lunes, 1 de noviembre de 2021

 

La tauromaquia sí es cultura



Uno de los eslóganes que más se corean en manifestaciones y actos antitaurinos es el siguiente: “No es cultura, es tortura”. Sobre la segunda parte de la frase no cabe objeción posible: en la mal llamada “fiesta nacional” se tortura hasta la muerte a un animal: Sin embargo, en cuanto su calificación, o no, como cultura, sí deben realizarse algunas consideraciones.

¿Cómo puede ser denominado cultura el hacer del sufrimiento animal; de la sangre y la muerte, un espectáculo y, además, ¿un espectáculo “apto para todos los públicos”?  En este sentido, recordemos los talleres para el fomento de la tauromaquia que han tenido lugar en Andalucía, Madrid  u otras comunidades. De igual manera, en nuestro país no hay limitación alguna en cuanto a edad para la entrada a los espectáculos taurinos, pese a las recomendaciones de la ONU en este sentido. La propia existencia de la tauromaquia se justifica en nombre de la tradición; una tradición que hay que preservar y para ello, nada mejor que “fomentar la afición desde las edades más tempranas”.

Pudiéramos preguntarnos: ¿qué valores se les está inculcando a estos niños – en este caso, el plural inclusivo en cuanto a géneros es descriptivo de estos valores de masculinidad propio de los toros-  que asisten a talleres o espectáculos taurinos? Si tenemos en cuenta la afirmación que construye el titular, esta pregunta sería retórica. ¿No debe ser la cultura promocionada desde las primeras edades? Máxime si dicha manifestación cultural es parte del patrimonio identitario nacional.

El problema no es en sí la calificación como cultura, si no qué representa la misma; es decir: cuáles son sus valores subyacentes. Además, dada su calificación como fiesta nacional, sus valores formarían parte de la identidad de los habitantes del solar patrio. La identificación de tauromaquia y fiesta nacional es, de nuevo, una apropiación indebida de símbolos y conceptos por una ideología, convirtiéndolos en patrimonio propio. Así ha pasado con la bandera, el himno, la patria o el mismo nombre de España: las ideologías conservadores y ultraconservadoras se han apoderado de todo ello, identificándolo con su manera de pensar y la de sus seguidores. Tanto es así que, una destacada líder del PP, Esperanza Aguirre, afirmó: los antitaurinos son antiespañoles; y continúa: que lo son porque saben muy bien que los Toros simbolizan mejor que nada la esencia misma de nuestro ser español

Como se desprende las palabras de la expresidenta de la Comunidad de Madrid, detrás de “los toros” hay una ideología muy bien definida; una ideología que está presente, ya no en “la plaza”, si no mucho antes: en la dehesa, donde se cría el ganado bravo. La existencia de esta ganadería está vinculada a una estructura de propiedad muy determinada: el latifundio. La citada estructura económica conlleva una estructura social muy jerarquizada, con grandes brechas entre los diversos grupos; por cierto, algo bastante acorde con el pensamiento conservador y ultraconservador citado.

El hispanista Ian Gibson, en una entrevista publicada por el diario ABC (22-05-95) hablaba del carácter progresista de la cultura, al estar relacionada con la solidaridad y la felicidad de la comunidad; es decir: estar basada en valores éticos positivos. Esta es la acepción de cultura que manejamos cuando decimos que los toros no son cultura.

Si, con Malinowski, entre otros, entendemos la cultura como el conjunto de ideas, creencias, costumbres o tradiciones, propias de grupo social, que generan una serie de productos.  Entonces los toros sí serían cultura, pues suponen un producto detrás del cual hay unas ideas y creencias muy precisas: una ideología –una cultura- que se explicita en la frase supuestamente pronunciada por el General Millán-Astray en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca, el 12 de octubre de 1936: muera la inteligencia; viva la muerte, increpando a Unamuno; casualmente, una personalidad de marcado acento antitaurino. Es la misma una cultura del sufrimiento, del dolor, de la sangre y, en definitiva, de la muerte. Por cierto, una cultura muy coherente con el pensamiento del General fundador de la Legión, los acontecimientos que se desarrollaron en España de los años 1936 al 39 y los casi cuarenta años siguientes de dictadura del General Franco, quien afirmo en una entrevista originalmente publicada en News Chronicle (Londres, 29 de julio de 1936): salvaré España del marxismo, cueste lo que cueste", ante lo cual el periodista le pregunta sorprendido: - ¿Eso significa que tendrá que matar a la mitad de España? El futuro dictador respondió sin ambages: - Repito, cueste lo que cueste.

Las frases de Milán Astray y el propio Franco explican suficientemente la calificación de la tauromaquia como “fiesta nacional”, su calificación como cultura y su defensa a ultranza por quienes miran con nostalgia el oscuro periodo Franquista. La ideología o la cultura del sufrimiento y la muerte está detrás de todo ello. Es lo que el historiador Rafael Núñez Florencio (2014) llama cultura de lo macabro.

Hablar de las vinculaciones entre derecha e Iglesia sería redundante. ¿Y, entre Iglesia y  tauromaquia, las hay? Si habláramos del montón de estampas, escapularios y demás parafernalia que utilizan los toreros, caeríamos en lo anecdótico. Por el contrario, al observar la imaginería religiosa que llena iglesias y museos o recorre las calles en Semana Santa, veremos un uso y abuso de la sangre; como uso y abuso de la sangre hay en una corrida de toros. Durante siglos, la iglesia ha utilizado la denominada pedagogía del sufrimiento para explicar y difundir sus dogmas.  La diferencia es que, en la primera, dicha sangre es pintada y en la segunda, es real; pero, ambas comparten esa cultura del dolor y el sufrimiento de la que venimos hablando.

Los defensores de la tauromaquia hablan del carácter estético de la “corridas de toros” y, en este sentido, podría compararse con el carácter estético de los martirologios de la iconografía religiosa. Hay una diferencia importante: las esculturas son de madera u otros materiales; los cuadros de tela y el toro no; de la misma forma que la sangre de los espectáculos taurinos, no es precisamente pintada. Pero, aunque los toros no son de madera, los protaurinos, basándose en informes pseudocientíficos, han extendido algo muy propio de la derecha: una fake news. Los toros no sufren. Como chiste, no está mal. Por ese motivo y para hacerlo aún más gracioso la Fundación Franz Weber (FFW) y la Asociación de Veterinarios Abolicionistas de la Tauromaquia y del Maltrato Animal (AVATMA), han completado el mismo: los toros no sufren y las vacas vuelan. Así, han diseñado una campaña con este lema para responder científicamente, -en la web de dicha campaña pueden encontrarse informes científicos de calado sobre el tema -pero con humor, a tamaña falacia.

En los tiempos más agudos de la pandemia publicábamos en este mismo medio un artículo titulado: Solo la cultura puede salvarnos. En él, abogábamos por la cultura de lo público, de lo social y colectivo, frente a la cultura del individualismo y lo privado. Retomamos dicho título para afirmar que, frente a la cultura del sufrimiento, la tortura y la sangre, debe alzarse, como proclama la voz cada vez más clamorosa del movimiento antitaurino, la cultura de los derechos; en este caso, la cultura de los derechos de los animales. Además, siempre será más fácil que un defensor de los derechos de los animales defienda el derecho de las personas, que un defensor del maltrato animal lo haga. Finalmente, la defensa o no de la tauromaquia es un tema de derechos.

 

https://www.nuevatribuna.es/articulo/sociedad/tauromaquia-es-cultura/20211017100712191934.html


El inagotable patrimonio histórico de Carabanchel


Fachada del palacio viejo de la finca de Vista Alegre. (Foto Juan Jiménez Mancha).

 

JUAN JIMÉNEZ MANCHA | 

Los primeros datos históricos que conocemos de Carabanchel se remontan al siglo XI, y su anexión a Madrid se produjo, tras ser segregado en 1843 en Carabanchel Alto y Carabanchel Bajo, en 1948. La histórica vía de entrada a este actual distrito madrileño es el puente de Toledo.

Carabanchel conserva un riquísimo patrimonio histórico. Desde mayo de 2021 son visitables los jardines de los palacios de la finca de Vista Alegre, declarados Bien de Interés Cultural en 2018, un conjunto primero propiedad de María Cristina de Borbón y desde 1859 del marqués de Salamanca que pasó al Estado en 1886. Los entornos de los palacios son de inusual belleza. Los dos edificios principales -el palacio viejo y el palacio nuevo- se levantan majestuosos y tienen alrededor otras estancias, preciosos jardines, un parterre, un cedro de extraordinario tamaño, una ría y una cascada. Su existencia se debe a que Carabanchel se convirtió durante los siglos XVIII y XIX en uno de los lugares favoritos de la aristocracia y burguesía madrileña para establecer quintas de descanso.


Palacio nuevo de la finca de Vista Alegre. (Foto Juan Jiménez Mancha)

Enfrente de la finca de Vista Alegre sobreviven numerosas casas bajas de ladrillo características del Carabanchel antiguo. El vecindario recuerda con cariño a su plaza de toros, La Chata, demolida en 1995.

A quince minutos andando, nos encontramos con el Carabanchel modernista. Entre casas comunes se mantiene la entrada a la Colonia de la Prensa, una zona ideada a principios del siglo XX para el descanso del gremio periodístico. Varios chalés u hotelitos modernistas se alternan con edificios de vecindad sencillos. Las calles llevan nombres de míticos diarios conservadores, como La Época o El Siglo Futuro, puestos por el Ayuntamiento de Madrid tras la anexión del pueblo a la capital.


Puerta de entrada a la Colonia de la Prensa. (Foto Juan Jiménez Mancha)

Otro pequeño paseo nos lleva a un gigantesco espacio que representa un cruce de culturas: el parque Eugenia de Montijo y el gran descampado que lo delimita. Tres hitos marcan este paraje. En primer lugar, la ermita mudéjar de Santa María la Antigua, del siglo XIII, que es no solo la iglesia más antigua de Madrid, sino la construcción completa conservada más vieja de la ciudad. En este templo dice la tradición que iba a rezar San Isidro Labrador, y que en él realizó alguno de sus milagros. Pegado a sus muros se halla el antiguo cementerio de Carabanchel Bajo, del que la ermita es capilla.


Ermita de Santa María la Antigua de Carabanchel. (Foto Juan Jiménez Mancha)

La ermita está situada sobre los restos de una colosal villa romana, o incluso anterior, que incomprensiblemente sigue sepultada pese a que su descubrimiento se anunció a principios del siglo XIX. El mosaico de las Cuatro Estaciones, o de Carabanchel, hoy en el Museo de los Orígenes de Madrid o de San Isidro, fue el principal tesoro rescatado. Otros yacimientos arqueológicos de Carabanchel, como los próximos al río Manzanares, resultaron explorados, pero no este. En años recientes se han encontrado vestigios, diversas piezas y restos de estructuras romanas en varias zonas. El vecindario sigue paseando sobre el terreno, y los jóvenes continúan distrayéndose en el descampado, con escombros y basura vistiendo el suelo y con las reclamaciones de un trato mejor del entorno en las peligrosas torres de alta tensión que se mezclan con el pasado. El Colegio Profesional de Arqueología de Madrid ha solicitado en abril de este año la declaración de Bien de Interés Cultural para las hectáreas -hasta cuarenta y cuatro- que puede comprender el yacimiento.


Descampado que sepulta, entre restos de la antigua cárcel, el yacimiento romano de Carabanchel.
(Foto Juan Jiménez Mancha)

El yacimiento romano debe llegar hasta los terrenos sobre los que se levantó la cárcel de Carabanchel. Durante el franquismo, el término Carabanchel -para desdicha de su vecindario- era sinónimo de presidio. La cárcel, un mito de la memoria histórica, fue construida por unos mil prisioneros políticos y se mantuvo en funcionamiento desde 1944 hasta 1998. Proyectos posteriores para transformar todo o parte del recinto en un hospital, un centro de servicios sociales o espacios para la recuperación de la memoria histórica no prosperaron. La cárcel fue derribada en 2008. Se conserva una de sus entradas, que simula de manera surrealista una puerta al descampado, además de restos de su valla e íntegro su hospital penitenciario anexo, reconvertido en el actual y polémico Centro de Internamiento de Extranjeros (CIE) de Aluche.


Una de las puertas de entrada de la cárcel de Carabanchel. (Foto Juan Jiménez Mancha)

El patrimonio histórico de Carabanchel es inagotable. Se pueden trazar rutas temáticas por su caserío, por sus iglesias, por sus cementerios (muy recomendable el británico), por sus parques y por sus viejos colegios. Las asociaciones del distrito se vuelcan en la preservación de los lugares antiguos. El palacete que albergó desde 1926 un asilo de mujeres trabajadoras, creado por los herederos de Ramona Goicoechea e Isusi en la calle de General Ricardos, eje principal de Carabanchel, se encuentra en penoso estado y en venta. Frente a él, agoniza también por abandono el campo de fútbol del Puerta Bonita.


Estado actual del palacete de la Fundación Goicoechea Isusi en la calle General Ricardos.
(Foto Juan Jiménez Mancha)

El rastro del Carabanchel proletario lo podemos retomar en sus laberínticas calles. Hoy es el distrito con más salones de juego y apuestas de Madrid. Colectivos y centros de enseñanza intentan acercar la cultura a la juventud a través de la elaboración conjunta de murales. En el antiguo depósito de aguas de Tercio y Terol, una de las colonias humildes de posguerra que se mantiene en pie, el artista Jorge Rodríguez-Gerada pintó en 2019, a instancias de la plataforma Carabanchel Creativa, una chulapa que es considerada un icono contra el olvido institucional de Carabanchel.


Mural “La chulapa” en la colonia Tercio y Terol. (Foto Juan Jiménez Mancha)

 

https://www.nuevatribuna.es/articulo/cultura---ocio/memoria-ciudades-inagotable-patrimonio-historico-carabanchel/20211013180530191834.html

 

No, la llegada del agua a Madrid no fue milagrosa

La llegada del agua a las casas fue un proceso de más de un siglo de duración marcado por trascendentales avatares humanos.


Jaime, del Cerro del Tío Pío, uno de los últimos aguadores de Madrid. Foto: Museo de Historia de Madrid.

La simplificación se ha cebado con el relato de la historia social del Canal de Isabel II. Nadie duda sobre el gran valor de la colosal obra de ingeniería que, desde la presa del Pontón de la Oliva, a 70 km de distancia, logró llevar agua a la capital, ni de la ilusionante inauguración el 24 de junio de 1858 en la calle de San Bernardo, pero, más allá de la ciencia, la llegada del agua a las casas fue un proceso de más de un siglo de duración marcado por trascendentales avatares humanos.


Prisioneros construyendo la presa del Pontón de la Oliva fotografiados por Charles Clifford

La presa del Pontón de la Oliva la construyeron más de 1.500 prisioneros, en su mayoría carlistas, y unos 300 obreros. La llegada del agua a Madrid en 1858 fue en realidad a pocas viviendas, como podemos deducir con datos futuros: en 1917 el Canal contaba con 13.557 abonados, en 1925 con 17.332. Se tenían preparados en el estreno 5 km de cañerías, con tres recorridos: uno que iba por la calle de San Bernardo, pasaba por Santo Domingo y Plaza Mayor y terminaba en la Puerta de Toledo; otro que discurría por la calle de Fuencarral, Puerta del Sol y acababa en la calle de Atocha; y un tercero trasversal desde Bailén a Neptuno. La red finalizaba en patios, desde donde el agua era portada a las casas. Y existían, como siempre, clases. El primer grifo en un hogar lo tuvo, al parecer, el marqués de Bendaña.


La irrupción del agua del Lozoya no supuso el abandono de los antiguos viajes de agua. Ambos sistemas convivirían junto a la utilización del agua de los tres canalillos (conocida como agua del canalillo) ideados para el riego, pero que bebían los madrileños, y desde 1908 del canal de Hidráulica Santillana, empresa que suministraba agua canalizada del río Manzanares. La competencia por el vital elemento se debía a las dificultades para cumplir con el abastecimiento, y más en tiempos de sequía, y por las famosas “turbias” del agua del Canal de Isabel II, producidas por filtraciones en embalses y tuberías. Las restricciones y “crisis del agua” eran constantes en verano. (En la imagen: Aguador. Grabado de Federico Guisasola. Foto: La ilustración Española y Americana, 24 de noviembre de 1872.)

Pese a la hazaña del Canal, se mantuvieron en uso viajes de agua como los de la Fuente de la Reina, Castellana, Amaniel, Retamar, Alcubilla Alta y Alcubilla Baja. Daban agua de peor calidad, pero eran necesarios. Este sistema de prodigiosas canalizaciones de inspiración árabe abasteció de agua a Madrid al menos desde finales del siglo XIV hasta la II República, los últimos años ya demasiado deteriorados y desaconsejados por razones de salubridad.


(Foto1: Escenas de aguadores en un dibujo de Leonardo Alenza: Foto: revista Bellas Artes, 1927. Aguadores de cuba en la fuente de Lavapiés. Grabado de Pradilla). (Foto 2: La ilustración Española y Americana, 16 de junio de 1872).

Los aguadores, que colapsaban las fuentes de la capital, también las ornamentales, no dejaron su oficio por la llegada del agua a las viviendas. En 1858 había cerca de un millar. Formaban gremio al menos desde el siglo XV. Esta clase de aguadores, la más importante de Madrid, estaba formada en su mayoría por asturianos, con casi un 95% de hombres durante el siglo XIX procedentes de Tineo (casi un tercio), Cabranes, Cangas del Narcea y en menor proporción de otros concejos, como podemos ver en sus matrículas conservadas en el Archivo de Villa de Madrid. El resto procedía casi en su totalidad de Galicia.

La mayoría de los aguadores se trasladaban desde el pueblo andando. Se juntaban hasta diez, quince o más hombres para compartir pisos o buhardillas en los barrios más populares. Sus vidas transcurrían junto a la fuente, cuyo derecho de explotación compraban a un paisano, donde charlaban, jugaban a las cartas, comían, dormitaban, reñían... Llevaban el agua a los hogares en cubas de distintas capacidades -29, 33 y 48 litros- que se echaban al hombro, por eso se les llamaba aguadores de cuba. Fueron desapareciendo del paisaje de Madrid poco a poco hasta difuminarse en los primeros compases del siglo XX.


(Foto 1: Galería del viaje de agua de Amaniel, visitable desde principios de 2019. Foto: Ayuntamiento de Madrid). (Foto 2: Esperando en Vallecas a un camión cisterna con agua. Foto: Santos Yubero, Archivo Regional de la Comunidad de Madrid).

Hasta la inauguración en 1911 de un primer depósito elevado resultó imposible por razones técnicas empezar a llevar agua del Canal a las casas de los barrios altos, como Salamanca, Cuatro Caminos y Chamberí. Y encima quedaba pendiente el suministro de barrios exteriores. Las vecinas eran, más que nunca, aguadoras. Durante la II República, con el grueso de Madrid ya canalizado, el Canal puso en marcha un plan, dotado con más de 128 millones de pts., para llevar el agua a los dos millones y medio de personas que vivían en los pueblos próximos. La guerra paralizó los trabajos, cuyo final estaba previsto para 1941.


Viajes de agua hacia 1700. Foto: Ayuntamiento de Madrid.

Tras la guerra, se completó la canalización de los trece pueblos que finalmente se anexionaron a la capital entre 1948 y 1954, y se produjo en las cincuenta una gigantescas migraciones a Madrid que derivó en la creación de nuevos barrios y que provocó el surgimiento de innumerables suburbios. El Canal de Isabel II no daba abasto. La escasez de agua en las nacientes barriadas era alarmante. Hasta el realojamiento o compra de una nueva vivienda, las familias debían llenar cubos, cántaros y barreños en las pocas fuentes que tenían cerca. Miles y miles de madrileños no conocerían lo que es tener agua en sus casas hasta los años sesenta…o setenta…o incluso ochenta del siglo XX.

https://www.nuevatribuna.es/articulo/cultura---ocio/memoria-ciudades-llegada-agua-madrid-fue-milagrosa/20210413184816186701.html

 

 































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