LOS EXPLORADORES
Los primeros viajes
Los
primeros peregrinos a Tierra santa
“Egeria,
la primera viajera de la historia.” S. IV
“Así
pues, en el nombre del Señor, transcurrido cierto tiempo, al cumplirse los tres
años íntegros de mi llegada a Jerusalén, habiendo visitado todos los santos
lugares a los que había encaminado mis pasos para orar en ellos, y por lo
tanto, acariciando ya la idea de tornar a mi patria, quise ir también, según la
voluntad divina, a Mesopotamia de Siria, para visitar a los santos monjes que,
según era fama, había allí en tan copioso número y de vida tan preclara que las
palabras no alcanzan a decirlo…”. Quien
escribió estas líneas fue una audaz y emprendedora religiosa que entre los años
381 y 384 realizó una peregrinación por Tierra Santa con el fin de venerar los
Santos Lugares. Como más tarde se descubriría, esta dama peregrina era una rica
y culta mujer hispana del siglo lV llamada Etheria o Egeria –nombre con el que
es más conocida – nacida en Galicia, que llevada por la fe viajaría durante
tres años por todo el Oriente Próximo y escribiría una serie de cartas a sus
hermanas del convento que serían publicadas por primera vez en forma de libro
en 1887 con el nombre de Itinerario o Peregrinación a Tierra Santa.
La
identidad de la autora del que hoy se considera el primer libro de viajes de
las lenguas hispanas, se debe a una casualidad del destino. En 1844, un
investigador italiano, G. F Gamurrini descubrió en una biblioteca de Arezzo, un
códice medieval que atrajo su atención. Tras una profunda lectura del
pergamino, copiado por algún paciente monje en el siglo Xl, pudo constatar que
se trataba de unas notas de viaje o más concretamente de una “peregrinatio o itinerarium”,
a Tierra Santa y Mesopotamia. A pesar de que faltaban las primeras y las
últimas páginas, y de que en el mismo no se revelaba el nombre del autor,
Gamurrini llegó a la conclusión de que fueron redactadas por una mujer hacia
finales del siglo lV o a comienzos del V.
Las cartas iban dirigidas a unas “señoras y hermanas” de
Hispania, su patria, a la que la viajera pensaba regresar tras su largo periplo
por los lugares más venerados de la cristiandad. Lo que más sorprendió a los
investigadores de este curioso diario era la frescura del lenguaje –escrito en
un latín llano y coloquial– y la cantidad de detalles y valiosas descripciones,
tanto de lugares como de personas y liturgias cristianas. Aunque seguramente la
autora del mismo no tuviera el propósito de escribir un libro de viajes sino
más bien un relato piadoso de su peregrinación, lo cierto es que Egeria se
anticipó en bastantes siglos a los viajeros medievales y a los románticos que
hicieron de este tipo de relato epistolar un género literario. Su texto
constituye un documento histórico de gran valor para conocer cómo eran los
ritos de la Iglesia cristiana en Jerusalén y como se podía viajar por Oriente
Próximo en aquellas postrimerías del siglo lV.
Fuera el que fuera el propósito de la autora, era, sin
duda, una obra singular, escrita por una mujer preparada, importante y
religiosa –el equivalente en nuestros días a una abadesa– que posiblemente
estaba emparentada con el emperador Teodosio I, de quien se dice procedía
también de Galicia. Al año siguiente de su hallazgo, Gamurrini aventuró la
posibilidad de que la anónima autora del relato podía ser Silvia de Aquitania,
hermana del prefecto Flavio Rufino, en tiempos de Teodosio.
Sin
embargo, para conocer la verdadera identidad de esta piadosa dama fue esencial
el descubrimiento de una carta escrita por Valerio, un abad del Bierzo en el
siglo Vll, a sus monjes, en la que ensalzaba la figura de una religiosa llamada
Egeria que viajó a las remotas regiones de Tierra Santa y elogiaba su
intrepidez y capacidad de sacrificio: “….esta
bienaventurada monja Egeria, consumida por la llama del deseo de la gracia
divina, con el sustento de la majestad del Señor, emprendió un largo periplo
por todo el orbe, con todas sus fuerzas y su corazón intrépido. Así, avanzando
poco a poco bajo la égida del Señor, llegó a los sacratísimos y anhelados
lugares del nacimiento, pasión y resurrección del Señor y hasta los cuerpos de
mártires esparcidos por diversas provincias y ciudades para orar ante ellos y
alimentar su devoción…”.
El abad
Valerio, autor de un buen número de libros y tratados, también apuntaba en su
carta a los monjes del Bierzo el origen de Egeria. En un primer momento se
creyó que la anónima religiosa podría ser originaria de la Galia, y en especial
de la región de Normandía, pero, gracias a Valerio, que dice textualmente “ella, surgida en el más remoto
litoral del mar Océano occidental, se dio a conocer al Oriente”,
junto con otros indicios que proporciona la propia Egeria, ahora está
generalmente admitido que su origen se hallaría en Galicia, región cuya
extensión era entonces mucho más amplia que en la actualidad y que se
consideraba el extremo occidental del mundo.
UNA INTRÉPIDA TROTAMUNDOS
Tras conocer el origen de Egeria, los investigadores
intentaron esclarecer quién era esta importante dama que podía haber estado
emparentada con el emperador Teodosio. Por su vasta cultura –sabía griego, la
lengua culta por antonomasia de la época, y tenía grandes conocimientos tanto
literarios como geográficos– y por el respeto y consideración con que era tratada
en todos los lugares que visitaba, hay que pensar que era Egeria era rica y de
alto rango social. En aquel tiempo un viaje a Tierra Santa era largo, incómodo
–había que alojarse en modestas postas o en las espartanas celdas de los
monasterios–, además de peligroso y muy costoso. Sin embargo la religiosa
siempre encontró facilidades para atravesar los lugares más inaccesibles, y
recibía continuas muestras de alta estima por parte de los monjes, sacerdotes y
obispos; todos mostraban un gran interés en acompañarla y guiarla hasta los
lugares exactos que deseaba visitar.
Incluso
cuando Egeria transitaba por zonas de frontera o peligrosas, era escoltada y
guiada por los oficiales de las guarniciones, tal como comenta en una de sus
cartas a sus hermanas: “A partir
de este punto despachamos a los soldados que nos habían brindado protección en
nombre de la autoridad romana, mientras nos estuvimos moviendo por parajes
peligrosos. Pero ahora se trata de la vía pública de Egipto, que atravesaba la
ciudad de Arabia, y que va desde la Tebaida hasta Pelusio, por lo que no era
necesario ya incomodar a los soldados.”
Esto hace
pensar que viajaba con un salvoconducto o pasaporte oficial además de un buen
número de cartas de recomendación. De los escritos de Valerio –que fue abad de
varios monasterios al sur de Ponferrada– y de las cartas de la propia Egeria
destinadas a sus hermanas, se desprende que podía tratarse de la superiora de
un monasterio femenino, de los que por entonces estaban empezando a prodigarse
por el Imperio y que constituían un fenómeno bastante arraigado en Galicia.
En este
siglo XXl resulta difícil imaginar la dureza y dificultad de la peregrinación
que realizó Egeria en su tiempo. Un viaje extraordinario por su larga duración,
con agotadoras etapas que cubrió a lomos de asno, camello, en barco, y a menudo
a pie, recorriendo “todos
los confines y tierras de casi todo el orbe conocido. Egeria,
debería ser entonces una mujer de mediana edad, notable vigor físico, gran
valor y curiosidad, y atenta observadora porque ningún detalle escapa a su
mirada. Era una viajera de raza, “un tanto curiosa”, “como ella misma confiesa
en una de sus cartas, que quiere verlo todo, y como buena trotamundos no se
conforma con recorrer las rutas oficiales y amplía sus itinerarios organizando
excursiones sobre la marcha, aún a costa de soportar calores, tormentas de
arena o agotadoras caminatas.
Los
peregrinos cristianos que como Egeria pudieron viajar a Oriente lo hicieron
gracias a la pax
romana y a la red de calzadas del Imperio que cubrían más de
ochenta mil kilómetros de longitud y atravesaban desde Escocia a Mesopotamia,
del Atlántico al mar Rojo, de los Alpes a los Balcanes, del Danubio al Sáhara.
Este increíble trazado permitía al viajero llegar desde todos los rincones del
Imperio al corazón mismo de la metrópoli. La religiosa española viajó a Tierra
Santa en los últimos años del siglo lV cuando el Imperio romano estaba a punto
de derrumbarse pero la seguridad estaba garantizada en sus principales vías
gracias a una completa red de guarniciones militares, cuyos soldados escoltaban
a los peregrinos en sus desplazamientos hasta los límites con el mundo “bárbaro”. Egeria,
que viajaba con la Biblia como guía, no improvisó su travesía sino que se
preparó a fondo y se documentó en los textos religiosos de la antigüedad antes
de abandonar Galicia a mediados del año 381, rumbo a lo desconocido.
En el año 326, Elena, la madre del emperador Constantino
que llegó a ser canonizada como santa, comenzó a desenterrar y acondicionar los
Santos Lugares, animando con ello a los viajeros –sobre todo a los peregrinos–
a purificar sus almas recorriendo los parajes bíblicos. Así fue como, al igual
que Egeria, otras damas visitaron los escenarios de la pasión de Jesús en
Jerusalén o los santos sepulcros de los apóstoles. Entre aquellas notables
peregrinas destacan la diaconisa Marthana –que Egeria nombra en una de sus
cartas al cruzarse con ella en el camino–, y la noble Melania La Mayor, que
tras enviudar a los veinte años y abandonar a su único hijo en manos de tutor,
decidió dedicarse a la vida religiosa.
Esta matrona tan emprendedora y enérgica como Egeria, se
embarcó con otras dos damas de la aristocracia hacia Alejandría donde llevó una
vida de ascetismo y fundó varios monasterios. Murió en Jerusalén en el año 410
tras una vida llena de aventuras y sacrificios.
ESCENARIOS BÍBLICOS
Aunque las primeras páginas del diario de Egeria no
fueron encontradas, y su periplo se muestra así incompleto, todo hace pensar
que la dama pudo partir con el séquito de la familia imperial que acompañaba a
Teodosio, cuando éste, al ser proclamado emperador en el 379, se dirigió desde
Hispania a la parte oriental del Imperio. Egeria atravesaría en su compañía el
sur de la Galia y el norte de Italia, y, tras embarcar en Aquileya, seguramente
cruzarían el Adriático para tomar después caminos distintos. Desde
Constantinopla, a mediados del año 381, Egeria partió hacia Jerusalén donde
permaneció cinco meses explorando la ciudad, visitando distintas congregaciones
y lugares sagrados como Jericó, Galilea, Nazaret y Tiberíades. La larga
estancia de Egeria en Jerusalén le permitió conocer a fondo los distintos
rituales y liturgias que se llevaban a cabo en ciudades como Belén, donde
asistió a una misa el día de Navidad –que entonces se celebraba el 6 de enero–,
y que describe profusamente en la segunda parte de su manuscrito.
A finales de verano, cuando el calor era las tablas de la
ley, y en sus pies es donde se cree más soportable, Egeria partió hacia Egipque
vio el arbusto en llamas, Justiniano mandó, una visita obligada para todos
aquellos edificar en el 557 el Monasterio de Santa Catalina, interesados en
conocer la vida de los donde se congregaron los eremitas que vivían monjes y
anacoretas que habitaban en sus dispersos en esa zona, en celdas entre las
rocas. Esta parte de su itinerario corresponde al texto que no se ha conservado
pero todo apunta a que Egeria realizó el viaje por mar desde Cesárea de
Palestina hasta Alejandría, en aquella época una de las principales ciudades
del mundo y centro de la intelectualidad cristiana. Tras permanecer allí unos
días, se dirigió hacia el sur, a lo largo del Nilo, rumbo a la región de Tebas,
adentrándose en el desierto para visitar como anhelaba los numerosos
monasterios donde vivían los llamados Padres de Egipto.
En
noviembre del 383 Egeria se encontraba de nuevo en Jerusalén y de ahí emprendió
su peregrinación al monte Sinaí, etapa en la que comienza su Itinerario a
falta de las páginas anteriores. Entre otros lugares bíblicos debió recorrer
las ciudades de Pelusio y Clysma, en el mar Rojo, las Fuentes de Moisés, el
país de Gesén, la ciudad de Arabia, los oasis del desierto y los montes de
Sinaí, con una escalada al Gebel Musa o monte de Moisés, por encima de los dos
mil metros de altitud. En cada lugar sagrado que visitaba Egeria leía el pasaje
de la Biblia correspondiente y rezaba junto a los monjes que la acompañaban.
Desde Jerusalén la incansable religiosa visitó durante unos días el monte Nebó
donde, según el Antiguo Testamento, Moisés contempló la Tierra Prometida y
murió. Más adelante, en compañía de unos monjes de la Transjordania, aún
sacaría fuerzas para visitar la tumba de Job y por el camino detenerse en el
valle del río Jordán, en el lugar donde bautizaba Juan el Bautista.
Habían pasado ya tres años desde su llegada y Egeria
decidió regresar a Hispania. Abandonó por última vez Jerusalén y partió hacia
la antaño próspera ciudad de Antioquia, pero al enterarse por el camino de que
Edesa no estaba lejos, decidió visitar esta ciudad consagrada por la leyenda de
la correspondencia entre el rey Abgar y Jesús. Así fue como se encaminó a la
ciudad de Hierápolis y, atravesando el Eúfrates en una gran barcaza, se adentró
en la antigua Mesopotamia, hoy Siria, para ver sus numerosos monasterios y
rezar ante el sepulcro de santo Tomás. No pudiendo continuar su travesía,
puesto que los persas ocupaban la Siria oriental, la dama regresó a Antioquia
donde permaneció una semana preparando el largo viaje de regreso a
Constantinopla. Por el camino aún le daría tiempo de acercarse hasta Tarso,
ciudad donde nació el apóstol Pablo, y continuar su peregrinación por las
provincias de Capadocia, Galacia y Bitinia.
Egeria no tenía intención de quedarse mucho tiempo en
Constantinopla, pero en sus cartas da la impresión de que tampoco tenía prisa
por regresar de inmediato a Hispania, incluso acaricia la idea de viajar a
Éfeso para venerar el sepulcro de san Juan Evangelista. Ignoramos si la
emprendedora dama siguió explorando tierras de Oriente o si, por el contrario,
regresó a su patria para reunirse con sus amadas hermanas a las que iban
dirigidas sus cartas. Posiblemente se encontraba cansada tras tan arduo viaje o
tal vez enferma, lo que explicaría la despedida que dedica a sus hermanas, en
su última carta: “Por vuestra parte, señoras mías, luz de mi vida, dignáos
tenerme en vuestra memoria, tanto si continúo dentro de mi cuerpo como si, por
fin, lo hubiere abandonado”. Con estas palabras Egeria termina su relato,
escrito por una mujer devota y humilde, que en las postrimerías del siglo lV
demostró que con fuerza de voluntad y grandes dosis de curiosidad –incluso
siendo una dama– se podía llegar a los confines del mundo. Valerio, lleno de
admiración hacia ella, escribiría su mejor epitafio: “Así pues, hermanos
dilectísimos, ¿cómo no enrojecemos de vergüenza, nosotros que gozamos de vigor
corporal y buena salud, viendo como una mujer siguió el ejemplo santo del
patriarca Abraham y por alcanzar el premio sempiterno de la vida eterna prestó
la fortaleza del hierro al frágil sexo femenino? Pues, al hollar este mundo
entre las fatigas y las privaciones, logró el paraíso en el descanso y la
gloria de los goces”.
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