miércoles, 30 de diciembre de 2020

 

ALFONSO EL MAGNO Y EL

APOGEO DEL REINO DE ASTURIAS

 

Durante su largo reinado, Alfonso III llevó la frontera de la España cristiana hasta la cuenca del Duero, donde emprendió una ambiciosa política repobladora



Alfonso III y Jimena

Alfonso III dio un gran impulso a la Reconquista durante su reinado. Como los anteriores soberanos astures, se consideraba continuador de los monarcas visigodos y se presentó en algunas misivas como Hispaniae Rex. Mantuvo buenas relaciones con otro joven reino cristiano, el de Pamplona, gracias a su matrimonio con la princesa navarra Jimena, hija de García Jiménez. En la imagen Alfonso y Jimena en una miniatura del Libro de los Testamentos, del siglo XII.



Lucha contra el enemigo sarraceno

Alfonso III transformó el mapa político de la península gracias a las contundentes victorias contra los ejércitos del emirato cordobés y llevó la frontera de su reino hasta el Duero. Arriba, una imagen de tropas árabes de las Cantigas de Santa María, Monasterio del Escorial.



La basílica de San Salvador de Valdedios

Alfonso III dio un gran impulso a la arquitectura prerrománica. Arriba, San Salvador de Valdediós, basílica de tres naves consagrada en el año 893, durante el reinado de Alfonso III el Magno.




Crónica Albeldense, la historia de Asturias

Una de las mayores empresas culturales de Alfonso III fue la redacción de las primeras crónicas históricas del reino astur en las que se legitimaba el reino de Asturias como heredero y continuador de la monarquía visigoda. La imagen de arriba pertenece a una página de la Crónica Albeldense depositada en la Biblioteca Nacional de Madrid.



Cruz de la Victoria de Alfonso III

Realizada en madera, cubierta de oro y piedras semipreciosas, es un rico trabajo de orfebrería donado por Alfonso III y su esposa Jimena a la catedral de Oviedo en 908, y custodiado actualmente en la Cámara Santa ovetense.


Cuánto dolor debió de sentir Alfonso III el Magno, rey de Asturias, al final de su vida, cuando se dirigía a Compostela a rendir cuentas de conciencia al apóstol. Su reinado de 40 años había sido uno de los más largos y brillantes de la Alta Edad Media y convirtió Asturias en una poderosa monarquía que se extendía por gran parte de la meseta castellana. Pero en 909 su propio hijo, el primogénito García, secundado por su suegro el conde Nuño Fernández, lo expulsó del trono. Alfonso se retiró a la localidad asturiana de Villaviciosa, donde reunió a la corte y su familia para anunciarles su renuncia al trono.

El monarca depuesto no quiso abrir la herida de la guerra civil. Entre la sangre y la concordia escogió la paz, a pesar de que la guerra formaba parte de la cultura de la época y cualquier conflicto, por pequeño que fuera, se resolvía con el uso de las armas. Pero el rey asturiano, más prudente que temerario, prefirió retirarse a reflexionar sobre el amargo final de su reinado.

Alfonso III accedió al trono cuando aún no había cumplido los veinte años, tras ser elegido en una asamblea nobiliaria en Oviedo, siguiendo la tradición visigoda. Enseguida se vio envuelto en una serie de luchas sangrientas por el poder. La Crónica de Sampiro cuenta que los cuatro hermanos de Alfonso se rebelaron y, una vez sometidos, fueron condenados a perder la vista. Otras fuentes explican que, a la muerte de su padre Ordoño, usurpó el trono un noble gallego, Froila Bermúdez, y sólo después de que los ovetenses se rebelaran contra él y le dieran muerte pudo Alfonso –que entre tanto se había casado con Jimena, de la familia real de Pamplona– entrar en la capital asturiana y asumir la corona.


REIMPULSO A LA RECONQUISTA

El nuevo monarca recibió de sus antecesores una misión: la lucha contra los musulmanes. Los reyes asturianos se creían continuadores de los monarcas visigodos de Toledo y por ello iniciaron en las montañas de Covadonga la recuperación de las tierras "usurpadas". Un siglo antes Alfonso I había dado un primer gran impulso a la Reconquista, pero luego la expansión del reino tan sólo había avanzado unas leguas, hasta las tierras al norte de Burgos.

Bajo Alfonso III, el avance se reanudó. El nuevo monarca transformó el mapa político de la península gracias a las contundentes victorias contra los ejércitos del emirato cordobés. Llevó la frontera hasta el Duero y el dominio cristiano alcanzó las villas de Coimbra, Zamora, Valladolid y Roa, es decir, la Tierra de Campos. Alfonso el Magno también mandó incursiones que llegaron a Sierra Morena y las cuencas del Guadiana y del Ebro.

Las crónicas cristianas describen las contundentes victorias contra los musulmanes, entre las que destacan las de Polvoraria y Valdemora (878), Pancorbo y Castrojeriz (883) y la del foso de Zamora (901). La razón de esos éxitos se otorgaba en buena parte a la caballería asturiana y a la destreza de sus guerreros para blandir las largas espadas de doble filo, mucho más eficaces que las cordobesas de filo sencillo.

EL REPOBLADOR DEL TERRENO GANADO

Las conquistas, sin embargo, no eran suficientes. Había que consolidar las posiciones ganadas a los árabes, y eso en un extenso territorio que durante decenios había sido una tierra de nadie entre los dominios cristianos y los musulmanes, despoblada y expuesta al peligro de las aceifas o incursiones militares sarracenas. Para prevenir estas últimas, Alfonso III alcanzó acuerdos con algunos caudillos árabes, aprovechando la grave crisis que sufrió el emirato de Córdoba. El propio emir Muhammad se vio obligado a firmar una larga tregua con la corte de Oviedo. Pero el rey era consciente de que para la defensa de los territorios conquistados lo más importante no eran los puestos avanzados de fuertes murallas, sino unas villas prósperas con una población segura y estable que diera apoyo al ejército y pudiera trabajar las tierras. Lo que se requería era, pues, una política de repoblación.

Alfonso III consolidó el poder sobre las tierras ganadas a los árabes creando villas prósperas y favoreciendo su actividad comercial

 

Fue así como, una vez alcanzada la paz con los musulmanes, Alfonso III empezó la gran tarea repobladora en sus nuevos territorios. Los cristianos recuperaron murallas, aldeas, iglesias y tierras de labor abandonadas desde hacía mucho. Los campos empezaron a desbrozarse y se fomentaron los asentamientos con cartas pueblas y fueros. La tierra era para el que la trabajara y supiera defenderla a partir de las fórmulas jurídicas de la presura (ocupación) y el escalio (roturación). Las aldeas se llenaron de mozárabes andalusíes, astures, vascones y cántabros, gentes libres no sujetas a señores feudales. Y también de clérigos, pues las órdenes monásticas tuvieron gran protagonismo como dueñas de tierras de labor e impulsoras de los asentamientos.


REVOLUCIÓN ECONÓMICA

De esta manera, Alfonso III fue tejiendo la estructura de su Estado, con un ordenamiento jurídico que reconocía y regulaba los derechos, las obligaciones y los privilegios de las gentes; con murallas y fueros que daban seguridad a la población y mercados que incentivaban la actividad comercial en los nuevos burgos. El rey Magno no sólo había consolidado la tarea repobladora, sino que había hecho algo más difícil: transformar la economía tradicional, fundamentalmente agraria y ganadera, en una actividad comercial basada en el intercambio gracias a la seguridad de la paz.

Hasta ese momento, los campesinos de la zona fronteriza intensificaban la producción ante la amenaza de las incursiones musulmanas que arrasaban con todo. Pero aquella meseta despoblada, de aldeas destrozadas y campos quemados, se convirtió a partir de entonces en un lugar próspero de encuentro e intercambio.

Alfonso III destacó también por el impulso que dio a las artes, en particular la arquitectura. Si su abuelo Ramiro I había levantado su palacio a los pies del monte Naranco de Oviedo, él ordenó fundar una nueva basílica en Compostela para acoger el cuerpo del apóstol, estimulando con ello el entonces incipiente Camino de Santiago. También construyó nuevos monasterios en Sahagún, Dueñas y Cardeña, y erigió (o reformó) diversos templos, fortalezas y baños en ciudades como Oviedo, Zamora, Simancas, Toro o Sahagún. El recuerdo del rey astur es hoy especialmente visible en el templo prerrománico de San Salvador de Valdediós, que conserva la lápida de consagración (893) y una cruz de la victoria labrada en la piedra, símbolo del monarca. La cruz original de madera, cubierta de oro y piedras semipreciosas, es un rico trabajo de orfebrería donado por Alfonso y su esposa Jimena a la catedral de Oviedo en 908, y custodiado actualmente en la Cámara Santa ovetense.

MUERTE Y SUCESIÓN

No está claro si todos los hijos de Alfonso III participaron en su destronamiento, aunque así parece sugerirlo el que ante la rebelión del hijo mayor los demás se mostraran pasivos. En todo caso, tres se repartieron el reino: García I gobernó León, Álava y Castilla; Fruela II se mantuvo al frente de Asturias, y Ordoño II se hizo con el control de Galicia.

La muerte del soberano, tal como se narra en las crónicas, aparece envuelta en un halo legendario. El cronista Sampiro cuenta que, tras ser depuesto, el rey peregrinó a Compostela y al volver obtuvo de su hijo García I permiso para dirigir una nueva incursión contra los musulmanes. Volvió victorioso, pero sólo para morir repentinamente en Zamora. Paradojas de la vida: su hijo García I falleció al cabo de cuatro años igual que su padre, de manera repentina en Zamora tras vencer a los árabes en una incursión.

PARA SABER MÁS

La formación medieval de España. Miguel Ángel Ladero Quesada. Alianza, Madrid, 2006.

Califas y reyes. España, 796-1031. Roger Collins. Crítica, Barcelona, 2013.

https://historia.nationalgeographic.com.es/a/alfonso-magno-y-apogeo-reino-asturias_14176/5

 

 LA BATALLA DEL SALADO

Y LA

CONQUISTA DEL ESTRECHO

En 1340 un ejército benimerín cruzó el estrecho de Gibraltar y puso sitio a Tarifa. Alfonso XI, el rey de Castilla, salió al encuentro de los musulmanes y los derrotó en una decisiva batalla



La suerte estaba echada. La línea del río Salado dividía dos creencias y dos maneras de entender la vida; dos mundos antagónicos separados por un río de poco caudal. A un lado, hacia Levante, con el sol a sus espaldas, las tropas de Abu-l-Hassán, rey de la dinastía benimerín (o mariní) de Marruecos, y Yusuf I, soberano nazarí de Granada; al otro lado, a Poniente, el ejército de Alfonso XI de Castilla y su suegro Alfonso IV de Portugal, apoyado por las milicias concejiles de Écija, Carmona, Sevilla, Jerez y algunas más, acostumbradas a la lucha armada con el enemigo granadino por la cercana frontera. La Corona de Aragón también colaboró con una flota de galeras al mando del almirante Pedro de Moncada, aunque su presencia fue casi testimonial ya que no intervino directamente en la batalla.

El ejército de Alfonso XI esperó a que el sol no fuera tan molesto para empezar la batalla. Tuvo suerte porque ese día, lunes 30 de octubre de 1340, el fuerte viento de Levante no sopló y ello facilitó los planes cristianos. Como buen príncipe de la guerra, el monarca castellano había preparado muy bien el enfrentamiento. Tanto él como los ricoshombres del reino, entre los que estaban el infante don Juan Manuel –tío segundo del rey–, Juan Núñez de Lara, Juan Alfonso de Alburquerque o Alfonso Méndez, maestre de Santiago, es decir, lo más granado de la alta nobleza castellana, habían repartido a sus hombres para luchar por lo que entonces era una causa noble, la victoria del bien sobre el mal, del cristianismo sobre el Islam.



La madrasa de Attarine, en Fez, fue una escuela coránica fundada en 1325 por Abu Said, padre del rey benimerín Abu-l-Hassán. En la imagen, uno de los patios.

Foto: Cordon Press

Se trataba de una guerra santa. De hecho, el papa Benedicto XII había promulgado la bula Exultamus in te elevando la batalla a la categoría de cruzada contra el Islam. Una declaración bien recibida entre los contendientes cristianos porque de esta manera tendrían derecho a beneficios espirituales y, sobre todo, económico, mucho más importante, al poder embolsarse una parte de los impuestos eclesiásticos.

EL DESAFÍO CASTELLANO

En los campos de Tarifa, entre dos mares, Alfonso XI desplegó toda su estrategia militar y su enorme talento en el campo de batalla, cultivado en la lectura de diferentes obras de su tío don Juan Manuel y en el anónimo Libro de Alexandre, un manual clásico del arte de la guerra sobre la vida de Alejandro Magno y los consejos de Aristóteles, publicado el siglo anterior. El ejército musulmán tenía fama de poseer los mejores jinetes, ligeros y rápidos como el viento del Estrecho, pero las tropas castellanas habían perfeccionado su armamento con espadas y armaduras de última generación.

Así, mientras la caballería ligera benimerín luchaba a cuerpo descubierto, con la única protección de un escudo de cuero (adarga) y la ayuda de una jabalina corta (azagaya) y una espada, el ejército de Alfonso XI presumía de ser más moderno, seguro y potente. Y, tácticamente, mejor preparado.

Tanto los caballos como los soldados castellanos estaban protegidos con nuevas armaduras que cubrían todas las zonas vulnerables del cuerpo. Además, los caballeros iban equipados con lanzas largas para hacer más violenta la carga, aprovechando la inercia de la carrera, y blandían espadas puntiagudas ligeras, con cantos afilados por ambos lados, que empuñaban con una sola mano y con las que podían atravesar las viejas cotas de malla de los benimerines, ya en desuso entre los cristianos.

Según las crónicas, Abu-l-Hassán desechó la propuesta castellana de librar la contienda en las inmediaciones de la laguna de La Janda, al norte de Tarifa, cerca de Barbate, y prefirió el terreno irregular de cerros, bosques y playas más cercano a Algeciras (en poder musulmán) para de este modo asegurarse la huida en caso de derrota.

Así pues, una vez inspeccionado y preparado el terreno por el rey castellano, se dispuso la organización del enfrentamiento en sus diferentes fases: aproximación, lucha cuerpo a cuerpo y huida. Ambos ejércitos pactaron la pelea en campo abierto como solución definitiva para decidir la soberanía de la zona, en permanente tensión desde que Sancho IV conquistara Tarifa a finales del siglo anterior.

Alfonso XI y sus nobles repartieron las tropas en función del terreno, disposición y efectivos del enemigo. Las tropas de Alfonso IV de Portugal, de apenas mil soldados, recibieron la ayuda de cinco mil castellanos y se dirigieron por el flanco izquierdo en busca del ejército granadino, situado al pie de uno de los cerros. El grueso del ejército cristiano se distribuyó de la forma tradicional, con cuerpo central, zaga y dos alas. La vanguardia estaba formada por caballeros e infantes, dirigidos por varios nobles, que tenían la misión de cruzar el río Salado en el momento en que se iniciara el ataque.

EN EL CAMPO DE BATALLA

La decisión tomada fue un signo evidente de desconfianza a pesar de la superioridad numérica del ejército musulmán

 

Por su parte, el rey de Marruecos, que situó su campamento en una "escarpada peña" para seguir mejor el desenlace de la batalla, ordenó a las tropas que cercaban Tarifa que abandonaran el asedio para incorporarse al grueso del ejército y que quemaran los ingenios de guerra utilizados en el cerco para evitar que cayeran en manos enemigas. Está claro que la decisión tomada fue un signo evidente de desconfianza a pesar de la superioridad numérica.

Una crónica castellana eleva los efectivos benimerines a 53.000 jinetes y 600.000 peones, divididos en tribus y linajes, según la costumbre bereber. Las cifras resultan muy exageradas para aquellos tiempos. Según estimaciones más ajustadas a la realidad, el ejército cristiano pudo reunir a 22.000 soldados, mientras que el musulmán triplicaría esa cifra.



Por los efectivos que entraron en liza, la batalla del Salado, librada el 30 de octubre de 1340, fue una de las mayores en la larga historia de guerras entre cristianos y musulmanes en la España medieval. Para conmemorar la victoria, el rey Alfonso XI amplió el monasterio de Guadalupe, una de cuyas salas sería decorada en el siglo XVII con un cuadro sobre la batalla.

Foto: Archivo Real Monasterio de Guadalupe

No durmió bien Alfonso XI esa noche por la preocupación de la batalla y las ganas de que llegara la hora del encuentro. Después de oír misa y comulgar con las armas encima del altar para ser bendecidas, esperó a que el astro rey dejara de molestar en el horizonte. El combate comenzó hacia las diez de la mañana. La vanguardia castellana cruzó el río Salado y embistió con bravura la delantera marroquí, que apenas pudo aguantar la fuerza de la caballería pesada.

La espolonada castellana fue tan feroz que el ejército musulmán apenas pudo desarrollar su táctica favorita, el tornafuye, utilizada por los almohades con suerte desigual en las batallas de Alarcos (1195) y Las Navas de Tolosa (1212). La estrategia consistía en fingir la huida con la idea de atraer al enemigo para desorganizarlo y a continuación revolverse y atacar a los confiados soldados con jabalinas y saetas.

PERSECUCIÓN IMPLACABLE

Hasta el atardecer lucharon los dos ejércitos cuerpo a cuerpo, a caballo, con hondas, lanzas, ballestas y arcos. La pelea se extendió por los cerros cercanos y la playa. Las tropas cristianas, que registraron pocas bajas según las crónicas –según una de ellas, no más de "quince o veinte jinetes", cifra poco verosímil–, arrasaron el campamento de Abu-l-Hassán matando a sus mujeres, entre ellas a Fátima, su favorita, y apoderándose de todas las riquezas. El rey castellano, disgustado, ordenó perseguir a los saqueadores dentro y fuera del reino y que se devolviera el botín.

Alfonso XI llevó a rajatabla la máxima de la caballería de siempre: la persecución y destrucción total del enemigo

 

Pero lo peor llegó cuando el ejército musulmán se sintió derrotado y empezó la retirada. Cada musulmán escapó del campo de batalla como pudo, sin orden ni concierto. Algunos lo hicieron por la playa, muriendo ahogados, y otros por los cerros en busca de los campos de Algeciras. Precisamente en la retirada fue apresado el príncipe Abu Umar, hijo del rey marroquí, que fue liberado años más tarde tras sufrir un ataque de locura.

Alfonso XI llevó a rajatabla la máxima de la caballería de siempre: la persecución y destrucción total del enemigo, es decir, el concepto de batalla decisiva que tantas veces había leído en el Libro de Alexandre, donde se defendía la figura de un rey soberbio y a la vez piadoso.

PARA SABER MÁS

Las grandes batallas de la Reconquista. Ambrosio Huici. Universidad de Granada, 2000.

Alfonso XI (1312-1350). J. Sánchez-Arcilla. Trea, Gijón, 2008.

https://historia.nationalgeographic.com.es/a/batalla-salado-y-conquista-estrecho_6232







 












 

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