SANTA MARÍA DE HUERTA
Monasterio Cisterciense
Patio Herreriano
Sepulcro del arzobispo Ximénez de Rada
Refectorio de los monjes con la escalera del
púlpito a la derecha
Cocina medieval
Arco Carpanel
Claustro gótico del monasterio
Introducción
Cuando, por tren o carretera y siguiendo el curso
del Jalón, afluente del Ebro, y dejando a la derecha la villa de Arcos de
Jalón, se sale al campo abierto, árido y pobre en vegetación, a unos cuantos
kilómetros se encuentra, todavía en la provincia de Soria, la pequeña villa de
Santa María de Huerta; en medio la mole imponente y cálida del monasterio del
mismo nombre. El acceso al monasterio es fácil y cómodo, a medio camino entre
Madrid y Zaragoza y a unos ochenta kilómetros de la capital de provincia. Al
llegar al lugar, los primitivos monjes se encontraron con un pequeño poblado,
la aldea de Huerta, que desapareció muy pronto. El actual pueblo de Huerta
surgió alrededor del monasterio, como grupo de arrendatarios de los monjes y
bajo la dependencia espiritual y temporal de los mismos; era el Barrio de
Huerta, y se mantuvo hasta la exclaustración de 1835. Huerta adquiere el título
de Villa y se le antepone el de Santa María, hacia 1850. El núcleo
geográfico-humano de Santa María de Huerta tiene notas especiales. El valle del
Jalón, ya desde la misma prehistoria, es una vía importante de comunicación y
un lugar de asentamientos humanos. Los vestigios arqueológicos lo revelan. Si
Huerta, cuando llegan los monjes, es un pequeño poblado, la arqueología de la
zona supone un aglomerado anterior y de mayor envergadura. Los restos de varios
castillos de los alrededores lo detectan.
Breves rasgos históricos de la Orden de Císter
El monasterio de Santa María de Huerta ha sido
cisterciense siempre, salvo desde la exclaustración de 1835 a la restauración
de l930, y ha seguido todas las vicisitudes de la historia de la Orden. Cuando
a finales del siglo XI, un grupo de monjes se escinde de la comunidad
cluniacense de Molesmes, en la Borgoña (Francia), se está produciendo una
corriente social y espiritual muy movida de experiencias y proyectos. El
retorno al Evangelio, la pobreza y el retiro del mundo o vida eremítica,
condensan las líneas de esta corriente espiritual. Roberto con 21 monjes sale
de Molesmes en 1098 y se dirige al lugar de Císter; aquí puede Roberto realizar
sus ideales de una auténtica vida monástico-benedictina, aunque al poco tiempo,
es obligado por el Papa a retornar a Molesmes, con parte del grupo inicial,. Le
sucede Alberico, quien muere a los pocos años. Las dificultades económicas y de
personal cambian radicalmente cuando empieza su abadiato el tercer abad,
Esteban Harding (1110), e ingresa Bernardo de Claraval con un buen contingente
de postulantes (1113); en esta última fecha se realiza la primera fundación de
Císter. Císter nace de un deseo de autenticidad y de radicalidad evangélicas y
de un afán de soledad y de retiro del mundo. La pobreza, más radicalizada en
Bernardo, se cifra en la sencillez y el despojamiento en la búsqueda de Dios
que refleja el arte cisterciense, y en el trabajo manual, como signo de
liberación y del ganarse el pan con sus propias manos.
Otras notas de su espiritualidad son el humanismo,
la atención al hombre en su relación personal con Dios, la búsqueda de Dios en
la escuela del amor fraterno. Por afán de soledad y de vida enclaustrada, los
monjes acogen a laicos, salidos de estamento inferior de la sociedad, para que
se dediquen al cuidado de la granjas alejadas del monasterio; son los hermanos
conversos. A pesar de los inicios tan precarios, la Orden se expande con fuerza
y rapidez. De 1113 a 1115 se llevan a cabo cuatro fundaciones, los
proto-monasterios de la Orden, la Ferté, Pontigny, Claraval y Morimond. En 1134
son ya casi un centenar, y varios centenares cuando muere en 1153 san Bernardo,
el gran artífice y catalizador de este gran crecimiento. La expansión abarca 2
también a la Península ibérica. Ante este hecho, los padres de Císter ofrecen
dos documentos básicos: el Exordio Parvo, que recoge la intención inicial, y la
Carta de Caridad, que presenta la estructura íntima de la Orden y ordena la
relación de los monasterios entre sí, basada en la caridad, por los lazos de
paternidad/maternidad y filiación.
La Orden entra en la Península ibérica hacia 1140;
se desconoce cuál fue el primer cenobio cisterciense hispano. De las cinco
Casas primitivas, Císter y los cuatro protomonasterios, fueron Claraval y
Morimond quienes principalmente se repartieron las fundaciones en los reinos
peninsulares; Císter solamente atendió a alguna petición de compromiso.
Claraval fundó directamente 12 monasterios en el oeste peninsular: Sobrado,
Osera, Melón, Monfero, Armenteira, Montederramo, Acebeiro y Oya, en Galicia;
Moreruela, Valparaiso y Sandoval en León; La Espina en Castilla. También a
través de sus filiales francesas, Fontfroide y Grand Selve, fundó los
monasterios catalanes de Poblet y Santes Creus. Casi todas las fundaciones de
la línea de Morimond se realizaron a través de sus filiaciones pirenaicas. A
Scala Dei pertenecen los monasterios navarros de Fitero y La Oliva; Veruela en
Aragón; Bujedo, Sacramenia y Montsalud en Castilla. Filiaciones de Berdous son
los castellanos de Huerta, Valbuena y Óvila. Cristá funda Matallana en dicho
reino; y Gimond, el aragonés de Rueda. El resto de los monasterios son filiaciones
de abadías peninsulares. De todos ellos, Huerta, La Oliva, Poblet, Osera,
Sobrado, Armenteira (hoy habitado por monjas) y el asturiano de Valdediós son
los únicos en que ha vuelto a renacer, tras la desamortización del XIX, la vida
monástica cisterciense.
Huerta
en la Edad Media
Los fundadores de Huerta se asientan, en primer lugar, no
se sabe con precisión cuándo, en la villa desierta de Cántavos, perteneciente
al actual municipio soriano de Fuentelmonge y a quince kilómetros de Huerta.
Llevaban los monjes ya en Cántavos algunos años, cuando a últimos de enero de
1151, el emperador Alfonso VII de Castilla autoriza y confirma la fundación. La
permanencia de los monjes en este lugar fue de corta duración; alrededor de
1162, se trasladan a la granja de Huerta, que habían adquirido hacia 1152.
Durante la estancia de los monjes en Cántavos, dos
abades, modelos de santidad rigen el cenobio. El primero, Rodulfo, el fundador,
da los primeros pasos de consolidación de la fundación; el otro, Blas, que
acoge en la comunidad a san Martín de Finojosa, conducirá el traslado y los
primeros años de la estancia en Huerta.
El primer abad elegido en Huerta es Martín de Finojosa,
nuestro Padre san Martín. La labor del joven abad será consolidar la comunidad
y construir el monasterio prácticamente desde la base. En esta empresa, Martín
cuenta con sus hermanos y también, sobre todo en la parte material, con la
aportación de los reyes de Castilla y de Aragón, de la nobleza castellana, e
incluso de la gente más humilde. De esta época arrancan las majestuosas edificaciones
hortenses y el empuje de la comunidad monástica. Martín deja el abadiato, al
ser nombrado obispo de Siguenza, donde permanece unos ocho años; luego retorna
a Huerta, dedicándose a la vida monástica contemplativa, hasta el final de sus
días, el 16 de septiembre de 1213.
El XIII, a todos los niveles, es un siglo de crecimiento
progresivo y de culmen; pero en sí mismo lleva los gérmenes de decrepitud, que
explotarán en los siglos XIV y XV, los que a su vez abrirán las puertas a la
modernidad del XVI. Huerta sigue las mismas vicisitudes de crecimiento y
consolidación en el siglo XIII, y tendrá las suficientes fuerzas para navegar
con cierta holgura en las estrecheces del XIV; no podrá evitar el declive del
XV, que le inducirá a asumir la reforma de la Congregación Cisterciense de
Castilla. La primera mitad del siglo XIII, llena la historia de Huerta, lo
mismo que la historia civil y eclesiástica de Castilla el ilustre navarro, don
Rodrigo Jiménez de Rada, arzobispo de Toledo.
El siglo XIV se caracteriza por las luchas intestinas
entre la nobleza y la corona y por el hambre y la peste que azotan a todo el
occidente. Huerta, sin embargo, mantiene su línea de crecimiento económico y
espiritual. La guerra de los dos Pedro, Pedro I de Castilla contra Pedro IV de
Aragón, afectan directamente al monasterio; Huerta es un monasterio frontera.
Las devastaciones de la soldadesca están a la orden del día, sin contar con la
rapiña de los vecinos que se aprovechan del mar revuelto. Esto afecta a la vida
de la comunidad, hasta el punto de pensar en abandonar el lugar y dispersarse
por otros monasterios.
Con el siglo XV entra Huerta en el túnel oscuro de su
historia. Después de sufrir a un abad profano y dilapidador de los bienes del
monasterio, los cercanos duques de Medinaceli se inmiscuirán en la vida interna
de la comunidad y se sucederán elecciones controvertidas, expulsiones de abades
y sobre todo la división interna de la comunidad. Dentro de este clima, la
encomienda es pedida por los mismos monjes, para poner remedio a tantos males.
Los cuatro abades comendatarios, Juan Madaleno, monje de Poblet, don Pedro
González de Mendoza, obispo de Calahorra, y el tío y sobrino, don García de
León y don Álvaro López de León, los dos benedictinos, se entregaron de lleno
al gobierno material y espiritual de la comunidad. Ellos la prepararon para
entrar en la reforma de la Congregación cisterciense de Castilla, que estaba en
marcha. Este acto tuvo lugar en 1498; se abre una nueva época.
Historia Moderna -
Monasterio Santa María de Huerta
El
Siglo de Oro de Huerta
El ingreso de Huerta en la Congregación de Castilla fue
un paso importantísimo para la comunidad y también para la misma Congregación.
El retorno al primitivo Císter motiva este movimiento, que nace en el
monasterio toledano de Monte Sion, a impulsos del monje de Piedra fr. Martín de
Vargas, a finales de la década segunda del siglo XV. Un obstáculo serio fueron
los abades comendatarios, que intentan jubilarlos o integrarlos en el mismo
movimiento.
Lo acabamos de ver, Huerta asume la reforma en las
postrimerías del siglo XV. Los primeros abades reformados son temporales y
vienen de fuera, se integran bien en la comunidad respondiendo a sus
necesidades espirituales y temporales. Poco a poco abades de la casa irán
tomando las riendas, hasta serlo del monasterio de una manera ininterrumpida;
también Huerta suministrará monjes para los diversos cargos del Císter
castellano, y algunos pasarán también a la Congregación de Aragón.
El siglo de oro de la comunidad hortense abarca los siglos
XVI al XVII, resaltando principalmente desde la segunda mitad del primero hasta
el final de la primera del segundo. Los primeros años son de consolidación,
preparación intelectual, espiritual y material del cenobio, y los últimos un
vivir de las rentas anteriores. Hay una correspondencia con las vicisitudes
sociopolíticas del entorno. Siguen las convulsiones internas de la época
anterior y los esfuerzos se dirigen a su pacificación.
Esta labor callada de consolidación se va gestando a
través de las dificultades internas, y sobre todo de las intrigas de los
señoríos del entorno, los duques de Medinaceli y los señores de Ariza; en este
contexto, los monjes se deshacen del señorío de Torrehermosa, a finales del
siglo XVI. En medio de estas luchas y enfrentamientos se desarrolla la vida de
un gran santo de la 4 tierra, san Pascual Bailón, nacido Torrehermosa en 1540 y
fallecido en 1592 como lego franciscano en Villarreal, Castellón, dos años
antes de la venta de su pueblo por los monjes.
Con todo, el patrimonio y hacienda del monasterio siguen
pujantes, como aparece en las obras de construcción. De esta época son el
claustro alto plateresco y el claustro herreriano, la biblioteca hoy casi
destruida y el refectorio del siglo XVII, convertido en la actual biblioteca, y
también el coro de nogal y el órgano. Es también amplio el trabajo de
ornamentación, con cuadros y pinturas murales, de las diversas estancias
monásticas, muchas de ellas desaparecidas y de muy dispar valor.
Los frutos ubérrimos de santidad, por otro lado, y el
nivel intelectual que se consiguen, denotan, por otra parte, una intensidad de
vida espiritual en la comunidad. Algunos monjes y abades morirán en olor de
santidad, sobresaliendo por su amabilidad, piedad y recia vida ascética. A
partir de 1550 varios monjes ocupan cargos relevantes en la Congregación; seis
de ellos, como muestra, serán abades generales de la misma. Los Venerables Fr.
Luis de Estrada y Fr. Froilán de Urosa ejercerán de maestros espirituales en la
Congregación. Fr. Crisóstomo Enríquez, cronista general, fallecido
prematuramente, dedicará su pluma a la hagiografía cisterciense. Además de lo
específico de la Orden, como su historia, así los Annales de fr. Angel
Manrique, los monjes hortenses tocarán los diversos campos de la teología,
sagrada Escritura y otras ciencias, como la literatura, las matemáticas, etc.
Muchos monjes hortenses fueron catedráticos en los
colegios y universidades de la época, en Alcalá, Salamanca y Valladolid, y
otros, predicadores de la corte. Sin contar a Martín de Finojosa de los
comienzos, seis obispos saldrán del claustro hortense para regir diversas
diócesis dentro del vasto imperio español, peninsulares y de ultramar; entre
estos últimos, fr. Pedro de Oviedo, arzobispo de Quito y de la Plata y antes de
Santo Domingo, ambas en Hispanoamérica.
En
camino hacia el declive final
Los siglos XVIII y XIX son un lento y definitivo camino
hacia el fin en la historia antigua de Huerta. Desde diversos puntos vendrán
las embestidas, que los monjes intentarán sortear siempre con la energía de un
árbol vigoroso que se resiste a morir. Se abre el siglo XVIII con un viraje
político: la supresión de los Austrias y la entrada de los Borbones con la
subsiguiente guerra de sucesión, que afecta fuertemente a los monjes, sus edificios
y haberes.
La expulsión de los jesuitas del vasto imperio español
por Carlos III y su supresión en toda la cristiandad, lo mismo que la
revolución francesa afectarán sicológicamente a los monjes. Añadamos a esto
algunas catástrofes climatológicas, endémicas en esta época. En unos diez años,
entre 1761 y 1772, tres inundaciones acaecen en el monasterio y en sus
posesiones. La memorable fue la última, que inundó toda la planta baja del
monasterio, con ruptura de cercas, puertas e inundación e inutilización de
víveres y enseres de los monjes; las pérdidas y daños fueron inmensos.
También se reestructuran partes del monasterio, como la
portería y la plaza. Es destacable en esa época la obra del retablo central del
altar mayor, tallado y dorado en 1766; los tallistas son de Calatayud y los
doradores de Zaragoza; grandes fiestas organiza el monasterio para su bendición
e inauguración. Un análisis interno de la comunidad descubre, por otra parte,
que los monjes siguen con su tarea primordial.
El siglo XIX acaba con esta gran vitalidad y capacidad de
reacción de los monjes. Como fruto de la mentalidad ilustrada, que se ha venido
fraguando durante el siglo anterior, los gobiernos pretenden suprimir las
órdenes religiosas y confiscar todos sus bienes. Entramos de 5 lleno en la
desamortización de los regulares y su exclaustración. En estos treinta y cinco
primeros años del siglo van a ser tres. La primera surge tanto del invasor como
de las Cortes de Cádiz; aquí afecta la del francés José Bonaparte. Los monjes son
expulsados y enajenados sus bienes. Dos monjes y un seglar, los padres cura y
cillerero y el panero, contra todas las leyes, se quedan dentro del monasterio,
para estar al cuidado del patrimonio. En 1812, el abad reagrupa a todos los
hermanos y pone en marcha la vida de la comunidad.
De 1820 a 1823, de nuevo los monjes son expulsados del
monasterio con la confiscación de sus bienes. Con la restitución en el trono de
Fernando VII, en 1823, los monjes retornan al monasterio y, aunque no toda, se
les devuelve la hacienda usurpada. La década ominosa, de 1823 a 1833, y última
de persistencia de los monjes, es como el canto de cisne de las antiguas
glorias de Huerta. La comunidad cuenta, en una lista de 1828, con más de
setenta monjes nominales y más de cuarenta residentes; el resto presta sus
servicios a otros monasterios y a la Congregación. En estas circunstancias, hay
un intento de recuperación económica, muy difícil, por no decir imposible.
Y desembocamos en la definitiva exclaustración y
desamortización de 1835. La conjunción del altar y el trono, en la concepción
política de los monjes y de la iglesia hispana en general, será en definitiva
muy perniciosa; se convertirán en juguete de los vaivenes políticos de la
época; estarán en el punto de mira de las críticas y odios de unos y de otros.
En Huerta, los monjes abandonaron el monasterio cuando vino de Soria la orden
de expulsión, proclamada el 12 de octubre y notificada el 15 del mismo mes, de
1835. El Padre cura se quedó en el pueblo, y no muy lejos del mismo, el abad
con un converso y un criado, para poder atender a las necesidades de los monjes
dispersos.
Hasta aquí la historia de la antigua Santa María de
Huerta. La pequeña semilla del principio se hizo un árbol gigantesco. A todos
los niveles se puede decir que, cuando otros monasterios, estaban
languideciendo y en las últimas, Huerta se sentía con fuerzas y con ganas de
futuro, para proyectar una nueva etapa. El golpe final de 1835 fue fatal e
hicieron falta casi cien años para que se pudiera empezar de nuevo y hacer
resurgir la cenizas latentes de los gloriosos tiempos anteriores.
La
nueva Santa María de Huerta
La Congregación de Castilla terminó por desaparecer, a
partir de la exclaustración de 1835. Los nuevos monjes que llegan a Huerta, en
1930, pertenecerán a una rama de la Orden, nacida del movimiento de la Estrecha
Observancia del siglo XVII y, que, tras muchas vicisitudes, se reagrupará en
1892 por mandato de León XIII en la Orden Cisterciense de la Estrecha
Observancia. Noventa y cinco años de abandono del monasterio no fueron
suficientes para hacer desaparecer el edificio monasterial. El pueblo, que
siempre ha sido un handicap para el ambiente de separación del mundo en Huerta,
en este caso será, en términos generales, el salvador de los edificios. Otras
circunstancias más cooperarán en este empeño; en primer lugar la suerte de que
el último prior claustral de Huerta, fr. Gregorio Pérez Alonso, sea el párroco
de la ahora villa de Santa María de Huerta, desde 1849 a 1874, en que murió.
El P. Gregorio cuidó con esmero y más allá de sus fuerzas
de todo el conjunto de las edificaciones; el gobierno de Soria le hará
encargado oficial de su conservación. Los diversos párrocos sucesivos siguen la
misma tónica de cuidado y atención, con idéntico entusiasmo y cariño. A pesar
de la declaración del conjunto monasterial como monumento nacional en agosto de
1882, sin la labor callada y constante de los párrocos y la colaboración del
pueblo, tamaña empresa nunca hubiera sido posible. Recordamos la solicitud y
cuidado de don Juan García Gutiérrez, párroco de 1877 a 1903, y sobre todo de
don Simón López Tello, párroco de 1916 a 1951, verdadero fundador del
monasterio. El conjunto del monasterio nunca se llegó a enajenar, por lo que,
según las leyes en vigor, pertenecía a la mitra de Sigüenza.
Tras diversos propietarios, a partir de las subastas de
1846, parte de la hacienda monacal antigua, en el término municipal de Santa
María de Huerta, fue a parar, por mediación de su tío, don Antonio Cerver y
Glande, a doña Inocencia Serrano, viuda del Valle, que casará por esas mismas
fechas, en 1871, en segundas nupcias, con don Enrique de Aguilera y Gamboa,
marqués de Cerralbo. El marqués construyó su palacio junto a las antiguas
caballerizas e inició el estudio arquitectónico e histórico del monasterio. La
propiedad la tenía por derecho de consorte; la donante testamentaria fue su
hijastra, doña Amelia del Valle y Serrano, que ostentaba, por fallecimiento de
su hermano, el título de marquesa de Villahuerta.
Unos años antes de morir, en 1918, el marqués de Cerralbo
entra en contacto con los cistercienses de San Isidoro de Dueñas, pero sin
resultado alguno. La marquesa, por su parte, ha conectado con la abadía de
Viaceli, en Cantabria, y más en concreto con su prior claustral, el venerable
P. Pío Heredia, quien la solía visitar cuando pasaba por Madrid. Cuando se abre
el testamento, se conoce la intención de la donante y el destino de los bienes
que lega. Se encargará de la fundación la abadía cisterciense de Viaceli; esta
abadía empieza su singladura en l908, con un grupo de monjes provenientes de
Santa María del Desierto, en Francia; desde los inicios hasta 1940, rige la
comunidad Dom Manuel Fleché.
Como se exige la creación de una escuela de formación
agrícola para niños y atender a la educación de las niñas, los albaceas
piensan, por una parte, que es más urgente la enseñanza primaria ante los
muchos niños sin escolarizar, y por otra, que para las niñas es más conveniente
ofrecer parte del legado de la marquesa a un instituto religioso dedicado a la
enseñanza; traen un grupo de Religiosas del Sagrado Corazón, que se instalan en
el palacio del marqués y fincas anexas.
La fundación la aprueba el Capítulo General, el 16 de
septiembre de 1927. El 22 de junio de 1930, llega a Huerta el P. Lorenzo
Olmedo, el nuevo superior, con otro monje, y da comienzo el patronato y la
nueva fundación. El 25 de septiembre llegan más monjes e inician formalmente la
vida monástica; el 26 de octubre se inaugura el curso con la bendición de las
escuelas de los niños y de las niñas. Para el Capítulo General de 1936 se
piensa en la erección canónica en priorato independiente.
Como es
obvio, este mandato no llegó a cumplirse, ya que unos meses antes de la
celebración del capítulo empieza la guerra civil. Al iniciarse la contienda, el
superior, P. Lorenzo Olmedo, huye a Sigüenza y allí, de modo desconocido, tal
vez asesinado, acaba sus días. El monasterio, sin embargo ha caído en la
llamada zona nacional y se puede seguir la vida monástica. Al final de la
contienda, el balance de la casa madre es lamentable; en Santander matan
dieciocho monjes, el meollo de la comunidad, y varios ya no regresan.
La situación complicada de la casa madre hace inviable de
momento la fundación. Hay que esperar a 1949, normalizada la situación, para
enviar un nuevo contingente y pensar en la erección de priorato titular. El
nuevo grupo está encabezado por el P. Ignacio Astorga, quien, en 1950, es
elegido primer prior titular. Se reciben los primeros oblatos, se potencia una
industria para el mantenimiento de la comunidad y se gestiona para la
restauración y habilitación del monasterio, al menos, para poder llevar
normalmente la vida monástica.
Antes de diez años hay ya un plantel bueno de jóvenes, y
ha sido posible adaptar la parte más moderna y más a mano del monasterio. En
este momento, de una manera arriesgada y valiente, el P. Ignacio, dada la
dificultad de formarlos dentro, envía a todos los jóvenes a estudiar a Roma y a
los monasterios de Viaceli y de San Isidoro de Dueñas. Son cuatro años 7
fundamentales para el futuro de la comunidad. En 1962, VIII Centenario de la
fundación, se ordenan tres sacerdotes nuevos y hay otras tantas profesiones
monásticas. Así mismo por estas fechas se da un fuerte impulso restaurador en
la parte monumental. Son años muy importantes para la consolidación de la
comunidad. En 1965, Huerta es erigida en abadía y es elegido primer abad de la
restauración Dom Ignacio Astorga.
El posconcilio se asume con ilusión y se toma en serio la
labor de la renovación; esto no impide que la comunidad sufra las secuelas
negativas de esta época: la carencia de vocaciones y el que algunos hermanos
abandonen la vida monástica y la comunidad. En 1977 se elige al primer abad,
ingresado y formado en Huerta: Dom Luis Esteban. Una nueva etapa empieza cuando
los fundadores van desapareciendo por ley de vida; la comunidad se ha renovado
con la entrada de personal nuevo. La irradiación de la vida monástica desde
Huerta se hace real y visible.
Un nuevo grupo de seglares ha querido unirse a los monjes
para beber, desde su secularidad, en la espiritualidad monástico-cisterciense;
es la Fraternidad laica Cisterciense de Santa María de Huerta. Durante la
preparación y celebración del IX Centenario de Císter se dio un impulso
importante a la restauración y embellecimiento del monasterio y del entorno. En
la actualidad, dentro de un proceso de formación serio, tanto a nivel
comunitario como de los nuevos elementos, se puede hablar de una comunidad, no
muy numerosa, pero sí joven y dinámica, acogedora y sencilla.
7 días en el monasterio
¿Te interesa tener una experiencia de silencio y
espiritualidad, de vida sencilla en armonía con uno mismo y con lo que nos
rodea? La espiritualidad solo es real cuando se vive y nos transforma.
Te ofrecemos esa posibilidad sin más pretensiones, con el
deseo de compartir lo que hemos recibido. Una experiencia vivida desde dentro,
con los monjes y como los monjes. En un ámbito de silencio y sencillez. No se
necesita aportación económica alguna, pero sí participar de nuestro trabajo y
nuestra oración. En nuestra página web te contamos cómo vivimos. Esta
propuesta, por su característica, está reservada solo para hombres.
Si estás interesado rellena la ficha de solicitud.
Biblioteca
La Regla de los monjes
PROLOGO
1 Escucha, hijo, los preceptos del Maestro, e
inclina el oído de tu corazón; recibe con gusto el consejo de un padre piadoso,
y cúmplelo verdaderamente. 2 Así volverás por el trabajo
de la obediencia, a Aquel de quien te habías alejado por la desidia de la
desobediencia. 3 Mi palabra se dirige ahora a ti, quienquiera que seas, que
renuncias a tus propias voluntades y tomas las preclaras y fortísimas armas de
la obediencia, para militar por Cristo Señor, verdadero Rey.
4 Ante todo pídele con una oración muy constante
que lleve a su término toda obra buena que comiences, 5 para que Aquel que se
dignó contarnos en el número de sus hijos, no tenga nunca que entristecerse por
nuestras malas acciones. 6 En todo tiempo, pues, debemos obedecerle con los
bienes suyos que Él depositó en nosotros, de tal modo que nunca, como padre
airado, desherede a sus hijos, 7 ni como señor temible, irritado por nuestras
maldades, entregue a la pena eterna, como a pésimos siervos, a los que no
quisieron seguirle a la gloria.
8 Levantémonos, pues, de una vez, ya que la
Escritura nos exhorta y nos dice: "Ya es hora de levantarnos del
sueño" (Rm 13,11). 9 Abramos los ojos a la luz
divina, y oigamos con oído atento lo que diariamente nos amonesta la voz de
Dios que clama diciendo: 10 "Si oyeren hoy su voz, no endurezcan sus
corazones" (Sal 94,8). 11 Y otra vez: "El que tenga oídos para oír
(Mt 11,15), escuche lo que el Espíritu dice a las iglesias" (Ap 2,7). 12
)Y qué dice? "Vengan, hijos, escúchenme, yo les enseñaré el temor del
Señor" (Sal 33,12). 13 "Corran mientras
tienen la luz de la vida, para que no los sorprendan las tinieblas de la
muerte" (Jn 12,35).
14 Y el Señor, que busca su obrero entre la
muchedumbre del pueblo al que dirige este llamado, dice de nuevo: 15
")Quién es el hombre que quiere la vida y desea ver días felices?"
(Sal 33,13). 16 Si tú, al oírlo, respondes "Yo", Dios te dice: 17
"Si quieres poseer la vida verdadera y eterna, guarda tu lengua del mal, y
que tus labios no hablen con falsedad. Apártate del mal y haz el bien; busca la
paz y síguela" (Sal 33,14s). 18 Y si hacen esto, pondré mis ojos sobre
ustedes, y mis oídos oirán sus preces, y antes de que me invoquen les diré:
"Aquí estoy". 19 )Qué cosa más dulce para nosotros, carísimos
hermanos, que esta voz del Señor que nos invita? 20 Vean cómo el Señor nos
muestra piadosamente el camino de la vida.
21 Ciñamos, pues, nuestra cintura con la fe y la
práctica de las buenas obras, y sigamos sus caminos guiados por el Evangelio,
para merecer ver en su reino a Aquel que nos llamó.
22 Si queremos habitar en la morada de su reino,
puesto que no se llega allí sino corriendo con obras buenas, 23 preguntemos al
Señor con el Profeta diciéndole: "Señor, )quién habitará en tu morada, o
quién descansará en tu monte santo?" (Sal 14,1). 24 Hecha esta pregunta,
hermanos, oigamos al Señor que nos responde y nos muestra el camino de esta
morada 25 diciendo: "El que anda sin pecado y practica la justicia; 26 el
que dice la verdad en su corazón y no tiene dolo en su lengua; 27 el que no
hizo mal a su prójimo ni admitió que se lo afrentara" (Sal 14,2s). 28 El que apartó de la mirada de su corazón al maligno diablo tentador y
a la misma tentación, y lo aniquiló, y tomó sus nacientes pensamientos y los
estrelló contra Cristo. 29 Estos son los que temen al Señor y no se engríen de
su buena observancia, antes bien, juzgan que aun lo bueno que ellos tienen, no
es obra suya sino del Señor, 30 y engrandecen al Señor que obra en ellos,
diciendo con el Profeta: "No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu
nombre da la gloria" (Sal 113b,1). 31 Del
mismo modo que el Apóstol Pablo, que tampoco se atribuía nada de su
predicación, y decía: "Por la gracia de Dios soy lo que soy" (1 Co
15,10). 32 Y otra vez el mismo: "El que se gloría, gloríese en el
Señor" (2 Co 10,17).
33 Por eso dice también el Señor en el Evangelio:
"Al que oye estas mis palabras y las practica, lo compararé con un hombre
prudente que edificó su casa sobre piedra; 34 vinieron los ríos, soplaron los
vientos y embistieron contra aquella casa, pero no se cayó, porque estaba
fundada sobre piedra" (Mt 7,24s).
35 Después de decir esto, el Señor espera que
respondamos diariamente con obras a sus santos consejos. 36 Por eso, para
corregirnos de nuestros males, se nos dan de plazo los días de esta vida. 37 El Apóstol, en efecto, dice: ")No sabes que la paciencia de Dios
te invita al arrepentimiento?" (Rm 2,4). 38 Pues el piadoso Señor dice:
"No quiero la muerte del pecador, sino que se convierta y viva" (Ez
33,11).
39 Cuando le preguntamos al Señor, hermanos, sobre
quién moraría en su casa, oímos lo que hay que hacer para habitar en ella, a
condición de cumplir el deber del morador. 40 Por tanto, preparemos nuestros
corazones y nuestros cuerpos para militar bajo la santa obediencia de los
preceptos, 41 y roguemos al Señor que nos conceda la ayuda de su gracia, para
cumplir lo que nuestra naturaleza no puede. 42 Y si
queremos evitar las penas del infierno y llegar a la vida eterna, 43 mientras
haya tiempo, y estemos en este cuerpo, y podamos cumplir todas estas cosas a la
luz de esta vida, 44 corramos y practiquemos ahora lo que nos aprovechará
eternamente.
45 Vamos, pues, a instituir una escuela del
servicio divino, 46 y al hacerlo, esperamos no establecer nada que sea áspero o
penoso. 47 Pero si, por una razón de equidad, para corregir los vicios o para
conservar la caridad, se dispone algo más estricto, 48 no huyas enseguida
aterrado del camino de la salvación, porque éste no se puede emprender sino por
un comienzo estrecho. 49 Mas cuando progresamos en la vida monástica y en la
fe, se dilata nuestro corazón, y corremos con inefable dulzura de caridad por
el camino de los mandamientos de Dios. 50 De este modo, no apartándonos nunca
de su magisterio, y perseverando en su doctrina en el monasterio hasta la
muerte, participemos de los sufrimientos de Cristo por la paciencia, a fin de
merecer también acompañarlo en su reino. Amén.
CAPÍTULO
I
LAS
CLASES DE MONJES
1 Es sabido que hay cuatro clases de monjes. 2 La
primera es la de los cenobitas, esto es, la de aquellos que viven en un
monasterio y que militan bajo una regla y un abad.
3 La segunda clase es la de los anacoretas o
ermitaños, quienes, no en el fervor novicio de la vida religiosa, sino después
de una larga probación en el monasterio, 4 aprendieron a pelear contra el
diablo, enseñados por la ayuda de muchos. 5 Bien adiestrados en las filas de
sus hermanos para la lucha solitaria del desierto, se sienten ya seguros sin el
consuelo de otros, y son capaces de luchar con sólo su mano y su brazo, y con
el auxilio de Dios, contra los vicios de la carne y de los pensamientos.
6 La tercera, es una pésima clase de monjes: la de
los sarabaítas. Éstos no han sido probados como oro en el crisol
por regla alguna en el magisterio de la experiencia, sino que, blandos como
plomo, 7 guardan en sus obras fidelidad al mundo, y mienten a Dios con su
tonsura. 8 Viven de dos en dos o de tres en tres, o también solos, sin pastor,
reunidos, no en los apriscos del Señor sino en los suyos propios. Su ley es la
satisfacción de sus gustos: 9 llaman santo a lo que se les ocurre o eligen, y
consideran ilícito lo que no les gusta.
10 La cuarta clase de monjes es la de los
giróvagos, que se pasan la vida viviendo en diferentes provincias, hospedándose
tres o cuatro días en distintos monasterios. 11 Siempre vagabundos, nunca
permanecen estables. Son esclavos de sus deseos y de los placeres de la gula, y
peores en todo que los sarabaítas.
12 De la misérrima vida de todos éstos, es mejor
callar que hablar. 13 Dejándolos, pues, de lado,
vamos a organizar, con la ayuda del Señor, el fortísimo linaje de los
cenobitas.
CAPÍTULO
II
COMO DEBE
SER EL ABAD
1 Un abad digno de presidir un monasterio debe
acordarse siempre de cómo se lo llama, y llenar con obras el nombre de
superior. 2 Se cree, en efecto, que hace las veces de Cristo en el monasterio,
puesto que se lo llama con ese nombre, 3 según lo que dice el Apóstol:
"Recibieron el espíritu de adopción de hijos, por el cual clamamos: Abba,
Padre" (Rm 8,15).
4 Por lo tanto, el abad no debe enseñar, establecer
o mandar nada que se aparte del precepto del Señor, 5 sino que su mandato y su
doctrina deben difundir el fermento de la justicia divina en las almas de los
discípulos. 6 Recuerde siempre el abad que se le pedirá cuenta en el tremendo juicio
de Dios de estas dos cosas: de su doctrina, y de la obediencia de sus
discípulos. 7 Y sepa el abad que el pastor será el culpable del detrimento que el
Padre de familias encuentre en sus ovejas. 8 Pero si
usa toda su diligencia de pastor con el rebaño inquieto y desobediente, y
emplea todos sus cuidados para corregir su mal comportamiento, 9 este pastor
será absuelto en el juicio del Señor, y podrá decir con el Profeta: "No
escondí tu justicia en mi corazón; manifesté tu verdad y tu salvación, pero
ellos, desdeñándome, me despreciaron" (Sal 39,11 e Is 1,2). 10 Y entonces,
por fin, la muerte misma sea el castigo de las ovejas desobedientes encomendadas
a su cuidado.
11 Por tanto, cuando alguien recibe el nombre de
abad, debe gobernar a sus discípulos con doble doctrina, 12 esto es, debe
enseñar todo lo bueno y lo santo más con obras que con palabras. A los discípulos capaces proponga con palabras los mandatos del Señor,
pero a los duros de corazón y a los más simples muestre con sus obras los
preceptos divinos. 13 Y cuanto enseñe a sus discípulos que es malo, declare con
su modo de obrar que no se debe hacer, no sea que predicando a los demás sea él
hallado réprobo, 14 y que si peca, Dios le diga: ")Por qué predicas tú mis
preceptos y tomas en tu boca mi alianza? pues tú odias la disciplina y echaste
mis palabras a tus espaldas" (Sal 49,16s), 15 y "Tú, que veías una
paja en el ojo de tu hermano )no viste una viga en el tuyo?" (cf. Mt 7,3).
16 No haga distinción de personas en el monasterio.
17 No ame a uno más que a otro, sino al que hallare mejor por sus buenas obras
o por la obediencia. 18 No anteponga el hombre libre al que viene a la religión
de la condición servil, a no ser que exista otra causa razonable. 19 Si el abad
cree justamente que ésta existe, hágalo así, cualquiera fuere su rango. De lo
contrario, que cada uno ocupe su lugar, 20 porque tanto el siervo como el
libre, todos somos uno en Cristo, y servimos bajo un único Señor en una misma
milicia, porque no hay acepción de personas ante Dios. 21 Él nos prefiere
solamente si nos ve mejores que otros en las buenas obras y en la humildad. 22
Sea, pues, igual su caridad para con todos, y tenga con todos una única actitud
según los méritos de cada uno.
23 El abad debe, pues, guardar siempre en su
enseñanza, aquella norma del Apóstol que dice: "Reprende, exhorta,
amonesta" (2 Tm 4,2), 24 es decir, que debe actuar según las
circunstancias, ya sea con severidad o con dulzura, mostrando rigor de maestro
o afecto de padre piadoso. 25 Debe, pues, reprender más
duramente a los indisciplinados e inquietos, pero a los obedientes, mansos y
pacientes, debe exhortarlos para que progresen; y le advertimos que amoneste y
castigue a los negligentes y a los arrogantes.
26 No disimule los pecados de los transgresores,
sino que, cuando empiecen a brotar, córtelos de raíz en cuanto pueda,
acordándose de la desgracia de Helí, sacerdote de Silo. 27 A los mejores y más
capaces corríjalos de palabra una o dos veces; pero a los malos, a los duros,
28 a los soberbios y a los desobedientes reprímalos en el comienzo del pacado
con azotes y otro castigo corporal, sabiendo que está escrito: "Al necio
no se lo corrige con palabras" (Pr 29,19), 29 y también: "Pega a tu
hijo con la vara, y librarás su alma de la muerte" (Pr 23,14).
30 El abad debe acordarse siempre de lo que es,
debe recordar el nombre que lleva, y saber que a quien más se le confía, más se
le exige. 31 Y sepa qué difícil y ardua es la tarea que toma: regir almas y
servir los temperamentos de muchos, pues con unos debe emplear halagos,
reprensiones con otros, y con otros consejos. 32 Deberá
conformarse y adaptarse a todos según su condición e inteligencia, de modo que
no sólo no padezca detrimento la grey que le ha sido confiada, sino que él
pueda alegrarse con el crecimiento del buen rebaño.
33 Ante todo no se preocupe de las cosas pasajeras,
terrenas y caducas, de tal modo que descuide o no dé importancia a la salud de
las almas encomendadas a él. 34 Piense siempre que recibió el gobierno de almas
de las que ha de dar cuenta. 35 Y para que no se excuse en
la escasez de recursos, acuérdese de que está escrito: "Busquen el reino
de Dios y su justicia, y todas estas cosas se les darán por añadidura" (Mt
6,33), 36 y también: "Nada falta a los que le temen" (Sal 33,10).
37 Sepa que quien recibe almas para gobernar, debe
prepararse para dar cuenta de ellas. 38 Tenga por seguro que, en el día del
juicio, ha de dar cuenta al Señor de tantas almas como hermanos haya tenido
confiados a su cuidado, además, por cierto, de su propia alma. 39 Y así,
temiendo siempre la cuenta que va a rendir como pastor de las ovejas a él
confiadas, al cuidar de las cuentas ajenas, se vuelve cuidadoso de la suya
propia, 40 y al corregir a los otros con sus exhortaciones, él mismo se corrige
de sus vicios.
CAPÍTULO
III
CONVOCACIÓN
DE LOS HERMANOS A CONSEJO
1 Siempre que en el monasterio haya que tratar
asuntos de importancia, convoque el abad a toda la comunidad, y exponga él
mismo de qué se ha de tratar. 2 Oiga el consejo de los hermanos, reflexione
consigo mismo, y haga lo que juzgue más útil. 3 Hemos dicho que todos sean
llamados a consejo porque muchas veces el Señor revela al más joven lo que es mejor.
4 Los hermanos den su consejo con toda sumisión y
humildad, y no se atrevan a defender con insolencia su opinión. 5 La decisión
dependa del parecer del abad, y todos obedecerán lo que él juzgue ser más
oportuno. 6 Pero así como conviene que los discípulos obedezcan al maestro, así
corresponde que éste disponga todo con probidad y justicia.
7 Todos sigan, pues, la Regla como maestra en todas
las cosas, y nadie se aparte temerariamente de ella. 8 Nadie siga en el
monasterio la voluntad de su propio corazón. 9 Ninguno se atreva a discutir con
su abad atrevidamente, o fuera del monasterio. 10 Pero si alguno se atreve,
quede sujeto a la disciplina regular. 11 Mas el mismo abad haga todo con temor
de Dios y observando la Regla, sabiendo que ha de dar cuenta, sin duda alguna,
de todos sus juicios a Dios, justísimo juez.
12 Pero si las cosas que han de tratarse para
utilidad del monasterio son de menor importancia, tome consejo solamente de los
ancianos, 13 según está escrito: "Hazlo todo con consejo, y después de
hecho no te arrepentirás" (Pr 31,4 Vet lat; y Si 32,24).
CAPÍTULO
IV
LOS
INSTRUMENTOS DE LAS BUENAS OBRAS
1 Primero, amar al Señor Dios con todo el corazón,
con toda el alma y con todas las fuerzas;
2 después, al prójimo como a sí mismo.
3 Luego, no matar;
4 no cometer adulterio,
5 no hurtar,
6 no codiciar,
7 no levantar falso testimonio,
8 honrar a todos los hombres,
9 no hacer a otro lo que uno no quiere para sí.
10 Negarse a sí mismo para seguir a Cristo.
11 Castigar el cuerpo,
12 no entregarse a los deleites,
13 amar el ayuno.
14 Alegrar a los pobres,
15 vestir al desnudo,
16 visitar al enfermo,
17 sepultar al muerto.
18 Socorrer al atribulado,
19 consolar al afligido.
20 Hacerse extraño al proceder del mundo,
21 no anteponer nada al amor de Cristo.
22 No ceder a la ira,
23 no guardar rencor.
24 No tener dolo en el corazón,
25 no dar paz falsa.
26 No abandonar la caridad.
27 No jurar, no sea que acaso perjure,
28 decir la verdad con el corazón y con la boca.
29 No devolver mal por mal.
30 No hacer injurias, sino soportar pacientemente
las que le hicieren.
31 Amar a los enemigos.
32 No maldecir a los que lo maldicen, sino más bien
bendecirlos.
33 Sufrir persecución por la justicia.
34 No ser soberbio,
35 ni aficionado al vino,
36 ni glotón,
37 ni dormilón,
38 ni perezoso,
39 ni murmurador,
40 ni detractor.
41 Poner su esperanza en Dios.
42 Cuando viere en sí algo bueno, atribúyalo a
Dios, no a sí mismo;
43 en cambio, sepa que el mal siempre lo ha hecho
él, e impúteselo a sí mismo.
44 Temer el día del juicio,
45 sentir terror del infierno,
46 desear la vida eterna con la mayor avidez
espiritual,
47 tener la muerte presente ante los ojos cada día.
48 Velar a toda hora sobre las acciones de su vida,
49 saber de cierto que, en todo lugar, Dios lo está
mirando.
50 Estrellar inmediatamente contra Cristo los malos
pensamientos que vienen a su corazón, y manifestarlos al anciano espiritual,
51 guardar su boca de conversación mala o perversa,
52 no amar hablar mucho,
53 no hablar palabras vanas o que mueven a risa,
54 no amar la risa excesiva o destemplada.
55 Oír con gusto las lecturas santas,
56 darse frecuentemente a la oración,
57 confesar diariamente a Dios en la oración, con
lágrimas y gemidos, las culpas pasadas,
58 enmendarse en adelante de esas mismas faltas.
59 No ceder a los deseos de la carne,
60 odiar la propia voluntad,
61 obedecer en todo los preceptos del abad, aun
cuando él - lo que no suceda - obre de otro modo, acordándose de aquel precepto
del Señor: "Hagan lo que ellos dicen, pero no hagan lo que ellos
hacen" (Mt 23,3).
62 No querer ser llamado santo antes de serlo, sino
serlo primero para que lo digan con verdad.
63 Poner por obra diariamente los preceptos de
Dios,
64 amar la castidad,
65 no odiar a nadie,
66 no tener celos,
67 no tener envidia,
68 no amar la contienda,
69 huir la vanagloria.
70 Venerar a los ancianos,
71 amar a los más
jóvenes.
72 Orar por los enemigos en el amor de Cristo;
73 reconciliarse antes de la puesta del sol con
quien se haya tenido alguna discordia.
74 Y no desesperar nunca de la misericordia de
Dios.
75 Estos son los instrumentos del arte espiritual.
76 Si los usamos día y noche, sin cesar, y los devolvemos el día del juicio, el
Señor nos recompensará con aquel premio que Él mismo prometió: 77 "Ni el
ojo vio, ni el oído oyó, ni llegó al corazón del hombre lo que Dios ha
preparado a los que lo aman" (1 Co 2,9). 78 El
taller, empero, donde debemos practicar con diligencia todas estas cosas, es el
recinto del monasterio y la estabilidad en la comunidad.
CAPÍTULO
V
LA
OBEDIENCIA
1 El primer grado de humildad es una obediencia sin
demora. 2 Esta es la que conviene a aquellos que nada estiman tanto como a
Cristo. 3 Ya sea en razón del santo servicio que han profesado, o por el temor
del infierno, o por la gloria de la vida eterna, 4 en cuanto el superior les
manda algo, sin admitir dilación alguna, lo realizan como si Dios se lo
mandara. 5 El Señor dice de éstos: "En cuanto me oyó, me obedeció" (Sal
17,45). 6 Y dice también a los que enseñan: "El que a ustedes oye, a mí me
oye" (Lc 16,10). 7 Estos tales, dejan al momento sus cosas, abandonan la
propia voluntad, 8 desocupan sus manos y dejan sin terminar lo que estaban
haciendo, y obedeciendo a pie juntillas, ponen por obra la voz del que
manda. 9 Y así, en un instante, con la celeridad que da el temor de Dios, se
realizan como juntamente y con prontitud ambas cosas: el mandato del maestro y
la ejecución del discípulo. 10 Es que el amor los incita a avanzar hacia la
vida eterna. 11 Por eso toman el camino estrecho del que habla el Señor cuando
dice: "Angosto es el camino que conduce a la vida" (Mt 7,14). 12 Y
así, no viven a su capricho ni obedecen a sus propios deseos y gustos, sino que
andan bajo el juicio e imperio de otro, viven en los monasterios, y desean que
los gobierne un abad. 13 Sin duda estos tales practican aquella sentencia del
Señor que dice: "No vine a hacer mi voluntad, sino la de Aquel que me
envió" (Jn 6,38).
14 Pero esta misma obediencia será entonces
agradable a Dios y dulce a los hombres, si la orden se ejecuta sin vacilación,
sin tardanza, sin tibieza, sin murmuración o sin negarse a obedecer, 15 porque
la obediencia que se rinde a los mayores, a Dios se rinde. Él efectivamente
dijo: "El que a ustedes oye, a mí me oye" (Lc 10,16). 16 Y los
discípulos deben prestarla de buen grado porque "Dios ama al que da con
alegría" (2 Co 9,7). 17 Pero si el discípulo obedece con disgusto y
murmura, no solamente con la boca sino también con el corazón, 18 aunque cumpla
lo mandado, su obediencia no será ya agradable a Dios que ve el corazón del que
murmura. 19 Obrando así no consigue gracia alguna, sino que incurre en la pena
de los murmuradores, si no satisface y se enmienda.
CAPÍTULO
VI
EL
SILENCIO
1 Hagamos lo que dice el Profeta: "Yo dije:
guardaré mis caminos para no pecar con mi lengua; puse un freno a mi boca,
enmudecí, me humillé y me abstuve de hablar aun cosas buenas" (Sal 38,2s).
2 El Profeta nos muestra aquí que si a veces se deben omitir hasta
conversaciones buenas por amor al silencio, con cuanta mayor razón se deben
evitar las palabras malas por la pena del pecado.
3 Por tanto, dada la importancia del silencio, rara
vez se dé permiso a los discípulos perfectos para hablar aun de cosas buenas,
santas y edificantes, 4 porque está escrito: "Si hablas mucho no evitarás
el pecado" (Pr 10,19), 5 y en otra parte: "La muerte y la vida están
en poder de la lengua" (Pr 18,21). 6 Pues hablar y enseñar le corresponde
al maestro, pero callar y escuchar le toca al discípulo.
7 Por eso, cuando haya que pedir algo al superior,
pídase con toda humildad y respetuosa sumisión. 8 En cuanto a las bromas, las
palabras ociosas y todo lo que haga reír, lo condenamos a una eterna clausura
en todo lugar, y no permitimos que el discípulo abra su boca para tales
expresiones.
CAPÍTULO
VII
LA
HUMILDAD
1 Clama, hermanos, la divina Escritura diciéndonos:
"Todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será
ensalzado" (Lc 14,11). 2 Al decir esto nos muestra que toda exaltación es
una forma de soberbia. 3 El Profeta indica que se guarda de ella diciendo:
"Señor, ni mi corazón fue ambicioso ni mis ojos altaneros; no anduve
buscando grandezas ni maravillas superiores a mí." 4 Pero )qué sucederá?
"Si no he tenido sentimientos humildes, y si mi alma se ha envanecido, Tú
tratarás mi alma como a un niño que es apartado del pecho de su madre"
(Sal 130,1s).
5 Por eso, hermanos, si queremos alcanzar la cumbre
de la más alta humildad, si queremos llegar rápidamente a aquella exaltación
celestial a la que se sube por la humildad de la vida presente, 6 tenemos que
levantar con nuestros actos ascendentes la escala que se le apareció en sueños
a Jacob, en la cual veía ángeles que subían y bajaban. 7 Sin duda alguna, aquel
bajar y subir no significa otra cosa sino que por la exaltación se baja y por
la humildad se sube. 8 Ahora bien, la escala misma así levantada es nuestra
vida en el mundo, a la que el Señor levanta hasta el cielo cuando el corazón se
humilla. 9 Decimos, en efecto, que los dos lados de esta escala son nuestro cuerpo
y nuestra alma, y en esos dos lados la vocación divina ha puesto los diversos
escalones de humildad y de disciplina por los que debemos subir.
10 Así, pues, "el primer grado de
humildad" consiste en que uno tenga siempre delante de los ojos el temor
de Dios, y nunca lo olvide. 11 Recuerde, pues, continuamente todo lo que Dios
ha mandado, y medite sin cesar en su alma cómo el infierno abrasa, a causa de
sus pecados, a aquellos que desprecian a Dios, y cómo la vida eterna está
preparada para los que temen a Dios. 12 Guárdese a toda hora de pecados y
vicios, esto es, los de los pensamientos, de la lengua, de las manos, de los
pies y de la voluntad propia, y apresúrese a cortar los deseos de la carne. 13
Piense el hombre que Dios lo mira siempre desde el cielo, y que en todo lugar,
la mirada de la divinidad ve sus obras, y que a toda hora los ángeles se las
anuncian.
14 Esto es lo que nos muestra el Profeta cuando
declara que Dios está siempre presente a nuestros pensamientos diciendo:
"Dios escudriña los corazones y los riñones" (Sal 7,10). 15 Y
también: "El Señor conoce los pensamientos de los hombres" (Sal
93,11), 16 y dice de nuevo: "Conociste de lejos mis pensamientos"
(Sal 138,3). 17 Y: "El pensamiento del hombre te será
manifiesto" (Sal 75,11). 18 Y para que el hermano virtuoso esté en guardia
contra sus pensamientos perversos, diga siempre en su corazón: "Solamente
seré puro en tu presencia si me mantuviere alerta contra mi iniquidad"
(Sal 17,24).
19 En cuanto a la voluntad propia, la Escritura nos
prohíbe hacerla cuando dice: "Apártate de tus voluntades" (Si 18,30).
20 Además pedimos a Dios en la Oración que se haga en nosotros su voluntad. 21
Justamente, pues, se nos enseña a no hacer nuestra voluntad cuidándonos de lo
que la Escritura nos advierte: "Hay caminos que parecen rectos a los
hombres, pero su término se hunde en lo profundo del infierno" (Pr 16,25),
22 y temiendo también, lo que se dice de los negligentes: "Se han
corrompido y se han hecho abominables en sus deseos" (Sal 13,1).
23 En cuanto a los deseos de la carne, creamos que
Dios está siempre presente, pues el Profeta dice al Señor: "Ante ti están
todos mis deseos" (Sal 37,10).
24 Debemos, pues, cuidarnos del mal deseo, porque
la muerte está apostada a la entrada del deleite. 25 Por
eso la Escritura nos da este precepto: "No vayas en pos de tus
concupiscencias" (Si 18,30).
26 Luego, si "los ojos del Señor vigilan a
buenos y malos" (Pr 15,3), 27 y "el Señor mira siempre desde el cielo
a los hijos de los hombres, para ver si hay alguno inteligente y que busque a
Dios" (Sal 13,2), 28 y si los ángeles que nos están asignados, anuncian
día y noche nuestras obras al Señor, 29 hay que estar atentos, hermanos, en
todo tiempo, como dice el Profeta en el salmo, no sea que Dios nos mire en
algún momento y vea que nos hemos inclinado al mal y nos hemos hecho inútiles,
30 y perdonándonos en esta vida, porque es piadoso y espera que nos
convirtamos, nos diga en la vida futura: "Esto hiciste y callé" (Sal
49,21).
31 "El segundo grado de humildad"
consiste en que uno no ame su propia voluntad, ni se complazca en hacer sus
gustos, 32 sino que imite con hechos al Señor que dice: "No vine a hacer
mi voluntad sino la de Aquel que me envió" (Jn 6,38). 33 Dice también la Escritura: "La voluntad tiene su pena, y la necesidad
engendra la corona."
34 "El tercer grado de humildad" consiste
en que uno, por amor de Dios, se someta al superior en cualquier obediencia,
imitando al Señor de quien dice el Apóstol: "Se hizo obediente hasta la
muerte" (Flp 2,8).
35 El "cuarto grado de humildad" consiste
en que, en la misma obediencia, así se impongan cosas duras y molestas o se
reciba cualquier injuria, uno se abrace con la paciencia y calle en su
interior, 36 y soportándolo todo, no se canse ni desista, pues dice la Escritura:
"El que perseverare hasta el fin se salvará" (Mt 10,22), 37 y
también: "Confórtese tu corazón y soporta al Señor" (Sal 26,10). 38 Y
para mostrar que el fiel debe sufrir por el Señor todas las cosas, aun las más
adversas, dice en la persona de los que sufren: "Por ti soportamos la
muerte cada día; nos consideran como ovejas de matadero" (Rm 8,36). 39
Pero seguros de la recompensa divina que esperan, prosiguen gozosos diciendo:
"Pero en todo esto triunfamos por Aquel que nos amó" (Rm 8,37). 40 La
Escritura dice también en otro lugar: "Nos probaste, (oh Dios! nos
purificaste con el fuego como se purifica la plata; nos hiciste caer en el
lazo; acumulaste tribulaciones sobre nuestra espalda" (Sal 65,10s). 41 Y
para mostrar que debemos estar bajo un superior prosigue diciendo:
"Pusiste hombres sobre nuestras cabezas" (Sal 65,12). 42 En las
adversidades e injurias cumplen con paciencia el precepto del Señor, y a quien
les golpea una mejilla, le ofrecen la otra; a quien les quita la túnica le
dejan el manto, y si los obligan a andar una milla, van dos (cf. Mt 5,39ss); 43
con el apóstol Pablo soportan a los falsos hermanos (cf. 2 Co 11,26), y
bendicen a los que los maldicen (cf. 1 Co 4,12 y Rm 12,41).
44 "El quinto grado de humildad" consiste
en que uno no le oculte a su abad todos los malos pensamientos que llegan a su
corazón y las malas acciones cometidas en secreto, sino que los confiese
humildemente. 45 La Escritura nos exhorta a hacer esto diciendo:
"Revela al Señor tu camino y espera en Él" (Sal 36,5). 46 Y también
dice: "Confiesen al Señor porque es bueno, porque es eterna su
misericordia" (Sal 105,1). 47 Y otra vez el Profeta: "Te manifesté mi
delito y no oculté mi injusticia. 48 Dije: confesaré mis culpas al Señor contra
mí mismo, y Tú perdonaste la impiedad de mi corazón" (Sal 31,5).
49 "El sexto grado de humildad" consiste
en que el monje esté contento con todo lo que es vil y despreciable, y que
juzgándose obrero malo e indigno para todo lo que se le mande, 50 se diga a sí
mismo con el Profeta: "Fui reducido a la nada y nada supe; yo era como un
jumento en tu presencia, pero siempre estaré contigo" (Sal 72,22s).
51 "El séptimo grado de humildad"
consiste en que uno no sólo diga con la lengua que es el inferior y el más vil
de todos, sino que también lo crea con el más profundo sentimiento del corazón,
52 humillándose y diciendo con el Profeta: "Soy un gusano y no un hombre,
oprobio de los hombres y desecho de la plebe (Sal 21,7). 53 He sido ensalzado y luego humillado y confundido" (Sal 87,16).
54 Y también: "Es bueno para mí que me hayas humillado, para que aprenda
tus mandamientos" (Sal 118,71).
55 "El octavo grado de humildad" consiste
en que el monje no haga nada sino lo que la Regla del monasterio o el ejemplo
de los mayores le indica que debe hacer.
56 "El noveno grado de humildad" consiste
en que el monje no permita a su lengua que hable. Guarde, pues, silencio y no
hable hasta ser preguntado, 57 porque la Escritura enseña que "en el mucho
hablar no se evita el pecado" (Pr 10,19) 58 y que "el hombre que mucho
habla no anda rectamente en la tierra" (Sal 139,12).
59 "El décimo grado de humildad" consiste
en que uno no se ría fácil y prontamente, porque está escrito: "El necio
en la risa levanta su voz" (Si 21,23).
60 "El undécimo grado de humildad"
consiste en que el monje, cuando hable, lo haga con dulzura y sin reír, con
humildad y con gravedad, diciendo pocas y juiciosas palabras, y sin levantar la
voz, 61 pues está escrito: "Se reconoce al sabio por sus pocas
palabras."
62 "El duodécimo grado de humildad" consiste
en que el monje no sólo tenga humildad en su corazón, sino que la demuestre
siempre a cuantos lo vean aun con su propio cuerpo, 63 es decir, que en la Obra
de Dios, en el oratorio, en el monasterio, en el huerto, en el camino, en el
campo, o en cualquier lugar, ya esté sentado o andando o parado, esté siempre
con la cabeza inclinada y la mirada fija en tierra, 64 y creyéndose en todo
momento reo por sus pecados, se vea ya en el tremendo juicio. 65 Y diga siempre
en su corazón lo que decía aquel publicano del Evangelio con los ojos fijos en
la tierra: "Señor, no soy digno yo, pecador, de levantar mis ojos al
cielo" (cf. Lc 18,13). 66 Y también con el Profeta: "He sido
profundamente encorvado y humillado" (Sal 37,7ss y 118,107).
67 Cuando el monje haya subido estos grados de
humildad, llegará pronto a aquel amor de Dios que "siendo perfecto excluye
todo temor" (1 Jn 4,18), 68 en virtud del cual lo que antes observaba no
sin temor, empezará a cumplirlo como naturalmente, como por costumbre, 69 y no
ya por temor del infierno sino por amor a Cristo, por el mismo hábito bueno y
por el atractivo de las virtudes. 70 Todo lo cual el Señor se dignará
manifestar por el Espíritu Santo en su obrero, cuando ya esté limpio de vicios
y pecados.
CAPÍTULO
VIII
LOS OFICIOS
DIVINOS POR LA NOCHE
1 En invierno, es decir, desde el primero de
noviembre hasta Pascua, siguiendo un criterio razonable, levántense a la octava
hora de la noche, 2 a fin de que descansen hasta un poco más de media noche, y
se levanten ya reparados. 3 Lo que queda después de las
Vigilias, empléenlo los hermanos que lo necesiten en el estudio del salterio y
de las lecturas.
4 Pero desde Pascua hasta el mencionado primero de
noviembre, el horario se regulará de este modo: Después del oficio de Vigilias,
tras un brevísimo intervalo para que los hermanos salgan a las necesidades
naturales, sigan los Laudes, que se dirán con las primeras luces del día.
CAPÍTULO
IX
CUANTOS
SALMOS SE HAN DE DECIR EN LAS HORAS NOCTURNAS
1 En el mencionado tiempo de invierno, debe decirse
en primer lugar y por tres veces el verso: "Señor, ábreme los labios, y mi
boca anunciará tus alabanzas" (Sal 50,17), 2 al que se añadirá el salmo 3
y el "Gloria"; 3 tras éste, el salmo 94 con antífona, o por lo menos,
cantado. 4 Siga luego el himno, después seis salmos con antífonas. 5 Dichos
éstos y el verso, dé el abad la bendición. Siéntense
todos en bancos, y los hermanos lean por turno en el libro del atril, tres
lecturas, entre las cuales cántense tres responsorios. 6 Dos responsorios
díganse sin "Gloria", pero después de la tercera lectura, el que
canta diga "Gloria". 7 Cuando el cantor comienza a entonarlo,
levántense todos inmediatamente de sus asientos en honor y reverencia de la
Santa Trinidad.
8 Léanse en las Vigilias los libros de autoridad
divina, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, así como los comentarios
que hayan hecho sobre ellos los Padres católicos conocidos y ortodoxos.
9 Después de estas tres lecturas con sus
responsorios, sigan otros seis salmos que se han de cantar con
"Alleluia". 10 Tras éstos, una lectura del
Apóstol que se ha de recitar de memoria, el verso y la súplica de la letanía,
esto es el "Kyrie eleison". 11 Así se concluirán las
"Vigilias" nocturnas.
CAPÍTULO
X
COMO SE
HA DE CELEBRAR EN VERANO LA ALABANZA NOCTURNA
1 Desde Pascua hasta el primero de noviembre
manténgase, en cuanto al número de salmos, todo lo que se dijo arriba, 2 pero,
a causa de la brevedad de las noches, no se leerán las lecturas en el libro,
sino que, en lugar de esas tres lecturas, se dirá una de memoria, tomada del
Antiguo Testamento y seguida de un responsorio breve. 3 Todo lo demás cúmplase
como se dijo, es decir, que nunca se digan en las Vigilias menos de doce
salmos, sin contar en este número el salmo 3 y el 94.
CAPÍTULO
XI
COMO HAN
DE CELEBRARSE LAS VIGILIAS DE LOS DOMINGOS
1 El domingo levántense para las Vigilias más
temprano. 2 Guárdese en tales Vigilias esta disposición: Reciten, como arriba
dispusimos, seis salmos y el verso. Siéntense todos por orden en los bancos, y
léase en el libro, como arriba dijimos, cuatro lecciones con sus responsorios.
3 Sólo en el cuarto responsorio diga "Gloria" el cantor, y al
entonarlo, levántense todos en seguida con reverencia.
4 Después de estas lecturas, síganse por orden
otros seis salmos con antífonas, como los anteriores, y el verso. 5 Luego
léanse de nuevo otras cuatro lecturas con sus responsorios en el orden
indicado.
6 Después de éstas, díganse tres cánticos de los
Profetas, los que determine el abad, los cuales se salmodiarán con
"Alleluia". 7 Dígase el verso, dé el abad la bendición, y léanse
otras cuatro lecturas del Nuevo Testamento en el orden indicado. 8 Después del cuarto responsorio empiece el abad el himno "Te Deum
laudamus". 9 Una vez dicho, lea el abad una lectura de los Evangelios,
estando todos de pie con respeto y temor. 10 Al terminar, todos respondan
"Amén", y prosiga en seguida el abad con el himno "Te decet
laus", y dada la bendición, empiecen los Laudes.
11 Manténgase este orden de las Vigilias del
domingo en todo tiempo, tanto en verano como en invierno, 12 a no ser que se
levanten más tarde - lo que no suceda - y haya que abreviar un poco las
lecturas o los responsorios. 13 Cuídese mucho de que esto no ocurra, pero si
aconteciere, el responsable de esta negligencia dé conveniente satisfacción a
Dios en el oratorio.
CAPÍTULO
XII
COMO SE
HA DE CELEBRAR EL OFICIO DE LAUDES
1 En los Laudes del domingo,
dígase en primer lugar el salmo 66 sin antífona, todo seguido. 2 Luego dígase
el 50 con "Alleluia"; 3 tras él, el 117 y el 62; 4 después el
"Benedicite" y los "Laudate", una lectura del Apocalipsis
dicha de memoria, el responsorio, el himno, el verso, el cántico del Evangelio,
la letanía, y así se concluye.
CAPÍTULO XIII
COMO HAN DE CELEBRARSE LOS LAUDES EN LOS DÍAS ORDINARIOS
1 En los días ordinarios, en cambio, celébrese la solemnidad de Laudes
de este modo: 2 Dígase el salmo 66 sin antífona, demorándolo un poco, como el
domingo, para que todos lleguen al 50 que se dirá con antífona. 3 Luego díganse
otros dos salmos, como es de costumbre, esto es: 4 el lunes, el 5 y el 35; 5 el
martes, el 42 y el 56; 6 el miércoles, el 63 y el 64; 7 el jueves, el 87 y el
89; 8 el viernes, el 75 y el 91; 9 y el sábado, el 142 y el cántico del Deuteronomio
que se dividirá en dos "Glorias". 10 Pero en los demás días se dirá
un cántico de los Profetas, cada uno en su día, como salmodia la Iglesia
Romana. 11 Sigan después los "Laudate", luego una lectura del Apóstol
que se ha de recitar de memoria, el responsorio, el himno, el verso, el cántico
del Evangelio, la letanía, y así se concluye.
12 Los oficios de Laudes y Vísperas no deben terminar nunca sin que el
superior diga íntegramente la oración del Señor, de modo que todos la oigan.
Esto se hará, porque como suelen aparecer las espinas de los escándalos, 13
amonestados por la promesa de la misma oración que dice: "Perdónanos así
como nosotros perdonamos", se purifiquen de este vicio. 14 En las otras
Horas, en cambio, se dirá la última parte de esta oración, para que todos
respondan: "Mas líbranos del mal."
CAPÍTULO XIV
COMO HAN DE CELEBRARSE LAS VIGILIAS EN LAS FIESTAS DE LOS SANTOS
1 En las festividades de los santos y en todas las solemnidades
celébrese el oficio como dispusimos para el domingo, 2 excepto que se dirán los
salmos, las antífonas y las lecturas que correspondan al mismo día. Pero
guárdese la disposición prescrita.
CAPÍTULO XV
EN QUÉ TIEMPOS SE DIRÁ ALLELUIA
1 Desde la santa Pascua hasta Pentecostés, se dirá "Alleluia"
sin interrupción, tanto en los salmos como en los responsorios. 2 Pero desde
Pentecostés hasta el principio de Cuaresma se dirá únicamente todas las noches
a los Nocturnos, con los seis últimos salmos.
3 Pero todos los domingos, salvo en Cuaresma, se dirán con "Alleluia"
los cánticos, Laudes, Prima, Tercia, Sexta y Nona; mas las Vísperas con
antífona. 4 En cambio, los responsorios no se digan nunca con
"Alleluia", sino desde Pascua hasta Pentecostés.
CAPÍTULO XVI
COMO SE HAN DE CELEBRAR LOS OFICIOS DIVINOS DURANTE EL DÍA
1 Dice el Profeta: "Siete veces al día te alabé" (Sal
118,164). 2 Nosotros observaremos este sagrado número septenario, si cumplimos
los oficios de nuestro servicio en Laudes, Prima, Tercia, Sexta, Nona, Vísperas
y Completas, 3 porque de estas horas del día se dijo: "Siete veces al día
te alabé." 4 Pues de las Vigilias nocturnas dijo el mismo Profeta: "A
media noche me levantaba para darte gracias" (Sal 118,62).
5 Ofrezcamos, entonces, alabanzas a nuestro Creador "por los
juicios de su justicia" (Sal 118,62 y 64) en estos tiempos, esto es, en
Laudes, Prima, Tercia, Sexta, Nona, Vísperas y Completas, y levantémonos por la
noche para darle gracias.
CAPÍTULO XVII
CUÁNTOS SALMOS SE HAN DE CANTAR EN ESAS MISMAS HORAS
1 Ya
hemos dispuesto el orden de la salmodia en los Nocturnos y en Laudes; veamos
ahora en las Horas siguientes.
2 En la
Hora de Prima díganse tres salmos separadamente, y no bajo un solo
"Gloria"; 3 el himno de esta Hora se dirá después del verso: "Oh
Dios, ven en mi ayuda" (Sal 69,2), antes de empezar los salmos. 4 Cuando
se terminen los tres salmos recítese una lectura, el verso, el "Kyrie
eleison" y la conclusión.
5 A
Tercia, Sexta y Nona celébrese la oración con el mismo orden, esto es: el himno
de esas Horas, tres salmos, la lectura y el verso, el "Kyrie eleison"
y la conclusión. 6 Si la comunidad fuere numerosa, los salmos se cantarán con
antífonas, pero si es reducida, seguidos.
7 El
oficio de Vísperas constará, en cambio, de cuatro salmos con antífona; 8
después de éstos ha de recitarse la lectura, luego el responsorio, el himno, el
verso, el cántico del Evangelio, la letanía, y termínese con la Oración del
Señor.
9
Completas comprenderá la recitación de tres salmos que se han de decir
seguidos, sin antífona; 10 después de ellos, el himno de esta Hora, una
lectura, el verso, el "Kyrie eleison", y termínese con una bendición.
CAPÍTULO XVIII
EN QUÉ ORDEN SE HAN DE DECIR LOS SALMOS
1 Primero dígase el verso: "Oh Dios, ven en mi ayuda; apresúrate,
Señor, a socorrerme" (Sal 69,2), y "Gloria"; y después el himno
de cada Hora.
2 En Prima del domingo se han de decir cuatro secciones del salmo 118, 3
pero en las demás Horas, esto es, en Tercia, Sexta y Nona, díganse tres
secciones de dicho salmo 118. 4 En Prima del lunes díganse tres salmos, el 1, el
2 y el 6. 5 Y así cada día en Prima, hasta el domingo, díganse por orden tres
salmos hasta el 19, dividiendo el salmo 9 y el 17 en dos partes. 6 Se hace
así, para que las Vigilias del domingo empiecen siempre con el salmo 20.
7 En Tercia, Sexta y Nona del lunes díganse las nueve secciones que
quedan del salmo 118, tres en cada Hora. 8 Como el salmo 118 se termina en dos
días, esto es entre el domingo y el lunes, 9 el martes en Tercia, Sexta y Nona
salmódiense tres salmos desde el 119 hasta el 127, esto es, nueve salmos. 10 Estos
salmos se repetirán siempre los mismos en las mismas Horas hasta el domingo,
conservando todos los días la misma disposición de himnos, lecturas y versos.
11 Así se comenzará siempre el domingo con el salmo 118.
12 Cántese diariamente Vísperas modulando cuatro salmos, 13 desde el 109
hasta el 147, 14 exceptuando los que se han reservado para otras Horas, esto
es, desde el 117 hasta el 127, y el 133 y el 142. 15 Los demás deben decirse en
Vísperas. 16 Pero como resultan tres salmos menos, por eso han de dividirse los
más largos de dicho número, es a saber, el 138, el 143 y el 144. 17 En
cambio el 116, porque es breve, júntese con el 115. 18 Dispuesto, pues, el
orden de los salmos vespertinos, lo demás, esto es, lectura, responsorio,
himno, verso y cántico, cúmplase como arriba dispusimos.
19 En Completas, en cambio, repítanse diariamente los mismos salmos, es
a saber, el 4, el 90 y el 133.
20 Dispuesto el orden de la salmodia diurna, todos los demás salmos que
quedan, repártanse por igual en las Vigilias de las siete noches, 21 dividiendo
aquellos salmos que son más largos, y asignando doce para cada noche.
22 Advertimos especialmente que si a alguno no le gusta esta
distribución de salmos, puede ordenarlos como le parezca mejor, 23 con tal que
mantenga siempre la recitación íntegra del salterio de ciento cincuenta salmos
en una semana, y que en las Vigilias del domingo se vuelva a comenzar desde el
principio, 24 porque muestran un muy flojo servicio de devoción los monjes que,
en el espacio de una semana, salmodian menos que un salterio, con los cánticos
acostumbrados, 25 cuando leemos que nuestros santos Padres cumplían
valerosamente en un día, lo que nosotros, tibios, ojalá realicemos en toda una
semana.
CAPÍTULO XIX
EL MODO DE SALMODIAR
1 Creemos que Dios está presente en todas partes, y que "los ojos
del Señor vigilan en todo lugar a buenos y malos" (Pr 15,3), 2 pero
debemos creer esto sobre todo y sin la menor vacilación, cuando asistimos a la
Obra de Dios.
3 Por tanto, acordémonos siempre de lo que dice el Profeta: "Sirvan
al Señor con temor" (Sal 2,11). 4 Y otra vez: "Canten
sabiamente" (Sal 46,8). 5 Y, "En presencia de los ángeles cantaré
para ti" (Sal 137,1).
6 Consideremos, pues, cómo conviene estar en la presencia de la
Divinidad y de sus ángeles, 7 y asistamos a la salmodia de tal modo que nuestra
mente concuerde con nuestra voz.
CAPÍTULO XX
LA REVERENCIA EN LA ORACIÓN
1 Si cuando queremos sugerir algo a hombres poderosos, no osamos hacerlo
sino con humildad y reverencia, 2 con cuánta mayor razón se ha de suplicar al
Señor Dios de todas las cosas con toda humildad y pura devoción.
3 Y sepamos que seremos escuchados, no por hablar mucho, sino por la
pureza de corazón y compunción de lágrimas. 4 Por eso la oración debe ser
breve y pura, a no ser que se prolongue por un afecto inspirado por la gracia
divina. 5 Pero en comunidad abréviese la oración en lo posible, y cuando el
superior dé la señal, levántense todos juntos.
CAPÍTULO XXI
LOS DECANOS DEL MONASTERIO
1 Si la comunidad es numerosa, elíjanse hermanos que tengan buena fama y
una vida santa, y sean nombrados decanos, 2 para que velen en todo con
solicitud sobre sus decanías, según los mandamientos de Dios y los preceptos de
su abad.
3 Elíjanse decanos a aquellos con quienes el abad pueda compartir
confiadamente su cargo. 4 Y no se elijan por orden, sino según el mérito de su
vida y la sabiduría de su doctrina.
5 Si alguno de los decanos, hinchado por el espíritu de soberbia, se
hace reprensible, corríjaselo una primera, una segunda y una tercera vez, y si
no quiere enmendarse, destitúyaselo 6 y póngase en su lugar a otro que sea
digno. 7 Lo mismo establecemos respecto del prior.
CAPÍTULO XXII
COMO HAN DE DORMIR LOS MONJES
1 Duerma cada cual en su cama. 2 Reciban de su abad la ropa de cama
adecuada a su género de vida. 3 Si es posible, duerman todos en un mismo local,
pero si el número no lo permite, duerman de a diez o de a veinte, con ancianos
que velen sobre ellos. 4 En este dormitorio arda constantemente una lámpara
hasta el amanecer.
5 Duerman vestidos, y ceñidos con cintos o cuerdas. Cuando duerman, no
tengan a su lado los cuchillos, no sea que se hieran durante el sueño. 6 Estén
así los monjes siempre preparados, y cuando se dé la señal, levántense sin
tardanza y apresúrense a anticiparse unos a otros para la Obra de Dios, aunque
con toda gravedad y modestia. 7 Los hermanos más jóvenes no tengan las camas
contiguas, sino intercaladas con las de los ancianos. 8 Cuando se levanten para
la Obra de Dios, anímense discretamente unos a otros, para que los soñolientos
no puedan excusarse.
CAPÍTULO XXIII
LA EXCOMUNIÓN POR LAS FALTAS
1 Si algún hermano es terco, desobediente, soberbio o murmurador, o
contradice despreciativamente la Santa Regla en algún punto, o los preceptos de
sus mayores, 2 sea amonestado secretamente por sus ancianos una y otra vez,
según el precepto de nuestro Señor. 3 Si no se enmienda, repréndaselo
públicamente delante de todos. 4 Si ni así se corrige, sea excomulgado, con tal
que sea capaz de comprender la importancia de esta pena. 5 Si no es capaz,
reciba un castigo corporal.
CAPÍTULO XXIV
CUAL DEBE SER EL ALCANCE DE LA EXCOMUNIÓN
1 La gravedad de la excomunión o del castigo debe calcularse por la
gravedad de la falta, 2 cuya estimación queda a juicio del abad.
3 Si un hermano cae en faltas leves, no se le permita compartir la mesa.
4 Con el excluído de la mesa común se seguirá este criterio: En el oratorio no
entone salmo o antífona, ni lea la lectura, hasta que satisfaga. 5 Tome su
alimento solo, después que los hermanos hayan comido; 6 así, por ejemplo, si
los hermanos comen a la hora de sexta, coma él a la de nona, si los hermanos a
la de nona, él a la de vísperas, 7 hasta que sea perdonado gracias a una expiación
conveniente.
CAPÍTULO XXV
LAS FALTAS MÁS GRAVES
1 Al hermano culpable de una falta más grave exclúyanlo a la vez de la
mesa y del oratorio. 2 Ninguno de los hermanos se acerque a él para hacerle
compañía o para conversar. 3 Esté solo en el trabajo que le manden hacer, y
persevere en llanto de penitencia meditando aquella terrible sentencia del
Apóstol que dice: 4 "Este hombre ha sido entregado a la muerte de la
carne, para que su espíritu se salve en el día del Señor" (1 Co 5,5). 5
Tome a solas su alimento, en la medida y hora que el abad juzgue convenirle. 6
Nadie lo bendiga al pasar, ni se bendiga el alimento que se le da.
CAPÍTULO XXVI
LOS QUE SE JUNTAN SIN PERMISO CON LOS EXCOMULGADOS
1 Si algún hermano se atreve, sin orden del abad, a tomar contacto de
cualquier modo con un hermano excomulgado, a hablar con él o a enviarle un
mensaje, 2 incurra en la misma pena de la excomunión.
CAPÍTULO XXVII
CON QUÉ SOLICITUD DEBE EL ABAD CUIDAR DE LOS EXCOMULGADOS
1 Cuide el abad con la mayor solicitud de los hermanos culpables, porque
"no necesitan médico los sanos, sino los enfermos" (Mt 9,12). 2 Por eso
debe usar todos los recursos, como un sabio médico. Envíe, pues,
"sempectas", esto es, hermanos ancianos prudentes 3 que, como en
secreto, consuelen al hermano vacilante, lo animen para que haga una humilde
satisfacción, y lo consuelen "para que no sea abatido por una excesiva
tristeza" (2 Co 2,7), 4 sino que, como dice el Apóstol, "experimente
una mayor caridad" (2 Co 2,8); y todos oren por él.
5 Debe, pues, el abad extremar la solicitud y procurar con toda
sagacidad e industria no perder ninguna de las ovejas confiadas a él. 6 Sepa,
en efecto, que ha recibido el cuidado de almas enfermas, no el dominio tiránico
sobre las sanas, 7 y tema lo que Dios dice en la amenaza del Profeta:
"Tomaban lo que veían gordo y desechaban lo flaco" (Ez 34,3s). 8 Imite
el ejemplo de piedad del buen Pastor, que dejó noventa y nueve ovejas en los
montes, y se fue a buscar una que se había perdido. 9 Y tanto se compadeció de
su flaqueza, que se dignó cargarla sobre sus sagrados hombros y volverla así al
rebaño.
CAPÍTULO XXVIII
DE LOS QUE MUCHAS VECES CORREGIDOS NO SE ENMIENDAN
1 Al hermano que, a pesar de ser corregido frecuentemente por una falta,
y aun excomulgado, no se enmienda, aplíquesele una corrección más severa, esto
es, castígueselo con azotes. 2 Pero si ni aun así se corrige, o tal vez, lo que
ojalá no suceda, se llena de soberbia y pretende defender su conducta, el abad
obre como un sabio médico: 3 si ya aplicó los fomentos y los ungüentos de las
exhortaciones, los medicamentos de las divinas Escrituras y, por último, el
cauterio de la excomunión y las heridas de los azotes, 4 y ve que no puede nada
con su industria, aplique también lo que es más eficaz, esto es, su oración y
la de todos los hermanos por aquel, 5 para que el Señor, que todo lo puede,
sane al hermano enfermo.
6 Mas si no sana ni con este medio, use ya entonces el abad del hierro
de la amputación, como dice el Apóstol: "Arranquen al malo de entre
ustedes" (1 Co 5,13). 7 Y en otro lugar: "El infiel, si se va que se
vaya" (1 Co 7,15), no sea que una oveja enferma contagie todo el rebaño.
CAPÍTULO XXIX
SI LOS MONJES QUE SE VAN DEL MONASTERIO DEBEN SER RECIBIDOS DE NUEVO
1 El hermano que se fue del monasterio por su
propia culpa, y quiere luego volver, comience por prometer una total enmienda
de lo que fue causa de su salida. 2 Se le recibirá entonces en el último grado,
para que así se compruebe su humildad. 3 Mas si vuelve a salir, recíbaselo de
igual modo hasta una tercera vez, sabiendo que, en adelante, toda posibilidad
de retorno le será denegada.
CAPÍTULO XXX
COMO HAN DE SER CORREGIDOS LOS NIÑOS EN SU MENOR EDAD
1 Cada uno debe ser tratado según su edad y capacidad. 2 Por eso, los
niños y los adolescentes, o aquellos que son incapaces de comprender la
gravedad de la pena de la excomunión, 3 siempre que cometan una falta, deberán
ser sancionados con rigurosos ayunos o corregidos con ásperos azotes, para que
sanen.
CAPÍTULO XXXI
COMO DEBE SER EL MAYORDOMO DEL MONASTERIO
1 Elíjase como mayordomo del monasterio a uno de la comunidad que sea
sabio, maduro de costumbres, sobrio y frugal, que no sea ni altivo, ni agitado,
ni propenso a injuriar, ni tardo, ni pródigo, 2 sino temeroso de Dios, y que
sea como un padre para toda la comunidad.
3 Tenga el cuidado de todo. 4 No haga nada sin orden del abad, 5 sino
que cumpla todo lo que se le mande. 6 No contriste a los hermanos. 7 Si quizás
algún hermano pide algo sin razón, no lo entristezca con su desprecio, sino
niéguele razonablemente y con humildad lo que aquél pide indebidamente.
8 Mire por su alma, acordándose siempre de aquello del Apóstol:
"Quien bien administra, se procura un buen puesto" (1 Tm 3,13). 9 Cuide
con toda solicitud de los enfermos, niños, huéspedes y pobres, sabiendo que,
sin duda, de todos éstos ha de dar cuenta en el día del juicio.
10 Mire todos los utensilios y bienes del monasterio como si fuesen
vasos sagrados del altar. 11 No trate nada con negligencia. 12 No sea avaro ni
pródigo, ni dilapide los bienes del monasterio. Obre en todo con mesura y según
el mandato del abad.
13 Ante todo tenga humildad, y al que no tiene qué darle, déle una
respuesta amable, 14 porque está escrito: "Más vale una palabra amable que
la mejor dádiva" (Si 18,17). 15 Tenga bajo su cuidado todo lo que el abad
le encargue, y no se entrometa en lo que aquél le prohíba. 16 Proporcione a los
hermanos el sustento establecido sin ninguna arrogancia ni dilación, para que
no se escandalicen, acordándose de lo que merece, según la palabra divina,
aquel que "escandaliza a alguno de los pequeños" (Mt 18,6).
17 Si la comunidad es numerosa, dénsele ayudantes, con cuya asistencia
cumpla él mismo con buen ánimo el oficio que se le ha confiado.
18 Dense las cosas que se han de dar, y pídanse las que se han de pedir,
en las horas que corresponde, 19 para que nadie se perturbe ni aflija en la
casa de Dios.
CAPÍTULO XXXII
LAS HERRAMIENTAS Y OBJETOS DEL MONASTERIO
1 El abad confíe los bienes del monasterio, esto es, herramientas,
vestidos y cualesquiera otras cosas, a hermanos de cuya vida y costumbres esté
seguro, 2 y asígneselas para su custodia y conservación, como él lo juzgue
conveniente. 3 De estos bienes tenga el abad un inventario, para saber lo que da
y lo que recibe, cuando los hermanos se suceden en sus cargos. 4 Si alguien
trata las cosas del monasterio con sordidez o descuido, sea corregido, y si no
se enmienda, sométaselo a la disciplina de la Regla.
CAPÍTULO XXXIII
SI LOS MONJES DEBEN TENER ALGO PROPIO
1 En el monasterio se ha de cortar radicalmente este vicio. 2 Que nadie
se permita dar o recibir cosa alguna sin mandato del abad, 3 ni tener en
propiedad nada absolutamente, ni libro, ni tablillas, ni pluma, nada en
absoluto, 4 como a quienes no les es lícito disponer de su cuerpo ni seguir sus
propios deseos. 5 Todo lo necesario deben esperarlo del padre del monasterio, y
no les está permitido tener nada que el abad no les haya dado o concedido. 6 Y
que "todas las cosas sean comunes a todos" (Hch 4,32), como está
escrito, de modo que nadie piense o diga que algo es suyo.
7 Si se sorprende a alguno que se complace en este pésimo vicio,
amonésteselo una y otra vez, 8 y si no se enmienda, sométaselo a la corrección.
CAPÍTULO XXXIV
SI TODOS DEBEN RECIBIR IGUALMENTE LO NECESARIO
1 Está escrito: "Repartíase a cada uno de acuerdo a lo que
necesitaba" (Hch 4,35). 2 No decimos con esto que haya acepción de
personas, no lo permita Dios, sino consideración de las flaquezas. 3 Por eso,
el que necesita menos, dé gracias a Dios y no se contriste; 4 en cambio, el que
necesita más, humíllese por su flaqueza y no se engría por la misericordia. 5
Así todos los miembros estarán en paz.
6 Ante todo, que el mal de la murmuración no se manifieste por ningún motivo
en ninguna palabra o gesto. 7 Si alguno es sorprendido en esto, sométaselo a
una sanción muy severa.
CAPÍTULO XXXV
LOS SEMANEROS DE COCINA
1 Sírvanse los hermanos unos a otros, de tal modo que nadie se dispense
del trabajo de la cocina, a no ser por enfermedad o por estar ocupado en un
asunto de mucha utilidad, 2 porque de ahí se adquiere el premio de una caridad
muy grande. 3 Dése ayuda a los débiles, para que no hagan este trabajo con
tristeza; 4 y aun tengan todos ayudantes según el estado de la comunidad y la
situación del lugar. 5 Si la comunidad es numerosa, el mayordomo sea dispensado
de la cocina, como también los que, como ya dijimos, están ocupados en cosas de
mayor utilidad. 6 Los demás sírvanse unos a otros con caridad.
7 El que termina el servicio semanal, haga limpieza el sábado. 8 Laven
las toallas con las que los hermanos se secan las manos y los pies. 9 Tanto el
que sale como el que entra, laven los pies a todos. 10 Devuelva al mayordomo
los utensilios de su ministerio limpios y sanos, 11 y el mayordomo, a su vez,
entréguelos al que entra, para saber lo que da y lo que recibe.
12 Los semaneros recibirán una hora antes de la comida, un poco de vino
y de pan sobre la porción que les corresponde, 13 para que a la hora de la
refección sirvan a sus hermanos sin murmuración y sin grave molestia, 14 pero
en las solemnidades esperen hasta después de la misa.
15 Al terminar los Laudes del domingo, los semaneros que entran y los
que salen, se pondrán de rodillas en el oratorio a los pies de todos, pidiendo
que oren por ellos. 16 El que termina su semana, diga este verso: "Bendito seas, Señor
Dios, porque me has ayudado y consolado" (cf. Dn 3,22; Sal 85,17). 17
Dicho esto tres veces, el que sale recibirá la bendición. Luego seguirá el que
entra diciendo: "Oh Dios, ven en mi ayuda, apresúrate, Señor, a
socorrerme" (Sal 69,2). 18 Todos repitan también esto tres veces, y luego de recibir la
bendición, entre a servir.
CAPÍTULO XXXVI
LOS HERMANOS ENFERMOS
1 Ante todo y sobre todo se ha de atender a los hermanos enfermos,
sirviéndolos como a Cristo en persona, 2 pues Él mismo dijo: "Enfermo
estuve y me visitaron" (Mt 25,36), 3 y "Lo que hicieron a uno de
estos pequeños, a mí me lo hicieron" (Mt 25,40). 4 Pero consideren los mismos
enfermos que a ellos se los sirve para honrar a Dios, y no molesten con sus
pretensiones excesivas a sus hermanos que los sirven. 5 Sin embargo, se los
debe soportar pacientemente, porque tales enfermos hacen ganar una recompensa
mayor. 6 Por tanto el abad tenga sumo cuidado de que no padezcan ninguna
negligencia.
7 Para los hermanos enfermos haya un local aparte atendido por un
servidor temeroso de Dios, diligente y solícito. 8 Ofrézcase a los enfermos,
siempre que sea conveniente, el uso de baños; pero a los sanos, especialmente a
los jóvenes, permítaselos más difícilmente. 9 A los enfermos muy débiles les es
permitido comer carne para reponerse, pero cuando mejoren, dejen de hacerlo,
como se acostumbra.
10 Preocúpese mucho el abad de que los mayordomos y los servidores no
descuiden a los enfermos, porque él es el responsable de toda falta cometida
por los discípulos.
CAPÍTULO XXXVII
LOS ANCIANOS Y LOS NIÑOS
1 Aunque la misma naturaleza humana mueva a ser misericordioso con estas
dos edades, o sea la de los ancianos y la de los niños, la autoridad de la
Regla debe, sin embargo, mirar también por ellos. 2 Téngase siempre presente su
debilidad, y en modo alguno se aplique a ellos el rigor de la Regla en lo que a
alimentos se refiere, 3 sino que se les tendrá una amable consideración, y
anticiparán las horas de comida regulares.
CAPÍTULO XXXVIII
EL LECTOR DE LA SEMANA
1 En la mesa de los hermanos no debe faltar la lectura. Pero no debe
leer allí el que de buenas a primeras toma el libro, sino que el lector de toda
la semana ha de comenzar su oficio el domingo. 2 Después de la misa y
comunión, el que entra en función pida a todos que oren por él, para que Dios
aparte de él el espíritu de vanidad. 3 Y digan todos tres veces en el oratorio
este verso que comenzará el lector: "Señor, ábreme los labios, y mi boca
anunciará tus alabanzas" (Sal 50,17). 4 Reciba luego la bendición y
comience su oficio de lector.
5 Guárdese sumo silencio, de modo que no se oiga en la mesa ni el
susurro ni la voz de nadie, sino sólo la del lector.
6 Sírvanse los hermanos unos a otros, de modo que los que comen y beben,
tengan lo necesario y no les haga falta pedir nada; 7 pero si necesitan algo,
pídanlo llamando con un sonido más bien que con la voz. 8 Y nadie se atreva
allí a preguntar algo sobre la lectura o sobre cualquier otra cosa, para que no
haya ocasión de hablar, 9 a no ser que el superior quiera decir algo brevemente
para edificación.
10 El hermano lector de la semana tomará un poco de vino con agua antes
de comenzar a leer, a causa de la santa Comunión, y para que no le resulte
penoso soportar el ayuno. 11 Luego tomará su alimento con los semaneros de cocina y los
servidores.
12 No lean ni canten todos los hermanos por orden, sino los que
edifiquen a los oyentes.
CAPÍTULO XXXIX
LA MEDIDA DE LA COMIDA
1 Nos parece suficiente que en la comida diaria, ya se sirva ésta a la
hora sexta o a la hora nona, se sirvan en todas las mesas dos platos cocidos a
causa de las flaquezas de algunos, 2 para que el que no pueda comer de uno,
coma del otro. 3 Sean, pues, suficientes dos platos cocidos para todos los
hermanos, y si se pueden conseguir frutas o legumbres, añádase un tercero.
4 Baste una libra bien pesada de pan al día, ya sea que haya una sola
comida, o bien almuerzo y cena. 5 Si han de cenar, reserve el mayordomo una
tercera parte de esa misma libra para darla en la cena.
6 Pero si el trabajo ha sido mayor del habitual, el abad tiene plena
autoridad para agregar algo, si cree que conviene, 7 evitando empero, ante
todo, los excesos, para que nunca el monje sufra una indigestión, 8 ya que nada
es tan contrario a todo cristiano como la glotonería, 9 como dice el Señor:
"Miren que no se graven sus corazones con la voracidad" (Lc 21,34).
10 A los niños de tierna edad no se les dé la misma cantidad que a los mayores,
sino menos, guardando en todo la templanza.
11 Y todos absténganse absolutamente de comer carne de cuadrúpedos,
excepto los enfermos muy débiles.
CAPÍTULO XL
LA MEDIDA DE LA BEBIDA
1 "Cada cual ha recibido de Dios su propio don, uno de una manera,
otro de otra" (1 Co 7,7), 2 por eso establecemos con algún escrúpulo la
medida del sustento de los demás. 3 Teniendo, pues, en cuenta la flaqueza de
los débiles, creemos que es suficiente para cada uno una hémina de vino al día.
4 Pero aquellos a quienes Dios les da la virtud de abstenerse, sepan que han de
tener un premio particular.
5 Juzgue el superior si la necesidad del lugar, el trabajo o el calor
del verano exigen más, cuidando en todo caso de que no se llegue a la saciedad
o a la embriaguez. 6 Aunque leemos que el vino en modo alguno es propio de los
monjes, como en nuestros tiempos no se los puede persuadir de ello, convengamos
al menos en no beber hasta la saciedad sino moderadamente, 7 porque "el
vino hace apostatar hasta a los sabios" (Qo 19,2).
8 Pero donde las condiciones del lugar no permiten conseguir la cantidad
que dijimos, sino mucho menos, o nada absolutamente, bendigan a Dios los que
allí viven, y no murmuren. 9 Ante todo les advertimos esto, que no murmuren.
CAPÍTULO XLI
A QUÉ HORAS SE DEBE COMER
1 Desde la santa Pascua hasta Pentecostés, coman los monjes a la hora
sexta, y cenen al anochecer. 2 Desde Pentecostés, durante el verano, si los
monjes no trabajan en el campo o no les molesta un calor excesivo, ayunen los
miércoles y viernes hasta nona, 3 y los demás días coman a sexta. 4 Pero si
trabajan en el campo, o el calor del verano es excesivo, la comida manténgase a
la hora sexta. Quede esto a juicio del abad. 5 Éste debe temperar y disponer
todo de modo que las almas se salven, y que los hermanos hagan lo que hacen sin
justa murmuración.
6 Desde el catorce de setiembre hasta el principio de Cuaresma, coman
siempre los hermanos a la hora nona.
7 En Cuaresma, hasta Pascua, coman a la hora de vísperas. 8 Las mismas
Vísperas celébrense de tal modo que los que comen, no necesiten luz de
lámparas, sino que todo se concluya con la luz del día. 9 Y siempre calcúlese
también la hora de la cena o la de la única comida de tal modo que todo se haga
con luz natural.
CAPÍTULO XLII
QUE NADIE HABLE DESPUÉS DE COMPLETAS
1 Los monjes deben esforzarse en guardar silencio en todo momento, pero
sobre todo en las horas de la noche. 2 Por eso, en todo tiempo, ya sea de ayuno
o de refección, se procederá así:
3 Si se trata de tiempo en que no se ayuna, después de levantarse de la
cena, siéntense todos juntos, y uno lea las "Colaciones" o las
"Vidas de los Padres", o algo que edifique a los oyentes, 4 pero no
el Heptateuco o los Reyes, porque no les será útil a los espíritus débiles oír
esta parte de la Escritura en aquella hora. Léase, sin embargo, en otras horas.
5 Si es día de ayuno, díganse Vísperas, y tras un corto intervalo acudan
enseguida a la lectura de las "Colaciones", como dijimos. 6 Lean
cuatro o cinco páginas o lo que permita la hora, 7 para que durante ese tiempo
de lectura puedan reunirse todos, porque quizás alguno estuvo ocupado en
cumplir algún encargo, 8 y todos juntos recen Completas. Al salir de Completas,
ninguno tiene ya permiso para decir nada a nadie. 9 Si se encuentra a alguno
que quebranta esta regla de silencio, sométaselo a un severo castigo, 10 salvo
si lo hace porque es necesario atender a los huéspedes, o si quizás el abad
manda algo a alguien. 11 Pero aun esto mismo hágase con suma gravedad y discretísima
moderación.
CAPÍTULO XLIII
LOS QUE LLEGAN TARDE A LA OBRA DE DIOS O A LA MESA
1 Cuando sea la hora del Oficio divino, ni bien oigan la señal, dejen
todo lo que tengan entre manos y acudan con gran rapidez, 2 pero con gravedad,
para no provocar disipación. 3 Nada, pues, se anteponga a la Obra de Dios.
4 Si alguno llega a las Vigilias después del Gloria del salmo 94 (que
por esto queremos que se diga muy pausadamente y con lentitud), 5 no ocupe su
puesto en el coro, sino el último de todos o el lugar separado que el abad
determine para tales negligentes, para que sea visto por él y por todos. 6
Luego, al terminar la Obra de Dios, haga penitencia con pública satisfacción.
7 Juzgamos que éstos deben colocarse en el último lugar o aparte, para
que, al ser vistos por todos, se corrijan al menos por su misma vergüenza. 8
Pero si se quedan fuera del oratorio, habrá alguno quizás que se vuelva a
acostar y a dormir, o bien se siente afuera y se entretenga charlando y dé
ocasión al maligno. 9 Que entren, pues, para que no lo pierdan todo y en
adelante se enmienden.
10 En las Horas diurnas, quien no llega a la Obra de Dios hasta después
del verso y del Gloria del primer salmo que se dice después del verso, quédese
en el último lugar, según la disposición que arriba dijimos, 11 y no se atreva
a unirse al coro de los que salmodian, hasta terminar esta satisfacción, a no
ser que el abad lo perdone y se lo permita; 12 pero con tal que el culpable
satisfaga por su falta.
13 Quien por su negligencia o culpa no llega a la mesa antes del verso,
de modo que todos juntos digan el verso y oren y se sienten a la mesa a un
tiempo, 14 sea corregido por esto hasta dos veces. 15 Si después no se
enmienda, no se le permita participar de la mesa común, 16 sino que, privado de
la compañía de todos, coma solo, sin tomar su porción de vino, hasta que dé
satisfacción y se enmiende. 17 Reciba el mismo castigo el que no esté presente
cuando se dice el verso después de la comida.
18 Nadie se atreva a tomar algo de comida o bebida ni antes ni después
de la hora establecida. 19 Pero si el superior le ofrece algo a alguien, y éste
lo rehúsa, cuando lo desee, no reciba lo que antes rehusó, ni nada,
absolutamente nada, antes de la enmienda correspondiente.
CAPÍTULO XLIV
COMO HAN DE SATISFACER LOS EXCOMULGADOS
1 Cuando se termina en el oratorio la Obra de Dios, aquel que por culpas
graves ha sido excomulgado del oratorio y de la mesa, se postrará junto a la
puerta del oratorio sin decir nada, 2 sino que solamente permanecerá rostro en
tierra, echado a los pies de todos los que salen del oratorio. 3 Y hará esto
hasta que el abad juzgue que ha satisfecho.
4 Cuando el abad lo llame, arrójese a los pies del abad, y luego a los
de todos, para que oren por él. 5 Y entonces, si el abad se lo manda, sea
admitido en el coro, en el puesto que el abad determine. 6 Pero no se atreva a
entonar salmos, ni a leer o recitar cosa alguna en el oratorio, si el abad no
se lo manda de nuevo. 7 En todas las Horas, al terminar la Obra de Dios, póstrese en tierra en
el lugar en que está, 8 y dé así satisfacción, hasta que el abad nuevamente le
mande que ponga fin a esta satisfacción.
9 Pero los que por culpas leves son excomulgados sólo de la mesa,
satisfagan en el oratorio hasta que disponga el abad. 10 Háganlo hasta que éste
los bendiga y les diga que es suficiente.
CAPÍTULO XLV
LOS QUE SE EQUIVOCAN EN EL ORATORIO
1 Si alguno se equivoca al recitar un salmo, un responsorio, una
antífona o una lectura, y no se humilla allí mismo delante de todos dando
satisfacción, sométaselo a un mayor castigo, 2 por no haber querido corregir
con la humildad la falta que cometió por negligencia. 3 A los niños, empero,
pégueseles por tales faltas.
CAPÍTULO XLVI
LOS QUE FALTAN EN CUALESQUIERA OTRAS COSAS
1 Si alguno, mientras hace algún trabajo en la cocina, en la despensa,
en un servicio, en la panadería, en la huerta o en otro oficio, o en cualquier
otro lugar, falta en algo, 2 rompe o pierde alguna cosa, o en cualquier lugar
comete una falta, 3 y no se presenta enseguida ante el abad y la comunidad para
satisfacer y manifestar espontáneamente su falta, 4 sino que ésta es conocida
por conducto de otro, sométaselo a un castigo más riguroso.
5 Si se trata, en cambio, de un pecado oculto del alma, manifiéstelo
solamente al abad o a ancianos espirituales 6 que sepan curar sus propias
heridas y las ajenas, sin descubrirlas ni publicarlas.
CAPÍTULO XLVII
EL ANUNCIO DE LA HORA DE LA OBRA DE DIOS
1 El llamado a la Hora de la Obra de Dios, tanto de día como de noche,
es competencia del abad. Este puede hacerlo por sí mismo, o puede encargar esta
tarea a un hermano solícito, para que todo se haga a su debido tiempo.
2 Entonen por orden los salmos y antífonas, después del abad, aquellos
que recibieron esta orden. 3 Pero no se atreva a cantar o a leer sino aquel que pueda desempeñar
este oficio con edificación de los oyentes. 4 Y aquel a quien el abad se lo
mande, hágalo con humildad, gravedad y temor.
CAPÍTULO XLVIII
EL TRABAJO MANUAL DE CADA DÍA
1 La ociosidad es enemiga del alma. Por eso los hermanos deben
ocuparse en ciertos tiempos en el trabajo manual, y a ciertas horas en la
lectura espritual. 2 Creemos, por lo tanto, que ambas ocupaciones pueden ordenarse de la
manera siguiente:
3 Desde Pascua hasta el catorce de septiembre, desde la mañana, al salir
de Prima, hasta aproximadamente la hora cuarta, trabajen en lo que sea
necesario. 4 Desde la hora cuarta hasta aproximadamente la hora de sexta,
dedíquense a la lectura. 5 Después de Sexta, cuando se hayan levantado de la
mesa, descansen en sus camas con sumo silencio, y si tal vez alguno quiera
leer, lea para sí, de modo que no moleste a nadie. 6 Nona dígase más temprano,
mediada la octava hora, y luego vuelvan a trabajar en lo que haga falta hasta
Vísperas.
7 Si las condiciones del lugar o la pobreza les obligan a recoger la
cosecha por sí mismos, no se entristezcan, 8 porque entonces son verdaderamente
monjes si viven del trabajo de sus manos, como nuestros Padres y los Apóstoles.
9 Sin embargo, dispóngase todo con mesura, por deferencia para con los débiles.
10 Desde el catorce de septiembre hasta el comienzo de Cuaresma,
dedíquense a la lectura hasta el fin de la hora segunda. 11 Tercia dígase a la
hora segunda, y luego trabajen en lo que se les mande hasta nona. 12 A la
primera señal para la Hora de Nona, deje cada uno su trabajo, y estén listos
para cuando toquen la segunda señal. 13 Después de comer, ocúpense
todos en la lectura o en los salmos.
14 En los días de Cuaresma, desde la mañana hasta el fin de la hora
tercera, ocúpense en sus lecturas, y luego trabajen en lo que se les mande,
hasta la hora décima.
15 En estos días de Cuaresma, reciban todos un libro de la biblioteca
que deberán leer ordenada e íntegramente. 16 Estos libros se han de distribuir
al principio de Cuaresma.
17 Ante todo desígnense uno o dos ancianos, para que recorran el
monasterio durante las horas en que los hermanos se dedican a la lectura. 18 Vean
si acaso no hay algún hermano perezoso que se entrega al ocio y a la charla,
que no atiende a la lectura, y que no sólo no saca ningún provecho para sí,
sino que aun distrae a los demás. 19 Si se halla a alguien así, lo que ojalá no
suceda, repréndaselo una y otra vez, 20 y si no se enmienda, aplíquesele el
castigo de la Regla, de modo que los demás teman.
21 Y no se comunique un hermano con otro en las horas indebidas.
22 El domingo dedíquense también todos a la lectura, salvo los que están
ocupados en los distintos oficios. 23 A aquel que sea tan negligente o perezoso
que no quiera o no pueda meditar o leer, encárguesele un trabajo, para que no
esté ocioso.
24 A los hermanos enfermos o débiles encárgueseles un trabajo o una
labor tal que, ni estén ociosos, ni se sientan agobiados por el peso del
trabajo o se vean obligados a abandonarlo. 25 El abad debe considerar la
debilidad de éstos.
CAPÍTULO XLIX
LA OBSERVANCIA DE LA CUARESMA
1 Aunque la vida del monje debería tener en todo tiempo una observancia
cuaresmal, 2 sin embargo, como son pocos los que tienen semejante fortaleza,
los exhortamos a que en estos días de Cuaresma guarden su vida con suma pureza,
3 y a que borren también en estos días santos todas las negligencias de otros
tiempos. 4 Lo cual haremos convenientemente, si nos apartamos de todo vicio y
nos entregamos a la oración con lágrimas, a la lectura, a la compunción del
corazón y a la abstinencia.
5 Por eso, añadamos en estos días algo a la tarea habitual de nuestro
servicio, como oraciones particulares o abstinencia de comida y bebida, 6 de
modo que cada uno, con gozo del Espíritu Santo, ofrezca voluntariamente a Dios
algo sobre la medida establecida, 7 esto es, que prive a su cuerpo de algo de
alimento, de bebida, de sueño, de conversación y de bromas, y espere la Pascua
con la alegría del deseo espiritual.
8 Lo que cada uno ofrece propóngaselo a su abad, y hágalo con su oración
y consentimiento, 9 porque lo que se hace sin permiso del padre espiritual, hay
que considerarlo más como presunción y vanagloria que como algo
meritorio. 10 Así, pues, todas las cosas hay que hacerlas con la aprobación del
abad.
CAPÍTULO L
LOS HERMANOS QUE TRABAJAN LEJOS DEL ORATORIO O ESTÁN DE VIAJE
1 Los hermanos que trabajan muy lejos y no pueden acudir al oratorio a
la hora debida, 2 y el abad reconoce que es así, 3 hagan la Obra de Dios allí
mismo donde trabajan, doblando las rodillas con temor de Dios.
4 Del mismo modo, los que han salido de viaje, no dejen pasar las horas
establecidas, sino récenlas por su cuenta como puedan, y no descuiden pagar la
prestación de su servicio.
CAPÍTULO LI
LOS HERMANOS QUE NO VIAJAN MUY LEJOS
1 El hermano que es enviado a alguna diligencia, y espera volver al
monasterio el mismo día, no se atreva a comer fuera, aun cuando se lo rueguen
con insistencia, 2 a no ser que su abad se lo hubiera mandado. 3 Si obra de otro
modo, sea excomulgado.
CAPÍTULO LII
EL ORATORIO DEL MONASTERIO
1 Sea el oratorio lo que dice su nombre, y no se lo use para otra cosa,
ni se guarde nada allí. 2 Cuando terminen la Obra de Dios, salgan todos en
perfecto silencio, guardando reverencia a Dios, 3 de modo que si quizás un
hermano quiere orar privadamente, no se lo impida la importunidad de otro.
4 Y si alguno, en otra ocasión, quiere orar por su cuenta con más
recogimiento, que entre sencillamente y ore, pero no en alta voz, sino con lágrimas
y con el corazón atento. 5 Por lo tanto, al que no ora así, no se le permita
quedarse en el oratorio al concluir la Obra de Dios, no sea que, como se dijo,
moleste a otro.
CAPÍTULO LIII
LA RECEPCIÓN DE LOS HUÉSPEDES
1 Recíbanse a todos los huéspedes que llegan como a Cristo, pues Él
mismo ha de decir: "Huésped fui y me recibieron" (Mt 25,35). 2 A todos
dése el honor que corresponde, pero sobre todo a los hermanos en la fe y a los
peregrinos.
3 Cuando se anuncie un huésped, el superior o los hermanos salgan a su
encuentro con la más solícita caridad. 4 Oren primero juntos y dense luego la
paz. 5 No den este beso de paz antes de la oración, sino después de ella, a
causa de las ilusiones diabólicas.
6 Muestren la mayor humildad al saludar a todos los huéspedes que llegan
o se van, 7 inclinando la cabeza o postrando todo el cuerpo en tierra, adorando
en ellos a Cristo, que es a quien se recibe.
8 Lleven a orar a los huéspedes que reciben, y luego el superior, o
quien éste mandare, siéntese con ellos. 9 Léanle al huésped la Ley divina para
que se edifique, y trátenlo luego con toda cortesía.
10 En atención al huésped, el superior no ayunará (a no ser que sea un
día de ayuno importante que no pueda quebrantarse), 11 pero los hermanos
continúen ayunando como de costumbre. 12 El abad vierta el agua para lavar las
manos de los huéspedes, 13 y tanto el abad como toda la comunidad laven los
pies a los huéspedes. 14 Después de lavarlos, digan este verso: "Hemos
recibido, Señor, tu misericordia en medio de tu templo" (Sal 47,10).
15 Al recibir a pobres y peregrinos se tendrá el máximo de cuidado y
solicitud, porque en ellos se recibe especialmente a Cristo, pues cuando se
recibe a ricos, el mismo temor que inspiran, induce a respetarlos.
16 Debe haber una cocina aparte para el abad y los huéspedes, para que
éstos, que nunca faltan en el monasterio, no incomoden a los hermanos, si
llegan a horas imprevistas.
17 Dos hermanos que cumplan bien su oficio, encárguense de esta cocina
durante un año. 18 Si es necesario, se les proporcionará ayudantes para que
sirvan sin murmuración; por el contrario, cuando estén menos ocupados, vayan a
trabajar a donde se los mande. 19 Y no sólo con éstos, sino con todos los que
trabajan en oficios del monasterio, téngase esta consideración 20 de
concederles ayuda cuando lo necesiten, pero luego, cuando estén desocupados,
obedezcan lo que les manden.
21 Un hermano, cuya alma esté poseída del temor de Dios, se encargará de
la hospedería, 22 en la cual habrá un número suficiente de camas preparadas. Y
la casa de Dios sea sabiamente administrada por varones sabios.
23 No trate con los huéspedes ni converse con ellos quien no estuviere
encargado de hacerlo. 24 Pero si alguno los encuentra o los ve, salúdelos
humildemente, como dijimos, pida la bendición y pase de largo, diciendo que no
le es lícito hablar con un huésped.
CAPÍTULO LIV
SI EL MONJE DEBE RECIBIR CARTAS U OTRAS COSAS
1 En modo alguno le es lícito al monje recibir cartas, eulogias o
cualquier pequeño regalo de sus padres, de otra persona o de otros monjes, ni
tampoco darlos a ellos, sin la autorización del abad.
2 Aunque fueran sus padres los que le envían algo, no se atreva a
aceptarlo sin antes haber informado al abad. 3 Y si éste manda recibirlo, queda
en la potestad del mismo abad el disponer a quién se lo ha de dar. 4 Y no se
ponga triste el hermano a quien se lo enviaron, no sea que dé ocasión al
diablo. 5 Al que se atreva a obrar de otro modo, sométaselo a la disciplina
regular.
CAPÍTULO LV
EL VESTIDO Y CALZADO DE LOS MONJES
1 Dése a los hermanos la ropa que necesiten según el tipo de las
regiones en que viven o el clima de ellas, 2 pues en las regiones frías se
necesita más, y en las cálidas menos. 3 Esta apreciación le corresponde al
abad.
4 Por nuestra parte, sin embargo, creemos que en lugares templados a
cada monje le basta tener cogulla y túnica 5 (la cogulla velluda en invierno, y
ligera y usada en verano), 6 un escapulario para el trabajo, y medias y zapatos
para los pies. 7 No se quejen los monjes del color o de la tosquedad de estas
prendas, sino acéptenlas tales cuales se puedan conseguir en la provincia donde
vivan, o que puedan comprarse más baratas. 8 Preocúpese el abad de la medida de
estos mismos vestidos, para que no les queden cortos a los que los usan, sino a
su medida.
9 Cuando reciban vestidos nuevos, devuelvan siempre al mismo tiempo los
viejos, que han de guardarse en la ropería para los pobres. 10 Pues
al monje le bastan dos túnicas y dos cogullas, para poder cambiarse de noche y
para lavarlas; 11 tener más que esto es superfluo y debe suprimirse. 12
Devuelvan también las medias y todo lo viejo, cuando reciban lo nuevo.
13 Los que salen de viaje, reciban ropa interior de la ropería, y al
volver devuélvanla lavada. 14 Haya también cogullas y túnicas un poco mejores
que las de diario; recíbanlas de la ropería los que salen de viaje, y
devuélvanlas al regresar.
15 Como ropa de cama es suficiente una estera, una manta, un cobertor y
una almohada. 16 El abad ha de revisar frecuentemente las camas, para evitar
que se guarde allí algo en propiedad. 17 Y si se descubre que alguien tiene
alguna cosa que el abad no le haya concedido, sométaselo a gravísimo castigo.
18 Para cortar de raíz este vicio de la propiedad, provea el abad todas
las cosas que son necesarias, 19 esto es: cogulla, túnica, medias, zapatos,
cinturón, cuchillo, pluma, aguja, pañuelo y tablillas para escribir, para
eliminar así todo pretexto de necesidad.
20 Sin embargo, tenga siempre presente el abad aquella sentencia de los
Hechos de los Apóstoles: "Se daba a cada uno lo que necesitaba" (Hch
4,35). 21 Así, pues, atienda el abad a las flaquezas de los necesitados y no a
la mala voluntad de los envidiosos. 22 Y en todas sus decisiones piense en la
retribución de Dios.
CAPÍTULO LVI
LA MESA DEL ABAD
1 Reciba siempre el abad en su mesa a huéspedes y peregrinos. 2 Cuando
los huéspedes sean pocos, puede llamar a los hermanos que él quiera; 3 pero
procure dejar uno o dos ancianos con los hermanos, para que mantengan la
disciplina.
CAPÍTULO LVII
LOS ARTESANOS DEL MONASTERIO
1 Los artesanos que pueda haber en el monasterio, ejerzan con humildad
sus artes, si el abad se lo permite. 2 Pero si alguno de ellos se engríe por el
conocimiento de su oficio, porque le parece que hace algo por el monasterio, 3
sea removido de su oficio, y no vuelva a ejercerlo, a no ser que se humille, y
el abad lo autorice de nuevo.
4 Si hay que vender algo de lo que hacen los artesanos, los encargados
de hacerlo no se atrevan a cometer fraude alguno. 5 Acuérdense de Ananías y
Safira, no sea que la muerte que ellos padecieron en el cuerpo, 6 la padezcan
en el alma éstos, y todos los que cometieren algún fraude con los bienes del
monasterio.
7 En los mismos precios no se insinúe el mal de la avaricia. 8 Véndase
más bien, siempre algo más barato de lo que pueden hacerlo los seglares,
"para que en todo sea Dios glorificado" (1 P 4,11).
CAPÍTULO LVIII
EL MODO DE RECIBIR A LOS HERMANOS
1 No se reciba fácilmente al que recién llega para ingresar a la vida
monástica, 2 sino que, como dice el Apóstol, "prueben los espíritus para
ver si son de Dios" (1 Jn 4,1).
3 Por lo tanto, si el que viene persevera llamando, y parece soportar
con paciencia, durante cuatro o cinco días, las injurias que se le hacen y la
dilación de su ingreso, y persiste en su petición, 4 permítasele entrar, y esté
en la hospedería unos pocos días. 5 Después de esto, viva en la residencia de los
novicios, donde éstos meditan, comen y duermen. 6 Asígneseles a éstos un
anciano que sea apto para ganar almas, para que vele sobre ellos con todo
cuidado.
7 Debe estar atento para ver si el novicio busca verdaderamente a Dios,
si es pronto para la Obra de Dios, para la obediencia y las
humillaciones. 8 Prevénganlo de todas las cosas duras y ásperas por las cuales se va a
Dios.
9 Si promete perseverar en la estabilidad, al cabo de dos meses léasele
por orden esta Regla, 10 y dígasele: He aquí la ley bajo la cual quieres
militar. Si puedes observarla, entra; pero si no puedes, vete libremente.
11 Si todavía se mantiene firme, lléveselo a la sobredicha residencia de
los novicios, y pruébeselo de nuevo en toda paciencia. 12 Al cabo de seis
meses, léasele la Regla para que sepa a qué entra. 13 Y si sigue firme, después
de cuatro meses reléasele de nuevo la misma Regla.
14 Y si después de haberlo deliberado consigo, promete guardar todos sus
puntos, y cumplir cuanto se le mande, sea recibido en la comunidad, 15 sabiendo
que, según lo establecido por la ley de la Regla, desde aquel día no le será
lícito irse del monasterio, 16 ni sacudir el cuello del yugo de la Regla, que
después de tan morosa deliberación pudo rehusar o aceptar.
17 El que va a ser recibido, prometa en el oratorio, en presencia de
todos, su estabilidad, vida monástica y obediencia, 18 delante de Dios y de sus
santos, para que sepa que si alguna vez obra de otro modo, va a ser condenado
por Aquel de quien se burla.
19 De esta promesa suya hará una petición a nombre de los santos cuyas
reliquias están allí, y del abad presente. 20 Escriba esta petición con
su mano, pero si no sabe hacerlo, escríbala otro a ruego suyo, y el novicio
trace en ella una señal y deposítela sobre el altar con sus propias manos. 21
Una vez que la haya depositado, empiece enseguida el mismo novicio este verso:
"Recíbeme, Señor, según tu palabra, y viviré; y no me confundas en mi
esperanza" (Sal 118,116). 22 Toda la comunidad responda tres veces a este
verso, agregando "Gloria al Padre".
23 Entonces el hermano novicio se postrará a los pies de cada uno para
que oren por él, y desde aquel día sea considerado como uno de la comunidad.
24 Si tiene bienes, distribúyalos antes a los pobres, o bien cédalos al
monasterio por una donación solemne. Y no guarde nada de todos esos bienes para
sí, 25 ya que sabe que desde aquel día no ha de tener dominio ni siquiera sobre
su propio cuerpo.
26 Después, en el oratorio, sáquenle las ropas suyas que tiene puestas,
y vístanlo con las del monasterio. 27 La ropa que le sacaron, guárdese en la
ropería, donde se debe conservar, 28 pues si alguna vez, aceptando la
sugerencia del diablo, se va del monasterio, lo que Dios no permita, sea
entonces despojado de la ropa del monasterio y despídaselo.
29 Pero aquella petición suya que el abad tomó de sobre el altar, no se
le devuelva, sino guárdese en el monasterio.
CAPÍTULO LIX
LOS HIJOS DE NOBLES O DE POBRES QUE SON OFRECIDOS
1 Si quizás algún noble ofrece su hijo a Dios en el monasterio, y el
niño es de poca edad, hagan los padres la petición que arriba dijimos, 2 y
ofrézcanlo junto con la oblación, envolviendo la misma petición y la mano del
niño con el mantel del altar.
3 En cuanto a sus bienes, prometan bajo juramento en la mencionada
petición que nunca le han de dar cosa alguna, ni le han de procurar ocasión de
poseer, ni por sí mismos, ni por tercera persona, ni de cualquier otro modo. 4
Pero si no quieren hacer esto, y quieren dar una limosna al monasterio en
agradecimiento, 5 hagan donación de las cosas que quieren dar al monasterio, y
si quieren, resérvense el usufructo.
6 Ciérrense así todos los caminos, de modo que el niño no abrigue
ninguna esperanza que lo ilusione y lo pueda hacer perecer, lo que Dios no
permita, como lo hemos aprendido por experiencia.
7 Lo mismo harán los más pobres. 8 Pero los que no tienen absolutamente
nada, hagan sencillamente la petición y ofrezcan a su hijo delante de testigos,
junto con la oblación.
CAPÍTULO LX
LOS SACERDOTES QUE QUIEREN VIVIR EN EL MONASTERIO
1 Si algún sacerdote pide ser admitido en el monasterio, no se lo acepte
demasiado pronto. 2 Pero si insiste firmemente en este pedido, sepa que tendrá
que observar toda la disciplina de esta Regla, 3 y que no se le mitigará nada,
para que se cumpla lo que está escrito: "Amigo, )a qué has venido?"
(Mt 26,50).
4 Permítasele, sin embargo, colocarse después del abad, y si éste se lo
concede, puede bendecir y celebrar la Misa. 5 En caso contrario, de ningún modo
se atreva a hacerlo, sabiendo que está sometido a la disciplina regular; antes
bien, dé a todos ejemplos de humildad.
6 Si se trata de ocupar un cargo en el monasterio, o de cualquier otra
cosa, 7 ocupe el lugar que le corresponde por su entrada al monasterio, y no el
que se le concedió en atención al sacerdocio.
8 Si algún clérigo, animado del mismo deseo, quiere incorporarse al
monasterio, colóqueselo en un lugar intermedio, 9 con tal que prometa también
observar la Regla y la propia estabilidad.
CAPÍTULO LXI
COMO HAN DE SER RECIBIDOS LOS MONJES PEREGRINOS
1 Si un monje peregrino, venido de provincias lejanas, quiere habitar en
el monasterio como huésped, 2 y acepta con gusto el modo de vida que halla en
el lugar, y no perturba al monasterio con sus exigencias, 3 sino que
sencillamente se contenta con lo que encuentra, recíbaselo todo el tiempo que
quiera. 4 Y si razonablemente, con humildad y caridad critica o advierte algo,
considérelo prudentemente el abad, no sea que el Señor lo haya enviado
precisamente para eso.
5 Si luego quiere fijar su estabilidad, no se opongan a tal deseo, sobre
todo porque durante su estadía como huésped pudo conocerse su vida.
6 Pero si durante este tiempo de hospedaje, se descubre que es exigente
y vicioso, no sólo no se le debe incorporar al monasterio, 7 sino que hay que
decirle cortésmente que se vaya, no sea que su mezquindad contagie a otros.
8 Pero si no fuere tal que merezca ser despedido, no sólo se lo ha de
recibir como miembro de la comunidad, si él lo pide, 9 sino aun persuádanlo que
se quede, para que con su ejemplo instruya a los demás, 10 puesto que en todo
lugar se sirve al único Señor y se milita bajo el mismo Rey.
11 Si el abad viere que lo merece, podrá también colocarlo en un puesto
algo más elevado. 12 Y no sólo a un monje, sino también a los sacerdotes y
clérigos que antes mencionamos, puede el abad colocarlos en un sitio superior
al de su entrada, si ve que su vida lo merece.
13 Pero tenga cuidado el abad de no recibir nunca para quedarse, a un
monje de otro monasterio conocido, sin el consentimiento de su abad o cartas de
recomendación, 14 porque escrito está: "No hagas a otro lo que no quieres
que hagan contigo."
CAPÍTULO LXII
LOS SACERDOTES DEL MONASTERIO
1 Si el abad quiere que le ordenen un presbítero o diácono, elija de
entre los suyos uno que sea digno de ejercer el sacerdocio.
2 El ordenado, empero, guárdese de la altivez y de la soberbia, 3 y no
presuma hacer nada que no le haya mandado el abad, sabiendo que debe someterse
mucho más a la disciplina regular. 4 No olvide, con ocasión del sacerdocio, la
obediencia a la Regla, antes bien, progrese más y más en el Señor.
5 Guarde siempre el lugar que le corresponde por su ingreso al
monasterio, 6 salvo en el ministerio del altar, o también, si el voto de la
comunidad y la voluntad del abad lo hubieren querido promover por el mérito de
su vida. 7 Pero sepa que debe observar la regla establecida para los decanos y
prepósitos.
8 Si se atreve a obrar de otro modo, júzgueselo no como a sacerdote sino
como a rebelde. 9 Y si amonestado muchas veces no se corrige, tómese por
testigo al mismo obispo. 10 Pero si ni así se enmienda, y las culpas son
evidentes, sea expulsado del monasterio, 11 siempre que su contumacia sea tal
que no quiera someterse y obedecer a la Regla.
CAPÍTULO LXIII
EL ORDEN DE LA COMUNIDAD
1 Guarde cada uno su puesto en el monasterio según su antigüedad en la
vida monástica, o de acuerdo al mérito de su vida, o según lo disponga el abad.
2 Éste no debe perturbar la grey que le ha sido confiada, disponiendo algo
injustamente, como si tuviera un poder arbitrario, 3 sino que debe pensar
siempre que ha de rendir cuenta a Dios de todos sus juicios y acciones.
4 Por lo tanto, mantengan el orden que él haya dispuesto, o el que
tengan los mismos hermanos, para acercarse a la paz y a la comunión, para
entonar salmos, y para colocarse en el coro.
5 En ningún lugar, absolutamente, sea la edad la que determine el orden
o dé preeminencia, 6 porque Samuel y Daniel siendo niños, juzgaron a los
ancianos. 7 Así, excepto los que, como dijimos, el abad haya promovido por
motivos superiores, o degradado por alguna causa, todos los demás guarden el
orden de su ingreso a la vida monástica. 8 Por ejemplo, el que llegó al
monasterio a la segunda hora del día, sepa que es menor que el que llegó a la
primera, cualquiera sea su edad o dignidad. 9 Pero con los niños, mantengan
todos la disciplina en todas las cosas.
10 Los jóvenes
honren a sus mayores, y los mayores amen a los más jóvenes. 11 Al dirigirse a
alguien, nadie llame a otro por su solo nombre, 12 sino que los mayores digan
"hermanos" a los más jóvenes, y los jóvenes díganles
"nonos" a sus mayores, que es expresión que denota reverencia
paternal.
13 Al abad, puesto
que se considera que hace las veces de Cristo, llámeselo "señor" y
"abad", no para que se engría, sino por el honor y el amor de
Cristo. 14 Por eso piense en esto, y muéstrese digno de tal honor.
15 Dondequiera que se encuentren los hermanos, el menor pida la
bendición al mayor. 16 Al pasar un mayor, levántese el más joven y cédale el
asiento, sin atreverse a sentarse junto a él, si su anciano no se lo manda, 17
cumpliendo así lo que está escrito: "Adelántense para honrarse unos a
otros" (Rm 12,10).
18 Los niños y los adolescentes guarden sus puestos ordenadamente en el
oratorio y en la mesa. 19 Fuera de allí y dondequiera que sea, estén sujetos a
vigilancia y a disciplina, hasta que lleguen a la edad de la reflexión.
CAPÍTULO LXIV
LA ORDENACIÓN DEL ABAD
1 Cuando hay que ordenar un abad, téngase siempre como norma que se ha
de establecer a aquel a quien toda la comunidad, guiada por el temor de Dios,
esté de acuerdo en elegir, o al que elija sólo una parte de la comunidad,
aunque pequeña, pero con más sano criterio.
2 El que ha de ser ordenado, debe ser elegido por el mérito de su vida y
la doctrina de su sabiduría, aun cuando fuera el último de la comunidad.
3 Pero si toda la comunidad, lo que Dios no permita, elige de común
acuerdo a uno que sea tolerante con sus vicios, 4 y estos vicios de algún modo
llegan al conocimiento del obispo a cuya diócesis pertenece el lugar en
cuestión, o son conocidos por los abades o cristianos vecinos, 5 impidan éstos la
conspiración de los malos, y establezcan en la casa de Dios un administrador
digno, 6 sabiendo que han de ser bien recompensados, si obran con rectitud y
por celo de Dios, y que, contrariamente, pecan si no lo hacen.
7 El que ha sido ordenado abad, considere siempre la carga que tomó
sobre sí, y a quién ha de rendir cuenta de su administración. 8 Y sepa que debe
más servir que mandar.
9 Debe ser docto en la ley divina, para que sepa y tenga de dónde sacar
cosas nuevas y viejas; sea casto, sobrio, misericordioso, 10 y siempre prefiera
la misericordia a la justicia, para que él alcance lo mismo. 11 Odie los
vicios, pero ame a los hermanos. 12 Aun al corregir, obre con prudencia y no se
exceda, no sea que por raspar demasiado la herrumbre se quiebre el recipiente;
13 tenga siempre presente su debilidad, y recuerde que no hay que quebrar la
caña hendida (cf. Mt 12,20). 14 No decimos con esto que deje crecer los vicios,
sino que debe cortarlos con prudencia y caridad, según vea que conviene a cada
uno, como ya dijimos. 15 Y trate de ser más amado que temido.
16 No sea turbulento ni ansioso, no sea exagerado ni obstinado, no sea
celoso ni demasiado suspicaz, porque nunca tendrá descanso. 17 Sea próvido y
considerado en todas sus disposiciones, y ya se trate de cosas de Dios o de
cosas del siglo, discierna y modere el trabajo que encomienda, 18 recordando la
discreción del santo Jacob que decía: "Si fatigo mis rebaños haciéndolos
andar demasiado, morirán todos en un día" (Gn 33,13). 19
Tomando, pues, este y otros testimonios de discreción, que es madre de
virtudes, modere todo de modo que los fuertes deseen más y los débiles no
rehúyan.
20 Sobre todo, guarde íntegramente la presente Regla, 21 para que,
habiendo administrado bien, oiga del Señor lo que oyó aquel siervo bueno que
distribuyó a su tiempo el trigo entre sus consiervos: 22 "En verdad les
digo" - dice - "que lo establecerá sobre todos sus bienes" (Mt
24,47).
CAPÍTULO LXV
EL PRIOR DEL MONASTERIO
1 Sucede a menudo que con ocasión de la ordenación del prior, se
originan graves escándalos en los monasterios. 2 En efecto, algunos, hinchados
por el maligno espíritu de soberbia, se imaginan que son segundos abades, y
atribuyéndose un poder absoluto, fomentan escándalos y causan disensiones en
las comunidades. 3 Esto sucede sobre todo en aquellos lugares, donde el mismo obispo o
los mismos abades que ordenaron al abad, instituyen también al prior. 4 Se
advierte fácilmente cuán absurdo sea este modo de obrar, pues ya desde el
comienzo le da pretexto para que se engría, 5 sugiriéndole el pensamiento de
que está exento de la jurisdicción del abad: 6 "porque tú también has sido
ordenado por los mismos que ordenaron al abad."
7 De aquí nacen envidias, riñas, detracciones, rivalidades, disensiones
y desórdenes. 8 Mientras el abad y el prior tengan contrarios pareceres,
necesariamente han de peligrar sus propias almas, 9 y sus subordinados,
adulando cada uno a su propia parte, van a la perdición. 10 La responsabilidad
del mal que se sigue de este peligro, pesa sobre aquellos que fueron autores de
este desorden.
11 Por lo tanto, para que se guarde la paz y la caridad, hemos visto que
conviene confiar al juicio del abad la organización del monasterio.
12 Si es posible, provéase a todas las necesidades del monasterio, como antes
establecimos, por medio de decanos, según disponga el abad, 13 de modo que
siendo muchos los encargados, no se ensoberbezca uno solo. 14 Pero si el lugar
lo requiere, o la comunidad lo pide razonablemente y con humildad, y el abad lo
juzga conveniente, 15 designe él mismo su prior, eligiéndolo con el consejo de
hermanos temerosos de Dios.
16 Este prior cumpla con reverencia lo que le mande su abad, sin hacer
nada contra la voluntad o disposición del abad, 17 porque cuanto más elevado
está sobre los demás, tanto más solícitamente debe observar los preceptos de la
Regla.
18 Si se ve que este prior es vicioso, o que se ensoberbece engañado por
su encumbramiento, o se comprueba que desprecia la santa Regla, amonésteselo
verbalmente hasta cuatro veces, 19 pero si no se enmienda, aplíquesele el
correctivo de la disciplina regular. 20 Y si ni así se corrige, depóngaselo del
cargo de prior, y póngase en su lugar otro que sea digno. 21 Y si después de
esto, no vive en la comunidad quieto y obediente, expúlsenlo también del
monasterio.
22 Pero piense el abad que ha de dar cuenta a Dios de todas sus
decisiones, no sea que alguna llama de envidia o de celos abrase su alma.
CAPÍTULO LXVI
LOS PORTEROS DEL MONASTERIO
1 A la puerta del monasterio póngase a un anciano discreto, que sepa
recibir recados y transmitirlos, y cuya madurez no le permita estar ocioso.
2 Este portero debe tener su celda junto a la puerta, para que los que
lleguen encuentren siempre presente quién les responda. 3 En cuanto alguien
golpee o llame un pobre, responda enseguida "Deo gratias" o
"Benedic", 4 y con toda la mansedumbre que inspira el temor de Dios,
conteste prontamente con fervor de caridad.
5 Si este portero necesita un ayudante, désele un hermano más joven.
6 Si es posible, debe construirse el monasterio de modo que tenga todo
lo necesario, esto es, agua, molino, huerta, y que las diversas artes se
ejerzan dentro del monasterio, 7 para que los monjes no tengan necesidad de
andar fuera, porque esto no conviene en modo alguno a sus almas.
8 Queremos que esta Regla se lea muchas veces en comunidad, para que
ninguno de los hermanos alegue ignorancia.
CAPÍTULO LXVII
LOS HERMANOS QUE SALEN DE VIAJE
1 Los hermanos que van a salir de viaje, encomiéndense a la oración de
todos los hermanos y del abad. 2 Y en la última oración de la Obra de Dios,
hágase siempre conmemoración de todos los ausentes.
3 Los que vuelven de un viaje, el mismo día que vuelvan, al terminar la
Obra de Dios, a todas las Horas canónicas, póstrense en el suelo del oratorio 4
y pidan a todos su oración, para reparar las faltas que tal vez cometieron en
el camino, viendo u oyendo algo malo, o teniendo conversaciones ociosas.
5 Nadie se atreva a contar a otro lo que pueda haber visto u oído fuera
del monasterio, porque es muy perjudicial. 6 Y si alguien se atreve, quede
sometido a la disciplina regular.
7 Tómese la misma medida con aquel que se atreva a salir fuera de la
clausura del monasterio e ir a cualquier parte, o hacer algo, por pequeño que
sea, sin permiso del abad.
CAPÍTULO LXVIII
SI A UN HERMANO LE MANDAN COSAS IMPOSIBLES
1 Si sucede que a un hermano se le mandan cosas difíciles o imposibles,
reciba éste el precepto del que manda con toda mansedumbre y obediencia. 2 Pero
si ve que el peso de la carga excede absolutamente la medida de sus fuerzas,
exponga a su superior las causas de su imposibilidad con paciencia y
oportunamente, 3 y no con soberbia, resistencia o contradicción. 4 Pero si
después de esta sugerencia, el superior mantiene su decisión, sepa el más joven
que así conviene, 5 y confiando por la caridad en el auxilio de Dios, obedezca.
CAPÍTULO LXIX
QUE NADIE SE ATREVA A DEFENDER A OTRO EN EL MONASTERIO
1 Hay que cuidar que, en ninguna ocasión, un monje se atreva a defender
a otro o como a protegerlo, 2 aunque los una algún parentesco de
consanguinidad. 3 De ningún modo se atrevan los monjes a hacer semejante cosa, porque de
ahí puede surgir una gravísima ocasión de escándalos. 4 Si
alguno falta en esto, sea castigado severamente.
CAPÍTULO LXX
QUE NADIE SE ATREVA A GOLPEAR A OTRO ARBITRARIAMENTE
1 En el monasterio debe evitarse toda ocasión de presunción. 2 Por eso
establecemos que a nadie le sea permitido excomulgar o golpear a alguno de sus
hermanos, si el abad no lo ha autorizado. 3 "Los transgresores sean
corregidos públicamente para que teman los demás" (1 Tm 5,20).
4 Procuren todos mantener una diligente disciplina entre los niños hasta
la edad de quince años, 5 pero con mesura y discreción.
6 El que se atreva a actuar contra uno de más edad, sin autorización del
abad, o se enardece sin discreción contra los mismos niños, sométaselo a la
disciplina regular, 7 porque escrito está: "No hagas a otro lo que no
quieres que hagan contigo" (cf. Mt 7,12).
CAPÍTULO LXXI
QUE SE OBEDEZCAN UNOS A OTROS
1 El bien de la obediencia debe ser practicado por todos, no sólo
respecto del abad, sino que los hermanos también deben obedecerse unos a otros,
2 sabiendo que por este camino de la obediencia irán a Dios.
3 Den prioridad a lo que mande el abad o las autoridades instituidas por
él, a lo que no permitimos que se antepongan órdenes privadas, pero en todo lo
demás, 4 los más jóvenes obedezcan a los mayores con toda caridad y solicitud.
5 Y si se halla algún rebelde, sea corregido.
6 Si algún hermano es corregido en algo por su abad o por algún
superior, aunque fuere por un motivo mínimo, 7 o nota que el ánimo de alguno de
ellos está un tanto irritado o resentido contra él, 8 al punto y sin demora
arrójese a sus pies y permanezca postrado en tierra dando satisfacción, hasta
que aquella inquietud se sosiegue con la bendición. 9 Pero si alguno
menosprecia hacerlo, sométaselo a pena corporal, y si fuere contumaz,
expúlsenlo del monasterio.
CAPÍTULO LXXII
EL BUEN CELO QUE HAN DE TENER LOS MONJES
1 Así como hay un mal celo de amargura que separa de Dios y lleva al
infierno, 2 hay también un celo bueno que separa de los vicios y conduce a Dios
y a la vida eterna. 3 Practiquen, pues, los monjes este celo con la más
ardiente caridad, 4 esto es, "adelántense para honrarse unos a otros"
(Rm 12,10); 5 tolérense con suma paciencia sus debilidades, tanto corporales
como morales; 6 obedézcanse unos a otros a porfía; 7 nadie busque lo que le
parece útil para sí, sino más bien para otro; 8 practiquen la caridad fraterna
castamente; 9 teman a Dios con amor; 10 amen a su abad con una caridad sincera
y humilde; 11 y nada absolutamente antepongan a Cristo, 12 el cual nos lleve a
todos juntamente a la vida eterna.
CAPÍTULO LXXIII
EN ESTA REGLA NO ESTÁ CONTENIDA TODA LA PRÁCTICA DE LA JUSTICIA
1 Hemos escrito esta Regla para que, observándola en los monasterios,
manifestemos tener alguna honestidad de costumbres, o un principio de vida
monástica. 2 Pero para el que corre hacia la perfección de la vida monástica,
están las enseñanzas de los santos Padres, cuya observancia lleva al hombre a
la cumbre de la perfección. 3 Porque )qué página o qué sentencia de autoridad
divina del Antiguo o del Nuevo Testamento, no es rectísima norma de vida
humana? 4 O )qué libro de los santos Padres católicos no nos apremia a que, por
un camino recto, alcancemos a nuestro Creador? 5 Y también las Colaciones de
los Padres, las Instituciones y sus Vidas, como también la Regla de nuestro
Padre san Basilio, 6 )qué otra cosa son sino instrumento de virtudes para
monjes de vida santa y obedientes? 7 Pero para nosotros, perezosos, licenciosos
y negligentes, son motivo de vergüenza y confusión.
8
Quienquiera, pues, que te apresuras hacia la patria celestial, practica, con la
ayuda de Cristo, esta mínima Regla de iniciación que hemos delineado, 9 y
entonces, por fin, llegarás, con la protección de Dios, a las cumbres de
doctrina y virtudes que arriba dijimos. Amén.
2014 © Monasterio Huerta. Todos los derechos
reservados. Desarrollo por Appsolutwebs. Términos Legales Aviso Legal :: Privacidad :: Cookies :: Contacto
Monasterio Cisterciense 42260, Sta. Mª de Huerta
(Soria). España Monasterio 975 327 002 (Horario 9:15 - 13:15 y 16:00 - 18:15)
Hospedería 620 132 223 (Horario para
llamar 10:00 - 13:00 y 16:30 - 18:00) Mail: hospederia@monasteriohuerta.org
Mail: huerta@planalfa.es Fax: 975 327
397 Contacto Vocacional: vocacion.huerta@gmail.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario