Una vida emparedada:
las mujeres que se recluyeron en celdas diminutas durante la Edad Media
Durante la Edad
Media, el fervor religioso cristiano puso de moda aquello de encerrarse entre
muros para el resto de los días. Fueron en su mayoría mujeres quienes permanecieron
décadas recluidas por varios motivos
Imagen: Wikipedia.
Morir en vida fue,
alguna vez, una especie de acto voluntario y revolucionario, un culto a la
libertad personal. Libertad, pero poquita. Ocurrió durante la Edad Media, aunque el aislamiento social ya se practicaba de manera consciente
como castigo o penitencia pero también como decisión propia desde siglos
atrás, el fervor
religioso cristiano puso de moda aquello de encerrarse entre muros para el
resto de los días. Fueron en su
mayoría mujeres quienes permanecieron décadas recluidas: Las llamaron
emparedadas o muradas, la forma de referirse a las anacoretas.
La palabra
"anacoreta" proviene del griego antiguo “ἀναχωρητής”, un derivado de “ἀναχωρεῖν”, que significa
algo así como "retirarse". El estilo de vida de estas personas es una de las primeras formas
de monaquismo en la tradición cristiana. Las primeras experiencias reportadas
provienen de comunidades cristianas en el antiguo Egipto, apunta la
historiadora del arte y arqueóloga Marie-Madeleine Renauld en ‘The Collector’: “Alrededor del año 300 d.C., algunas
personas dejaron sus vidas, pueblos y familias para vivir como ermitaños en el
desierto”.
Imagen: Open Edition
Journals.
Las comunidades
anacoretas, es decir, aisladas, eran ya un hecho desde al menos el siglo IV
cuando comenzaron a construirse celdas de aislamiento que iban un paso más allá
de lo que los hombres anacoretas practicaban: lejos de la sociedad, se
refugiaban en las montañas, el silencio y la oración. Este tipo de vida comenzó a extenderse durante los siglos
XI y XII cuando miles de
hombres, especialmente, aunque también alguna que otra mujer, siguieron el
ejemplo de los santos y empezaron a predicar una especie de imitación de sus
vidas a través de la penitencia.
El contexto histórico determinó esta
tendencia
Desde el trabajo
manual a la contemplación, la pobreza
en todos los sentidos era el pilar fundamental en torno al que giraban sus
vidas. Como sostiene
Renauld, el contexto histórico también determinó esta tendencia. “Fue una época
de crecimiento demográfico y cambios globales en la sociedad; las
ciudades se expandieron y se creó una nueva división de poderes. Durante este
vuelco de la sociedad, muchas
personas se quedaron atrás, demasiado pobres para encajar. La vida anacoreta atrajo a muchas de
estas almas perdidas”.
Así, arrastradas
por una fe fuera de lo normal (y a menudo por algo más que fe), religiosas y laicas elegían el camino de,
literalmente, convivir con su tumba en vida. Eremitas y anacoretas se marginaban a sí
mismos con la diferencia de que los primeros, en mayor o menor medida,
regresaban a la sociedad. Las emparedadas o muradas llegaron, incluso a tener prohibido mucho contacto con el exterior. En este sentido, existía la sensación
extendida de que al hablar menos con otras personas habría más espacio para hablar
con dios, pero para que este llegara tuvieron que darse numerosos casos cuanto
menos curiosos.
Imagen: Open Edition
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Los anacoretas
cristianos (hombres) y las emparedadas (mujeres), también conocidas como
ancladas en la jerga inglesa, eran personas solitarias que estaban
permanentemente encerradas en celdas para dedicar su vida a dios. Cuando se
iniciaban en ello, se daba una especie de
liturgia por la que un sacerdote leía los llamados ritos de la muerte, es decir, los salmos que se recitaban
durante las misas funerarias. Algunas de
las celdas, de hecho, incluían la propia tumba excavada de la reclusa, como una
especie de símbolo persistente de obligación a meditar en su propia mortalidad.
Las restricciones de las mujeres
“Se alude al claustro
como opción religiosa femenina prioritaria; pero esta preferencia bien puede deberse a la imposición masculina de recluir
a la mujer en espacios cerrados y limitados, ya pertenezca a la vida religiosa o
doméstica. Así pues, cuando en nuestra historia encontramos mujeres que
destacan en espacios abiertos, generalmente se trata de singularidades que
eluden el sistema imperante y se erigen en conductoras de su propia existencia.
En definitiva, seres humanos defensores de su individualidad, de su exigencia
radical”, señala la investigadora María
Isabel B. Carneiro.
En Reino Unido,
los historiadores han descubierto que hubo alrededor de 100 emparedadas en el siglo XII de las que se tiene constancia en la
actualidad, pero la cifra fue aumentando, llegando a más de 200 entre los
siglos XIII y XV. “Al desglosar estos números por género, vemos que las
ancladas superaron en número a los anacoretas de los siglos XII al XVI: hubo
alrededor del doble de mujeres reclusas en los siglos XIV y XV y alrededor de
tres veces más en el siglo XIII”, apunta la investigadora Ann K. Warren en su
artículo ‘Anchorites and Their Patrons
in Medieval England’.
Fuente: Open Edition
Journals.
Los hombres, por
tanto, también podían ser anacoretas encerrados de manera similar en una celda, “pero su vida no siempre era tan restringida como la de una mujer”. De hecho, en algunos
casos podían salir para viajar, incluso había algún que otro sacerdote que
optaba por estar encerrado, pero que salía de su celda cada día para celebrar
la misa en la iglesia.
Entre 3 y 4 metros cuadrados
Para convertirse en una emparedada,
indica Maria Wallesley en un artículo
para la British Library, una mujer tendría que presentar una solicitud al obispo
local y “tendría que proporcionar evidencia de que tenía los medios
económicos para mantenerse a
sí misma mientras estuvo encerrada”. Se conservan varios textos medievales que
en su momento funcionaron como guías prácticas para estas mujeres, pero solo
uno escrito por una emparedada donde relata su vida, el libro de ‘Revelaciones
de Julian de Norwich’. Cada uno de los
manuales incluye aspectos diferentes entre ellos, detalles que describen cómo era la forma de vida
encerrada, lo que deja claro que, desde el estricto sistema, no había un solo
camino para la penitencia.
"Los anacoretas
necesitaban la ayuda de miembros del clero y devotos para llevarles comida y
remedios y eliminar sus desechos"
Como lugares
sagrados, las celdas eran construidas en base a unas reglas que regulaban la vida en su interior de un modo u otro. Los textos, entre ellos
uno del siglo XII, informa que la
celda debía tener entre 2 y 4 metros cuadrados aproximadamente. Estos habitáculos
distanciaban su interior del exterior al estar tapiados. Solo incluían un par
de ventanas, a veces tres: una a través de la cual recibían la comida, otra
ubicada hacia el altar para escuchar la misa y otra por la que se comunicaban
con visitantes y quienes pasaran por allí.
“Los anacoretas
necesitaban la ayuda de miembros del clero y devotos para llevarles comida y
remedios y eliminar sus desechos. Dependían
enteramente de la caridad pública. Si la población
se olvidaba de ellos, morían”, recuerda Renault. Pero las celdas no siempre se
construyeron contiguas a las paredes de las iglesias, también en cementerios.
Una prisión, una penitencia
Como añade
Carneiro, en el interior de estos diminutos lugares, la vida de un anacoreta medieval se caracterizó por
seis ideales diferentes pero interrelacionados:
clausura, castidad, ortodoxia, ascetismo, experiencia contemplativa y soledad.
En su guía del siglo XII, 'De
Institutione Inclusarum', Aelred de Rievaulx describe dos razones principales para elegir esta
forma de vida: en primer lugar, para evitar los peligros espirituales del mundo
exterior, y en segundo lugar, para 'suspirar y sollozar más libremente después
la muerte de Jesús’”.
Aunque comparte
muy ppoco sobre su experiencia con el encierro, Juliana de Norwich revela algo
muy distinto a la devoción ciega que acunaba a estar figuras. En su texto
afirma que “este lugar
es prisión, esta vida es penitencia”, aunque no puede decirse con toda certeza, en palabras de Alexandra
Barratt en su obra ‘Women's Writing in Middle English’, que esta monja se refería a su vida
terrenal en general o a las circunstancias específicas de esta en el interior
de su celda.
El relato de
Margery Kempe, por su parte, muestra que las reclusas recibían visitas
frecuentes, pero en realidad esto iba en contra de los ideales del propio
estilo de vida que seguían. Entonces, la iglesia decidió limitar los
encuentros. Escrito en el siglo XIII, el ‘Ancrene Wisse’ o ‘Ancrene Riwle’,
en inglés moderno ‘Guide for Anchoresses’ (manual para religiosas) les
recordaba que no debían pasar
mucho rato con personas del exterior, mucho menos comer con ellas: “Esto es mostrar demasiada entrega a la
socialización, y va en contra de la naturaleza de cualquier forma de vida
religiosa y, sobre todo, de una anacoreta que está completamente muerta para el
mundo. A menudo se ha oído hablar de los muertos hablando con los vivos, pero
nunca se les ha visto comer con ellos”.
Mascotas sí,
personas no
No obstante, otra
regla recogida por este texto
permitía tener un gato, pero advertía que no se podía tener otros
animales como una vaca,
muchos menos comerciar con ella. Como sostiene la escritora e investigadora
Robyn Cadwallader, autora de ‘The Anchoress’, el hecho de que las reglas
desaconsejaran tales cosas sugiere que ocurrieron con la frecuencia suficiente
como para ser motivo de preocupación para los superiores eclesiásticos.
Por otro lado,
hubo anacoretas que directamente fueron amuralladas vivas al principio. El acto de taparse simbolizaba su muerte para
el mundo. La Iglesia no estaba en contra de estas prácticas, de hecho las supervisaban
con lupa. Debido a que se entendía que las personas ermitañas eran personas desviadas
de la lógica social de la época, herejes y peligrosas para la moral, la iglesia se aseguró de que el aislamiento esta
vez sería bajo absoluta vigilancia de toda la sociedad.
Pese a todo ello,
las emparedadas eran muy apreciadas dentro y fuera de la institución. Su carácter cercano a la idea de santidad, su sabiduría y
sus poderes curativos las
mantenían respetadas en aquel abandono.
Según recoge
Carneiro, abundan las referencias de estas mujeres por toda la Península. La celda de las emparedadas o muradas de Astorga es una
verdadera reliquia, la única en España
que se conserva original, de este radical modus vivendi. Además de Astorga la
tradición se recuerda con fuerza en Madrid, Roncesvalles, Burgos, Sevilla, Artajona,
Jaén o Valencia. Con todo, como se ha comentado, se extendía por toda España y el
cristianismo.
Tras un estudio, el
investigador Francisco Justo Pérez de Urbel llegó a la conclusión de que “el
emparedamiento parece haber sido una penitencia favorita de las mujeres”.
Entiendo, dice Carneiro, que este favoritismo no ha de interpretarse como un
fenómeno extraño ya que el aislamiento y la reclusión se estimaban
convenientes para la naturaleza femenina. Sin restar
mérito a un tipo de penitencia tan rigurosa, sostiene, diríase que en las
emparedadas subyace el sometimiento al beneplácito social.
https://www.elconfidencial.com/alma-corazon-vida/2021-11-28/anacoretas-mujeres-edad-media_3330965/
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