UN EXTRAORDINARIO CARTEL DE LA
PLAZA DE
TOROS DE RONDA DE 1887
En la sala de Historia de la
Tauromaquia de la Plaza de Toros de Ronda se encuentra expuesto un cartel mural
de gran formato (206 x 95 cm). Impreso en cuatro pliegos (el inferior mutilado
en su mayor parte), corresponde a una etapa en la que la técnica litográfica
permitía la impresión en varios colores, lo que se popularizó a partir de la
segunda mitad del siglo XIX. Es un ejemplar de tránsito entre el cartel
romántico y el cartel moderno o integral, en los que el dibujo adquiere un
protagonismo esencial para atraer la atención sobre el texto y contenido del
espectáculo que se anuncia, rompiendo la simetría canónica de los carteles
antiguos, más limitados por la evolución de las técnicas de impresión. Es
también coetáneo de la aparición de grandes ilustradores en la temática
taurina. En este caso, se atribuyen las ilustraciones superiores a Daniel
Perea, que iluminó la histórica revista «La Lidia» con numerosas estampas.
Plaza de Toros de Ronda, Gran
Corrida, 20 de mayo de 1887. Colección de la Real Maestranza de Caballería de
Ronda. Foto: José Morón.
La
ornamentación de viñetas y escenas solían pertenecer a empresas litográficas,
que las usaban para distintos festejos taurinos cambiando las tipografías de
los encabezamientos y del texto al tratarse de impresión con tipos móviles.
Según el especialista Rafael Cabrera, las mismas ilustraciones con ligerísimas
variantes se usaron para una célebre corrida benéfica organizada por la
sociedad filantrópica El Gran Pensamiento. Y se puede
comprobar también con el cartel que mostramos de la corrida en París con motivo
de la Exposición Universal de 1889, celebrada dos años más tarde de la función
rondeña.
En la
comparación entre ambos se puede apreciar que el de París (260 x 97 cm) cuenta
en el cuarto fragmento inferior con una ilustración de un caballero medieval
alanceando un toro firmada con las iniciales MT, identificándose la Litografía
de Luis Bravo de Madrid, así como el pie de imprenta R.
Velasco, firma comercial del célebre impresor Regino Velasco, gran aficionado,
que a partir de 1881 añadió a su oficio el cargo de jefe de personal de la
Plaza Vieja de Madrid. Fue corneado a la edad de 74 años por un toro del
marqués de Melgarejo que saltó al callejón el 4 de septiembre de 1921, suceso
que conmovió a la capital al tratarse de una persona muy conocida y apreciada.
Plaza de Toros de l’Exposition, 1889. «España en 1000 carteles»
(1995). Biblioteca-RMR.
El espectáculo que se anuncia en Ronda
evocando la época de El Cid, de Felipe II, con cabalgata de pajes, libradores y
cuadrillas vestidas a la moda de los tiempos de Pepe Hillo y Pedro Romero, en
el que se alancean toros por caballeros en plaza, es herencia de una mojiganga
teatral que se remonta al siglo XVII, trasladada posteriormente al ámbito
taurino. Se solían representar escenas variadas de género burlesco con la
intervención de vaquillas o novillos, antecedentes del toreo cómico. Las
mojigangas taurinas o recreaciones de época como la función que nos ocupa
fueron muy comunes y apreciadas por el público en el siglo XIX. En este caso
fue llevada a cabo por profesionales contrastados.
Entre ellos, «el Caballero en Plaza» Mariano
Ledesma, piquero que se formó en las cuadrillas de toreros como Lagartija,
Gallo, Punteret o El Ecijano, y que se estrenó en Madrid en 1883.
Posteriormente se dio a conocer como rejoneador, y también participó en las
corridas de París de 1889. Así lo hizo también Juan Jiménez El
Ecijano (Écija, 1858-Durango, 1899) por esas fechas aún novillero. Vaquero
de un ganadero andaluz, se presenta vestido de luces por primera vez en Sevilla
en compañía del Espartero. Un año antes de la fecha de este cartel lo hace en
Madrid y marcha a Montevideo y Méjico. Tomaría la alternativa en Madrid en 1890
de manos de Guerrita. Perdería contratos a partir de entonces y en 1893 cruza
el charco para torear en La Habana y luego de nuevo a Méjico, de donde nunca
volvería, como cuenta Cossío. Asentado en la capital, toreó mucho y se casó con
una mejicana. En la plaza de Durango caería fulminado por una peritonitis,
consecuencia de una cornada sufrida el año anterior.
Tanto él como Ledesma se enfrentaron a toros
de Valentín Collantes, rico hacendado de Coria del Río que había fundado la
ganadería diez años antes con vacas y toros entre los que se contaban reses con
gérmenes de la legendaria casta vazqueña, como se anuncia en el cartel. De
ganadería más relevante eran los seis toros destinados a ser «lidiados a la
moderna» en un mano a mano por las primeras figuras. Ángel González Nandín
había formado la suya en 1877 cuando no era muy conocido en el universo
ganadero, pero muy famoso como militar. Con grado de coronel era el ayudante
del general Prim, entonces jefe del Gobierno, y lo acompañaba en el coche
cuando se produjo el atentado de la calle del Turco en Madrid el 27 de
diciembre de 1870, que acabaría costándole la vida. En su intento por
protegerlo, Nandín fue gravemente herido en una mano que le quedaría «seca e
inservible», como le diagnosticaron los médicos que le atendieron.
De los celebérrimos Espartero y Frascuelo nos
ocuparemos en próximas entradas de la serie Toreros históricos en Ronda.
Bibliografía
Rafael Cabrera
Bonet. Orígenes y evolución del cartel taurino en España.
Consejería de Gobernación y Justicia, Sevilla, 2010.
M.
Cossío. Los toros. Tratado técnico e histórico, vol. III.
Espasa Calpe, Madrid, 1943.
Daniel
Tapia. Historia del toreo, vol. I. Alianza
Editorial, Madrid, 1992.
Jordi y Arnau
Carulla. España en 1000 carteles. Postermil, Barcelona, 1995.
J.M. Díez
Borque. El Cid torero: de la literatura al arte. Universidad
Complutense de Madrid. Anales de Historia del Arte 2008, Volumen Extraordinario
375-387.
Carlos L.
Olmedo. Relación de las Ganaderías de Reses Bravas en la región andaluza.
Imp. Monardes, Sevilla, 1897.
Samuel Tena
Lacen. Toros de lidia. Establecimiento Tipográfico hijos de
F. Marqués, Madrid, 1907.
TOREROS HISTÓRICOS EN LA PLAZA DE
TOROS DE RONDA (XIII). JOSÉ
REDONDO EL CHICLANERO, EL
TORERO “REONDO” (II)
Perdices rellenas
de sus menudillos, anchoas y tocino. Una de las faenas cumbres de El
Chiclanero es una receta que recibe el nombre de “perdices a
lo torero”, que ha quedado registrada para la historia (gastronómica). En un
artículo de la revista El Campo de 1877 y reproducida en varios libros
sobre la comida española, se cuenta la historia de un viajero francés que se
encontraba cazando por Sierra Nevada y coincidió en una venta con Redondo y su
cuadrilla camino de una corrida en Granada. La oferta culinaria del
establecimiento era escasa, como era habitual, de modo que el francés puso
sobre la mesa unas perdices que había cobrado. La cuadrilla entera se puso a
pelarlas, y Redondo pidió que le dejaran prepararlas. No es el único plato que
dejó para la posteridad, como los huevos chiclaneros. En su Guía
del buen comer español de 1929, Dionisio Pérez lo describe
como “practicante afortunado del fogón y un manejador hábil de peroles y
sartenes”.
El célebre crítico taurino Don Ventura
dibujó su personalidad en base a los testimonios conocidos: “Fuera de la plaza
necesitaba el ruido, las sensaciones enérgicas, los placeres fuertes, y de no
haber rendido excesivo culto a Venus y a Baco, de no disipar su salud con
exaltaciones amatorias, de no vivir tan de prisa, habría aumentado su celebridad”.
Celebridad no era lo que le faltaba, precisamente. Redondo alternó con el
maestro Montes en las últimas tardes de este, obligado a reaparecer por
cuestiones económicas, auxiliándole en más de una ocasión cuando estaba en
aprietos. Fue Redondo el que acabó con el toro que provocó la herida que
precipitaría el final del maestro al que debía todo lo que sabía.
En 1851, fallecido
Montes, la tisis ya invadía su organismo, que junto a la vida desarreglada
había minado su salud y sus condiciones físicas, por mucho que intentara
disimularlas. Ese año demostró en una función en El Puerto de Santa María su
valor frío y desdeñoso. En medio de una faena al quinto de la tarde, otro toro
rompió la puerta de chiqueros y salió al ruedo. Redondo, sin inmutarse, se dirigió
a uno de ellos, lo sometió con un breve trasteo y acabó con él de una estocada,
para continuar la lidia con el otro. A pesar de sus limitaciones, era ya “una
demacración”, mantuvo en la temporada siguiente su fiera competencia con Cúchares, también
aquejado de achaques reumáticos en una pierna, sin perder ocasión de humillarse
el uno al otro. La afición madrileña se rindió a los dos por igual, agradecida
por el espectáculo que brindaban, que impulsó el arte de la tauromaquia hacia
el asombro, como hizo Montes, y le confirió una espectacularidad nunca vista
antes. Amigos comunes propiciaron una reconciliación que no fue sincera por
parte de ninguno.
José Redondo (Chiclanero). Dibujo de Daniel Perea. “La Lidia”, año
II, nº 20, 16 de julio de 1883. Biblioteca-RMR
Quebrantado, Redondo tuvo que renunciar
a varias corridas en provincias y se refugió en Chiclana, a la espera de una
mejoría que no llegó, con el afán imperturbable de volver a Madrid al año
próximo, para continuar los encarnizados duelos con su rival. Se trasladó a la
capital, encargó “dos magníficos trajes”, pero no pudo salir de su cuarto,
donde permaneció durante veinte días mordiéndose los puños de impotente rabia.
Uno de sus peones lo encontró muerto al acercarle un caldo el 28 de marzo de
1853, justo a la hora en la que sonaban los clarines de la primera corrida de
la temporada. Tenía 33 años.
“Prematura muerte
del torero más animoso, más inteligente y mejor plantado que había en España.
José Redondo, discípulo del célebre Francisco Montes, heredero de su justa fama
y el diestro más airoso entre todos los diestros que han pisado un redondel,
sucumbió ayer minutos antes de las cinco de la tarde”, se hacía eco de la
noticia el periódico El clamor público. “El circo nacional, la fiesta más
popular y exclusiva (sic) de España, puede decirse que ha bajado al sepulcro en
el discurso de un año en la persona de dos insignes hijos de Chiclana”, decía
la crónica de La Ilustración. “Rueda el carro fatal, que sus helados
/ míseros restos a la tumba lleva”, comenzaba el poema que se publicó en El
Enano.
Su entierro fue
comparable al de un jefe de Estado. Precedían el cortejo los pobres del asilo
de San Bernardino con hachas encendidas. Sobre un carro fúnebre tirado por seis
caballos enlutados iba el ataúd, con cuatro cintas negras que llevaban Manuel
Díaz Laví, Julián Casas, Cayetano Sanz y Manuel Jiménez el
Morenillo, seguidos por gran número de toreros y aficionados a pie.
A continuación, el coche de gala del gobernador de Madrid, que encabezaba la comitiva
de más de un centenar de carruajes con grandes y títulos de España,
representantes institucionales, políticos y admiradores del torero, artistas,
intelectuales y amigos. El trayecto hasta el cementerio de la sacramental de
San Ginés y San Luis fue seguido por miles de personas, por la calle y desde
ventanas y balcones. En su tumba se leyeron varios poemas.
Un torero era despedido como una gloria
de la nación. Se dice que la tauromaquia de Montes y el prestigio de su
personalidad, instruido y cortés, alejado del acanallamiento vinculado a su
profesión, suavizaron prácticas y rigores de los juegos de toros heredados del
XVIII, para adecuarlos a la sensibilidad del “espíritu del siglo” de la
burguesía ilustrada y la intelectualidad del momento, superando su “envoltorio
popular”. Se considera el entierro de José Redondo, heredero de todo eso y
genial intérprete, como el momento justo en el que las corridas de toros
adquieren definitivamente su impronta de fiesta nacional.
Bibliografía
J. M.
Cossío. Los toros. Tratado técnico e histórico, vol. III.
Espasa Calpe, Madrid, 1943.
Velázquez y
Sánchez. Anales del toreo. Imprenta y ed. Juan Moyano,
Sevilla, 1868.
Velázquez y
Sánchez. Colección completa de las Cartas Tauromáquicas. Fundación
Real Maestranza de Sevilla. Fundación de Estudios Taurinos. Universidad de
Sevilla, 2001.
J. Sánchez de
Neira. El Toreo. Gran diccionario tauromáquico. Imprenta de Miguel
Guijarro, Madrid, 1879 (Turner, Madrid, 1988).
Gómez de
Bedoya. Historia del toreo y de las principales ganaderías de España.
Madrid, 1850. Publicado por Egartorre Libros, Madrid, 1989.
Antonio
García-Baquero. Razón de la tauromaquia. Obra taurina completa. (Pedro
Romero de Solís, coord). Fundación Real Maestranza de Caballería de Sevilla,
Fundación de Estudios Taurinos, Universidad de Sevilla, 2008.
Nestor
Luján. Historia del toreo. Ediciones Destino, Barcelona,
1954.
N. Rivas
Santiago. Toreros del romanticismo (anecdotario taurino), pról.
de J. Belmonte, Madrid, Aguilar, 1947 (Madrid, Aguilar, 1987).
Xavier
Andreu. De cómo los toros se convirtieron en fiesta nacional: los
“intelectuales” y la “cultura popular” (1790-1850). Revista
Ayer, 2008.
SALA DE HISTORIA DE LA REAL
MAESTRANZA DE CABALLERÍA DE
RONDA. RETRATO DEL INFANTE
d.GABRIEL DE BORBÓN (I).
EL PINTOR
En la galería de
pinturas de la sala dedicada a la Real Maestranza
cuelga un retrato del Infante Don Gabriel de Borbón y Sajonia, tercer hijo de
Carlos III y primer miembro de la Familia Real española que figura como Hermano
Mayor de esta corporación. La obra es de Joaquín Inza, nacido en la villa
soriana de Ágreda en 1736. Pintor vinculado a círculos de la corte, se
especializó en retratos de la nobleza.
Autorretrato. 1780. Joaquín Inza. Real Academia de San Fernando,
Madrid.
Instalada su familia en Zaragoza,
cimentó su formación en el taller de su padre, pintor de modesta carrera, antes
de ingresar en la Academia de Bellas Artes de San Fernando de Madrid. A los 22
años inició la representación de personajes importantes, con un retrato del
marqués de Távara. Coincidiendo con la llegada de Anton Raphael Mengs en 1761,
nombrado Primer Pintor del Rey, Inza tuvo acceso a la familia real, a la que
retrató en varias ocasiones aunque no tuviera cargo oficial, incluyendo tres
retratos de Carlos III, uno póstumo de la reina María Amalia de Sajonia y otro
de un joven Carlos IV, Príncipe de Asturias.
De esas fechas es el retrato del
Infante Don Gabriel de la sala de la Real Maestranza. Al igual que el de Carlos
IV, presenta al hijo predilecto de Carlos III de cuerpo entero, de pie con un
papel manuscrito en la mano izquierda y en la derecha bastón con empuñadura
dorada, símbolo de autoridad, cuidando con esmero los detalles del rico traje
cortesano a la francesa, casaca y chupa de largos faldones cruzada por banda de
seda, calzones hasta la rodilla que se unían a las medias como era habitual en
la época, zapatos con hebilla plateada y las condecoraciones, incluida la
insignia de la Orden del Toisón de Oro que había recibido a los diez años, concedida
por Fernando VI al poco de nacer. Los elementos decorativos están destinados a
representar el ambiente palaciego, como la consola rococó con tapa de mármol
rosa, en un lienzo de buenas dimensiones. Contaba Don Gabriel unos doce años.
Retrato del Infante Don Gabriel de Borbón
(siglo XVIII). Colección de la Real Maestranza de Caballería de Ronda
Poco después hizo
una incursión en otra técnica, un trabajo al fresco para el techo de la
sacristía de la Santa Capilla del templo del Pilar de Zaragoza, Santiago
en Clavijo, además de tres lienzos para el mismo espacio, antes de
retornar a su principal fuente de ingresos, la aristocracia de la capital entre
la que tenía ganado un prestigio considerable. A lo largo de una década estuvo
muy solicitado. Fue profesor de dibujo de Cayetana Silva, y dibujó en varias
ocasiones a la futura duquesa de Alba. Entre sus modelos se cuenta el marqués
de Perales, mayordomo de Su Majestad, la condesa-duquesa de Benavente, el conde
Fernán Núñez o el conde de Aranda. Controvertido fue el encargo de varios
retratos para la duquesa de Arcos, que tuvo reparos en pagarle porque la
protagonista no se encontraba parecida a la figura representada en uno de los
lienzos. De sus obras destaca el espléndido retrato del ilustrado Tomás de
Iriarte realizado en 1785, que se exhibe en el Museo del Prado.
Con la irrupción de la gigantesca
figura de Goya comenzó a declinar su producción, aunque llegó a pintar a Manuel
Godoy vestido de militar en 1807. Falleció en Madrid cuatro años más tarde, soltero,
dejando una considerable fortuna, resultado de su intensa actividad entre la
clientela más distinguida y pudiente de su tiempo.
Bibliografía
J. L. Morales y
Marín. Pintura en España, 1750- 1808, Madrid, Cátedra,
1994.
Morales y Marín y
J. M. Arnáiz, Los pintores de la Ilustración, catálogo de
exposición, Madrid, Centro Cultural Conde Duque, 1988.
SALA DE HISTORIA DE LA REAL
MAESTRANZA DE CABALLERÍA DE
RONDA. RETRATO DEL INFANTE
d. GABRIEL DE BORBÓN (II).
EL INFANTE
“El nombre del Infante don Gabriel
aparece de forma constante cada vez que se escribe sobre cualquier intelectual
o artista relacionado con la corte de este período”, resalta el historiador
Juan Martínez Cuesta (1962-1999) en la tesis doctoral que dedicó a su figura,
publicada por esta Real Maestranza a la memoria de quien fue el primer miembro
de la familia real española en ser su Hermano Mayor en 1763. El hecho de que
Carlos III pusiera a su hijo favorito al frente de la corporación maestrante se
relaciona con el deseo de hacer de Ronda una plaza fuerte que controlara el
acceso al interior de Andalucía por razones estratégicas, en el contexto de las
tensiones con Inglaterra por el intento de recuperación de
Gibraltar.
Gabriel Antonio de Borbón y Sajonia fue
el tercer hijo varón de los trece que tuvieron Carlos III y María Amalia de
Sajonia, nacido en el Real Sitio de Portici en 1752, cuando su padre reinaba en
Nápoles y Sicilia como Carlos VII. Tenía siete años cuando embarcó junto a su
familia rumbo a España para que su progenitor sucediera en el trono a su
hermano Fernando VI, fallecido sin haber dejado descendencia directa. A esa
edad ya había empezado a recibir una educación en italiano, español, francés y
con nociones de alemán, el idioma de su madre.
En su fase de formación, ya en Madrid,
el programa de educación de los infantes incluía historia, geografía,
matemáticas, física, humanidades, religión, moral, lectura de libros
seleccionados y también lecciones de baile. La música fue para el joven don
Gabriel una de sus primeras pasiones. Los músicos de la orquesta de cámara de
los infantes tuvieron mucho que ver en esa afición melómana que sería una
constante en su vida, como Felipe Sabatini, Nicolás Conforto, Francisco Landini
y sobre todo José de Nebra, organista y vicemaestro de la real capilla, que
fuera su maestro de clave, instrumento en el que adquirió gran dominio. También
recibiría lecciones del compositor Antonio Soler, padre jerónimo, una de las
figuras más importantes de la escuela de música para teclado del siglo XVIII y
con quien tendría una estrecha relación, hasta el punto de que le dedicara
varias sonatas.
Por influencia de
otro de sus maestros, el erudito Francisco Pérez Bayer, personalidad de enorme
influencia y trascendencia en las reformas universitarias y educativas
emprendidas durante este reinado, se ampliaría su inclinación al coleccionismo
y el interés por el universo clásico, algo a lo que no era ajeno el hecho de
que fuera su padre el que ordenara durante su estancia en Nápoles las
excavaciones de Herculano y Pompeya, cuyo descubrimiento tendría un impacto
trascendente en el arte y el pensamiento en Europa. Con la supervisión de su
maestro, tradujo al castellano y publicó en 1772 obras del historiador Cayo
Crispo Salustio, La
conjuración de Catilina y la guerra de Jugurta, primorosa edición considerada como la
mejor impresa en España en los siglo XVI, XVII y XVIII. Por esas fechas don
Gabriel ya era Gran Prior de Castilla y León de la Orden de San Juan de
Jerusalén (conocida desde 1530 como Orden de Malta), junto a las encomiendas de
las cuatro Órdenes militares, nombramiento promovido por su padre en
1766.
Su curiosidad abarcaba diversos campos,
artísticos, técnicos y científicos en el marco de las ideas de la Ilustración
que se extendió por las cortes de Europa en la segunda mitad del siglo. En las
órdenes de compra estudiadas se cuentan numerosos instrumentos musicales,
también matemáticos y físicos, libros, relojes, pinturas, estampas y monedas.
Se carteó con Benjamin Franklin en relación a un órgano de vasos o armónica,
invento del norteamericano, se interesó vivamente por la ingeniería y las
máquinas, e incluso promovió experiencias de vuelos con globos aerostáticos. En
reconocimiento a su labor de mecenazgo, fue nombrado Académico de Honor de la
Real Academia de Bellas Artes de San Fernando en 1784.
En 1785 contrajo matrimonio con la infanta
María Victoria de Portugal, en una doble boda entre infantes de los dos reinos.
Fruto de esa unión nacería un hijo al año siguiente, el infante Pedro Carlos de
Borbón. La viruela pondría fin a la vida de don Gabriel el 23 de noviembre de
1788 en el monasterio de San Lorenzo de El Escorial, tres años después de que
su retrato presidiera desde el palco real la inauguración de la plaza de toros
de su Real Maestranza de Ronda, símbolo arquitectónico junto al Puente Nuevo de
la expansión urbana de la ciudad.
Bibliografía y fuentes
J. Martínez
Cuesta. Don Gabriel de Borbón y Sajonia. Mecenas ilustrado en la España de
Carlos III. Valencia, Real Maestranza de Caballería de Ronda y
Editorial Pre-Textos, 2003.
A. Pau
Pedrón. Los retratos del infante Don Gabriel. Madrid,
Real Academia Matritense de Heráldica y Genealogía, 2006.
Inventario del archivo del
Infante don Gabriel de Borbón, Gran Prior de la Orden de San Juan de Jerusalén
en los reinos de Castilla y León, y de sus descendientes. Madrid, Dirección General de Bellas
Artes y Archivos, 1985.
J. Martínez Cuesta
y B. Kenyon de Pascual. El Infante don Gabriel (1752-1788), gran aficionado a la música. En:
“Revista de Musicología”, XI, nº 3, 1988.
R. Mateos Sáinz de
Medrano. Los desconocidos infantes de España. Casa de Borbón. Barcelona,
Thassàlia, 1996.
TOREROS HISTÓRICOS EN LA PLAZA DE
TOROS DE RONDA (XI). FRANCISCO
MONTES, PAQUIRO, EL TORERO
CRUCIAL (III)
Cuando Alejandro Dumas lo disfruta como
espectador en los festejos reales de 1846 en la Plaza Mayor de Madrid, la
decadencia física de Paquiro ya había comenzado. Aquella ligereza de la que
habla en su Tauromaquia como condición indispensable de un torero, junto al
valor y al conocimiento, se iba perdiendo inexorablemente: “no se crea que la
ligereza del torero consiste en estar siempre moviéndose de acá para allá de
modo que jamás sienta los pies (…) La ligereza de la que hablo consiste en
correr derecho con mucha celeridad, y volverse, pararse o cambiar de dirección
con una prontitud grande”.
Los continuos viajes atravesando España
en las penosas condiciones de la época (las diligencias de viajeros tenían un
promedio de 15 km a la hora por caminos “inverosímiles”, como los definió
Teophile Gautier), los percances y revolcones, algunos de los excesos que eran
corrientes a los de su profesión y una inclinación por el aguardiente, motivada
quizás por desavenencias matrimoniales según los rumores que circulaban, acabaron
por hacer mella. De ello se hace eco el historiador Velázquez y Sánchez,
que lo trató: “Buscaba distracción y hasta embote de sus fatigas en las bebidas
alcohólicas; prefiriendo el aguardiente que tanto destruye la naturaleza de
quien se deja arrastrar por su excitante virtud y tónicos efectos”. Esta
circunstancia se ha querido ver en el cuadro de Angel María Cortellini que se
conserva en el Museo Carmen Thyssen de Málaga, titulado “La despedida del
torero”, en el que Paquiro parece rechazar un vaso que le ofrece una maja antes
de una corrida.
Francisco Montes “Paquiro”, antes de una corrida. La despedida del
torero (1847), de Ángel María Cortellini. Col. Carmen Thyssen Bornemisza
Añádase a esto su pérdida de visión,
por la que se vería obligado a llevar lentes. Se cuenta que ese mismo año de
1846, en una reunión previa a una corrida en Sevilla, el conde de la Nava le
felicitó por su actuación de Madrid. Montes reconoció su estado:
– Ya no estoy para esa briega, señor
conde, y es muy triste para los hombres acostumbrados a cumplir que no alcancen
las fuerzas adonde se extiende la voluntad.
Ya rechazaba numerosos contratos,
reduciendo sus apariciones a Andalucía y algunas plazas del norte. En
septiembre de 1848, convocado por los duques de Montpensier para torear en
Sevilla junto a Cúchares y Redondo, se reunió en la fonda del Rezo con el
indomable Juan León, retirado (aunque tendría que volver dos años después por
penuria económica), y al que siempre guardó un especial respeto.
– Compadre, usted me ha dado el ejemplo
y no tardaré en seguirlo – le confesó a León -. Ahí queda nuestro terreno
sembrado, y que los niños recojan la cosecha, si pueden y saben.
Su carrera de “triunfos y ovaciones sin
límite” llegaba a su ocaso, era de dominio público que sus condiciones no eran
las de antaño. El cartel de esa corrida lo advertía: “ El célebre Francisco
Montes, de Chiclana, que sin embargo del mal estado de su vista, y de estar
casi inútil de la mano derecha, se ha prestado gustoso a hacer lo que pueda, en
obsequio del objeto a que se dedica la función”.
En 1849 rechazó todos los contratos que
le ofrecieron. Refugiado en Chiclana quiso dedicarse a otro negocio y compró
una bodega, compromiso que le obligó, en busca de capitalización, a retornar a
los ruedos. Aceptó en 1850 ofertas de Madrid, Sevilla y La Coruña, adonde llegó
por vía marítima para complacer a Isabel II, plazas en las que volvió a
“coronarse de laureles” a pesar de su menoscabo físico. De regreso a Madrid
para otra función, la evidencia de su estado llevó a un cronista de la época a
recomendar que no se viera obligado a matar ningún toro si no le complacía, ya
que su sola presencia como director de lidia era suficiente para el público.
El escritor Wenceslao Ayguals de Izco,
testigo de sus hazañas, resaltaba que “la necesidad de mantener a todo trance
su colosal reputación” después de tantos años de batallas en los ruedos le
impedía una fuga desordenada para salir de un aprieto. “Por esto se le ve
siempre impávido sin huir jamás, sin tomar nunca el olivo. He aquí porque
creemos que en todas las corridas está Montes en inminente peligro”.
La inestabilidad
política era moneda corriente en la “Corte de los milagros”, se había sofocado
el levantamiento carlista en Cataluña y discurría la década moderada bajo el
gobierno del general Narváez, cuando el 21 de julio de 1850 en Madrid tuvo
lugar el incidente que precipitaría un prolongado y fatal desenlace. Se dispone
de la crónica de la revista El Clarín que relata con precisión lo acontecido.
A la lorquiana hora de las cinco de la tarde salió de chiqueros el primer toro
de la corrida. Rumbón, retinto, de siete años, de la ganadería de Don
Manuel de la Torre y Rauri. Su estampa prometía mejor juego del que dio,
rehuyendo los encuentros con los caballos, y después de tomar sólo dos varas el
presidente ordenó que lo adornaran con tres pares de banderillas de fuego.
Señala el cronista que Montes fue hacia
la fiera con su habitual arrogancia, aunque con paso lento.
El toro había
desarrollado sentido, y se defendía aquerenciado en tablas, “haciendo más por
el bulto que por los capotes”. Después de un pase al natural, y otro de pecho,
defensivo, “quedándose bien corto y parado para el segundo al natural, que al
dárselo lo enganchó el animal por la parte superior de la pantorrilla izquierda
junto al atadero de la liga”. El toro lo arrastró varios metros dejándolo muy
maltrecho, por lo que tuvo que retirarse para que su paisano José Redondo se
hiciera cargo. La única representación de la escena que se conoce la encontró Cabrera
Bonet en las páginas de The Illustrated London News, otro indicio de la fama
internacional del chiclanero.
The Illustrated London News. Bull-Fight,
Madrid-accident to Montes, Matador, 1850
Se le practicaron las curas que eran
habituales en ese tiempo, sangrías incluidas, deficientes en lo relativo a
procesos infecciosos. Cuando pudo moverse se retiró a Chiclana en septiembre,
sin recuperarse del todo. El 4 de abril de 1851 falleció de “calenturas
malignas” según el informe del entierro, fiebres derivadas de lo que debió ser
una septicemia agravada por su estilo de vida. La noticia conmovió a toda la
sociedad en general. Fue enterrado en el cementerio de su pueblo, con
asistencia de diez hermandades y doble general de campanas mientras seis toreros
“en triste silencio” llevaban a pulso el ataúd.
Bibliografía
R. Cabrera
Bonet. Francisco Montes “Paquiro”, la revolución necesaria. Datos
biográficos. Universidad San Pablo CEU, Madrid, 2004.
R. Cabrera
Bonet. Novedades en torno al principio y fin de Francisco Montes Paquiro. 10
años del Museo Municipal Fco. Montes Paquiro. Chiclana 2003-2013; Museo
Municipal Francisco Montes Paquiro, Chiclana (Cádiz), 2013.
VV. AA. Paquiro
en su segundo centenario. Revista de Estudios Taurinos num 21,
marzo 2006. Fundación de Estudios Taurinos, Real Maestranza de Caballería de
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