Las danzas en el pensamiento de los eclesiásticos
a finales del periodo novohispano
Durante el periodo
novohispano, las danzas fueron condenadas por la Iglesia, pues consideraban que
eran nocivas e iban contra de la moral de las personas, además, creían que
originaban la lascivia y el deseo sexual. Los eclesiásticos novohispanos no
fueron ajenos a este pensamiento y criticaron especialmente bailes como la
contradanza y el waltz. En este trabajo se hace un trabajo comparativo entre
algunos de sus testimonios para vislumbrar los argumentos que utilizaron para
llegar a tales sanciones, que partían de considerar la degradación de la moral
de la sociedad acomodada de finales del virreinato.
Cuando
la Inquisición puso mayor atención en las actividades cotidianas de los
novohispanos, sus ojos se posaron en las diversiones lúdicas, mismas que
empezaron a verse con recelo. La música y los bailes pasaron a formar parte de
las discusiones eclesiásticas sobre lo permisible y lo prohibido. Es notorio
que los estratos bajos fueron los primeros en ser tachados de disolutos y las
diversas denuncias que se encuentran en los documentos de la segunda mitad del
siglo XVIII, fueron alentadas por curas y seglares recelosos.
El
afán ilustrado por reglamentar la vida cotidiana y hacerla acorde con su modo
de entender el mundo, llevó a las autoridades eclesiásticas novohispanas a
tratar de controlar las diversiones populares. El pretexto aludido para su
prohibición se fundamentó en que atentaba contra la moralidad; lo que iba en
perjuicio de las conciencias y ocasionaba un relajamiento de las costumbres.
Podría
pensarse que los ilustrados exageraron el mito del relajamiento de las
costumbres de la “ínfima plebe”, para justificar su disolución propia. Lo más
probable es que los bailes y cantos novohispanos existieran desde hacía mucho
tiempo, siendo objeto de una mayor tolerancia, la cual se extinguió con la
introducción de las reformas borbónicas. Quizá sea esta la razón por la que
existe una mayor cantidad de documentos sobre el tema para la segunda mitad del
siglo XVIII.
El
célebre tribunal fue muy tibio al aplicar sanciones que pudieran intimidar a
quienes gustaban de las diversiones, aunque en realidad poco podía hacer para
evitar la propagación y difusión de los llamados sonecitos de la tierra o del
país, ya que formaban parte de la construcción cultural de los estratos bajos
de la sociedad novohispana. Esta música, y su expresión bailable, resonó en los
espacios festivos de la Nueva España: las casas, las calles, las pulquerías, el
teatro y en los propios templos. El jarabe gatuno, el pan de manteca, el pan de
jarabe, el chuchumbé, los panaderos, las bendiciones, el pampirulo, etc., con
su “torpeza de movimientos” y sus “letrillas soeces”, fueron escuchados durante
años en las diversas regiones del virreinato y pasaron a formar parte del
repertorio popular en lo que después sería la nueva república mexicana. El
siguiente extracto de una denuncia hecha en Pachuca, en agosto de 1784, amplía
lo anterior:
Después
de todo hallo en el día, que muchas personas (aun de carácter) sostienen
especulativa y prácticamente su licitud, mandando tocar y bailar el expresado
Pan de Jarabe, las seguidillas, y otros sones, en los que claro, y patente a
los que asisten las culpas, que cometen contra la Majestad Santísima de Nuestro
Dios: asegurándome varios sujetos, por donde he transitado que siendo tan malo
el baile del Pan de Jarabe, es mucho peor el de las seguidillas, por el mucho
manoseo de hombres y mujeres.2
Los
sones prohibidos por la Inquisición han sido estudiados por diversos
investigadores desde finales de los años cincuenta del siglo XX a la fecha.3 Sin embargo, poco sabemos de las diversiones de las
clases pudientes del mundo virreinal y, menos aún, de lo que al respecto
pensaba y sancionaba el clero novohispano. En este sentido, existe un vacío
bibliográfico en torno a la práctica de las danzas de la élite y por qué fueron
señaladas de manera negativa por algunos eclesiásticos durante los primeros
años del siglo XIX.
Mediante
la revisión de una prédica de José Manuel Patricio Fernández de Uribe y
Casarejo4 (sin fecha, probablemente de finales del siglo XVIII,
1766-1785) titulada Pláticas doctrinales del mundo enemigo del hombre (Plática
segunda: el mundo enemigo del hombre en el uso de bailes peligrosos);5 el sermón de Juan Francisco Domínguez(1806) 6 , nombrado Cuarta voz: Están insultado a
Dios, y como burlándose de sus amenazas; un documento titulado “Denuncia que hace el
bachiller Lorenzo Guerrero contra el baile denominado vals”, fechado en 1815;7 y la carta pastoral de Bernardo del Espíritu Santo
Martínez y Ocejo8 (1821), Nos don fray Bernardo del
Espíritu Santo por la gracia de Dios y de la santa sede obispo de Sonora el
Consejo de S. M. y a todos nuestros amados hijos, salud y bendición de Nuestro
Señor Jesucristo.
En
este artículo analizará cómo la oratoria de un sector del clero en las
postrimerías del siglo XVIII y principios del XIX, observó y sancionó los
comportamientos de la “buena” sociedad novohispana cuando se encontraba
disfrutando de las danzas de enlace.9 Se pondrá en evidencia cuáles eran los argumentos
para que los prelados llegaran a considerar como nocivas algunas de ellas, en
específico la contradanza y el waltz, 10 al grado de condenar su uso porque, según ellos, eran
un catalizador del desgaste de la conciencia recta de la “gente de razón”.
Pensamiento que se balanceaba entre el ideal modernizador de los ilustrados y
las antiguas reglas de la moral cristiana.
Podría
objetarse que este artículo es general, sin embargo, son apenas las pesquisas
iniciales del problema. Hace falta una investigación de largo aliento, porque
contrario a lo que habitualmente se da por sentado, la información procedente
del Archivo General de la Nación es escueta y difícil de rastrear, ya que las
referencias sobre las danzas son secundarias; además, los textos de los
eclesiásticos referidos al tema más bien son escasos. Aquí sólo presentamos un
preámbulo que nos invita a futuras indagaciones. En tanto se encuentran
abrevaderos que puedan permitirnos llegar a conclusiones más sólidas, este
texto expone premisas que deberán ser revisadas en su momento.
Las razones del
movimiento corporal
Los
jóvenes pertenecientes a la nobleza española debían aprender las habilidades de caballeros: esgrima, danza, equitación y
música. Dominar el “lenguaje corporal” era parte fundamental para participar y
tener éxito dentro de la sociedad cortesana. El cómo moverse, danzar, portar la
ropa o mostrar el cuerpo, eran habilidades inherentes a la clase social a la que
se pertenecía. El arte de danzar con naturalidad y mesura eran prueba del
dominio que se tenía sobre la misma y lo hacían sobresalir socialmente (Campóo,
2015, p. 160; Mera,
2008, p. 461 ).
La
danza era importante por dos razones, la primera es que fortificaba y esculpía
el cuerpo y, la segunda, para manejarse con desenvoltura en los lugares
socialmente concurridos (Mera,
2008, p. 462 ). Al respecto, en 1642,
Juan Esquivel Navarro escribía en sus Discursos sobre el arte del
danzado que había
regalado un libro al rey Felipe III cuando era príncipe, titulado Discursos sobre la filosofía
moral de Aristóteles,
donde se asentaba lo siguiente:
[…] que el danzado es necesario para
los reyes y monarcas; y funda en filosofía, que el arte del danzado muestra a
traer bien el cuerpo, serenidad en el rostro, graciosos movimientos, fuerza en
las piernas, y ligereza. Y
cuenta el compás, aire y gracia con que su majestad obraba los movimientos del
danzado, y cuán aficionado era a todos los que danzaban bien (Carrión,
2017, p. 478).11
En
el mismo tenor, el canónigo novohispano Fernández de Uribe definía a las danzas
como la “recreación […] más oportuna en que juntándose el ejercicio corporal
[y] la alegría modesta del ánimo, hallará el hombre un descanso a las tareas
del cuerpo y un dulce reposo a las fatigas del espíritu” (1821, p. 326). Es
decir, como un calmante a las preocupaciones que originaban las tensiones
propias de la vida cotidiana. Fue vista entonces como una actividad que
resultaba benéfica tanto a nivel corporal como espiritual.
A
postrimería del siglo XVII, las danzas a la francesa fueron conocidas en España
gracias a los maestros oriundos de aquella nación que se encontraban al
servicio de la nobleza. Un siglo después, básicamente se aprendía de la misma
forma: con maestros particulares, en las “casas-academias y en las
instituciones cuyos programas incluían a la danza como materia. Entre estas
últimas se encontraban la Real Compañía de Guardias Marinas en Cádiz, la
Escuadra Real de Galeras en Cartagena y el Real Seminario de Nobles de Madrid (Campóo,
2015, pp. 161-162; Mera,
2008, pp. 462-463 ).
No
obstante, la característica principal del aprendizaje dancístico durante el
Siglo de las Luces fue la aparición de tratados y colecciones sobre la danza.
Algunas obras importantes fueron: Arte de danzar a la francesa, adornado con cuarenta
figuras, que enseñan el modo de hacer todos los diferentes pasos de la danza
del minuete, con todas sus reglas, y de conducir los brazos en cada paso: y en
cuatro figuras, el modo de danzar los tres paspiés. También están escritos en
solfa, para que cualquier músico los sepa tañer de Pablo Minguet e Yrol
(1737); Reglas útiles para los aficionados a danzar. Provechoso
divertimento de los que gustan tocar instrumentos. Y políticas advertencias a
todo género de personas de
Bartolomé Ferriol y Boxeraus (1745); Observación I sobre el arte de la danza de Joseph Ratier (sin año)
y Elementos de la
ciencia contradanzaria para que los currutacos, pirracas y madamitas de nuevo
cuño puedan aprender a bailar las contradanzas por sí solos o con las sillas de
su casa de Juan Antonio
de Iza Zamácola (1796). Aunque no son las únicas, tan sólo Minguet e Yrol
publicó otras colecciones que tratan de la ejecución de la danza afrancesada (Rico,
2009, pp. 192-195; Mera,
2008, pp. 463-465 ).
A
la par de estas publicaciones, a partir de 1767, Pedro Pablo Abarca de Bolea,
Conde de Aranda, impulsó la asistencia a los bailes de salón o bailes de
máscaras en el teatro de los Caños de Peral por un periodo de seis años. Estos
bailes eran organizados bajo reglas bien establecidas: precios de entrada,
horarios fijos, trajes a usar, comida apropiada, danzas a ejecutar y la
publicidad adecuada para el evento. Entre 1765 y 1775, la contradanza fue el
género más requerido en los bailes de máscaras y carnaval (Rico,
2009, pp. 207-209).
Es
notoria entonces la importancia que tuvieron las danzas tanto en la nobleza
como en los estratos acomodados de las ciudades. Pero también es sabido, aunque
necesario recordarlo aquí, que la introducción de la moda francesa, no sólo en
la danza, también en la música, las vestimentas, e incluso en el lenguaje,
originó una series de estereotipos productos del imaginario social, encarnados en
las conocidas figuras del petimetre y la petimetra o madamita. Algunos
investigadores han resaltado las características de estos individuos (Martin,
1972, pp. 57-76; Cruz,
2014), y lo que interesa destacar es el
gusto que tenían por las danzas en boga, como la contradanza y el minué, su
inclinación a ser figuras de atención y encanto, y su deseo de asistir a
eventos sociales importantes.
Para
Álvaro Molina, estos “nuevos tipos representativos de la vida moderna” son
consecuencia de la transformación de las costumbres en la cotidianidad de los
sectores urbanos conformados por los nacientes ciudadanos y ciudadanas que
formaban parte de la nación, esa comunidad permanente que iba más allá de las
conformaciones políticas que habían gobernado a través del tiempo (Molina,
2013, pp. 14, 20). El mundo ilustrado dio
forma a un nuevo entorno de civilidad entre sexos a través de los “modernos
espacios de entretenimiento” como el que se efectuaba en los salones de baile (Molina,
2013, p. 13).12 Uno de esos contactos se efectuaba como consecuencia
de la movilidad del cuerpo durante la práctica dancística. Sin embargo, el
petimetre y la petimetra encarnan “la crisis de los ideales de género
imaginados por los ilustrados” (Molina,
2013, p. 14), es decir, que estas nuevas
reglas se habían desbordado en perjuicio de la moral.
¿Podemos
encontrar en los sectores urbanos de la Nueva España esta misma «transgresión
que las nuevas conductas masculinas y femeninas suponían en la alteración del
orden social, [esa] cara oculta del proceso modernizador que acompañó a los
avances de la ilustración” (Molina,
2013, p. 14), que en específico se daban en
el caso de la danza? Es evidente que sí, aunque habría que matizar el contexto
novohispano, diferente en muchos aspectos al español. En primer lugar en cuanto
a los términos aplicados para estos estereotipos, aunque las prácticas sean
similares, los silencios de los pensadores ilustrados novohispanos y de las
autoridades políticas, ya que por lo menos hasta el momento se carece de
documentación para afirmar lo contrario, y el pensamiento de la Iglesia en la
Nueva España que se movía entre los nuevos ideales de la sociabilidad ilustrada
y los antiguos parámetros de control moral de la Iglesia. Bajo este contexto de
modernidad las trancas entre lo permisible y lo prohibido se podían traspasar
fácilmente. Veremos más adelante, algunos casos concretos de las pocas fuentes
eclesiásticas al respecto.
Las
danzas a la francesa practicadas por la élite novohispana, como la contradanza
y el waltz, arribaron a estas tierras al tiempo que el pensamiento ilustrado
condenaba el supuesto relajamiento de las costumbres de la sociedad de la
época. A partir de 1766, fecha en que tomó posesión como virrey el marqués de
Croix, la mayoría de los virreyes concordaron con las ideas de la Ilustración.13 Esto originó el afrancesamiento de los hábitos y
modas de las élites novohispanas, compuestas por una nobleza disminuida de
antiguo abolengo, una “clase media” urbana y una ascendiente burguesía que
había comprado sus títulos nobiliarios. Es significativo el aumento de
tertulias y saraos, espacio, este último, ideal para la realización de las
danzas (Florescano
y Menegus, 2000, p. 426; Soberanes,
2012, p. 241; Zárate,
2016, pp. 1789-1790). Según Juan
Pedro Viqueira
(1987, pp. 268, 279-280) este mismo afrancesamiento volvió más
laxa la moral y el comportamiento de los novohispanos acomodados. Pero si
coincidimos con Molina
(2013) , más bien se estaban
acomodando entre hombres y mujeres las nuevas formas de sociabilidad que habían
sido traídas desde la península.
En
Nueva España, numerosas diversiones como el teatro, las corridas de toros, las
peleas de gallos, el juego de pelota y los naipes, fueron objeto de crítica
tanto por los funcionarios reales como por el clero ilustrado, quienes las
veían como parte de la corrupción de las costumbres del siglo de las luces.14 En específico, la relajación de las costumbres
plasmada en el exceso de júbilo y alegría causada por los “espectáculos
gentiles” de bailes y comedias fue imputada a la plebe novohispana.
Casi
para finalizar su Cuarta voz,
Juan Francisco Domínguez reflexiona al respecto: “cuando están en sus bailes y
cantos, con qué torpezas, con qué desvergüenza, provocándose unos a otros con
los movimientos, con los bailes lascivos, a que acompañan todos con
desentonadas risas”, que estos “desenfrenos” eran visibles en los zaguanes de
las casas grandes (cuando no se encontraban los señores); en accesorias; en las
calles y plazas; en los paseos; los coliseos y los toros (Domínguez,
1806, p. 40).
No
obstante, las danzas de enlace que criticaron los eclesiásticos a la élite,
como se ve a continuación, también se introdujeron entre los estratos bajos de
la sociedad novohispana. Es notorio que a partir del siglo XIX las danzas de
enlace ejecutadas por la élite fueron retomadas por la plebe, quienes a su modo
las practicaban. No es raro observar en los fandangos, y aun en las mismas
cárceles, cómo se bailan contradanzas o minués al lado de boleras, inditas,
jarabes y sonecitos:
habiéndose
ejecutado tres contradanzas, y muchos minués, lo que se cantó fue poco por el
declarante, su mujer y Camarena acompañando Vergara con una vihuela y fueron
una Marcha llamada del señor Corral que les gustó demasiado a los concurrentes
y la hicieron repetir, las mañanitas unas boleras con letra indiferente […] en
cuyo intermedio se bailaron minués, se cantaron las boleras del cura, y la
valedora y el jarabe contra loco. 15
Aún
más cuando esa misma gente decente había acogido los sones de la tierra para
bailarlos en sus festejos; así lo expresaba el canónigo José Patricio Fernández
de Uribe (1821, p. 337) :
Se
usan sí; y no hay alegre concurrencia, no hay festín, no hay calle ni plaza en
que públicamente no se bailen. Se usan, y cuando en otros tiempos los mirábamos
con horror aun en la gente de baja esfera, hoy personas bien nacidas los
ejecutan, los celebran y asisten a ellos. Se usan y sabiendo que el Tribunal Santo de la
Inquisición condena y excomulga generalmente a los que cantan y bailan coplas y
sones provocativos se afecta ignorancia.16
Curiosamente,
el pensamiento de los eclesiásticos en los textos que se revisan a
continuación, no estaba dirigido a los novohispanos pobres y sus bailes, sino a
los sectores favorecidos de la sociedad virreinal que practicaban las danzas de
enlace. Porque a juicio del párroco Domínguez, el relajamiento moral también
estaba presente “entre las gentes cultas y de más razón en sus costumbres”. En
el mismo tenor, el bachiller Lorenzo Guerrero anotaba en su escrito dirigido a
la Inquisición que quienes bailaban y defendían al waltz: “no son tan solamente
hombres vulgares y dados a la libertad, más también sujetos de distinción y
carácter”.17 El gusto por las sonoridades venidas de Francia había
permeado a la sociedad capitalina y algunos eclesiásticos volvieron a poner en
la mesa el tema de la licitud del baile y sus perjuicios en la moral de las
personas.
No
obstante, la postura negativa de los eclesiásticos en torno a las danzas tiene
un trasfondo histórico que se puede rastrear hasta los padres de la Iglesia,
quienes los condenaban como pecado por las reminiscencias del paganismo en los
movimientos de los mismos. Con el paso del tiempo y al quedar establecido el
cristianismo como religión de Estado romano, las danzas fueron aceptadas, así,
San Agustín y San Gregorio Nazareno aconsejaban su práctica (De
Palacios, 1791, p. 66 ). Al respecto,
el canónigo Fernández
de Uribe (1821 p. 328), expresó lo
siguiente:
que
los padres todos de la iglesia condenan con las expresiones más espantosas los
bailes, y al reflejar por otra que los maestros del [sic] moral con no menos autoridad
que la de Santo Tomás, los absuelven de culpa ¿Qué otra cosa se puede pensar
sino que estos últimos hablan del baile considerando en sí, y según su
naturaleza, en cuyo respecto es cierto que no es pecado, y los padres le
condenan en la práctica por los riesgos que en él se mezclan y en atención a
sus graves peligros?
En
el siglo VII se volvieron a censurar cuando San Eloy prohibió entre sus fieles
que se ejecutara cualquier género de danza, lo mismo aconteció con el decreto
del papa Zacarías de 774. Entre los siglos VI y IX diversos concilios (Auxerre,
Chalons, Avignon, Mainz y Roma) prohibieron las actividades dancísticas.
También hubo condenas papales, como la de Benedicto IV quien afirmaba que si
bien las danzas no eran en sí “acciones pecaminosas especulativamente hablando,
lo son regularmente en la práctica”. Misma línea siguieron los Concilios de
Avignon en 1202, París de 1212 y Sens en 1458 (De
Palacios, 1791, pp. 65-66 ).
Por
supuesto hay muchos más ejemplos al respecto, pero basta con los aquí descritos
para reconocer cómo el pensamiento histórico-global de la Iglesia europea en
torno a las danzas influyó en los eclesiásticos novohispanos que los condenaban
en sus escritos.
La honestidad a la
hora de bailar
Ya
vimos en el apartado anterior que la discusión sobre la naturaleza positiva o
negativa de la danza se puede historiar hasta los propios Padres de la Iglesia.
En los escritos de estos eclesiásticos novohispanos hay una continuidad del
asunto. Tres de los clérigos estudiados hablan sobre la esencia misma de la
danza, de su naturaleza intrínseca que no le hace materia condenable; en tanto
que su práctica sí, porque además de provocar junto con la música sensaciones
prohibidas en el propio bailador, es utilizada como pretexto, al mezclarse
hombres y mujeres, para lograr otros satisfactores de índole sexual. Se
encuentra ese pensamiento eclesiástico rector de las conciencias que oscilaba
entre la bondad y la maldad de las diversiones. Podemos atisbar un rechazo a
las nuevas formas de socializar traídas por los séquitos venidos de España, que
si bien, siempre habían existido con características propias de su contexto
histórico, ahora se hacían sin cortapisas.
Al
respecto, Fernández de Uribe condenó las danzas del momento porque, según él,
se habían convertido en objeto de la perdición del hombre “para mandar a las
pasiones más vivas pero delincuentes, de suerte que no hay pasión ya sea la de
amor, ya de celosas iras, ya de descanso, ya de desenvoltura que no exciten los
tonos músicos en los bailes” (1821 p. 326). En primera instancia, acusó a la
propia música de ser el catalizador que llevaba a las personas a relajar su
moral. Menciona el por qué las reprobaba como forma de diversión:
Más
como la perversa astucia del mundo tentador sabe convertir la más saludable
triaca en veneno, hizo del baile un uso pernicioso para formar de él la más
peligrosa tentación. Compusiéronse tonos acomodados a las pasiones; discurriéronse nuevos géneros de bailes; estableció el mundo por ley de
la danza la mezcla de ambos sexos y
aquella honesta creación que pudo alguna vez servir de obsequio al mismo Dios,
se mudó en la víctima más negra que se sacrifica al demonio (1821, p. 327).18
Años
después, en 1806, Juan Francisco Domínguez manifestaba que la ciudad de México
presentaba una relajación de las costumbres, plasmada en el júbilo y alegría
excesivas, causada por los “espectáculos gentiles” de danzas y comedias. El
clérigo mencionaba que:
Los movimientos, el adorno, la desnudez, el aire, todo sopla, y se enciende más
el fuego que ya los abrasa [...]. Esto se advierte comúnmente en los bailes;
pero especialmente en unas contradanzas, en que son tan libres los movimientos,
que queda bien satisfecha la vista más lasciva [...] (Domínguez,
1806, p. 38-40 ).19
En
el mismo tenor, Bernardo del Espíritu Santo Martínez y Ocejo también condenó
las danzas, si bien contemplaba a la música como parte de un “todo”, puso más
atención a las coreografías que la encarnan como la materia que llevaba a las
personas de ambos sexos a la “perdición eterna”.
La
música y el arte que la componen, las suertes y mudanzas que la forman, las acciones, figuras, accesos de
rostro, de cuerpo, movimientos provocativos, que para el todo de su complemento
concurren,
son tan ofensivos a los ojos honestos, que según nos han informado las personas
de honor y temor de Dios a la primera vez que los presenciaron asombradas se
han retirado de la concurrencia, temerosas justamente que de allí las hunda la
tierra o que el Justo Juez que los mira y a quien ofenden haga con todos un
espantoso ejemplar (Del
Espíritu Santo, 1821).20
Además
del binomio música y danza, Fernández de Uribe hizo hincapié en un tercer
aspecto que en los festejos se convertía en un detonante para el relajamiento
de las costumbres el acercamiento físico de los individuos que danzan, es
decir, la “mezcla de ambos sexos”. La accesibilidad que se generaba en los
espacios de la danza para el acercamiento de hombres y mujeres sin lazos de
parentesco, fue materia de sobresalto para los clérigos de la última Nueva
España. En este sentido, una de las críticas más punzantes a los bailes de los
sectores populares era precisamente el acercamiento y tocamiento de los cuerpos
hasta quedar “barriga con barriga”, provocando ese contacto que tanto
despreciaban los venerables clérigos. Por tal motivo, no es de extrañar que
también se censurara esta práctica de roce en las danzas afrancesadas.
¿Cómo
se daba este acercamiento y cuáles eran sus fines? Según Fernández de Uribe, la
actitud recatada, honesta y respetuosa de algunas personas cambiaba radicalmente
cuando asistían a los eventos dancísticos, inclusive en “algunos ancianos sin
vergüenza de sus canas”, afirmaba Domínguez, pues ocurría una “especie de
hechizo con que se enloquecen y salen fuera de sí”. Como ejemplo reproduzco el
siguiente extracto que plasma esa transformación paulatina de la buena sociedad
novohispana durante algún sarao:
Júntanse
de noche y se sientan separados en una sala hombres y mujeres ostentando todos
gala bizarra. Comienzan de dos en dos ciertas danzas serias y majestuosas, pero
a breve rato, haciéndose efecto el hechizo, saltando a un mismo tiempo y
mezclados ya hombres y mujeres, todo es confusión y desorden. Tomándose de las
manos [o] entrelazándose de los brazos, corren hacia todas partes con una
sonrisa desmesurada estrechándose los cuerpos y empujándose con el manejo más
libre. Aquí se ve a una doncella de buen porte asida fuertemente por la mano de
un joven lozano, allí una casada de honor unidos ambos brazos con los de un
hombre alegre, a una parte hablan a excusas y en secreto un hombre y una mujer,
a otra la casada y la doncella retiradas del padre y marido conversan
largamente con un hombre que jamás han visto. Aumentase el hechizo y crece más
a cada hora. Siguense después de aquellas danzas de enlace al son de otros tonos
más alegres y festivos unos bailes ejecutados con los movimientos más lascivos
y obscenos. Todos lo celebran con palmadas y voces y, frenéticos, hombres y
mujeres fuera de sí y olvidados de su respeto y condición discurren hacia todas
partes. La conversación libre, el movimiento liviano, el juego de manos [y] el
exterior todo descompuesto, son los lastimosos accidentes de esta locura (Fernández
de Uribe, 1821, p. 333 ).21
La
cita es un excelente retrato de las formas de sociabilidad de la modernidad
ilustrada pero que a la vez transgredían esos mismos parámetros. Los hombres y
las mujeres teniendo un trato abierto con personas de diferente condición
(solteros o casados) y edad (jóvenes y adultos), y estando como telón de fondo
las infaltables diversiones dancísticas. Sin embargo, Domínguez no deja en
claro cómo se genera este especie de “hechizo” entre quienes se atenían a
bailar. Si bien, detectó los efectos se quedó corto, o temió decir, cuál era el
diagnóstico de este frenesí.
En
su novela El Periquillo Sarniento,
Joaquín Fernández de Lizardi habló sin tapujos de los efectos que provocaban
las bebidas alcohólicas entre los concurrentes a los saros y sobre todos entre
los danzantes, eso que conllevaba al hechizo desbordado.
Al
principio bailaban con algún orden, y sabían algunos lo que tocaban y otros lo
que saltaban, pero en cuanto el aguardiente endulzado comenzó a hacer su
operación, se acabaron de trastornar las cabezas, se hizo a un lado el tal cual
respetillo y moderación que había habido, las mujeres escondieron la vergüenza
y los hombres el miramiento. Entró segunda y tercera tanda de ponche, y ya no
había gente con gente, porque ya aquello no era baile, sino retozo y escándalo
criminal (Fernández
de Lizardi, 1967, p. 107 ).
Es
evidente que el uso de las bebidas embriagantes era un fuerte catalizador que
animaba, y continúa animando, las fiestas y desinhibía a las personas, ese
“hechizo” que sentenciaba Domínguez que ocurría entre los novohispanos. En los
festejos, cortesanos o populares, predominaban tres elementos básicos: el
alcohol, la música y las danzas, que otorgaban a los saraos, fandangos,
jamaicas y posadas su carácter de espacios para la bullicio y la relajación.
En
este tenor, Fernández
de Uribe (1821, p. 342) mencionaba que
no era la suavidad de las melodías, ni los complejos enlaces de la danza el
principal objeto de los saraos; hace hincapié en la finalidad de la
concurrencia de sexos cuando afirma: “que se ocultan los fomentos de la oculta
inclinación al otro sexo que es lo que anima el baile y por eso sólo son de
vuestro gusto en los que se mezclan mujeres con hombres”. Se advierte entonces
que a ojos de los clérigos, si bien resultaba preocupante que la gente decente
bailara, era aún más significativo que este acto los llevara a incurrir en los
pecados de la carne.
Nuevamente
se encuentra ese tenue trazo entre lo permisible y lo prohibido, porque si el
sarao era un espacio de encuentro de la población, también se podía transformar
en lugar de encuentro para quienes mantenían relaciones furtivas. Fernández
de Lizardi (1967, p. 107) advertía
sobre los acercamientos sensuales entre hombres y mujeres, que los
novohispanos, según el mismo autor, llamaban caldo. Al respecto escribía:
Este
caldo... ¡alerta casados y padres de familia que sabéis lo que es el honor, y
lo queréis conservar como es debido!, este caldo es el manoseo que tienen con
vuestras hijas y mujeres las licencias pasan mil veces de las manos a las
bocas, casi convirtiéndose los manoseos claros en ósculos furtivos, que las
menos escrupulosas no llevan a mal, y las que se llaman prudentes y honradas
disimulan y sufren por evitar pendencias.
Continuó
afirmando que las contradanzas y waltzes, al ser danzas vertiginosas, “entre la
mucha polvareda se esconden o disimulan mejor las palabras, las citas, los
pellizcos, los abrazos y algo peor, que callo por no ofender la modestia” (Fernández
de Lizardi, 1967, p. 107 ). Las
insinuaciones de carácter sexual eran comunes en estos festejos ya fuera en los
fandangos del pueblo o en los saraos de la élite. Fernández de Lizardi escribió
que el principal objetivo de algunos jóvenes era divertirse y “chonguear”, es
decir, seducir a las mujeres solteras o casadas que estuvieran a mano.
Aunque
a todas luces la postura de Fernández de Lizardi fue totalmente moralizante y
acorde con el pensamiento ilustrado de la época, existe una similitud entre sus
ideas sobre las danzas con las generadas en los escritos de los eclesiásticos
que estamos revisando; no sería raro que haya basado esta parte de su libro en
los sermones y otros documentos eclesiásticos producidos en la época, mismos
que puso en boca del Periquillo. En este momento interesa hacer notar que su
descripción sobre los bailes se asemeja a la dinámica ocurrida en los saraos
españoles (Fernández
de Lizardi, 1967, p. 107).
Carmen
Martin Gaite ha dado cuenta de ello cuando habla de cómo las danzas se
convertían en el vaso comunicante de las insinuaciones “amatorias” que ocurrían
durante los saraos. Menciona que estos festejos eran la ocasión para mostrar
una posición económica elevada, puesto que sólo quienes tenían recursos podían
hacer los saraos, además de ser el espacio para mostrar el dominio de danzas
complejas traídas del extranjero, como la Alemania, el minué y la contradanza.
Esta
última, contaba con una diversidad de subgéneros, cada uno conformado por
difíciles y engorrosas coreografías que permitían “el juego amoroso del
cortejo”. No en balde la autora afirma “que al amparo de estos bailes se
gestaba la mayor parte de las relaciones extramatrimoniales del tiempo” (Martín,
1972, p. 34). Las señas se convertían en
lenguaje que, mezclados con la música y los movimientos corporales de la danza,
provocaban este “juego amoroso”. Así los refiere Domínguez
(1806, pp. 39-40) en el siguiente
párrafo:
Entre
baile y baile se oyen dulces voces, que se insinúan por el oído al corazón, de
versos amatorios [...]: ni faltan señas de explicarse los que se aman los
mismos sentimientos que se cantan. A esta comunicación y fervor de las
pasiones, ayuda no poco la dulce y armoniosa música de instrumentos, que por sí
es patética y excita cualquier pasión del ánimo. En breve todo concurre a la
disolución, al escándalo, a provocar la divina indignación, entre tanto ríen y
se alegran.
Según
su dicho, las contradanzas y el waltz (además de otras danzas), a causa de su
libertad de movimientos y sus posturas indecorosas, provocaban lascivia y
deseos impuros que despertaban la fogosidad y el apetito sexual. Las formas
tangibles se experimentaban a través de los meneos que originaban el roce de
manos y cuerpos, los versos amatorios transmitidos al oído entre quienes
bailaban y el lenguaje no verbal de señas, sonrisas y miradas provocativas.22 Como bien se expresaba “los efectos entran por los
ojos”. Todo ello se conjugaba, según el discurso de estos clérigos, para
despertar la pasión entre el concurso de hombres y mujeres. El clérigo no
pretendía que se eliminaran, sino que abogaba por la moderación en ellas (Domínguez,
1806, pp.
38-39 ).23
Con
una postura acorde con la renovación ilustrada, Domínguez
(1806, pp. 38-39) afirmaba que para
alejar a la juventud de los vicios, era oportuno que aprendieran con dedicación
el estudio de las danzas, ya que se calificaba de insulso a quien no tuviera
dominio sobre esta disciplina. Los saraos eran la ocasión idónea para mostrar
cuán bien se tenía conocimiento y destreza, pues se consideraba que los
participantes “no pierden pues ocasión en que no se presenten bien dispuestos
para manifestar su habilidad”.24
No
obstante, para los clérigos es claro que el sector más proclive a las
tentaciones emanadas de la danza eran los jóvenes. Estaban convencidos de que
los excesos dancísticos conducían a la lascivia y eran ellos quienes por su
edad se volvían más vulnerables a caer en esa tentación “por el ardimiento de
la sangre”. La ejecución en los saraos de waltzses, contradanzas y otros
géneros, suscitaban el momento para que los jóvenes de diverso sexo se hicieran
insinuaciones eróticas, mismas que se escondían en la vida cotidiana. Un
espacio donde “veréis cuánto adelanta en su estudio de perdernos en los
cortejos” (Domínguez,
1806, pp.
37-38 ).
El
canónigo Fernández
de Uribe (1821, p. 340) pensaba que el
caldo de cultivo donde se generaban los vicios de los jóvenes tenía su origen
en las danzas. Porque los mejores eran aquellos que se convertían en espacios
donde se engendraban los pecados y los vicios: las pendencias, las envidias,
las burlas y los amores locos. Bajo estas premisas el eclesiástico se
preguntaba y respondía:
¿A
dónde fabricó aquella doncella el ídolo amoroso a quien hoy sacrifica su honor,
su recato, y aún a Dios mismo? En el baile ¿De dónde tomó principio la loca
idolatría de aquel joven que perdido de amores idolatra, como él dice, adora y
vive sin juicio por una vana hermosura? Del baile (Fernández
de Uribe, 1821, p. 343 ).
En
la denuncia del bachiller Lorenzo Guerrero, éste advirtió acerca de los
cuidados que se debía tener con las mujeres; ya que a pesar del nuevo rol
dentro de las relaciones sociales, no se podía pasar por alto el trato que
pretendía protegerlas y cuidarlas, sobre todo en sus años mozos, para que se
convirtieran en madres y esposas virtuosas. Afirmó que las doncellas debían
evitar concurrir a los saraos, aun acompañadas, debido a su incapacidad, que él
llamó inocencia, para darse cuenta de que el engaño al que estaban siendo
sometidas ponía en riesgo su honor:
y
como el sexo femenino no alcanza a conocer la malicia que encierra semejante
coloso de desórdenes, enajenadas y atraídas de lo artificioso de su
exterioridad, no se rehúsan a entrar inadvertidas al precipicio.25
En
tanto, Bernardo del Espíritu Santo veía en la concurrencia de jóvenes de
distinto sexo el fermento de las pasiones desordenadas que surgía como
consecuencia de la danza; sin embargo, puso especial atención a las jóvenes,
quienes debían evitar concurrir a estos festejos debido a que su honor y reputación
podían verse truncados. Mismos atributos que eran altamente valorados en una
sociedad donde los hombres buscaban a una mujer de “juicio, modestia y
circunspección para el matrimonio” (Del
Espíritu Santo, 1821). En una atmósfera de
recriminación y protección al sexo femenino, el eclesiástico escribe:
Y
he aquí a una infeliz que después de abrir las puertas a efectos desordenados,
después de llenarse de pensamientos mortíferos, después de esclavizar su alma
con una pasión, después de recorrer los velos al pundonor, después de ser una
criatura criminal a su honra y de su salvación, dueña de todos sus afectos, el
crédito vuela, se mancilla su buena reputación, y los hombres honrados
prendados de su juicio y virtud estando recogida en su casa pensaban
proporcionarle con su persona un estado decoroso, se retaren celosos justamente
de sus intenciones (Del
Espíritu Santo, 1821).
Pero
si las danzas eran causa de la ruina de los jóvenes, ¿Quiénes tendrían que
asumir el papel de culpables de singular ruina? En este sentido vemos que los
clérigos llegaron a una sentencia definitiva: eran los padres de familia
quienes habían permitido el libertinaje de sus hijos debido a una mala crianza
y educación, considerando que aún en la adultez muchos individuos seguían
mezclándose en los saraos y gozando de las contradanzas y el waltz.
Al
respecto Fernández de Uribe habló de una mala educación de los padres cuando
hizo referencia a los bailes prohibidos por la Inquisición, aunque bien podría
aplicarse también a las danzas de enlace. Mencionó que en un pasado reciente
eran rechazados incluso por “la gente de baja esfera,” pero que en la
actualidad las personas la celebraban, ejecutaban y asistían a los festejos
donde había esa música proscrita. Acusó a los padres de enseñar ellos mismos a
sus hijos esas danzas no permitidas:
Se
usan y los padres y madres los enseñan a sus pequeñas hijas, los aplauden en
ellas como un chiste y vemos con espanto a tiernecitas e inocentes niñas
explicar con movimientos indecentes del cuerpo obscenidades de que aún no son
capaces sus espíritus. ¿Y dónde hallaré yo nombre que explique toda la
abominación de este desorden? ¿Le llamaré desenvoltura, disolución, descaro? (Fernández
de Uribe, 1821, p. 337 ).
En
tanto, Domínguez señalaba que la educación en el México de antaño se había
perdido y que los padres actuales velaban muy poco por cuidar no sólo las
virtudes, también el buen porte de sus vástagos. Se podría pensar entonces que
la “mala crianza” empezó en la juventud de los actuales progenitores, y demás
antecesores. Al respecto, el cura se cuestionó sobre el origen de esos
“malestares”:
Pero
antes que sobre los jóvenes libertinos, bajará la ira de Dios sobre los padres
y madres de estos tiempos, de muy contraria conducta a la que vimos en nuestros
padres no muchos años antes de ahora ¿En dónde está, México, aquella crianza
tan fina como escrupulosa y delicada que dabas a tus hijos, cuidando no
solamente de sus virtudes, sino también del modo de presentarse? […] ¡Ah,
padres infelices, que dais toda la libertad a vuestras hijas e hijos para que
vayan a los bailes y coliseos, y muchos sin más custodia que la de sus
cortejantes! (Domínguez,
1806, p. 42 ).
Por
su parte, Lorenzo Guerrero afirmó que eran los maridos, los padres y los
hermanos quienes con su “consentimiento y condescendencia” también eran causa
de la perdición de las jóvenes en las danzas, al no cuidar de la honra de la
esposa, la honestidad y recato de la hija y el deshonor de la hermana.26
También
Bernardo del Espíritu Santo hablaba de la falta o escasa educación que daban
los padres a sus hijos cuando enumeraba las causas negativas que originaba la
introducción o uso de la contradanza y el waltz en su obispado. Según el
clérigo, si la autoridad sobre los hijos sólo se aplicaba para obtener respeto
o exigir el cumplimiento de los quehaceres, sin tomar en cuenta que debían
formar “buenos cristianos” y “útiles ciudadanos”, sería causa de que se
formaran individuos inútiles a la religión y al estado.
Una
crianza así de limitada engendraría “unos hijos ociosos, libertinos [y]
corrompidos en las costumbres, así como unas hijas desahogadas, inobedientes
[y] disipadas”. El propio ejemplo de vida de los padres era fundamental para
evitar el desprestigio de sus hijos. El acercamiento a la religión, el horror
al pecado y la esperanza de la vida eterna serían piedras fundamentales para
evitar la condenación eterna por los excesos cometidos al bailar y sus fines
sexuales (Del
Espíritu Santo, 1821). A fin de cuentas,
una crianza exitosa se fincaba en “la buena madre y esposa, destinada en el
ideario ilustrado a proporcionar ciudadanos útiles a la patria” (Molina,
2013, pp. 12-13 ).
En
definitiva, después de todas estas advertencias por parte de los eclesiásticos,
¿Qué hacer si se quebrantaban los preceptos divinos por asistir a las
diversiones dancísticas? La solución de los eclesiásticos se circunscribía a
las pautas fincadas en la iglesia como el arrepentimiento, la penitencia, la
moderación y la renuncia de los motivos que pudieran llevar al pecado generado
por esta diversión.
El
canónigo Fernández de Uribe aconsejaba seguir las reglas de san Francisco de
Sales para saber cuándo y cómo una danza era permisible. Según el santo: por su
modestia, recato y dignidad, que se bailara poco y en contadas ocasiones;
cuando alguien lo pidiera con respeto; en un festejo donde no se lograra eludir
o para recrear en forma modesta los ánimos. Por último, aseguraba que después
de bailar se reflexionara acerca de la muerte, de la brevedad de la vida, o de
la vanidad y sus pasatiempos, de tal manera que la danza no entorpeciera el
espíritu. Para Fernández
de Uribe (1821, p. 341), “no hay medio, o
moderar con esta templanza y estas reglas, o exponerse a un riesgo casi cierto
de pecar”.
Por
su lado, el sacerdote Domínguez
(1806, pp. 47-48) no reprobaba la
“alegría, honesta y segura”; por el contrario, aconsejaba a los oyentes de no
privarse de los “buenos conciertos y cánticos dulces”; alentaba a la asistencia
de paseos y fiestas, pero siempre guardando un cierto recato en las
celebraciones.
Finalmente,
el obispo fray Bernardo del Espíritu Santo insinuaba que las danzas permitidas
debían medirse bajo las siguientes reglas: su naturaleza, su finalidad y el
modo de ejecución. Lo preferible, sin embargo, era abstenerse de esta diversión
y, por el contrario, la mortificación del cuerpo y el acercamiento a las cosas
de la iglesia (misa, comunión, actos de piedad, etc.) (Del
Espíritu Santo, 1821).27
En
el pensamiento de estos eclesiásticos, todo género de danza y baile por su
naturaleza, arte, invención y fin, resultaba peligrosa y nociva. A todas luces
resultaba contrario a la ley divina y, por tanto, en objeto susceptible de ser
condenado y prohibido en beneficio de los fieles. Porque aun hasta en las
diversiones más honestas, el abuso de la alegría dancística podía ser ocasión
de perdición para el hombre.
A
pesar de las sentencias eclesiásticas, las fiestas eran frecuentadas por
sectores de las autoridades civiles y religiosas que no ponían empacho en que
se llevaran a cabo. La misma relajación de costumbres que se imputaba a los
estratos bajos de la sociedad novohispana, aunque sin tanta alharaca del resto
social, se experimentó en las clases pudientes.
Por
lo menos así da cuenta el corpus documental sobre esta problemática. Dos cosas
podemos inferir, o bien, para una parte de la población “educada” de la Nueva
España las danzas no resultaban un acto pecaminoso; o por la otra, si lo eran,
de todas formas la fascinación por los convites resultaba evidente. La moda y
experimentación de la modernidad europea eran aspectos del roce social que
perseguían estos individuos. Con todo, no podemos negar que el mero placer de
la actividad dancística ocasionaba la asiduidad a estos eventos.
Conclusiones
Unos
cuantos escritos no podrían ser concluyentes para homogeneizar el pensamiento
de los eclesiásticos novohispanos con respecto a las diversiones de las élites,
en particular de las danzas; sin embargo, la historización de ese pensamiento
desde los primeros años del cristianismo da cuenta de una estructura mental que
se va compartiendo en medio de contradicciones, como la tocante a la naturaleza
buena o mala del esparcimiento dancístico, y que a la luz de los dictados del
clero fueron permeando lo que los seglares debían pensar y actuar sobre esta
materia.
El
pensamiento de estos clérigos transitó entre una modernidad ilustrada que había
generado novedosas formas de sociabilidad y a la vez imaginado estereotipos, y
las ideas basadas en los cánones fundados en la tradición eclesial. Así lo
tuvieron que racionalizar cuando señalaban la pertinencia y los peligros de la
danza como forma de entretenimiento de la sociedad novohispana.
No
obstante, hay quienes han llegado a la conclusión de que las ideas ilustradas
de los eclesiásticos en la Nueva España no se pudieron traslapar al resto de la
“gente de razón”, aunque había muchos adeptos. Sin embargo, el alto clero
catedralicio, con una ideología que concordaba con las políticas emanadas del
despotismo ilustrado, observaba unas danzas que desbordaban el júbilo y rompían
con los esquemas establecidos a raíz de las reformas borbónicas.
Esa
copiosa alegría estaba en contradicción con los cánones de sobriedad que se
trataban de imponer desde mediados del siglo XVIII. Además de esto habría que
referir a la ya esbozada tradición compartida por generaciones que no veía con
buenos ojos esta diversión. Sobre estas bases sentaron las directrices que
tenían como finalidad combatir y extirpar el gusto de las élites por la
contradanza y el waltz, cuestión que a todas luces resultó un fracaso. El
simple hecho de la existencia de escritos sobre el tema durante quince años
supone una continuidad del disfrute que generaban los bailes entre los
novohispanos, y más allá de 1821 por los nuevos mexicanos.
Es
de suponer que estos venerables clérigos jamás asistieron a un sarao por más
prestigioso que fuera, si bien hay algunos ejemplos de curas que concurrían a
los fandangos de los sectores secundarios, es probable que debido a las
convenciones y el desprestigio social les impidieran asistir y disfrutar de eso
que ellos mismos atacaban y prohibían. ¿Cómo entonces tenían información
privilegiada sobre el asunto, al grado de describir la manera en la que se
ejecutaban las danzas de enlace? Bernardo del Espíritu Santo nos revela su
fuente al afirmar que supo de lo pecaminoso y deshonesto de las danzas porque
le “habían informado las personas de honor y temor de Dios”.
Los
testimonios que sirvieron para dar continuidad al pensamiento de los clérigos
sobre lo pecaminoso y nefasto del divertimento dancístico se fincaba, en que si
bien la gente de “conciencia recta” veía con horror lo que se bailaba, e iba y
acusaba a los bailadores, quienes gustaban de aquello confesaban sus culpas
pero más tarde que temprano volvían a caer en tentación y regresaban tiempo
después para descansar de las vicisitudes de la vida en los saraos. Fueron los
confesionarios, las sacristías y las salas de las casas donde fluyeron los
dichos que gestaron el imaginario sobre las danzas y sus consecuencias morales
y sociales.
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2Archivo General de la Nación (en adelante AGN), Inquisición, vol. 1297, exp. 3,
fs. 16-17.
3 González
Casanova (1958); Viqueira
(1987); Robles-Cahero
(1985; 1989; 2005); Torres
Medina (1997); Santos
Ruíz (2003) y Rojas
López (2006).
4José Manuel Patricio Fernández de Uribe y Casarejo
nació en la ciudad de México el 17 de marzo de 1742. En 1760 recibió el grado
de bachiller en teología y en 1765 obtuvo el grado de doctor en teología. Fue
cura interino de las parroquias de Tlalmanalco y Calimaya, y en Zinacantepec
fungió como cura propietario y juez eclesiástico. Fue canónigo penitenciario en
la Catedral de México y presidente de la apostólica congregación de Nuestro
Padre San Pedro. Falleció el 12 de mayo de 1796 (Escamilla,
1999).
5 Carlos
Herrejón (2003, p. 70) menciona que se
les denominan como pláticas “porque supuestamente carecen de la solemnidad del
sermón, no se sujetan estrictamente las normas retóricas y en cambio pretenden
establecer una comunicación más directa y llana con el auditorio […]. Sin
embargo, muchos sermones podrían pasar por tales pláticas y estas […] podrían
también pasar por sermones”.
6Juan Francisco Domínguez fue cura y juez eclesiástico
del partido de Xalatlaco en 1763, posteriormente, entre 1798-1815 fungió como
cura del Sagrario de la Catedral Metropolitana de México. AGN, Indiferente
Virreinal,
caja 5897, exp. 070, fs. 4 (1763); Capellanías, vol. 168, exp. 4, fs. 68-89v (1798-1815).
7AGN, Inquisición, vol. 1457, exp. 9, fs. 35-36 (1815). Si bien, este
documento no es un sermón como tal, sino una denuncia ante la Inquisición,
utiliza algunos de los argumentos que hemos podido localizar en los sermones,
lo que nos da una idea del pensamiento casi homogéneo en los eclesiásticos de
la época con respecto a esta actividad lúdica. Ideas que eran compartidas por
sus pares españoles. Poco sabemos del bachiller Lorenzo Guerrero, sólo que fue
capellán penitenciario del Santuario de Nuestra Señora de los Remedios entre
1809-1810, Inquisición, vol. 1430, sf; Indiferente
Virreinal,
caja 5320, exp. 023, fs. 2 (1809); vol. 4124, exp. 012, fs. 6 (1809).
8Bernardo del Espíritu Santo nació en 1759 en la villa
de San Cristóbal Comillas, en el obispado de Santander. Llegó a la Nueva España
a los 17 años, pero fue hasta 1779 cuando fue recibido en la Orden de los
Carmelitas en Puebla. El 7 de mayo de 1813 fue nombrado provincial de San
Alberto de Indias por tres años. El 14 de abril de 1817 le fue conferido el
obispado de Sonora. Murió el 23 de julio de 1825 (Andrade,
1899).
9El término danzas de enlace implica que quienes
bailaban lo hacían tomados o enlazados de las manos y/o brazos. Maya Ramos
(2013, p. 28) explica que en muchas ocasiones no había diferencia entre los
conceptos danza y baile. No obstante, si hay una diferencia histórica entre
ellos. El primero presentaba “un carácter mesurado y elegante, con escasos
movimientos de brazos y torso”, mientras que el segundo “podía incluir estos
últimos además de salto”. La danza se asimilaba a lo tradicional y cortesano y
el baile casi siempre a lo popular. No obstante, Guadalupe Mera (2008) sostiene
una hipótesis que nos parece mucho más sólida. Afirma que la diferencia entre
danza y baile no sólo se puede encuadrar en términos de lo cortesano y lo
popular, sino en dos directrices: una social y otra coreográfica. Así, en la
primera, la danza se ejecutaba primordialmente en lo saraos de la nobleza y las
clases pudientes de las ciudades, mientras que los bailes eran propios de los
sectores populares. En la tanto que en la segunda, las danza mantenía “una
estructura definida: duración, pasos, movimientos y número de ejecutantes”.
Mientras que el baile no contaba con “estructura fija sino que se improvisaba
en el mismo momento en que se ejecutaba la acción de bailar”. (p. 460). En los
escritos estudiados no se encuentra ninguna diferencia entre ambos términos.
Optaré por el término danza a menos que la fuente original refiera lo
contrario.
10La contradanza se ejecuta en un compás de 2/4 o 6/8,
su origen se remonta al medievo inglés bajo el nombre de country dance (danza
campesina). También se piensa que su nombre viene de la manera en la que bailan
las parejas, es decir, colocadas una frente a las otras y no una detrás de las
otras. Se hizo popular en Francia a principios del siglo XVIII, y llegó a la
Nueva España a mediados del mismo siglo como consecuencia de la influencia del
afrancesamiento en la corte de los Borbones españoles. (Pareyón,
2007, pp. 270, 1068). Por su parte, el waltz es una danza
dieciochesca que presenta un compás de 3/4 cuyo origen proviene de otra más
antigua llamada ländler,
misma que se ejecutaba en Austria, el sur de Alemania y las regiones alpinas.
Al parecer, su nombre proviene de la palabra “walzer”, que significa, dar
vueltas. Originalmente se ejecutaba en un tiempo intermedio entre lento y
moderado pero al introducirse en los salones de baile se fue acelerando, lo que
originó la cercanía corporal al realizarse vueltas más rápidas. El waltz pisó
tierras novohispanas a principios del siglo XIX, entre 1804 y 1808 bajo el
nombre de Balsa o Bals. (Latham,
2009, pp. 372, 1552). Sin embargo en comunicación personal con Jorge
Martín Valencia Rosas, experto en música del siglo XIX, aclara que después de
leer detenidamente partituras del periodo decimonónico, encuentra una marcada
diferencia entre el waltz y el vals, no sólo en su sentido etimológico, sino
estructural. Mientras el primero se puede aplicar a la música de principios del
siglo xix, cuya característica es ser intrépido, atrevido y acelerado, muy a la
manera de los minuets compuestos por Joseph Haydn; el vals romántico de la
segunda mitad de ese mismo siglo es mucho más pausado, ondulado y melódicamente
más resaltado. Por tanto, debido a la temporalidad de este trabajo, hablaremos
de waltz y no de vals, a menos que la fuente así lo indique.
12La contradanza en sí misma era sinónimo de esa
modernidad, resulta llamativo que una de las contradanzas contenidas en el
libro de Pablo Minguet e Yrol, El noble arte de danzar a la francesa y a la española, lleve por título:
“Los petimetres y las petimetras, contradanza nueva, demostrada al estilo
moderno”. Aunque Clara Rico piensa que Minguet puso este “título provocativo”
porque levantaría escozor debido a las críticas y burlas que provocaba el estereotipo
del petimetre, además de acceder a cierta publicidad; considero también que el
español, sin querer, daba cuenta de un fenómeno que llevaba en la venas la
transgresora modernidad (Rico,
2009, pp. 204-205).
13Las investigaciones recientes hablan de que no hubo
una Ilustración en sentido estricto, sino diversas ilustraciones que
presentaban características propias. Sobre este asunto, véase (Soberanes,
2012).
14Algunos textos relativos al tema en Viqueira
(1987), Lozano
Armedares (1991) y Badorrey
Martín (2011).
15AGN, Infidencias, vol. 63, exp. 1, fs. 4v-5, 114.
16 Viqueira
(1987, p. 277) dice que resulta inadmisible suponer que las
élites gustaran de las diversiones del pueblo e intervinieran en ellas. Supone
que en contraposición “lucharon por acabar con muchas de las diversiones
populares, por reformar las otras de acuerdo con los criterios burgueses y por
separar los espacios públicos de la gente decente de los del pueblo, intentando
así poner fin a una convivencia secular de los diversos grupos sociales”. Sin
embargo, los dichos de estos clérigos hacen ver que si bien no se mezclaban con
los sectores secundarios, sí gozaban de su música y bailes, por lo menos tras
bambalinas y fuera del escrutinio público. Cursivas mías.
17AGN, Inquisición, vol. 1457, exp. 9, fs. 35-36 (1815).
21Esta misma locura es puesta de manifiesto por Lorenzo
Guerrero en su denuncia sobre el waltz: “para comenzar a bailar toman a su
pareja compañera de la mano, siendo esto entre parejas de hombres y mujeres de
todos estados, comienzan dando vueltas como locos se va enlazando cada uno con
la suya de manera que la sala donde se ejecutan el enredo que forman figura una
máquina a la manera de los tornos que usan los que fabrican la seda…”
AGN, Inquisición, vol. 1457, exp. 9, fs. 35-36 (1815).
22Lorenzo Guerrero escribe: “antes bien continúan
variando otras posturas indecorosas, y torpes manoseos, procurando cada uno en
las que hace (a su idea y antojo) que sean de aquellas más adecuadas para
manifestar su dañada intención y las más significativas de sus desórdenes
apetitos”. Como el mismo bachiller explica más adelante, el roce corporal entre
hombres y mujeres, no sólo en el waltz, sino también en las contradanzas y otro
estilos, era consecuencia de bailar “abalsado” (en el mismo tiempo del waltz,
3/4), forma que al parecer se había puesto de moda en Nueva España. agn, Inquisición, vol. 1457, exp. 9,
fs. 35-36 (1815).
23En boca de Periquillo, Fernández
de Lizardi (1967, p.108) afirmó que:
“bailar no es malo, lo malo es el modo con que se baila y el objeto porque se
baila”.
24 Martín
(1972, p. 34) afirma que en las
fiestas españolas donde había baile “se exhibía un grado de habilidad en el
aprendizaje y dominio de una serie de danzas bastante complicadas e importadas
del extranjero”.
25AGN, Inquisición, vol. 1457, exp. 9, fs. 35-36 (1815).
26AGN, Inquisición, vol. 1457, exp. 9, fs. 36 (1815).
27 Fernández
de Lizardi (1967, pp. 107-108) en El Periquillo
Sarniento
se enumeran cuatro advertencias para quienes deseaban acudir a los bailes: sólo
asistieran las hijas de familia o señoras casadas siempre acompañadas de su
padre o marido, jamás se invitara a jóvenes libertinos, aunque fueran diestros
en el baile, evitar ofrecer alcohol a la concurrencia y concluir los festejos
antes de las 12 de la noche.
http://www.scielo.org.mx/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S2448-83722019000100011
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