lunes, 4 de julio de 2022

 

SOCIEDAD MEDIEVAL


CANECILLO ROMÁNICO QUE REPRESENTA  AL DIOS JANO EN LA IGLESIA DE SAN JULIÁN DE CASTILSECO ( LA RIOJA - ESPAÑA ) ▲   

El sujeto-objeto de la ciencia histórica tradicional ha sido fundamentalmente la síntesis compuesta por los grandes hechos y los personajes extraordinarios.

Excepcionales, únicos, unos y otros, conjunta y separadamente, han atraído la atención del historiador, precisamente por destacarse, por diferenciarse y sobresalir de entre el monótono acontecer de la normalidad. Un suceso insólito que rompe la uniformidad monocorde de los días, un individuo distinto, que instala con su acción un hito memorable en la vida de la comunidad, son los que sensibilizan con su importancia el umbral de la historicidad.

Irrupción y alteración de lo evolutivo, «revolución» de las que ambos son cabeza, inauguran nuevos procesos, de cuya trascendencia serán medida la profundidad y duración (persistencia) del cambio. Historia-hecho (Crónica) e Historia-héroe (Biografía) -de rey, caudillo, santo, sabio, genio- constituyen la doble morfología que opcionalmente puede adoptar el testimonio de su historicidad.

Sólo la concepción de la Historia como vivencia de sujetos colectivos y la valoración como histórica de toda acción y producción humanas (activas y pasivas), es decir, la Historia social y la Historia total, en sus diversas concepciones y denominaciones, han venido a perturbar, a modificar, aquella consideración de lo histórico que, para nosotros, resulta ya anacrónica.

En efecto, todo lo que el estrecho enfoque «historicista» desechara en su producción investigadora, todo lo normal, convivido y compartido, lo vulgar e incluso nimio según su apreciación, es lo que una nueva (ya no tan nueva) orientación conceptual de lo histórico ha venido a incorporar a sus objetivos e incluso a colocarlos como objetos primordiales de su interés.

La razón se nos aparece clara observando la propia evolución de la Teoría de la Historia. Identificado progresivamente lo histórico con lo humano, es decir, llegando a estimar histórico todo aquello que afecta al hombre, y no sólo lo que éste ejecuta (también lo que esporádicamente le sucede), no cabe duda de que resulta más histórico aquello que afecta a un mayor contingente humano, así como lo que en él perdura más dilatadamente.

Es curioso -y no ha sido en la modernidad debidamente resaltado- que semejante valoración estuvo ya latente en los propios orígenes de la Ciencia histórica, cuyo padre, Herodoto, se ocupó en describir la cultura egipcia; cuando Tácito transmitió a sus coetáneos el género de vida de los bárbaros; y, entre otros, cuando Tito Livio informó sobre la organización de los pueblos ibéricos antes de que éstos se convirtiesen en hispani.

Para la Historia actual, los datos «menores», que durante siglos se mantuvieron inatendidos, latentes bajo el caudal fáctico y personificado de su narración, han ido aflorando en diversos momentos y bajo distintas formas a la actual versión de lo histórico.

Poco a poco, los despectivamente llamados «hechos de repetición: (Xénopol) han ido accediendo, precisamente por reiterativos, por duraderos, a un primer plano de valoración histórica: su formulación (volteriana) fue «la costumbre».

A la exaltación del suceso le sucedió la constatación del proceso; a la búsqueda del acontecimiento, la consolidación de éste en institución; frente al individuo como protagonista de la Historia, la colectividad, la sociedad y, en último término, la Humanidad. Todo ello, atenido proporcionalmente al marco geográfico-cronológico-cualitativo de cada acción contemplada.

«La nueva Historia -ha escrito Jacques Le Goff-, después de haberse hecho sociológica, tiende a hacerse Etnología. ¿Qué hace descubrir la mirada etnológica del historiador en su propio dominio? Determina un vaciamiento radical del acontecimiento, con lo cual realiza el ideal de una Historia sin acontecimientos, o mejor dicho, propone una Historia hecha de acontecimientos repetidos o esperados, fiestas del calendario religioso, hechos y ceremonias relacionados con la Historia biográfica y familiar: nacimientos, casamientos, muertes ... En esta orientación hacia el hombre cotidiano, la Etnología histórica conduce naturalmente al estudio de las mentalidades, consideradas como lo que cambia menos».1

Una constatación esta última de que el ritmo primordial de la Historia es el de la evolución, por más que se valore la revolución como ruptura que, interrumpiendo aquél, produce ocasionalmente, bien la aceleración, o bien el asalto, el cambio brusco, ya sea renovador o reaccionario.

Pero, a nuestro juicio, la mentalidad no es sino uno de los componentes o factores -quizá el fundamental- de la cotidianeidad: su causa o/y su consecuencia. Lo cotidiano se conforma como un conjunto de actos y de actitudes que puede identificarse con la vida misma. Un sistema funcional que, aunque básicamente idéntico a toda comunidad y a toda época humana, posee suficientes elementos diferenciales para caracterizar e identificar los diversos -múltiples- modos de ser vivido.

 

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Más arriba hemos aludido de pasada sin nombrarlo, al ritmo histórico. Un concepto de progresión en el tiempo que no siempre, ¡ay!, afecta a los valores, al progreso en cualquiera de los campos axiológicos al que pretendamos aplicarlo: moral, tecnológico, estético...

Pero que, en el ámbito temporal al que hemos de referimos, la Edad Media, suele suscitar, al evocarla, una cierta sensación de laxitud, de inalterabilidad, de reposo, al comparar su ritmo con el de otras épocas no menos convencionales: el Renacimiento, la Ilustración y, no digamos, el movimiento uniformemente acelerado de la hasta hace poco llamada «Edad Contemporánea», concepto y denominación ya suplantados por los de «Historia del Tiempo presente».

Como en su día apareció el buen definidor de la Edad Media Pablo Luis Landsberg, «la confianza apriorística de que en el mundo, por doquiera limitado, reina el orden, constituye el grandioso optimismo metafísico del mundo medieval». «Áge de certitude métaphysique -escribía más recientemente Genevieve d'Haucourt- qu' a connu, plus que la nótre, d'allegrésse, ou du moins, de paix intime et d'équilibre profond»2.

A ambas concepciones o visiones de la Edad Media corresponde, ciertamente, la atribución de un ritmo histórico muy pausado. Pero, ¿es lícito delinear teoréticamente un período, una categoría histórica de mil años de duración? ¿Cómo puede llamarse Reconquista -se preguntaba Ortega y Gasset- a «una cosa» que dura ocho siglos? Y Sánchez-Albomoz expresaba sus dudas acerca de la exactitud de estimar la subsistencia de un régimen o sistema de vida -el feudalismo o sus equivalentes- desde el fin del Imperio Romano hasta el siglo XIX o, más aún, «desde las primeras dinastías egipcias hasta la revolución rusa»3.

Sin embargo, acuñada y perseverante entre los historiadores la noción de Edad Media, claro está que no cabe asignarle un uniforme y penoso ritmo de permanente mantenimiento. No es, evidentemente, el mismo de esforzada supervivencia de los primeros siglos tenidos por medievales, que el acelerado cambio que manifiestan, por ejemplo, los repetidos movimientos insurreccionales de las clases campesinas en el siglo XlV.

Con todo, aceptamos la impresión de parsimonia que -repetimos, comparativamente- puede ofrecemos el discurrir del tiempo medieval. En lo esencial, una concepción del mundo y de la vida, un sentimiento de seguridad y aceptación; o bien, interpretado negativamente, de resignación o de impotencia, es la visión que ofrece la imagen de la instalación del hombre medieval en su existencia. De ahí la esencialidad de lo consuetudinario o, denominándolo personalmente por primera vez, de lo cotidiano.

Un día es como otro día,

hoy es lo mismo que ayer (A. Machado).

Pasó un día y otro día,

un mes y otro mes pasó. (l. Zorrilla)

Todas las expresiones rítmicas -versos- que inspiran una sensación de lentitud, de inmovilidad, son aplicables a esa manifestación abrumadoramente presente de lo histórico que es lo cotidiano.

¿Será, por consiguiente, un objetivo inexpresivo, ininteresante desde el punto de vista histórico? En absoluto. Se trata, como hemos dicho, de lo más esencial de la vida de la gente, de lo más común, todos los hombres de todos los tiempos, aunque considerado desde el punto de vista de la morfología que determinan el tiempo y el espacio culturales de la que llamamos Edad Media occidental.

 

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Tres dimensiones reales o tres acepciones temáticas de la Historia confluyen en la caracterización de la Historia cotidiana, a la cual, por lo demás, aceptamos como inserta en la Historia tradicional, cuyos elementos estimamos insustituibles como puntos de referencia y apoyo. Esas tres acepciones o modalidades son la Historia privada, la Historia local y la Historia total.

Sobre la primera, la Historia privada, me complace reverdecer aquí los contenidos de Ensayo que sobre su naturaleza y formas le dedicara en 1935 el entonces Decano de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Madrid, el filósofo D. Manuel García Morente 4. Una nueva edición de aquel Ensayo nos actualiza oportunamente el tema, ofreciéndonos la descripción de las referidas formas, «no de ésta o de aquella vida privada, -histórica- sino de toda vida privada»5. Para nosotros, las estructuras en que ésta se realiza, los esquemas, por decirlo así, geométricos en que se vierten sus contenidos y las categorías vitales que la constituyen.

El grado último de la vida privada es, según García Morente, la soledad, «el trato de la persona consigo misma», que puede significar, desde el modo más perfecto de esa su experiencia -la vivencia óptima de la propia verdad y libertad-, hasta el sentimiento máximo del propio vacío de la propia identidad y personalidad 6.

Progresivas formas de atenuación de la privacidad son, en lo individual, la amistad y el amor; este último, cuando es pleno, gozosa entrega del ser y el vivir de quien lo disfruta.

Pero -proseguimos nosotros- otros grados y formas descendentes de lo privado, progresivamente incrementantes de lo social, son la intimidad compartida -la familiaridad- y la vecindad; familiaridad ésta compartida a su vez, y del mismo modo, positiva o negativamente.

La vecindad supone además, por su parte, el pasaje de la Historia privada al segundo de los estadios en que hemos reconocido compartimentada la Historia cotidiana, es decir, a la Historia local.

Los actuales métodos y objetivos de ésta se adaptan como un guante a los de nuestra consideración, dado lo relativamente reducido de las áreas de su aplicación, que supone, efectivamente, una simple ampliación de lo vecinal. Su sujeto es la comunidad en sus grados menores, sucesivamente acrecidos desde el vico o la aldea, a través de la villa y la ciudad, hasta la comarca.

El localismo -estimó, por cierto, García Morente- significó en la Edad Media una confusión entre lo privado y lo público, de la que es manifestación extrema, según él, nada menos que el feudalismo, «forma política de dicha confusión». El cual, precisamente, «empieza a disolverse cuando el horizonte vital empieza a dilatarse y permite ya discernir con mayor precisión entre las relaciones públicas y las privadas»7.

La nueva Historia local se halla concebida, en efecto, no como una crónica «de antiguallas, aniversarios y singularidades locales», sino, más bien como un estudio de lo total en ámbitos reducidos -una «localización de lo total», diríamos nosotros-, enfoque del que puede ser modelo y paradigma la consagrada monografía de Le Roy Ladurie7bis. Y, a la inversa, bajo la forma de minucioso análisis de un fenómeno rigurosamente local, al que se presenta como ejemplo de otros equivalentes, de producción general y hasta universal.  (Realizaciones, pero negativas, de esta última especie son no pocas disecciones descriptivas de materias ínfimas, acogidas al amparo de pomposos y ambiciosos títulos... seguidos, por lo general en tipografía menor, del subtítulo de El caso de...)8.

En todo caso, la Historia local puede entenderse también (siguiendo al autor últimamente citado) «como un pasaje de la comprensión que va y viene de la Historia general».

Bajo otra denominación y comprensión, la de Historia total, aludimos al tercer compartimento enunciado de la Historia de la cotidianeidad. Más que la generalidad, es la universalidad de sus objetos y objetivos, la que engloba los de los anteriores y, de modo especial, aquellos materiales -hechos, personas, actividades y relaciones- desamparados por la Historia tradicional y que movieron separadamente la atención de la local y de la privada.

 

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Regresamos, pues, a la síntesis que encarna la Historia cotidiana. Etimológicamente, pero también semánticamente, la definiríamos como la «Historia de todo lo que hacen y todo lo que les sucede a todos los hombres todos los días».

La raíz significante -journalière, diaria- de su denominación vincula su contenido, el suceder humano, a los ritmos de las unidades cronológicas naturales, cosmológicas. Unos ritmos que, por lo que hace a la Edad Media occidental, se hallan pautados a partir de su medida menor, el día, conforme a la consagración canónica del quehacer «a lo divino»: maitines, laudes, prima, tercia, sexta, nona, vísperas y completas. Hebdomadariamente, conforme al lapso de los días de la Creación. («y el séptimo descansó»). Y en cuanto al año, adaptando la sucesión de las estaciones (véanse los «calendarios laborales» de tantos capiteles y Libros de horas) a los ciclos litúrgicos de Adviento, Navidad, etc.

«La Historia cotidiana -se ha escrito cerca de nosotros recientemente- es una forma de comprender e interpretar la Historia, a partir de poder representarse cómo unos hechos, actitudes, ideas y relaciones se han podido vivir a través de todos los movimientos del ritmo humano, de los días, las noches, las estaciones de la naturaleza y las edades del hombre»9.

Pero, al planteamos el estudio de la cotidianeidad, incapaces de abarcarla en su integridad universal y omnipresente, tres factores de diferenciación se nos suscitan al respecto: 1) ¿Qué cotidianeidad?; 2) La cotidianeidad ¿de quién?; y 3) ¿La de cuándo y dónde?

El tercero de estos factores ya nos viene dado para la presente ocasión, dado que hemos de referimos a la Edad Media occidental. Precisemos por consiguiente, los factores correspondientes a los dos primeros interrogantes.

Al disponernos a un intento de sistematización de todos los actos, prácticas y relaciones que componen la cotidianeidad, hemos comprobado que nuestro cuadro clasificatorio de urgencia viene a coincidir, casi de modo exacto, con la planificación de la Semana para la que ha sido confeccionado.

Partiendo por nuestra parte del ya citado momento inicial de cada jornada, la disponibilidad del tiempo, sea del individuo o de la comunidad en que éste se halla inserto (y que, a los efectos de nuestra consideración, funciona como un sujeto) se ordena conforme a la satisfacción o práctica de las siguientes atenciones:

1. Comer y beber. El tratamiento de todos los aspectos que bajo este simple enunciado se amparan constituiría de por sí todo un tratado que, por otra parte, le ha sido consagrado repetidamente. De modo colectivo, en las jornadas reunidas en Niza en tomo al tema Manger et boire au Moyen Age, cuyas Actas (vol. I y II) fueron publicadas en 1984; y en las colaboraciones que, bajo el mismo título en castellano, aparecieron diez años después en el núm. 223 de la madrileña revista Historia 16, coordinado por el Prof. José Luis Martín Rodríguez.

«Comer y beber» afecta a la naturaleza de los alimentos -carnes, pescado, frutas y verduras- y a las bebidas -agua, vino, licores, sidras, cervezas- considerados desde su valor calórico, vitamínico, proteínico, hasta su condimentación y consumo. La primera, la gastronomía, constituye de por sí, como es sabido, todo un arte cuya historia requiere a su vez para su dominio una verdadera especialización. El modus operandi de preparar la mesa -mantelería, cubertería, vajilla y cristalería-, los ritos de distribución (Arte cisoria) y escanciado se corresponden directamente con los niveles sociales y económicos de los anfitriones. Entre el mendrugo de pan (no siempre cotidiano, ni de hornada ni de presencia), junto a la olla puesta a hervir con poco más que unos dedos de agua sobre las trébedes de un hogar campesino; y la cocina regia, señorial o monástica, bajo cuya chimenea puede ir asándose un buey entero, cabe el brazo de río canalizado en el que se cogen las truchas a mano y se friegan las enormes perolas y cazuelas ... (Estoy pensando, por ejemplo, en el monasterio portugués de Alcobaça). Podemos imaginar, alineados, al siervo de la gleba que economiza las brasas; al honrado menestral o artesano en cuya mesa nunca falta el pan ni el vino; al rico mercader o burgués atendido por servidores bien alimentados; al refectorio monástico donde la colocación va acompañada de la lectura de un capítulo de Flos Sanctorum; y al comedor nobiliario en el que van siendo retiradas las viandas sobrantes (en el mejor de los casos destinadas al Lázaro de turno), mientras los comensales se aprestan a escuchar el recitado venal de los juglares o a danzar al son de afinados rabeles, vihuelas y zanfoñas.


 

2. Vestir. El atuendo es otro de los atributos elementales del humano vivir. También la necesidad de abrigo, como la ornamentación corporal y la vertiente moral de la vestimenta, calzado y tocado, constituyen capítulo de atención primordial en el estudio de la Historia cotidiana. Huelga encarecer su importancia y enumerar los aspectos que su consideración exige: técnicos, artísticos, discriminatorios; locales y estacionales; comerciales, psicológicos y hasta jurídico-normativos (dimensiones, prohibiciones)... Acompañándose del estudio de los afeites y otros cuidados del cuerpo (peinado, uñas, limpieza en general) que constituye un verdadero subcapítulo de cierta actualidad en la Historia de lo cotidiano.

3. Vivienda. El ámbito de toda vida personal, familiar, profesional y de cualquier modo comunitaria es la casa. Bajo tal denominación hemos de tener en cuenta en la Edad Media, nuevamente, la humilde cabaña del campesino, el castillo y el palacio señoriales y las mansiones urbanas (burguesas) en distinta gradación de calidad.

No son los mismos -nunca lo han sido- su ubicación, sus materiales, ni sus dimensiones. No es el mismo tampoco su ajuar doméstico, su atrezzo funcional: mísero y único camastro, arca y escabel, por un lado; altos lechos flanqueados por ricos doseles, por otro; ásperas pieles mal curtidas para aquéllos; suaves sábanas, cálidas mantas y mullidos «plumazos» para éstos; suelos y paredes desnudos, de simple tierra apelmazada los unos y de viejas tablas o adobes apenas cocidos al sol las otras; espesas alfombras para aquéllos e historiados tapices guarneciendo las segundas.

No, no puede sorprendemos el abismo existente entre ambos extremos de la vivienda medieval cuando en nuestros días esa misma distancia diametral se produce entre las chabolas suburbanas y las urbanizaciones de lujo de cualquier ciudad europea, americana o asiática.

Análogas, aunque menos intensas, son las comparaciones que pueden hacerse entre los servicios higiénicos, prácticamente inexistentes para la mayoría en los siglos medievales (y muchos de los que les siguieron, hasta la época del «¡agua va!») y las elementales instalaciones de pozos negros y altos «tronos», a veces múltiples y de uso simultáneo ...

4. Trabajo. A los efectos de nuestro objetivo, el presente epígrafe acoge el segundo ámbito de la presencia cotidiana de cada sujeto, individual o colectivo, con todos los enseres de su ejercicio y la propia funcionalidad de éste.

Por lo que respecta al área agraria, básica y primordial en la Edad Media, la labranza, sus aperos, los rendimientos de los cultivos y la naturaleza de éstos, el régimen de explotación según la propiedad de la tierra, las instalaciones y sus complejos, se unen a la necesidad del conocimiento de las relaciones entre el trabajador vinculado a la tierra, el libre -aparcero o colono-, y el propietario, señor o no, al mismo tiempo, del predio laico o eclesiástico a su vez, y persona física o jurídica (linaje, concejo, monasterio, catedral, etc.).

 

En cuanto al trabajo en la vida ciudadana, es también múltiple la riqueza de aspectos a tener en cuenta. Serán diversos los que afecten al artesanado, la nomenclatura de cuyas actividades ha dejado testimonio de su ubicación en tantos títulos de los callejeros locales: Sillería, Cuchillería, Tintoreras, Tenerías, Zapatería, etc. Como la localización de los «establecimientos» mercantiles ha dejado su huella en topónimos de barrio como los de Carnicería, Panadería, Pescadería o Red del pescado; y, para el conjunto mercantil, los de Alcaicería, Alcaná, Zocodover, etc.

Esta última actividad -sobre todo la textil- y la bancaria (las «tablas de cambio») aparecen reiteradamente representadas en tantas deliciosas miniaturas bajomedievales, en las que se documenta de modo más o menos imaginario la realidad viaria con sus construcciones domésticas y monumentales (iglesias, palacios) y las plazas, puertas y murallas del recinto urbano, incluidos en su caso los correspondientes puertos. Todo ello animado por la presencia de viandantes, vendedores, carros, perros, mercancías, mendigos... componiendo curiosas escenas cotidianas de inconfudible cariz ciudadano.

5. Holgar. Las fiestas son otro elemento insustituible para jalonar la monotonía de la vida cotidiana. El descanso dominical, ya aludido, es un mandamiento divino cuyo cumplimiento llega a ser exigido y vigilado incluso por la autoridad civil y que, desde luego, se ejerce como un privilegio por los no libres y los trabajadores asalariados, pese a que en tal día no percibirán el estipendio o jornal que sólo justifica el esfuerzo journalier.

A su periodicidad semanal se une la de las fiestas locales y las de santo patronazgo laboral, las movibles de la liturgia cristiana, las conmemorativas de sucesos favorables y las promovidas con proyección pública por motivos políticos o señoriales: coronaciones, matrimonios y nacimientos, alianzas, triunfos militares, celebraciones onomásticas o de aniversario y otros acontecimientos que estimulan la liberalidad de los festejantes, para contento de sus vasallos y convecinos.

Los cuales, por cierto, participan también en la solemnidad de entierros y funerales, en los que las manifestaciones de dolor (plantos) por parte del pueblo llegan a ser tan expresivos cuanto más generosa sea su remuneración.

El aspecto lúdico de estos festejos abarca un amplio espectro en el que se comprenden las «entradas» ceremoniosas de monarcas y caudillos bajo arcos triunfales levantados al efecto, acompañadas de aparatosas procesiones, como la montada para la recepción de Alfonso V de Aragón en Nápoles, en 1443, para cuyo acceso a la ciudad hubieron de derribarse hasta cuarenta brazas de su muralla.

«Las justas y los torneos» caballerescos eran por lo general seguidos de literarias competiciones en las que se ponían a prueba las dotes poéticas de los antes contendientes, convertidos para la ocasión en doloridos amantes. (Allí también de la ostentosa gastronomía, cuyas sobras eran degustadas por el vulgo servil y circundante) en revividas parábolas de Epulón y Lázaro. Allí «las ropas chapadas», «los tocados, los vestidos, los olores» de las damas, «las músicas acordadas» y «aquel danzar», evocados por Jorge Manrique en la Coplas a la muerte de su padre.

Un tono menor, aunque, naturalmente, más compartido, tenían, desde luego, las fiestas populares. En ellas participaba, o podía participar, la práctica totalidad del pueblo, celebrando acontecimientos recurrentes, ya de carácter agrario como «la cogecha fecha» o la matanza del cerdo; ya, selectivamente, de carácter «gremial» en la festividad del Santo patrono; o ya puramente cronológico, como las fiestas mayas y la noche de San Juan, claras cristianizaciones de olvidados ludi paganos.

Comunes a todos estos festejos son las danzas y canciones que, junto con los trajes y disfraces ad hoc, las representaciones teatrales, los juegos populares, los dichos y refranes, las fablas, los cuentos y romances, las carreras y corridas, las devociones y oraciones privativas, los exvotos, los toscos instrumentos, los platos típicos... forman parte del folklore particular de cada comunidad o comarca.

6. Nacer, crecer, amar, gozar... Son ya décadas las transcurridas desde que la investigación viene tratando como históricas las fases de la vida humana y la diversidad de las modalidades con que éstas son vividas.

Los episodios y vicisitudes, positivos y negativas, de cada sujeto y de cada grupo, forman parte de la vida cotidiana por serlo de aquella vida íntima o privada que definimos como la más radical manifestación de dicha Historia.

Ser nacido es un hecho histórico celular, biográfico, pero, con el morir, los dos únicos sucesos universales, de los que todo miembro de la Humanidad es sujeto, por lo menos paciente.

Pero no es lo mismo, y mucho menos lo fue en la Edad Media, surgir a la vida y experimentarla en un país del Sur que en otro del Norte de Europa. Tampoco, hacerlo en la España cristiana que en al-Ándalus; en la ciudad o en el campo; en casa humilde o noble; ni en el siglo VII, que en el XII o en el XV. Por eso tiene sentido una Historia especificativa de lo cotidiano y por eso cuenta ésta ya con toda una producción historiográfica cuantitativa y cualitativamente apreciable.

Ya existen, en efecto, monografías acerca de las variantes históricas de la vivencia de la gestación y de los que podríamos llamar ritos del parto. Más desarrollada está la Historia de la infancia: la contemplación histórica del niño (o la visión del niño en la Historia), con especial atención a su crianza, psicología, protección, mortalidad, etc. Y, por supuesto, de su educación, capítulo incluido en la bien desarrollada Historia de esta materia. Aspectos todos extensibles a la adolescencia y a la juventud medieval.

El amor es una cantera inagotable de aspectos y de matices de relevancia histórica. Desde el más platónico sentimiento, a la atracción sexual, el erotismo y su culto,

Todos estos modos amorosos poseen su propia manifestación formal, sus representaciones y ceremonias. Los religiosos componen la Historia de ciertas Órdenes monásticas y afectan a las de la Iglesia y de la religión en sí. ¿Hemos de recordar aquí los gestos y requisitos del noviazgo y de los esponsales, de la boda, de la vida conyugal y el papel -tan variable jurídica y fácticamente según lugar, tiempo y costumbre- de los esposos como tales?

7 .... padecer, envejecer, enfermar... El reverso de la moneda, comenzando por las penas y las desgracias, tan normales, ¡ay!, en la vida humana de todo tiempo.

Su «institucionalización personal», el declinar de las energías vitales, el ocaso físico y mental del individuo que significa la vejez; en definitiva, la Historia de ésta, ha comenzado también a tomar cuerpo historiográfico con relativa proximidad. Más antiguo es el conocimiento histórico de su atención, el cuidado y el desamparo del anciano, que han llegado a constituir un modesto capítulo dentro de la Historia social, empleado este último calificativo en su acepción de asistencial. Aunque todavía la que podríamos llamar «geriatría medieval», descontado el contenido médico de la expresión, no podamos decir que haya alcanzado un avanzado grado de desarrollo.

La enfermedad medieval sí que tiene un peso considerable dentro de la propia Historia de la Medicina, con la descripción y diagnóstico de las dolencias y la aplicación de los «remedios». Mucho más, el estudio de las plagas, especialmente la peste, con sus consecuencias sociales y demográficas. Menos perfilada se halla la historia de la «forma de vida» del enfermo, el modo medieval de vivir la enfermedad, tanto por parte del doliente como en las actitudes de la sociedad ante éste: pensemos en el aislamiento casi total del leproso, el rechazo del paciente del mal gálico, la repugnancia ante las manifestaciones externas de la tiña, el tracoma, las úlceras y llagas de difícil identificación histórica.

Y ante los tullidos, ciegos y malformados, aunque los factores a tener en cuenta en relación con estos miserables conciernen separadamente a la Historia de la hospitalidad, los lazaretos y las cofradías asistenciales, por un lado; y por otro a la de la mendicidad.

8 .... y morir. Hemos identificado como una y única las nociones de vida e Historia.

Pero la muerte también es Historia y, de modo inexorable, junto con el nacimiento, el suceso que tiene que acontecer a todo ser viviente, a todo sujeto personal de la Historia. ¿Cabe una mayor universalidad de compartición de otro suceder histórico, algo más permanente, uniforme y cotidiano?

Los modos del morir, la parafernalia pre y postmortuoria, las sensaciones y actitudes del moribundo y su entorno afectan directamente al interés de «nuestra» Historia.

El tema ha cobrado creciente actualidad historiográfica desde que, en 1977, Philippe Ariès inauguró en cierto modo para nuestro tiempo su contemplación con la publicación de su obra L 'homme devant la mort 10.

Todos los detalles de la presencia familiar, los auxilios espirituales, las disposiciones testamentarias con sus fórmulas notariales (la primera de todas la vehemente profesión de fe) y los inventarios de pertenencias, tan interesantes hoy para conocer la composición de los ajuares domésticos y sus valoraciones ... ; los complejos legados y declaraciones de herederos y últimas voluntades, políticas en el caso de personajes regios ... Todas estas cláusulas y resoluciones nos suministran los numerosísimos testamentos originales puestos en estos últimos años de manifiesto y cuidadosamente analizados; y aquéllos que, como piezas históricas de primer orden, son de antiguo conocidos (y muchos de ellos discutidos) en copias más o menos fieles y en textos cronísticos más o menos alterados.

Tras la muerte de la persona, vienen estudiándose hoy las prácticas de preparación del cadáver (amortajamiento, etc.) para su exhibición y traslado. Las exequias funerales, tan minuciosamente protocolizadas en los fallecimientos de pudientes y poderosos. Los sufragios pro anima, inmediatos y duraderos a lo largo de meses y años, con especial celebración de los aniversarios; las mandas y fundaciones piadosas, así como las satisfacción de deudas y daños pendientes que descargan la conciencia del testador. Los lutos familiares, domésticos y vasalláticos. Las sepulturas, del osario común al monumental catafalco ...

Todo un sistema funerario, de animada y vital agitación es el que, paradógicamente, brinda a la investigación histórica este área de la Historia medieval, hasta hace poco no cultivada de modo intenso y específico.

 

* * *

A este cuadro temático, relativamente improvisado para la ocasión (inauguración de unas Jornadas en las que van a ser tratados monográficamente unos comportimentos más o menos configurados aquí) quisiera aplicar los efectos de la consideración de uno de los tres factores de diferenciación de la cotidianeidad más arriba enunciados: El factor diferencial del quién.

Delimitado un campo de cotidianeidad por las coordenadas básicas de tiempo y lugar, precisa todavía de una tercera dimensión, la subjetiva -el sujeto-, introductora de un principio de variabilidad verdaderamente notable.

Enfrentándome a un problema análogo, el De la alteridad en la Historia (título de mi Discurso de ingreso en la Real Academia de la Historia)11, hube de ir disociando los distintos tipos de sujeto (repito una vez más, agente y paciente) «titulares», por así decido, en este caso, de cada una de las cotidianeidades diseñadas.

Cada una de ellas será diferente según la característica de su sujeto: 1) étnica, 2) religiosa, 3) cultural, 4) social, 5) económica, 6) natural (vecinal o exógena), 7) sexual, 8) de edad, 9) de estado (laico o eclesial), 10) de salud, 11) ideológica, etc.

El intercambio de todas estas variables produce un conjunto casuístico exponencial que sólo una previa ordenación y declaración tipológica permitirá racionalizar.

El ejemplo vivo de esta afirmación, aunque ínfimo numéricamente, pese a alcanzar ya la cifra de centenares de títulos, es la Colección titulada La vie quotidianne (des, en dans) que, con fines de alta divulgación, viene publicando la editorial francesa Hachette. De su conjunto podríamos seleccionar hasta dos o tres docenas de volúmenes dedicados a otros tantos aspectos de la vida medieval. Pero tanto los de esta área temporal, como los de cualquiera otro de la serie, e incluso los de su conjunto entero, no hacen sino revelamos lo interminable de la cifra de objetivos a los que podría aplicarse el enfoque de la Historia de la vida cotidiana.

Lo dicho para la Historia Universal cabe aplicado, servata distantia, a la Historia medieval española.

Una orientación metodológica y bibliográfica sobre tal materia estaba prevista por el autor de esta disertación; pero la propia elaboración de ésta en el breve plazo que supone la preparación de una colaboración de este tipo me fue disuadiendo de semejante posibilidad. Beneméritos serán la persona o el equipo que, valerosamente, se apresten a esa tarea.

Hemos optado, pues, para finalizar nuestra intervención, por aludir a las dos síntesis que sobre la vida cotidiana hispánica en las etapas románica y gótica han realizado, respectivamente, los Dres. Inés Ruiz Montejo y José Angel García de Cortázar en los volúmenes XI y XVI de la Historia de España «Menéndez Pidal» que actualmente coordina el Profesor y Académico José M.a Jover. Ello me permitirá presentar a quienes no los conozcan sendos ejemplos o modelos de tratamiento de nuestra materia, ambos igualmente apreciables, aunque formalmente distintos.

 

Digamos previamente que uno y otro trabajos forman parte de los tomos titulados «La cultura del románico» y «La época del gótico en la cultura española». Termino el de cultura que, según el segundo de los autores citados, incluye en apartados distintos las concepciones y realizaciones filosóficas, científicas, literarias, plásticas y musicales; pero también los modos de vida común, el conjunto resultante de acumular lo antropológico (o etnológico) a lo tradicionalmente tenido en exclusiva por cultural.

Bajo ese concepto desarrolla la Dra. Ruiz Montejo su descripción de lo que llama simplemente La vida, (a la que lícitamente podemos permitimos adjetivar de cotidiana) en la España cristiana durante los siglos XI al XIII. Los marcos entre los que ordena sus materiales son los «clásicos» órdenes señalados por el obispo de Adalberón de Laón (1020) como inmanentes en la sociedad medieval: los oratores, los bellatores y los laboratores. En sucesión inversa, la autora va analizando los ámbitos, estructuras y funcionalidades de la vida campesina, el ambiente de la nobleza caballeresca y las misiones desempeñadas por el clero, en sus diversas calidades y relaciones. Ningún campo de los aquí mencionados antes deja de ser tratado en el equilibrado panorama total, que se remata con una breve alusión caracterizadora de la vida urbana.

Por su parte, el Dr. García de Cortázar disocia claramente los elementos integrantes de una vida preferentemente material (Primum vivere), a la que dirige su mirada, cediendo el estudio de la vida intelectual (Deinde philosophare) al cuidado del Prof. Francisco López Estrada, para enfrentarse con Las necesidades ineludibles de la subsistencia, Los marcos de relación social, El ritmo de la comunidad El ritmo del individuo. En otras palabras, las atenciones de la alimentación, vestido y vivienda, por una parte; de la convivencia y las formas de la vida en la aldea y en la ciudad, por otra; y los hitos que jalonan temporalmente el discurrir de la existencia de personas y comunidades, desde su nacimiento hasta su muerte.

En resumen y en conjunto: una original, sistemática y valiosa síntesis dividida en dos partes de Historia cotidiana de la Edad Media en la España cristiana que puede servir de modelo y punto de referencia a numerosos desarrollos monográficos y a ulteriores visiones de conjunto. 

 

NOTAS

 

1. «El historiador y el hombre cotidiano», apud Lo maravilloso y lo cotidiano en el Occidente medieval, Barcelona, Gedisa, 1985. pp. 138-140

2. P. L. LANDSBERG, La Edad Media y nosotros, Madrid, ed. Revista de Occidente, 1925. G. D'HAUCOURT, La vie au Moyen Age, Paris, PUF, 1965 (6.ª ed.). p. 122.

3. C. SÁNCHEZ-ALBORNOZ, Estudios polémicos. Madrid, 1979, p. 322.

4. Revista de Occidente, núm. XLVII, Enero-Marzo 1935, pp. 90-111 Y 164-203.

5.  Publ. en Excerpta philosophica, núm. 4, por la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense, Madrid, 1992; cit. pp. 10-11.

6. Esta soledad peifecta, total, puede ser activa, fecunda, positiva (ensimismamiento), o bien pasiva, negativa, aquella que «sobreviene a pesar nuestro y aterra al alma porque la pone frente a la nada» (ob. cit., pp. 35-36 Y 49-50).

7. Ob. cit., p. 32.

7. bis. Montaillou, ville occitane, depuis 1294 1324, Paris, Gallimard, 1975. Nuestra cita corresponde al interesante trabajo de IGNASI TERRADAS SABORIT. «La Historia de les estructures i la Historia de la vida, Reflexions sobre les formes de relacionar la Historia local i la Historia genera!», publicado en las Actas de las III Jomades d'Estudis Historics Locals, dedicadas al tema La vida quotidiana dins la perspectiva histórica, Palma de Mallorca, Institut d'Estudis Balerics, 1985, p. 7.

8. Cf. a propósito de estos planteamientos teóricos las Actas citadas en la nota anterior, especialmente el trabajo antes mencionado y la Introducción a cargo de I. MOLL BLANES, p. IX-XXIII.

9. 1. TERRADAS SABORIT, loc. cit., p. 13.

10.París, Eds. Du Seuil, 1997. Antes aún, Essai sur l´ Historie de la mort en Occident, du Moyer Age à nos jours, París, 1975.

11. Madrid, 1988.

http://www.vallenajerilla.com/berceo/benitoruano/historiadelavidacotidiana.htm

 



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