Uruguay: 1920-2009
La noche de los feos
[Cuento -
Texto completo.]
Mario Benedetti
1
Ambos somos feos. Ni siquiera
vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los ocho años, cuando le
hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una
quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia.
Tampoco puede decirse que
tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por los que a veces
los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto los
de ella como los míos son ojos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o
ninguna resignación con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya
unido. Tal vez unido no sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio
implacable que cada uno de nosotros siente por su propio rostro.
Nos conocimos a la entrada del
cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos cualesquiera. Allí
fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura
solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras
respectivas soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero además eran
auténticas parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber.
Todos -de la mano o del brazo- tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos las
manos sueltas y crispadas.
Nos miramos las respectivas
fealdades con detenimiento, con insolencia, sin curiosidad. Recorrí la
hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me otorgaba mi mejilla
encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolviera mi
inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba, de mi
vieja quemadura.
Por fin entramos. Nos sentamos
en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía mirarme, pero yo, aun en la
penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca bien
formada. Era la oreja de su lado normal.
Durante una hora y cuarenta
minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo héroe y la suave heroína.
Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi animadversión la
reservo para mi rostro y a veces para Dios. También para el rostro de otros
feos, de otros espantajos. Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La
verdad es que son algo así como espejos. A veces me pregunto qué suerte habría
corrido el mito si Narciso hubiera tenido un pómulo hundido, o el ácido le
hubiera quemado la mejilla, o le faltara media nariz, o tuviera una costura en
la frente.
La esperé a la salida. Caminé
unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se detuvo y me miró, tuve la
impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o una
confitería. De pronto aceptó.
La confitería estaba llena,
pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida que pasábamos entre la
gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de asombro. Mis
antenas están particularmente adiestradas para captar esa curiosidad enfermiza,
ese inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente, milagrosamente
simétrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada intuición, ya
que mis oídos alcanzaban para registrar murmullos, tosecitas, falsas
carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene evidentemente su interés; pero
dos fealdades juntas constituyen en sí mismas un espectáculos mayor, poco menos
que coordinado; algo que se debe mirar en compañía, junto a uno (o una) de esos
bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo.
Nos sentamos, pedimos dos helados,
y ella tuvo coraje (eso también me gustó) para sacar del bolso su espejito y
arreglarse el pelo. Su lindo pelo.
“¿Qué está pensando?”,
pregunté.
Ella guardó el espejo y
sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma.
“Un lugar común”, dijo. “Tal
para cual”.
Hablamos largamente. A la hora
y media hubo que pedir dos cafés para justificar la prolongada permanencia. De
pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos hablando con una
franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y convertirse en
un casi equivalente de la hipocresía. Decidí tirarme a fondo.
“Usted se siente excluida del
mundo, ¿verdad?”
“Sí”, dijo, todavía mirándome.
“Usted admira a los hermosos,
a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan equilibrado como esa
muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted es inteligente, y ella,
a juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida.”
“Sí.”
Por primera vez no pudo
sostener mi mirada.
“Yo también quisiera eso. Pero
hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo lleguemos a algo.”
“¿Algo cómo qué?”
“Como querernos, caramba. O
simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero hay una posibilidad.”
Ella frunció el ceño. No
quería concebir esperanzas.
“Prométame no tomarme como un
chiflado.”
“Prometo.”
“La posibilidad es meternos en
la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total. ¿Me entiende?”
“No.”
“¡Tiene que entenderme! Lo
oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la vea. Su cuerpo es lindo,
¿no lo sabía?”
Se sonrojó, y la hendidura de
la mejilla se volvió súbitamente escarlata.
“Vivo solo, en un apartamento,
y queda cerca.”
Levantó la cabeza y ahora sí
me miró preguntándome, averiguando sobre mí, tratando desesperadamente de
llegar a un diagnóstico.
“Vamos”, dijo.
2
No sólo apagué la luz sino que
además corrí la doble cortina. A mi lado ella respiraba. Y no era una
respiración afanosa. No quiso que la ayudara a desvestirse.
Yo no veía nada, nada. Pero
igual pude darme cuenta de que ahora estaba inmóvil, a la espera. Estiré
cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me transmitió una
versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos también me
vieron.
En ese instante comprendí que
debía arrancarme (y arrancarla) de aquella mentira que yo mismo había
fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relámpago. No éramos eso. No
éramos eso.
Tuve que recurrir a todas mis
reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente hasta su rostro,
encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente y convencida
caricia. En realidad mis dedos (al principio un poco tembloroso, luego
progresivamente sereno) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas.
Entonces, cuando yo menos lo
esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó el costurón y el
pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca siniestra.
Lloramos hasta el alba.
Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la cortina doble.
FIN
La muerte y otras sorpresas, 1968
Mucho gusto
[Minicuento
- Texto completo.]
Mario Benedetti
Se habían
encontrado en la barra de un bar, cada uno frente a una jarra de cerveza, y
habían empezado a conversar al principio, como es lo normal, sobre el tiempo y
la crisis; luego, de temas varios, y no siempre racionalmente encadenados. Al
parecer, el flaco era escritor, el otro, un señor cualquiera. No bien supo que
el flaco era literato, el señor cualquiera, empezó a elogiar la condición de
artista, eso que llamaba el sencillo privilegio de poder escribir.
-No crea que es
algo tan estupendo -dijo el Flaco-, también hay momentos de profundo desamparo
en lo que se llega a la conclusión de que todo lo que se ha escrito es una
basura; probablemente no lo sea, pero uno así lo cree. Sin ir más lejos, no
hace mucho, junté todos mis inéditos, o sea un trabajo de varios años, llamé a
mi mejoramigo y le dije: Mira, esto no sirve, pero comprenderás que para mí es
demasiado doloroso destruirlo, así que hazme un favor; quémalos; júrame que lo
vas a quemar, y me lo juró.
El señor
cualquiera quedó muy impresionado ante aquel gesto autocrítico, pero no se
atrevió a hacer ningún comentario. Tras un buen rato de silencio, se rascó la
nuca y empinó la jarra de cerveza.
-Oiga, don -dijo
sin pestañear-, hace rato que hemos hablado y ni siquiera nos hemos presentado,
mi nombre es Ernesto Chávez, viajante de comercio -y le tendió la mano.
-Mucho gusto -dijo
el otro, oprimiéndola con sus dedos huesudos-, Franz Kafka, para servirle.
FIN
Los pocillos
[Cuento -
Texto completo.]
Mario Benedetti
Los pocillos eran
seis: dos rojos, dos negros, dos verdes, y además importados, irrompibles,
modernos. Habían llegado como regalo de Enriqueta, en el último cumpleaños de
Mariana, y desde ese día el comentario de cajón había sido que podía combinarse
la taza de un color con el platillo de otro. “Negro con rojo queda fenomenal”,
había sido el consejo estético de Enriqueta. Pero Mariana, en un discreto rasgo
de independencia, había decidido que cada pocillo sería usado con su plato del
mismo color.
“El café ya está
pronto. ¿Lo sirvo?”, preguntó Mariana. La voz se dirigía al marido, pero los
ojos estaban fijos en el cuñado. Este parpadeó y no dijo nada, pero José
Claudio contestó: “Todavía no. Esperá un ratito. Antes quiero fumar un
cigarrillo”. Ahora sí ella miró a José Claudio y pensó, por milésima vez, que
aquellos ojos no parecían de ciego. La mano de José Claudio empezó a moverse,
tanteando el sofá. “¿Qué buscás?” preguntó ella. “El encendedor”. “A tu
derecha”. La mano corrigió el rumbo y halló el encendedor. Con ese temblor que
da el continuado afán de búsqueda, el pulgar hizo girar varias veces la
ruedita, pero la llama no apareció. A una distancia ya calculada, la mano
izquierda trataba infructuosamente de registrar la aparición del calor.
Entonces Alberto encendió un fósforo y vino en su ayuda. “¿Por qué no lo
tirás?” dijo, con una sonrisa que, como toda sonrisa para ciegos, impregnaba
también las modulaciones de la voz. “No lo tiro porque le tengo cariño. Es un
regalo de Mariana”.
Ella abrió apenas
la boca y recorrió el labio inferior con la punta de la lengua. Un modo como
cualquier otro de empezar a recordar. Fue en marzo de 1953, cuando él cumplió
treinta y cinco años y todavía veía. Habían almorzado en casa de los padres de
José Claudio, en Punta Gorda, habían comido arroz con mejillones, y después se
habían ido a caminar por la playa. Él le había pasado un brazo por los hombros
y ella se había sentido protegida, probablemente feliz o algo semejante. Habían
regresado al apartamento y él la había besado lentamente, amorosamente, como
besaba antes. Habían inaugurado el encendedor con un cigarrillo que fumaron a
medias.
Ahora el
encendedor ya no servía. Ella tenía poca confianza en los conglomerados
simbólicos, pero, después de todo, ¿qué servía aún de aquella época?
“Este mes tampoco
fuiste al médico”, dijo Alberto.
“No”.
“¿Querés que te
sea sincero?”.
“Claro.”
“Me parece una
idiotez de tu parte.”
“¿Y para qué voy a
ir? ¿Para oírle decir que tengo una salud de roble, que mi hígado funciona
admirablemente, que mi corazón golpea con el ritmo debido, que mis intestinos
son una maravilla? ¿Para eso querés que vaya? Estoy podrido de mi notable salud
sin ojos.”
La época anterior
a la ceguera, José Claudio nunca había sido un especialista en la
exteriorización de sus emociones, pero Mariana no se ha olvidado de cómo era
ese rostro antes de adquirir esta tensión, este presentimiento. Su matrimonio
había tenido buenos momentos, eso no podía ni quería ocultarlo. Pero cuando
estalló el infortunio, él se había negado a valorar su amparo, a refugiarse en
ella. Todo su orgullo se concentró en un silencio terrible, testarudo, un
silencio que seguía siendo tal, aun cuando se rodeara de palabras. José Claudio
había dejado de hablar de sí.
“De todos modos
deberías ir”, apoyó Mariana. “Acordate de lo que siempre te decía Menéndez”.
“Cómo no que me
acuerdo: Para Usted No Está Todo Perdido. Ah, y otra frase famosa: La Ciencia
No Cree En Milagros. Yo tampoco creo en milagros.”
“¿Y por qué no
aferrarte a una esperanza? Es humano”.
“¿De veras?” Habló
por el costado del cigarrillo.
Se había escondido
en sí mismo. Pero Mariana no estaba hecha para asistir, simplemente para
asistir, a un reconcentrado. Mariana reclamaba otra cosa. Una mujercita para
ser exigida con mucho tacto, eso era. Con todo, había bastante margen para esa
exigencia; ella era dúctil. Toda una calamidad que él no pudiese ver; pero esa
no era la peor desgracia. La peor desgracia era que estuviese dispuesto a
evitar, por todos los medios a su alcance, la ayuda de Mariana. El
menospreciaba su protección. Y Mariana hubiera querido –sinceramente,
cariñosamente, piadosamente– protegerlo.
Bueno, eso era antes; ahora no. El cambio se había operado con lentitud.
Primero fue un decaimiento de la ternura. El cuidado, la atención, el apoyo,
que desde el comienzo estuvieron rodeados por un halo constante de cariño,
ahora se habían vuelto mecánicos. Ella seguía siendo eficiente, de eso no cabía
duda, pero no disfrutaba manteniéndose solícita. Después fue un temor horrible
frente a la posibilidad de una discusión cualquiera. Él estaba agresivo,
dispuesto siempre a herir, a decir lo más duro, a establecer su crueldad sin
posible retroceso. Era increíble como hallaba siempre, aun en las ocasiones
menos propicias, la injuria refinadamente certera, la palabra que llegaba hasta
el fondo, el comentario que marcaba a fuego. Y siempre desde lejos, desde muy
atrás de su ceguera, como si esta oficiara de muro de contención para el
incómodo estupor de los otros.
Alberto se levantó
del sofá y se acercó al ventanal.
“Qué otoño
desgraciado”, dijo. “¿Te fijaste?”. La pregunta era para ella.
“No”, respondió
José Claudio. “Fíjate vos por mí”.
Alberto la miró.
Durante el silencio, se sonrieron. Al margen de José Claudio, y sin embargo a
propósito de él. De pronto Mariana supo que se había puesto linda. Siempre que
miraba a Alberto, se ponía linda. Él se lo había dicho por primera vez la noche
del veintitrés de abril del año pasado, hacía exactamente un año y ocho días:
una noche en que José Claudio le había gritado cosas muy feas, y ella había
llorado, desalentada, torpemente triste, durante horas y horas, es decir hasta
que había encontrado el hombro de Alberto y se había sentido comprendida y
segura. ¿De dónde extraería Alberto esa capacidad para entender a la gente?
Ella hablaba con él, o simplemente lo miraba, y sabía de inmediato que él la
estaba sacando del apuro. “Gracias”, había dicho entonces. Y todavía ahora, la
palabra llegaba a sus labios directamente desde su corazón, sin razonamientos
intermediarios, sin usura. Su amor hacia Alberto había sido en sus comienzos
gratitud, pero eso (que ella veía con toda nitidez) no alcanzaba a depreciarlo.
Para ella, querer había sido siempre un poco agradecer y otro poco provocar la
gratitud. A José Claudio, en los buenos tiempos, le había agradecido que él, tan
brillante, tan lúcido, tan sagaz, se hubiera fijado en ella, tan
insignificante. Había fallado en lo otro, en eso de provocar la gratitud, y
había fallado tan luego en la ocasión más absurdamente favorable, es decir,
cuando él parecía necesitarla más.
A Alberto, en
cambio, le agradecía el impulso inicial, la generosidad de ese primer socorro
que la había salvado de su propio caos, y, sobre todo, ayudado a ser fuerte.
Por su parte, ella había provocado su gratitud, claro que sí. Porque Alberto
era un alma tranquila, un respetuoso de su hermano, un fanático del equilibrio,
pero también, y en definitiva, un solitario. Durante años y años, Alberto y
ella habían mantenido una relación superficialmente cariñosa, que se detenía
con espontánea discreción en los umbrales del tuteo y solo en contadas
ocasiones dejaba entrever una solidaridad algo más profunda. Acaso Alberto
envidiara un poco la aparente felicidad de su hermano, la buena suerte de haber
dado con una mujer que él consideraba encantadora. En realidad, no hacía mucho
que Mariana había obtenido la confesión de que la imperturbable soltería de
Alberto se debía a que toda posible candidata era sometida a una imaginaria y
desventajosa comparación.
“Y ayer estuvo
Trelles”, estaba diciendo José Claudio; “a hacerme la clásica visita adulona
que el personal de la fábrica me consagra una vez por trimestre. Me imagino que
lo echarán a la suerte y el que pierde se embroma y viene a verme”.
“También puede ser
que te aprecien”, dijo Alberto, “que conserven un buen recuerdo del tiempo en
que los dirigías, que realmente estén preocupados por tu salud. No siempre la
gente es tan miserable como te parece de un tiempo a esta parte”.
“Qué bien. Todos
los días se aprende algo nuevo”. La sonrisa fue acompañada de un breve resoplido,
destinado a inscribirse en otro nivel de ironía.
Cuando Mariana
había recurrido a Alberto, en busca de protección, de consejo, de cariño, había
tenido de inmediato la certidumbre de que a su vez estaba protegiendo a su
protector, de que él se hallaba tan necesitado de amparo como ella misma, de
que allí, todavía tensa de escrúpulos y quizá de pudor, había una razonable
desesperación de la que ella comenzó a sentirse responsable. Por eso,
justamente, había provocado su gratitud, por no decírselo con todas las letras,
por simplemente dejar que él la envolviera en su ternura acumulada de tanto
tiempo atrás, por solo permitir que él ajustara a la imprevista realidad
aquellas imágenes de ella misma que había hecho transcurrir, sin hacerse
ilusiones, por el desfiladero de sus melancólicos insomnios. Pero la gratitud
pronto fue desbordada. Como si todo hubiera estado dispuesto para la mutua
revelación, como si solo hubiera faltado que se miraran a los ojos para
confrontar y compensar sus afanes, a los pocos días lo más importante estuvo
dicho y los encuentros furtivos menudearon. Mariana sintió de pronto que su
corazón se había ensanchado y que el mundo era nada más que eso: Alberto y
ella.
“Ahora sí podés
calentar el café”, dijo José Claudio, y Mariana se inclinó sobre la mesita
ratona para encender el mecherito de alcohol. Por un momento se distrajo
contemplando los pocillos. Solo había traído tres, uno de cada color. Le
gustaba verlos así, formando un triángulo.
Después se echó
hacia atrás en el sofá y su nuca encontró lo que esperaba: la mano cálida de
Alberto, ya ahuecada para recibirla. Qué delicia, Dios mío. La mano empezó a
moverse suavemente y los dedos largos, afilados, se introdujeron por entre el
pelo. La primera vez que Alberto se había animado a hacerlo, Mariana se había
sentido terriblemente inquieta, con los músculos anudados en una dolorosa
contracción que le había impedido disfrutar de la caricia. Ahora estaba
tranquila y podía disfrutar. Le parecía que la ceguera de José Claudio era una
especie de protección divina.
Sentado frente a
ellos, José Claudio respiraba normalmente, casi con beatitud. Con el tiempo, la
caricia de Alberto se había convertido en una especie de rito y, ahora mismo,
Mariana estaba en condiciones de aguardar el movimiento próximo y previsto.
Como todas las tardes la mano acarició el pescuezo, rozó apenas la oreja
derecha, recorrió lentamente la mejilla y el mentón. Finalmente se detuvo sobre
los labios entreabiertos. Entonces ella, como todas las tardes, besó
silenciosamente aquella palma y cerró por un instante los ojos. Cuando los
abrió, el rostro de José Claudio era el mismo. Ajeno, reservado, distante. Para
ella, sin embargo, ese momento incluía siempre un poco de temor.
Un temor que no
tenía razón de ser, ya que en el ejercicio de esa caricia púdica, riesgosa,
insolente, ambos habían llegado a una técnica tan perfecta como silenciosa.
“No lo dejes
hervir”, dijo José Claudio.
La mano de Alberto
se retiró y Mariana volvió a inclinarse sobre la mesita. Retiró el mechero,
apagó la llamita con la tapa de vidrio, llenó los pocillos directamente desde
la cafetera.
Todos los días
cambiaba la distribución de los colores. Hoy sería el verde para José Claudio,
el negro para Alberto, el rojo para ella. Tomó el pocillo verde para alcanzárselo
a su marido, pero, antes de dejarlo en sus manos, se encontró, además, con unas
palabras que sonaban más o menos así: “No, querida. Hoy quiero tomar en el
pocillo rojo”.
FIN
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