“Predicamos a Cristo crucificado”
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En este tercer domingo, seguimos
avanzando en la Cuaresma, un tiempo para fortalecer la gracia del Bautismo y
para purificar la fe que hemos recibido. Y para ello la Liturgia de la Iglesia
propone hoy a nuestra consideración la muerte de Cristo en la Cruz, que es el
misterio que nos disponemos a celebrar en la Semana Santa.
I. Ese lugar central de la Cruz,
lo vemos en las palabras de san Pablo (2ª lectura: 1Cor 1, 22-25): «Nosotros predicamos a Cristo
crucificado»Las expresiones que utiliza el Apóstol nos indican la
reacción que los hombres de su tiempo tenían ante el anuncio de la salvación
mediante la Cruz de Jesucristo: «escándalo
para los judíos, necedad para los gentiles» pero por otro lado «fuerza de Dios y sabiduría de Dios».
Con estas expresiones («escándalo»,
«necedad», «fuerza y sabiduría de Dios»)
san
Pablo caracteriza los sentimientos diferentes que tienen respecto
a la Cruz las tres categorías de hombres en que divide a la humanidad: judíos,
gentiles, cristianos.
¾ Para los judíos, en efecto, que
esperaban un Mesías que hiciese milagros portentosos y acabase con el dominio
extranjero («los judíos
exigen signos»), la Cruz de Cristo era ante todo un «escándalo», algo con que
necesariamente tropezaban y que no podían aceptar[1].
¾ Para los gentiles (el mundo
helenístico y romano), que buscaban una doctrina que satisficiese por completo
las ansias de luz del entendimiento y el poder del domino humano («los griegos buscan sabiduría»),
la Cruz era más bien una «locura»,
algo fuera de camino, que ni siquiera merecía ser considerado[2].
¾ Para los cristianos, en cambio,
con independencia de su origen judío o gentil, la Cruz de Cristo no era
escándalo ni locura, sino «fuerza
y sabiduría de Dios», pues ella sola había tenido poder para librar
al mundo de la esclavitud del pecado y llevar a efecto el plan de la sabiduría
de Dios para la verdadera salvación de los hombres.
No debe extrañar, añade el
Apóstol, que una cosa tan débil y absurda en apariencia como es la muerte en
una cruz, realice efectos tan sorprendentes, pues es cosa de Dios, y lo que es
de Dios, aunque al hombre aparezca como locura, supera con mucho la sabiduría
de todos los hombres, y aunque aparezca como débil, supera toda la fortaleza
humana (Cfr. Lorenzo TURRADO, Biblia comentada, vol. 6, Hechos de los Apóstoles
y Epístolas paulinas, Madrid: BAC, 1965, 380-381).
II. Que la Cruz no es un fracaso
sino el cumplimiento del designio salvador de Dios lo afirma con toda claridad
Jesús en el Evangelio de este domingo (Jn 2, 13-25). La expulsión de los
mercaderes del templo en los inicios de su vida pública es ocasión para el
primer anuncio de su resurrección. «Destruid
este templo, y en tres días lo levantaré»[3]. San Juan explica: «Pero Él hablaba del templo de su
cuerpo. Y cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de
que lo había dicho, y creyeron a la Escritura y a la palabra que había dicho
Jesús». Al repasar la vida de Cristo, el Espíritu Santo les trajo a
su consideración los pasajes en que se hablaba de la resurrección, y
comprendieron el sentido profético que tenían (cfr. Lc 24, 45; Jn 14, 26).
Posteriormente y por tres
ocasiones (cfr. Mt 16, 21; 17, 22; 20, 18-19) Jesús anunciará a sus discípulos
la necesidad de su muerte, según el plan de Dios. La importancia de la
resurrección de Cristo como garantía de toda su obra es tal (cfr. 1Cor 15,
14-19), que Jesucristo la va anunciando repetidas veces y con la precisión de los
tres días[4]. Así se subraya que Jesús va
libremente a la muerte y a la resurrección y que tanto una como otra forman
parte del plan salvador de Dios. La resurrección de Jesús no es la
rectificación del fracaso de la Cruz sino la ratificación de que la Cruz fue
una victoria. Por eso, veinte siglos después, seguimos predicando a Cristo
crucificado.
«Que los oradores guarden su
elocuencia, los filósofos su sabiduría, los reyes sus reinos; para nosotros, la
gloria, las riquezas y el reino son Cristo; para nosotros, la sabiduría es la
locura del Evangelio, la fuerza es la debilidad de la carne, y la gloria es el
escándalo de la Cruz» (SAN PAULINO DE NOLA, Carta 38, 3-4, 6).
III. «La Cuaresma es para nosotros el tiempo en el que en el
desierto de nuestra existencia presente, con sus dificultades, miedos e
infidelidades, descubrimos la cercanía de Dios que, a pesar de todo, nos está
guiando hacia nuestra tierra prometida» (CONGREGACIÓN PARA EL CULTO
DIVINO, Directorio homilético [2014], nº 69). También en medio de las
dificultades de nuestra vida, la Cruz de Jesucristo es garantía de la cercanía
de Dios y camino seguro de salvación. Podemos recordar al respecto las palabras
de Cristo inmediatamente después del anuncio de la Pasión a sus discípulos: «Entonces decía a todos: Si alguno
quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz cada día y me
siga» (Lc 9, 23).
Ningún día sin cruz, en que no
carguemos con la Cruz del Señor. Y eso no como un fracaso, sino con la
seguridad de que la alegría de la resurrección es consecuencia del dolor de la
Cruz y de que solamente viviendo unidos al Señor su peso se hace soportable: «Venid a mí todos los que estáis
cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended
de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para
vuestras almas. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera» (Mt
11, 28-29). El mundo no se divide entre los que sufren y los que no. El
sufrimiento no es opcional, tarde o temprano, en una forma o en otra, se impone
por sí mismo. Somos nosotros quienes, por la gracia de Dios, podemos
convertirlo en ocasión de redención en favor nuestro y de los demás si lo
vivimos unidos a Cristo y en el cumplimiento de la voluntad de Dios, en el
camino que nos señalan sus Mandamientos (1ª lect.: Ex 20, 1-17).
«La Cruz viene de Dios; no hay
que estar contemplando bobamente, sino adaptarse a ella, como haríamos con una
persona que hubiera de vivir siempre a nuestro lado; no hay que pararse en
pensar, sino avanzar dulcemente, aceptar las cosas con sencillez, no
reflexionar demasiado sobre ellas y tomarlas como de la mano de Dios (SAN
FRANCISCO DE SALES, Obras selectas, Madrid: BAC, 1954, 744).
A llevar la cruz unidos a Cristo,
siguiéndole a Él; también para cumplir los deberes a veces costosos que nos
impone la fidelidad a la Ley de Dios, nos ayuda especialmente acudir a la
intercesión y los méritos de la Virgen María. A ella le pedimos que nos enseñe
a buscar a Dios en toda nuestra vida para que, amándole cada día más, podamos
cumplir su voluntad sobre nosotros.
«Oh, Dios, autor de toda
misericordia y bondad, que aceptas el ayuno, la oración y la limosna como
remedio de nuestros pecados, mira con amor el reconocimiento de nuestra
pequeñez y levanta con tu misericordia a los que nos sentimos abatidos por
nuestra conciencia. Por nuestro Señor Jesucristo…» (Misal Romano, oración
colecta)
[1] San Pablo trata esta cuestión también
en la carta a los Gálatas. La animosidad de los judíos contra él se basaba en
que el Apóstol ponía la pasión y muerte de Cristo como fuente única de salud
para el mundo, con total independencia de las prácticas mosaicas. Ese es «el escándalo de la Cruz»
(Gal 5, 11). «Es posible que
los judíos no hubieran tenido gran inconveniente en reconocer a Jesucristo
resucitado como Mesías, pero a condición de echar un velo sobre sus
sufrimientos y de seguir dando valor a las prácticas de la Ley. Mas eso era
precisamente lo que no podía admitir Pablo» (Lorenzo TURRADO, ob.
cit., 552).
[2] Y eso, aunque la predicación de la
Cruz fuera acompañada del anuncio de la resurrección: «Así pues, pasando por alto aquellos
tiempos de ignorancia, Dios anuncia ahora en todas partes a todos los humanos
que se conviertan. Porque tiene señalado un día en que juzgará el universo con
justicia, por medio del hombre a quien Él ha designado; y ha dado a todos la
garantía de esto, resucitándolo de entre los muertos». Al oír “resurrección de
entre los muertos”, unos lo tomaban a broma, otros dijeron: De esto te oiremos
hablar en otra ocasión» (Hch 17, 30-32).
[3] Un eco desfigurado de estas palabras,
lo encontramos en las falsas acusaciones de los judíos en el proceso de Jesús
(Mc 14, 58; Mt 26,61) y en los improperios del Gólgota (Mc 15, 29; Mt 27, 40).
El tema reaparece en las acusaciones a Esteban (Hch 6, 14). Que se trataba de
una deformación de las afirmaciones de Cristo, lo prueba la reacción de los
oyentes ante su profecía: no le reprochan una blasfemia sino pretender algo
inverosímil.
[4] Añadamos el signo que dio de sí mismo
aludiendo a los tres días de Jonás (Mt 12, 39-40).
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