
Arranz, 1982, vol. I: 199-200.
72
Colón de Carvajal y Pérez Prendes, 2015, vol. I: 101.
73
Es sabido que los citados licenciados estimularon el proceso expansivo en el
Caribe promoviendo numerosas expediciones marítimas, muchas de ellas en busca
de indios caribes y perlas. Además, ellos mismos se implicaron en las
lucrativas armadas de rescate, solos o en compañía de otros socios
capitalistas. Otte, 1975: 190-191.
74
La causa porque se envió el comendador mayor a la Española, en Real Cédula a
Diego Colón, Burgos, 23 de febrero de 1512, AGI, Indiferente, 418, libr. 3,
fols. 249v-252. Citada por Mira, 2000: 42.
75
Real Cédula de la reina Juana para que cualquiera pueda escribir y
comunicarse directamente con el rey, Valladolid, 17 de agosto de 1509, AGI,
Indiferente, 418, libr. 2, imagen 107 y ss.
76
Armillas, 2006: 45-57.
77
«Yo estoy maravillado — escribe don Fernando— cómo en este libro (de repartimiento)
que abeis ymbiado, non viene ninguna razón de los yndios que andan en
nuestras minas, nin de los que vos e doña María therneis e vuestros tios e
ermanos; si nos obieredes ymbiado la razón desto, ymbiádmela con el primer
navío que venga», Real Cédula a Diego Colón, Burgos, 23 de febrero de 1512,
citado en Cárdenas, Pacheco y Torres de Mendoza, 1864-1884, vol. XXXII: 325.
Moya Pons, 1987: 69-71.
78
Ibidem: 69.
79
Otte, 1975: 187 y ss. y Mira, 1997: 261 y ss.
80
Moya, 1987: 122.
81
Giménez Fernández tilda la política religiosa de don Fernando de «regalismo
cesaro-papista», Giménez Fernández, 1960, vol. II: 28.
82
La Bula Pastoralis Oficii, de 28 agosto 1513 concedía la erección de «la
Iglesia de Santa María de la Antigua de la Nueva India, de la primitiva
Iglesia liberada de la tiranía de los paganos, por iniciativa de nuestro
queridísimo hijo Fernando, Ilustre Rey de Aragón y de las Sicilias». En ella,
como advierte Giménez Fernández, se «suprimía a la reina de Castilla como
iniciadora del Descubrimiento debido sólo, según la Bula de León X, a la
iniciativa de Fernando V, Rey de Aragón y de las dos Sicilias», Ibidem, vol.
II: 754.
83
Todo parece indicar que la citada abadía fue creada por Don Fernando «para
darle ocasión a Matienzo de disfrutar gratuitamente unas rentas», citado en
Morales Padrón, 1952: 158.
84
Ladero, 2016: 205. Sobre esta cuestión véase Borges, 1977 y León-Borja, 2002.
85
«Ví ansí mismo el sermón que descis que fizo un frayle dominico que se llama
frey Antonio Montesino, e aunque él siempre obo de predicar escandalosamente,
me a muncho maravillado en gran manera, de descir lo que dixo, porque para
descirlo, nengund buen fundamento de Theología nin cánones ni leyes thernía…
mucho más me a maravillado de los que non qusyeron absolver a los que se
fueron a confesar sin que primero posiesen los yndios en su libertad
abiéndoseles dado por mi mandado, que si algund cargo de concyencia para ello
podía aber — lo que non ay— era para mí e para los que nos aconsejaron», Real
Cédula al Almirante Colón, ordenándole sobre repoblación de la isla de Cuba,
e que procure de proveer lo que convenga, entretanto que Su Alteza manda
proveer, Burgos, 20 de marzo de 1512, citado en Cárdenas, Pacheco y Torres de
Mendoza, 1864-1884, vol. XXXII: 372 y ss.
86
Idem.
87
Hanke, 1988: 35.
88
A la vista de las disposiciones del monarca reclamando insistentemente el
envío del oro y de su falta de sensibilidad respecto a la explotación de los
trabajadores indios que eran echados a las minas, cada vez en mayor número y
peores condiciones, por orden suya, resulta difícil aceptar — como se ha
dicho— que el primer clamor de justicia contra los encomenderos descansara en
los reyes antes que en el fraile dominico. Esta es la opinión de Caro Molina,
quien al reseñar la famosa obra de Lewis Hanke advertía que «en realidad la
elocuencia de Montesinos se apoyaba en el pensamiento de Fernando, y no éste
en aquella». Caro Molina, 1954: 464.
89
También aquí la polémica está servida. Hace ya algunos años B. Simpson
advertía que para cualquier lector del siglo XX las Leyes de Burgos «en las
que se conjugan casi por igual la ingenuidad y la dureza» podían parecer «una
sanción a sangre fría de los métodos usuales de explotación del indio»,
Simpson, 1970: 47-52.
90
Sánchez Domingo, 2012: 1-55.
91
Mira, 1997: 43 y Mena García, 1989: 283-353.
92
Giménez Fernández, 1960: 470.
93
Sólo por citar un ejemplo relativo a Fonseca, véase este apunte de los
oficiales de la Contratación de 1 de agosto de 1514 por valor de 200.000
maravedís: «Juan Francisco de Grimaldo en nombre de Agustín de Bivaldo y
Nicolao de Grimaldo, que han de recibirlo en nombre del obispo de Palencia
(Fonseca), de la merced que tiene del rey cada año en el oro que viniere de
Tierra Firme». Ladero, 2008: 407.
94
Memoriales de Enciso: posesión de indios encomendados, 1513-1528, AGI,
Patronato, 170, R.33.
95
Giménez Fernández, 1953: 142.
96
Las Casas, 1961, vol. II: 312. Hanke, 1988: 48 y ss.
97
Fernández de Oviedo, 1959, vol. III: 230.
98
Fernández de Enciso, 1987: 225.
99
Romoli, 1955: 78, citada por Mena García, 1998: 37. Aram, 2008.
100
Mena García, 1998: 67; 2001, vol. II: 399-441.
101
Otras cifras, en este caso probadas documentalmente, sobre la producción
aurífera de La Española nos las proporcionan E. Mira y J. Gil. La cita en
Mena García, 2011: 468 y 476; 2001: 399 y ss. Ladero, 2012: 225-226.
102
Ladero, 2008b: 172.
103
De lo que debe hacer el príncipe para ser estimado, la cita en Rus, 2014: 53.
104
Belenguer, 1999: 365.
105
Góngora, 1951: 251. Mena García, 1989: 309-310.
106
Diferencias entre el Almirante y sus justicias: La Española, s.a., AGI,
Patronato, 172. Mena García, 2012: 646.
107
Arranz, 1991: 164. Sobre el famoso repartimiento, véase también Moya, 1987:
99 y ss. y Mira, 1997: 122 y ss.
108
Arranz, 1991: 164.
109
La carta del licenciado Suazo a monsieur de Xièvres (1518) y el memorial sin
firma, aunque atribuido a Cisneros (1517) resultan suficientemente
elocuentes, Cárdenas, Pacheco y Torres de Mendoza, 1864-1884, vol. I: 304 y
ss. Giménez Fernández, 1953: 5 y ss.
110
Anglería, 1989: 150.
111
Citado por Pérez de Tudela, 1959: LVIII y LIX. Mena García, 2011: 454.
112
Gil Bermejo, 1983, vol. I: 535-537.
113
«Porque a la verdad su enfermedad era hidropesía con mal de corazón», Pedro
M. de Anglería, citado por Ladero, 2016: 243.
114
Al parecer el monarca tomó «un potaje feo que le hiço dar la dicha reina
porque la hicieron entender que se empreñaría luego». Se trataba según el
cronista Lorenzo Galíndez «de turmas de toro y cosas de medicina que le
ayudavan a hacer generación», mientras que Anglería añade que las citadas
criadillas de toro que le sirvieron en la comida al monarca habían sido
preparadas «por mano del cocinero de la reina, que era francés». Las citas en
Ibidem: 211-212.
115
Fernández de Córdova, 2005: 334.
116
Baltasar Gracián, “El político don Fernando el Católico”, en Rus Rufino,
2014: 140. Vaca de Osma, 2000: 320.
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