ALBARRACÍN
Un viaje en profundidad por
uno de los pueblos más bonitos e icónicos de España.
El turismo slow no
solo consiste en mirar con otra óptica a destinos cercanos, sino en
redescubrirlos para ahondar en sus singularidades y disfrutarlas en plenitud.
Esto es lo que sucede con Albarracín, una localidad a la que nadie discute su
belleza pero que merece ser tridimensionalizada como algo más que una postal
idílica. He aquí un paseo completo para no dejarse nada.
UNIFORMIDAD
CROMÁTICA
No hace falta asomarse al mirador que hay a los pies de la catedral,
donde se obtienen postales como la de la imagen, para constatar que gran parte
del encanto de Albarracín está en ese color tan característico con el que se
tiñen la mayoría de sus construcciones. Porque sí, la piedra está presente. Y
sí, la madera también asoma en los entramados exteriores, pero la coherencia
cromática es sorprendente e inesperada en un país tan alegre y anárquico (en lo
estético) como España. La razón no está muy lejos. De hecho, se encuentra en el
yeso rojo que se obtiene en la sierra que rodea esta localidad. Se trata
de una mezcla entre yeso normal y óxido de hierro que no solo tiñe de un rojo
pálido todas las postales, sino que 'agarra' mejor y tiene mayor perdurabilidad
al ser un material más sólido y resistente. Todo son ventajas.
EL
CASTILLO EMBRIONARIO
La Albarracín actual empezó siendo un castillo, algo que no es
noticia en la Península. Los primeros en llegar aquí fueron los miembros de la
familia bereber Banu Razin, de donde proviene el nombre de este pueblo. Durante
el periodo musulmán, esta localidad se convirtió en una poderosa plaza
inexpugnable gracias a su caprichosa orografía ya que se ubica en un meandro
vertiginoso bordeado horadado por el río Guadalaviar. Esta característica le
permitió, más adelante, tener una taifa propia y desarrollar una creciente
actividad comercial, por lo que fue creciendo poco a poco, levantando calles y
casas en lugares casi impensables. Pero antes de seguir por estos derroteros,
merece la pena subir hasta la parte más alta para contemplar lo que queda de un
castillo más grande que lo que preludian sus muros y almenas. Y mucho más
coqueto que las largas murallas que corretean por los montes de
alrededor.
UNA
CATEDRAL MUY PECULIAR
La vista aquí alterna su foco entre las defensas militares y la
torre, coronada por azulejos, de la catedral. Es cierto que, por tamaño,
no parece un templo inmenso, pero tiene bastante más enjundia que la que
aparenta. En primer lugar, por su acceso, que no es el clásico pórtico en calle
ancha o plaza. Como sucede en el resto de la Albarracín antigua, esta
construcción se erigió a duras penas al abrigo de la montaña, por lo que para
llegar hasta su entrada hay que salvar una pequeña escalinata. Luego está lo
exclusivo de su acceso, ya que solo se puede conocer mediante las visitas
guiadas de la fundación Santa
María de Albarracín, una institución creada hace décadas para
explotar mejor el tirón turístico de esta localidad y revertir los beneficios
en actividades culturales y en restauración del patrimonio. Por supuesto, la
rehabilitación de esta catedral corrió de su parte.
SORPRESAS
EN EL INTERIOR
El recorrido guiado por este templo desvela curiosidades
como el hecho de que está ubicado donde antes se emplazaba la mezquita, en una
clara demostración de la conversión de la ciudad allá por 1170. Por entonces,
Albarracín mantuvo cierta independencia respecto a la Corona de Aragón con el
coste que ello implicaba. Es decir, que sus gobernadores, la familia Azagra, se
afanaron rápido en levantar una catedral y así tener un obispo propio.
De aquella época se conservan algunos frescos que se han
descubierto gracias a las obras de restauración y una ventanuca medieval en una
de las capillas laterales. Lo que actualmente se contempla es una iglesia a
medio camino entre el gótico y el Renacimiento plagada de anécdotas y de
hallazgos, como es el caso de la pudiente capilla de la Virgen del Pilar, que
puede presumir de mármoles y linterna propia. O el retablo de San Pedro,
realizado en madera de pino de la sierra de Albarracín, sorprendente por su
color (sí, también rojizo) y por su dureza. O la capilla de la circucisión,
donde las últimas obras han desvelado una serie de frescos en grisalla.
DETALLES
NOBLES...
Un poco más abajo de la catedral se encuentra el antiguo Palacio
Episcopal, un edificio que brilla por unas dimensiones desproporcionadas para
Albarracín y por una escalera interior majestuosa con la que no se añora el
ascensor. Esta es una figura retórica, ya que en la actualidad esta mansión se
usa para las actividades culturales y divulgativas que programa la fundación.
Merece la pena un alto en el camino, también, por su fachada, en la que se deja
bien claro el poder del obispo. Parte de las estancias interiores acogen el
museo diocesano, no tan relevante como para hacerse un hueco en este
paseo.
...Y
NEOCOSTUMBRISTAS
El deambular por las callejuelas de Albarracín tiene como recompensa
llenar la cámara del móvil de detalles cuquis. Aquí lo coqueto se ha ganado su
propio espacio gracias al boom turístico y al imaginario creado por
urbanitas repatriados aderezados por el gusto por lo vintage. Y es
resultón. No en vano, esta población vive, en gran medida, del turismo, un
impulso que llevar copando portadas desde que en 1961 se declarara todo el
conjunto como Monumento Nacional. Hoy, la mayoría de las construcciones acogen
hotelitos con encanto, casas rurales, restaurantes y albergues. No alojarse aquí
no es una opción.
RETALES
MEDIEVALES
De vuelta al callejeo, el paseo tiene una inevitable parada en el Portal
del agua. Entre las muchas peculiaridades que tiene Albarracín, destaca el
hecho de no tener una puerta icónica como sucede con otras plazas medievales.
Aquí son, más bien, aperturas coquetas ubicadas en los principales caminos que
desembocaban en esta localidad que no tenían un papel tan defensivo como en
otros lugares. Y es que, para repeler los ataques ya estaban las fortalezas y
baluartes que coronaban los montes de rodean esta población. Eso sí, el Portal
del agua tiene una belleza indiscutible por el serpentear de la calle y por qué
aquí el postureo sale de lujo. No hay nada un poquito de contrapicado y mucha
piedra para sorprender en el time line.
CONSTRUCCIONES
MILAGROSAS
La heroidicidad de las construcciones medievales no solo
se cimenta en el hecho de haber levantado una ciudad en un risco casi
imposible, sino en hacerlo conquistando el espacio de una forma sorprendente.
La necesidad de albergar a una población numerosa hizo que durante la Edad
Media y en los siglos posteriores se idearan soluciones de lo más creativas...
y fotogénicas. Ahí están, sin ir más lejos, los bellos entramados de madera que
lucen las fachadas. O las galerías y balcones que vencen a la gravedad
suspendidos de cualquier pared. Y, por supuesto, los emblemáticos rascacielos
de yeso rojo, madera y ventanucas que asoman en cualquier rincón. El más
emblemático de ellos es el conocido como el abanico, un conjunto de casas que
se superponen y se contradicen de manera inverosímil creando un paisaje más
propio de un delirio de Lego infantil que de un municipio próspero. Y sin
embargo, ahí están, siendo objeto de miradas curiosas que no dan crédito a lo
que ven.
EL
FLATIRON TUROLENSE
Los mandamientos fotográficos en Albarracín tienen una
coordenada innegociable: la vista de la Casa de la Julianeta desde el Arco de
Medina. Esta puerta en la muralla vale más por lo que enmarca que por su
belleza propia. Y es que detrás tiene la que es, sin duda, la casa más
emblemática del casco histórico. Su gracia no está solo en la ubicación,
también en la curiosa forma en la que hace esquina (de ahí su comparación con
el icónico edificio neoyorquino) y en la forma en la que las estancias se van
superponiendo venciendo a cualquier lógica. Pero quizás el detalle que
sorprende más es que hoy en día se sigue usando como casa para aquellos
residentes auspiciados por la Fundación.
Y
DE REPENTE, LA CASA AZUL
Huelga decir que cualquier escarceo por cualquier
callejuela de Albarracín tiene como recompensa un inventario de espacios
surrealistas y bellos. Por eso, lo que más sorprende al caminar hacia la Cuesta
de Teruel (la entrada más cercana al barrio nuevo) es encontrarse con una
enorme mansión de color azul. No sería noticia en otra ciudad, pero sí
aquí, ya que el color rojizo es casi una ley. Para encontrar la explicación la
excepción de la Casa Azul (su nombre no requiere de mucha explicación) hay que
remontarse al siglo XVIII, cuando la familia Navarro de Alzuriaga,
unos pudientes empresarios de la lana, quisieron sobresalir por encima de sus
vecinos. La solución, más allá de levantar una casa de manera moderna sin
recurrir a materiales pobres y endebles, fue pintarla todo de azul. Tres siglos
más tarde, esta construcción sigue cumpliendo con su propósito original.
UNA
PLAZA 'RACIONAL'
Aunque el recorrido ha ido sorteando el magnetismo
de la Plaza Mayor, ésta acaba siendo un 'must'. Y lo es por tres razones. La
primera, por una vida de terrazas que conecta el pasado con el presente de
forma hedonista. La segunda, por tener una forma de rectángulo casi perfecta ya
que aquí siempre se celebró el zoco y después, el mercado. Bajo el control de
Aragón se levantó los soportales, la casa consistorial y la lonja que la
cierran por su parte exterior y que le dan un carácter regio inesperado. Y la
tercera, porque desde sus balcones vuelve a lucir esplendorosa la catedral y su
campanario.
AL
RÍO
El meollo del casco antiguo se puede contrarrestar con
dos pequeñas excursiones. La primera es la que permite descubrir otras vistas
de Albarracín siguiendo el curso del Guadalaviar. Una senda guía por su ribera
entre viejas presas y molinos mientras que varias pasarelas permiten
cruzarlo en un paseo que se torna lúdico y hasta un tanto aventurero. Llegar a
sus dos puntos de acceso es bastante sencillo por lo que este camino se aborda
casi con la misma inercia con la que se recorre el pueblo.
EN
BUSCA DEL ATARDECER
Albarracín tiene una puesta de sol mágica ya que los
últimos rayos del día matizan a su antojo el ya de por sí espectáculo
cromático. Un espectáculo que justifica hacer el camino de las murallas, un
recorrido con el que se visitan las fortificaciones defensivas que protegieron
a la población durante tantos siglos. No hace falta llegar hasta la Torre del
Andador, la más lejana, para contemplar esta panorámica, aunque merece la pena
ir ganando altitud para vislumbrar una ciudad que cada vez se va haciendo más
pequeña y más recogida. Rápidamente, de la inmensidad patrimonial se pasa al
contexto en una preciosa metáfora del que fue en su día una imponente urbe
medieval y que hoy es una pequeña joya rural.
https://viajes.nationalgeographic.com.es/a/albarracin-es-mucho-mas-que-paseo_16412/13
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