Las hermanas serviciales o legas
en los
conventos femeninos de clausura.
¿Un colectivo marginado?
PLANTEAMIENTO
El
Monasterio de Santa Clara la Real de Murcia, fundación de Dña. Violante (o
Yolant), la esposa catalano-aragonesa de Alfonso X e hija de Jaime I de Aragón,
lo fue (tras la reconquista de esa ciudad) en el segundo tercio del siglo XIII,
en fecha imprecisa y sobre los edificios y tierras que hasta el momento habían
sido residencia privada y harén del último soberano musulmán, patrimonio que el
Rey Sabio tenía cedido a su esposa. La primera noticia documentada sobre el
monasterio (una transmisión de bienes) data de 1273, año en el que se hallaba
ya constituido como comunidad de monjas clarisas. De lo que no hay duda es de
que fue el primer monasterio femenino de la región de Murcia, y desde luego el
más emblemático, referente obligado de los establecidos posteriormente, y
todavía existente 1.
Nuestro estudio incide sobre un
aspecto puntual, aunque relevante, soslayado hasta el momento casi enteramente
por la historiografía disponible, no ya la referida al monasterio en cuestión,
sino también a las comunidades femeninas de clausura en general. Me refiero a
las religiosas serviciales, legas u oblatas, no enteramente equiparadas a las profesas o coristas, asignadas a
funciones auxiliares y laborales, y sobre las cuales las fuentes disponibles apenas
aportan información por considerarlas un colectivo, aunque numeroso, de gran
movilidad por poco perseverante, no plenamente integrada en la vida de
comunidad, y, por tanto, periférico.
Desde luego su plena integración
no se daría sino muy tardíamente en el marco de las profundas transformaciones
experimentadas por los institutos femeninos tradicionales bajo el impacto de la
exclaustración, la desamortización de los patrimonios conventuales y restantes
leyes secularizadoras inseparables de la revolución liberal. Normativa que
determinó una profunda crisis en el seno de las comunidades religiosas
femeninas de vida contemplativa (reputadas de socialmente inútiles por el
pragmatismo liberal-burgués), crisis que pese a todo logró ser remontada y que
no dejó de conllevar aspectos positivos. En particular la autorreforma de los
monasterios y conventos sobrevivientes, acorde con la estricta observancia de
los estatutos que les eran propios, una observancia facilitada ahora por la
reafirmación vocacional, la renuncia solidaria a bienes privados y a cualquier
tipo de ventaja o privilegio, y por la identificación con el ideal de pobreza
evangélica, todo lo cual posibilitaría lo que en lenguaje eclesial se llama el
paso de la vida particular a la común, un objetivo largamente anhelado y al fin
logrado.
Aspecto fundamental en tal
cambio sería la plena homologación de religiosas serviciales y coristas en la
respectiva comunidad, ahora todas por igual con el rango de monjas profesas. Un proceso largo,
complejo y en ocasiones conflictivo, sobre el cual pretendemos arrojar alguna
luz con el presente estudio, incidente en el largo tránsito de la modernidad al
mundo contemporáneo (aproximadamente delimitado para la Iglesia española por
los Concordatos de 1753 y 1851) y sobre un caso concreto pero de incuestionable
relevancia: el Monasterio de Santa Clara la Real de Murcia.
LAS HERMANAS
SERVICIALES DE SANTA CLARA DE MURCIA: ESTATUS, EXTRACCIÓN Y NÚMERO
La
normativa aprobada por Urbano IV, por la que se regían la mayor parte de los
monasterios adscritos a las diferentes obediencias franciscanas, incluso el de
Santa Clara de Murcia, prevé la existencia en los mismos de religiosas no
profesas. La Regla Segunda de Santa Clara las denomina serviciales o hermanas,
«... sub servitialium nomine, vel sororum» 2.
Tal
normativa, surgida cien años después de la muerte de la fundadora, Clara de
Asís, hermana y colaboradora de San Francisco, contravenía así los deseos
expresos de ésta de igualdad total entre las religiosas 3, y traicionaba, por
tanto, el espíritu primigenio de la Orden. El objetivo buscado parece haber
sido la integración en la comunidad del personal laboral femenino a su
servicio, situándolo dentro de la clausura, por ser hasta el momento extraño a
la misma, al objeto de potenciar la unidad y recogimiento de aquélla. Pero el
resultado fue la conformación de dos grupos de religiosas de rango y funciones
diferentes, lo cual no parece haber favorecido los objetivos buscados.
El
número de serviciales sería el imprescindible para que quedasen cubiertas las
tareas más necesarias y oficios mecánicos en el convento. En el caso murciano
de referencia la limpieza del inmenso caserón conventual y de su iglesia,
trabajos en la cocina y otras labores domésticas (lavado, planchado, almidonado...),
faenas del huerto, atención de la enfermería y de las enfermas, fabricación de
dulces y golosinas (siempre interesante fuente de ingresos), hacer la plaza y
otros encargos en la calle, etc. En suma, las tareas más duras, de las cuales
se hallaban eximidas las profesas. Se comprende que éstas de algún modo
considerasen a aquéllas, más que religiosas, como mano de obra gratuita con
destino a los trabajos más penosos y desagradables del monasterio, que no
siempre hubiesen estado dispuestas a realizar las sirvientas seculares
contratadas.
No
pronunciaban voto de clausura, y los tres restantes no tenían carácter de
solemnes, pero en lo demás debían observar la Regla. Con licencia expresa de la
abadesa, estaban facultadas a ausentarse del monasterio en caso necesario para
ocuparse en la calle de los asuntos de la comunidad.
Llegado
el caso, saldrían por parejas, vestirían con todo cuidado y discreción,
procurando no llamar la atención ni por su aspecto, ni mucho menos por sus
actitudes u observaciones. En ningún caso comerían o dormirían fuera del
monasterio, no mantendrían conversaciones particulares, «... y cuando vuelvan
no cuenten a las Religiosas cosas inútiles y del mundo, que las puedan turbar o
disipar el espíritu» 4 . Al fallecer deberían ser inhumadas en el cementerio
conventual, dentro de la clausura, como las otras monjas.
La
documentación consultada referida al caso que nos ocupa no utiliza el término
«servicial», al parecer caído en desuso por más que sea el empleado en la Regla
y constituciones de la Orden, documentos leídos periódicamente en actos de
comunidad para conocimiento de las religiosas. Llama a aquéllas «hermanas»,
«hermanas de obediencia», «hermanas de devoción», «religiosas no profesas» e
incluso «religiosas de velo blanco» (designación a su vez reservada a las
novicias) para diferenciarlas de las de velo negro, coristas o monjas
propiamente dichas. También «legas» (extendiendo a ellas el calificativo
asignado a los frailes no profesos) y «donadas», expresión ésta un tanto impropia
por ser el femenino de los varones recolectores de limosnas al servicio del
monasterio. Después de 1800 se generalizó la expresión «hermana de comunidad»,
aunque en un documento notarial de 1813 se menciona a una de ellas
indistintamente de esa forma y como «sirvienta de este referido convento» 5 ,
lo que indica sin lugar a equívocos cuáles eran sus funciones en el mismo.
En
efecto, estas religiosas eran las hormigas y abejas de la colmena conventual a
la que se hallaban adscritas, por tener a su cargo las cotidianas faenas
materiales que posibilitaban el funcionamiento del monasterio, tareas que,
desde luego, no solían ser escasas. Ello dejaba poco tiempo para su edificación
espiritual y para actividades propiamente intelectuales.
Como
queda dicho, en teoría la Regla las equiparaba a las religiosas profesas. En la
práctica la realidad era otra. De entrada, la «servicial» estaba exenta de
aportar dote alguna para cubrir su mantenimiento. Por tanto, tenía que ganarse
el sustento «sirviendo», es decir, con su cotidiano trabajo. La Regla preceptúa
que el número de serviciales debería ser el mínimo e indispensable, pero de
hecho fueron tantas cuantas el monasterio pudiera permitirse en aras de un
mejor servicio. En el tercio final del XVIII el de Santa Clara estuvo desde
luego muy bien servido. En 1769 una servicial por cada dos profesas (le siguen
en la ciudad las también franciscanas de San Antonio y las dominicas de Santa
Ana con proporción de 1 a 3 y 1 a 5), y en 1787 el número de hermanas, 39,
sobrepasaba al de profesas y novicias juntas, 35 en total, en tanto dominicas y
capuchinas, inmediatamente a continuación, contaban con 15 y 11 para atender a
60 y 39, respectivamente 6 .
Entrado
el siglo XIX, en pleno tránsito de la vida particular a la común, la proporción
se invierte, por cuanto se hace preceptivo que la servicial sea preparada para
hacer votos solemnes y se la reciba entre las profesas. En cierta relación de
1822 se computan 25 profesas y sólo ocho hermanas, y por vez primera nos es
dado conocer los nombres de éstas 7 , que obviamente son omitidos en los libros
de tomas de hábito y profesiones, y raras veces aparecen en el de defunciones,
dado que la mayoría de estas religiosas no perseveraban, abandonando el
monasterio al término de una estancia en el mismo más o menos larga.
Diez
años después (1832) las serviciales son siete, cuya identidad es constatable
por otra relación 8 , según la cual vemos que a su nombre civil suman ya el
religioso. De ellas tan sólo dos (M.ª A. Sáez y A. Martínez) eran sobrevivientes
de la relación anterior. Ahora bien, por el libro de defunciones consta haber
fallecido otras dos en 1824 y 1826 9 , luego las cuatro restantes se habían
marchado.
La
disminución ininterrumpida del número de profesas entre 1835 y 1851, por hallarse
prohibida en ese tiempo la recepción de novicias y de nuevas coristas, por las
leyes civiles en vigor 10, determinó un incremento proporcional entre las
serviciales, no sujetas a las mismas restricciones. En 1850 existían en Santa
Clara casi tantas legas como monjas, ocho y 10, respectivamente, en tanto en el
inmediato monasterio de dominicas de Santa Ana 13 profesas eran atendidas por
siete hermanas de obediencia, y en el también murciano convento de capuchinas
la proporción era de 19 y cuatro 11.
Siete
años después los monasterios eran testigos de nuevas vocaciones, en Santa Clara
seis hermanas atendían a 15 profesas, tres novicias y una educanda, proporción
semejante a la registrada en el ya mencionado monasterio de dominicas, donde
otras 15 profesas más otras nueve personas entre novicias, educandas y señoras
acogidas, eran asistidas por tres hermanas de obediencia, pero reforzadas con
siete sirvientas laicas 12.
En
1857, fecha del último padrón conventual manejado 13, existían en Santa Clara
seis serviciales para una comunidad de 15 profesas, tres novicias y una
educanda. Exceptuadas dos jóvenes de 19 y 25 años, las cuatro restantes eran
mujeres maduras entre los 52 y 64 años, cuyos nombres figuran en la relación de
1832. Probablemente analfabetas, y, por tanto, no facultadas para las
obligaciones del coro, de ahí que en tan largo tiempo no hubiesen accedido a la
condición de profesas. En Santa Ana, por el contrario, las serviciales eran
tres para una comunidad con igual número de profesas que las clarisas (más
cuatro novicias, cuatro educandas y una señora de piso), pero esa comunidad
contaba con seculares asalariadas. En total siete sirvientas.
SUS FUNCIONES Y
ESTILO DE VIDA
Dado
que en Santa Clara, como queda dicho, las religiosas no profesas estaban
eximidas de satisfacer dote alguna que cubriera su manutención de por vida
(dinero del que por lo demás solían carecer en razón de su modesta extracción
social, por más que en otros monasterios más pobres, como el de Clarisas de
Cieza 14, las serviciales estaban obligadas a satisfacer media dote), tenían
que ganarse el sustento con su trabajo. Esta era la excusa por la que, llegado
el caso, solía cargarlas con obligaciones excesivas, hasta el punto de no
resultarles posible participar en todo o en parte de los deberes de comunidad
preceptuados por la Regla para la totalidad de las religiosas. Todo ello no
dejaba de traducirse en una situación de real inferioridad y dependencia de las
serviciales respecto a las profesas.
Si
el camino de perfección resultaba duro para una monja de velo negro, acaso lo
fuese más para la lega, desprovista de cualquier asidero intelectual.
Legas
y coristas eran las martas y marías del monasterio, con funciones separadas y
no siempre bien coordinadas. De ahí la incomprensión e incluso desavenencias
que en ocasiones se suscitaban entre unas y otras. Si a ello se suma el
diferente ambiente social del que procedían ambos grupos, y su dispar nivel de
educación y cultura, se comprende el distanciamiento en que solían vivir.
Con
frecuencia las serviciales se quejaban a la vicaria o a la abadesa del
monasterio de los escasos conocimientos prácticos de las profesas que las
mandaban en los oficios de comunidad que periódicamente desempeñaban, de su
inoperancia, errores, incomprensión e incluso arrogancia y ausencia de caridad
para con sus hermanas en religión. Las coristas, por su parte, llegado el caso,
reputaban a sus compañeras, a las que no dejaban de mirar desde arriba, de
indolencia, zafiedad, estultez y desobediencia. También de no mirar
suficientemente por las cosas del monasterio, de ser excesivamente locuaces
dentro y fuera de la clausura e incluso de moralidad un tanto relajada. Quizá
algunas legas se mostraran en la calle, en efecto, más locuaces y descuidadas
de lo que fuera menester, dado que ellas, que no las profesas enclaustradas
(que en esto tenían razón) daban la imagen del monasterio ante la gente
extraña.
Y,
sin embargo, debemos convenir en que las hermanas de obediencia consumían sus
vidas en el servicio de la comunidad, en afanarse de la mañana a la noche para
cuidar el huerto, cocinar, lavar, limpiar y otras cien tareas indispensables,
sin apenas tener tiempo de ocuparse de sí mismas, y sin otras devociones que la
misa oída muy de mañana cuando les resultaba factible y la recitación de
algunos padrenuestros y avemarías al cabo de la agotadora jornada. De forma
que, reducidas a la condición de sirvientas, no les restaba de religiosa sino
el pobre hábito que llevaban con la dignidad que le permitía los bajos
menesteres en que eran ocupadas, su corto entendimiento y la mayor o menor
firmeza de su vocación.
Porque
si tal vocación era sólida en éstas como en las otras religiosas, la
convivencia entre cuatro paredes de dos colectivos con funciones diferentes,
perfectamente separados y supeditado el uno al otro en virtud del voto de
obediencia, podía tornarse difícil e incluso conflictiva. La convivencia de por
vida en el estrecho recinto del claustro de dos personas incompatibles
condenadas a verse todos los días puede llegar a ser una tortura insufrible si
falta en una de las dos, o en ambas, auténtica vocación fundada en el afán de
perfeccionamiento y en el amor cristiano. En caso contrario, puede suceder de
todo o casi todo.
Pero
si existía vocación, la cosa quedaba en mortificación añadida para la corista
por la posible insolencia de la servicial si ésta entendía que invadían sus
competencias en el trabajo cotidiano, o la sufrida por la misma al verse
marginada, y acaso despreciada, por su ignorancia u ordinariez, de la que nadie
solía tener especial interés en sacarla. Porque ni todas las profesas eran de
talante humilde y prudente, como Dña. Juana M.ª Fontes, recordada luego en
Santa Clara como ejemplo de virtudes monásticas, ni las serviciales tampoco
eran siempre sufridas como la hermana María de la Cruz, largos años encargada
del refectorio de este convento, quien al servirse la comida «...andaba
ordinariamente las rodillas por el suelo, contemplando que ministraba y servía
a las esposas del Gran Rey, cuya dignidad ella no [h]avía merecido, y solamente
era esclava de cada una ...»15.
El
acceso al coro, a la instrucción y a los bienes culturales fue siempre una
reivindicación de las hermanas serviciales dentro y fuera de la Orden de Santa
Clara. Tanto más en ésta, por cuanto la Regla, con las salvedades apuntadas,
equiparaba a ambos grupos de religiosas. Ahora bien, la consecución por las
serviciales de sus legítimas aspiraciones y demandas se hallaba dificultada por
dos obstáculos básicos. De un lado, su condición iletrada, y, de otro, sus
absorbentes obligaciones laborales que las privaban del tiempo libre
imprescindible. A ello cabe sumar la escasa voluntad de abadesas y coristas de
promocionar a un colectivo tipificado como inferior dentro de la comunidad. La
propia experiencia las predisponía contra semejante innovación.
Desde
luego la participación de las oblatas en los rezos de coro conllevaba la
reorganización del trabajo sobre la base de una mayor participación de las
monjas de velo negro en actividades de las que hasta el momento estaban
exentas. Cuestión ésta que incide sobre un angular problema de mentalidades
(incompatibilidad de nobleza y trabajo manual) de firme arraigo en la sociedad
española del antiguo régimen. Incluso en los conventos de monjas.
De
ahí que se hicieran oídos sordos a las quejas de las legas cuando se lamentaban
de que todo eran exigencias con ellas y que nadie se interesaba por sus
necesidades espirituales o por la salvación de sus almas. Se comprende que
alguna perdiese la paciencia en la cocina, el obrador, el torno o en el huerto
recomiéndose por dentro, e incluso haciéndole saber sin tapujos a la vicaria
que ella había entrado en religión a servir a Nuestro Señor Jesucristo que no a
tal o cual doña. Sin embargo, lo común no era eso, sino que la servicial
viviese realizada en su vocación religiosa y en el cumplimiento de los votos
prometidos.
La
medida de lo que se esperaba de una servicial lo daba el ejemplo de la hermana
Josefa María de Santa Inés Albiñana, pobre lega en el monasterio de carmelitas
descalzas de la villa valenciana de Benigamim, cuya biografía era leída con
fines didácticos en el refectorio y la sala de labor a las religiosas no
profesas de Santa Clara de Murcia. La hermana Albiñana vivía profundamente su
vocación religiosa, se sentía feliz en su «estado inferior de lega» y era un
prodigio de laboriosidad y obediencia, pues tal era su camino de perfección,
que no las místicas contemplaciones, que, sin embargo, no le faltaron a título
de recompensa 16.
El
trabajo y la virtud suelen tener su recompensa. Incluso en este mundo, como lo
acredita el caso de la lega en cuestión, promocionada a profesa y que, cuando
falleció, era madre de comunidad en su convento. En Santa Clara las mejores
abadesas se interesaron por la promoción de las oblatas más despiertas y
diligentes, señalándoles maestras de primeras letras, al tiempo que reajustaban
sus horarios para que pudieran participar más en el rezo de los oficios de coro
y dispusieran de algún tiempo para la lectura. Pero no pasaron de ahí, por
cuanto no existe constancia de que ninguna hermana de obediencia fuese nunca
incorporada al número de las profesas, al menos antes de 1830.
Para
ello se requería autorización expresa del obispo, conformidad del provincial,
aceptación unánime de las coristas para recibirla como una de ellas, y realizar
satisfactoriamente una prueba de instrucción, nada fácil de superar para quien
hasta la víspera había sido analfabeta. La Regla, sin embargo, preveía estos
casos, mostrándose indulgente con las discapacidades de la servicial resellable
como profesa 17
Incluso
permitiéndola continuar, en caso extremo, con el plan sencillo de rezos que
sustituía las obligaciones de coro entre las serviciales. A saber: el rezo de
veinticuatro padrenuestros en lugar de maitines, cinco por laudes, siete por
prima, otro tanto por tercia, igual por sexta, lo mismo por nona, doce por
vísperas y siete por completas. Eso sí, se requería la presencia física de la
ex lega en el coro acompañando a las otras profesas. Los oficios de la Virgen y
de difuntos eran también sustituibles por diferentes rezos.
Pero
como queda apuntado, la barrera que separaba serviciales y coristas era tan
formidable (cultural, social y económica), que no parece que lograse ser
salvada por nadie durante el período de referencia (1750-1850 aproximadamente),
siquiera hasta bien entrado el siglo XIX. La joven o mujer que llegaba al
monasterio como servicial sabía que permanecería como tal hasta el momento de
su muerte. Por tanto, vivía realizada, o al menos conformada, con su rango y
oficio.
Sin
duda la perfección religiosa y la santidad no se hallaban reservadas a las
profesas, siendo posible alcanzarlas en los restantes estatus conventuales.
Bien es cierto que entre las decenas de monjas sobre las cuales el P. Ortega
aporta sus microbiografías, tan solo da noticia de una lega o servicial, de
quien se guardara memoria por sus relevantes virtudes y fama de santidad. La
venerable María de la Cruz, natural de Murcia, que vivió en el siglo XVII, «...
hija de padres muy christianos, pero poco favorecidos de bienes de fortuna» 18.
Por
ello, habiendo entrado en clase de novicia para profesar como religiosa de velo
negro, como concluyera el tiempo de noviciado y no pudiesen sus progenitores abonar
la dote estipulada, la joven se vio precisada a abandonar el convento.
Optó, sin embargo, por permanecer en el mismo «... en el humilde estado de
donada, sirviendo a la Comunidad, y en el que quedó tan gustossa y alegre, como
si hubiera hecho rigurosa professión, porque los que buscan a Dios de todas
veras, el camino del desprecio es el que llaman y consideran del atajo».
No
obstante, las serviciales se caracterizaban más por defender sus terrenales
intereses y personales conveniencias, así como por la uniformidad y obligatoriedad
en rezos y actos de comunidad, que por seguir el ejemplo de la hermana María de
la Cruz en su arduo camino por alcanzar la Perfección.
Pero
eran conscientes de que sus limitaciones culturales las excluía del coro, y las
diferencias sociales y económicas de una forma u otra se dejarían sentir
siempre dentro del claustro. En consecuencia optaron por sacar el mejor partido
posible a su situación. Bien asistiendo a las profesas ricas que no tenían
sirvientas seculares dentro del monasterio, bien mimando a las que sí las
tenían, o cumpliendo encargos particulares de unas y otras en la medida en que
les resultaba factible, dado que la servicial era en realidad sirvienta del
monasterio, que no de personas concretas. Esos servicios particulares
lógicamente merecían recompensa.
De
ahí que las serviciales, como grupo, fueran tan reticentes como las profesas a
la implantación de la vida común. De otro lado, el desbarajuste administrativo
que solía darse en la casa (duplicidad de compras, gastos, mala gestión, etc.)
les permitía mejorar su mesa y aun incrementar los cortos ahorros formados a
base de donativos de las coristas ricas en pago a servicios laborales a título
particular. Una realidad extensible a otros conventos de la ciudad. En otro
caso no se entendería que cuando en 1786 en el inmediato monasterio clariano de
San Antonio, un grupo mayoritario de profesas acordó poner fin a la vida
particular y observar estrictamente sus constituciones, hallaron cerrada
oposición de las demás, entre las cuales las serviciales en bloque: «...todas
las legas de comunidad –denunciarían aquéllas al obispo19– están en contra de
la vida común». Conducta seguida a su vez por 11 de las 15 asistentas seculares
con que contaba el convento.
La
identidad de las hermanas serviciales apenas es conocida. Las relaciones de
1822 y 1832 son la excepción. Raras veces las menciona la documentación
consultada, y con frecuencia no queda de ellas otra constancia que alguna
esporádica referencia en el libro de tomas de hábito, y sólo en el caso de que
habiendo entrado como novicias no llegasen a profesar para quedarse finalmente
en legas. No se las vuelve a mencionar hasta treinta, cuarenta o cincuenta años
más tarde en el escueto apunte de defunción, caso de haber perseverado en su
vida religiosa, lo cual tampoco era frecuente. Debió existir un registro de
hermanas, que no nos ha llegado.
De
igual forma que las profesas, las serviciales gustaban consumir sus peculios en
el arreglo y ornato del templo 20. Los ejemplos son numerosos 21.
REDUCCIÓN DE LA
VIDA PARTICULAR A LA COMÚN E INTEGRACIÓN PLENA DE LAS RELIGIOSAS SERVICIALES EN
LA COMUNIDAD
La
crisis de vocaciones durante la guerra de la Independencia, suscitada en parte
por la dificultad de abonar la preceptiva dote en tiempos tan calamitosos,
aconsejó introducir cauces más flexibles para que las hermanas pudiera acceder
a la condición de profesas. En principio, toda servicial tendría esa
oportunidad una vez cumplidos diez años de adscripción al monasterio. Su
aceptación o no dependería ante todo de la conducta observada en ese tiempo,
sobre la cual debería pronunciarse la totalidad de las profesas reunidas en
capítulo, y de que la aspirante tuviese los conocimientos imprescindibles para
desenvolverse bien en el coro y asumir sus nuevas responsabilidades. A tal fin
se la prepararía más intensamente durante los cuatro meses precedentes a la
profesión.
Esa
normativa daba satisfacción a legítimas reivindicaciones de las serviciales,
quienes desde siempre habían aspirado, aunque infructuosamente, a una
integración plena en la comunidad y a participar en el gobierno del monasterio
en pie de igualdad con las profesas. Sobre todo en la elección de abadesas y de
los discretorios, de que eran excluidas más por la costumbre, que por la
tradición y las constituciones mismas. Su exclusión era, por tanto, no sólo un
signo de marginalidad, sino un agravio a su condición de religiosas.
El
problema no era exclusivo de los conventos femeninos, habiéndose suscitado con
mayor fuerza en los masculinos entre los religiosos legos. Sobre todo en el
trienio liberal y bajo la influencia de las igualitarias doctrinas contenidas
en el texto constitucional, a cuya explicación y difusión entre los fieles
desde el púlpito estaban obligados por ley los religiosos como los restantes
clérigos. Tanto fue así, que hubo comunidades donde la promoción de los legos
se planteó como reivindicación de grupo y, por cierto, con argumentos harto
convincentes (los votos emitidos por el lego para su admisión obligan tanto
como los del profeso y son la esencia misma del estado religioso, por tanto,
huelga toda discriminación). De ahí que en alguna ocasión los legos fueran
admitidos a capítulo, que se les permitiera participar en las votaciones, y que
el acta de elección fuese dada por válida y aprobada por el gobernador
eclesiástico, según aconteció en el Convento de San Francisco de Albacete en
febrero de 1821 22.
Cuando
el provincial fray Pedro de Pina, con ocasión de su visita a Santa Clara de
Murcia en 11 de marzo de 1810, intentó implantar la nueva normativa, hubo de
afrontar las reticencias y objeciones de madres y coristas, quienes cerraron
filas en torno a su abadesa, Dña. María Teresa Caro. Como se le dijera que la
conducta de las posibles aspirantes en general dejaba bastante que desear, y
que su ignorancia de la Regla, constituciones y oficio divino era total,
dispuso que aquellas que reunieran el requisito básico de permanencia en el
monasterio el tiempo preceptuadon deberían ser preparadas de inmediato para la
profesión. Fue señalado el 31 de mayo siguiente para el examen y posible
recepción de la primera tanda. Esa operación debería repetirse cada cuatro
meses.
En
cuanto a las objeciones que se le hicieran sobre la conducta de varias
hermanas, se tendría en cuenta la observada durante los meses de preparación
«...sin consideración de la que. Hayan observado hasta aquí»23. Pina no dejaba
de responsabilizar implícita pero inequívocamente a la abadesa Caro y a las
madres de comunidad que la habían precedido en el cargo de las irregularidades
atribuidas a las serviciales, por entender que éstas habían estado hasta el
momento poco menos que postergadas, olvidadas y casi abandonadas a su suerte.
En adelante se les permitiría participar en las horas del coro y asistir a los
demás actos de comunidad para que se familiarizasen con todo. Y como se le
dijera que el santo silencio era una virtud monástica de la que las susodichas
hermanas andaban más bien escasas, recomendó a la abadesa y vicaria de que
estuvieran pendientes para que en adelante aquellas «...guarden silencio en
qualquiera parte qe se junten con ocasión de algún servicio». El P. Pina se
marchó satisfecho de los cambios que creyó haber introducido, pero las cosas
continuaron igual en esto como en lo demás.
En
efecto, la obstrucción practicada por abadesa y profesas a las innovaciones
pretendidas se reveló tan eficaz que no fue aceptada ni una sola de las
hermanas, alegando que todas, sin excepción, eran indignas de llevar el velo
negro. Baste decir que en los quince años siguientes a la visita de Pina
profesaron solamente tres religiosas, y no precisamente serviciales: Dña. Juana
Fontes, Dña. Mariana Beltrán y Dña. Ángela Durán, en 4 de noviembre de 1810, 12
de mayo de 1812 y 28 de marzo de 1814, hijas, respectivamente, de un aristócrata
murciano, de un hidalgo acomodado de Murcia, y de cierto hacendado de Elche
nada escaso en bienes de fortuna 24. Las tres lo hicieron al término del
preceptivo noviciado y las tres entregaron anticipadamente la dote estipulada.
En
conventos más necesitados y con tradiciones elitistas menos arraigadas no
existía inconveniente alguno en admitir como profesa a una lega, siempre que se
la considerarse vocacionada y aportarse la preceptiva dote. Por mencionar un
ejemplo próximo, un caso en las clarisas de Cieza 25. En octubre de 1807 cierto
vecino de esa localidad se obligó ante escribano público a satisfacer 5.500
reales (diferencia de la dote de las legas respecto a las de las profesas en
ese monasterio) para que una hermana suya, Antonia Micó Lucas, servicial en el
mencionado convento, fuera recibida como religiosa de velo negro.
Un
caso así era impensable en Santa Clara. Un ejemplo nos ilustrará. El de
Francisca María Díaz Serrano, muchacha ilicitana nacida en 1790 y perteneciente
a una familia de labradores acomodados, pero que habiendo quedado huérfana, sus
familiares la enviaron muy joven a las clarisas de Murcia para quitársela de en
medio. Como quiera que la familia se negase a satisfacer la preceptiva dote,
Francisca fue recibida en clase de hermana de obediencia, o lo que es igual de
religiosa sirvienta. Transcurrieron varios años, cuando a finales de 1812,
contando Francisca veintidós de edad, fallecieron sus abuelos maternos Blas
Serrano y Salvadora Navarro, ambos naturales y vecinos de Elche, quedando «...
diferentes bienes para partir entre sus herederos». Entre los beneficiarios
figuraba la religiosa. No pudiendo personarse ésta en la expresada villa, en 1
de enero de siguiente año, y ante escribano público, dio poderes suficientes a
un tío suyo, Blas Serrano, también de Elche, otorgados según costumbre en el
locutorio del monasterio, para «...proceder y concurrir con los demás
interesados a la liquidación de cuentas, inventario y participación de los
vienes que han quedado (...), y practicar cuantas diligencias, pasos, agencias
y gestiones sean necesarios para la pronta y justa realización de dicha
liquidación y participación» 26
Que
la hermana Francisca no quedó muy satisfecha con las gestiones de su tío en la
liquidación de la testamentaría o en la administración de las «varias fincas y
otros derechos» que le correspondieron, lo prueba el que dos años más tarde
(marzo, 1815) le retirase sus poderes, «dejando como dejo al referido en su
buena opinión y fama», para otorgarlos ahora a cierto Antonio Boj, también de
Elche, «...para que a nombre de la otorgante y representando su misma persona,
acción y derecho, administre, rija y govierne todas las expresadas fincas y
quantos bienes posee...» 27.
Ignoro
si la hermana Díaz, convertida ahora en rica heredera, aspiró a ponerse el velo
negro. Si lo pretendió no pudo conseguirlo. En fecha indeterminada abandonó el
convento, dado que su nombre no consta en registro alguno. Ni siquiera en el de
defunciones.
En
este libro28 figuran en el período 1788-1874 tan solo cinco serviciales,
fallecidas como tales e inhumadas en el monasterio. A saber, la ya mencionada
Micaela Aguilar, bienhechora de la casa, a la que debía sentirse muy unida
desde que entrara en ella a sus catorce primaveras, habiendo fallecido en 10 de
enero de 1824 a los 78 de edad y 64 de hábito. Y nuestra también conocida Juana
Ramona Navarro, muerta en 3 de mayo de 1826 con 59 años y 29 en el convento.
Las otras tres: Teresa de Torres, Francisca Morenete y Antonia María González,
cuyos óbitos aparecen registrados en 8 de noviembre de 1789, en el mismo día de
1813 y en 24 de marzo de 1839. De ninguna de ellas consta información adicional
alguna, salvo de la hermana Morenete, de 70 años de edad y 50 «en religión».
Comoquiera que, según ha quedado apuntado, hubo momentos en el período
estudiado en los que Santa Clara de Murcia llegó a contar hasta 39 hermanas de
obediencia, todo parece indicar muy escasa perseverancia entre esas religiosas.
Su
completa integración en la vida de comunidad no fue posible hasta años más
tarde, una vez desaparecidos los últimos vestigios de tipificaciones
estamentales entre monjas y hermanas, y de los privilegios y abusos, inherentes
a la vida particular. Unos cambios que llegaron por sí solos, pero que los ecos
de la revolución liberal dentro del monasterio no dejaron de potenciar y
acelerar. La desamortización de los bienes conventuales en virtud de las dos
leyes Mendizábal de 1836 y 1837, la recepción en Santa Clara de las religiosas
verónicas expulsadas de su convento al ser suprimido el mismo por esas fechas,
la devolución gubernativa manu militari de las novicias a sus familias, la
prohibición terminante de nuevas profesiones, el temor e incertidumbre por una
posible exclaustración total, todo se conjuró para que las religiosas fieles a
sus votos limasen sus diferencias, olvidaran egoísmos mezquinos y cerrasen
filas en un clima de estricta observancia y de pobreza evangélica. No cabe duda
de que un positivo efecto indirecto de las por otro concepto aciagas leyes
desamortizadoras fue acelerar el deseable y ya iniciado tránsito de la vida
particular a la común en los conventos femeninos sobrevivientes.
Cuando
a comienzos de 1852, en virtud de lo suscrito entre el reino de España y la
Santa Sede en el Concordato del año anterior 29 se permitió a Santa Clara
recibir nuevas novicias, las tres primeras que lo hicieron fueron tres
serviciales de la casa. Desde luego en justa recompensa a su ejemplar
perseverancia y lealtad a toda prueba en años difíciles, en que peligró varias
veces la existencia misma de la comunidad 30. Así pues, este hecho refleja un
profundo y positivo cambio de mentalidad.
Ignoro
si después de 1852 y hasta comienzos del 75, iniciada ya la Restauración,
fueron admitidas más legas como monjas de velo negro. No, desde luego, entre
las hermanas de observancia existentes en 1850, ocho en total, de las cuales
profesaron las tres más jóvenes, con 30, 26 y 23 años en ese último año. Las
otras cinco continuaron como legas. Las cinco debieron abandonar el monasterio en
fecha imprecisa, por cuanto sus nombres, que son conocidos, no constan en el
registro de defunciones.
Es
posible que fuera ex servicial alguna de las religiosas recibidas como profesas
entre 1853 y 1874. Sobre todo las que lo hicieron con veinticinco, treinta y
más años, pero también esto parece improbable, por cuanto en todos los casos
cumplieron el tiempo estricto previsto para el noviciado, lo que parece sugerir
tratarse más bien de vocaciones tardías.
La
figura de hermana de obediencia o servicial, aunque prevista por la Regla, y
sin perjuicio de que reapareciese más tarde, podía darse por extinguida en 1874
al término de las importantes reformas abordadas con pleno éxito por la abadesa
Orenes, coincidiendo con el sexenio de 1868-1874, que en este sentido también
en Santa Clara fue revolucionario e incluso democrático.
ABREVIATURAS
UTILIZADAS
AHPM:
Archivo Histórico Provincial de Murcia.
AMM:
Archivo Municipal de Murcia.
AMScM:
Archivo del Monasterio de Santa Clara (Murcia).
AOC:
Archivo del Obispado de Cartagena (Murcia).
BNM:
Biblioteca Nacional de Madrid.
NOTAS
1. De entre la no
especialmente nutrida bibliografía disponible sobre esta comunidad religiosa,
cabe espigar algunos títulos significativos, que nos remiten - a los demás:
TORRES FONTES, J., «El Monasterio de Santa Clara la Real de Murcia (siglos
XIII-XIV)», en Murgetana, 20 (1963) 3-18; GALINDO ROMEO, P., «Reconstitución
del Archivo del Monasterio de Santa Clara la Real de Murcia», en Paleografía y
Archivística, vol. V de I Jornadas de Metodología Aplicada a las Ciencias
Históricas, Santiago de Compostela 1975, pp. 61-74; GARCÍA DÍAZ, I., y
RODRÍGUEZ LLOPIS, M., «Documentos medievales del Convento de Santa Clara la
Real de Murcia», en Miscelánea Medieval Murciana, XVI (1990-91) 197-207; SÁNCHEZ
GIL, F. V., «Santa Clara la Real de Murcia, siglos XIII-XIX. Documentos para su
historia», en Archivo Ibero-Americano, t. LIV, nn. 215-16 (julio-diciembre.
1994) 847-78; GARCÍA DÍAZ, I. (ed.), Documentos del Monasterio de Santa Clara.
Murcia 1997; PEÑAFIEL RAMÓN, A., «Conventos, novicias y profesas. Santa Clara
la Real de Murcia (siglo XVIII)», en Historia y Humanismo. Homenaje al Prof. P.
Rojas Ferrer, Murcia 2000, pp. 459-73; PEÑAFIEL RAMÓN, A., «Con los pies en la
tierra. (Vida material de un convento en la Murcia del siglo XVIII)», en
Littera Scripta in honorem Prof. Lope Pascual Martínez, Murcia 2002, pp.
837-51; VILAR, M.ª J., Mujeres, Iglesia y Revolución liberal. La vida en los
conventos femeninos españoles de clausura entre la tradición y el cambio. Las
Clarisas en la Región de Murcia 1788-1874, en prensa. Los orígenes y evolución
del instituto clariano, considerado globalmente, o bien en relación con España,
puede verse en OMAECHEVARRÍA, I., Las Clarisas a través de los siglos. Apuntes
para una historia de la Orden de Santa Clara, Roma 1975, y GARCÍA ORO, J.,
«Orígenes de las Clarisas en España», en Archivo Ibero-Americano, LIV, nn.
213-214 (enero-junio 1994) 163-82, quienes remiten, a su vez, a amplia
bibliografía.
2. Regla Segunda
de Santa Clara, cap. II, p. 9 [ejemplar consultado en BNM, (s.l.) (s.a.)]
–faltan primeras páginas–.
3. 3. Véase
AGUILLÓ LÓPEZ DE TORINO, J., Regla primitiva que la Virgen Santa Clara dio a
sus monjas, traducida del original con una explicación de la misma, Barcelona
1902. el contexto puede verse en GARCÍA GARCÍA, A., «La legislación de las
clarisas. Estudio histórico-jurídico», en Archivo Ibero-Americano, t. LIV, nn.
213-214 (enero-junio, 1994) 183-97.
4. 4. Regla
Segunda de Santa Clara..., cap. XIX, p. 27.
5. 5. AHPM,
Protocolos notariales (Mariano Gaya Ansaldo), n. 4.484, ff. 1r-2v.
6. VILAR, J. B., y
INIESTA MAGÁN, J., «Censo de Aranda en el Obispado de Cartagena (1769).
Aproximación a la demografía española moderna», en Anales de Historia
Contemporánea, 3 (1984) 231-36 (+ hjs. despl.); MELGAREJO, J., El Censo de
Floridablanca en Murcia y su Reino, presentación de J. Sánchez Jiménez, Murcia
1987 [tesis doctoral dirigida por J. B. Vilar].
7. 7. Eran éstas:
Micaela Aguilar, M.ª Francisca Díaz, Antonia Martínez, M.ª Martínez, M.ª Josefa
Pascual, M.ª Asunción Rodríguez, M.ª Antonia Sáez y M.ª Encarnación Sánchez.
AMSc, Mss varios, Relación... de 1822.
8. 8. Figuran por
este orden: Antonia de S. Fco. Javier Sáez, Antonia de la Stma. Trinidad
Martínez, M.ª de San Pedro de Alcántara Sánchez, Josefa de San Camilo Lozano,
Fca. de las Mercedes López, Antonia M.ª González y Josefa de San Antonio
Valera. Ibid, Relación... de 1832.
9. M. Aguilar, de
78 años y 64 de hábito, en de 10 enero de 1824, y M.ª J. Pascual, de 70 años y
40 de hábito en 6 de noviembre de 1826 (la segunda, en el momento de su
fallecimiento, era profesa). Ibid., Libro de defunciones..., años 1824 y 1826,
s.f.
10. El contexto general y referencias precisas a
tal legislación puede verse en REVUELTA GONZÁLEZ, M., La exclaustración (1833-1840),
Madrid 1976. Para el caso murciano es fundamental: RIQUELME OLIVA, P., Iglesia
y Liberalismo. Los franciscanos en el Reino de Murcia, 1768-1840, prólogo de M.
Revuelta González, Murcia 1993.
11. 11. VILAR, M.ª
J., Mujeres, Iglesia y Revolución...,
o.c.
12. Ibid.
13. AMM, leg.
3.829: Padrón de la Parroquia de San Miguel (Sec. 6.ª). 1857: Monasterios de
Santa Clara y Santa Ana.
14. VILAR, M.ª. J., Mujeres, Iglesia y Revolución...,
o.c.
15. ORTEGA, P. M., Chronica / de la Santa Provincia / de
Cartagena / de la Regular Observancia / de N. P. San Francisco, t. I,
Murcia 1740-1746, p. 555.
16. TOSCA, T. V,. Vida, / virtudes / y milagros / de la
Venerable Madre / Sor Josepha María / de Santa Inés / (en el siglo Josepha
Albiñana) / Religiosa descalza de el exemplarísimo Convento / de la Purísima
Concepción de Nuestra Señora, / de la Villa de Beniganim, Valencia 1732,
pp. 39-40.
17. Regla Segunda de Santa Clara..., cap. VI, pp.
12-13.
18. 18. ORTEGA,
Chronica..., pp. 554-555.
19. AOC, carp.
Iltmo. Miralles: Denuncia dirigida al
obispo de Cartagena por tres monjas profesas del Convento de San Antonio de
Murcia. Murcia 6 febrero 1786.
20. AMScM, Libros de Cuentas, 1804-1810.
21. 21. Ibid.
22. Véase RIQUELME
OLIVA, Iglesia y Liberalismo..., pp.
229-231.
23. AMScM, Libro
de Visitas, 11 marzo de 1810.
24. VILAR, M.ª J., Mujeres, Iglesia y Revolución..., o.c.
25. 25. ROSA
GONZÁLEZ, M. de la, El Monasterio de la
Inmaculada Concepción de Cieza. Estudio histórico-artístico, prólogo de A.
Yelo Templado, Murcia 1992, pp. 171-72. Casos similares referidos a monasterios
de clarisas en la región pueden verse en GONZÁLEZ CASTAÑO, J., y MUÑOZ CLARES,
M., Historia del Real Monasterio de la
Encarnación de Religiosas Clarisas de la Ciudad de Mula (Murcia), prólogo
de F. V. Sánchez Gil, Murcia 1993; MELGARES GUERRERO, J. A., El Monasterio de Santa Clara, de Caravaca de
la Cruz, Caravaca de la Cruz 1995; AGÜERA Ros, J. C. [et al.], El Monasterio de Santa Verónica de Murcia.
Historia y Arte, Prólogo de F. V. Sánchez Gil, Murcia 1994; MUÑOZ CLARES,
M. (dir.), Monasterio de Santa Ana y Magdalena
de Lorca. Historia y Arte, Murcia 2002.
26. AHPM, Protocolos, n. 4.484 (M. Gaya y
Ansaldo), ff. 1r-2v: Poder otorgado por Fca. M.ª Díaz Serrano, hermana de
Obediencia en Santa Clara de Murcia, a favor de su tío B. Serrano, Murcia, 1 de
enero de 1813.
27. Ibid., Protocolos, n. 4.604 (J. de Lara Nicolás),
fs. 168r-169v: Poder otorgado por Fca. M.ª Díaz Serrano, hermana de obediencia
en Santa Clara de Murcia, a favor de A. Boj, Murcia, 18 de marzo de 1815.
28. AMScM, Libro de Defunciones, 1788-1874, s.f.
29. La mejor edición
comentada al mismo continúa siendo, probablemente, la del canonista PÉREZ
ALHAMA, J., La Iglesia y el Estado
Español. Estudio históricojurídico a través del Concordato de 1851. Madrid
1967.
30. Más información
en VILAR, M.ª J., Mujeres, Iglesia y
Revolución ..., o.c.
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