Antonio Machado
(1875/07/26
- 1939/02/22)
Antonio Machado nació el 26 de julio de 1875 en el palacio de Dueñas, propiedad de los duques de Alba en Sevilla.
Fue el segundo de cinco hijos de Ana Ruiz Hernández y
Antonio Machado Álvarez, folcklorista recopilador de la poesía popular andaluza.
Fue criado en el seno de una familia liberal progresista. Su
abuelo, Antonio Machado Núñez era médico y profesor de Ciencias Naturales y
hombre de profundas convicciones liberales, motivo que le indujo a unirse a la
Junta Revolucionaria de Sevilla.
Su padre, fue amigo de Joaquín Costa y de Francisco Giner de los Ríos, colaboró con la
prensa republicana, dirigió la Biblioteca de Tradiciones Populares y publicó
numerosos estudios sobre folclore andaluz y gallego.
Perteneciente al movimiento literario de la Generación del 98. Hermano de otro ilustre literato, Manuel Machado, junto al que
escribe obras de teatro.
En 1883, tras ser el abuelo nombrado profesor de la
Universidad Central de Madrid, toda la familia se traslada con él a la capital
de España. Allí completará su formación intelectual, liberal y progresista, al
entrar como alumno en el Instituto Libre de Enseñanza.
No obtuvo el título de Bachiller hasta los 25 años, no fue
buen estudiante, sin embargo, fue lector autodidacta y durante veinte años
visiró casi a diario a la Biblioteca Nacional.
En 1893 publica sus primeros trabajos en prosa en La Caricatura, revista que se publicó en Madrid en los años 1892 y 1893.
Su primer viaje a Francia lo hace con su hermano Manuel en
1899, trabajando como traductor de español para la Casa Garnier. Su estancia en
París le pone en contacto con los poetas simbolistas franceses, principalmente
con Paul Verlaine y con el
poeta nicaragüense Rubén Darío. Fruto de todo
ello es la publicación en 1903 de su primer poemario "Soledades", que le da a conocer en el programa literario, y donde
hace alarde de la estética modernista.
En 1907 obtuvo la cátedra de Lengua Francesa en un
instituto de Soria, ciudad que marcará su vida y su obra.
En la pensión donde vive conoce a Leonor Izquierdo Cuevas, hija de la dueña. Se casan el 30 de julio de 1909 en la
Iglesia de Santa María la Mayor (Soria). Hacía un mes que Leonor había cumplido
quince años y el poeta tenía treinta y cuatro. Leonor enferma y muere en menos
de tres años de tuberculosis.
Trabajaba en Campos de Castilla y colabora en
los periódicos de Soria, y en La Lectura de Madrid,
publica Proverbios y Cantares.
En 1910 con una beca de un año de duración para estudiar
filología francesa en París, y va a la Sorbona, a los cursos de Henri Bergson.
En los años sucesivos vive en Segovia y Madrid, donde le
nombran en 1927 miembro de la Real Academia Española, aunque nunca
llegó a tomar posesión de su sillón.
La sencillez y sobriedad de su poesía y las sinceras
reflexiones que lo humanizan y acercan al pueblo, han hecho de él uno de los
poetas emblemáticos de los defensores del alcance popular de la poesía.
Su primer libro "Soledades", se publicó en 1903. En
1912 se edita "Campos de Castilla". En 1917 se publicaron "Páginas escogidas", y la primera edición de "Poesías completas". De esa época es de destacar también la obra en prosa "Los complementarios". Después "Nuevas canciones", de 1914, en
la que prosigue con la línea sentenciosa y filosófica. Además, aparecieron
otras ediciones de "Poesías completas", en 1928 y 1933, con la
aparición de dos apócrifos, "Juan de Mairena" y "Abel Martín".
El teatro escrito por los hermanos Machado se escribe y
estrena entre 1926 (Desdichas de la Fortuna o Julianillo Valcárcel) y 1932 (La duquesa de Benamejí) y consta de otras cinco obras, además de las dos citadas.
Son estas: Juan de Mañara (1927), Las Adelfas (1928), La Lola se va a los puertos (1929) y La prima Fernanda (1931),
escritas todas en verso, lo mismo que Julianillo Valcárcel, y El hombre que murió en la guerra, escrita en prosa y no estrenada hasta 1941. La Duquesa de
Benamejí está escrita en prosa y verso. Asimismo, adaptaron para la escena los
hermanos Machado comedias de Lope de Vega como El Perro del Hortelano o La Niña de Plata, así como Hernani de Víctor Hugo.
En 1936, apareció el libro en prosa, Juan de Mairena.
Tras proclamarse la Segunda República, el 14 de abril de
1931, fue el encargado de izar la bandera tricolor en el balcón del
ayuntamiento de Segovia.
Antonio Machado fue iniciado en la masonería en
la logia Mantuana de Madrid. Como masón encabezó iniciativas y manifiestos
contra los totalitarismos y en defensa de la libertad.
En 1936, padece de arteriosclerosis, úlcera y ha perdido casi
la vista. De talante izquierdista y firme defensor de la república se ve obligado a abandonar Madrid tras la Guerra Civil,
primero a Valencia para más tarde vivir como exiliado en Colliure, Francia, donde muere el 22 de febrero de 1939.Su madre
murió tres días después y ambos fueron enterrados en el cementerio de Collioure.
Sabías que...
Elegido académico de número
El 2 de Abril de 1927 fue elegido miembro de
la Real
Academia de la Lengua Española, aunque nunca llegó a tomar
posesión de su sillón.
Obras
Poesía
Teatro
RECUERDO INFANTIL
Una tarde parda y fría
de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de lluvia tras los cristales.
Es la clase. En un cartel
se representa a Caín
fugitivo, y muerto Abel,
junto a una mancha carmín.
Con timbre sonoro y hueco
truena el maestro, un anciano
mal vestido, enjuto y seco,
que lleva un libro en la mano.
Y todo el coro infantil
va cantando la lección:
"mil veces ciento, cien mil;
mil veces mil, un millón."
Una tarde parda y fría
de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de la lluvia en los cristales
Enlaces de
interés:
https://www.buscabiografias.com/biografia/verDetalle/2449/Antonio%20Machado
La tierra de Alvargonzález
Antonio Machado
Publicado en la revista
Mundial, de París, número 9, enero de 1912.
Una mañana de los
primeros días de octubre decidí visitar la fuente del Duero y tomé en Soria el
coche de Burgos que había de llevarme hasta Cidones. Me acomodé en la delantera
del mayoral y entre dos viajeros: un indiano que tornaba de Méjico a su aldea
natal, escondida en tierra de pinares, y un viajero campesino que venía de
Barcelona donde embarcara a dos de sus hijos para el Plata. No cruzaréis la
alta estepa de Castilla sin encontrar gentes que os hablen de Ultramar. Tomamos
la ancha carretera de Burgos, dejando a nuestra izquierda el camino de Osma,
bordeado de chopos que el otoño comenzaba a dorar. Soria quedaba a nuestra
espalda entre grises colinas y cerros pelados. Soria mística y guerrera,
guardaba antaño la puerta de Castilla, como una barbacana hacia los reinos
moros que cruzó el Cid en su destierro. El Duero, en torno a Soria, forma una
curva de ballesta. Nosotros llevábamos la dirección del venablo. El indiano me
hablaba de Veracruz, mas yo escuchaba al campesino que discutía con el mayoral
sobre un crimen reciente. En los pinares de Duruelo, una joven vaquera había
aparecido cosida a puñaladas y violada después de muerta. El campesino acusaba
a un rico ganadero de Valdeavellano, preso por indicios en la cárcel de Soria,
como autor indudable de tan bárbara fechoría, y desconfiaba de la justicia
porque la víctima era pobre. En las pequeñas ciudades, las gentes se apasionan
del juego y de la política, como en las grandes, del arte y de la pornografía
-ocios de mercaderes-, pero en los campos sólo interesan las labores que
reclaman la tierra y los crímenes de los hombres.
-¿Va usted muy lejos?
-pregunté al campesino.
-A Covaleda, señor -me
respondió-.
¿Y usted? -El mismo
camino llevo, porque pienso subir a Urbión y tomaré el valle del Duero. A la
vuelta bajaré a Vinuesa por el puerto de Santa Inés.
-Mal tiempo para subir a Urbión. Dios le libre
de una tormenta en aquella sierra.
Llegados a Cidones,
nos apeamos el campesino y yo, despidiéndonos del indiano, que continuaba su
viaje en la diligencia hasta San Leonardo, y emprendimos en sendas caballerías
el camino de Vinuesa.
Siempre que trato con
hombres del campo, pienso en lo mucho que ellos saben y nosotros ignoramos, y
en lo poco que a ellos importa conocer cuánto nosotros sabemos. El campesino
cabalgaba delante de mí, silencioso. El hombre de aquellas tierras, serio y
taciturno, habla cuando se le interroga, y es sobrio en la respuesta. Cuando la
pregunta es tal que pudiera excusarse, apenas se digna contestar. Sólo se
extiende en advertencias inútiles sobre las cosas que conoce bien, o cuando
narra historias de la tierra.
Volví los ojos al
pueblecillo que dejábamos a nuestra espalda. La iglesia, con su alto campanario
coronado por un hermoso nido de cigüeñas, descuella sobre unas cuantas casuchas
de tierra. Hacia el camino real destacase la casa de un indiano, contrastando
con el sórdido caserío. Es un hotelito moderno y mundano, rodeado de jardín y
verja. Frente al pueblo se extiende una calva serrezuela de rocas grises,
surcadas de grietas rojizas.
Después de cabalgar
dos horas, llegamos a la Muedra, una aldea a medio camino entre Cidones y
Vinuesa, y a pocos pasos cruzamos un puente de madera sobre el Duero.
-Por aquel sendero -me
dijo el campesino, señalando a su diestra- se va a las tierras de
Alvargonzález; campos malditos hoy; los mejores, antaño, de esta comarca.
- ¿Alvargonzález es el
nombre de su dueño? -le pregunté.
-Alvargonzález -me
respondió- fue un rico labrador; mas nadie lleva ese nombre por estos
contornos. La aldea donde vivió se llama como él se llamaba: Alvargonzález, y
tierras de Alvargonzález a los páramos que la rodean. Tomando esa vereda
llegaríamos allá antes que a Vinuesa por este camino. Los lobos, en invierno,
cuando el hambre les echa de los bosques, cruzan esa aldea y se les oye aullar
al pasar por las majadas que fueron de Alvargonzález, hoy vacías y arruinadas.
Siendo niño, oí contar
a un pastor la historia de Alvargonzález, y sé que anda escrita en papeles y
que los ciegos la cantan por tierras de Berlanga.
Roguéle que me narrase
aquella historia, y el campesino comenzó así su relato: Siendo Alvargonzález
mozo, heredó de sus padres rica hacienda. Tenía casa con huerta y colmenar, dos
prados de fina hierba, campos de trigo y de centeno, un trozo de encinar no
lejos de la aldea, algunas yuntas para el arado, cien ovejas, un mastín y
muchos lebreles de caza.
Prendóse de una linda
moza en tierras del Burgo, no lejos de Berlanga, y al año de conocerla la tomó
por mujer. Era Polonia, de tres hermanas, la mayor y la más hermosa, hija de
labradores que llaman los Peribáñez, ricos en otros tiempos, entonces dueños de
menguada fortuna.
Famosas fueron las
bodas que se hicieron en el pueblo de la novia y las tornabodas que celebró en
su aldea Alvargonzález. Hubo vihuelas, rabeles, flautas y tamboriles, danza
aragonesa y fuego al uso valenciano. De la comarca que riega el Duero, desde
Urbión donde nace, hasta que se aleja por tierras de Burgos, se habla de las
bodas de Alvargonzález, y se recuerdan las fiestas de aquellos días, porque el
pueblo no olvida nunca lo que brilla y truena.
Vivió feliz
Alvargonzález con el amor de su esposa y el medro de sus tierras y ganados.
Tres hijos tuvo, y, ya crecidos, puso el mayor a cuidar huerta y abejar, otro
al ganado, y mandó al menor a estudiar en Osma, porque lo destinaba a la
Iglesia.
Mucha sangre de Caín
tiene la gente labradora. La envidia armó pelea en el hogar de Alvargonzález.
Casáronse los mayores, y el buen padre tuvo nueras que antes de darle nietos,
le trajeron cizaña. Malas hembras y tan codiciosas para sus casas, que sólo
pensaban en la herencia que les cabría a la muerte de Alvargonzález, y por
ansia de lo que esperaban no gozaban lo que tenían.
El menor, a quien los
padres pusieron en el seminario, prefería las lindas mozas a rezos y latines, y
colgó un día la sotana, dispuesto a no vestirse más por la cabeza. Declaró que
estaba dispuesto a embarcarse para las Américas. Soñaba con correr tierras y
pasar los mares, y ver el mundo entero.
Mucho lloró la madre.
Alvargonzález vendió el encinar, y dio a su hijo cuanto había de heredar.
-Toma lo tuyo, hijo
mío, y que Dios te acompañe. Sigue tu idea y sabe que mientras tu padre viva,
pan y techo tienes en esta casa; pero a mi muerte, todo será de tus hermanos.
Ya tenía Alvargonzález la frente arrugada, y por la barba le plateaba el bozo
azul de la cara. Eran sus hombros todavía robustos y erguida la cabeza, que
sólo blanqueaba en las sienes.
Una mañana de otoño
salió solo de su casa; no iba como otras veces, entre sus finos galgos,
terciada a la espalda la escopeta. No llevaba arreo de cazador ni pensaba en
cazar. Largo camino anduvo bajo los álamos amarillos de la ribera, cruzó el
encinar y, junto a una fuente que un olmo gigantesco sombreaba, detúvose
fatigado. Enjugó el sudor de su frente, bebió algunos sorbos de agua y acostóse
en la tierra.
Y a solas hablaba con
Dios Alvargonzález diciendo: «Dios, mi señor, que colmaste las tierras que
labran mis manos, a quien debo pan en mi mesa, mujer en mi lecho y por quien
crecieron robustos los hijos que engendré, por quien mis majadas rebosan de
blancas merinas y se cargan de fruto los árboles de mi huerto y tienen miel las
colmenas de mi abejar; sabe, Dios mío, que sé cuánto me has dado, antes que me
lo quites.» Se fue quedando dormido mientras así rezaba; porque la sombra de
las ramas y el agua que brotaba la piedra, parecían decirle: Duerme y descansa.
Y durmió Alvargonzález, pero su ánimo no había de reposar porque los sueños
aborrascan el dormir del hombre.
Y Alvargonzález soñó
que una voz le hablaba, y veía como Jacob una escala de luz que iba del cielo a
la tierra. Sería tal vez la franja del sol que filtraban las ramas del olmo.
Difícil es interpretar los sueños que desatan el haz de nuestros propósitos
para mezclarlos con recuerdos y temores. Muchos creen adivinar lo que ha de
venir estudiando los sueños. Casi siempre yerran, pero alguna vez aciertan. En
los sueños malos, que apesadumbran el corazón del durmiente, no es difícil acertar.
Son estos sueños memorias de lo pasado, que teje y confunde la mano torpe y
temblorosa de un personaje invisible: el miedo.
Seguía soñando
Alvargonzález, y era en sus mejores días de mozo. Una tarde de verano y un
prado verde tras de los muros de una huerta. A la sombra, y sobre la hierba,
cuando el sol caía, tiñendo de luz anaranjada las copas de los castaños,
Alvargonzález levantaba el odre de cuero y el vino rojo caía en su boca,
refrescándole la seca garganta. En torno suyo estaba la familia de Peribáñez:
los padres y las tres lindas hermanas. De las ramas de la huerta y de la hierba
del prado se elevaba una armonía de oro y cristal, como si las estrellas
cantasen en la tierra antes de aparecer dispersas en el cielo silencioso. Caía
la tarde y sobre el pinar oscuro aparecía, dorada y jadeante, la luna llena,
hermosa luna del amor, sobre el campo tranquilo.
Como si las hadas que
hilan y tejen los sueños hubiesen puesto en sus ruecas un mechón de negra lana,
ensombrecióse el soñar de Alvargonzález, y una puerta dorada abrióse lastimando
el corazón del durmiente.
Y apareció un hueco
sombrío y al fondo, por tenue claridad iluminada, el hogar desierto y sin leña.
En la pared colgaba de una escarpia el hacha bruñida y reluciente. . El sueño
abrióse al claro día. Tres niños juegan a la puerta de la casa. La mujer
vigila, cose, y a ratos sonríe. Entre los mayores brinca un cuervo negro y
lustroso de ojo acerado. -Hijos, ¿qué hacéis? -les pregunta.
Los niños se miran y
callan.
-Subid al monte, hijos míos, y antes que caiga
la noche, traedme un brazado de leña. Los tres niños se alejan. El menor, que
ha quedado atrás, vuelve la cara y su madre lo llama. El niño vuelve hacia la
casa y los hermanos siguen su camino hacia el encinar.
Y es otra vez el
hogar, el hogar apagado y desierto, y en el muro colgaba el hacha reluciente.
Los mayores de
Alvargonzález vuelven del monte con la tarde, cargados de estepas. La madre
enciende el candil y el mayor arroja astillas y jaras sobre el tronco de roble,
y quiere hacer el fuego en el hogar, cruje la leña y los tueros, apenas
encendidos, se apagan. No brota la llama en el lar de Alvargonzález. A la luz
del candil brilla el hacha en el muro, y esta vez parece que gotea sangre.
-Padre, la hoguera no
prende; está la leña mojada. Acude el segundo y también se afana por hacer
lumbre. Pero el fuego no quiere brotar. El más pequeño echa sobre el hogar un
puñado de estepas, y una roja llama alumbra la cocina. La madre sonríe, y
Alvargonzález coge en brazos al niño y lo sienta en sus rodillas, a la diestra
del fuego.
-Aunque último has
nacido, tú eres el primero en mi corazón y el mejor de mi casta; porque tus
manos hacen el fuego.
Los hermanos, pálidos
como la muerte, se alejan por los rincones del sueño. En la diestra del mayor brilla
el hacha de hierro.
Junto a la fuente
dormía Alvargonzález, cuando el primer lucero brillaba en el azul, y una enorme
luna teñida de púrpura se asomaba al campo ensombrecido. El agua que brotaba de
la piedra parecía relatar una historia vieja y triste: la historia del crimen
en el campo.
Los hijos de
Alvargonzález caminaban silenciosos, y vieron al padre dormido junto a la
fuente. Las sombras que alargaban la tarde llegaron al durmiente antes que los
asesinos. La frente de Alvargonzález tenía un tachón sombrío entre las cejas,
como la huella de una segur sobre el tronco de un roble. Soñaba Alvargonzález
que sus hijos venían a matarle, y al abrir los ojos vio que era cierto lo que
soñaba.
Mala muerte dieron al
labrador, los malos hijos, a la vera de la fuente. Un hachazo en el cuello y
cuatro puñaladas en el pecho pusieron fin al sueño de Alvagonzález. El hacha
que tenían de sus abuelos y que tanta leña cortó para el hogar, tajó el robusto
cuello que los años no habían doblado todavía, y el cuchillo con que el buen
padre cortaba el pan moreno que repartía a los suyos en torno a la mesa,
hendido había el más noble corazón de aquella tierra. Porque Alvargonzález era
bueno para su casa, pero era también mucha su caridad en la casa del pobre.
Como padre habían de llorarle cuantos alguna vez llamaron a su puerta, o alguna
vez le vieron en los umbrales de las suyas.
Los hijos de
Alvargonzález no saben lo que han hecho. Al padre muerto arrastran hacia un
barranco, por donde corre un río que busca al Duero. Es un valle sombrío lleno
de helechos, hayedos y pinares.
Y lo llevan a la
Laguna Negra, que no tiene fondo, y allí lo arrojan con una piedra atada a los
pies. La laguna está rodeada de una muralla gigantesca de rocas grises y
verdosas, donde anidan las águilas y los buitres. Las gentes de la sierra en
aquellos tiempos no osaban acercarse a la laguna ni aun en los días claros. Los
viajeros que, como usted, visitan hoy estos lugares, han hecho que se les
pierda el miedo.
Los hijos de
Alvargonzález tornaban por el valle, entre los pinos gigantescos y las hayas
decrépitas. No oían el agua que sonaba en el fondo del barranco. Dos lobos
asomaron, al verles pasar. Los lobos huyeron espantados. Fueron a cruzar el
río, y el río tomó por otro cauce, y en seco lo pasaron. Caminaban por el
bosque para tornar a su aldea con la noche cerrada, y los pinos, las rocas y
los helechos por todas partes les dejaban vereda como si huyeran de los
asesinos. Pasaron otra vez junto a la fuente, y la fuente, que contaba su vieja
historia, calló mientras pasaban, y aguardó a que se alejasen para seguir
contándola.
Así heredaron los
malos hijos la hacienda del buen labrador que una mañana de otoño salió de su
casa, y no volvió ni podía volver. Al otro día se encontró su manta cerca de la
fuente y un reguero de sangre camino del barranco. Nadie osó acusar del crimen
a los hijos de Alvargonzález, porque el hombre del campo teme al poderoso, y
nadie se atrevió a sondar la laguna, porque hubiera sido inútil. La laguna
jamás devuelve lo que se traga. Un buhonero que erraba por aquellas tierras fue
preso y ahorcado en Soria, a los dos meses, porque los hijos de Alvargonzález
le entregaron a la justicia, y con testigos pagados lograron perderle.
La maldad de los
hombres es como la Laguna Negra, que no tiene fondo.
La madre murió a los
pocos meses. Los que la vieron muerta una mañana, dicen que tenía cubierto el
rostro entre las manos frías y agarrotadas.
*
El sol de primavera
iluminaba el campo verde, y las cigüeñas sacaban a volar a sus hijuelos en el
azul de los primeros días de mayo. Crotoraban las codornices entre los trigos
jóvenes; verdeaban los álamos del camino y de las riberas, y los ciruelos del
huerto se llenaban de blancas flores. Sonreían las tierras de Alvargonzález a
sus nuevos amos, y prometían cuanto habían rendido al viejo labrador.
Fue un año de
abundancia en aquellos campos. Los hijos de Alvargonzález comenzaron a
descargarse del peso de su crimen, porque a los malvados muerde la culpa cuando
temen el castigo de Dios o de los hombres; pero si la fortuna ayuda y huye el
temor, comen su pan alegremente, como si estuviera bendito.
Más la codicia tiene
garras para coger, pero no tiene manos para labrar. Cuando llegó el verano
siguiente, la tierra, empobrecida, parecía fruncir el ceño a sus señores. Entre
los trigos había más amapolas y hierbajos, que rubias espigas. Heladas tardías
habían matado en flor los frutos de la huerta. Las ovejas morían por docenas
porque una vieja, a quien se tenía por bruja, les hizo mala hechicería. Y si un
año era malo, otro peor le seguía. Aquellos campos estaban malditos, y los
Alvargonzález venían tan a menos, como iban a más querellas y enconos entre las
mujeres. Cada uno de los hermanos tuvo dos hijos que no pudieron lograrse,
porque el odio había envenenado la leche de las madres.
Una noche de invierno,
ambos hermanos y sus mujeres rodeaban el hogar donde ardía un fuego mezquino
que se iba extinguiendo poco a poco. No tenían leña, ni podían buscarla a
aquellas horas. Un viento helado penetraba por las rendijas del postigo, y se
le oía bramar en la chimenea. Fuera, caía la nieve en torbellinos. Todos
miraban silenciosos las ascuas mortecinas, cuando llamaron a la puerta.
-¿Quién será a estas
horas? -dijo el mayor-.
Abre tú. Todos
permanecieron inmóviles sin atreverse a abrir. Sonó otro golpe en la puerta y
una voz que decía: -Abrid, hermanos.
-¡Es Miguel!
Abrámosle.
Cuando abrieron la
puerta, cubierto de nieve y embozado en un largo capote, entró Miguel, el menor
de Alvargonzález, que volvía de las Indias.
Abrazó a sus hermanos,
y se sentó con ellos cerca del hogar. Todos quedaron silenciosos. Miguel tenía
los ojos llenos de lágrimas, y nadie le miraba frente a frente. Miguel, que
abandonó su casa siendo niño, tornaba hombre y rico. Sabía las desgracias de su
hogar, mas no sospechaba de sus hermanos. Era su porte, caballero. La tez
morena, algo quemada, y el rostro enjuto, porque las tierras de Ultramar dejan
siempre huella, pero en la mirada de sus grandes ojos brillaba la juventud.
Sobre la frente, ancha y tersa, su cabello castaño caía en finos bucles. Era el
más bello de los tres hermanos, porque al mayor le afeaba el rostro lo espeso
de las cejas velludas, y al segundo, los ojos pequeños, inquietos y cobardes,
de hombre astuto y cruel.
Mientras Miguel
permanecía mudo y abstraído, sus hermanos le miraban al pecho, donde brillaba
una gruesa cadena de oro.
El mayor rompió el
silencio, y dijo:-¿Vivirás con nosotros?
-Si queréis -contestó
Miguel-. Mi equipaje llegará mañana.
-Unos suben y otros
bajan -añadió el segundo-. Tú traes oro y nosotros, ya ves, ni leña tenemos
para calentarnos.
El viento batía la
puerta y el postigo, y aullaba en la chimenea. El frío era tan grande, que
estremecía los huesos.
Miguel iba a hablar
cuando llamaron otra vez a la puerta. Miró a sus hermanos como preguntándoles
quién podría ser a aquellas horas. Sus hermanos temblaron de espanto. Llamaron
otra vez, y Miguel abrió.
Apareció el hueco
sombrío de la noche, y una racha de viento le salpicó de nieve el rostro. No
vio a nadie en la puerta, mas divisó una figura que se alejaba bajo los copos
blancos. Cuando volvió a cerrar, notó que en el umbral había un montón de leña.
Aquella noche ardió una hermosa llama en el hogar de Alvargonzález.
Fortuna traía Miguel
de las Américas, aunque no tanta como soñara la codicia de sus hermanos.
Decidió afincar en aquella aldea donde había nacido, mas como sabía que toda la
hacienda era de sus hermanos, les compró una parte, dándoles por ella mucho más
oro del que nunca había valido. Cerróse el trato, y Miguel comenzó a labrar en
las tierras malditas.
El oro devolvió la
alegría al corazón de los malvados. Gastaron sin tino en el regalo y el vicio y
tanto mermaron su ganancia, que al año volvieron a cultivar la tierra
abandonada. Miguel trabajaba de sol a sol. Removió la tierra con el arado,
limpióla de malas hierbas, sembró trigo y centeno, y mientras los campos de sus
hermanos parecían desmedrados y secos, los suyos se colmaron de rubias y
macizas espigas. Sus hermanos le miraban con odio y con envidia. Miguel les
ofreció el oro que le quedaba a cambio de las tierras malditas.
Las tierras de
Alvargonzález eran ya de Miguel, y a ellas tornaba la abundancia de los tiempos
del viejo labrador. Los mayores gastaban su dinero en locas francachelas. El
juego y el vino llevábanles otra vez a la ruina. Una noche volvían borrachos a
su aldea, porque habían pasado el día bebiendo y festejando en una feria
cercana. Llevaba el mayor el ceño fruncido y un pensamiento feroz bajo la
frente.
-¿Cómo te explicas tú
la suerte de Miguel? -dijo a su hermano.
«La tierra le colma de
riquezas, y a nosotros nos niega un pedazo de pan.» -Brujería y artes de
Satanás -contestó el segundo.
Pasaba cerca de la
huerta, y se les ocurrió asomarse a la tapia. La huerta estaba cuajada de
frutos. Bajo los árboles, y entre los rosales, divisaron un hombre encorvado
hacia la tierra.
-Mírale -dijo el
mayor-. Hasta de noche trabaja.
-¡Eh!, Miguel -le
gritaron.
Pero el hombre aquel
no volvía la cara. Seguía trabajando en la tierra, cortando ramas o arrancando
hierbas. Los dos atónitos borrachos achacaron al vino que les aborrascaba la
cabeza el cerco de luz que parecía rodear la figura del hortelano. Después, el
hombre se levantó y avanzó hacia ellos sin mirarles, como si buscase otro
rincón del huerto para seguir trabajando. Aquel hombre tenía el rostro del
viejo labrador. ¡De la laguna sin fondo había salido Alvargonzález para labrar
el huerto de Miguel!
Al día siguiente,
ambos hermanos recordaban haber bebido mucho vino y visto cosas raras en su
borrachera. Y siguieron gastando su dinero hasta perder la última moneda.
Miguel labraba sus tierras, y Dios le colmaba de riqueza.
Los mayores volvieron
a sentir en sus venas la sangre de Caín, y el recuerdo del crimen les azuzaba
al crimen.
Decidieron matar a su
hermano, y así lo hicieron.
Ahogáronle en la presa
del molino, y una mañana apareció flotando sobre el agua. Los malvados lloraron
aquella muerte con lágrimas fingidas, para alejar sospechas en la aldea donde
nadie les quería. No faltaba quien les acusase del crimen en voz baja, aunque
ninguno osó llevar pruebas a la justicia.
Y otra vez volvió a
los malvados la tierra de Alvargonzález.
Y el primer año
tuvieron abundancia, porque cosecharon la labor de Miguel, pero al segundo la
tierra se empobreció.
Un día, seguía el
mayor encorvado sobre la reja del arado que abría penosamente un surco en la
tierra. Cuando volvió los ojos, reparó que la tierra se cerraba y el surco
desaparecía.
Su hermano cavaba en
la huerta, donde sólo medraban las malas hierbas, y vio que de la tierra
brotaba sangre. Apoyado en la azada contemplaba la huerta, y un frío sudor
corría por su frente.
Otro día, los hijos de
Alvargonzález tomaron silenciosos el camino de la Laguna Negra.
Cuando caía la tarde,
cruzaban por entre las hayas y los pinos.
Dos lobos que se
asomaron a verles, huyeron espantados.
¡Padre!, gritaron, y
cuando en los huecos de las rocas el eco repetía: ¡padre!, ¡padre!, ¡padre!, ya
se los había tragado el agua de la laguna sin fondo.
https://enredalengua.files.wordpress.com/2013/04/la-tierra-de-alvargonzc3a1lez.pdf
Una noche de verano
—estaba abierto el balcón
y la puerta de mi casa—
la muerte en mi casa entró.
Se fue acercando a su lecho
—ni siquiera me miró—,
con unos dedos muy finos,
algo muy tenue rompió.
Silenciosa y sin mirarme,
la muerte otra vez pasó
delante de mí. ¿Qué has hecho?
La muerte no respondió.
Mi niña quedó tranquila,
dolido mi corazón,
¡Ay, lo que la muerte ha roto
era un hilo entre los dos!
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REGRESO
Largas tardes
campestres;
alamedas rosadas;
aire delgado que
el aroma apenas
sostiene de la
acacia;
huerto, pinar...
Llanuras de oro viejo,
azul de la
montaña...
Esquilas del
arambre
y balido, sin fin,
de la majada,
en el silencio
claro...
¡Adiós, adiós!
¡Que la ciudad me llama!
Maravillosa noche
estremecida
por el rumor del
agua
y el fulgor de los
astros
—imán de la mirada
perdida en lo
insondable
de la eterna
pregunta—. (El grillo canta,
corre la estrella,
el aire
suspira entre las
ramas).
Sueño tranquilo y
sano,
velado por las
plantas
humildes de la
tierra y por el bravo
eucalipto que
asoma a mi ventana...
Noche de paz y de
salud y sueño...
¡Adiós, adiós!
¡Que la ciudad me llama!
Allegro matinal,
tímida gloria
y milagro de
nácar,
a las corolas
risa,
trino a las aves y
delicia del alma,
aire en las
sienes, despertar, eterna
juventud —¡oh
mañana
que abres los ojos
y las rosas!—, dulce
y poderosa
gracia...
Mañana de mi
huerto, suave y pura...
¡Adiós, adiós!
¡Que la ciudad me llama!
¡Me llama la
ciudad —que ignora el cielo
y la tierra y el
agua
y el sol y las
estrellas—,
febril y jadeante,
apresurada,
con su aliento
mefítico,
y su llanto y sus
máquinas,
sonora de metales
infecta de
palabras!
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El viajero – Antonio Machado
Este poema se trata de una alegoría sobre el paso del tiempo. Desde el
punto de vista formal, corresponde al género de la silva. Tiene nueve estrofas
con rima consonante ABBA. El texto ha sido publicado en Soledades.
Galerías. Otros poemas.
Está en la sala familiar, sombría,
y entre nosotros, el querido hermano
que en el sueño infantil de un claro día
vimos partir hacia un país lejano.
Hoy tiene ya las sienes plateadas,
un gris mechón sobre la angosta frente;
y la fría inquietud de sus miradas
revela un alma casi toda ausente.
Deshójanse las copas otoñales
del parque mustio y viejo.
La tarde, tras los húmedos cristales,
se pinta, y en el fondo del espejo.
El rostro del hermano se ilumina
suavemente. ¿Floridos desengaños
dorados por la tarde que declina?
¿Ansias de vida nueva en nuevos años?
¿Lamentará la juventud perdida?
Lejos quedó —la pobre loba— muerta.
¿La blanca juventud nunca vivida
teme, que ha de cantar ante su puerta?
¿Sonríe al sol de oro
de la tierra de un sueño no encontrada;
y ve su nave hender el mar sonoro,
de viento y luz la blanca vela hinchada?
Él ha visto las hojas otoñales,
amarillas, rodar, las olorosas
ramas del eucalipto, los rosales
que enseñan otra vez sus blancas rosas.
Y este dolor que añora o desconfía
el temblor de una lágrima reprime,
y un resto de viril hipocresía
en el semblante pálido se imprime.
Serio retrato en la pared clarea
todavía. Nosotros divagamos.
En la tristeza del hogar golpea
el tic-tac del reloj. Todos callamos.»
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