viernes, 16 de septiembre de 2022

 

Las hermanas serviciales o legas

en los

conventos femeninos de clausura.

¿Un colectivo marginado?

PLANTEAMIENTO


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El Monasterio de Santa Clara la Real de Murcia, fundación de Dña. Violante (o Yolant), la esposa catalano-aragonesa de Alfonso X e hija de Jaime I de Aragón, lo fue (tras la reconquista de esa ciudad) en el segundo tercio del siglo XIII, en fecha imprecisa y sobre los edificios y tierras que hasta el momento habían sido residencia privada y harén del último soberano musulmán, patrimonio que el Rey Sabio tenía cedido a su esposa. La primera noticia documentada sobre el monasterio (una transmisión de bienes) data de 1273, año en el que se hallaba ya constituido como comunidad de monjas clarisas. De lo que no hay duda es de que fue el primer monasterio femenino de la región de Murcia, y desde luego el más emblemático, referente obligado de los establecidos posteriormente, y todavía existente 1.

Nuestro estudio incide sobre un aspecto puntual, aunque relevante, soslayado hasta el momento casi enteramente por la historiografía disponible, no ya la referida al monasterio en cuestión, sino también a las comunidades femeninas de clausura en general. Me refiero a las religiosas serviciales, legas u oblatas, no enteramente equiparadas a las profesas o coristas, asignadas a funciones auxiliares y laborales, y sobre las cuales las fuentes disponibles apenas aportan información por considerarlas un colectivo, aunque numeroso, de gran movilidad por poco perseverante, no plenamente integrada en la vida de comunidad, y, por tanto, periférico.

Desde luego su plena integración no se daría sino muy tardíamente en el marco de las profundas transformaciones experimentadas por los institutos femeninos tradicionales bajo el impacto de la exclaustración, la desamortización de los patrimonios conventuales y restantes leyes secularizadoras inseparables de la revolución liberal. Normativa que determinó una profunda crisis en el seno de las comunidades religiosas femeninas de vida contemplativa (reputadas de socialmente inútiles por el pragmatismo liberal-burgués), crisis que pese a todo logró ser remontada y que no dejó de conllevar aspectos positivos. En particular la autorreforma de los monasterios y conventos sobrevivientes, acorde con la estricta observancia de los estatutos que les eran propios, una observancia facilitada ahora por la reafirmación vocacional, la renuncia solidaria a bienes privados y a cualquier tipo de ventaja o privilegio, y por la identificación con el ideal de pobreza evangélica, todo lo cual posibilitaría lo que en lenguaje eclesial se llama el paso de la vida particular a la común, un objetivo largamente anhelado y al fin logrado.

Aspecto fundamental en tal cambio sería la plena homologación de religiosas serviciales y coristas en la respectiva comunidad, ahora todas por igual con el rango de monjas profesas. Un proceso largo, complejo y en ocasiones conflictivo, sobre el cual pretendemos arrojar alguna luz con el presente estudio, incidente en el largo tránsito de la modernidad al mundo contemporáneo (aproximadamente delimitado para la Iglesia española por los Concordatos de 1753 y 1851) y sobre un caso concreto pero de incuestionable relevancia: el Monasterio de Santa Clara la Real de Murcia.

LAS HERMANAS SERVICIALES DE SANTA CLARA DE MURCIA: ESTATUS, EXTRACCIÓN Y NÚMERO

La normativa aprobada por Urbano IV, por la que se regían la mayor parte de los monasterios adscritos a las diferentes obediencias franciscanas, incluso el de Santa Clara de Murcia, prevé la existencia en los mismos de religiosas no profesas. La Regla Segunda de Santa Clara las denomina serviciales o hermanas, «... sub servitialium nomine, vel sororum» 2.

Tal normativa, surgida cien años después de la muerte de la fundadora, Clara de Asís, hermana y colaboradora de San Francisco, contravenía así los deseos expresos de ésta de igualdad total entre las religiosas 3, y traicionaba, por tanto, el espíritu primigenio de la Orden. El objetivo buscado parece haber sido la integración en la comunidad del personal laboral femenino a su servicio, situándolo dentro de la clausura, por ser hasta el momento extraño a la misma, al objeto de potenciar la unidad y recogimiento de aquélla. Pero el resultado fue la conformación de dos grupos de religiosas de rango y funciones diferentes, lo cual no parece haber favorecido los objetivos buscados.

El número de serviciales sería el imprescindible para que quedasen cubiertas las tareas más necesarias y oficios mecánicos en el convento. En el caso murciano de referencia la limpieza del inmenso caserón conventual y de su iglesia, trabajos en la cocina y otras labores domésticas (lavado, planchado, almidonado...), faenas del huerto, atención de la enfermería y de las enfermas, fabricación de dulces y golosinas (siempre interesante fuente de ingresos), hacer la plaza y otros encargos en la calle, etc. En suma, las tareas más duras, de las cuales se hallaban eximidas las profesas. Se comprende que éstas de algún modo considerasen a aquéllas, más que religiosas, como mano de obra gratuita con destino a los trabajos más penosos y desagradables del monasterio, que no siempre hubiesen estado dispuestas a realizar las sirvientas seculares contratadas.

No pronunciaban voto de clausura, y los tres restantes no tenían carácter de solemnes, pero en lo demás debían observar la Regla. Con licencia expresa de la abadesa, estaban facultadas a ausentarse del monasterio en caso necesario para ocuparse en la calle de los asuntos de la comunidad.

Llegado el caso, saldrían por parejas, vestirían con todo cuidado y discreción, procurando no llamar la atención ni por su aspecto, ni mucho menos por sus actitudes u observaciones. En ningún caso comerían o dormirían fuera del monasterio, no mantendrían conversaciones particulares, «... y cuando vuelvan no cuenten a las Religiosas cosas inútiles y del mundo, que las puedan turbar o disipar el espíritu» 4 . Al fallecer deberían ser inhumadas en el cementerio conventual, dentro de la clausura, como las otras monjas.

La documentación consultada referida al caso que nos ocupa no utiliza el término «servicial», al parecer caído en desuso por más que sea el empleado en la Regla y constituciones de la Orden, documentos leídos periódicamente en actos de comunidad para conocimiento de las religiosas. Llama a aquéllas «hermanas», «hermanas de obediencia», «hermanas de devoción», «religiosas no profesas» e incluso «religiosas de velo blanco» (designación a su vez reservada a las novicias) para diferenciarlas de las de velo negro, coristas o monjas propiamente dichas. También «legas» (extendiendo a ellas el calificativo asignado a los frailes no profesos) y «donadas», expresión ésta un tanto impropia por ser el femenino de los varones recolectores de limosnas al servicio del monasterio. Después de 1800 se generalizó la expresión «hermana de comunidad», aunque en un documento notarial de 1813 se menciona a una de ellas indistintamente de esa forma y como «sirvienta de este referido convento» 5 , lo que indica sin lugar a equívocos cuáles eran sus funciones en el mismo.

En efecto, estas religiosas eran las hormigas y abejas de la colmena conventual a la que se hallaban adscritas, por tener a su cargo las cotidianas faenas materiales que posibilitaban el funcionamiento del monasterio, tareas que, desde luego, no solían ser escasas. Ello dejaba poco tiempo para su edificación espiritual y para actividades propiamente intelectuales.

Como queda dicho, en teoría la Regla las equiparaba a las religiosas profesas. En la práctica la realidad era otra. De entrada, la «servicial» estaba exenta de aportar dote alguna para cubrir su mantenimiento. Por tanto, tenía que ganarse el sustento «sirviendo», es decir, con su cotidiano trabajo. La Regla preceptúa que el número de serviciales debería ser el mínimo e indispensable, pero de hecho fueron tantas cuantas el monasterio pudiera permitirse en aras de un mejor servicio. En el tercio final del XVIII el de Santa Clara estuvo desde luego muy bien servido. En 1769 una servicial por cada dos profesas (le siguen en la ciudad las también franciscanas de San Antonio y las dominicas de Santa Ana con proporción de 1 a 3 y 1 a 5), y en 1787 el número de hermanas, 39, sobrepasaba al de profesas y novicias juntas, 35 en total, en tanto dominicas y capuchinas, inmediatamente a continuación, contaban con 15 y 11 para atender a 60 y 39, respectivamente 6 .

Entrado el siglo XIX, en pleno tránsito de la vida particular a la común, la proporción se invierte, por cuanto se hace preceptivo que la servicial sea preparada para hacer votos solemnes y se la reciba entre las profesas. En cierta relación de 1822 se computan 25 profesas y sólo ocho hermanas, y por vez primera nos es dado conocer los nombres de éstas 7 , que obviamente son omitidos en los libros de tomas de hábito y profesiones, y raras veces aparecen en el de defunciones, dado que la mayoría de estas religiosas no perseveraban, abandonando el monasterio al término de una estancia en el mismo más o menos larga.

Diez años después (1832) las serviciales son siete, cuya identidad es constatable por otra relación 8 , según la cual vemos que a su nombre civil suman ya el religioso. De ellas tan sólo dos (M.ª A. Sáez y A. Martínez) eran sobrevivientes de la relación anterior. Ahora bien, por el libro de defunciones consta haber fallecido otras dos en 1824 y 1826 9 , luego las cuatro restantes se habían marchado.

La disminución ininterrumpida del número de profesas entre 1835 y 1851, por hallarse prohibida en ese tiempo la recepción de novicias y de nuevas coristas, por las leyes civiles en vigor 10, determinó un incremento proporcional entre las serviciales, no sujetas a las mismas restricciones. En 1850 existían en Santa Clara casi tantas legas como monjas, ocho y 10, respectivamente, en tanto en el inmediato monasterio de dominicas de Santa Ana 13 profesas eran atendidas por siete hermanas de obediencia, y en el también murciano convento de capuchinas la proporción era de 19 y cuatro 11.

Siete años después los monasterios eran testigos de nuevas vocaciones, en Santa Clara seis hermanas atendían a 15 profesas, tres novicias y una educanda, proporción semejante a la registrada en el ya mencionado monasterio de dominicas, donde otras 15 profesas más otras nueve personas entre novicias, educandas y señoras acogidas, eran asistidas por tres hermanas de obediencia, pero reforzadas con siete sirvientas laicas 12.

En 1857, fecha del último padrón conventual manejado 13, existían en Santa Clara seis serviciales para una comunidad de 15 profesas, tres novicias y una educanda. Exceptuadas dos jóvenes de 19 y 25 años, las cuatro restantes eran mujeres maduras entre los 52 y 64 años, cuyos nombres figuran en la relación de 1832. Probablemente analfabetas, y, por tanto, no facultadas para las obligaciones del coro, de ahí que en tan largo tiempo no hubiesen accedido a la condición de profesas. En Santa Ana, por el contrario, las serviciales eran tres para una comunidad con igual número de profesas que las clarisas (más cuatro novicias, cuatro educandas y una señora de piso), pero esa comunidad contaba con seculares asalariadas. En total siete sirvientas.

SUS FUNCIONES Y ESTILO DE VIDA

Dado que en Santa Clara, como queda dicho, las religiosas no profesas estaban eximidas de satisfacer dote alguna que cubriera su manutención de por vida (dinero del que por lo demás solían carecer en razón de su modesta extracción social, por más que en otros monasterios más pobres, como el de Clarisas de Cieza 14, las serviciales estaban obligadas a satisfacer media dote), tenían que ganarse el sustento con su trabajo. Esta era la excusa por la que, llegado el caso, solía cargarlas con obligaciones excesivas, hasta el punto de no resultarles posible participar en todo o en parte de los deberes de comunidad preceptuados por la Regla para la totalidad de las religiosas. Todo ello no dejaba de traducirse en una situación de real inferioridad y dependencia de las serviciales respecto a las profesas.

Si el camino de perfección resultaba duro para una monja de velo negro, acaso lo fuese más para la lega, desprovista de cualquier asidero intelectual.

Legas y coristas eran las martas y marías del monasterio, con funciones separadas y no siempre bien coordinadas. De ahí la incomprensión e incluso desavenencias que en ocasiones se suscitaban entre unas y otras. Si a ello se suma el diferente ambiente social del que procedían ambos grupos, y su dispar nivel de educación y cultura, se comprende el distanciamiento en que solían vivir.

Con frecuencia las serviciales se quejaban a la vicaria o a la abadesa del monasterio de los escasos conocimientos prácticos de las profesas que las mandaban en los oficios de comunidad que periódicamente desempeñaban, de su inoperancia, errores, incomprensión e incluso arrogancia y ausencia de caridad para con sus hermanas en religión. Las coristas, por su parte, llegado el caso, reputaban a sus compañeras, a las que no dejaban de mirar desde arriba, de indolencia, zafiedad, estultez y desobediencia. También de no mirar suficientemente por las cosas del monasterio, de ser excesivamente locuaces dentro y fuera de la clausura e incluso de moralidad un tanto relajada. Quizá algunas legas se mostraran en la calle, en efecto, más locuaces y descuidadas de lo que fuera menester, dado que ellas, que no las profesas enclaustradas (que en esto tenían razón) daban la imagen del monasterio ante la gente extraña.

Y, sin embargo, debemos convenir en que las hermanas de obediencia consumían sus vidas en el servicio de la comunidad, en afanarse de la mañana a la noche para cuidar el huerto, cocinar, lavar, limpiar y otras cien tareas indispensables, sin apenas tener tiempo de ocuparse de sí mismas, y sin otras devociones que la misa oída muy de mañana cuando les resultaba factible y la recitación de algunos padrenuestros y avemarías al cabo de la agotadora jornada. De forma que, reducidas a la condición de sirvientas, no les restaba de religiosa sino el pobre hábito que llevaban con la dignidad que le permitía los bajos menesteres en que eran ocupadas, su corto entendimiento y la mayor o menor firmeza de su vocación.

Porque si tal vocación era sólida en éstas como en las otras religiosas, la convivencia entre cuatro paredes de dos colectivos con funciones diferentes, perfectamente separados y supeditado el uno al otro en virtud del voto de obediencia, podía tornarse difícil e incluso conflictiva. La convivencia de por vida en el estrecho recinto del claustro de dos personas incompatibles condenadas a verse todos los días puede llegar a ser una tortura insufrible si falta en una de las dos, o en ambas, auténtica vocación fundada en el afán de perfeccionamiento y en el amor cristiano. En caso contrario, puede suceder de todo o casi todo.

Pero si existía vocación, la cosa quedaba en mortificación añadida para la corista por la posible insolencia de la servicial si ésta entendía que invadían sus competencias en el trabajo cotidiano, o la sufrida por la misma al verse marginada, y acaso despreciada, por su ignorancia u ordinariez, de la que nadie solía tener especial interés en sacarla. Porque ni todas las profesas eran de talante humilde y prudente, como Dña. Juana M.ª Fontes, recordada luego en Santa Clara como ejemplo de virtudes monásticas, ni las serviciales tampoco eran siempre sufridas como la hermana María de la Cruz, largos años encargada del refectorio de este convento, quien al servirse la comida «...andaba ordinariamente las rodillas por el suelo, contemplando que ministraba y servía a las esposas del Gran Rey, cuya dignidad ella no [h]avía merecido, y solamente era esclava de cada una ...»15.

El acceso al coro, a la instrucción y a los bienes culturales fue siempre una reivindicación de las hermanas serviciales dentro y fuera de la Orden de Santa Clara. Tanto más en ésta, por cuanto la Regla, con las salvedades apuntadas, equiparaba a ambos grupos de religiosas. Ahora bien, la consecución por las serviciales de sus legítimas aspiraciones y demandas se hallaba dificultada por dos obstáculos básicos. De un lado, su condición iletrada, y, de otro, sus absorbentes obligaciones laborales que las privaban del tiempo libre imprescindible. A ello cabe sumar la escasa voluntad de abadesas y coristas de promocionar a un colectivo tipificado como inferior dentro de la comunidad. La propia experiencia las predisponía contra semejante innovación.

Desde luego la participación de las oblatas en los rezos de coro conllevaba la reorganización del trabajo sobre la base de una mayor participación de las monjas de velo negro en actividades de las que hasta el momento estaban exentas. Cuestión ésta que incide sobre un angular problema de mentalidades (incompatibilidad de nobleza y trabajo manual) de firme arraigo en la sociedad española del antiguo régimen. Incluso en los conventos de monjas.

De ahí que se hicieran oídos sordos a las quejas de las legas cuando se lamentaban de que todo eran exigencias con ellas y que nadie se interesaba por sus necesidades espirituales o por la salvación de sus almas. Se comprende que alguna perdiese la paciencia en la cocina, el obrador, el torno o en el huerto recomiéndose por dentro, e incluso haciéndole saber sin tapujos a la vicaria que ella había entrado en religión a servir a Nuestro Señor Jesucristo que no a tal o cual doña. Sin embargo, lo común no era eso, sino que la servicial viviese realizada en su vocación religiosa y en el cumplimiento de los votos prometidos.

La medida de lo que se esperaba de una servicial lo daba el ejemplo de la hermana Josefa María de Santa Inés Albiñana, pobre lega en el monasterio de carmelitas descalzas de la villa valenciana de Benigamim, cuya biografía era leída con fines didácticos en el refectorio y la sala de labor a las religiosas no profesas de Santa Clara de Murcia. La hermana Albiñana vivía profundamente su vocación religiosa, se sentía feliz en su «estado inferior de lega» y era un prodigio de laboriosidad y obediencia, pues tal era su camino de perfección, que no las místicas contemplaciones, que, sin embargo, no le faltaron a título de recompensa 16.

El trabajo y la virtud suelen tener su recompensa. Incluso en este mundo, como lo acredita el caso de la lega en cuestión, promocionada a profesa y que, cuando falleció, era madre de comunidad en su convento. En Santa Clara las mejores abadesas se interesaron por la promoción de las oblatas más despiertas y diligentes, señalándoles maestras de primeras letras, al tiempo que reajustaban sus horarios para que pudieran participar más en el rezo de los oficios de coro y dispusieran de algún tiempo para la lectura. Pero no pasaron de ahí, por cuanto no existe constancia de que ninguna hermana de obediencia fuese nunca incorporada al número de las profesas, al menos antes de 1830.

Para ello se requería autorización expresa del obispo, conformidad del provincial, aceptación unánime de las coristas para recibirla como una de ellas, y realizar satisfactoriamente una prueba de instrucción, nada fácil de superar para quien hasta la víspera había sido analfabeta. La Regla, sin embargo, preveía estos casos, mostrándose indulgente con las discapacidades de la servicial resellable como profesa 17

Incluso permitiéndola continuar, en caso extremo, con el plan sencillo de rezos que sustituía las obligaciones de coro entre las serviciales. A saber: el rezo de veinticuatro padrenuestros en lugar de maitines, cinco por laudes, siete por prima, otro tanto por tercia, igual por sexta, lo mismo por nona, doce por vísperas y siete por completas. Eso sí, se requería la presencia física de la ex lega en el coro acompañando a las otras profesas. Los oficios de la Virgen y de difuntos eran también sustituibles por diferentes rezos.

Pero como queda apuntado, la barrera que separaba serviciales y coristas era tan formidable (cultural, social y económica), que no parece que lograse ser salvada por nadie durante el período de referencia (1750-1850 aproximadamente), siquiera hasta bien entrado el siglo XIX. La joven o mujer que llegaba al monasterio como servicial sabía que permanecería como tal hasta el momento de su muerte. Por tanto, vivía realizada, o al menos conformada, con su rango y oficio.

Sin duda la perfección religiosa y la santidad no se hallaban reservadas a las profesas, siendo posible alcanzarlas en los restantes estatus conventuales. Bien es cierto que entre las decenas de monjas sobre las cuales el P. Ortega aporta sus microbiografías, tan solo da noticia de una lega o servicial, de quien se guardara memoria por sus relevantes virtudes y fama de santidad. La venerable María de la Cruz, natural de Murcia, que vivió en el siglo XVII, «... hija de padres muy christianos, pero poco favorecidos de bienes de fortuna» 18.

Por ello, habiendo entrado en clase de novicia para profesar como religiosa de velo negro, como concluyera el tiempo de noviciado y no pudiesen sus progenitores abonar la dote estipulada, la joven se vio precisada a abandonar el convento. Optó, sin embargo, por permanecer en el mismo «... en el humilde estado de donada, sirviendo a la Comunidad, y en el que quedó tan gustossa y alegre, como si hubiera hecho rigurosa professión, porque los que buscan a Dios de todas veras, el camino del desprecio es el que llaman y consideran del atajo».

No obstante, las serviciales se caracterizaban más por defender sus terrenales intereses y personales conveniencias, así como por la uniformidad y obligatoriedad en rezos y actos de comunidad, que por seguir el ejemplo de la hermana María de la Cruz en su arduo camino por alcanzar la Perfección.

Pero eran conscientes de que sus limitaciones culturales las excluía del coro, y las diferencias sociales y económicas de una forma u otra se dejarían sentir siempre dentro del claustro. En consecuencia optaron por sacar el mejor partido posible a su situación. Bien asistiendo a las profesas ricas que no tenían sirvientas seculares dentro del monasterio, bien mimando a las que sí las tenían, o cumpliendo encargos particulares de unas y otras en la medida en que les resultaba factible, dado que la servicial era en realidad sirvienta del monasterio, que no de personas concretas. Esos servicios particulares lógicamente merecían recompensa.

De ahí que las serviciales, como grupo, fueran tan reticentes como las profesas a la implantación de la vida común. De otro lado, el desbarajuste administrativo que solía darse en la casa (duplicidad de compras, gastos, mala gestión, etc.) les permitía mejorar su mesa y aun incrementar los cortos ahorros formados a base de donativos de las coristas ricas en pago a servicios laborales a título particular. Una realidad extensible a otros conventos de la ciudad. En otro caso no se entendería que cuando en 1786 en el inmediato monasterio clariano de San Antonio, un grupo mayoritario de profesas acordó poner fin a la vida particular y observar estrictamente sus constituciones, hallaron cerrada oposición de las demás, entre las cuales las serviciales en bloque: «...todas las legas de comunidad –denunciarían aquéllas al obispo19– están en contra de la vida común». Conducta seguida a su vez por 11 de las 15 asistentas seculares con que contaba el convento.

La identidad de las hermanas serviciales apenas es conocida. Las relaciones de 1822 y 1832 son la excepción. Raras veces las menciona la documentación consultada, y con frecuencia no queda de ellas otra constancia que alguna esporádica referencia en el libro de tomas de hábito, y sólo en el caso de que habiendo entrado como novicias no llegasen a profesar para quedarse finalmente en legas. No se las vuelve a mencionar hasta treinta, cuarenta o cincuenta años más tarde en el escueto apunte de defunción, caso de haber perseverado en su vida religiosa, lo cual tampoco era frecuente. Debió existir un registro de hermanas, que no nos ha llegado.

De igual forma que las profesas, las serviciales gustaban consumir sus peculios en el arreglo y ornato del templo 20. Los ejemplos son numerosos 21.

REDUCCIÓN DE LA VIDA PARTICULAR A LA COMÚN E INTEGRACIÓN PLENA DE LAS RELIGIOSAS SERVICIALES EN LA COMUNIDAD

La crisis de vocaciones durante la guerra de la Independencia, suscitada en parte por la dificultad de abonar la preceptiva dote en tiempos tan calamitosos, aconsejó introducir cauces más flexibles para que las hermanas pudiera acceder a la condición de profesas. En principio, toda servicial tendría esa oportunidad una vez cumplidos diez años de adscripción al monasterio. Su aceptación o no dependería ante todo de la conducta observada en ese tiempo, sobre la cual debería pronunciarse la totalidad de las profesas reunidas en capítulo, y de que la aspirante tuviese los conocimientos imprescindibles para desenvolverse bien en el coro y asumir sus nuevas responsabilidades. A tal fin se la prepararía más intensamente durante los cuatro meses precedentes a la profesión.

Esa normativa daba satisfacción a legítimas reivindicaciones de las serviciales, quienes desde siempre habían aspirado, aunque infructuosamente, a una integración plena en la comunidad y a participar en el gobierno del monasterio en pie de igualdad con las profesas. Sobre todo en la elección de abadesas y de los discretorios, de que eran excluidas más por la costumbre, que por la tradición y las constituciones mismas. Su exclusión era, por tanto, no sólo un signo de marginalidad, sino un agravio a su condición de religiosas.

El problema no era exclusivo de los conventos femeninos, habiéndose suscitado con mayor fuerza en los masculinos entre los religiosos legos. Sobre todo en el trienio liberal y bajo la influencia de las igualitarias doctrinas contenidas en el texto constitucional, a cuya explicación y difusión entre los fieles desde el púlpito estaban obligados por ley los religiosos como los restantes clérigos. Tanto fue así, que hubo comunidades donde la promoción de los legos se planteó como reivindicación de grupo y, por cierto, con argumentos harto convincentes (los votos emitidos por el lego para su admisión obligan tanto como los del profeso y son la esencia misma del estado religioso, por tanto, huelga toda discriminación). De ahí que en alguna ocasión los legos fueran admitidos a capítulo, que se les permitiera participar en las votaciones, y que el acta de elección fuese dada por válida y aprobada por el gobernador eclesiástico, según aconteció en el Convento de San Francisco de Albacete en febrero de 1821 22.

Cuando el provincial fray Pedro de Pina, con ocasión de su visita a Santa Clara de Murcia en 11 de marzo de 1810, intentó implantar la nueva normativa, hubo de afrontar las reticencias y objeciones de madres y coristas, quienes cerraron filas en torno a su abadesa, Dña. María Teresa Caro. Como se le dijera que la conducta de las posibles aspirantes en general dejaba bastante que desear, y que su ignorancia de la Regla, constituciones y oficio divino era total, dispuso que aquellas que reunieran el requisito básico de permanencia en el monasterio el tiempo preceptuadon deberían ser preparadas de inmediato para la profesión. Fue señalado el 31 de mayo siguiente para el examen y posible recepción de la primera tanda. Esa operación debería repetirse cada cuatro meses.

En cuanto a las objeciones que se le hicieran sobre la conducta de varias hermanas, se tendría en cuenta la observada durante los meses de preparación «...sin consideración de la que. Hayan observado hasta aquí»23. Pina no dejaba de responsabilizar implícita pero inequívocamente a la abadesa Caro y a las madres de comunidad que la habían precedido en el cargo de las irregularidades atribuidas a las serviciales, por entender que éstas habían estado hasta el momento poco menos que postergadas, olvidadas y casi abandonadas a su suerte. En adelante se les permitiría participar en las horas del coro y asistir a los demás actos de comunidad para que se familiarizasen con todo. Y como se le dijera que el santo silencio era una virtud monástica de la que las susodichas hermanas andaban más bien escasas, recomendó a la abadesa y vicaria de que estuvieran pendientes para que en adelante aquellas «...guarden silencio en qualquiera parte qe se junten con ocasión de algún servicio». El P. Pina se marchó satisfecho de los cambios que creyó haber introducido, pero las cosas continuaron igual en esto como en lo demás.

En efecto, la obstrucción practicada por abadesa y profesas a las innovaciones pretendidas se reveló tan eficaz que no fue aceptada ni una sola de las hermanas, alegando que todas, sin excepción, eran indignas de llevar el velo negro. Baste decir que en los quince años siguientes a la visita de Pina profesaron solamente tres religiosas, y no precisamente serviciales: Dña. Juana Fontes, Dña. Mariana Beltrán y Dña. Ángela Durán, en 4 de noviembre de 1810, 12 de mayo de 1812 y 28 de marzo de 1814, hijas, respectivamente, de un aristócrata murciano, de un hidalgo acomodado de Murcia, y de cierto hacendado de Elche nada escaso en bienes de fortuna 24. Las tres lo hicieron al término del preceptivo noviciado y las tres entregaron anticipadamente la dote estipulada.

En conventos más necesitados y con tradiciones elitistas menos arraigadas no existía inconveniente alguno en admitir como profesa a una lega, siempre que se la considerarse vocacionada y aportarse la preceptiva dote. Por mencionar un ejemplo próximo, un caso en las clarisas de Cieza 25. En octubre de 1807 cierto vecino de esa localidad se obligó ante escribano público a satisfacer 5.500 reales (diferencia de la dote de las legas respecto a las de las profesas en ese monasterio) para que una hermana suya, Antonia Micó Lucas, servicial en el mencionado convento, fuera recibida como religiosa de velo negro.

Un caso así era impensable en Santa Clara. Un ejemplo nos ilustrará. El de Francisca María Díaz Serrano, muchacha ilicitana nacida en 1790 y perteneciente a una familia de labradores acomodados, pero que habiendo quedado huérfana, sus familiares la enviaron muy joven a las clarisas de Murcia para quitársela de en medio. Como quiera que la familia se negase a satisfacer la preceptiva dote, Francisca fue recibida en clase de hermana de obediencia, o lo que es igual de religiosa sirvienta. Transcurrieron varios años, cuando a finales de 1812, contando Francisca veintidós de edad, fallecieron sus abuelos maternos Blas Serrano y Salvadora Navarro, ambos naturales y vecinos de Elche, quedando «... diferentes bienes para partir entre sus herederos». Entre los beneficiarios figuraba la religiosa. No pudiendo personarse ésta en la expresada villa, en 1 de enero de siguiente año, y ante escribano público, dio poderes suficientes a un tío suyo, Blas Serrano, también de Elche, otorgados según costumbre en el locutorio del monasterio, para «...proceder y concurrir con los demás interesados a la liquidación de cuentas, inventario y participación de los vienes que han quedado (...), y practicar cuantas diligencias, pasos, agencias y gestiones sean necesarios para la pronta y justa realización de dicha liquidación y participación» 26

Que la hermana Francisca no quedó muy satisfecha con las gestiones de su tío en la liquidación de la testamentaría o en la administración de las «varias fincas y otros derechos» que le correspondieron, lo prueba el que dos años más tarde (marzo, 1815) le retirase sus poderes, «dejando como dejo al referido en su buena opinión y fama», para otorgarlos ahora a cierto Antonio Boj, también de Elche, «...para que a nombre de la otorgante y representando su misma persona, acción y derecho, administre, rija y govierne todas las expresadas fincas y quantos bienes posee...» 27.

Ignoro si la hermana Díaz, convertida ahora en rica heredera, aspiró a ponerse el velo negro. Si lo pretendió no pudo conseguirlo. En fecha indeterminada abandonó el convento, dado que su nombre no consta en registro alguno. Ni siquiera en el de defunciones.

En este libro28 figuran en el período 1788-1874 tan solo cinco serviciales, fallecidas como tales e inhumadas en el monasterio. A saber, la ya mencionada Micaela Aguilar, bienhechora de la casa, a la que debía sentirse muy unida desde que entrara en ella a sus catorce primaveras, habiendo fallecido en 10 de enero de 1824 a los 78 de edad y 64 de hábito. Y nuestra también conocida Juana Ramona Navarro, muerta en 3 de mayo de 1826 con 59 años y 29 en el convento. Las otras tres: Teresa de Torres, Francisca Morenete y Antonia María González, cuyos óbitos aparecen registrados en 8 de noviembre de 1789, en el mismo día de 1813 y en 24 de marzo de 1839. De ninguna de ellas consta información adicional alguna, salvo de la hermana Morenete, de 70 años de edad y 50 «en religión». Comoquiera que, según ha quedado apuntado, hubo momentos en el período estudiado en los que Santa Clara de Murcia llegó a contar hasta 39 hermanas de obediencia, todo parece indicar muy escasa perseverancia entre esas religiosas.

Su completa integración en la vida de comunidad no fue posible hasta años más tarde, una vez desaparecidos los últimos vestigios de tipificaciones estamentales entre monjas y hermanas, y de los privilegios y abusos, inherentes a la vida particular. Unos cambios que llegaron por sí solos, pero que los ecos de la revolución liberal dentro del monasterio no dejaron de potenciar y acelerar. La desamortización de los bienes conventuales en virtud de las dos leyes Mendizábal de 1836 y 1837, la recepción en Santa Clara de las religiosas verónicas expulsadas de su convento al ser suprimido el mismo por esas fechas, la devolución gubernativa manu militari de las novicias a sus familias, la prohibición terminante de nuevas profesiones, el temor e incertidumbre por una posible exclaustración total, todo se conjuró para que las religiosas fieles a sus votos limasen sus diferencias, olvidaran egoísmos mezquinos y cerrasen filas en un clima de estricta observancia y de pobreza evangélica. No cabe duda de que un positivo efecto indirecto de las por otro concepto aciagas leyes desamortizadoras fue acelerar el deseable y ya iniciado tránsito de la vida particular a la común en los conventos femeninos sobrevivientes.

Cuando a comienzos de 1852, en virtud de lo suscrito entre el reino de España y la Santa Sede en el Concordato del año anterior 29 se permitió a Santa Clara recibir nuevas novicias, las tres primeras que lo hicieron fueron tres serviciales de la casa. Desde luego en justa recompensa a su ejemplar perseverancia y lealtad a toda prueba en años difíciles, en que peligró varias veces la existencia misma de la comunidad 30. Así pues, este hecho refleja un profundo y positivo cambio de mentalidad.

Ignoro si después de 1852 y hasta comienzos del 75, iniciada ya la Restauración, fueron admitidas más legas como monjas de velo negro. No, desde luego, entre las hermanas de observancia existentes en 1850, ocho en total, de las cuales profesaron las tres más jóvenes, con 30, 26 y 23 años en ese último año. Las otras cinco continuaron como legas. Las cinco debieron abandonar el monasterio en fecha imprecisa, por cuanto sus nombres, que son conocidos, no constan en el registro de defunciones.

Es posible que fuera ex servicial alguna de las religiosas recibidas como profesas entre 1853 y 1874. Sobre todo las que lo hicieron con veinticinco, treinta y más años, pero también esto parece improbable, por cuanto en todos los casos cumplieron el tiempo estricto previsto para el noviciado, lo que parece sugerir tratarse más bien de vocaciones tardías.

La figura de hermana de obediencia o servicial, aunque prevista por la Regla, y sin perjuicio de que reapareciese más tarde, podía darse por extinguida en 1874 al término de las importantes reformas abordadas con pleno éxito por la abadesa Orenes, coincidiendo con el sexenio de 1868-1874, que en este sentido también en Santa Clara fue revolucionario e incluso democrático.

ABREVIATURAS UTILIZADAS

AHPM: Archivo Histórico Provincial de Murcia.

AMM: Archivo Municipal de Murcia.

AMScM: Archivo del Monasterio de Santa Clara (Murcia).

AOC: Archivo del Obispado de Cartagena (Murcia).

BNM: Biblioteca Nacional de Madrid.


NOTAS

1.     De entre la no especialmente nutrida bibliografía disponible sobre esta comunidad religiosa, cabe espigar algunos títulos significativos, que nos remiten - a los demás: TORRES FONTES, J., «El Monasterio de Santa Clara la Real de Murcia (siglos XIII-XIV)», en Murgetana, 20 (1963) 3-18; GALINDO ROMEO, P., «Reconstitución del Archivo del Monasterio de Santa Clara la Real de Murcia», en Paleografía y Archivística, vol. V de I Jornadas de Metodología Aplicada a las Ciencias Históricas, Santiago de Compostela 1975, pp. 61-74; GARCÍA DÍAZ, I., y RODRÍGUEZ LLOPIS, M., «Documentos medievales del Convento de Santa Clara la Real de Murcia», en Miscelánea Medieval Murciana, XVI (1990-91) 197-207; SÁNCHEZ GIL, F. V., «Santa Clara la Real de Murcia, siglos XIII-XIX. Documentos para su historia», en Archivo Ibero-Americano, t. LIV, nn. 215-16 (julio-diciembre. 1994) 847-78; GARCÍA DÍAZ, I. (ed.), Documentos del Monasterio de Santa Clara. Murcia 1997; PEÑAFIEL RAMÓN, A., «Conventos, novicias y profesas. Santa Clara la Real de Murcia (siglo XVIII)», en Historia y Humanismo. Homenaje al Prof. P. Rojas Ferrer, Murcia 2000, pp. 459-73; PEÑAFIEL RAMÓN, A., «Con los pies en la tierra. (Vida material de un convento en la Murcia del siglo XVIII)», en Littera Scripta in honorem Prof. Lope Pascual Martínez, Murcia 2002, pp. 837-51; VILAR, M.ª J., Mujeres, Iglesia y Revolución liberal. La vida en los conventos femeninos españoles de clausura entre la tradición y el cambio. Las Clarisas en la Región de Murcia 1788-1874, en prensa. Los orígenes y evolución del instituto clariano, considerado globalmente, o bien en relación con España, puede verse en OMAECHEVARRÍA, I., Las Clarisas a través de los siglos. Apuntes para una historia de la Orden de Santa Clara, Roma 1975, y GARCÍA ORO, J., «Orígenes de las Clarisas en España», en Archivo Ibero-Americano, LIV, nn. 213-214 (enero-junio 1994) 163-82, quienes remiten, a su vez, a amplia bibliografía.

2.     Regla Segunda de Santa Clara, cap. II, p. 9 [ejemplar consultado en BNM, (s.l.) (s.a.)] –faltan primeras páginas–.

3.     3. Véase AGUILLÓ LÓPEZ DE TORINO, J., Regla primitiva que la Virgen Santa Clara dio a sus monjas, traducida del original con una explicación de la misma, Barcelona 1902. el contexto puede verse en GARCÍA GARCÍA, A., «La legislación de las clarisas. Estudio histórico-jurídico», en Archivo Ibero-Americano, t. LIV, nn. 213-214 (enero-junio, 1994) 183-97.

4.     4. Regla Segunda de Santa Clara..., cap. XIX, p. 27.

5.     5. AHPM, Protocolos notariales (Mariano Gaya Ansaldo), n. 4.484, ff. 1r-2v.

6.     VILAR, J. B., y INIESTA MAGÁN, J., «Censo de Aranda en el Obispado de Cartagena (1769). Aproximación a la demografía española moderna», en Anales de Historia Contemporánea, 3 (1984) 231-36 (+ hjs. despl.); MELGAREJO, J., El Censo de Floridablanca en Murcia y su Reino, presentación de J. Sánchez Jiménez, Murcia 1987 [tesis doctoral dirigida por J. B. Vilar].

7.     7. Eran éstas: Micaela Aguilar, M.ª Francisca Díaz, Antonia Martínez, M.ª Martínez, M.ª Josefa Pascual, M.ª Asunción Rodríguez, M.ª Antonia Sáez y M.ª Encarnación Sánchez. AMSc, Mss varios, Relación... de 1822.

8.     8. Figuran por este orden: Antonia de S. Fco. Javier Sáez, Antonia de la Stma. Trinidad Martínez, M.ª de San Pedro de Alcántara Sánchez, Josefa de San Camilo Lozano, Fca. de las Mercedes López, Antonia M.ª González y Josefa de San Antonio Valera. Ibid, Relación... de 1832.

9.     M. Aguilar, de 78 años y 64 de hábito, en de 10 enero de 1824, y M.ª J. Pascual, de 70 años y 40 de hábito en 6 de noviembre de 1826 (la segunda, en el momento de su fallecimiento, era profesa). Ibid., Libro de defunciones..., años 1824 y 1826, s.f.

10.    El contexto general y referencias precisas a tal legislación puede verse en REVUELTA GONZÁLEZ, M., La exclaustración (1833-1840), Madrid 1976. Para el caso murciano es fundamental: RIQUELME OLIVA, P., Iglesia y Liberalismo. Los franciscanos en el Reino de Murcia, 1768-1840, prólogo de M. Revuelta González, Murcia 1993.

11.    11. VILAR, M.ª J., Mujeres, Iglesia y Revolución..., o.c.

12.   Ibid.

13.   AMM, leg. 3.829: Padrón de la Parroquia de San Miguel (Sec. 6.ª). 1857: Monasterios de Santa Clara y Santa Ana.

14.   VILAR, M.ª. J., Mujeres, Iglesia y Revolución..., o.c.

15.   ORTEGA, P. M., Chronica / de la Santa Provincia / de Cartagena / de la Regular Observancia / de N. P. San Francisco, t. I, Murcia 1740-1746, p. 555.

16.   TOSCA, T. V,. Vida, / virtudes / y milagros / de la Venerable Madre / Sor Josepha María / de Santa Inés / (en el siglo Josepha Albiñana) / Religiosa descalza de el exemplarísimo Convento / de la Purísima Concepción de Nuestra Señora, / de la Villa de Beniganim, Valencia 1732, pp. 39-40.

17.   Regla Segunda de Santa Clara..., cap. VI, pp. 12-13.

18.   18. ORTEGA, Chronica..., pp. 554-555.

19.   AOC, carp. Iltmo. Miralles: Denuncia dirigida al obispo de Cartagena por tres monjas profesas del Convento de San Antonio de Murcia. Murcia 6 febrero 1786.

20.  AMScM, Libros de Cuentas, 1804-1810.

21.   21. Ibid.

22.  Véase RIQUELME OLIVA, Iglesia y Liberalismo..., pp. 229-231.

23.   AMScM, Libro de Visitas, 11 marzo de 1810.

24.  VILAR, M.ª J., Mujeres, Iglesia y Revolución..., o.c.

25.  25. ROSA GONZÁLEZ, M. de la, El Monasterio de la Inmaculada Concepción de Cieza. Estudio histórico-artístico, prólogo de A. Yelo Templado, Murcia 1992, pp. 171-72. Casos similares referidos a monasterios de clarisas en la región pueden verse en GONZÁLEZ CASTAÑO, J., y MUÑOZ CLARES, M., Historia del Real Monasterio de la Encarnación de Religiosas Clarisas de la Ciudad de Mula (Murcia), prólogo de F. V. Sánchez Gil, Murcia 1993; MELGARES GUERRERO, J. A., El Monasterio de Santa Clara, de Caravaca de la Cruz, Caravaca de la Cruz 1995; AGÜERA Ros, J. C. [et al.], El Monasterio de Santa Verónica de Murcia. Historia y Arte, Prólogo de F. V. Sánchez Gil, Murcia 1994; MUÑOZ CLARES, M. (dir.), Monasterio de Santa Ana y Magdalena de Lorca. Historia y Arte, Murcia 2002.

26.  AHPM, Protocolos, n. 4.484 (M. Gaya y Ansaldo), ff. 1r-2v: Poder otorgado por Fca. M.ª Díaz Serrano, hermana de Obediencia en Santa Clara de Murcia, a favor de su tío B. Serrano, Murcia, 1 de enero de 1813.

27.  Ibid., Protocolos, n. 4.604 (J. de Lara Nicolás), fs. 168r-169v: Poder otorgado por Fca. M.ª Díaz Serrano, hermana de obediencia en Santa Clara de Murcia, a favor de A. Boj, Murcia, 18 de marzo de 1815.

28.  AMScM, Libro de Defunciones, 1788-1874, s.f.

29.  La mejor edición comentada al mismo continúa siendo, probablemente, la del canonista PÉREZ ALHAMA, J., La Iglesia y el Estado Español. Estudio históricojurídico a través del Concordato de 1851. Madrid 1967.

30.  Más información en VILAR, M.ª J., Mujeres, Iglesia y Revolución ..., o.c.

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