sábado, 2 de mayo de 2020


SAN FLORENCIO DE CARRACEDO

Florencio de Carracedo, San. El Bierzo (León), c. 1090 – Carracedo (León), 25.XII.1152. Eremita, monje cisterciense (OCist.) y abad de Santa Marina de Corullón, trasladado a Carracedo. Propulsor de su unión a la reforma del Císter.
Parece incuestionable que este monje intentó implantar en Carracedo la reforma del Císter y hasta vivió sus observancias, pero no tuvo la suerte de que el capítulo general de la Orden accediera a sus deseos, sin que se sepan los motivos. Los historiadores antiguos del Císter le incluyen entre los santos de la Orden y, modernamente, fray Justo Pérez de Urbel le incluye también en el Diccionario de Historia Eclesiástica de España.
El nacimiento de Florencio lo colocan en el Bierzo sin señalar lugar ni fecha. Sólo se sabe que en los primeros años del siglo xii aparece haciendo vida eremítica en las montañas de Corullón y, viéndose rodeado de un núcleo de discípulos, fundó el monasterio de Santa Marina de Valverde en las inmediaciones de Corullón. Allí se entregaron a una vida de perfección tan encumbrada, que llamaba la atención de los habitantes de la comarca, y a Florencio, por las pruebas evidentes de santidad de vida y disposición para solucionar los negocios, le eligieron como abad. Su fama de hombre santo trascendió a toda la comarca, favoreciéndole ampliamente tanto los fieles comarcanos como la reina doña Urraca, quien le hizo repetidas dádivas en favor suyo y de sus monjes. Y sucedió que su hijo Alfonso VII, hallándose en Carracedo y viendo la vida lánguida que llevaba la comunidad, deseando revitalizarla, de acuerdo con su hermana la princesa Sancha —promotora incansable de la reforma cisterciense—, buscó una persona adecuada capaz de llevarla a cabo. Pronto la encontraron en Florencio, el abad de Santa Marina de Corullón. Puestos en contacto con él y con sus monjes, éstos aceptaron satisfacer los deseos del Monarca y de su hermana Sancha.
Y como el monasterio de Santa Marina era demasiado angosto para albergar una comunidad respetable, aceptaron trasladarse todos a Carracedo hacia 1138. San Florencio satisfizo con creces las esperanzas que habían depositado en él, logrando levantar un edificio sólido y dotarlo de medios suficientes para poder albergar una comunidad numerosa que pronto se fue formando, por cuanto llegaban sin cesar nuevos candidatos atraídos por aquella vida santa entablada en Carracedo. El santo, consciente del papel que le correspondía como responsable principal de aquella entidad monástica, puso todos los medios para crear allí una escuela de perfección. Hay prueba palmaria de ello en que, habiendo arribado a Carracedo con un núcleo insignificante de monjes, se produjo una verdadera explosión de santidad de vida, logrando convertir Carracedo en un vivero de almas selectas que irradiarían espiritualidad en todo el noreste español.
Bajo su gobierno en Carracedo, que se extiende entre 1138 y 1152, florecieron allí simultáneamente san Pedro Cristiano, futuro reformador de San Martín de Castañeda y más tarde obispo de Astorga; san Gil de Casayo, monje enviado a reformar el citado San Martín de Castañeda, que terminó sus días haciendo vida eremítica en las montañas del Valdeorras, donde se conserva recuerdo imborrable; santo Domingo de Corullón, quien después de una vida santa en Carracedo, se retiró a una cueva del pueblo del mismo nombre, dejando ejemplos de vida admirable, según Herberto, otro de los monjes tenidos por santo, contemporáneo de los anteriores; por último, san Diego, sucesor de Florencio en la abadía que, a pesar de permanecer sólo tres años al frente de ella, dejó fama inmarcesible de santo. Seis monjes santos contemporáneos en un mismo monasterio es cosa infrecuente y sólo suele darse en épocas de especial florecimiento que coinciden con una figura excepcional que va delante con el ejemplo, un hombre de Dios. Tal es la alabanza que pregona las virtudes heroicas de Florencio, verdadero pastor que en todo momento iba delante de sus ovejas.
En esta floración espléndida de santos, se descubren unas raíces ocultas que laten en la vida del santo.
Los catorce años trascurridos en Carracedo fueron de suma trascendencia. Se hallaba el santo en la plenitud de su vida, viviendo intensamente la espiritualidad benedictina, y habiendo tenido noticia de la santidad de vida que había infundido en los monasterios de Francia la nueva observancia cisterciense, que acababa de introducirse en España, el santo, deseoso de adherirse a ella, de acuerdo con sus monjes puso los medios para incorporarse a la disciplina cisterciense, juzgando que la nueva savia que le infundiera san Bernardo serviría para que sus monjes vivieran con más perfección el ideal monástico. Puso los medios para que Carracedo se integrara también en el Císter, pero no se sabe por qué la Orden no aceptó bajo sus auspicios al monasterio de Carracedo, a la sazón cabeza de un grupo de monasterios que le estaban sujetos. No fue hasta los últimos años del siglo xii, o quizá en los comienzos del xiii, pues la cronología de incorporación de los monasterios señala la de Carracedo en 1203.
A pesar de que la Orden del Císter no admitió a Carracedo en tiempo de san Florencio, sin embargo, como él fue quien impuso las observancias del Císter en la casa, bien puede ser considerado monje cisterciense, aunque sólo sea por los motivos expuestos. A pesar de ello, lo mismo Manrique que Crisóstomo Henríquez, le consideran dentro del catálogo de los santos cistercienses, aunque en rigor no puede ser considerado. Su muerte la señalan los historiadores el 25 de diciembre de 1152, habiendo sido inhumado en uno de los nichos del panteón de Carracedo, mandado construir por doña Sancha en su propio palacio real, alzado en medio del monasterio. Sobre su sepultura se grabaron unos sentidos versos que decían: “En este sepulcro se encuentra Florencio, abad preclaro, queridísimo del pueblo, frágil de cuerpo, prelado del rebaño del Señor. Poderosamente florecía en la virtud de la pureza y en el valor de la verdadera ciencia, en los dichos en los hechos. Vivió con auténticas y sobresalientes virtudes, como hombre espiritual y santo”.
Mientras hubo monjes en Carracedo, aquel sepulcro fue tenido en máxima veneración, pero al llegar la desamortización en 1835, al ser arrasado el monasterio, fue profanado en la esperanza de hallar dentro de él algún tesoro. Así, quedó abierto y expuesto a las profanaciones continuas hasta que, en 1858, el obispo de Astorga mandó recogerlos y colocarlos en una arqueta de madera al lado del altar mayor. Años más tarde, otro prelado, Marcelo González Martín, ordenó trasladarlos a la catedral de Astorga, donde se hallan en la actualidad.

Bibl.: A. Manrique, Santoral Cisterciense, t. II, Burgos, 1610 (10 de diciembre); A. de Yepes, Corónica General de la Orden de San Benito, t. V, Valladolid, Francisco Fernández de Cordona, 1615, fols. 227 y ss. (Madrid, Atlas, 1959-1960); C. Henríquez, Menologium Cisterciense, Antuerpiae, ex oficina Plantiniana Balthasaris Moreti, 1664, día 10 de diciembre, pág. 413, nota b; A. Quintana Prieto, Monografía Histórica del Bierzo, Madrid, Talleres Tipográficos Ferreira, 1956, págs. 213-214; Santoral de la diócesis de Astorga, Astorga, Gráficas Cornejo, 1966, págs. 75-77; El Obispado de Astorga en los siglos IX y X, Astorga, Archivo Diocesano, 1968, págs. 481y ss.; El eremitismo en la diócesis de Astorga, Pamplona, 1970, pág. 411; “La Reforma del Císter en el Bierzo”, en Archivos Leoneses, n.º 49, XXV (1971), págs. 77 y ss.; J. Pérez de Urbel, “Florencio”, en Q. Aldea Vaquero, T. Marín Martínez y J. Vives Gatell (dirs.), Diccionario de Historia Eclesiástica de España, vol. II, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Instituto Enrique Flórez, 1972, pág. 941; D. Yáñez Neira, “El Monasterio de Carracedo, cantera de almas santas”, en Cistercium, XLIII (1991), págs. 52-55; J. A. Balboa Paz, El Monasterio de Carracedo, León, Ediciones Lancia, 1991, págs. 30 y ss.; F.º González, Fundación y datación del Monasterio de Carracedo, según el manuscrito de fray Jerónimo Llamas, Ponferrada, Institución Virgen de la Encina, 1993, págs. 210 y ss.; P. Alonso Álvarez, Los abades del monasterio de Carracedo, 990-1835, Ponferrada, Imprenta Peñalba, 2003, págs. 38-41.

Damián Yáñez Neira, OCSO


SANTO DOMINGO DE CARRACEDO

 

Domingo de Carracedo, Santo. Santo Domingo de Corullón, el Ermitaño. ?, p. m. s. XII – Carracedo (León), 1178. Monje benedictino (OSB) y cisterciense (OCist.), ermitaño y santo.
Carracedo fue cabeza de una congregación de monasterios benedictinos que florecieron en el Bierzo, Asturias y Galicia en los siglos X-XII, pero habiendo aparecido en la iglesia la reforma del Císter, se fueron incorporando a ella no pocos de ellos, viendo en ello una mejora notable de la observancia, dentro de la misma espiritualidad benedictina. También Carracedo, siguiendo los anhelos de san Florencio, intentó la incorporación al Císter a mediados del siglo xii, pero no accedió fácilmente el Císter en admitirle hasta finales de aquel siglo. No obstante, parece seguro que ya desde los tiempos del abad san Florencio, a mediados del siglo xii se impuso en la casa la disciplina cisterciense, aun cuando la incorporación no fue reconocida hasta fines del siglo XII. Es en esta época de espera para realizar el cambio, cuando se tienen los primeros datos sobre santo Domingo, aunque muy incompletos, debidos a la pluma de san Herberto, compañero suyo.
Se le suele denominar santo Domingo de Carracedo, de Corullón o el Ermitaño. Antes de retirarse a la ermita donde transcurrió la mayor parte de su vida, había vivido santamente en Carracedo la vida monástica bajo la dirección de san Florencio, siendo un auténtico modelo de piedad para todos los monjes.
Pero habiendo sentido fuerte el carisma de probar la vida de ermitaño, solicitó de su abad autorización para retirarse a la soledad de una montaña.
Pues la regla benedictina, por más que pondera la vida cenobítica y la considere como más adecuada para encumbrarse a la más alta perfección; sin embargo, prevé el caso de que puede haber monjes a quienes Dios les pida más retiro y le inspire vivir más en profundidad el carisma de la soledad. Tal fue el caso de Domingo.
Expuestos sus deseos a su santo abad, viendo que procedían de Dios, autorizó al monje a seguir las inspiraciones de la gracia, retirándose en las montañas de Corullón, parajes no frecuentados por personas, donde pudo dar rienda suelta a sus ansias de entrega a Dios en una austera penitencia sumergido de continuo en alta contemplación. Las penitencias a que se entregaba son más para admirar que para imitar, porque superan la flaqueza de una persona ordinaria que no esté fortalecida con una fe ardorosa.
Su biógrafo habla de que, a imitación de san Antonio primer ermitaño, sufrió Domingo rudos combates del enemigo, que no cesaba de armarle asechanzas con objeto de amedrentarle y hacerle desistir de aquel género de vida. En una ocasión se habla de que, paseando por entre las montañas, le salieron al camino tres espíritus armados de espadas y arcos y se disponían a disparar contra él, pero dándose cuenta de quiénes eran, lo poco que pueden sin la permisión divina, continuó tranquilamente su camino hasta llegar a la cueva, donde siguió residiendo saboreando las delicias que constituían para él aquel vivir sólo para Dios. Habla el biógrafo de que no llegó a conocer una gracia muy singular que tuvo, al merecer ser objeto de las delicadezas divinas, quien se dignó alimentar a su siervo durante tres años, pues el santo se limitó a contestar que a nadie de esta vida se lo comunicaría sin el consentimiento de Dios.
Continuó en aquella vida de entrega absoluta a Dios hasta su muerte, cuya fecha se ignora, pero se sabe que vivía en las montañas de Corullón en 1178, y se cree que falleció poco después. Su recuerdo perduró durante siglos en Carracedo, siendo considerado como uno de los hijos que más prestigio le dieron, por sus admirables ejemplos en la comunidad, y luego desde la luminosidad de la gruta de Corullón.
El culto que se le ha tributado viene desde la época medieval. Es del tipo de aquellos santos que figuran en el catálogo sin que se les haya instruido proceso, sino sencillamente por aclamación popular, que era la norma que se seguía hasta mediados del siglo xii en que se reservó la santa Iglesia el señalar con su magisterio las personas que merecían un culto especial en razón de sus virtudes heroicas.

Bibl.: A. Quintana Prieto, Santoral de la diócesis de Astorga, Astorga, 1966, pág. 20; D. Y áñez Neira, “Santo Domingo de Carracedo”, en Nuevo Año Cristiano, Madrid, Edibesa, 2002, págs. 44-45.

Damián Yáñez Neira, OCSO

SAN VALERIO DEL BIERZO

Valerio del Bierzo, San. Astorga (León), m. s. VII – San Pedro de Montes (León), 25.IV.695. Ermitaño y escritor.

Valerio nació, según propia confesión, en la provincia de Astorga (León), sin que se pueda precisar más el lugar y aventurar la fecha de su nacimiento, aunque su nombre denota ascendencia hispanorromana. En su juventud se dedicó al estudio, adquiriendo, según se trasluce de sus obras, un notable conocimiento de los clásicos latinos. Pronto experimentó una radical conversión que le hizo abandonar el mundo y retirarse al Monasterio de Compludo (León), fundado por san Fructuoso poco antes. Animado por el deseo de una vida más rigurosa, abandonó el monasterio y se retiró a una cueva, donde llevó vida asperísima. Al poco empezaron a acudir gentes que le procuraron todo lo necesario, pero la enemistad de un sacerdote llamado Flaíno, que llegó a contratar a unos ladrones para que robaran y apalearan a Valerio, le obligó a abandonar aquellas soledades.
Se retiró entonces a un lugar llamado Ebronanto, cuyo dueño, llamado Ricimiro, al cabo de un año decidió destruir la iglesia y choza del anacoreta a fin de levantar un nuevo edificio mejor dotado y más hermoso. Su idea era hacer ordenar presbítero a Valerio para que cuidase de aquella iglesia propia, pero la muerte de Ricimiro dio al traste con aquellos planes. Valerio se vio así libre de un sacerdocio no deseado, pero en su lugar fue ordenado un músico ambulante, deforme de cuerpo, llamado Justo; éste, que conocía la oposición que Valerio había hecho a su ordenación, se dedicó a amargarle la vida, llegando incluso al intento de asesinato. El ermitaño, sin embargo, no cejó en sus propósitos y sólo abandonó aquel lugar cuando una orden del Rey (se ignora por qué razones) mandó confiscar todos los bienes del difunto Ricimiro y destruir la iglesia por él levantada.
Valerio decidió entonces acogerse al Monasterio de San Pedro de Montes (León) y ocupar allí la cueva que antaño habitara san Fructuoso. Desde su retiro se dedicó a la enseñanza de los jóvenes de los alrededores, que le pagaban con buenos productos su magisterio. Valerio pudo hacer así numerosas limosnas, pero su repentino enriquecimiento provocaba las envidias de los monjes, que no dejaron de hacerle la vida imposible. Llegaron incluso a arrrojarlo de la cueva durante tres años y continuamente le negaron hasta el alimento en las épocas de carestía. Uno de los discípulos de Valerio llegó a morir en sus brazos, aterido de frío; otro fue asesinado por un labrador instigado por los mismos monjes. Pero nada hacía desistir a Valerio de su propósito, hasta que logró finalmente el apoyo episcopal y real; en tiempos del rey Ervigio (680-687) consiguió verse confirmado por el Monarca en la posesión de su choza y los terrenos circundantes, e incluso parece que se le dio cierta autoridad sobre la comunidad de San Pedro de Montes.
Desde entonces el ermitaño alcanzó la paz que deseaba y pasó los últimos años de su vida en plena armonía con los monjes, a quienes adoctrinaba en la vida monástica. Un sobrino suyo, de nombre Juan, vino con su criado Evagrio a llevar su mismo modo de vida y juntos plantaron un jardín delicioso alrededor de las celdas, que constituyó el solaz de Valerio en sus últimos años.
Todo cuanto se sabe de la vida de san Valerio fue escrito por él mismo, en una especie de autobiografía, titulada Ordo querimoniae. Se han conservado otras obras suyas de edificación monástica, además de una famosa carta en la que ensalza la peregrinación de la virgen Egeria. Es también autor de una compilación hagiográfica en la que recoge la vida de muchos padres del monacato antiguo. Acerca de su muerte nada se sabe, e incluso la fecha tradicionalmente aceptada sólo es conocida por testimonios muy tardíos.

Obras de ~: San Valerio (Nuño Valerio). Obras, ed. de R. Fernández Pousa, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), 1942.

Bibl.: E. Flórez, España sagrada, vol. XVI, Madrid, Antonio Marín, 1762, págs. 324-349 y 366-416; Bibliotheca hagiographica latina antiquae et mediae aetatis, vol. II, Bruselas, Socii Bollandiani, 1900-1901, pág. 1228; J. Pérez de Urbel, Los monjes españoles en la Edad Media, vol. I, Madrid, Instituto Valencia de Don Juan, 1933, págs. 451-483; C. M. Aherne, Valerio of Bierzo. An ascetic of the late Visigothic period, Washington, The Catholic University of America Press, 1949; “Valerio del Bierzo”, en VV. AA., Bibliotheca Sanctorum, vol. XII, Roma, Istituto Giovanni XXIII, 1969, cols. 817-919; U. D. del Val, “Valerio del Bierzo”, en Q. Aldea Vaquero, T. Marín Martínez y J. Vives Gatell (dirs.), Diccionario de Historia Eclesiástica de España, vol. IV, Madrid, CSIC, Instituto Enrique Flórez, 1975, pág. 2705; T. González, “La Iglesia desde la conversión de Recaredo hasta la invasión árabe”, en R. García Villoslada (dir.), Historia de la Iglesia en España, vol. I, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1979, págs. 661-662; M. C. Díaz y Díaz, Códices visigóticos en la monarquía leonesa, León, Centro de Estudios e Investigación San Isidoro, 1983, págs. 132-136; H. Fros, Bibliotheca hagiographica latina antiquae et mediae aetatis. Novum supplementum, Bruselas, 1986, pág. 853; C. Argente del Castillo Ocaña, “Valerio del Bierzo, San”, en M. Artola Gallego (dir.), Enciclopedia de Historia de España, vol. IV, Madrid, Alianza Editorial, 1991, págs. 854-855; F. J. Udaondo Puerto, “La autobiografía de Valerio del Bierzo”, en VV. AA., Actas I Congreso nacional de latín medieval, León, Universidad, 1995, págs. 379-386; M. C. Díaz y Díaz (ed.), Valerio del Bierzo. Su persona. Su obra, León, Centro de Estudios e Investigación San Isidoro, 2006.

Miguel C. Vivancos Gómez, OSB

SAN GENADIO DE ASTORGA

Genadio de Astorga, San. ?, m. s. ix – c. 935. Obispo, fundador monástico.
Tuvo Genadio una prolongada vida, en la que conoció los reinados de Alfonso III, García I, Alfonso IV y Ramiro II.
Fue monje en el monasterio de Ageo (Ayoó de Vidriales, Zamora), pasando en la última década del siglo ix a repoblar y restaurar el monasterio de San Pedro de Montes, en el Bierzo; en la aventura le acompañaban doce compañeros del monasterio zamorano, entre los que se encontraban Fortis y Salomón, que fueron sucesores correlativos de Genadio en la silla episcopal astorgana. El paso hacia el valle del Silencio se realizó el año 892, y el 895 estaba restaurado el monasterio y la vida en comunidad siendo designado como abad Genadio. Inmediatamente fue favorecido por el entonces obispo Ranulfo y por Ordoño II (en ese momento, solamente rey de Galicia), quien le concedió un amplio coto en torno al monasterio, libros litúrgicos y alhajas para el culto.
El año 909 Alfonso III efectuó una visita a Montes, en la que, a base de ruegos y presiones, convenció a Genadio para que ocupara la silla episcopal de Astorga; la rebelión de Vermudo el Ciego y la tiranía que había implantado en la capital de la diócesis extorsionaba grandemente la vida religiosa. Obedeciendo al Rey, Genadio mismo dice que fue arrastrado al pontificado, incorporándose también a la Corte, pues así lo confirman varios documentos reales. De este “acto de fuerzo espiritual” puede proceder la famosa “arqueta de San Genadio” que Alfonso y su esposa Jimena donaron al obispo, tenida por los expertos como pieza señera del arte suntuario.
Alejado del trono Alfonso, Genadio mantuvo gran ascendencia sobre sus hijos y herederos García y Ordoño.
Un año después, en 910 falleció el rey Alfonso en Zamora y fue enterrado en la catedral de Astorga; precisamente en el sepulcro paleocristiano que hoy se custodia en el Museo Arqueológico Nacional.
Genadio estuvo en la consagración de San Miguel de Escalada, en el año 913, según reza la lápida conmemorativa.
El 919, acaso el 920, sorpresivamente Genadio renunció al episcopado, según atestigua su discípulo e hijo espiritual Salomón; abandonó la sede para dedicarse a la vida monástica. No atendió a los ruegos y súplicas de Ordoño II, a quien aconsejó que nombrara como sustituto para la sede a su discípulo y compañero desde Ageo, el abad Fortis. Genadio se retiró al Bierzo, al valle del Silencio, haciendo vida de anacoreta en una zona escarpada, donde hoy persiste la llamada “cueva de San Genadio”.
San Genadio llevó a cabo una sobresaliente labor en la fundación de monasterios o la restauración de la vida monástica en otros, entre los que se pueden citar San Pedro de Montes, Santiago de Peñalba, San Andrés de Montes, Santa Lucía de Castañeda, San Pedro Castañero, Compludo, San Martín de Castañeda o San Alejandro; edificó ermitas y oratorios como las de Santo Tomás, de la Cruz, San Martín y San Cipriano; fundó villas y repobló sus cotos como la de Santa María y la de San Juan, o granjas como la de San Esteban. Merece especial atención el destino de su biblioteca, pues en puridad se puede decir que san Genadio fundó e instauró la primera biblioteca ambulante. A su muerte donó sus libros para que se usaran en todos los monasterios de la zona llamada “Tebaida berciana”, intercambiándose cada cierto tiempo.
Fue sepultado en Peñalba y en el siglo xvi la duquesa de Alba sustrajo sus restos de la iglesia, los trasladó a Villafranca y posteriormente al monasterio de la Laura, en Valladolid.

Bibl.: E. Flórez, España Sagrada, vol. XVI, Madrid, Oficina de A. Martín-Imprenta de José Rodríguez, 1762, págs. 129- 148; A. Berjón, Nuevo lucífero, Astorga, Est. Tipográfico de N. Hidalgo, 1903, págs. 47-220; P. Rodríguez, Episcopologio Asturicense II, Astorga, Porfirio López, 1907, págs. 33-48; “Las fundaciones de San Genadio”, en Archivos Leoneses, IXX (1956), págs. 55-118; A. Quintana, El obispado de Astorga en los siglos ix y x, Astorga, 1968, págs. 65-216; “San Genadio y su época”, en El monacato en la Diócesis de Astorga durante la edad media: Astorga, 15, 16 y 17 de diciembre de 1994: actas del congreso, Astorga, Ayuntamiento, 1995, págs. 51-63.

Martín Martínez Martínez





SANTO TORIBIO DE ASTORGA



Toribio, Santo. ?, p. m. s. v – c. 480. Obispo de Astorga, santo.
Es el más célebre de los obispos astorganos, tenido como santo desde la Edad Media, proclamado patrono de la diócesis y de la propia ciudad. La tradición lo hace miembro de una noble familia.
Tal vez influido por las experiencias de la monja Egeria, bien joven peregrinó a los Santos Lugares donde, se dice, recibió la orden clerical. En tierra santa permaneció durante varios años, siendo designado custodio de las santas reliquias, muchas de las cuales trajo consigo a su regreso a Astorga; destaca un trozo del brazo izquierdo de la Santa Cruz cuya mayor parte se guarda actualmente en el Monasterio de Santo Toribio de Liébana. De camino a su ciudad natal, se detuvo en Constantinopla, donde intimó con el Emperador y su esposa Pulqueria, a quien entregó la famosa imagen de la Virgen pintada por san Lucas, conocida como la Odiguitría. Asimismo, visitó, en Roma, al papa san León con quien, posteriormente, mantuvo correspondencia sobre el rebrote priscilianista en España, y con cierta virulencia en Astorga.
Nombrado obispo de Astorga, concentró su esfuerzo en rebatir la herejía de Prisciliano, con los consejos y apoyos de los obispos Idacio y Ceponio, de san Cipriano y del mismo papa León. Además hubo de hacer frente a las insidias, calumnias y falsos testimonios que recibía de su propia curia, especialmente de su deán, por lo cual él mismo se desterró de la diócesis por un tiempo.
El año 456 Teodorico, después de arrasar Mérida, infringió una severa derrota a los suevos en las inmediaciones del río Órbigo. Con engaños y añagazas, el bárbaro convenció a los astorganos y éstos le abrieron las puertas de sus murallas. Astorga fue pasada a sangre y fuego, totalmente destruida, y sus habitantes pasados a cuchillo. Teodorico se llevó como rehén, junto con otros astorganos, a santo Toribio a Toulouse; le acompañaba en el cautiverio el obispo de Chaves, Idacio, quien se encontraba en Astorga, dejando constancia de los hechos en su Cronicón.
Puesto en libertad Toribio regresó a su diócesis, aprestándose a la reconstrucción de la ciudad y a poner orden en su iglesia.
La piedad popular le atribuye numerosos milagros ya en vida, como el de las ascuas que portó sobre su roquete, sin que se quemara. Había sido acusado de adulterio por miembros de su Cabildo. Asimismo, se le atribuye el que sonaran las campanas de la ciudad por sí solas al regresar de su exilio voluntario y beneficiar con la lluvia los campos yermos de la comarca, por mediación de la Virgen de Castrotierra. Esta imagen, después de los siglos, se saca en rogativa hasta Astorga, en años de sequía. Esa piedad popular lo pregonó temprano como santo.

Bibl.: E. Flórez, España Sagrada, vol. XVI, Madrid, Oficina de A. Martín-Imprenta de José Rodríguez, 1762, págs. 89- 108; M. Contreras, Historia del célebre santuario de Nuestra Señora de las Hermitas, Salamanca, Francisco de Toxar, 1798, págs. 97-110; E. Alonso de la Bárcena, Vida de Santo Toribio de Liébana, Palencia, 1873; A. Berjón, Nuevo Lucífero, Astorga, Est. Tipográfico de N. Hidalgo, 1903; M. Macías, Cronicón de Idacio, Orense, La Popular, 1904; P. Rodríguez, Episcopologio Asturicense, vol. I, Astorga, Porfirio López, 1906, págs. 114-138; M. Rodríguez, Historia de la muy Noble, Leal y Benemérita ciudad de Astorga, Astorga, Porfirio López, 1909, págs. 320-325; L. Alonso Luengo, Santo Toribio, obispo de Astorga, Madrid, Biblioteca Nueva, 1939; A. Quintana, “Toribio”, en Q. Aldea Vaquero, J. Vives Gatell y T. Marín Martínez (dirs.), Diccionario de Historia Eclesiástica de España, vol. IV, Madrid, Centro Superior de Investigaciones Científicas, Instituto Enrique Flórez, 1975, pág. 2575; M. A. González García, “Iconografía de Santo Toribio de Astorga: iconografía y fuentes”, en Cuadernos de Arte e Iconografía, t. VI, n.º 11 (1993), págs. 479-485; M. Martínez, “El Crucero de Santo Toribio”, en El Faro Astorgano, 2 (17 de abril de 1998); “Idacio ¿cronista de Astorga?”, en El Faro Astorgano, 2 (23 de octubre de 1998).



Iglesia de Santo Tomás de las Ollas

El nombre de la ermita, tomado del pueblo Santo Tomás de las Ollas, proviene del oficio principal de esa localidad: la alfarería. Proveían de género a la zona del Valle del Oza. La ermita fue donada por el Obispo de Astoga a la comunidad del Monasterio de San Pedro de Montes







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