EL
SABER CLIMATOLÓGICO DE LOS
JESUITAS
EN
LA
AMÉRICA
ESPAÑOLA. SIGLO XVIII
Introducción
Durante el siglo XVIII, el
Imperio español alcanzó una gran extensión y la Iglesia afianzó su presencia en
él. Dado lo intrincado y voluminoso de los asuntos que era preciso atender con
vistas a la buena administración política y religiosa de los territorios de la
Corona, obtener cualquier tipo de información relevante suponía la entrada en
escena de muchos actores implicados en la toma, registro, análisis,
transmisión, comparación y publicación de múltiples y variados datos. Esto
conllevaba el empleo de técnicas normalizadas de investigación y protocolos
homogéneos de trabajo que contaban con referentes en Europa y el Nuevo Mundo.
Dichas técnicas y protocolos eran de gran utilidad para adquirir conocimientos
consensuados y reproducir experiencias, así como para comparar datos entre sí y
encontrar regularidades1. De este modo, los ilustrados adquirieron un sólido
conocimiento en aspectos relativos a la diversidad natural, geográfica,
sanitaria, etnográfica, cultural, política y administrativa de las posesiones
españolas. Como prueban algunos estudios contemporáneos, el ambientalismo de la
época relacionaba dichos aspectos con el clima2.
En este acontecer se vio
comprometida la Compañía de Jesús. Sus miembros, en general, gozaron de una
buena formación académica y tuvieron una profunda vocación misionera. De hecho,
los candidatos a ser admitidos en la orden debían someterse a un largo y
riguroso período de formación ascética e intelectual en el que asumían los
valores espirituales e intelectuales y las metas establecidas por San Ignacio
de Loyola. Es más, la educación avanzada y la disciplina ocuparon un lugar
preeminente en el ideario fundacional de la congregación, pues a través de
ellas se podrían llevar a cabo multitud de asuntos prácticos y se alcanzaría la
perfección e incluso la salvación. Por esto, los jesuitas supieron adaptarse a
las nuevas tendencias de la ciencia experimental europea e intervinieron por
encargo de sus superiores y de entidades estatales en la recopilación y
tratamiento de datos de diverso signo3. La información que así adquirieron,
entre la cual se encontraba la referente a los climas, se transmitió de forma
ordenada y jerárquica, siguiendo determinados canales comunicativos y
poniéndola a disposición de las autoridades civiles y religiosas.
Hasta el presente se han
publicado varios trabajos sobre la influencia del pensamiento religioso en las
concepciones ilustradas de la naturaleza y la pérdida de literalidad de las
interpretaciones bíblicas4. Existen, además, estudios sobre la cultura
corporativa de la Compañía de Jesús y el interés de sus miembros por las
humanidades y las ciencias; dichos estudios muestran el empeño de los
religiosos en hacer circular información geográfica, natural y etnográfica en
el seno de la orden5. También se ha escrito sobre la historia de la Iglesia en
Iberoamérica6, la existencia de tres tradiciones científicas –metropolitana,
virreinal y eclesiástica7– en el mundo hispánico durante el período colonial y
las polémicas generadas en torno a la naturaleza y la cultura del nuevo
continente8. De forma particular, algunos autores han tratado aspectos
relacionados con la labor científica y cultural de la Compañía de Jesús en el
virreinato del Río de la Plata9, así como el sentimiento patriótico despertado
entre los criollos a raíz de los estudios jesuíticos sobre la naturaleza y la
cultura novohispanas10.
En este artículo se pone
de manifiesto que una parte significativa del saber climatológico practicado en
la América española durante el siglo XVIII corrió a cargo de los jesuitas. Para
contextualizar debidamente el marco religioso y corporativo en el que
transcurrió aquel saber, se estudian los fines perseguidos por los miembros de
la congregación y se añaden algunos detalles sobre las aplicaciones prácticas
de los hallazgos obtenidos. El texto incluye explicaciones sobre los
procedimientos de indagación climatológica, la persistencia de dichos
procedimientos a lo largo del tiempo y las novedades introducidas; en relación
con esto, se especifica el carácter de las observaciones efectuadas por los
actores involucrados. Los detalles acerca de las formas y canales de
transmisión de información climática, los géneros literarios más usuales para
organizarla y publicarla y los idiomas empleados al efecto ocupan un lugar
destacado. En fin, no podían dejarse de lado los contenidos climatológicos
específicos de las producciones escritas. Con todo ello se pretende alcanzar
una idea precisa acerca de cómo la Compañía de Jesús ordenó, explicó y
transmitió el saber climatológico en el mundo hispánico ilustrado. Para lograr
ese objetivo, se ha recurrido al análisis y comentario de fuentes primarias y
secundarias.
Antecedentes
La Compañía de Jesús fue
una institución religiosa de carácter elitista, disciplinada, jerárquica, bien
organizada y dedicada a promulgar la fe cristiana. Los valores espirituales de
la congregación, sustentados en la experiencia y en la racionalidad,
impregnaron fuertemente la selección y la producción de ciertas formas de la
ciencia moderna que fueron consideradas legítimas y valiosas por los priores. A
su vez, la práctica científica de los jesuitas era útil para la consecución de
los propósitos consignados en el programa fundacional de la orden religiosa;
entre esos propósitos se encontraban la educación de los fieles, la acción
evangelizadora en los asentamientos misionales de todo el mundo, la
glorificación de las obras de Dios y la santificación de las almas a través del
trabajo y del conocimiento11.
Así, los jesuitas llegaron
al Nuevo Mundo con el fin de evangelizar y educar. Para culminar esa meta,
entendieron que era conveniente comprender las sociedades nativas y el medio en
que éstas se desenvolvían. A consecuencia de ello, y como prueba de su estancia
y labor en los territorios recién descubiertos, dejaron un gran número de
escritos sobre asuntos relacionados con el mundo natural y moral americano.
Desde sus conventos y misiones, los soldados de Jesús redactaban los textos y
los ponían a disposición de sus superiores a través de correos oficiales y
conductos internos. El fundador de la congregación, San Ignacio de Loyola,
ordenó en 1554 que se mantuviera una frecuente correspondencia entre los monjes
y los priores, estructurando los asuntos que habían de abordar. Entre las
cuestiones a tratar se encontraban las características físicas de la zona, el
clima, la posición astronómica del territorio, las costumbres de los
habitantes, etc. Esta práctica se vio reforzada a raíz de la Cédula Real de
1572, en la que se ordenaba que los centros eclesiásticos recogiesen noticias
sobre aspectos geográficos, administrativos, naturales y educativos de los
territorios de la Corona. En 1598, el prior Claudio Acquaviva dio instrucciones
a todos los provinciales jesuitas para que redactaran textos historiográficos
sobre sus misiones. Las crónicas debían incluir datos sobre la historia y la
cultura de los pueblos y las particularidades de su naturaleza, pues de este
modo los lectores podrían formarse una idea veraz de los retos de la labor
misionera en el mundo12. La Cédula Real del 10 de junio de 1695, por otro lado,
obligaba a los clérigos a permanecer en ultramar un mínimo de diez años antes
de regresar a España; de manera que se prolongó el contacto entre ellos y los
indígenas y se vio favorecido el intercambio de conocimientos entre unos y
otros13.
Un lugar singular, en lo
que se refiere a la investigación climatológica en la América española,
ocuparon los cronistas religiosos de Indias. Sus trabajos estuvieron
prioritariamente motivados por intereses evangelizadores, aunque también
prestaron atención a asuntos administrativos, económicos, intelectuales, etc.
Estos personajes compararon frecuentemente el medio natural con el paraíso
terrenal, en el cual situaron a los indígenas. De ahí que su insistencia en la
armoniosa relación entre el hombre y el medio fuera adjetivada elogiosamente y
tuviera como fin la gloria del Creador y la atracción de más novicios hacia la
congregación14. El interés de los cronistas por los climas se debió a los
influjos de naturaleza física y psíquica que dichos fenómenos ejercían en el
ser humano15; los climas, además, formaban parte del hábitat natural del hombre
y no eran sino obras divinas dignas de ensalzamiento16.
Especial mención merece la
obra del padre José Acosta17, en la que apareció reflejada la interacción de
los climas con las características geográfico-naturales de América y las
cualidades morales de sus habitantes. Al mismo tiempo, el jesuita quiso acentuar
la unidad indisociable entre el Viejo y el Nuevo Mundo; y aunque defendió que
la naturaleza americana tenía peculiaridades distintivas, dejó claro que dichas
peculiaridades participaban de la generalidad. Entre las cuestiones
meteorológicas y climatológicas que abordó, cabría destacar las que se citan a
continuación18. 1) Densidad del aire: disminución con la altura. 2) Radiación
solar y temperatura del aire: diferencia entre el efecto directo de los rayos
solares y el debido al del aire circundante. 3) Evaporación, condensación y
precipitación acuosa: en la zona tórrida, la fuerza del Sol hacía que se
elevasen los vapores oceánicos para deshacerse a continuación en forma de
lluvias. 4) Vientos: clasificación según su dirección; adquirían las propiedades
termo-hídricas de los lugares por donde pasaban; transportaban de un lugar a
otro tanto los corpúsculos y emanaciones que flotaban en el aire como los
fenómenos meteorológicos; comparación entre los vientos oceánicos y los del
Mediterráneo; los vientos frescos eran la causa de que la zona tórrida fuese
mucho más templada de lo que se creía.
El libro de Acosta ejerció
una gran influencia durante varios siglos y fue traducido a varios idiomas.
Desde el punto de vista historiográfico, proporcionó la pauta a seguir en la
temática de las relaciones geográficas y las historias naturales y morales,
pues se basaba en la continuidad existente entre todos los elementos naturales
y en la sustentación de lo moral en lo natural19. En esta misma línea cabría
mencionar otras obras jesuíticas del siglo XVII20.
Proyectos jesuíticos de
alcance climatológico. Siglo xvi
Durante el siglo XVIII,
los jesuitas efectuaron múltiples exploraciones e incrementaron la producción
de literatura apologética de la naturaleza. Algunos de ellos incorporaron
modernos procedimientos de medida instrumental y mostraron una gran inclinación
hacia el estudio de las ciencias naturales. Como en las centurias anteriores,
las historias naturales y morales de estos clérigos tuvieron un carácter enciclopédico,
y en ellas se representaban los seres como integrantes de un continuo vital con
cada una de sus piezas en mutua interacción21. A través de estas obras, los
jesuitas glorificaron la Creación, reivindicaron la exuberancia y la grandeza
de la naturaleza americana y defendieron el carácter moral de los nativos; y
gracias a ellas consolidaron su tradición erudita22.
Las crónicas e historias
apologéticas de las misiones jesuíticas americanas sirvieron de reclamo para
atraer nuevos misioneros y habitantes a las colonias. Cada reducción fronteriza
podía ser para los monjes un punto de arranque hacia territorios desconocidos.
Ayudados, defendidos y orientados en sus incursiones por los neófitos, éstos
les amparaban de los peligros de la selva y les transportaban a lugares que
pasarían a ensanchar las lindes de la civilización, de la cristiandad y de la
Corona. Al cabo de un trienio, llegaban los procuradores de la metrópoli para
visitar los colegios y los noviciados, donde ponderaban los trabajos realizados
y los que quedaban por hacer23.
Desde la puesta en
funcionamiento de sus propios circuitos de observación, acumulación y
circulación de datos, la Compañía de Jesús fue creando una singular imagen del
mundo. Las cartas enviadas por sus miembros a lugares remotos contribuían al
intercambio organizado y sistemático de todo tipo de saberes. Este hecho fue
contemporáneo de la expansión atlántica del mercantilismo y de las reformas
borbónicas. De ahí que en las obras jesuíticas se mezclasen las noticias
etnográficas, geográficas, climáticas, etc., con otras que se referían a la
explotación de los recursos naturales, la agricultura, el comercio, las obras
públicas y el urbanismo. La información transmitida –entre la cual se
encontraba la climatológica– se administraba a través de células que tenían su
base en los misioneros; seguía por los rectores y visitadores, que a su vez
estaban comunicados entre sí y con los misioneros; después, continuaba en el
provincial y concluía en el prior general asentado en Roma. Éste ponía a
disposición de las demás células los documentos que elaboraban los
provinciales. De modo que, en cualquier parte del mundo donde hubiese
establecimientos jesuíticos, se tenía conocimiento de lo que sucedía en el
resto. En este proceso, los clérigos cualificados ponían al servicio de la
Compañía todo tipo de información útil y fiable que pudiese reportar
conocimiento de la naturaleza y de los habitantes de los territorios. Esto, a
su vez, facilitaba la organización efectiva de nuevos proyectos misionales y,
en definitiva, hacía plausible la ampliación y consolidación de las áreas de
influencia jesuítica tanto en los dominios hispánicos como en cualquier otra
parte del globo24. Además, contribuía a la resolución de problemas prácticos.
Piénsese, por ejemplo, que una oportuna comunicación climática podía favorecer
la organización de viajes pastorales, la planificación de cultivos anuales o la
elección de lugares aptos para el establecimiento de asentamientos humanos25.
Del análisis de las
fuentes consultadas, se desprende que es posible dividir la actividad
climatológica de los jesuitas en tres grandes apartados: 1) la practicada por
los misioneros –en su mayor parte, procedentes de la metrópoli– que
permanecieron durante períodos relativamente largos en Iberoamérica; 2) la de
los clérigos de mayoría criolla, abocados a raíz de su extrañamiento a publicar
los conocimientos adquiridos en el exilio; 3) la de las elites intelectuales de
la metrópoli, que conocían las realidades naturales y morales del Nuevo Mundo
aunque nunca hubiesen estado en él.
En su afán por comprender
el mundo natural y moral de los nuevos territorios, los misioneros26 realizaron
trabajos de campo y basaron sus investigaciones en lecturas y observaciones
propias y ajenas. No extraña encontrar en sus obras todo un plan de trabajo
relacionado tanto con los diferentes campos del saber que el espacio americano
les ofrecía como con las actividades que desempeñaron en aquel escenario. Dicho
plan guardó coherencia y continuidad durante siglos; y sobrepasó los objetivos
prioritarios de la Compañía de narrar la conquista espiritual del Nuevo Mundo y
agregar nuevos adeptos y colonos a los territorios27.
Entre los intereses de
carácter científico más sobresalientes de los misioneros, figuraban las descripciones
y las causas de los climas locales y regionales iberoamericanos, las relaciones
de dichos fenómenos naturales con el medio y el hombre y las comparaciones
climáticas. En el marco de sus labores apostólicas, estos religiosos exaltaron
vivamente la naturaleza americana, y sus escritos presentaron una marcada
apología de ésta, de los habitantes del Nuevo Mundo y de la Creación divina28;
de ahí que algunos de ellos intervinieran en las polémicas sobre la supuesta
inferioridad de la naturaleza americana29. Además, los misioneros formaron
parte de los eslabones más básicos de las cadenas informativas implicadas en la
investigación de las realidades geográficas, naturales y morales de las Indias.
No sólo exploraron territorios y observaron directamente la naturaleza, sino
que consultaron innumerables documentos de quienes les precedieron y
solicitaron datos a nativos e interlocutores. Para agilizar y garantizar el
intercambio de información, los misioneros mantuvieron asidua correspondencia
con sus hermanos de congregación y tuvieron un trato frecuente con las
autoridades –civiles y religiosas– y con personajes relevantes del panorama
cultural. En el transcurso de sus actividades indagadoras, hicieron las veces
de recopiladores, analizadores y difusores de noticias. Y como fruto de sus
pesquisas, redactaron obras de amplios contenidos, entre los que se encontraban
los climatológicos. El asiento donde efectuaron sus reflexiones se encontraba
en las propias sedes misionales; y fueron estos mismos lugares los escogidos
para ordenar y sintetizar las noticias recabadas y componer sus escritos. Las
actuaciones de estos clérigos se prolongaron a lo largo de toda o gran parte de
su estancia en los territorios ultramarinos; y si alguna vez se vieron
interrumpidas, sólo fue por motivo de muerte o expulsión30.
Tras el extrañamiento de
la Compañía de Jesús, los clérigos criollos31, imbuidos de fuertes sentimientos
patrióticos y aventajados por el recuerdo de la experiencia directa adquirida
durante muchos años, emprendieron un proyecto historiográfico y elogioso de los
territorios de origen. Con tal propósito, y exentos de las obligaciones
pastorales y educativas que otrora les impusiera la congregación, recordaron
sus observaciones de la naturaleza y sus contactos con los pobladores. Tuvieron
que valerse para ello del intercambio de información por vía oral y epistolar,
lo mismo que de las lecturas de obras contemporáneas y pretéritas
pertenecientes a reconocidos autores del ámbito científico. Conocedores de
numerosos ejemplos empíricos, los jesuitas criollos se esforzaron aún más que
sus hermanos misioneros en desmentir las acusaciones despectivas vertidas en
las obras de algunos autores europeos32 hacia la naturaleza americana y sus
habitantes. Hechos, evidencias y observaciones, además de la permanente alusión
a la diversidad natural y climática de América, fueron las armas que emplearon
para combatir ese menosprecio33. Motivados, en fin, por la nostalgia, echaron
de menos las tierras y los habitantes que dejaron atrás y se consolaron con la
rememoración de los papeles confiscados por las autoridades españolas. Esto les
animó a recomponer sus escritos y a referirse constantemente a los de sus
predecesores. De esta forma, mostraron su identidad singular al mundo y dieron
a conocer las maravillas naturales de América. No obstante, sus libros tardaron
varios años en salir a la luz y sus primeras tiradas editoriales fueron
escasas34.
Por último, los
integrantes de la clase intelectual jesuítica35 permanecieron en Europa, centro
de la influencia cultural y política dentro y fuera de la orden. Gracias a su
tarea organizada de recopilación de documentos, análisis de datos y comparación
de unos y otros con la tradición clásica, lograron hacer un balance de todo el
conocimiento adquirido y completaron un cuerpo de obras geográficas, históricas
y naturalistas de las Indias Occidentales. En sus escritos ordenaron,
explicaron y narraron todas las novedades concernientes a los territorios en
cuestión36. Estas labores se realizaron en los principales centros de saber
administrados por la orden o bajo fuerte influencia de sus miembros. Los fines
podían ser varios: la educación de las elites intelectuales locales; la
reflexión sobre las características geográficas, morales y naturales del Nuevo
Mundo; el deseo de alabar las creaciones de Dios sobre la Tierra; y la
participación en proyectos gubernamentales de síntesis y redacción de obras de
conjunto37. Andrés Burriel, particularmente, concedió credibilidad a los
últimos y más recientes datos que habían llegado a su conocimiento sobre las
características geográficas de California y los plasmó en su obra38. Además,
abordó el problema de si California era una isla o una península, actuó con
rigor al incluir mapas fiables y noticias fidedignas en su obra y expresó su
deseo de corregir los errores y falsedades de los geógrafos ingleses y
franceses39. Miguel Venegas, por su parte, aprovechó la correspondencia, las
relaciones históricas y los mapas elaborados entre finales del siglo XVII y principios
del XVIII por los padres Juan María de Salvatierra, Eusebio Kino, Fernando
Konskak, Juan de Ugarte, Sebastián de Sistiaga, Segismundo Taraval y otros para
escribir su crónica de California40.
Contenido climatológico
y procedimientos de investigación
Los jesuitas se
distribuyeron por todos los virreinatos, interesándose por la naturaleza y las
características geográficas de los territorios. Dedicaron gran parte de su
tiempo al estudio de los climas locales y regionales e insertaron en sus obras
los resultados obtenidos. Los géneros literarios que más practicaron fueron las
relaciones históricas y las historias naturales y morales. Para producirlos, se
basaron tanto en sus observaciones personales directas –algunas de ellas,
instrumentales– como en la consulta de fuentes ajenas y en el seguimiento de
modelos narrativo-cognoscitivos de fuerte raigambre en la congregación41.
Redactaron la mayor parte de sus escritos en castellano, vehículo lingüístico
de uso común en la vida cultural y administrativa del mundo hispánico desde el
Renacimiento. Dicha lengua, además, se mostró flexible en la incorporación de
términos referentes a las realidades naturales americanas y a las novedades de
la ciencia moderna; y era apta para comunicar el saber climatológico a un público
interesado que, en general, desconocía el latín. Como cabía esperar, los textos
en italiano se editaron durante el exilio jesuítico en la península itálica.
Los misioneros jesuitas
clasificaron los climas desde diferentes puntos de vista. Así, influenciados
muchos de ellos por la tradición hipocrática, distinguieron entre climas
benignos y perjudiciales para la salud humana. En virtud de esa misma
concepción y de las corrientes que encontraban en el entorno natural una de la
causas de la diversidad cultural del género humano, vincularon el clima a la
sociedad, al carácter moral de los habitantes y a la fertilidad de la tierra.
También contemplaron el clima como un factor determinante de la adaptabilidad
de los seres vivos al medio42. En el ámbito de la tradición geográfica, los
misioneros clasificaron los climas según la latitud del territorio; pero,
además de guiarse por este criterio, tuvieron en cuenta la interacción entre el
clima y ciertos accidentes geográficos y fenómenos naturales, como la altura
del terreno, la acción de los vientos, la humedad y la proximidad de cumbres
montañosas y aguas superficiales43.
Los asuntos climatológicos
tratados en las obras de los misioneros fueron amplios y variados. Así, fue
frecuente el interés por las estaciones y los meteoros típicos de cada región y
época del año. En relación con la salubridad de los climas y la pureza del
aire, los misioneros estudiaron las exhalaciones terrestres y las variaciones
del tiempo atmosférico que condicionaban el hábitat y las actividades sociales
y económicas de los seres humanos44. Estos autores se fijaron especialmente en
los fenómenos climáticos insólitos; pues, dados sus fines apologéticos, se
vieron impulsados a rodear de un aura de veracidad lo extraño y fabuloso45.
Como se vio en el epígrafe anterior, los argumentos en favor de la singularidad
de las tierras y de los climas perseguían un refuerzo de los lazos afectivos
con los habitantes, la atracción de novicios a las misiones y el ensalzamiento
de la tarea evangelizadora y cultural de la Compañía de Jesús. Pero, además,
los clérigos quisieron reivindicar las virtudes de lo que consideraban su
tierra de adopción; y el significado profundo de este afecto, que sólo con
suficiente perspectiva histórica se alcanzaría a vislumbrar, muy bien pudo ser
el de instaurar una identidad patria46. Por otro lado, la información
climatológica proporcionada por los misioneros tuvo un carácter descriptivo y
abarcó un ámbito geográfico muy extenso. La tendencia general fue proporcionar
explicaciones causales de los fenómenos climáticos e integrar la información
referida en estudios amplios sobre el medio terrestre, la sociedad y el ser
humano47. Compruébese lo expuesto anteriormente con los casos particulares que
a continuación se relatan.
Al padre Pablo Maroni le
interesaron las condiciones naturales que reunían los hábitats de los indios,
las inclemencias del tiempo que estos tenían que soportar y la relación entre
el calor y la humedad. De ahí se derivó una distinción entre los climas de las
regiones bajas y los de las más elevadas. En relación con lo cual, Maroni
señaló que el temple de la región bañada por el río Marañón era húmedo y
bastante caluroso, circunstancia que relacionó con la aparición de una gran
variedad de sabandijas y la putrefacción de los alimentos48. Maroni también se
ocupó de los climas locales de diversos enclaves y los comparó entre sí.
Su hermano de
congregación, José Gumilla, fue un observador atento y curioso que mostró un
mundo físico nuevo y desconocido. El clérigo valenciano hizo frecuentes
alabanzas de los climas americanos, los comparó con los de diversos lugares de
España y se interesó por la relación entre el clima y el carácter moral de la
población autóctona. Además, recurrió al argumento del Designio para explicar
la diversidad climática de los territorios adyacentes al río Orinoco; de modo
que, a su juicio, Dios creó dichos territorios con la finalidad de que fuesen
habitables49. Por otra parte, Gumilla veía en la redondez de la Tierra y su
disposición con respecto al Sol la principal causa de la diversidad climática
de la zona tropical50. Pero también señaló algunas causas ambientales, como la
altura de las cumbres y la existencia de nieves permanentes en ellas; así, a
mayor distancia de las montañas, con menos fuerza llegaban los vientos fríos y,
por tanto, mayor era el calor. De ahí la división en tierras frías, templadas y
calientes; en cada una de esas regiones se daban condiciones de vida
particulares y exclusivas, a modo de indicadores del clima característico. Los
procedimientos empleados por Gumilla para apreciar la intensidad del frío y del
calor se basaban en la sensación directa y en la observación de los efectos de
esos fenómenos sobre el cuerpo humano51. Y continuamente se refirió a la obra
de Acosta.
En el virreinato del Río
de la Plata, el padre José Quiroga52 escribió sobre los climas regionales y
locales y los relacionó con la salud de los habitantes y los frutos de la
tierra. Así, sobre el temperamento de Cubayá dijo que era ardiente y húmedo y,
por tanto, insano; la causa de ello se encontraba en las copiosas lluvias, y la
consecuencia inmediata era la abundancia de mosquitos53. A José Guevara, por su
lado, le interesaron las condiciones que reunía Paraguay para levantar
ciudades, y realzó la riqueza natural del país y las cualidades estéticas de su
paisaje54. La rica vegetación de las praderas y la variedad de sus vistosas
flores eran, en su opinión, una marca inconfundible de la abundancia de bienes
naturales que Dios había regalado a sus habitantes55. En cuanto al inglés
Thomas Falkner, éste disertó en su relato acerca de las regiones patagónicas,
observando el extremo frío de la región, las nieves perpetuas, la vegetación y
los frutos que le eran propios56. Antes, el propio Falkner alabó el clima de
las islas Malvinas y comparó el ambiente natural con el paraíso terrenal57.
Algo similar hizo el padre Silvestre Antonio de Rojas, quien atribuyó la
longevidad de los habitantes de la región de los Césares a lo benigno del
clima58.
El toledano José Sánchez
Labrador estudió los climas paraguayos, basándose en su propia experiencia y en
una gran cantidad de observaciones de carácter cualitativo. Dedicó una parte de
su obra a la descripción de los fenómenos meteorológicos y climatológicos
característicos de la región donde ejerció. También dio explicaciones acerca de
la relación entre las enfermedades ordinarias y el clima. Una de sus
contribuciones más originales al conocimiento de este fenómeno fue la de
atribuir el carácter perenne de la flora rioplatense a una cierta
estacionalidad climática. Para el jesuita, el clima estaba determinado tanto
por la forma y posición de la Tierra respecto al Sol como por la influencia de
otros factores geográficos y naturales59; en este sentido, encontró que tan sólo
las lluvias y los vientos del sur, oriente y poniente ayudaban a refrescar algo
la atmósfera paraguaya; esas lluvias, por lo demás, eran abundantes y copiosas
en los meses de verano. En cuanto a los vientos, el del sur era frío y nocivo
para la salud; el viento del norte, por el contrario, aunque era cálido, no
causaba daño al cuerpo humano; los del este y el oeste, en fin, eran moderados,
debido a la posición de las tierras y de las aguas que sobrevolaban. Por otra
parte, las furiosas tempestades veraniegas siempre aparecían en el horizonte
combinadas con nubes densas e intensos truenos, desatándose finalmente con
grandes rayos y copiosas lluvias que refrigeraban y fecundaban la tierra60.
El mismo autor realizó
numerosas observaciones del medio natural y estableció relaciones entre éste y
los fenómenos climáticos61. Igual que Guevara, Falkner y Rojas, empleó términos
elogiosos para referirse al clima paraguayo; y fundamentó sus observaciones en
las impresiones visuales directas, las sensaciones y los efectos de los
fenómenos físicos en los organismos62. Por último, recurrió a algunos
resultados obtenidos por relevantes personajes del panorama científico
contemporáneo (Boerhaave, Mersenne, S’Gravesande, Réaumur, Franklin y otros)
para explicar diversos aspectos específicos de los meteoros63 y de las
características climáticas de Paraguay64.
Pocas diferencias se
pueden apreciar entre las obras de los misioneros jesuitas establecidos en las
márgenes del Amazonas y el Orinoco y las de quienes escribieron sobre los
climas rioplatenses. Como se ha podido comprobar, en ambas situaciones hubo una
adaptación bastante fiel al esquema que a finales del siglo XVI estableciera el
padre Acosta. Es decir, unos y otros integraron los asuntos naturales y morales
en un mismo orden de cosas. No conformes con describir los climas –a base de
observaciones sensoriales cualitativas y de consultas de fuentes ajenas–, se
emplearon a fondo en la explicación de las causas de la diversidad climática
americana; en referencia a esto, determinaron que tales causas se hallaban en
la posición astronómica del territorio y en algunos condicionamientos
geográfico-ambientales. Además de abordar los asuntos anteriores, los clérigos
se interesaron por la estacionalidad y la periodicidad climática, así como por
los signos vitales y socioculturales indicadores de los diversos climas. Para
referirse a estos fenómenos naturales, emplearon términos comunes del
castellano que denotaban cierta personificación: temple, temperamento, [clima]
benigno, [calor] molesto, sentir [los efectos del clima], [causar] fatiga,
[temperamento] sano, [clima] insalubre, sudar [a causa del calor], regularidad
[climática o estacional], [encontrar] refrigerio, [terreno] infeliz, etc.
A veces, las noticias
sobre los climas eran dispersas y escasas, limitándose sus autores a escribir
–con mayor o menor profusión de datos– sobre el temple, la fertilidad de la
tierra, las precipitaciones y las consecuencias de ello para la agricultura, la
ganadería y la medicina. En todo caso, los autores referidos se ciñeron a una
línea narrativa y cognoscitiva muy parecida a la de los mencionados en los
párrafos anteriores. Así, Miguel del Barco disertó sobre el clima caluroso de
California y la escasez de lluvias, lo que hacía que el territorio, en general,
fuese poco apto para la agricultura65. Mientras, Francisco Xavier Alegre
resaltaba la fertilidad del suelo novohispano frente a la esterilidad del
terreno de la Florida; y atribuía dicha fertilidad a lo templado del clima y a
las numerosas vertientes que facilitaban la formación de aguas superficiales66.
En otras circunstancias, los misioneros fueron pródigos en explicaciones
causales sobre cuestiones de geografía e historia natural67.
Los jesuitas desterrados
coincidieron en presentar a sus lectores las características climáticas de
América desde el punto de vista de sus propias experiencias personales y de los
autores que, como ellos, habían observado directamente los climas americanos68.
Por eso, rechazaron las ideas de aquellos filósofos europeos que, sin haber
estado jamás en el nuevo continente, fundamentaron sus ataques contra la
naturaleza americana partiendo de la premisa de que ésta era inferior a la
europea y dando ejemplos contrarios a la experiencia. Así, una de las
contribuciones más interesantes al saber climatológico efectuadas por Francisco
Xavier Clavijero, Juan Ignacio Molina, Juan de Velasco, Félix Gómez de
Vidaurre69 y Francisco Iturri fue que las leyes naturales eran las mismas en el
Viejo y en el Nuevo Mundo y, por lo tanto, que las diferencias climáticas entre
uno y otro obedecían a idénticas causas físicas.
Según estos autores, el
hecho de que en América se diera una mayor diversidad climática que en Europa
se debía a tres motivos. Ante todo, a la disposición del territorio con
respecto a los rayos del Sol; después, a la estructura y relieve del terreno y
a la influencia de la vegetación y de las aguas superficiales; finalmente, a
los regímenes de vientos en cada zona. El clima en América, en suma, era un
ente natural tan fijo y cíclico como en Europa; y tan inalterable como lo era
el entorno natural, sólo que presentaba ciertos rasgos distintivos y
circunstancialmente anómalos y cambiantes70. Por lo demás, los esquemas
narrativos, explicativos y cognoscitivos de los cinco clérigos mencionados
obedecían básicamente al modelo del padre José Acosta; la obra de Juan Ignacio
Molina, en particular, presentó la novedad de que incorporó algún dato
termométrico. Véase esto a continuación con más detalles.
A Francisco Xavier
Clavijero le interesó la historia natural, la etnografía y la cultura de los
indios, así como el aprovechamiento de los productos naturales de California.
El mexicano condicionó el clima de dicho territorio a la estructura y a la
calidad del terreno, y lo relacionó con las producciones vegetales, las
enfermedades de los habitantes y los fenómenos atmosféricos violentos:
El
aspecto de la California es, generalmente hablando, desagradable y horrido, y
su terreno quebrado, árido, sobre manera pedregoso y arenoso, falto de aguas y
cubierto de plantas espinosas donde es capaz de producir vegetales, y donde no,
de inmensos montes de piedras y arena. El aire es caliente y seco, y en los
mares perniciosos a los navegantes, pues cuando se sube a cierta latitud,
ocasiona un escorbuto mortal. Los torbellinos que a veces se forman son tan
furiosos, que desarraigan los árboles y arrebatan consigo las cabañas. Las
lluvias son tan raras, que si en el año caen dos o tres aguaceros, se tienen
por felices los californios. Los rocíos, si fueran abundantes, pudieran, como
en el Perú, suplir en la California la falta de lluvias; pero también son
escasísimos71.
El mismo autor reservó una
parte de su libro fechado en 1780 al estudio de la naturaleza. La estructura y
el contenido de la obra seguían la división y el orden clásico de otros textos
similares. Comenzaba por la descripción física y geográfica de México, sus
límites y su clima, para dedicarse luego a los minerales, los vegetales, los
animales y el hombre. Sobre el clima, dijo el clérigo que había de varias
clases: unos sanos y otros insanos, y las causas de unos y otros eran
naturales. Así, la benignidad del clima se debería a la pequeña variación
térmica que se daba entre las diferentes estaciones anuales72; y las causas de
lo último, a su vez, serían la pureza de la atmósfera, la poca oblicuidad de
los rayos solares y la prolongada estancia del Sol sobre el horizonte. En los
territorios distantes de la línea equinoccial, por el contrario, las nubes
oscurecían la claridad del firmamento y las nieves sepultaban las producciones
de la tierra. Los motivos que templaban el ardor del estío mexicano eran las
copiosas lluvias de abril a octubre, las nieves perpetuas, los vientos frescos
y la brevedad del curso del Sol sobre el horizonte. A falta de instrumentos con
los que tomar medidas, Clavijero ofreció una idea de las características
térmicas e hídricas de la zona a base de observaciones basadas en las
sensaciones corporales, la escasez de hielos y nubes y la virulencia de algunos
fenómenos meteorológicos73.
Juan Ignacio Molina, por
otro lado, mantuvo que el clima de Chile era benigno, templado y óptimo para la
vida. Por esta razón, había un variadísimo número de animales que se adaptaban
muy bien al medio ambiente y las plantas crecían en un suelo fértil y rico en
minerales; además, las especies animales y vegetales trasladadas desde Europa
se aclimataban sin dificultad. La imagen proyectada era apacible, como de una
continua primavera, con un radiante cielo azul y una extraordinaria fertilidad
de la tierra. El chileno determinó las estaciones del año y recalcó su
contraposición con las de Europa. Y clasificó minuciosamente los principales
fenómenos meteorológicos (ácueos, aéreos e ígneos) de Chile, señalando su
distribución espacial y temporal. También profundizó en las causas de dichos
fenómenos, obtuvo algunas regularidades sobre su formación e interacción mutua
y contempló la posibilidad de predecirlos. Además de realizar comparaciones
entre los climas chilenos y los de otros países próximos74, proporcionó un
escueto dato cuantitativo de la temperatura:
A
la regular alternativa de todos estos vientos periódicos debe aquel Reyno el
agradable temperamento que disfruta continuamente en las estaciones cálidas; y
que, al parecer, no se podía esperar en una situación tan próxima á la Zona
Tórrida, porque con efecto se verifica, concurriendo para más refrescar el ayre
las mareas continuas, las rociadas nocturnas, y cierta aura suave que desciende
de los montes nevados de la cordillera; y que en nada tiene que ver con los
montes orientales. A favor de unos refrigerios tan agradables, es tal la
benignidad del calor excesivo, que jamás provoca á sudar estando á la sombra:
de modo que los habitantes de la parte marítima se visten del propio modo en
invierno que en verano. En los valles mediterráneos, donde siempre es mayor el
calor, suele subir el mercurio en el termómetro de Réaumur á los 25 grados, y
son deliciosísimas en el país las noches estivas; sin embargo de los cual,
concurriendo este calor agradable con el subterráneo, que allí aparece más
activo que en ninguna otra parte, basta para dar perfecta madurez á todos los
frutos, sin exceptuar los que acuden únicamente entre los Trópicos…75.
Mientras, Juan de Velasco
relacionó el clima de Quito con la configuración del terreno, la forma y
posición de la Tierra respecto al Sol y algunos condicionantes naturales, como
la altura del terreno, la insolación, las nieves perpetuas, los vientos y la
humedad. Desde su exilio italiano, el quiteño comparó las causas del clima de
su país con las de los climas europeos, y las relacionó con la salud y las
producciones vegetales76. Igual que Clavijero y Molina, Velasco contendió
contra Buffon y sus seguidores77.
Por su parte, Félix Gómez
de Vidaurre y Girón consideró que Chile era un paraíso natural abundante en
especies animales y vegetales en el que se podía disfrutar de una atmósfera
diáfana78. Le pareció que el clima de Chile era constantemente benigno, pues no
padecía rigores extremos y estaba asociado a una riqueza natural sin parangón
en el resto del globo79.
El español Francisco
Iturri, por último, negó que la naturaleza americana estuviera exhausta y
desustanciada, como aseguraban sus detractores. Tras señalar los errores en los
que estos incurrieron, les reprochó que no hubiesen leído las crónicas que,
desde el siglo XVI, facilitaban datos verídicos acerca de la naturaleza
americana. De hecho, recordó que muchos exploradores se creyeron en el paraíso
terrenal cuando observaron la rica variedad natural de América y la bondad de
los climas. Sus referencias a medidas instrumentales fueron escasas y se
centraron en la recomendación de emplear el barómetro para medir la altura de
las montañas80. En fin, Iturri defendió que los principios que regían los fenómenos
naturales en Europa y en América eran idénticos. De ahí, por ejemplo, que el
frío produjese los mismos efectos en las montañas de la zona tórrida que en las
cumbres de la cordillera andina o de la pirenaica81.
Como representante de las
elites jesuíticas que permanecieron en Europa, Andrés Marcos Burriel concedió
credibilidad a los más recientes datos que habían llegado a su conocimiento
sobre las características geográficas de California. Respecto al clima, arguyó
que, dada la gran extensión del país, debería ser bastante variado. De forma
particular, relacionó el temple seco y cálido de algunas zonas con la aspereza
y esterilidad de la tierra. Y, como otros hermanos de su congregación,
estableció algunas clasificaciones climáticas, señaló los beneficios económicos
que se podían extraer de los recursos naturales y reflexionó sobre la idoneidad
de establecer asentamientos y misiones en determinados lugares82.
Conclusiones
El saber climatológico de
los jesuitas asentados en la América española tuvo una orientación marcadamente
empírica y utilitaria. La explicación y la legitimación de dicho saber se
encontraban en los valores espirituales del ideario religioso de San Ignacio de
Loyola y en los fines misionales y educativos perseguidos por éste. Y su puesta
en práctica fue posible gracias a la propia estructura jerárquica y corporativa
de la congregación, la cual demostró ser capaz de formar y desplegar por todo
el mundo agentes que proporcionasen información fiable a sus superiores y que
mantuviesen contactos regulares con las elites intelectuales europeas. Por otro
lado, el contexto científico que presidió el saber en cuestión fue el
ambientalismo, corriente que se ocupaba de los estudios amplios y generales del
territorio y de la población y cuyos contenidos, procedimientos y principios
explicativos gozaron del beneplácito de los superiores de la Compañía de Jesús.
Los procedimientos de
investigación y difusión de datos climáticos se revistieron de un carácter
homogéneo y se aplicaron por igual en todos los territorios donde hicieron acto
de presencia los jesuitas. Puesto que no presentaban problemas de comprensión
para sus usuarios, fueron pública y habitualmente compartidos por éstos.
Además, propiciaron la conformación de regularidades y comparaciones climáticas.
Acaso esta circunstancia podría haberse visto reforzada si se hubiese
generalizado la recogida de datos atmosféricos con instrumentos meteorológicos
y consignado los registros en tablas; pues la evidencia de las cantidades
numéricas otorgaría más fiabilidad y uniformidad al discurso científico y
coadyuvaría a mostrar inequívocamente las concordancias y los sesgos de las
observaciones. A falta de suficientes casos documentados acerca de esta
práctica entre las filas de los jesuitas, tal vez habría que buscar en las
obras de sus herederos intelectuales y en las de otros colectivos que operaron
en la América española (expedicionarios, médicos, militares, funcionarios,
redactores de prensa, etc.) más ejemplos significativos.
NOTAS
(1)Valverde
Pérez, 2007: 55-132. Guijarro Mora y González de la Lastra, 2010: 179-228.
2
Broc, 1971. Sargent, 1982. Iglesias, 1984: 202-217. Urteaga, 1992. Glacken,
1967. Capel, 1998-1999: 79-105.
3
Harris, 1989: 29-65; 1996: 287-318; 1999: 212-240. Ledezma y Millones
Figueroa, 2005: 9-26.
4
Capel, 1983. Glacken, 1967.
5
Harris, 1996: 287-318. O’Malley, 1999. Tietz, 2001. Feingold, 2003. Millones
Figueroa y Ledezma, 2005.
6
Egaña, 1966.
7 Lafuente y López-Ocón Cabrera, 1996:
247-281.
8
Gerbi, 1955.
9
Furlong, 1994: 17-186.
10
Vargas Alquicira, 1989: 40-60
11
Harris, 1989: 29-65.
12
O’Malley, 1999: 3-37. Harris, 1999: 212-240. Meier, 2001: 423-441. Ledezma y
Millones Figueroa, 2005: 9-26. 13 El interés de los jesuitas por el mundo
natural y el intercambio de conocimientos con los nativos también fueron
comunes en la América no española. Así, los misioneros jesuitas de la Nueva
Francia intercambiaron con los nativos conocimientos médicos y terapéuticos.
Esta vía de comunicación facilitó a los jesuitas el aprendizaje y la posterior
catalogación de las propiedades curativas de diversas hierbas y raíces usadas
por los indígenas con fines medicinales. Véase Greer, 2005: 135-146.
14
En la historiografía jesuítica, la descripción de la naturaleza desempeñó una
función encomiástica, tanto en las áreas de influencia hispánica como en las
de otras potencias europeas. Véase al respecto el citado trabajo de Greer,
así como el de Carolino, 2005: 85-108.
15
La tradición hipocrática atribuía a los influjos del medio ambiente las
cualidades físicas y mentales de los humanos. El entorno incluía el viento,
el agua, el suelo, la vegetación, la orientación y localización de los
asentamientos, las condiciones sanitarias, la dieta, el vestido, etc. Véase
Glacken, 1967. Sargent, 1982. Urteaga, 1992.
16
Muñoz Pérez, 1982, vol. I: 135-188. Álvarez Peláez, 1991: 79-95. Glacken,
1967.
17
Acosta, 1590.
18
Blasco, 1987: 85-129.
19
Aguirre, 1957: 176-187. Pino, 2000: 295-326.
20
Torres, 1603. Acuña, 1641. Ovalle, 1646. Cobo, 1653.
21
La historia natural aglutinó en su ámbito de estudio un amplio grupo de
saberes y compartió contenidos y procedimientos de investigación con la
meteorología, la medicina y la geografía; también se interesó por las
relaciones entre el mundo natural y el moral. Véase Broc, 1971. Capel, 1995.
22
Ponce Leiva, 1992: 29-33. Furlong, 1994: 47-186. Millones Figueroa y Ledezma,
2005.
23
Furlong, 1994: 17-28.
24
Harris, 1996: 287-318. Harris, 1999: 212-240.
25
Se podrían añadir otras aplicaciones prácticas, como la promoción de proyectos
educativos y legislativos, la participación en campañas sanitarias, la
navegación, etc. En suma, los efectos del clima en las sociedades, así como
en la salud y el carácter moral de los habitantes, encajaban dentro del marco
de las concepciones ambientalistas de la naturaleza y contemplaba el papel
del hombre como agente modificador de la naturaleza. Véanse en la nota 2 los
trabajos que se pueden consultar al respecto.
26
Rojas, 1707. Maroni, 1738. Gumilla, 1745. Quiroga, 1753. Guevara, 1764.
Falkner, 1760; 1774. Barco, 1767. Sánchez Labrador, 1769; 1771-1776. Camaño
Bazán, 1778. Juárez, 1789. Gili, 1789. Alegre, 1842.
27
Torales Pacheco, 2005: 195-224.
28
El saber científico ilustrado se desenvolvió dentro de un ámbito sincrético
de concepciones creacionistas, teleológicas, ambientalistas y fijistas de la
naturaleza. Las evidencias experimentales surgidas a raíz del ensanche del
conocimiento geográfico y natural, así como las novedades introducidas en el
quehacer científico, servían muchas veces para confirmar la idea de plenitud
divina y de un plan creador. Véase Shapin, 2000.
29
Este asunto se tratará seguidamente con cierto detalle, al hablar de los
jesuitas criollos.
30
Furlong, 1984: 193-202. Vargas Alquicira, 1989: 40-60. Harris, 1996: 287-318;
1999: 212-240.
31
Clavijero, 1757; 1780. Molina, 1776-1787. Velasco, 1789. Gómez de Vidaurre y
Girón, 1789. Iturri, 1798.
32
Leclerc (conde de Buffon), 1749. Pauw, 1768. Raynal, 1775. Robertson, 1777.
33
Para Buffon, el lugar geográfico y los seres vivos que lo poblaban diferían
unos de otros a causa de las influencias ambientales, particularmente, las
climáticas. Esto, a su juicio, también era aplicable a la especie humana. El
aristócrata francés consideró que en los climas templados se encontraban los hombres
más civilizados y mejor proporcionados de la Tierra, es decir, los europeos
de las latitudes medias. Sin embargo, su teoría chocaba con una evidencia
innegable: el continente americano, extendido de Norte a Sur, presentaba todo
tipo de climas y su población originaria era relativamente homogénea. Buffon
resolvió esta aporía mediante el argumento de que tanto el clima como los
nativos americanos eran más uniformes que los del viejo continente. Esta
visión cautivó la imaginación y el espíritu polémico de autores como Pauw,
Raynal y Robertson, quienes, igual que Buffon, no estuvieron jamás en
América; de modo que trataron de establecer generalidades a partir de
relaciones y analogías entre unos fenómenos particulares que no observaron
personalmente. Sobre estos asuntos, véase: Gerbi, 1955: 139-145. Vargas
Alquicira, 1989: 40-60. Torales Pacheco, 2005: 195-224. Huffine, 2005:
279-302.
34
Furlong, 1984: 193-202.
35
Burriel, 1757. Venegas, 1757.
36
Desde el primer viaje de Colón, las novedades referidas suponían un reto para
los estudiosos de la época, por lo que era lógico que la clase intelectual
jesuítica, tan influyente en el mapa científico europeo, reflexionara sobre
la naturaleza americana. Véase Feldhay, 1999.
37
Millones Figueroa, 2005: 27-47.
38
Burriel, 1757.
39
Hermosilla, 1908: 413-415.
40
Torales Pacheco, 2005: 195-224.
41
Particularmente, el de Acosta.
42
Durante el siglo XVIII persistió la idea de la influencia del ambiente en la
salud y en la naturaleza moral, social, psicológica y cultural de los
individuos. Debía mucho al saber farmacéutico, a la medicina y a la
observación del tiempo atmosférico. Las combinaciones de la cuaterna [frío,
caluroso, seco, húmedo] producían efectos diferentes en los organismos y
condicionaban lo salubre o insano del clima. Véase Sargent, 1982. Iglesias,
1984: 202-217. Urteaga, 1992. Capel, 1998-1999.
43
Los más venerables representantes de esta concepción fueron los geógrafos
griegos Hiparco, Estrabón, Eudoxo, etc., cuyas propuestas persistieron en lo
esencial hasta la Ilustración. Estos personajes identificaron los climas con
bandas latitudinales paralelas al ecuador terrestre, si bien dichos límites
no respondían a ninguna realidad física. En el siglo XVIII, la diferenciación
en zonas templada, tórrida y fría del planeta aún aludía a los grados de
inclinación de los rayos solares, pero también a las características térmicas
y biogeográficas de regiones o lugares. Al conjunto de las peculiaridades que
caracterizaban los climas locales o regionales se le dio el nombre de
«temperamento». Véase Glacken, 1967. Urteaga, 1992.
44
La atmósfera estaría constituida por vapores y exhalaciones terrestres de
diferente densidad que se superponían en diferentes estratos. Dichos vapores
y exhalaciones podían contener las substancias causantes de las enfermedades
y eran susceptibles de trasladarse de un lugar a otro a causa de los vientos.
Además, la revitalización del pensamiento hipocrático en el siglo XVIII
derivó en un afianzamiento de las ideas sobre los factores que condicionaban
el reparto geográfico de las enfermedades. Véase Sargent, 1982. Urteaga,
1992.
45
Ledezma y Millones Figueroa, 2005: 9-26.
46
Vargas Alquicira, 1989: 40-60. Torales Pacheco, 2005: 195-224.
47
Concretamente, en obras de contenido geográfico y de historia natural y
moral.
48
Maroni, 1738: 140.
49
En la cultura occidental, el Designo iba unido a la idea de tierra creada por
Dios. Y también estaba relacionado con el finalismo y el antropocentrismo,
pues el Designo no podía ser otro que el de la Tierra creada para el hombre
y, en general, para la vida. Véase Glacken, 1967.
50
Gumilla, 1745: 72.
51
A falta de instrumentos de medida, ese era un modo bastante usual de operar.
Los instrumentos meteorológicos estuvieron disponibles desde finales del siglo
XVII. Su uso se extendió en el siglo XVIII, especialmente en el último
tercio, con el fin de obtener largas series de datos que llevaran a encontrar
regularidades atmosféricas y climáticas. Véase Middleton, 1969. Feldman,
1983: 193-286. Jankovic, 2000. Lüdecke, 2005: 123-131.
En
el mundo hispánico, sin embargo, no fue tan común su empleo; a excepción de
los registros termométricos auspiciados por la Real Academia Médico
Matritense en 1737, no hay pruebas de que se efectuaran mediciones con
aparatos meteorológicos hasta el año 1777, después de la supresión de la
Compañía de Jesús. Véase García Hourcade, 2002: 100-132. Guijarro Mora, 2005:
159-190. Valverde Pérez, 2007: 55-132. Guijarro Mora y González de la Lastra,
2010: 179-228.
52
José Cardiel y José Quiroga formaron parte de una expedición organizada por
la Marina para explorar el estrecho de Magallanes. El propósito principal era
señalar algunos puntos favorables en los que establecer asentamientos de
pobladores.
53
Quiroga, 1753: 367-368.
54
Igual que otros jesuitas establecidos en Paraguay, y como hicieran muchos
participantes en expediciones científicas (Charles de La Condamine, Antonio
de Ulloa, Félix de Azara, etc.), Guevara describió en su obra una naturaleza
paradisíaca. Véase Huffine, 2005: 279-302.
55
Guevara, 1764, citado en Angelis, 1910, vol. II: 59.
56
Falkner, 1774, citado en Angelis, 1910, vol. I: 314.
57
Falkner, 1760, citado en Angelis, 1910, vol. I: 371.
58
Rojas, 1707, citado en Angelis, 1910: 358.
59
Sánchez Labrador, 1769, edición de 1910: 145-146.
60
Ibidem: 148.
61
Sainz Ollero et al., 1989: 106-129 y 204-209.
62
Sánchez Labrador, 1769: 146-148.
63
Sobre los mecanismos de formación de los fenómenos meteorológicos acuosos,
que los autores referidos y muchos otros estudiaron, véase Middleton, 1965.
64
Sánchez Labrador, 1771-1776, citado en Furlong, 1948: 140-143.
65
Barco, 1767: 3-6.
66
Alegre, 1842: 38.
67
Camaño Bazán, 1778. Juárez, 1789. Gili, 1789.
68
El conocimiento resultante de la experiencia fue muy apreciado por los
jesuitas. Si algo era contrario a la experiencia, entonces quedaba
deslegitimado por inefectivo, no fiable e inútil. Véase Harris, 1989: 29-65.
69
Sobre la intervención de Clavijero, Molina y Velasco en la polémica en torno
a la naturaleza americana y el contenido de sus historias naturales, véase
Navia Méndez-Bonito, 2005: 225-250. Acerca del mismo asunto en el caso de
Vidaurre, véase Casanueva, 2001: 207-235.
70
En el último tercio del siglo XVIII, los seguidores del ambientalismo
hipocrático y los cultivadores de la meteorología negaban el cambio
climático. Sobre las propuestas ilustradas acerca del carácter fijo o
cambiante del clima, véase Feldman, 1993: 23-40.
71
Clavijero, 1757: 11-12.
72
Para la medicina ambientalista de la época, las modificaciones bruscas de la
temperatura alteraban el equilibrio orgánico y propiciaban la aparición de
enfermedades. Véase Sargent, 1982.
73
Clavijero, 1780: 50-52.
74
Molina, 1776-1787: 15-25.
75
Ibidem: 26.
76
Velasco, 1789: 54-56.
77
Ibidem: 57.
78
Gómez de Vidaurre y Girón, 1789, vol. I: 20.
79
Ibidem: 42.
80
Los seguidores de Buffon presentaban como prueba de la insalubridad de los
climas americanos el hecho de que hiciese frío en las alturas pequeñas.
Iturri argumentó que si hubieran tomado medidas barométricas con respecto al
nivel del mar, se habrían dado cuenta de la verdadera elevación de las
montañas. Véase Iturri, 1798: 63.
81
Ibidem: 75.
82
Burriel, 1757: 42-45.
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