LUIS CANDELAS
EL BANDIDO QUE SE CONVIRTIÓ EN LEYENDA
La muerte de Luis Candelas el
6 de noviembre de 1837 ponía fin a las actividades del bandolero más famoso de
Madrid, que cometió todos sus asaltos sin quitar la vida a ninguna de sus
víctimas y se convirtió en protagonista de coplas y versos populares.
El 6 de noviembre de 1837 se ponía
fin a la vida del bandolero más famoso y más buscado del Madrid en el siglo
XIX. Condenado a la pena capital, tan sólo aplicada a los
criminales considerados más peligrosos, Luis Candelas Cajigal fue ejecutado con el
garrote vil cuando contaba 32 años de edad, en un
patíbulo instalado cerca de la puerta de Toledo.
Según cuenta la tradición popular sus últimas
palabras fueron: "He sido pecador como hombre, pero nunca se mancharon mis
manos con sangre de mis semejantes. Adiós patria mía. Sé feliz".
UN "DANDY"
CONVERTIDO EN BANDOLERO
Luis Candelas nació en una
carpintería de la calle del Calvario el 9 de febrero de 1804. Fue el
tercer hijo de un matrimonio que vivía sin agobios económicos y pudo ofrecer a
su hijo una esmerada educación en el colegio de San Isidro. Fue
precisamente aquí donde Luis formó su primera banda,
de la que formó parte Francisco Villena, más conocido como Paco el Sastre –que años
después pertenecería a su cuadrilla de bandoleros–. Al final, tras
provocar numerosas peleas, Luis fue expulsado de la escuela cuando un clérigo
le dio una bofetada y él respondió dándole dos. En estos años,
el bandolerismo proliferaba en todo el país, con bandas legendarias como las de
José María "el Tempranillo", Juan Caballero y José Ruiz Permana. A
pesar de su expulsión, Luis no perdió las ganas de aprender y leía cualquier
libro que cayese en sus manos. Ya desde muy joven, a Luis le
gustaba vestir bien y mostraba buenos modales cuando quería, lo que no fue
óbice para que a los quince años perpetrara su primer robo y fuera encarcelado
por deambular por la plaza de Santa Ana a altas horas de la madrugada. Tras la
muerte de su padre, Luis intentó replantearse su vida y empezó a trabajar como
librero, pero el cambio no cuajó, ya que fue condenado a seis años de prisión
por robar dos caballos y una mula.
A pesar de que
Candelas fue expulsado de la escuela por propinar dos bofetadas a un clérigo,
el bandolero no dejó en ningún momento de leer y aprender
En su primera época de delincuente, entre 1823 y
1830, Luis Candelas se dedicó a conquistar mujeres y vivir a
costa de ellas, comportándose como un Don Juan. Era moreno, bien
parecido, con una buena dentadura, anchas patillas y flequillo bajo el pañuelo,
iba bien afeitado y vestía sombrero calañés, faja roja, capa negra, calzón de
pana y buen calzado.
Se tiene constancia de que Luis tuvo tres amores
que marcaron su vida: Manuela Sánchez, una viuda de 23 años que
también había pasado por la cárcel; Lola "la naranjera" que a la vez
era la amante del rey Fernando VII, y la mujer que acabaría causando su
perdición, Clara, una muchacha de clase media y familia trabajadora.
UN "ESPADISTA"
MUY POPULAR
Luis Candelas se hizo tan popular que el pueblo, e
incluso algún agente de la autoridad, le ayudaban en sus fechorías. Era tal su fama que
hasta una copla de la época ensalzaba la popularidad que había adquirido, sobre
todo entre las féminas: "Con la puerta abierta y toda
la noche en vela, a ver si me roba Luis Candelas. Todo Madrid espera para
prenderte, y yo sólo espero para quererte".
Su fama alcanzó
a varios estamentos de la sociedad, incluso a las fuerzas de la ley, pero por
encima de todo fue popular entre las féminas
Sin embargo no se trataba de un
delincuente común. Fue conocido como el "espadista", porque utilizaba
una ganzúa para acceder a las casas que asaltaba. Preparaba
meticulosa y astutamente sus asaltos. Siempre salía airoso
de los enredos en los que se veía involucrado, de tal
manera que para él los barrotes de la prisión tampoco eran un obstáculo. En su historial se
registraron seis fugas que logró consumar entre sobornos y ardides.
EL ERROR DEL MAGO DEL
DISFRAZ
Su máxima fue que la riqueza estaba muy mal
repartida, pero a pesar de esto nunca llegó a matar a nadie en
ninguna de su acciones y jamás usó la violencia. En una de
sus "visitas" a la cárcel, conoció al político
Salustiano de Olózaga, a quien ayudó a escapar. Se dice que luego se
reencontraron y Salustiano inició a Luis Candelas en la masonería –el
bandolero ingresó en la "Logia Libertad"–. Fue partir de este momento
cuando Luis Candelas lució una capa negra decorada con símbolos masónicos.
Luis Candelas era además un maestro
del disfraz. Llegó a utilizar más de 200 disfraces distintos para llevar a cabo
sus golpes. Entre los más sonados cabe destacar el robo en la
casa del presbítero Juan Bautista Tárrega y el robo del dinero de varias
cofradías días más tarde. Pero su suerte estaba a punto de cambiar. Candelas empezó a
cometer errores, el primero de ellos asaltar la diligencia del embajador
de Francia en Torrelodones, sustrayéndole no sólo dinero y joyas, sino también
unos documentos confidenciales. Aunque el mayor error que
cometió, y por el que fue condenado a muerte, fue robar en casa de la modista
de la reina regente, María Cristina de Borbón-Dos Sicilias (madre de la
futura Isabel II), la acaudalada doña Vicenta Mormín.
Convertido en
un mago del disfraz, Luis Candelas perpetró sonados golpes, pero un error en la
elección de su última "víctima" acabó con su condena a muerte
"ARREPENTIMIENTO"
Y MUERTE
Tras el golpe, Candelas planeó huir
a Inglaterra con su última esposa, Clara, pero al llegar a Gijón esta no estuvo
dispuesta a marcharse, por lo que decidieron volver a Madrid. Tras
pernoctar en una posada situada en la calle Real esquina con la actual calle
Luis Candelas (frente a la iglesia de San Pedro), el bandolero fue detenido el 18 de
julio de 1837 en el puesto de aduanas del puente Mediana, situado en el camino
real de Valladolid a Toledo.
Candelas fue trasladado a Valdestillas, luego a
Valladolid y de allí a Madrid, donde fue acusado de cometer más de 40 robos,
por lo que fue encerrado en la cárcel de Corte. El 2 de noviembre de
1837, fue juzgado y condenado a morir por garrote vil.
La sangre fría que Candelas había demostrado
siempre a la hora de cometer los delitos de los que se le acusaba fue
desapareciendo mientras se acercaba el momento de enfrentarse a la
muerte. Al ver que esta vez los sobornos no podrían librarle de su
destino, imploró el indulto a la reina regente: "Señora,
Luis Candelas, condenado por robo a la pena capital, a V. M. desde la capilla
acude reverentemente. Señora, no intentará contristar a V. M. con la historia
de sus errores ni la descripción de su angustioso estado. Próximo a morir sólo
imploro la clemencia de V. M. a nombre de su agusta hija, a quien ha prestado
servicios y por quien sacrificaría gustoso una vida que la inflexibilidad de la
ley cree debida a la vindicta pública y a la expiación de sus errores. En que
expone es acaso el primero de su clase que no acude a V. M. con las manos
ensangrentadas. Su fatalidad le condujo a robar, pero no ha muerto, herido ni
maltratado a nadie. ¿Y es posible que haya de sufrir la misma pena que los que
perpetran en esos crímenes? He combatido por la causa de vuestra hija. ¿Y no le
merecerá una mirada de consuelo?", pero a pesar de sus ruegos el indulto
le fue denegado.
Luis Candelas Cajigal, el ídolo de una España
gobernada por el absolutismo, acabó, tras ser ejecutado en una
gélida mañana en la plaza de la Cebada por el cruel método del garrote vil,
convertido en una leyenda.
Ante la
inminente hora de su muerte, Luis Candelas envió una carta a la reina regente
María Cristina de Borbón, pero esta desestimó el arrepentimiento
COPLAS Y RECUERDOS DE LUIS CANDELAS
Las coplas que le dedicó el poeta
sevillano Rafael de León, se referían a Luis Candelas de esta
manera: "Anoche una diligencia, ayer el palacio real, mañana quizá las
joyas de alguna casa ducal. Y siempre roba que roba, y yo por él siempre igual,
queriéndolo un día mucho y al día siguiente más" .
En la actualidad en la calle
Cuchilleros, 1 de Madrid, existe un restaurante castizo en el que se recrea
fidedignamente la época en la que vivió el bandolero, un local
que en tiempos sirvió de guarida y cobijo a Luis Candelas.
https://historia.nationalgeographic.com.es/a/luis-candelas-bandolero-que-se-convirtio-leyenda_14859
EL EMPECINADO,
MÁRTIR CONTRA LA INVASIÓN DE NAPOLEÓN
Pese a que fue uno de los más
destacados jefes de la guerrilla que luchó contra la invasión napoleónica de
1808, Juan Martín fue ejecutado por el régimen absolutista de Fernando VII.
¿De dónde
venía este curioso apodo? Pese a que Juan Martín destacó por su carácter
testarudo, su apodo el Empecinado no hacía referencia a ese aspecto de su
personalidad, sino a la pecina, un lodo negro que el río Botijas arrastra a su
paso por el pueblo natal de Juan Martín, Castrillo de Duero, y que hacía que a
sus habitantes se les llamara, despectivamente, "empecinados".
Como les sucedió a tantos otros
españoles, en 1808 la rutinaria vida de Juan Martín Díez –un humilde labrador
de 33 años que vivía en la pequeña localidad de Fuentecén, cien kilómetros al
sur de Burgos– dio un giro inesperado. Un
año antes Francia y España habían firmado el tratado de Fontainebleau, por el
que se permitía el paso del ejército de Napoleón Bonaparte a través de España
para invadir Portugal, aunque la intención de éste era poner a su propio
hermano José en el trono hispano. El emperador de
los franceses contaba con tener el apoyo popular frente a la desprestigiada
dinastía de los Borbones, pero, desenmascaradas sus intenciones, la
traición inflamó los ánimos de la mayor parte de las poblaciones y la guerra se
hizo inevitable.
El Empecinado, como llamaban sus
paisanos a Juan Martín, se sumó de inmediato a la
resistencia patriótica. Entre 1793 y 1795 ya había
participado en la guerra del Rosellón, en los Pirineos catalanes, y no guardaba
un buen recuerdo de las tropas francesas y sus brutales métodos. Por
ello, antes incluso de la revuelta del 2 de mayo
en Madrid,
realizó sus primeras acciones contra los ocupantes,
dedicándose junto con otros compañeros a interceptar los correos franceses que
transitaban por el camino real de Madrid a Burgos, en las proximidades de
Aranda de Duero.
PRIMERAS ESCARAMUZAS
CONTRA LOS FRANCESES
El conflicto subsiguiente alumbró a un gran número
de partidas de guerrilleros que se dedicaron a hostigar a las tropas francesas
y que dieron a la guerra de Independencia un grado de ferocidad y brutalidad
inusitado. El Empecinado fue uno de los jefes guerrilleros más
destacados, aunque, por su parte, intentó evitar siempre el
ensañamiento y la crueldad. Así, a finales de 1808, una de sus primeras
escaramuzas contra los franceses terminó con la denuncia de sus paisanos contra
el Empecinado por haber dado cobijo en su propia casa a una distinguida dama
francesa que viajaba en el convoy que había capturado. Juan Martín fue
encarcelado en la prisión de Burgo de Osma, de la que no tardó en escaparse.
A continuación, Juan Martín rehizo su partida con
tres de sus hermanos y otros hombres y empezó a operar en un
área que se extendía a Segovia y Salamanca. El grupo
creció y sus acciones se hicieron cada vez más audaces. En 1809, contaba con
varias decenas de hombres a sus órdenes y el general John Moore, al
mando de las tropas británicas en la península
ibérica, le entregó fondos para comprar caballos. En abril, la
Junta Central le concedió el grado de teniente de caballería.
El Empecinado interceptaba correos y
mensajes del ejército ocupante y atacaba a los destacamentos que los protegían. También
asaltaba convoyes de víveres, armas, ropas y dinero. Él mismo describía así su
actividad: "Aquí no hay descanso, aquí se come lo que se encuentra y se
descabeza un sueño con el dedo puesto en el gatillo… Aquí no se corre, se
vuela".
Su fama y su carisma no paraban de crecer, y a finales de 1809 fue
llamado por la Junta de Sigüenza para organizar las fuerzas levantadas en la
provincia de Guadalajara. Fue allí, a caballo entre Madrid y Zaragoza, donde Juan
Martín desarrollaría sus operaciones más importantes. Al mando de trescientos
jinetes y doscientos infantes, entorpeció las líneas de comunicación y puso en
aprieto a las guarniciones francesas. La fama de sus
acciones y el hecho de que pagara puntualmente a sus hombres le atrajeron gran
número de voluntarios, de modo que al final de la guerra mandaba una
división de más de cinco mil hombres.
José I encomendó al general José
Leopoldo Hugo la misión de acabar con la partida del Empecinado. El general lo
persiguió sin descanso durante tres años. Consiguió algunos éxitos, pero
reconoció la dificultad del encargo: "Siempre errantes, las fuerzas del
Empecinado amenazaban todos los puntos de nuestro despliegue". Hugo,
después de intentar atraerlo a la causa josefina sin éxito, no cesó en su
persecución e incluso detuvo a la madre de Juan Martín y amenazó con fusilarla
si no se entregaba. El Empecinado lo retó a su vez con pasar a
cuchillo a cien franceses que tenía en su poder y a todos los que en adelante
capturara. La barbarie no fue más allá porque Hugo no se atrevió a comprobar si
Martín estaba dispuesto a cumplir su amenaza y liberó a su madre.
Además de los franceses, el Empecinado tuvo que
vérselas también con sus compatriotas. Nunca toleró el
bandidaje y eliminó varios grupos que extorsionaban a los pueblos en nombre de
la causa patriota. Su carácter indómito y apasionado le procuró
entre sus paisanos una mezcla de admiración y envidia al borde del odio y
sufrió motines de sus hombres, a veces estimulados por las juntas locales, poco
propicias a que abandonaran el territorio en auxilio de otros ejércitos.
El Empecinado fue herido varias veces y tuvo que
huir más de una vez en situaciones límite, como cuando se arrojó de un
precipicio para no ser apresado. Tenía un instinto natural para la
guerra de guerrillas. En cada momento sabía si reunirse
para atacar o bien dispersarse y esperar un momento más propicio. Sus dotes
estratégicas, unidas a su fortaleza física y a la tenacidad con la que defendió
la causa patriota hicieron de él "un guerrillero insigne que siempre se
condujo movido por nobles impulsos, generoso, leal y sin parentela moral con
facciosos", según escribió el novelista Benito Pérez Galdós en uno de sus
Episodios nacionales. Juan Martín acabó la guerra como mariscal de campo y
Fernando VII le concedió el privilegio de firmar como "El
Empecinado".
VÍCTIMA
DEL ABSOLUTISMO
Juan Martín fue un liberal convencido y
partidario entusiasta de la Constitución de 1812. Por ello,
cuando Fernando VII volvió a España en 1814 y restauró el absolutismo, el
Empecinado se retiró a Castrillo, pese a lo cual recibió varias distinciones
del gobierno, como la cruz laureada de San Fernando. El pronunciamiento del
general Riego en 1820 lo devolvió a la vida pública. Durante el Trienio
Liberal (1820-1823), Juan Martín combatió a partidas realistas que buscaban
restablecer el régimen anterior, como la del cura Merino, otro
antiguo guerrillero. Cuando en 1823 se produjo la intervención de los Cien Mil
hijos de San Luis para restablecer el absolutismo, el Empecinado estaba al
frente de la resistencia del régimen liberal en Castilla la Vieja y hubo de
capitular finalmente en Extremadura.
Martín se convirtió en una de las
piezas más codiciadas de la represión absolutista. Apresado cerca de su pueblo,
fue llevado a la vecina Roa, donde durante diez meses sufrió insultos y
vejaciones de todo tipo, hasta el punto de que los días de mercado lo exhibían
en la plaza dentro de una jaula de hierro. En el juicio se le acusó de la
muerte de varios civiles en Cáceres durante el último conflicto. El
juez instructor, enemigo personal del Empecinado, no dudó en condenarlo a la
horca, muerte que se reservaba a los bandidos. "¿No hay balas en
España para fusilar a un general?", se lamentó el reo.
Una calurosa tarde de agosto de
1825, Juan Martín era llevado a la horca a lomos de un burro desorejado
en señal de deshonra, mientras una plebe embrutecida seguía su recorrido
lanzándole improperios y objetos. Al acercarse al cadalso, en un titánico
esfuerzo, el Empecinado rompió las cadenas que le sujetaban y trató de
refugiarse en sagrado, pero los soldados se lo impidieron tras un forcejeo en
el que sufrió algún bayonetazo. Ante su desesperada resistencia, fue
arrastrado con una soga hasta el suplicio y colgado sin más ceremonia.
EL TRIENIO LIBERAL,
EL PRONUNCIAMIENTO
DEL GENERAL RIEGO
El primer día de 1820, el
general Riego se alzó en Andalucía con el objetivo de derrocar el régimen
absolutista y restablecer la Constitución
El triunfo de la Revolución
Este grabado recrea el momento en que la
Constitución de Cádiz es proclamada en la plaza Mayor de Madrid, en marzo de
1820, entre el alborozo de los soldados y el pueblo. Museo de Historia, Madrid.
La jura de la Constitución
La escena que protagonizó Fernando VII en 1820
decora un estuche lacado que servía para guardar un ejemplar de la Constitución
de 1812. Museo Romántico, Madrid.
Constitución española
Constitución política de la monarquía española. Edición de 1822.
Biblioteca de Temas Gaditanos, Cádiz.
Vista de Cádiz
La catedral de Santa Cruz, en Cádiz, del siglo
XVIII, en estilo barroco, rococó y neoclásico, vista desde el mar.
El rey absolutista
Fernando VII, el rey que combatió las ideas
liberales. Retrato por Vicente López y Portaña. Museo del Prado, Madrid.
El suplicio del general Riego
El general Riego es conducido al lugar del suplicio. «Como si montarle en
borrico hubiera sido signo de nobleza, llevábanle en un serón que arrastraba el
mismo animal [...]; cubierta la cabeza con su gorrete negro, lloraba como un
niño», escribió Pérez Galdós.
Las luces de Europa
no permiten ya, Señor, que las naciones sean gobernadas como posesiones
absolutas de los reyes. Los pueblos exigen instituciones diferentes, y el
gobierno representativo […] es el que las naciones sabias adoptaron, el que
todos apetecen, el gobierno cuya posesión ha costado tanta sangre y del que no
hay pueblo más digno que el de España». En estos términos se dirigían al rey
Fernando VII los militares que el 1 de enero de 1820 se habían alzado en armas
en Andalucía, en las comarcas próximas a Cádiz. Su propósito era forzar al
monarca a abandonar el régimen absolutista que había restaurado en 1814, al
término de la guerra contra Napoleón, y establecer la constitución de las
Cortes de Cádiz de 1812. «Resucitar la Constitución de España, he aquí su
objeto: decidir que es la Nación legítimamente representada quien tiene solo el
derecho de darse leyes a sí misma, he aquí lo que les inspira el ardor más puro
y los acentos del entusiasmo más sublime», decía asimismo el texto. La
revolución victoriosa inauguraría el llamado trienio liberal, un período en el
que, por primera vez en la historia de España, el conjunto del país estaría
regido por un sistema constitucional.
El héroe de la
revolución
El
gran protagonista del alzamiento de 1820 fue el teniente coronel Rafael del
Riego. Nacido en una familia asturiana, noble pero de escasos recursos económicos,
Riego tuvo una buena formación, a diferencia de otros compañeros de generación.
Realizó estudios secundarios y en 1807 ingresó en un regimiento prestigioso, la
Compañía Americana de Guardias de la Real Persona.
Al año siguiente, la sacudida de la guerra de la
Independencia lo alcanzó de pleno. Capturado por los franceses ya en abril de
1808, consiguió escapar de su prisión en El Escorial y marchó a Asturias para
sumarse al levantamiento contra los franceses. Dio muestras de valor y arrojo
en la batalla de Espinosa de los Monteros, que tuvo lugar en noviembre de 1808,
en la que fue capturado. A continuación fue enviado a Francia, donde estuvo
encarcelado en varios centros durante unos cinco años. Pasó también por Holanda
e Inglaterra. Según algunos autores, fue en ese tiempo cuando Riego se
convirtió al liberalismo, de modo que cuando regresó a España, en el año 1814,
se aprestó a jurar la Constitución de Cádiz.
Pero 1814 sería un año de aciaga memoria para el
liberalismo español. El retorno de Fernando VII puso fin al ensayo de régimen
liberal de Cádiz y dio paso a la restauración del absolutismo. Mientras sus
partidarios gritaban « ¡Vivan las cadenas!», el rey abolió la Constitución y la
casi totalidad de la obra legislativa de las Cortes de Cádiz, «como si no
hubiesen pasado jamás», al tiempo que ponía en marcha una dura represión contra
todos los elementos sospechosos de simpatías liberales. Rafael del Riego hubo
de adaptarse a este estado de cosas para seguir en el ejército, pero pronto se
sumó a los movimientos clandestinos de oposición liberal que fueron
cristalizando en distintas ciudades españolas. Destinado en 1817 al ejército de
Andalucía, dos años más tarde fue introducido, en Cádiz, en la masonería.
Las logias masónicas fueron uno de los resortes
más poderosos de la lucha contra el absolutismo; por su carácter de sociedades
secretas permitían a sus miembros conspirar y preparar incluso un alzamiento
militar contra el gobierno. Se produjeron varias intentonas de alzamiento, los
llamados pronunciamientos, que el gobierno logró desbaratar. La ocurrida en
enero de 1819 se saldó con la ejecución de 18 implicados. El general Elío
declaró entonces: «La Divina Providencia, que vela sobre nosotros, se vale de
medios incomprensibles para procurarnos el poder exterminar a los enemigos del
trono, de las leyes y de la religión».
Pocos meses después, sin embargo, las
circunstancias sonrieron a los rebeldes. El gobierno decidió reunir en la
región de Cádiz varios destacamentos, con un total de 20.000 hombres –aunque al
final fueron menos–, que debían embarcarse rumbo a América para participar allí
en la represión de las revoluciones independentistas que se desarrollaban en el
Imperio español. La mayoría de los soldados tenían muy escasos deseos de marchar
a ultramar, y además pronto descubrieron que la flota que debía trasladarlos,
recién comprada a Rusia, se encontraba en un estado deplorable. Todo ello hizo
que prestaran oídos a los oficiales que los preparaban para amotinarse. Estos
últimos habían entrado en contacto con los conspiradores civiles de las
ciudades andaluzas, sobre todo en Cádiz, donde a partir de una logia masónica
se constituyó una sociedad secreta llamada Taller Sublime, «un cuerpo donde
estaban juntos los más arrojados y dirigentes de los conspiradores», según
recordó más tarde uno de los promotores del movimiento, Alcalá Galiano. Los
fondos aportados por Álvarez Mendizábal, influyente hombre de negocios de
origen judío, fueron también decisivos.
La operación estuvo a punto de fracasar por la
traición de dos oficiales, el conde de La Bisbal y el general Sarsfield, que
llevó a la detención de quince militares en El Palmar (Cádiz). Pero el proyecto
siguió adelante gracias a los oficiales que habían podido evitar la detención.
Finalmente, en la noche del 27 al 28 de diciembre, los conspiradores celebraron
una reunión secreta en la que acordaron su plan de acción: tres cuerpos de
ejército, dirigidos respectivamente por Quiroga, López Baños y Riego, se
alzarían en tres puntos diferentes de Andalucía y a continuación se dirigirían
a Cádiz. En cuanto le fue dado a conocer el plan de la conjuración, Riego se
implicó en cuerpo y alma, pero su papel inicialmente tenía que ser secundario.
Nadie podía imaginar que acabaría convirtiéndose en el alma del movimiento.
El pronunciamiento
A las
ocho de la mañana del 1 de enero de 1820, las tropas dirigidas por Riego se
alzaron en Las Cabezas de San Juan, a unos 45 kilómetros al norte de Sevilla.
El propio comandante leyó un manifiesto a sus hombres, en el que hacía
referencia a la injusta orden de embarcarse a América: «Soldados, mi amor hacia
vosotros es grande. Por lo mismo yo no podía consentir, como jefe vuestro, que
se os alejase de vuestra patria, en unos buques podridos, para llevaros a hacer
una guerra injusta al nuevo mundo; ni que se os compeliese a abandonar a
vuestros padres y hermanos, dejándolos sumidos en la miseria y la opresión».
Pero Riego, que según un contemporáneo «procedía sin atenerse a más regla que a
su voluntad propia», tomó una decisión que no estaba prevista por sus
compañeros de conspiración: proclamar la Constitución de Cádiz. Según Antonio
Alcalá Galiano, tres días antes del levantamiento los conspiradores tenían
planes muy vagos y varios de ellos consideraban que la Constitución de Cádiz
era demasiado radical. Riego, sin embargo, mantenía intacta su fe en el régimen
de Cádiz, de modo que se dirigió a la tropa con voz enérgica y tono paternal,
apelando a las obligaciones filiales de sus hombres: «España está viviendo a
merced de un poder arbitrario y absoluto, ejercido sin el menor respeto a las
leyes fundamentales de la nación. El rey, que debe su trono a cuantos lucharon
en la guerra de la Independencia, no ha jurado, sin embargo, la Constitución;
la Constitución, pacto entre el monarca y el pueblo, cimiento y encarnación de
toda nación moderna. La Constitución española, justa y liberal, ha sido
elaborada en Cádiz entre sangre y sufrimiento. Mas el rey no la ha jurado y es
necesario, para que España se salve, que el rey jure y respete esa Constitución
de 1812».
Mensajeros de la
libertad
Durante
varias semanas, el resultado del levantamiento fue incierto. A pesar de los
éxitos iniciales, logrados gracias al factor sorpresa, los sublevados no
lograron ocupar Cádiz; las autoridades reales en la ciudad, avisadas por el
telégrafo del avance de la insurrección, organizaron una mínima defensa y dos
cañonazos desde el frente de la Cortadura bastaron para repeler a las fuerzas
de Quiroga. La llegada de Riego tampoco sirvió para inclinar la balanza.
Además, al pasar por las localidades andaluzas los sublevados encontraron una
actitud de indiferencia entre la población, y muchos soldados se desanimaron
rápidamente y decidieron desertar.
En aquellas circunstancias, el tiempo corría en
contra de los insurgentes. Después de que fracasasen varios asaltos a Cádiz,
Riego, en un intento de reactivar el movimiento, decidió ponerse en marcha al
frente de una columna, con el objetivo de sumar el mayor número de adeptos
posible. A partir del 27 de enero recorrió parte de Andalucía, deteniéndose en
diversas poblaciones para proclamar la Constitución. A los realistas que
capturaban los dejaban en libertad para poner de manifiesto que no estaban
haciendo una guerra. Sin embargo, el entusiasmo inicial se desvanecía a medida
que iban pasando los días. El cansancio, el acoso de las fuerzas absolutistas y
la falta de recursos hicieron mella en el estado de ánimo de los sublevados, y
las deserciones redujeron de forma drástica el número de soldados de la
columna. El 11 de marzo, Riego se hallaba en un pueblo perdido de Extremadura y
tenía a sus órdenes a poco más de cincuenta soldados. Estaba a punto de darse
por vencido, disolver la columna y refugiarse él mismo en Portugal. Pero justo
en ese momento le llegó la noticia de que la revolución había estallado en las
principales ciudades de toda España.
El turno de las
ciudades
En
efecto, la noticia del levantamiento del ejército en Andalucía fue
difundiéndose por los círculos liberales de todo el país y alentando
conspiraciones locales contra las autoridades. Galicia tomó la delantera. El
general Félix Álvarez Acevedo se levantó en La Coruña, donde una Junta proclamó
la Constitución de 1812. Acto seguido, Acevedo ocupó Orense y Santiago de
Compostela, pero murió de un disparo cuando arengaba a los enemigos. La
sublevación de La Coruña fue clave para el éxito final del movimiento. A partir
de entonces, la llama de la rebelión se propagó por todo el territorio. El 5 de
marzo se proclamó la Constitución en Zaragoza, y en los días siguientes el
resto de Aragón se sumó al movimiento revolucionario. En Barcelona, la revuelta
se desencadenó el 10 de marzo, sin que el capitán general, el veterano general
Castaños, pudiera frenarla. Según diversos testimonios, por las calles sólo se
oían los gritos de «¡Viva la Constitución!» y «¡Viva el rey constitucional!».
La euforia se desbocó. La sede del tribunal de la Inquisición fue saqueada y
los presos liberados. Se publicaron manifiestos que proclamaban: «Nosotros no
pretendemos sustraernos de la obediencia del rey… Sólo queremos el gobierno de
las leyes bajo la potestad real, lo mismo que nuestros vecinos los aragoneses y
que lo restante de la nación». El resto de Cataluña no tardó en seguir el
ejemplo de la capital.
Otras poblaciones, como Pamplona, también se
sumarían a la proclama constitucional, en un clima de fervor popular y con
escasa resistencia por parte de las fuerzas del rey. Cádiz, en cambio, corrió
una suerte muy distinta. En la mañana del día 10 de marzo, cuando una multitud
se congregó en la plaza de San Antonio para asistir al juramento de la
Constitución, las tropas realistas fueron a su encuentro al grito de « ¡Viva el
rey!» y abrieron fuego indiscriminadamente, dejando el suelo de la plaza
sembrado de cadáveres. A continuación, la soldadesca protagonizó espeluznantes
escenas de violencia y pillaje.
La hipocresía de
Fernando VII
Entre
tanto, en Madrid, Fernando VII se sentía cada vez más desbordado por los
acontecimientos. Sus ministros le aconsejaban hacer concesiones, como convocar
las Cortes según el modelo tradicional. Pero la revolución se aproximaba cada
vez más a Madrid y el 6 de marzo el ejército, al mando del conde de La Bisbal,
proclamaba la Constitución en Ocaña, a 60 kilómetros de la capital. Al día
siguiente el rey capitulaba y anunciaba su intención de jurar la Constitución
de 1812. El marqués de Miraflores cuenta en sus Apuntes histórico-críticos que
el rey la juró «delante de cinco o seis desconocidos, que se llamaban
representantes del pueblo». La Gaceta Extraordinaria de Madrid del 12 de marzo
reproducía el texto firmado en palacio dos días antes en el que el soberano
afirmaba: «Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda
constitucional». Unas palabras que se han hecho famosas como ejemplo de doblez
e hipocresía, pues en los tres años que seguirían el rey Fernando VII y sus
adictos no cesaron de maniobrar para hacer descarrilar el ensayo liberal. Éste
terminaría en 1823, con la invasión de un ejército francés enviado por las
potencias absolutistas de Europa, que habían decidido cortar de raíz la
revolución que amenazaba el orden europeo.
Para saber más
El trienio liberal. Alberto Gil Novales. Siglo XXI, Madrid, 1980.
La Fontana de oro. Benito Pérez Galdós. Alianza, Madrid, 2007.
https://historia.nationalgeographic.com.es/a/trienio-liberal-pronunciamiento-general-riego_7470/6
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