ALFONSO EL MAGNO Y EL
APOGEO DEL REINO DE ASTURIAS
Durante su largo reinado, Alfonso III llevó la frontera de la
España cristiana hasta la cuenca del Duero, donde emprendió una ambiciosa
política repobladora
Alfonso III y Jimena
Alfonso III
dio un gran impulso a la Reconquista durante su reinado. Como los anteriores
soberanos astures, se consideraba continuador de los monarcas visigodos y se
presentó en algunas misivas como Hispaniae
Rex. Mantuvo buenas relaciones con otro joven reino cristiano, el de
Pamplona, gracias a su matrimonio con la princesa navarra Jimena, hija de
García Jiménez. En la imagen Alfonso y Jimena en una miniatura del Libro de los Testamentos, del siglo XII.
Lucha contra el enemigo sarraceno
Alfonso III
transformó el mapa político de la península gracias a las contundentes
victorias contra los ejércitos del emirato cordobés y llevó la frontera de
su reino hasta el Duero. Arriba, una imagen de tropas árabes de las Cantigas de Santa María, Monasterio del
Escorial.
La basílica de San Salvador de Valdedios
Alfonso III
dio un gran impulso a la arquitectura prerrománica. Arriba, San Salvador de
Valdediós, basílica de tres naves consagrada en el año 893, durante el
reinado de Alfonso III el Magno.
Crónica Albeldense, la historia de Asturias
Una de las
mayores empresas culturales de Alfonso III fue la redacción de las primeras
crónicas históricas del reino astur en las que se legitimaba el reino de
Asturias como heredero y continuador de la monarquía visigoda. La imagen de
arriba pertenece a una página de la Crónica
Albeldense depositada en la Biblioteca Nacional de Madrid.
Cruz de la Victoria de Alfonso III
Realizada en
madera, cubierta de oro y piedras semipreciosas, es un rico trabajo de
orfebrería donado por Alfonso III y su esposa Jimena a la catedral de Oviedo
en 908, y custodiado actualmente en la Cámara Santa ovetense.
Cuánto dolor debió de sentir Alfonso
III el Magno, rey de Asturias, al final de su vida, cuando se dirigía
a Compostela a
rendir cuentas de conciencia al apóstol. Su reinado de 40 años había sido uno de los más largos y brillantes de la Alta
Edad Media y convirtió Asturias en una poderosa monarquía que se
extendía por gran parte de la meseta castellana. Pero en 909 su propio hijo,
el primogénito García, secundado por su suegro el conde Nuño Fernández, lo expulsó del trono. Alfonso se
retiró a la localidad asturiana de Villaviciosa, donde reunió a la corte y su
familia para anunciarles su
renuncia al trono.
El monarca
depuesto no quiso abrir la herida de la guerra civil. Entre la sangre y la concordia escogió la paz,
a pesar de que la guerra formaba parte de la cultura de la época y cualquier
conflicto, por pequeño que fuera, se resolvía con el uso de las armas. Pero
el rey asturiano, más prudente que temerario, prefirió
retirarse a reflexionar sobre el amargo final de su reinado.
Alfonso III accedió al trono cuando aún no
había cumplido los veinte años, tras ser elegido en una asamblea nobiliaria en Oviedo, siguiendo la tradición visigoda. Enseguida se vio envuelto
en una serie de luchas sangrientas por el poder. La Crónica de Sampiro cuenta que los cuatro hermanos de Alfonso se
rebelaron y, una vez sometidos, fueron condenados a perder la vista. Otras fuentes explican que, a la muerte de su padre
Ordoño, usurpó el trono un noble gallego, Froila Bermúdez, y sólo después de que los ovetenses se
rebelaran contra él y le dieran muerte pudo Alfonso –que entre tanto se había
casado con Jimena, de la familia real de Pamplona– entrar en la capital asturiana y
asumir la corona.
REIMPULSO A LA RECONQUISTA
El nuevo
monarca recibió de sus antecesores una misión: la lucha contra los
musulmanes. Los reyes asturianos se
creían continuadores de los monarcas visigodos de Toledo y por
ello iniciaron en las montañas de Covadonga la recuperación
de las tierras "usurpadas". Un siglo antes Alfonso I había dado un primer gran impulso a
la Reconquista, pero luego la expansión del reino tan sólo había
avanzado unas leguas, hasta las tierras al norte de Burgos.
Bajo Alfonso III, el avance se reanudó. El nuevo monarca transformó el mapa
político de la península gracias a las contundentes
victorias contra los ejércitos del emirato cordobés. Llevó la
frontera hasta el Duero y el dominio cristiano alcanzó las villas de
Coimbra, Zamora, Valladolid y Roa, es decir,
la Tierra de Campos. Alfonso el Magno también mandó incursiones que llegaron
a Sierra Morena y las cuencas del Guadiana y del Ebro.
Las crónicas
cristianas describen las contundentes
victorias contra los musulmanes, entre las que destacan las de
Polvoraria y Valdemora (878), Pancorbo y Castrojeriz (883) y la del foso de
Zamora (901). La razón de esos éxitos se
otorgaba en buena parte a la caballería
asturiana y a la destreza
de sus guerreros para blandir las largas espadas de doble filo,
mucho más eficaces que las cordobesas de filo sencillo.
EL REPOBLADOR DEL TERRENO GANADO
Las
conquistas, sin embargo, no eran suficientes. Había
que consolidar las posiciones ganadas a los árabes, y eso en un
extenso territorio que durante decenios había sido una tierra de nadie entre los dominios
cristianos y los musulmanes, despoblada
y expuesta al peligro de las aceifas o incursiones militares sarracenas.
Para prevenir estas últimas, Alfonso
III alcanzó acuerdos con algunos caudillos árabes, aprovechando la
grave crisis que sufrió el emirato de Córdoba. El propio emir Muhammad se vio
obligado a firmar una larga tregua con la corte de Oviedo. Pero el rey era
consciente de que para la defensa
de los territorios conquistados lo más importante no eran los
puestos avanzados de fuertes murallas, sino unas villas
prósperas con una población segura y estable que diera apoyo al
ejército y pudiera trabajar las tierras. Lo que se requería era, pues, una política de repoblación.
Alfonso III consolidó el poder sobre las tierras ganadas
a los árabes creando villas prósperas y favoreciendo su actividad comercial
Fue así como,
una vez alcanzada la paz con los musulmanes, Alfonso
III empezó la gran tarea repobladora en sus nuevos territorios. Los
cristianos recuperaron murallas, aldeas, iglesias y tierras de labor
abandonadas desde hacía mucho. Los campos empezaron a desbrozarse y se fomentaron los asentamientos con cartas
pueblas y fueros. La tierra era para el que la trabajara y supiera
defenderla a partir de las fórmulas jurídicas de la presura (ocupación) y el
escalio (roturación). Las aldeas
se llenaron de mozárabes andalusíes, astures, vascones y cántabros,
gentes libres no sujetas a señores feudales. Y también de clérigos, pues las
órdenes monásticas tuvieron gran protagonismo como dueñas de tierras de
labor e impulsoras de los asentamientos.
REVOLUCIÓN ECONÓMICA
De esta
manera, Alfonso III fue tejiendo la
estructura de su Estado, con un ordenamiento
jurídico que reconocía y regulaba los derechos, las
obligaciones y los privilegios de las gentes; con murallas y fueros que daban
seguridad a la población y mercados que
incentivaban la actividad comercial en los nuevos burgos. El rey Magno no sólo
había consolidado la tarea repobladora, sino que había hecho algo más
difícil: transformar la economía
tradicional, fundamentalmente agraria y ganadera, en una actividad comercial basada en el
intercambio gracias a la seguridad de la paz.
Hasta ese
momento, los campesinos de la zona fronteriza intensificaban la producción
ante la amenaza de las incursiones
musulmanas que arrasaban con todo. Pero aquella meseta despoblada, de aldeas destrozadas
y campos quemados, se convirtió a partir de entonces en un lugar próspero de encuentro e intercambio.
Alfonso III
destacó también por el impulso
que dio a las artes, en particular la arquitectura.
Si su abuelo Ramiro I había levantado su palacio a los pies del monte Naranco
de Oviedo, él ordenó fundar una nueva
basílica en Compostela para acoger el cuerpo del apóstol,
estimulando con ello el entonces incipiente Camino de Santiago. También construyó nuevos monasterios en
Sahagún, Dueñas y Cardeña, y erigió (o reformó) diversos templos,
fortalezas y baños en ciudades como Oviedo, Zamora, Simancas, Toro o Sahagún.
El recuerdo del rey astur es hoy especialmente visible en el templo prerrománico de San Salvador de
Valdediós, que conserva la lápida de consagración (893) y una cruz de la victoria labrada en la
piedra, símbolo del monarca. La cruz original de madera, cubierta de oro y
piedras semipreciosas, es un rico trabajo de orfebrería donado por Alfonso y
su esposa Jimena a la catedral de Oviedo en 908, y custodiado actualmente en la
Cámara Santa ovetense.
MUERTE Y SUCESIÓN
No está claro si todos los hijos de
Alfonso III participaron en su destronamiento, aunque así parece sugerirlo el que
ante la rebelión del hijo mayor los demás se mostraran pasivos. En todo caso, tres se repartieron el reino: García I
gobernó León, Álava y Castilla; Fruela II se mantuvo al frente de Asturias,
y Ordoño II se hizo con el control de Galicia.
La muerte del soberano, tal como se narra
en las crónicas, aparece envuelta en un halo legendario. El cronista Sampiro
cuenta que, tras ser depuesto, el
rey peregrinó a Compostela y al volver obtuvo de su hijo García
I permiso para dirigir una nueva incursión
contra los musulmanes. Volvió victorioso, pero sólo para morir repentinamente en Zamora.
Paradojas de la vida: su hijo García I falleció al cabo de cuatro años igual
que su padre, de manera repentina en Zamora tras vencer a los árabes en una
incursión.
PARA SABER MÁS
La formación medieval de España. Miguel Ángel Ladero Quesada.
Alianza, Madrid, 2006.
Califas y reyes. España, 796-1031. Roger Collins. Crítica, Barcelona,
2013.
https://historia.nationalgeographic.com.es/a/alfonso-magno-y-apogeo-reino-asturias_14176/5
Y LA
CONQUISTA DEL ESTRECHO
En 1340 un ejército benimerín
cruzó el estrecho de Gibraltar y puso sitio a Tarifa. Alfonso XI, el rey de
Castilla, salió al encuentro de los musulmanes y los derrotó en una decisiva
batalla
La suerte estaba echada. La línea del río
Salado dividía dos creencias y dos maneras de entender la vida; dos mundos
antagónicos separados por un río de poco caudal. A un lado, hacia Levante, con
el sol a sus espaldas, las tropas de Abu-l-Hassán, rey de la dinastía benimerín
(o mariní) de Marruecos, y Yusuf I, soberano nazarí de Granada; al otro lado, a
Poniente, el ejército de Alfonso XI de Castilla y su suegro Alfonso IV de Portugal,
apoyado por las milicias concejiles de Écija, Carmona, Sevilla, Jerez y algunas
más, acostumbradas a la lucha armada con el enemigo granadino por la cercana
frontera. La Corona de Aragón también colaboró con una flota de
galeras al mando del almirante Pedro de Moncada, aunque su
presencia fue casi testimonial ya que no intervino directamente en la batalla.
El ejército de Alfonso XI esperó a
que el sol no fuera tan molesto para empezar la batalla. Tuvo suerte porque ese
día, lunes 30 de octubre de 1340, el fuerte viento de Levante no sopló y ello
facilitó los planes cristianos. Como buen príncipe de la
guerra, el monarca castellano había preparado muy bien el enfrentamiento. Tanto
él como los ricoshombres del reino, entre los que estaban el infante don Juan
Manuel –tío segundo del rey–, Juan Núñez de Lara, Juan Alfonso de Alburquerque
o Alfonso Méndez, maestre de Santiago, es decir, lo más granado de la alta
nobleza castellana, habían repartido a sus hombres para luchar por lo que
entonces era una causa noble, la victoria del bien sobre el mal,
del cristianismo sobre el Islam.
La madrasa de Attarine, en Fez,
fue una escuela coránica fundada en 1325 por Abu Said, padre del rey benimerín
Abu-l-Hassán. En la imagen, uno de los patios.
Foto: Cordon Press
Se trataba de una
guerra santa. De hecho, el papa Benedicto XII había
promulgado la bula Exultamus in te elevando
la batalla a la categoría de cruzada contra el Islam. Una
declaración bien recibida entre los contendientes cristianos porque de esta
manera tendrían derecho a beneficios espirituales y, sobre todo, económico,
mucho más importante, al poder embolsarse una parte de los impuestos
eclesiásticos.
EL DESAFÍO CASTELLANO
En los campos de Tarifa, entre dos mares, Alfonso
XI desplegó toda su estrategia militar y su enorme talento en el campo de
batalla, cultivado en la lectura de diferentes obras de su tío don
Juan Manuel y en el anónimo Libro de Alexandre, un manual clásico
del arte de la guerra sobre la vida de Alejandro Magno y los consejos de
Aristóteles, publicado el siglo anterior. El ejército musulmán
tenía fama de poseer los mejores jinetes, ligeros y rápidos como el viento del
Estrecho, pero las tropas castellanas habían perfeccionado su
armamento con espadas y armaduras de última generación.
Así, mientras la caballería ligera benimerín
luchaba a cuerpo descubierto, con la única protección de un escudo de cuero
(adarga) y la ayuda de una jabalina corta (azagaya) y una espada, el ejército
de Alfonso XI presumía de ser más moderno, seguro y potente. Y, tácticamente,
mejor preparado.
Tanto los caballos como los soldados castellanos
estaban protegidos con nuevas armaduras que cubrían todas las zonas vulnerables
del cuerpo. Además, los caballeros iban equipados con lanzas
largas para hacer más violenta la carga, aprovechando la inercia de la carrera,
y blandían espadas puntiagudas ligeras, con cantos afilados por ambos
lados, que empuñaban con una sola mano y con las que podían atravesar las
viejas cotas de malla de los benimerines, ya en desuso entre los cristianos.
Según las crónicas, Abu-l-Hassán desechó la
propuesta castellana de librar la contienda en las inmediaciones de la laguna
de La Janda, al norte de Tarifa, cerca de Barbate, y prefirió el terreno
irregular de cerros, bosques y playas más cercano a Algeciras (en poder
musulmán) para de este modo asegurarse la huida en caso de derrota.
Así pues, una vez inspeccionado y preparado el
terreno por el rey castellano, se dispuso la organización del enfrentamiento en
sus diferentes fases: aproximación, lucha cuerpo a cuerpo y huida. Ambos
ejércitos pactaron la pelea en campo abierto como solución definitiva para
decidir la soberanía de la zona, en permanente tensión desde que Sancho IV
conquistara Tarifa a finales del siglo anterior.
Alfonso XI y sus nobles repartieron las tropas en
función del terreno, disposición y efectivos del enemigo. Las
tropas de Alfonso IV de Portugal, de apenas mil soldados, recibieron la ayuda
de cinco mil castellanos y se dirigieron por el flanco izquierdo en busca del
ejército granadino, situado al pie de uno de los cerros. El grueso del
ejército cristiano se distribuyó de la forma tradicional, con cuerpo central,
zaga y dos alas. La vanguardia estaba formada por caballeros e infantes,
dirigidos por varios nobles, que tenían la misión de cruzar el río Salado en el
momento en que se iniciara el ataque.
EN EL CAMPO DE BATALLA
La decisión
tomada fue un signo evidente de desconfianza a pesar de la superioridad
numérica del ejército musulmán
Por su parte, el rey de Marruecos, que
situó su campamento en una "escarpada peña" para seguir mejor el
desenlace de la batalla, ordenó a las tropas que cercaban Tarifa que
abandonaran el asedio para incorporarse al grueso del ejército y que quemaran
los ingenios de guerra utilizados en el cerco para evitar que cayeran en manos
enemigas. Está claro que la decisión tomada fue un signo evidente de
desconfianza a pesar de la superioridad numérica.
Una crónica castellana eleva los efectivos
benimerines a 53.000 jinetes y 600.000 peones, divididos en tribus y linajes,
según la costumbre bereber. Las cifras resultan muy exageradas para aquellos
tiempos. Según estimaciones más ajustadas a la realidad, el
ejército cristiano pudo reunir a 22.000 soldados, mientras que el musulmán
triplicaría esa cifra.
Por los efectivos que entraron
en liza, la batalla del Salado, librada el 30 de octubre de 1340, fue una de
las mayores en la larga historia de guerras entre cristianos y musulmanes en la
España medieval. Para conmemorar la victoria, el rey Alfonso XI amplió el
monasterio de Guadalupe, una de cuyas salas sería decorada en el siglo XVII con
un cuadro sobre la batalla.
Foto: Archivo Real Monasterio de Guadalupe
No durmió bien Alfonso XI esa
noche por la preocupación de la batalla y las ganas de que llegara la hora del
encuentro. Después de oír misa y comulgar con las armas encima del altar para
ser bendecidas, esperó a que el astro rey dejara de molestar en el horizonte. El
combate comenzó hacia las diez de la mañana. La vanguardia castellana cruzó el
río Salado y embistió con bravura la delantera marroquí, que apenas pudo
aguantar la fuerza de la caballería pesada.
La espolonada castellana fue tan
feroz que el ejército musulmán apenas pudo desarrollar su táctica
favorita, el tornafuye, utilizada por los almohades con suerte desigual en
las batallas de Alarcos (1195) y Las Navas de Tolosa (1212). La estrategia
consistía en fingir la huida con la idea de atraer al enemigo para
desorganizarlo y a continuación revolverse y atacar a los confiados
soldados con jabalinas y saetas.
PERSECUCIÓN IMPLACABLE
Hasta el atardecer lucharon los dos ejércitos
cuerpo a cuerpo, a caballo, con hondas, lanzas, ballestas y arcos. La pelea se
extendió por los cerros cercanos y la playa. Las tropas
cristianas, que registraron pocas bajas según las crónicas –según una de ellas,
no más de "quince o veinte jinetes", cifra poco verosímil–, arrasaron
el campamento de Abu-l-Hassán matando a sus mujeres, entre ellas
a Fátima, su favorita, y apoderándose de todas las riquezas. El rey castellano,
disgustado, ordenó perseguir a los saqueadores dentro y fuera del reino y que
se devolviera el botín.
Alfonso XI
llevó a rajatabla la máxima de la caballería de siempre: la persecución y
destrucción total del enemigo
Pero lo peor llegó cuando el ejército musulmán se
sintió derrotado y empezó la retirada. Cada musulmán escapó del
campo de batalla como pudo, sin orden ni concierto. Algunos lo
hicieron por la playa, muriendo ahogados, y otros por los cerros en busca de
los campos de Algeciras. Precisamente en la retirada fue apresado el príncipe
Abu Umar, hijo del rey marroquí, que fue liberado años más tarde tras sufrir un
ataque de locura.
Alfonso XI llevó a rajatabla la máxima de la
caballería de siempre: la persecución y destrucción total del enemigo, es
decir, el concepto de batalla decisiva que tantas veces había leído en el Libro de Alexandre, donde se
defendía la figura de un rey soberbio y a la vez piadoso.
PARA SABER MÁS
Las grandes batallas de la
Reconquista. Ambrosio Huici.
Universidad de Granada, 2000.
Alfonso XI (1312-1350). J. Sánchez-Arcilla. Trea, Gijón, 2008.
https://historia.nationalgeographic.com.es/a/batalla-salado-y-conquista-estrecho_6232
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