SAN
FLORENCIO DE CARRACEDO
Florencio de Carracedo, San. El
Bierzo (León), c. 1090 – Carracedo (León), 25.XII.1152.
Eremita, monje cisterciense (OCist.) y abad de Santa Marina de Corullón,
trasladado a Carracedo. Propulsor de su unión a la reforma del Císter.
Parece
incuestionable que este monje intentó implantar en Carracedo la reforma del
Císter y hasta vivió sus observancias, pero no tuvo la suerte de que el
capítulo general de la Orden accediera a sus deseos, sin que se sepan los
motivos. Los historiadores antiguos del Císter le incluyen entre los santos de
la Orden y, modernamente, fray Justo Pérez de Urbel le incluye también en
el Diccionario de Historia Eclesiástica de España.
El
nacimiento de Florencio lo colocan en el Bierzo sin señalar lugar ni fecha.
Sólo se sabe que en los primeros años del siglo xii aparece haciendo vida
eremítica en las montañas de Corullón y, viéndose rodeado de un núcleo de
discípulos, fundó el monasterio de Santa Marina de Valverde en las
inmediaciones de Corullón. Allí se entregaron a una vida de perfección tan
encumbrada, que llamaba la atención de los habitantes de la comarca, y a
Florencio, por las pruebas evidentes de santidad de vida y disposición para
solucionar los negocios, le eligieron como abad. Su fama de hombre santo
trascendió a toda la comarca, favoreciéndole ampliamente tanto los fieles
comarcanos como la reina doña Urraca, quien le hizo repetidas dádivas en favor
suyo y de sus monjes. Y sucedió que su hijo Alfonso VII, hallándose en
Carracedo y viendo la vida lánguida que llevaba la comunidad, deseando
revitalizarla, de acuerdo con su hermana la princesa Sancha —promotora
incansable de la reforma cisterciense—, buscó una persona adecuada capaz de
llevarla a cabo. Pronto la encontraron en Florencio, el abad de Santa Marina de
Corullón. Puestos en contacto con él y con sus monjes, éstos aceptaron
satisfacer los deseos del Monarca y de su hermana Sancha.
Y como
el monasterio de Santa Marina era demasiado angosto para albergar una comunidad
respetable, aceptaron trasladarse todos a Carracedo hacia 1138. San Florencio
satisfizo con creces las esperanzas que habían depositado en él, logrando
levantar un edificio sólido y dotarlo de medios suficientes para poder albergar
una comunidad numerosa que pronto se fue formando, por cuanto llegaban sin
cesar nuevos candidatos atraídos por aquella vida santa entablada en Carracedo.
El santo, consciente del papel que le correspondía como responsable principal
de aquella entidad monástica, puso todos los medios para crear allí una escuela
de perfección. Hay prueba palmaria de ello en que, habiendo arribado a
Carracedo con un núcleo insignificante de monjes, se produjo una verdadera
explosión de santidad de vida, logrando convertir Carracedo en un vivero de
almas selectas que irradiarían espiritualidad en todo el noreste español.
Bajo su
gobierno en Carracedo, que se extiende entre 1138 y 1152, florecieron allí
simultáneamente san Pedro Cristiano, futuro reformador de San Martín de
Castañeda y más tarde obispo de Astorga; san Gil de Casayo, monje enviado a
reformar el citado San Martín de Castañeda, que terminó sus días haciendo vida
eremítica en las montañas del Valdeorras, donde se conserva recuerdo
imborrable; santo Domingo de Corullón, quien después de una vida santa en
Carracedo, se retiró a una cueva del pueblo del mismo nombre, dejando ejemplos
de vida admirable, según Herberto, otro de los monjes tenidos por santo,
contemporáneo de los anteriores; por último, san Diego, sucesor de Florencio en
la abadía que, a pesar de permanecer sólo tres años al frente de ella, dejó
fama inmarcesible de santo. Seis monjes santos contemporáneos en un mismo
monasterio es cosa infrecuente y sólo suele darse en épocas de especial
florecimiento que coinciden con una figura excepcional que va delante con el
ejemplo, un hombre de Dios. Tal es la alabanza que pregona las virtudes
heroicas de Florencio, verdadero pastor que en todo momento iba delante de sus
ovejas.
En esta
floración espléndida de santos, se descubren unas raíces ocultas que laten en
la vida del santo.
Los
catorce años trascurridos en Carracedo fueron de suma trascendencia. Se hallaba
el santo en la plenitud de su vida, viviendo intensamente la espiritualidad
benedictina, y habiendo tenido noticia de la santidad de vida que había
infundido en los monasterios de Francia la nueva observancia cisterciense, que
acababa de introducirse en España, el santo, deseoso de adherirse a ella, de
acuerdo con sus monjes puso los medios para incorporarse a la disciplina
cisterciense, juzgando que la nueva savia que le infundiera san Bernardo
serviría para que sus monjes vivieran con más perfección el ideal monástico.
Puso los medios para que Carracedo se integrara también en el Císter, pero no
se sabe por qué la Orden no aceptó bajo sus auspicios al monasterio de
Carracedo, a la sazón cabeza de un grupo de monasterios que le estaban sujetos.
No fue hasta los últimos años del siglo xii, o quizá en los comienzos del xiii,
pues la cronología de incorporación de los monasterios señala la de Carracedo
en 1203.
A pesar
de que la Orden del Císter no admitió a Carracedo en tiempo de san Florencio,
sin embargo, como él fue quien impuso las observancias del Císter en la casa,
bien puede ser considerado monje cisterciense, aunque sólo sea por los motivos
expuestos. A pesar de ello, lo mismo Manrique que Crisóstomo Henríquez, le
consideran dentro del catálogo de los santos cistercienses, aunque en rigor no
puede ser considerado. Su muerte la señalan los historiadores el 25 de
diciembre de 1152, habiendo sido inhumado en uno de los nichos del panteón de
Carracedo, mandado construir por doña Sancha en su propio palacio real, alzado
en medio del monasterio. Sobre su sepultura se grabaron unos sentidos versos
que decían: “En este sepulcro se encuentra Florencio, abad preclaro,
queridísimo del pueblo, frágil de cuerpo, prelado del rebaño del Señor.
Poderosamente florecía en la virtud de la pureza y en el valor de la verdadera
ciencia, en los dichos en los hechos. Vivió con auténticas y sobresalientes
virtudes, como hombre espiritual y santo”.
Mientras
hubo monjes en Carracedo, aquel sepulcro fue tenido en máxima veneración, pero
al llegar la desamortización en 1835, al ser arrasado el monasterio, fue
profanado en la esperanza de hallar dentro de él algún tesoro. Así, quedó
abierto y expuesto a las profanaciones continuas hasta que, en 1858, el obispo
de Astorga mandó recogerlos y colocarlos en una arqueta de madera al lado del
altar mayor. Años más tarde, otro prelado, Marcelo González Martín, ordenó
trasladarlos a la catedral de Astorga, donde se hallan en la actualidad.
Bibl.:
A. Manrique, Santoral Cisterciense, t. II, Burgos, 1610 (10 de
diciembre); A. de Yepes, Corónica General de la Orden de San
Benito, t. V, Valladolid, Francisco Fernández de Cordona, 1615, fols.
227 y ss. (Madrid, Atlas, 1959-1960); C. Henríquez, Menologium
Cisterciense, Antuerpiae, ex oficina Plantiniana Balthasaris Moreti,
1664, día 10 de diciembre, pág. 413, nota b; A. Quintana Prieto, Monografía
Histórica del Bierzo, Madrid, Talleres Tipográficos Ferreira, 1956,
págs. 213-214; Santoral de la diócesis de Astorga, Astorga,
Gráficas Cornejo, 1966, págs. 75-77; El Obispado de Astorga en los
siglos IX y X, Astorga, Archivo Diocesano, 1968, págs. 481y ss.; El
eremitismo en la diócesis de Astorga, Pamplona, 1970, pág. 411; “La
Reforma del Císter en el Bierzo”, en Archivos Leoneses, n.º
49, XXV (1971), págs. 77 y ss.; J. Pérez de Urbel, “Florencio”, en Q. Aldea
Vaquero, T. Marín Martínez y J. Vives Gatell (dirs.), Diccionario de
Historia Eclesiástica de España, vol. II, Madrid, Consejo Superior de
Investigaciones Científicas, Instituto Enrique Flórez, 1972, pág. 941; D. Yáñez
Neira, “El Monasterio de Carracedo, cantera de almas santas”, en Cistercium, XLIII
(1991), págs. 52-55; J. A. Balboa Paz, El Monasterio de Carracedo, León,
Ediciones Lancia, 1991, págs. 30 y ss.; F.º González, Fundación y
datación del Monasterio de Carracedo, según el manuscrito de fray Jerónimo
Llamas, Ponferrada, Institución Virgen de la Encina, 1993, págs. 210 y
ss.; P. Alonso Álvarez, Los abades del monasterio de Carracedo,
990-1835, Ponferrada, Imprenta Peñalba, 2003, págs. 38-41.
Damián Yáñez Neira, OCSO
SANTO
DOMINGO DE CARRACEDO
Domingo de Carracedo, Santo. Santo
Domingo de Corullón, el Ermitaño. ?, p. m.
s. XII – Carracedo (León), 1178. Monje benedictino (OSB) y cisterciense
(OCist.), ermitaño y santo.
Carracedo fue cabeza de una congregación de monasterios benedictinos que
florecieron en el Bierzo, Asturias y Galicia en los siglos X-XII, pero habiendo
aparecido en la iglesia la reforma del Císter, se fueron incorporando a ella no
pocos de ellos, viendo en ello una mejora notable de la observancia, dentro de
la misma espiritualidad benedictina. También Carracedo, siguiendo los anhelos
de san Florencio, intentó la incorporación al Císter a mediados del siglo xii,
pero no accedió fácilmente el Císter en admitirle hasta finales de aquel siglo.
No obstante, parece seguro que ya desde los tiempos del abad san Florencio, a
mediados del siglo xii se impuso en la casa la disciplina cisterciense, aun
cuando la incorporación no fue reconocida hasta fines del siglo XII. Es en esta
época de espera para realizar el cambio, cuando se tienen los primeros datos
sobre santo Domingo, aunque muy incompletos, debidos a la pluma de san
Herberto, compañero suyo.
Se le suele denominar santo Domingo de Carracedo, de Corullón o el
Ermitaño. Antes de retirarse a la ermita donde transcurrió la mayor parte de su
vida, había vivido santamente en Carracedo la vida monástica bajo la dirección
de san Florencio, siendo un auténtico modelo de piedad para todos los monjes.
Pero habiendo sentido fuerte el carisma de probar la vida de ermitaño,
solicitó de su abad autorización para retirarse a la soledad de una montaña.
Pues la regla benedictina, por más que pondera la vida cenobítica y la
considere como más adecuada para encumbrarse a la más alta perfección; sin
embargo, prevé el caso de que puede haber monjes a quienes Dios les pida más
retiro y le inspire vivir más en profundidad el carisma de la soledad. Tal fue
el caso de Domingo.
Expuestos sus deseos a su santo abad, viendo que procedían de Dios,
autorizó al monje a seguir las inspiraciones de la gracia, retirándose en las
montañas de Corullón, parajes no frecuentados por personas, donde pudo dar
rienda suelta a sus ansias de entrega a Dios en una austera penitencia
sumergido de continuo en alta contemplación. Las penitencias a que se entregaba
son más para admirar que para imitar, porque superan la flaqueza de una persona
ordinaria que no esté fortalecida con una fe ardorosa.
Su biógrafo habla de que, a imitación de san Antonio primer ermitaño,
sufrió Domingo rudos combates del enemigo, que no cesaba de armarle asechanzas
con objeto de amedrentarle y hacerle desistir de aquel género de vida. En una
ocasión se habla de que, paseando por entre las montañas, le salieron al camino
tres espíritus armados de espadas y arcos y se disponían a disparar contra él,
pero dándose cuenta de quiénes eran, lo poco que pueden sin la permisión
divina, continuó tranquilamente su camino hasta llegar a la cueva, donde siguió
residiendo saboreando las delicias que constituían para él aquel vivir sólo para
Dios. Habla el biógrafo de que no llegó a conocer una gracia muy singular que
tuvo, al merecer ser objeto de las delicadezas divinas, quien se dignó
alimentar a su siervo durante tres años, pues el santo se limitó a contestar
que a nadie de esta vida se lo comunicaría sin el consentimiento de Dios.
Continuó en aquella vida de entrega absoluta a Dios hasta su muerte,
cuya fecha se ignora, pero se sabe que vivía en las montañas de Corullón en
1178, y se cree que falleció poco después. Su recuerdo perduró durante siglos
en Carracedo, siendo considerado como uno de los hijos que más prestigio le
dieron, por sus admirables ejemplos en la comunidad, y luego desde la
luminosidad de la gruta de Corullón.
El culto que se le ha tributado viene desde la época medieval. Es del
tipo de aquellos santos que figuran en el catálogo sin que se les haya
instruido proceso, sino sencillamente por aclamación popular, que era la norma
que se seguía hasta mediados del siglo xii en que se reservó la santa Iglesia
el señalar con su magisterio las personas que merecían un culto especial en
razón de sus virtudes heroicas.
Bibl.: A. Quintana Prieto, Santoral de la diócesis de
Astorga, Astorga, 1966, pág. 20; D. Y áñez Neira, “Santo Domingo de
Carracedo”, en Nuevo Año Cristiano, Madrid, Edibesa, 2002,
págs. 44-45.
Damián Yáñez Neira, OCSO
SAN VALERIO DEL BIERZO
Valerio del Bierzo, San. Astorga (León), m. s. VII –
San Pedro de Montes (León), 25.IV.695. Ermitaño y escritor.
Valerio nació, según propia confesión, en la provincia de Astorga
(León), sin que se pueda precisar más el lugar y aventurar la fecha de su
nacimiento, aunque su nombre denota ascendencia hispanorromana. En su juventud
se dedicó al estudio, adquiriendo, según se trasluce de sus obras, un notable
conocimiento de los clásicos latinos. Pronto experimentó una radical conversión
que le hizo abandonar el mundo y retirarse al Monasterio de Compludo (León),
fundado por san Fructuoso poco antes. Animado por el deseo de una vida más
rigurosa, abandonó el monasterio y se retiró a una cueva, donde llevó vida
asperísima. Al poco empezaron a acudir gentes que le procuraron todo lo
necesario, pero la enemistad de un sacerdote llamado Flaíno, que llegó a
contratar a unos ladrones para que robaran y apalearan a Valerio, le obligó a abandonar
aquellas soledades.
Se retiró entonces a un lugar llamado Ebronanto, cuyo dueño, llamado
Ricimiro, al cabo de un año decidió destruir la iglesia y choza del anacoreta a
fin de levantar un nuevo edificio mejor dotado y más hermoso. Su idea era hacer
ordenar presbítero a Valerio para que cuidase de aquella iglesia propia, pero
la muerte de Ricimiro dio al traste con aquellos planes. Valerio se vio así
libre de un sacerdocio no deseado, pero en su lugar fue ordenado un músico
ambulante, deforme de cuerpo, llamado Justo; éste, que conocía la oposición que
Valerio había hecho a su ordenación, se dedicó a amargarle la vida, llegando
incluso al intento de asesinato. El ermitaño, sin embargo, no cejó en sus
propósitos y sólo abandonó aquel lugar cuando una orden del Rey (se ignora por
qué razones) mandó confiscar todos los bienes del difunto Ricimiro y destruir
la iglesia por él levantada.
Valerio decidió entonces acogerse al Monasterio de San Pedro de Montes
(León) y ocupar allí la cueva que antaño habitara san Fructuoso. Desde su
retiro se dedicó a la enseñanza de los jóvenes de los alrededores, que le
pagaban con buenos productos su magisterio. Valerio pudo hacer así numerosas
limosnas, pero su repentino enriquecimiento provocaba las envidias de los monjes,
que no dejaron de hacerle la vida imposible. Llegaron incluso a arrrojarlo de
la cueva durante tres años y continuamente le negaron hasta el alimento en las
épocas de carestía. Uno de los discípulos de Valerio llegó a morir en sus
brazos, aterido de frío; otro fue asesinado por un labrador instigado por los
mismos monjes. Pero nada hacía desistir a Valerio de su propósito, hasta que
logró finalmente el apoyo episcopal y real; en tiempos del rey Ervigio
(680-687) consiguió verse confirmado por el Monarca en la posesión de su choza
y los terrenos circundantes, e incluso parece que se le dio cierta autoridad
sobre la comunidad de San Pedro de Montes.
Desde entonces el ermitaño alcanzó la paz que deseaba y pasó los últimos
años de su vida en plena armonía con los monjes, a quienes adoctrinaba en la
vida monástica. Un sobrino suyo, de nombre Juan, vino con su criado Evagrio a
llevar su mismo modo de vida y juntos plantaron un jardín delicioso alrededor
de las celdas, que constituyó el solaz de Valerio en sus últimos años.
Todo cuanto se sabe de la vida de san Valerio fue escrito por él mismo,
en una especie de autobiografía, titulada Ordo querimoniae. Se
han conservado otras obras suyas de edificación monástica, además de una famosa
carta en la que ensalza la peregrinación de la virgen Egeria. Es también autor
de una compilación hagiográfica en la que recoge la vida de muchos padres del
monacato antiguo. Acerca de su muerte nada se sabe, e incluso la fecha
tradicionalmente aceptada sólo es conocida por testimonios muy tardíos.
Obras de ~: San Valerio (Nuño Valerio). Obras, ed. de
R. Fernández Pousa, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas
(CSIC), 1942.
Bibl.: E. Flórez, España sagrada, vol. XVI, Madrid,
Antonio Marín, 1762, págs. 324-349 y 366-416; Bibliotheca hagiographica
latina antiquae et mediae aetatis, vol. II, Bruselas, Socii
Bollandiani, 1900-1901, pág. 1228; J. Pérez de Urbel, Los monjes
españoles en la Edad Media, vol. I, Madrid, Instituto Valencia de Don
Juan, 1933, págs. 451-483; C. M. Aherne, Valerio of Bierzo. An ascetic of the late Visigothic period, Washington, The Catholic University of America Press, 1949; “Valerio del
Bierzo”, en VV. AA., Bibliotheca Sanctorum, vol. XII, Roma, Istituto Giovanni XXIII, 1969, cols. 817-919; U. D. del Val,
“Valerio del Bierzo”, en Q. Aldea Vaquero, T. Marín Martínez y J. Vives Gatell
(dirs.), Diccionario de Historia Eclesiástica de España, vol.
IV, Madrid, CSIC, Instituto Enrique Flórez, 1975, pág. 2705; T. González, “La
Iglesia desde la conversión de Recaredo hasta la invasión árabe”, en R. García
Villoslada (dir.), Historia de la Iglesia en España, vol. I,
Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1979, págs. 661-662; M. C. Díaz y
Díaz, Códices visigóticos en la monarquía leonesa, León,
Centro de Estudios e Investigación San Isidoro, 1983, págs. 132-136; H.
Fros, Bibliotheca hagiographica latina antiquae et mediae aetatis.
Novum supplementum, Bruselas, 1986, pág. 853; C. Argente del Castillo
Ocaña, “Valerio del Bierzo, San”, en M. Artola Gallego (dir.), Enciclopedia
de Historia de España, vol. IV, Madrid, Alianza Editorial, 1991, págs.
854-855; F. J. Udaondo Puerto, “La autobiografía de Valerio del Bierzo”, en VV.
AA., Actas I Congreso nacional de latín medieval, León,
Universidad, 1995, págs. 379-386; M. C. Díaz y Díaz (ed.), Valerio del
Bierzo. Su persona. Su obra, León, Centro de Estudios e Investigación
San Isidoro, 2006.
Miguel C. Vivancos Gómez, OSB
SAN GENADIO DE ASTORGA
Genadio de Astorga, San. ?, m. s. ix – c.
935. Obispo, fundador monástico.
Tuvo Genadio una prolongada vida, en la que conoció los reinados de
Alfonso III, García I, Alfonso IV y Ramiro II.
Fue monje en el monasterio de Ageo (Ayoó de Vidriales, Zamora), pasando
en la última década del siglo ix a repoblar y restaurar el monasterio de San
Pedro de Montes, en el Bierzo; en la aventura le acompañaban doce compañeros
del monasterio zamorano, entre los que se encontraban Fortis y Salomón, que
fueron sucesores correlativos de Genadio en la silla episcopal astorgana. El
paso hacia el valle del Silencio se realizó el año 892, y el 895 estaba
restaurado el monasterio y la vida en comunidad siendo designado como abad
Genadio. Inmediatamente fue favorecido por el entonces obispo Ranulfo y por
Ordoño II (en ese momento, solamente rey de Galicia), quien le concedió un
amplio coto en torno al monasterio, libros litúrgicos y alhajas para el culto.
El año 909 Alfonso III efectuó una visita a Montes, en la que, a base de
ruegos y presiones, convenció a Genadio para que ocupara la silla episcopal de
Astorga; la rebelión de Vermudo el Ciego y la tiranía que
había implantado en la capital de la diócesis extorsionaba grandemente la vida
religiosa. Obedeciendo al Rey, Genadio mismo dice que fue arrastrado al
pontificado, incorporándose también a la Corte, pues así lo confirman varios
documentos reales. De este “acto de fuerzo espiritual” puede proceder la famosa
“arqueta de San Genadio” que Alfonso y su esposa Jimena donaron al obispo,
tenida por los expertos como pieza señera del arte suntuario.
Alejado del trono Alfonso, Genadio mantuvo gran ascendencia sobre sus
hijos y herederos García y Ordoño.
Un año después, en 910 falleció el rey Alfonso en Zamora y fue enterrado
en la catedral de Astorga; precisamente en el sepulcro paleocristiano que hoy
se custodia en el Museo Arqueológico Nacional.
Genadio estuvo en la consagración de San Miguel de Escalada, en el año
913, según reza la lápida conmemorativa.
El 919, acaso el 920, sorpresivamente Genadio renunció al episcopado,
según atestigua su discípulo e hijo espiritual Salomón; abandonó la sede para
dedicarse a la vida monástica. No atendió a los ruegos y súplicas de Ordoño II,
a quien aconsejó que nombrara como sustituto para la sede a su discípulo y
compañero desde Ageo, el abad Fortis. Genadio se retiró al Bierzo, al valle del
Silencio, haciendo vida de anacoreta en una zona escarpada, donde hoy persiste
la llamada “cueva de San Genadio”.
San Genadio llevó a cabo una sobresaliente labor en la fundación de
monasterios o la restauración de la vida monástica en otros, entre los que se
pueden citar San Pedro de Montes, Santiago de Peñalba, San Andrés de Montes,
Santa Lucía de Castañeda, San Pedro Castañero, Compludo, San Martín de
Castañeda o San Alejandro; edificó ermitas y oratorios como las de Santo Tomás,
de la Cruz, San Martín y San Cipriano; fundó villas y repobló sus cotos como la
de Santa María y la de San Juan, o granjas como la de San Esteban. Merece
especial atención el destino de su biblioteca, pues en puridad se puede decir
que san Genadio fundó e instauró la primera biblioteca ambulante. A su muerte
donó sus libros para que se usaran en todos los monasterios de la zona llamada
“Tebaida berciana”, intercambiándose cada cierto tiempo.
Fue sepultado en Peñalba y en el siglo xvi la duquesa de Alba sustrajo
sus restos de la iglesia, los trasladó a Villafranca y posteriormente al
monasterio de la Laura, en Valladolid.
Bibl.: E. Flórez, España Sagrada, vol. XVI, Madrid,
Oficina de A. Martín-Imprenta de José Rodríguez, 1762, págs. 129- 148; A.
Berjón, Nuevo lucífero, Astorga, Est. Tipográfico de N.
Hidalgo, 1903, págs. 47-220; P. Rodríguez, Episcopologio Asturicense
II, Astorga, Porfirio López, 1907, págs. 33-48; “Las fundaciones de
San Genadio”, en Archivos Leoneses, IXX (1956), págs. 55-118;
A. Quintana, El obispado de Astorga en los siglos ix y x, Astorga,
1968, págs. 65-216; “San Genadio y su época”, en El monacato en la
Diócesis de Astorga durante la edad media: Astorga, 15, 16 y 17 de diciembre de
1994: actas del congreso, Astorga, Ayuntamiento, 1995, págs. 51-63.
Martín Martínez Martínez
SANTO TORIBIO DE ASTORGA
Toribio, Santo. ?, p. m. s. v – c.
480. Obispo de Astorga, santo.
Es el más célebre de los obispos astorganos, tenido como santo desde la
Edad Media, proclamado patrono de la diócesis y de la propia ciudad. La
tradición lo hace miembro de una noble familia.
Tal vez influido por las experiencias de la monja Egeria, bien joven
peregrinó a los Santos Lugares donde, se dice, recibió la orden clerical. En
tierra santa permaneció durante varios años, siendo designado custodio de las
santas reliquias, muchas de las cuales trajo consigo a su regreso a Astorga;
destaca un trozo del brazo izquierdo de la Santa Cruz cuya mayor parte se
guarda actualmente en el Monasterio de Santo Toribio de Liébana. De camino a su
ciudad natal, se detuvo en Constantinopla, donde intimó con el Emperador y su
esposa Pulqueria, a quien entregó la famosa imagen de la Virgen pintada por san
Lucas, conocida como la Odiguitría. Asimismo, visitó, en Roma, al
papa san León con quien, posteriormente, mantuvo correspondencia sobre el
rebrote priscilianista en España, y con cierta virulencia en Astorga.
Nombrado obispo de Astorga, concentró su esfuerzo en rebatir la herejía
de Prisciliano, con los consejos y apoyos de los obispos Idacio y Ceponio, de
san Cipriano y del mismo papa León. Además hubo de hacer frente a las insidias,
calumnias y falsos testimonios que recibía de su propia curia, especialmente de
su deán, por lo cual él mismo se desterró de la diócesis por un tiempo.
El año 456 Teodorico, después de arrasar Mérida, infringió una severa
derrota a los suevos en las inmediaciones del río Órbigo. Con engaños y
añagazas, el bárbaro convenció a los astorganos y éstos le abrieron las puertas
de sus murallas. Astorga fue pasada a sangre y fuego, totalmente destruida, y
sus habitantes pasados a cuchillo. Teodorico se llevó como rehén, junto con
otros astorganos, a santo Toribio a Toulouse; le acompañaba en el cautiverio el
obispo de Chaves, Idacio, quien se encontraba en Astorga, dejando constancia de
los hechos en su Cronicón.
Puesto en libertad Toribio regresó a su diócesis, aprestándose a la
reconstrucción de la ciudad y a poner orden en su iglesia.
La piedad popular le atribuye numerosos milagros ya en vida, como el de
las ascuas que portó sobre su roquete, sin que se quemara. Había sido acusado
de adulterio por miembros de su Cabildo. Asimismo, se le atribuye el que
sonaran las campanas de la ciudad por sí solas al regresar de su exilio
voluntario y beneficiar con la lluvia los campos yermos de la comarca, por
mediación de la Virgen de Castrotierra. Esta imagen, después de los siglos, se
saca en rogativa hasta Astorga, en años de sequía. Esa piedad popular lo
pregonó temprano como santo.
Bibl.: E. Flórez, España Sagrada, vol. XVI, Madrid, Oficina
de A. Martín-Imprenta de José Rodríguez, 1762, págs. 89- 108; M.
Contreras, Historia del célebre santuario de Nuestra Señora de las
Hermitas, Salamanca, Francisco de Toxar, 1798, págs. 97-110; E. Alonso de
la Bárcena, Vida de Santo Toribio de Liébana, Palencia, 1873; A.
Berjón, Nuevo Lucífero, Astorga, Est. Tipográfico de N. Hidalgo,
1903; M. Macías, Cronicón de Idacio, Orense, La Popular, 1904; P.
Rodríguez, Episcopologio Asturicense, vol. I, Astorga, Porfirio
López, 1906, págs. 114-138; M. Rodríguez, Historia de la muy Noble,
Leal y Benemérita ciudad de Astorga, Astorga, Porfirio López, 1909, págs.
320-325; L. Alonso Luengo, Santo Toribio, obispo de Astorga,
Madrid, Biblioteca Nueva, 1939; A. Quintana, “Toribio”, en Q. Aldea Vaquero, J.
Vives Gatell y T. Marín Martínez (dirs.), Diccionario de Historia
Eclesiástica de España, vol. IV, Madrid, Centro Superior de Investigaciones
Científicas, Instituto Enrique Flórez, 1975, pág. 2575; M. A. González García,
“Iconografía de Santo Toribio de Astorga: iconografía y fuentes”, en Cuadernos
de Arte e Iconografía, t. VI, n.º 11 (1993), págs. 479-485; M.
Martínez, “El Crucero de Santo Toribio”, en El Faro Astorgano, 2
(17 de abril de 1998); “Idacio ¿cronista de Astorga?”, en El Faro
Astorgano, 2 (23 de octubre de 1998).
Iglesia
de Santo Tomás de las Ollas
El nombre de la ermita,
tomado del pueblo Santo Tomás de las Ollas, proviene del oficio principal de
esa localidad: la alfarería. Proveían de género a la zona del Valle del Oza. La ermita fue donada por el Obispo de Astoga a la comunidad del Monasterio de San
Pedro de Montes
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