PERFIL
BIOGRÁFICO DE
PABLO VI
(1897-1978)
https://es.wikipedia.org/wiki/Pablo_VI
Segundogénito de Giorgio y de
Giuditta Alghisi, Giovanni Battista Montini nació en Concesio, Brescia
(Italia), el 26 de septiembre de 1897. De familia católica muy comprometida en
el ámbito político y social, frecuentó la escuela primaria y secundaria en el
colegio Cesare Arici de Brescia dirigido por los jesuitas, y la concluyó en el
instituto estatal de la ciudad en 1916.
En otoño de ese año ingresó en
el seminario de Brescia y cuatro años más tarde, el 29 de mayo de 1920, recibió
la ordenación sacerdotal. Después del verano se trasladó a Roma, donde estudió
filosofía en la Pontificia Universidad Gregoriana y letras en la universidad
estatal, obteniendo luego el doctorado en derecho canónico y en derecho civil.
Mientras tanto, tras un encuentro con el sustituto de la Secretaría de Estado
Giuseppe Pizzardo en octubre de 1921, fue destinado al servicio diplomático y
por algunos meses de 1923 trabajó en la nunciatura apostólica de Varsovia.
Comenzó a prestar servicio en la
secretaría de Estado el 24 de octubre de 1924. En ese período acompañó a los
estudiantes universitarios católicos reunidos en la fuci, de la que fue
consiliario eclesiástico nacional de 1925 a 1933. Mientras tanto, a comienzos
de 1930, fue nombrado secretario de Estado el cardenal Eugenio Pacelli, del que
llegó a ser progresivamente uno de sus más estrechos colaboradores, hasta que
en 1937 fue promovido a sustituto de la Secretaría de Estado. Función que mantuvo
también cuando a Pacelli —que fue elegido Papa en 1939 tomando el nombre de Pío
XII— le sucedió el cardenal Luigi Maglione. Ocho años más tarde, en 1952, fue
nombrado prosecretario de Estado para los asuntos ordinarios.
Fue él quien preparó el borrador
del extremo aunque inútil llamamiento de paz que el Papa Pacelli lanzó por
radio el 24 de agosto de 1939, en vísperas del conflicto mundial: «Nada se
pierde con la paz. Todo puede perderse con la guerra».
El 1 de noviembre de 1954
recibió inesperadamente el nombramiento como arzobispo de Milán, donde inició
su ministerio el 6 de enero de 1955. Como guía de la Iglesia ambrosiana se
comprometió plenamente a nivel pastoral, dedicando una especial atención a los
problemas del mundo del trabajo, de la inmigración y de las periferias, donde
promovió la construcción de más de cien nuevas iglesias.
Fue el primer cardenal que
recibió la púrpura cardenalicia de manos de Juan XXIII, el 15
de diciembre de 1958. Participó en el Concilio
Vaticano II, donde sostuvo abiertamente la línea reformadora. Tras fallecer
Roncalli, el 21 de junio de 1963, fue elegido Papa y tomó el nombre de Pablo,
con una referencia clara al apóstol evangelizador.
En los primeros actos del
pontificado quiso destacar la continuidad con el predecesor, en particular con
la decisión de retomar el Vaticano II, que volvió a abrirse
el 29 de septiembre de 1963. Condujo los trabajos conciliares con
atenta mediación, favoreciendo y moderando la mayoría reformadora, hasta su
conclusión que tuvo lugar el 8 de diciembre de 1965 y precedida por la mutua
anulación de las excomuniones surgidas en 1054 entre Roma y Constantinopla.
Se remonta también al período
del Concilio los primeros tres de los nueve viajes que durante su pontificado le
llevaron a los cinco continentes (diez fueron, en cambio, sus visitas en
Italia): en 1964
visitó Tierra Santa y luego India, y
en 1965
Nueva York, donde pronunció un histórico
discurso ante la asamblea general de las Naciones Unidas. Ese
mismo año inició una profunda modificación de las estructuras del gobierno
central de la Iglesia, creando nuevos organismos para el diálogo con los no
cristianos y los no creyentes, instituyendo el Sínodo de los obispos —que
durante su pontificado tuvo cuatro asambleas ordinarias y una extraordinaria
entre 1967 y 1977— y reformando el Santo Oficio.
Su voluntad de diálogo en el
seno de la Iglesia, con las diversas confesiones y religiones y con el mundo
estuvo en el centro de la primera encíclica Ecclesiam suam de 1964, seguida
por otras seis: entre estas hay que recordar la Populorum progressio de 1967 sobre el
desarrollo de los pueblos y la Humanae vitae de 1968, dedicada a la
cuestión de los métodos para el control de la natalidad, que suscitó numerosas
polémicas incluso en ambientes católicos. Otros documentos significativos del
pontificado son la carta apostólica Octogesima adveniens de 1971 para el
pluralismo del compromiso político y social de los católicos, y la exhortación
apostólica Evangelii nuntiandi de 1975 sobre la
evangelización del mundo contemporáneo.
Comprometido en la no fácil
tarea de aplicar las indicaciones del Concilio, aceleró el diálogo ecuménico a
través de encuentros e iniciativas importantes. El impulso renovador en el
ámbito del gobierno de la Iglesia se tradujo luego en la reforma de la Curia en
1967, de la corte pontificia en 1968 y del Cónclave en 1970 y en 1975. También
en la liturgia realizó un paciente trabajo de mediación para favorecer la
renovación pedida por el Vaticano II, sin lograr evitar las críticas de los
sectores eclesiales más avanzados y la oposición de los conservadores.
Con la creación de 144
purpurados, la mayor parte no italianos, en seis consistorios remodeló
notablemente el Colegio cardenalicio y acentuó su carácter de representación
universal. Durante el pontificado desarrolló, además, la acción diplomática y
la política internacional de la Santa Sede, comprometiéndose en favor de la paz
—gracias a la institución también de una especial jornada
mundial celebrada desde 1968 el 1 de enero de cada año— y
prosiguiendo el diálogo con los países comunistas de Europa central y oriental
comenzado por Juan XXIII.
En 1970, con una decisión sin
precedentes, declaró doctoras de la Iglesia a dos mujeres, santa
Teresa de Ávila y santa Catalina de Siena. Y en 1975 —tras el jubileo
extraordinario que tuvo lugar en 1966 para la conclusión del Vaticano II y el
Año de la fe celebrado entre 1967 y 1968 con ocasión del XIX centenario del
martirio de los santos Pedro y Pablo— convocó y celebró un Año santo.
Murió el 6 agosto de 1978, por
la tarde, en la residencia de Castelgandolfo, casi improvisamente. Tras el
funeral que se celebró el 12 en la plaza de San Pedro, fue sepultado en la
basílica vaticana.
El 11 de mayo de 1993 se inició
en la diócesis de Roma la causa de canonización. El 9 de mayo pasado el Papa
Francisco autorizó a la Congregación para las causas de los santos la
promulgación del decreto relativo al milagro atribuido a su intercesión.
Pablo VI fue
beatificado el 19 de octubre de 2014 por el Papa Francisco.
Fue canonizado
por el Papa francisco en la Plaza de San Pedro el 14 de octubre de 2018.
L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua
española, n. 43, 24 de octubre de 2014.
https://www.vatican.va/content/paul-vi/es/biografia/documents/hf_p-vi_spe_20190722_biografia.html
PABLO
VI
CREDO
DEL PUEBLO DE DIOS
Solemne
Profesión de fe que Pablo VI pronunció el 30 de junio de 1968,
al concluir el Año de la fe proclamado con motivo del XlX centenario
del martirio de los apóstoles Pedro y Pablo en Roma
Venerables hermanos y queridos hijos:
1.
Clausuramos con esta liturgia solemne tanto la conmemoración del
XIX centenario del martirio de los santos apóstoles Pedro y Pablo como el año
que hemos llamado de la fe. Pues hemos dedicado este año a
conmemorar a los santos apóstoles, no sólo con la intención de testimoniar
nuestra inquebrantable voluntad de conservar íntegramente el depósito
de la fe (cf. 1Tim 6,20), que ellos nos
transmitieron, sino también con la de robustecer nuestro propósito de llevar la
misma fe a la vida en este tiempo en que la Iglesia tiene que peregrinar era
este mundo.
2.
Pensamos que es ahora nuestro deber manifestar públicamente nuestra gratitud a
aquellos fieles cristianos que, respondiendo a nuestras invitaciones, hicieron
que el año llamado de la fe obtuviera suma abundancia de frutos, sea dando una
adhesión más profunda a la palabra de Dios, sea renovando en muchas comunidades
la profesión de fe, sea confirmando la fe misma con claros testimonios de vida
cristiana. Por ello, a la vez que expresamos nuestro reconocimiento, sobre todo
a nuestros hermanos en el episcopado y a todos los hijos de la Iglesia
católica, les otorgamos nuestra bendición apostólica.
3. Juzgamos además que debemos
cumplir el mandato confiado por Cristo a Pedro, de quien, aunque muy inferior
en méritos, somos sucesor; a saber: que confirmemos en la fe a
los hermanos (cf. Lc 22,32). Por
lo cual, aunque somos conscientes de nuestra pequeñez, con aquella inmensa
fuerza de ánimo que tomamos del mandato que nos ha sido entregado, vamos a
hacer una profesión de fe y a pronunciar una fórmula que comienza con la
palabra creo, la
cual, aunque no haya que llamarla verdadera y propiamente definición dogmática,
sin embargo repite sustancialmente, con algunas explicaciones postuladas por
las condiciones espirituales de esta nuestra época, la fórmula nicena: es
decir, la fórmula de la tradición inmortal de la santa Iglesia de Dios.
4. Bien sabemos, al hacer esto,
por qué perturbaciones están hoy agitados, en lo tocante a la fe, algunos
grupos de hombres. Los cuales no escaparon al influjo de un mundo que se está
transformando enteramente, en el que tantas verdades son o completamente
negadas o puestas en discusión. Más aún: vemos incluso a algunos católicos como
cautivos de cierto deseo de cambiar o de innovar. La Iglesia juzga que es
obligación suya no interrumpir los esfuerzos para penetrar más y más
en los misterios profundos de Dios, de los que tantos frutos de salvación manan
para todos, y, a la vez, proponerlos a los hombres de las épocas
sucesivas cada día de un modo más apto. Pero, al mismo tiempo, hay que tener
sumo cuidado para que, mientras se realiza este necesario deber de
investigación, no se derriben verdades de la doctrina cristiana. Si esto
sucediera —y vemos dolorosamente que hoy sucede en realidad—, ello llevaría la
perturbación y la duda a los fieles ánimos de muchos.
5. A este propósito, es de suma
importancia advertir que, además de lo que es observable y de lo descubierto
por medio de las ciencias, la inteligencia, que nos ha sido dada por Dios,
puede llegar a lo que es, no sólo a significaciones subjetivas
de lo que llaman estructuras, o de la evolución de la conciencia humana. Por lo
demás, hay que recordar que pertenece a la interpretación o hermenéutica el
que, atendiendo a la palabra que ha sido pronunciada, nos esforcemos por
entender y discernir el sentido contenido en tal texto, pero no innovar, en
cierto modo, este sentido, según la arbitrariedad de una conjetura.
6. Sin embargo, ante todo,
confiarnos firmísimamente en el Espíritu Santo, que es el alma de la
Iglesia, y en la fe teologal, en la que se apoya la vida del
Cuerpo místico. No ignorando, ciertamente, que los hombres esperan las palabras
del Vicario de Cristo, satisfacemos por ello esa su expectación con discursos y
homilías, que nos agrada tener muy frecuentemente. Pero hoy se nos ofrece la
oportunidad de proferir una palabra más solemne.
7. Así, pues, este día, elegido
por Nos para clausurar el año llamado de la fe, y en esta celebración de los
santos apóstoles Pedro y Pablo, queremos prestar a Dios, sumo y vivo, el
obsequio de la profesión de fe. Y como en otro tiempo, en Cesárea de Filipo,
Simón Pedro, fuera de las opiniones de los hombres, confesó verdaderamente, en
nombre de los doce apóstoles, a Cristo, Hijo del Dios vivo, así hoy su humilde
Sucesor y Pastor de la Iglesia universal, en nombre de todo el pueblo de Dios,
alza su voz para dar un testimonio firmísimo a la Verdad divina, que ha sido
confiada a la Iglesia para que la anuncie a todas las gentes.
Queremos que esta nuestra
profesión de fe sea lo bastante completa y explícita para satisfacer, de modo
apto, a la necesidad de luz que oprime a tantos fieles y a todos aquellos que
en el mundo —sea cual fuere el grupo espiritual a que pertenezcan— buscan la
Verdad.
Por tanto, para gloria de Dios
omnipotente y de nuestro Señor Jesucristo, poniendo al confianza en el auxilio
de la Santísima Virgen María y de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo,
para utilidad espiritual y progreso de la Iglesia, en nombre de todos los
sagrados pastores y fieles cristianos, y en plena comunión con vosotros,
hermanos e hijos queridísimos, pronunciamos ahora esta profesión de fe.
Unidad y Trinidad de Dios
8. Creemos en un solo Dios,
Padre, Hijo y Espíritu Santo, Creador de las cosas visibles —como es este mundo
en que pasamos nuestra breve vida— y de las cosas invisibles —como son los
espíritus puros, que llamamos también ángeles[1]—
y también Creador, en cada hombre, del alma espiritual e inmortal[2].
9. Creemos que este Dios único
es tan absolutamente uno en su santísima esencia como en todas sus demás
perfecciones: en su omnipotencia, en su ciencia infinita, en su providencia, en
su voluntad y caridad. Él es el
que es, como él mismo reveló a Moisés (cf. Ex 3,14),
él es Amor, como nos enseñó el apóstol Juan (cf. 1Jn 4,8)
de tal manera que estos dos nombres, Ser y Amor, expresan inefablemente la
misma divina esencia de aquel que quiso manifestarse a sí mismo a nosotros y
que, habitando la luz inaccesible (cf. 1Tim 6,16),
está en sí mismo sobre todo nombre y sobre todas las cosas e inteligencias
creadas. Sólo Dios puede otorgarnos un conocimiento recto y pleno de sí mismo,
revelándose a sí mismo como Padre, Hijo y Espíritu Santo, de cuya vida eterna
estamos llamados por la gracia a participar, aquí, en la tierra, en la
oscuridad de la fe, y después de la muerte, en la luz sempiterna. Los vínculos
mutuos que constituyen a las tres personas desde toda la eternidad, cada una de
las cuales es el único y mismo Ser divino, son la vida íntima y dichosa del
Dios santísimo, la cual supera infinitamente todo aquello que nosotros podemos
entender de modo humano[3].
Sin embargo, damos gracias a la
divina bondad de que tantísimos creyentes puedan testificar con nosotros ante
los hombres la unidad de Dios, aunque no conozcan el misterio de la Santísima
Trinidad.
10. Creemos, pues, en Dios, que
en toda la eternidad engendra al Hijo; creemos en el Hijo, Verbo de Dios, que
es engendrado desde la eternidad; creemos en el Espíritu Santo, persona
increada, que procede del Padre y del Hijo como Amor sempiterno de ellos. Así,
en las tres personas divinas, que son eternas entre sí e iguales entre
sí [4],
la vida y la felicidad de Dios enteramente uno abundan sobremanera y se
consuman con excelencia suma y gloria propia de la esencia increada; y
siempre hay que venerar la unidad en la trinidad y la trinidad en la
unidad [5].
Cristología
11. Creemos en nuestro Señor
Jesucristo, el Hijo de Dios. Él es el Verbo eterno, nacido del Padre antes de
todos los siglos y consustancial al Padre, u homoousios to Patri;
por quien han sido hechas todas las cosas. Y se encarnó por obra del Espíritu
Santo, de María la Virgen, y se hizo hombre: igual, por
tanto, al Padre según la divinidad, menor que el Padre según la
humanidad[6], completamente
uno, no por confusión (que no puede hacerse) de la sustancia,
sino por unidad de la persona [7].
12. El mismo habitó entre
nosotros lleno de gracia y de verdad. Anunció y fundó el reino de Dios,
manifestándonos en sí mismo al Padre. Nos dio su mandamiento nuevo de que nos
amáramos los unos a los otros como él nos amó. Nos enseñó el camino de las
bienaventuranzas evangélicas, a saber: ser pobres en espíritu y mansos, tolerar
los dolores con paciencia, tener sed de justicia, ser misericordiosos, limpios
de corazón, pacíficos, padecer persecución por la justicia. Padeció bajo Poncio
Pilato; Cordero de Dios, que lleva los pecados del mundo, murió por nosotros
clavado a la cruz, trayéndonos la salvación con la sangre de la redención. Fue
sepultado, y resucitó por su propio poder al tercer día, elevándonos por su
resurrección a la participación de la vida divina, que es la gracia. Subió al
cielo, de donde ha de venir de nuevo, entonces con gloria, para juzgar a los
vivos y a los muertos, a cada uno según los propios méritos: los que hayan
respondido al amor y a la piedad de Dios irán a la vida eterna, pero los que
los hayan rechazado hasta el final serán destinados al fuego que nunca cesará.
Y su reino no tendrá fin.
El Espíritu Santo
13. Creemos en el Espíritu
Santo, Señor y vivificador que, con el Padre y el Hijo, es juntamente adorado y
glorificado. Que habló por los profetas; nos fue enviado por Cristo después de
su resurrección y ascensión al Padre; ilumina, vivifica, protege y rige la
Iglesia, cuyos miembros purifica con tal que no desechen la gracia. Su acción,
que penetra lo íntimo del alma, hace apto al hombre de responder a aquel
precepto de Cristo: Sed perfectos como también es perfecto vuestro
Padre celeste (cf Mt 5,48).
Mariología
14. Creemos que la
Bienaventurada María, que permaneció siempre Virgen, fue la Madre del Verbo
encarnado, Dios y Salvador nuestro, Jesucristo [8] y
que ella, por su singular elección, en atención a los méritos de su
Hijo redimida de modo más sublime [9], fue
preservada inmune de toda mancha de culpa original [10] y que
supera ampliamente en don de gracia eximia a todas las demás criaturas [11].
15. Ligada por un vínculo
estrecho e indisoluble al misterio de la encarnación y de la redención[12],
la Beatísima Virgen María, Inmaculada, terminado el curso de la vida
terrestre, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste [13],
y hecha semejante a su Hijo, que resucitó de los muertos, recibió
anticipadamente la suerte de todos los justos; creemos que la Santísima Madre
de Dios, nueva Eva, Madre de la Iglesia [14], continúa
en el cielo ejercitando su oficio materno con respecto a los miembros
de Cristo, por el que contribuye para engendrar y aumentar la vida
divina en cada una de las almas de los hombres redimidos [15].
Pecado original
16. Creemos que todos pecaron en
Adán; lo que significa que la culpa original cometida por él hizo que la
naturaleza, común a todos los hombres, cayera en un estado tal en el que
padeciese las consecuencias de aquella culpa. Este estado ya no es aquel en el
que la naturaleza humana se encontraba al principio en nuestros primeros
padres, ya que estaban constituidos en santidad y justicia, y en el que el
hombre estaba exento del mal y de la muerte. Así, pues, esta naturaleza humana,
caída de esta manera, destituida del don de la gracia del que antes estaba
adornada, herida en sus mismas fuerzas naturales y sometidas al imperio de la
muerte, es dada a todos los hombres; por tanto, en este sentido, todo hombre
nace en pecado. Mantenemos, pues, siguiendo el concilio de Trento, que el
pecado original se transmite, juntamente con la naturaleza humana, por
propagación, no por imitación, y que se halla como propio en cada
uno[16].
17. Creemos que nuestro Señor
Jesucristo nos redimió, por el sacrificio de la cruz, del pecado original y de
todos los pecados personales cometidos por cada uno de nosotros, de modo que se
mantenga verdadera la afirmación del Apóstol: Donde abundó el pecado
sobreabundó la gracia (cf. Rom 5,20).
18. Confesamos creyendo un solo
bautismo instituido por nuestro Señor Jesucristo para el perdón de los pecados.
Que el bautismo hay que conferirlo también a los niños, que todavía no
han podido cometer por sí mismos ningún pecado, de modo que, privados de la
gracia sobrenatural en el nacimiento nazcan de nuevo, del agua y del
Espíritu Santo, a la vida divina en Cristo Jesús [17].
La Iglesia
19. Creemos en la Iglesia una,
santa, católica y apostólica, edificada por Jesucristo sobre la piedra, que es
Pedro. Ella es el Cuerpo místico de Cristo, sociedad visible, equipada
de órganos jerárquicos, y, a la vez, comunidad espiritual; Iglesia
terrestre, Pueblo de Dios peregrinante aquí en la tierra e Iglesia
enriquecida por bienes celestes, germen y comienzo del reino de Dios, por
el que la obra y los sufrimientos de la redención se continúan a través de la
historia humana, y que con todas las fuerzas anhela la consumación perfecta,
que ha de ser conseguida después del fin de los tiempos en la gloria
celeste [18].
Durante el transcurso de los tiempos el Señor Jesús forma a su Iglesia por
medio de los sacramentos, que manan de su plenitud [19].
Porque la Iglesia hace por ellos que sus miembros participen del misterio de la
muerte y la resurrección de Jesucristo, por la gracia del Espíritu Santo, que
la vivifica y la mueve [20].
Es, pues, santa, aunque abarque en su seno pecadores, porque ella no goza de
otra vida que de la vida de la gracia; sus miembros, ciertamente, si se
alimentan de esta vida, se santifican; si se apartan de ella, contraen pecados
y manchas del alma que impiden que la santidad de ella se difunda radiante. Por
lo que se aflige y hace penitencia por aquellos pecados, teniendo poder de
librar de ellos a sus hijos por la sangre de Cristo y el don del Espíritu
Santo.
20. Heredera de las divinas
promesas e hija de Abrahán según el Espíritu, por medio de aquel Israel, cuyos
libros sagrados conserva con amor y cuyos patriarcas y profetas venera con
piedad; edificada sobre el fundamento de los apóstoles, cuya palabra siempre
viva y cuyos propios poderes de pastores transmite fielmente a través de los
siglos en el Sucesor de Pedro y en los obispos que guardan comunión con él;
gozando finalmente de la perpetua asistencia del Espíritu Santo, compete a la
Iglesia la misión de conservar, enseñar, explicar y difundir aquella verdad
que, bosquejada hasta cierto punto por los profetas, Dios reveló a los hombres
plenamente por el Señor Jesús. Nosotros creemos todas aquellas cosas que
se contienen en la palabra de Dios escrita o transmitida y son propuestas por
la Iglesia, o con juicio solemne, o con magisterio ordinario y universal, para
ser creídas como divinamente reveladas[21].
Nosotros creemos en aquella infalibilidad de que goza el Sucesor de Pedro
cuando habla ex cathedra [22] y
que reside también en el Cuerpo de los obispos cuando ejerce con el mismo el
supremo magisterio [23].
21. Nosotros creemos que la
Iglesia, que Cristo fundó y por la que rogó, es sin cesar una por la fe, y el
culto, y el vinculo de la comunión jerárquica [24].
La abundantísima variedad de ritos litúrgicos en el seno de esta Iglesia o la
diferencia legítima de patrimonio teológico y espiritual y de disciplina
peculiares no sólo no dañan a la unidad de la misma, sino
que más bien la manifiestan [25].
22. Nosotros también,
reconociendo por una parte que fuera de la estructura de la
Iglesia de Cristo se encuentran muchos elementos de santificación y
verdad, que como dones propios de la misma Iglesia empujan a la unidad católica[26],
y creyendo, por otra parte, en la acción del Espíritu Santo, que suscita en
todos los discípulos de Cristo el deseo de esta unidad [27],
esperamos que los cristianos que no gozan todavía de la plena comunión de la
única Iglesia se unan finalmente en un solo rebaño con un solo Pastor.
23. Nosotros creemos que la
Iglesia es necesaria para la salvación. Porque sólo Cristo es el Mediador y el
camino de la salvación que, en su Cuerpo, que es la Iglesia, se nos hace
presente [28].
Pero el propósito divino de salvación abarca a todos los hombres: y
aquellos que, ignorando sin culpa el Evangelio de Cristo y su Iglesia,
buscan, sin embargo, a Dios con corazón sincero y se esfuerzan, bajo el influjo
de la gracia, por cumplir con obras su voluntad, conocida por el dictamen de la
conciencia, ellos también, en un número ciertamente que sólo Dios
conoce, pueden conseguir la salvación eterna [29].
Eucaristía
24. Nosotros creemos que la misa
que es celebrada por el sacerdote representando la persona de Cristo, en virtud
de la potestad recibida por el sacramento del orden, y que es ofrecida por él
en nombre de Cristo y de los miembros de su Cuerpo místico, es realmente el
sacrificio del Calvario, que se hace sacramentalmente presente en nuestros
altares. Nosotros creemos que, como el pan y el vino consagrados por el Señor
en la última Cena se convirtieron en su cuerpo y su sangre, que en seguida iban
a ser ofrecidos por nosotros en la cruz, así también el pan y el vino
consagrados por el sacerdote se convierten en el cuerpo y la sangre de Cristo,
sentado gloriosamente en los cielos; y creemos que la presencia misteriosa del
Señor bajo la apariencia de aquellas cosas, que continúan apareciendo a
nuestros sentidos de la misma manera que antes, es verdadera, real y sustancial[30].
25. En este sacramento, Cristo
no puede hacerse presente de otra manera que por la conversión de toda la
sustancia del pan en su cuerpo y la conversión de toda la sustancia del vino en
su sangre, permaneciendo solamente íntegras las propiedades del pan y del vino,
que percibimos con nuestros sentidos. La cual conversión misteriosa es llamada
por la Santa Iglesia conveniente y propiamente transustanciación.
Cualquier interpretación de teólogos que busca alguna inteligencia de este
misterio, para que concuerde con la fe católica, debe poner a salvo que, en la
misma naturaleza de las cosas, independientemente de nuestro espíritu, el pan y
el vino, realizada la consagración, han dejado de existir, de modo que, el
adorable cuerpo y sangre de Cristo, después de ella, están verdaderamente
presentes delante de nosotros bajo las especies sacramentales del pan y del
vino[31],
como el mismo Señor quiso, para dársenos en alimento y unirnos en la unidad de
su Cuerpo místico [32].
26. La única e indivisible
existencia de Cristo, el Señor glorioso en los cielos, no se multiplica, pero
por el sacramento se hace presente en los varios lugares del orbe de la tierra,
donde se realiza el sacrificio eucarístico. La misma existencia, después de
celebrado el sacrificio, permanece presente en el Santísimo Sacramento, el
cual, en el tabernáculo del altar, es como el corazón vivo de nuestros templos.
Por lo cual estamos obligados, por obligación ciertamente suavísima, a honrar y
adorar en la Hostia Santa que nuestros ojos ven, al mismo Verbo encarnado que
ellos no pueden ver, y que, sin embargo, se ha hecho presente delante de
nosotros sin haber dejado los cielos.
Escatología
27. Confesamos igualmente que el
reino de Dios, que ha tenido en la Iglesia de Cristo sus comienzos aquí en la
tierra, no es de este mundo (cf. Jn 18,36), cuya
figura pasa (cf. 1Cor 7,31), y también que sus
crecimientos propios no pueden juzgarse idénticos al progreso de la cultura de
la humanidad o de las ciencias o de las artes técnicas, sino que consiste en
que se conozcan cada vez más profundamente las riquezas insondables de Cristo,
en que se ponga cada vez con mayor constancia la esperanza en los bienes
eternos, en que cada vez más ardientemente se responda al amor de Dios;
finalmente, en que la gracia y la santidad se difundan cada vez más
abundantemente entre los hombres. Pero con el mismo amor es impulsada la
Iglesia para interesarse continuamente también por el verdadero bien temporal
de los hombres. Porque, mientras no cesa de amonestar a todos sus hijos
que no tienen aquí en la tierra ciudad
permanente (cf. Heb 13,14), los estimula también, a
cada uno según su condición de vida y sus recursos, a que fomenten el
desarrollo de la propia ciudad humana, promuevan la justicia, la paz y la
concordia fraterna entre los hombres y presten ayuda a sus hermanos, sobre todo
a los más pobres y a los más infelices. Por lo cual, la gran solicitud con que
la Iglesia, Esposa de Cristo, sigue de cerca las necesidades de los hombres, es
decir, sus alegrías y esperanzas, dolores y trabajos, no es otra cosa sino el
deseo que la impele vehementemente a estar presente a ellos, ciertamente con la
voluntad de iluminar a los hombres con la luz de Cristo, y de congregar y unir
a todos en aquel que es su único Salvador. Pero jamás debe interpretarse esta
solicitud como si la Iglesia se acomodase a las cosas de este mundo o se
resfriase el ardor con que ella espera a su Señor y el reino eterno.
28. Creemos en la vida eterna.
Creemos que las almas de todos aquellos que mueren en la gracia de Cristo
—tanto las que todavía deben ser purificadas con el fuego del purgatorio como
las que son recibidas por Jesús en el paraíso en seguida que se separan del
cuerpo, como el Buen Ladrón— constituyen el Pueblo de Dios después de la
muerte, la cual será destruida totalmente el día de la resurrección, en el que
estas almas se unirán con sus cuerpos.
29. Creemos que la multitud de
aquellas almas que con Jesús y María se congregan en el paraíso, forma la
Iglesia celeste, donde ellas, gozando de la bienaventuranza eterna, ven a Dios,
como Él es[33] y
participan también, ciertamente en grado y modo diverso, juntamente con los
santos ángeles, en el gobierno divino de las cosas, que ejerce Cristo
glorificado, como quiera que interceden por nosotros y con su fraterna
solicitud ayudan grandemente nuestra flaqueza [34].
30. Creemos en la comunión de
todos los fieles cristianos, es decir, de los que peregrinan en la tierra, de
los que se purifican después de muertos y de los que gozan de la
bienaventuranza celeste, y que todos se unen en una sola Iglesia; y creemos
igualmente que en esa comunión está a nuestra disposición el amor
misericordioso de Dios y de sus santos, que siempre ofrecen oídos atentos a
nuestras oraciones, como nos aseguró Jesús: Pedid y recibiréis (cf. Lc 10,9-10; Jn 16,24).
Profesando esta fe y apoyados en esta esperanza, esperamos la resurrección de
los muertos y la vida del siglo venidero.
Bendito sea Dios, santo, santo,
santo. Amén.
Notas
[1] Cf. Conc. Vat. I, Const. dogm. Dei
Filius: Denz.-Schön. 3002.
[2] Cf.
enc. Humani generis: AAS 42 (1950) 575; Con. Lateran. V: Denz.-Schön. 1440-1441.
[3] Cf. Conc. Vat. I, Const. dogm. Dei
Filius: Denz.-Schön. 3016.
[4] Símbolo Quicumque:
Denz.-Schön. 75.
[5] Ibíd.
[6] Ibíd.,
n. 76.
[7] Ibíd.
[8] Cf.
Conc. Efes.: Denz.-Schön. 251-252.
[9] Cf.
Concilio Vaticano II, constitución dogmática Lumen
gentium, 53.
[10] Cf.
Pío IX, Bula Ineffabilis Deus: Acta p. 1 vol. 1 p. 616.
[11] Cf. Lumen gentium, 53.
[12] Cf. Ibíd., n. 53.58.61..
[13] Cf. Const. apost. Munificentissimus
Deus: AAS 42 (1950) 770.
[14] Lumen
gentium, 53.56.61.63; cf. Pablo Vl, Al. en el cierre de la III sesión del
concilio Vat. II: AAS 56 (1964), 1016; exhort.
apost. Signum magnum: AAS 59 (1967) 465 y 467.
[15] Lumen gentium, 62; cf. Pablo Vl, exhort. apost. Signum
magnum: AAS 59 (1967) 468.
[16] Cf. Conc. Trid., ses.5: Decr. De
pecc. orig.: Denz-Schön. 1513
[17] Cf. Conc. Trid., ibíd.,:
Denz-Schön. 1514.
[18] Cf. Lumen
gentium, 8 y 50.
[19] Cf. Ibíd.,
n.7.11..
[20] Cf. Conc. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium n. 5.6; Lumen gentium n.7.12.50.
[21] Cf. Conc. Vat. I, Const. Dei
Filius: Denz-Schön. 3011.
[22] Cf. Ibíd., Const. Pastor
aeternus: Denz-Schön. 3074..
[23] Cf. Lumen gentium, n. 25.
[24] Ibíd., n. 8.18-23; decret. Unitatis
redintegratio, n. 2.
[25] Cf. Lumen gentium, n. 23; decret. Orientalium Ecclesiarum, n.
2.3.5.6..
[26] Cf. Lumen
gentium, n. 8.
[27] Cf. Ibíd.,
n. 15.
[28] Cf. Ibíd.,
n. 14..
[29] Cf. Ibíd.,
n. 16.
[30] Cf.
Conc. Trid., ses. 13: Decr. De Eucharistia: Denz-Schön. 1651..
[31] Cf. Ibíd.:
Denz-Schön. 1642; Pablo Vl, Enc. Mysterium fidei: AAS
57 (1965) 766..
[32] Cf.
Santo Tomás, Summa Theologica III, q.73 a.3
[33] 1Jn 3,
2; Benedicto XII, Const. Benedictus Deus: Denz-Schön. 1000.
[34] Lumen gentium, n. 49.
hhtps://www.vatican.va/content/paul-vi/es/motu_propio/documents/hf_p-vi_motu-propio_19680630_credo.html
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