ALFONSO EL MAGNO
Y EL APOGEO DEL
REINO DE ASTURIAS
Durante su largo
reinado, Alfonso III llevó la frontera de la España cristiana hasta la cuenca
del Duero, donde emprendió una ambiciosa política repobladora
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Oronoz / Album
Alfonso III y
Jimena
Alfonso III dio un gran impulso a la Reconquista durante su reinado.
Como los anteriores soberanos astures, se consideraba continuador de los
monarcas visigodos y se presentó en algunas misivas como Hispaniae Rex. Mantuvo buenas
relaciones con otro joven reino cristiano, el de Pamplona, gracias a su
matrimonio con la princesa navarra Jimena, hija de García Jiménez. En la
imagen Alfonso y Jimena en una miniatura del Libro de los Testamentos, del siglo XII.
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Oronoz / Album
Lucha contra el
enemigo sarraceno
Alfonso III transformó el mapa político de la península gracias a las
contundentes victorias contra los ejércitos del emirato cordobés y llevó la
frontera de su reino hasta el Duero. Arriba, una imagen de tropas árabes de
las Cantigas de Santa
María, Monasterio del Escorial.
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David Miranda / AGE Fotostock
La basilica de San
Salvador de Valdedios
Alfonso III dio un gran impulso a la arquitectura prerrománica. Arriba,
San Salvador de Valdediós, basílica de tres naves consagrada en el año 893,
durante el reinado de Alfonso III el Magno.
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Prisma / Album
Crónica
Albeldense, la historia de Asturias
Una de las mayores empresas culturales de Alfonso III fue la redacción
de las primeras crónicas históricas del reino astur en las que se
legitimaba el reino de Asturias como heredero y continuador de la
monarquía visigoda. La imagen de arriba pertenece a una página de la Crónica Albeldense depositada en la Biblioteca Nacional de Madrid.
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Oronoz / Album
Cruz de la
Victoria de Alfonso III
Realizada en madera, cubierta de oro y piedras semipreciosas, es un rico
trabajo de orfebrería donado por Alfonso III y su esposa Jimena a la catedral
de Oviedo en 908, y custodiado actualmente en la Cámara Santa ovetense.
Cuánto dolor
debió de sentir Alfonso III el Magno, rey de
Asturias, al final de su vida, cuando se dirigía a Compostela a rendir cuentas de conciencia al
apóstol. Su reinado de 40 años había sido uno de los más largos y brillantes de la Alta Edad
Media y convirtió
Asturias en una poderosa monarquía que se extendía por gran parte de la
meseta castellana. Pero en 909 su propio hijo, el primogénito García,
secundado por su suegro el conde Nuño Fernández, lo expulsó del trono.
Alfonso se retiró a la localidad asturiana de Villaviciosa, donde reunió a la
corte y su familia para anunciarles su renuncia al trono.
El monarca
depuesto no quiso abrir la herida de la guerra civil. Entre la sangre y la concordia
escogió la paz, a pesar de que la guerra formaba parte de la
cultura de la época y cualquier conflicto, por pequeño que fuera, se
resolvía con el uso de las armas. Pero el rey asturiano, más prudente que
temerario, prefirió
retirarse a reflexionar sobre el amargo final de su reinado.
Alfonso
III accedió al trono cuando aún no había cumplido los veinte años,
tras ser elegido en una asamblea nobiliaria en Oviedo, siguiendo la tradición
visigoda. Enseguida se vio envuelto en una serie de luchas sangrientas por el
poder. La Crónica de Sampiro cuenta que los cuatro hermanos de Alfonso se
rebelaron y, una vez sometidos, fueron condenados a perder la vista. Otras fuentes explican que, a la
muerte de su padre Ordoño, usurpó
el trono un noble gallego, Froila Bermúdez, y sólo después
de que los ovetenses se rebelaran contra él y le dieran muerte pudo Alfonso
–que entre tanto se había casado con Jimena, de la familia real de Pamplona– entrar en la capital asturiana y asumir la corona.
REIMPULSO A LA RECONQUISTA
El nuevo monarca
recibió de sus antecesores una misión: la lucha contra los musulmanes. Los reyes asturianos se creían continuadores de los
monarcas visigodos de Toledo y por ello
iniciaron en las montañas de Covadonga la recuperación
de las tierras "usurpadas". Un siglo antes Alfonso I había dado un primer gran impulso a la
Reconquista, pero luego la
expansión del reino tan sólo había avanzado unas leguas, hasta las tierras
al norte de Burgos.
Bajo Alfonso III,
el avance se reanudó. El nuevo monarca
transformó el mapa político de la península gracias a las contundentes victorias contra los
ejércitos del emirato cordobés. Llevó la frontera hasta
el Duero y el dominio cristiano alcanzó las villas de Coimbra,
Zamora, Valladolid y
Roa, es decir, la
Tierra de Campos. Alfonso el Magno también mandó incursiones que llegaron a
Sierra Morena y las cuencas del Guadiana y del Ebro.
Las crónicas
cristianas describen las contundentes
victorias contra los musulmanes, entre las que destacan las de
Polvoraria y Valdemora (878), Pancorbo y Castrojeriz (883) y la del foso de
Zamora (901). La razón de esos éxitos se
otorgaba en buena parte a la caballería
asturiana y a
la destreza
de sus guerreros para blandir las largas espadas de doble
filo, mucho más eficaces que las cordobesas de filo sencillo.
EL REPOBLADOR DEL TERRENO GANADO
Las conquistas,
sin embargo, no eran suficientes. Había
que consolidar las posiciones ganadas a los árabes, y eso en un extenso territorio que
durante decenios había sido una tierra
de nadie entre los dominios cristianos y los
musulmanes, despoblada
y expuesta al peligro de las aceifas o incursiones militares sarracenas.
Para prevenir estas últimas, Alfonso
III alcanzó acuerdos con algunos caudillos árabes,
aprovechando la grave crisis que sufrió el emirato de Córdoba. El propio emir
Muhammad se vio obligado a firmar una larga tregua con la corte de Oviedo. Pero
el rey era consciente de que para la defensa de los territorios conquistados lo
más importante no eran los puestos avanzados de fuertes murallas, sino unas villas prósperas con una población segura y estable que
diera apoyo al ejército y pudiera trabajar las tierras. Lo que se requería
era, pues, una política
de repoblación.
Fue así como, una
vez alcanzada la paz con los musulmanes, Alfonso III empezó la gran tarea repobladora en sus
nuevos territorios. Los cristianos recuperaron murallas,
aldeas, iglesias y tierras de labor abandonadas desde hacía mucho. Los campos
empezaron a desbrozarse y se fomentaron los asentamientos
con cartas pueblas y fueros.
La tierra era para el que la trabajara y supiera defenderla a partir de las
fórmulas jurídicas de la presura (ocupación) y el escalio
(roturación). Las aldeas se llenaron de mozárabes andalusíes,
astures, vascones y cántabros, gentes libres no sujetas a
señores feudales. Y también de clérigos, pues las órdenes monásticas
tuvieron gran protagonismo como dueñas de tierras de labor e impulsoras de los
asentamientos.
REVOLUCIÓN ECONÓMICA
De esta
manera, Alfonso
III fue tejiendo la estructura de su Estado, con un ordenamiento jurídico que
reconocía y regulaba los derechos, las obligaciones y los privilegios de las
gentes; con murallas
y fueros que daban seguridad a la población y mercados que incentivaban la actividad comercial
en los nuevos burgos. El rey Magno no sólo había consolidado la tarea
repobladora, sino que había hecho algo más difícil: transformar la economía
tradicional,
fundamentalmente agraria y ganadera, en una actividad comercial basada en el intercambio gracias
a la seguridad de la paz.
Hasta ese momento,
los campesinos de la zona fronteriza intensificaban la producción ante
la amenaza de las incursiones
musulmanas que arrasaban con todo. Pero aquella meseta despoblada,
de aldeas destrozadas y campos quemados, se convirtió a partir de entonces en
un lugar próspero de
encuentro e intercambio.
Alfonso III
destacó también por el
impulso que dio a las artes, en particular la arquitectura. Si su abuelo Ramiro I había levantado su
palacio a los pies del monte Naranco de Oviedo, él ordenó fundar una nueva basílica en Compostela para
acoger el cuerpo del apóstol, estimulando con ello el entonces incipiente Camino
de Santiago. También construyó nuevos monasterios en
Sahagún, Dueñas y Cardeña, y erigió (o reformó) diversos templos,
fortalezas y baños en ciudades como Oviedo, Zamora, Simancas, Toro o Sahagún.
El recuerdo del rey astur es hoy especialmente visible en el templo
prerrománico de San Salvador de Valdediós, que conserva la
lápida de consagración (893) y una cruz de la victoria labrada
en la piedra, símbolo del monarca. La cruz original de madera, cubierta de oro
y piedras semipreciosas, es un rico trabajo de orfebrería donado por Alfonso y
su esposa Jimena a la catedral de Oviedo en 908, y custodiado actualmente en la
Cámara Santa ovetense.
MUERTE Y SUCESIÓN
No está claro si todos los hijos de Alfonso III
participaron en su destronamiento, aunque así
parece sugerirlo el que ante la rebelión del hijo mayor los demás se
mostraran pasivos. En todo caso, tres
se repartieron el reino:
García I gobernó León, Álava y Castilla; Fruela II se mantuvo al frente de
Asturias, y Ordoño II se hizo con el control de Galicia.
La muerte del soberano,
tal como se narra en las crónicas, aparece envuelta en un halo legendario. El
cronista Sampiro cuenta que, tras
ser depuesto, el rey peregrinó a Compostela y al volver
obtuvo de su hijo García I permiso para dirigir una nueva incursión contra los musulmanes.
Volvió victorioso, pero sólo para morir
repentinamente en Zamora. Paradojas de la vida: su hijo García
I falleció al cabo de cuatro años igual que su padre, de manera repentina en
Zamora tras vencer a los árabes en una incursión.
PARA SABER MÁS
La formación
medieval de España. Miguel
Ángel Ladero Quesada. Alianza, Madrid, 2006.
Califas y reyes.
España, 796-1031. Roger Collins.
Crítica, Barcelona, 2013.
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