El
Renacimiento terminó con las conquistas femeninas de los siglos XI al XIII
La mujer en el Medievo? La frase misma evoca inmediatamente en la mente de cada cual una
serie de imágenes más o menos variadas pero que, en su conjunto, se resumen en
lo siguiente: el Medievo es la gran época oscura y medio bárbara (en oposición
a la época que seguirá y será llamada «Renacimiento») de opresión de los
«menudos» por un puñado de feudales, de los hombres por la Iglesia y de las
mujeres por todos. En seguida se mencionan, conjuntamente, el cinturón de
castidad, el «derecho de pernada», la persecución de las brujas y el famoso
«concilio» del año 585, en el cual se llegó incluso a discutir -entre hombres-
si la mujer poseía o no alma.
De hecho, la situación así examinada no parece muy
favorable a la mujer; y las «circunstancias» que rodean la vida en la Edad
Media del ser humano en general: inseguridad, guerras, epidemias,
hambres, peso del poder feudal, tradición jurídica heredada a la vez de los
romanos y del derecho germánico, y finalmente poder ideológico de la
Iglesia, no pueden sino resultar todavía más perjudiciales a la parte femenina
de la población. Y así es, desde luego, en la Alta Edad Media: el marido
puede matar a su esposa adúltera después de perseguirla a latigazos, desnuda, a
través del pueblo. La multa impuesta al asesino de una mujer es la mitad del
precio de la muerte de un chico hasta los 14 años (época de la fertilidad
femenina), superior al del varón entre los 14 y 20 y, a partir de los 20 años,
seis veces inferior. La mujer sierva o esclava no puede casarse fuera del
dominio de su señor y, si lo hace, sus hijos serán repartidos entre su señor y
el de su marido. La mujer no elige, por supuesto, marido, pero acepta el que ha
escogido su padre o su «linaje» por brutal, viejo o, al contrario, joven y
amante que sea. De todas formas, corre siempre el riesgo de ser violada por
algún bandido o por un señor rebelde y enemigo, de ser raptada, o de ser repudiada
y condenada al convento si no a la muerte, según el buen parecer y deseo del
hombre en general y del suyo en particular.
Eternamente menor de edad, la mujer pasa del «poder»
de su padre al de su marido y no puede actuar nunca sin el permiso o la «licencia»
de este varón. y no hablemos finalmente de las condiciones de vida y existencia
de la mujer de un labrador, de un miserable artesano en las ciudades, o de las
viudas que componen la gran mayoría de la población pobre socorrida en las
ciudades del final de la Edad Media. Tal es, más o menos, el retrato somero del
destino de la mujer en el Medievo. El hecho de que, al mismo tiempo, estos
largos siglos de «oscurantismo» -unos diez siglos- hayan presenciado la
aparición del culto de la Virgen María (siglo XII); que hayan fomentado la
poesía de los trovadores, las «cortes de amor» y el amor cortés; y que hayan
sido jalonados por figuras femeninas, reales o ficticias, como las de Eloísa,
de Isolda, de María de Molina o de Juana de Arco, no consigue sobreponerse a la
«leyenda negra» que no ve más, en la época medieval, que cadenas; cinturones de
castidad, tornos o potros, «derecho de pernada» y en general, una denegación
total de la mujer hasta como ser humano.
Se deduce así, lógicamente, que desde la Edad Medía
hasta nuestros días, el transcurrir de los años, decenios y siglos ha
significado una evolución positiva, continua, ascendente de la mujer, tanto en
lo que toca a la visión que de ella tiene la sociedad como la que ella lleva
sobre sí misma. A lo largo de esta evolución, que se inicia en la «nada», en lo
que sería el punto cero -la Edad Media-;- para llegar a nuestros días, algunas
épocas como el Renacimiento y el Siglo de Las Luces jugarían un papel
fundamental en la «liberación» de la mujer, hasta desembocar en la aparición
del «feminismo» con las sufragistas de fines de siglo pasado, inicio a su vez
de los movimientos actuales.
Sin embargo, si dejamos de lado estos conceptos
«prefabricados» -heredados a menudo del siglo XIX romántico, y generalmente
asimilados sin crítica previa para asomarnos un momento a la realidad medieval
que se transluce de un estudio riguroso y científico, el panorama cambia.
Derecho de
pernada
Sin ir más lejos, empecemos con este famoso «ius
primae noctis» o derecho de la primera noche, vulgarmente llamado derecho de
pernada. Este derecho existió efectivamente, escrito u oral, en el corpus
jurídico medieval. En la práctica, no se atestigua más que en la época en
que" se ha convertido a menudo en el pago de una cierta cantidad monetaria
al señor por el campesino que se casa; en los casos en que este derecho
señorial no fue transformado en un censo más, la «ceremonia» consistía en que
el señor -literalmente- franqueaba de una zancada el cuerpo de la novia y recibía
a cambio un par de gallinas o un bote de miel.
Si examinamos además esta costumbre «bárbara» y
«arcaica» a la luz de los estudios etnológicos actuales, nos damos cuenta de
que, en muchas sociedades llamadas primitivas, existe una especie de «tabú» de
la sangre virginal en el momento de la desfloración; siendo ésta una operación
que libera fuerzas malignas, al liberar sangre, se la confía a menudo a manos
investidas de más poder -mágico, religioso u otro-, como las del padre o de la
madre de la chica, del sacerdote-brujo, de un extranjero o del jefe de la
tribu.
Enfocado así, nuestro famoso «derecho de
pernada» no es más que la supervivencia, en una sociedad todavía no
cristianizada en profundidad, de unos ritos ancestrales de tabú de la sangre
virginal; y deja por lo tanto de ser una manifestación más de la opresión
sádica y arbitraria que ejercería el señor sobre su inferior
.
No olvidemos, por otra parte, que el señor suele
vivir dentro de un grupo que incluye su familia en el sentido amplio, sus
criados de ambos sexos y los niños nacidos en el castillo, legítimos o
bastardos (como lo demuestran las últimas investigaciones del historiador
francés Georges Duby), y que las novias de sus siervos o campesinos no deben
aparecernos como siempre guapas y jóvenes; en una sociedad rural que padece
hambre y epidemias, se las puede más fácilmente imaginar como prematuramente
marcadas, sucias, cubiertas de piojos y pulgas y, por lo tanto, seguramente
poco apetecibles. Al señor, en general, le debía ser mucho más provechoso
convertir esa «obligación» de su parte en una renta más, a pagar por el novio
en el momento de la boda.
Otra «leyenda negra» achacada a la Edad Media: la persecución de las brujas por la Inquisición que, después de torturarlas, las enviaba inevitablemente a la hoguera al
mismo tiempo que los gatos o gallos negros. La realidad, no obstante, resulta
ser algo diferente. Desde el siglo VI, en numerosos concilios, se condena a los
que creen en la brujería, en los demonios familiares de las prácticas mágicas y
en las supersticiones en general; condenación moral cuya repetición revela a la
vez su ineficacia y, a fin de cuentas, la escasa importancia que le daba la
Iglesia a ese «pecado». A lo largo de los siglos X a XIII, los «penitenciales»
-o manuales para los confesores- sólo dictaban rezos y penas monetarias para
esos casos. Se puede considerar pues que ésta fue la actitud -moderada- y la
opinión extendida durante la mayor parte de la época medieval en lo que
concierne a la brujería. Pero ¿y las persecuciones? ¿ y las hogueras? A este
respecto, tenemos que constatar que las mayores persecuciones «anti-brujas» son
contemporáneas, no del Cid Campeador, de Raimundo Lulio o de Pedro el Cruel,
sino de Miguel Angel, de Erasmo y de Cervantes.
La época más negra, que iluminan las
hogueras de brujas, es el siglo «renacentista», cuya ideología se basa en un
«manual del perfecto inquisidor de brujas», el Malleus
Maleficarum, escrito en 1486 por los Dominicos alemanes: de esa fecha
en adelante, el «herético», paradójicamente, es el que no cree en
la existencia de los demonios, de los maleficios, de la brujería, de los brujos
y brujas, de las metamorfosis y del aquelarre. Los grandes siglos de la
brujería vasca, estudiada por Julio Caro Baroja, son el XVI y el XVII. La
opinión general del medievo que ve en el brujo un resto de paganismo, y en la
que se dice poseída por el demonio una enferma que hay que llevar al
santo para que la cure, se tiñe entonces de un extraño matiz «moderno».
Admitido esto, queda una objeción fundamental: la Edad
Media, fundamentando su argumentación en las actas del «Concilio» de Mâcon,
llegó hasta plantearse el problema de si la mujer
tenía o no tenía alma. Curiosamente,
esta mención del tema de los debates del dicho concilio no apareció sino en un
escrito anónimo holandés publicado en el siglo XVI; tema éste cuyo éxito no se
desmintió hasta nuestros días. ¿Misógino hasta este punto, el Medievo?
Averigüémoslo. En primer lugar, en el año del Señor de 585 no se reunió
ningún «concilio» -que se comprende como reunión de la Iglesia en su mayoría-;
tuvo lugar, eso sí, un Mâcon, un sínodo provincial, o sea, la reunión de los
clérigos de una diócesis o de una provincia para discutir problemas
eclesiásticos, y no teológicos.
El estudio de las actas de este famoso sínodo no
revela en ningún momento que se haya planteado y discutido el tema de la
existencia del alma de la mujer. Tenemos que recurrir al primer
historiador-cronista de la época franca, a Gregorio de Tours; para encontrar lo
que puede haber originado mucho más tarde la interpretación que conocemos.
Gregorio de Tours nos dice, en efecto, que en medio de los debates que se
llevaban en latín, uno de los presentes -sin duda con problemas para con los idiomas
en general y el latín en particular- se extrañó que el término «homo» (hombre)
se aplicara también a la mujer. Un latinista nunca hubiera cometido este error
lingüístico de confundir el término «homo» que se aplica al hombre en general,
o sea, al ser humano, con el vocablo «vir» que designa específicamente al
varón. El problema era pues lingüístico y no filosófico. Pero -y seguramente
muy a pesar de su autor- la frase iba a hacer fortuna. Una fortuna que, seamos
justos, empieza en él siglo XVI con este escrito misóginó holandés -muy de
acuerdo por otra parte con el pensamiento renacentista sobre la mujer-, crece
durante el siglo XVIII y, cuando la Revolución francesa, vuelve a repetirse en
una petición de las mujeres en 1848 y no ha menguado hasta nuestros días. ¿El
Concilio de Mâcon? Una invención moderna.
«Deficiencia de la naturaleza»
El estudio de la «condición femenina» en la
Edad Media nos deja percibir una realidad que, lejos de ser simple en su
negatividad, se revela como mucho más compleja. En el proceso de acercamiento a
esa realidad de la mujer medieval, señalaremos en primer lugar el marco
jurídico e ideológico en el cual se desenvuelve su vida, antes de detenernos un
momento en la realidad «social» y en la realidad «personal» de esta vida.
El Derecho medieval, heredero del Derecho romano
y del Derecho germánico, y cuyo ejemplo más elaborado es el derecho feudal, a
pesar de sus variedades y divergencias, suele considerar a la mujer como a un
ser menor de edad, «incapaz» en general. En los países de derecho oral basado
sobre las costumbres, quizás más emparentado con la legislación germánica, no
se reconoce la tutela paterna sobre la mujer mayor de edad, pero sí la potestad
marital. En los países de derecho escrito -que corresponden a la Europa
meridional: Italia, Península Ibérica, Sur de Francia-, a la «potestas» del
padre sigue la del marido. La mujer, en la mayoría de los casos, no puede
disponer de su fortuna, administrar sus bienes, o presentarse ante un tribunal;
para cualquiera de estas gestiones, la presencia de un hombre -padre, marido,
hermano o tutor- es imprescindible. Esta incapacidad jurídica total de la mujer
puede parecernos muy arcaica; no olvidemos, sin embargo, que hace poco más de
siglo y medio, el llamado Código Napoleónico la consagraba y le daba una nueva
vida, que perdura todavía en sus líneas maestras.
Junto
al Derecho, la ideología dominante -para utilizar términos
actuales- se mostraba más que hostil a la mujer. La Iglesia Romana,
basándose en numerosas referencias bíblicas, asimilando la doctrina
culpabilizadora de San Agustín y dirigiendo finalmente el aristotelismo en el
siglo XIII, promociona a nivel social lo que se puede considerar como una gran
campaña «antifeminista», A pesar de las opiniones de Abelardo y de Robert d'
Arbrissel, a finales del siglo XI, que proclamaban la igualdad del hombre y de
la mujer, la imagen que se impone es la de la mujer como tentadora, como ser
débil, pecadora, creada del hombre y para él.
Con Tomás de Aquino (1225-1274). Santo y
doctor de la Iglesia, esta «hija de Eva» se convierte en «una deficiencia de la
naturaleza» que es «por naturaleza propia, de menor valor y dignidad que el
hombre»; tras una rigurosa y aplastante demostración, el teólogo afirma que «el
hombre ha sido ordenado para la obra más noble, la de la inteligencia; mientras
que la mujer fue ordenada con vista a la generación». Finalmente, el maestro
que dedicara tantas horas y tantos libros a la cuestión fundamental del sexo de
los ángeles, termina diciendo que es evidente que para cualquier obra que no
sea la de la reproducción, «el hombre podía haber sido ayudado mucho más
adecuadamente por otro hombre que por una mujer». No es de extrañar, pues, que
el derecho canónico, elaborado en su mayor parte en este ambiente en los siglos
XII y XIII, nos aparezca como tan misógino.
Acceso a la cultura
Pero
entre las «superestructuras» jurídicas e ideológicas y la realidad «bajamente
material», no se da siempre la simbiosis y la adecuación perfecta. ¿Cuál es,
pues, la realidad social y personal de la mujer del medievo? A nivel «social»,
conviene destacar la presencia o la ausencia femenina en el acceso a la
enseñanza, al trabajo y al poder.
En sentido contrario a lo que suele creerse, en !a
Edad Media existe, a nivel del saber y de la enseñanza, una relativa pero
cierta igualdad. Empezando por las capas «bajas» de la sociedad, en su mayoría
campesinas, se advierte una ausencia generalizada de instrucción, tanto para
los hombres como para las mujeres; éstas participan así de las conversaciones y
de la vida social en posición de igualdad con sus maridos o hermanos. En un
tipo de sociedad en el cual reina el analfabetismo, la transmisión oral de la
cultura se realiza tanto a través de la madre o del padre a los hijos, como
entre vecinos o vecinas, etc. En su obra titulada Montaillou, village
occitan. 1294-1324. al referirse a este pueblo de los Pirineos
orientales, Emmanuel Le Roy Ladurie escribe: «El discurso femenino por lo tanto
está, en este período, tan cargado de sentido y de seriedad como el discurso
masculino» (p. 383); de hecho, las campesinas de este temprano siglo XIV hablan
como -o con- sus hombres de resurrección final, de catarismo o de catolicismo,
tanto como de habladurías sobre el cura, un vecino o unas vecinas.
A un nivel social un poco más alto se encuentra ya una
mayor diferenciación, ya que los que más estudios prosiguen son los clérigos; y
la clericatura se mantuvo celosamente reservada a los varones, a pesar de la rebeldía
femenina contra ese «monopolio» expresada por la abadesa de Las Huelgas de
Burgos y por la de Palencia en el siglo XIII. Esa contestación costó
a las abadesas la confiscación de sus rentas y la excomunión. Sin embargo,
desde el siglo VI, se exigía que las monjas supieran leer y escribir. Y se
puede así observar que desde los primeros siglos de la Alta Edad Media y hasta
más o menos el siglo XIII, los conventos dieron una educación y una cultura no
sólo a las que iban a ser monjas sino también a aquéllas destinadas «al siglo».
Enrique Finke, en su obra clásica La mujer en
la Edad Media, no duda en escribir: «Basta con recorrer los
manuscritos de diferentes bibliotecas, escritos y redactados por canonisas de
diferentes fundaciones del siglo XI. Estas mujeres conocían a Ovidio, Horacio y
Virgilio... Con facilidad componían versos latinos para un amigo docto» (p 53).
El caso de Eloísa, que conocía el latín, el griego, el hebreo y conoció a
Abelardo cuando fue a seguir su clase de teología, es el ejemplo más conocido
de esa cultura femenina medieval. Una prueba del interés intelectual de la
mujer en esa época se encuentra en el párrafo que se añadió al Sachsenspiegel
-recopilación de costumbres germánicas- en 1270: «Siendo cierto que los libros
no son leídos más que por las mujeres, deben por lo tanto corresponderles en
herencia». Con esta frase, nos encontramos ya muy lejos de la visión
tradicional de la mujer medieval analfabeta, sin cultura, relegada a las tareas
más humildes.
Resulta interesante, además, en este panorama, notar
el gran interés y la gran participación de las mujeres en todos los movimientos
heterodoxos o «heréticos» que surgen a lo largo de los siglos XI a XV.
Participación en plan de total igualdad con el hombre en los movimientos
Cátaro, Valdense o Husita, quizás porque representaban una promoción de la
mujer a nivel religioso e ideológico, promoción que le negaba el catolicismo...
A partir del siglo XIII, con el desarrollo de la vida
urbana, se crean escuelas comunales. En 1320 existía en Bruselas una escuela
para niños y otra para niñas; en esta última enseñaban unas maestras pagadas
por la ciudad. Si París, en 1272, disponía de once escuelas para niños y sólo
una de niñas, en 1380 se contaban veinte más para las niñas. La enseñanza era
gratuita e incluía lectura, cálculo, canto, escritura y enseñanza religiosa.
Existían también, en esta época, escuelas «privadas» para niñas, principalmente
en Flandes y Alemania.
Durante ese mismo siglo XIII, las primeras universidades
se convierten en los crisoles de la cultura europea. La mayoría de ellas eran
fundaciones eclesiásticas y estuvieron prohibidas a las mujeres. Sin embargo,
el ambiente intelectual y el afán de saber existían entre la población
femenina, hasta el punto de que en Polonia, en el siglo XIV, una joven se
disfrazó de hombre para ir a seguir los cursos de la universidad de Cracovia;
al cabo de dos años, se descubrió el fraude y fue expulsada. Sin embargo, en
Salerno, Italia, funcionó a partir del siglo X una escuela libre de medicina
que otorgaba sus diplomas a mujeres, concediéndoles licencia para practicar la
medicina y la cirugía. En Bolonia y en Montpellier también hubo gran número de
estudiantes femeninas en medicina, algunas de ellas dejaron escritos tratados
de ginecología. A partir de final del siglo XIII, se señala la presencia de
mujeres practicando la medicina, la cirugía y la oftalmología en las grandes
ciudades europeas, París, Londres, etc. La mujer, sin embargo, se vio poco a
poco sustituida por el varón en la práctica del arte de la medicina y cirugía,
para desaparecer finalmente de esta profesión en el siglo XVI. De ésta y de
todas las demás...
Sin exagerar el alcance de la instrucción y de
la cultura a nivel de conjunto de la población femenina medieval, no debemos
olvidar que la sociedad medieval es una sociedad económica y socialmente
subdesarrollada», que no dispone de los «mass media» actuales, ni siquiera de
la imprenta (inventada al final del siglo XV), que supondrá, según palabras de
Carlo Cipolla en Educación y Desarrollo en Occidente: «no
sólo la demanda de instrucción como inversión sino también, y sobre todo, la
demanda de instrucción como bien de consumo». No podemos olvidar, por ejemplo,
que a finales del siglo XIII, había en Florencia unos 8 a 10.000 niños y niñas
aprendiendo a leer, de una población total aproximativa de 90.000 habitantes.
Con la aparición del libro impreso, la cultura se extendió mucho más
rápidamente y propagó a través de toda Europa las ideas y los ideales
renacentistas..., pero ya no alcanzó más que a los varones. El mundo
intelectual y artístico se abre a nuevas influencias y a nuevos horizontes,
pero excluye definitivamente a la mujer y se reduce a la parte masculina de la
humanidad. El «renacimiento» es la muerte intelectual y artística de la mujer.
Acceso al trabajo
Pero la presencia de la mujer en la sociedad y
su papel en ella se manifiestan al mismo tiempo por el grado de acceso al
trabajo -al trabajo «productivo», por oposición al trabajo doméstico o trabajo
«improductivo», así denominado por los que no lo realizan.
En la economía rural la mujer nunca estuvo
ausente, compartió con los varones las diversas tareas de la siembra, las
mieses o la cosecha, el cuidado de los animales y el mantenimiento de la
casa. La situación no ha variado desde hace siglos, si no milenios. Puede
ocurrir que ciertas tareas, como la de buscar el agua, cuidar del fuego,
cocinar, o incluso llevar el trigo al molino, sean reservadas más
específicamente a la mujer, mientras que el hombre ara, se ocupa del ganado y
lleva los paños al batán, División del trabajo pues, pero trabajo al fin y al
cabo, y duro.
A partir del siglo XI y del principio del
desarrollo urbano, con la aparición de una burguesía cuya base económica no es
la tierra sino la artesanía y el comercio, se desarrollan nuevas formas de
trabajo. La incorporación de la mujer al trabajo -dividido en «oficios» o
«artes»- se realizó a menudo a través de la asociación familiar: la mujer ayuda
a su marido en el oficio de éste, y luego le sustituye o le sucede. En el seno
de esta misma asociación familiar, el padre enseña su arte a hijos e hijas.
Tenemos un ejemplo brillante: las dos estatuas que representan la Iglesia y la
Sinagoga en la catedral de Estrasburgo son obra de Sabina, hija y sucesora de
su padre, el gran escultor von Steinbach.
De hecho, en el siglo XIII, la incorporación
femenina al trabajo en las ciudades es una realidad. Los oficios que desempeñan
las mujeres y en los cuales tienen un casi monopolio son, principalmente, los
textiles y la confección -hilanderas, tejedoras, tintoreras, costureras o
sastras y hasta lavanderas-, los relacionados con la alimentación -oficios de
panaderas, «verduleras», o fabricantes de cerveza (que en Inglaterra era
monopolio femenino)- y los de «taberneras» y «mesoneras». Se les encuentra
también en los trabajos del cuero y del metal e, incluso, se advierte la
presencia femenina en la construcción -en el transporte de material y
fabricación del mortero- y en las minas inglesas a partir del siglo XIV.
En los «oficios» reservados a las mujeres se encuentra
la tradicional jerarquización medieval que va del aprendiz al maestro, pasando
por el obrero o compañero. Se trata, pues, de una ascensión de aprendiz a la
maestra, con el período intermedio, o a veces definitivo, de obrera compañera.
Hay en esto igualdad total entre el hombre y la mujer trabajadores. Incluso se
estipulaba en Alemania que el viudo podía suceder a su mujer «maestra» al
frente del negocio, como la mujer a su marido «maestro».
No obstante, en términos generales -y eso no es para
sorprendernos-, los salarios femeninos solían ser inferiores a los masculinos y
las más desfavorecidas eran las obreras que trabajaban en su domicilio. De ahí
la participación de las mujeres en todos los movimientos revolucionarios que
agitaron el «popolo minuto» de las ciudades medievales. No debemos olvidar que
una nueva incorporación de la mujer al trabajo se realizó al principio de la
era industrial -finales del siglo XVIII -y se efectuó sobre bases casi iguales:
minas o industria textil, y salarios inferiores a los que cobraban los varones.
El proceso siguiente a la fase de la incorporación femenina al mundo laboral
presenta, tanto en el caso del final de la época medieval como en el de
la segunda fase de la industrialización, unos rasgos muy similares. En 1461 en
Inglaterra, se denunció el trabajo femenino como la causa de la falta de
trabajo para el hombre. Poco a poco las diversas legislaciones europeas
prohibieron el empleo de las mujeres en los oficios y éstas fueron
paulatinamente sustituidas por varones en las artes que desempeñaban. Hacia
1600, la mujer había desaparecido prácticamente de la vida profesional. El
siglo XVI marca así, una vez más, una regresión en lo que hoy día se
suele llamar la liberación de la mujer. Este «renacimiento» mercantilista, que
antecede a la era capitalista, significa la muerte de la mujer como entidad
económica activa dentro de la sociedad. Y el «siglo de oro» la encontrará
encerrada en casa, dedicada a la educación de sus hijos pequeños, a la cocina y
a los cuidados destinados a un hombre, su hombre, el marido.
Clausura, matrimonio, prostitución
A nivel de la vida pública no es preciso
mencionar la parte activa que tomaron mujeres como María de Molina en
España o Blanca de Castilla, madre del rey San Luis, en Francia.
Si la participación a la vida activa y política fue
generalmente vetada a la mujer -y esto no es para extrañarnos: la mujer, hoy
día, en numerosos países «evolucionados» no tiene posibilidad de intervención
en la vida pública, y menos aún si está casada- se advierten sin embargo varios
casos en los cuales las «burguesas», participan en la asamblea comunal con los
«burgueses» o elegían diputados para las asambleas generales. En las cofradías
y en los gremios ocurrió incluso que se designara por elección a una mujer como
dirigente.
La desaparición de la población femenina de la vida
cívica empieza, al par que su desaparición en el dominio cultural y
profesional, en los últimos siglos de la Edad Media, En 1431 se acusó y se
quemó públicamente a una mujer por haberse atrevido a llevar un atuendo
masculino y actuar como un varón: se llamaba Juana de Arco.
En cuanto a lo que pudiéramos llamar la «realidad
personal» de la mujer medieval, ésta difería poco, en muchos aspectos, de la
realidad personal de una mujer contemporánea nuestra. En ambos casos, el campo
de elección de la mujer -haya estudiado o no, ejerza una actividad fuera o dentro
de casa y tenga o no acceso a la vida cívica- es muy reducido: el matrimonio,
el convento... o la prostitución, En esto, se ha adoptado el esquema
tradicional de nuestra civilización, reforzado por la «teoría oficial» de la
Iglesia Católica: tomando como punto de partida que la mujer es
naturalmente y por esencia un ser malo y pecador, para salir de este
postulado se le ofrece la imagen de María, con sus dos facetas: la de virgen
(el convento) y la de madre (el matrimonio).
No vamos a hablar aquí detalladamente de la vida
monástica femenina en la Edad Media, sino para subrayar que la clausura total,
que es típica de los siglos XVI y XVII y que subsiste en el nuestro, no
consiguió imponerse hasta finalizado el siglo XV, a pesar de los repetidos esfuerzos
de la jerarquía eclesiástica.
El matrimonio, por su parte, sea legal o ilegal
-el matrimonio «de hecho» o concubinato será una de las constantes del Medievo,
socialmente aceptado por una humanidad cuyo sistema de valores escapa todavía a
la acción moralizadora de la ideología dominante-- no ofrece características
particulares: las mujeres se casan jóvenes con hombres que les llevan diez o
quince años; el número de niños nacidos puede ser elevado pero la mortalidad
infantil es un factor de regulación del aumento de la población; en fin, en lo
que suele llamar ahora «la tercera edad», se encuentran más viudas que viudos,
tanto por la diferencia inicial de edad en el tiempo de las bodas como por la
mayor resistencia física de la mujer en épocas de hambre o de epidemias.
Conviene indicar también que a lo largo de una vida, tanto masculina como
femenina, los matrimonios podían sucederse, legales, ilegales o alternados: dos
o tres fueron caso corriente.
La prostitución es anterior por supuesto al Medievo.
Las prostitutas encontraron su lugar en esa sociedad medieval que no excluyó a
nada ni a nadie de su seno y abarcó sin hacer distinciones tanto a los locos
como al no-loco, a los niños como a los adultos, a los enfermos como a los
sanos y a los cristianos ortodoxos como a los heréticos.
La intolerancia que lleva a quemar a Las brujas
y a los heterodoxos, a encerrar a los enfermos, a los locos, a los niños o a
las prostitutas, a no dejar coexistir el Orden con el Desorden y la Razón con la
Locura (1. El concepto es de Michel Foucault en su Historia de la
Locura.), esa intolerancia es la marca característica de la sociedad
«moderna», la que se inicia en el siglo XVI para desembocar en nuestra sociedad
contemporánea.
La prostitución medieval se encuentra en calles o
casas especializadas, en albergues y tabernas, y también alrededor de los
baños. En la Edad Media, habían sobrevivido los baños, heredados de las termas
romanas y de los baños árabes, y cada ciudad tenía uno o más establecimientos
con agua fría, caliente y de vapor; y el hecho de que esos baños fueran mixtos
y que los clientes de ambos sexos solieran bañarse desnudos, hizo que poco a
poco la jerarquía eclesiástica consiguiera prohibir su uso y hasta su
existencia. Una vez más, «progresión» en el dominio intelectual, pero regresión
material e higiénica real: los contemporáneos del siglo XVI ya no se lavarán,
sustituirán el uso del agua y del jabón por el de los perfumes, destinados a
ocultar otros olores...
Llegados
a este punto, cabe plantear el problema del «anti-femenino», que conseguirá
acabar con esa muy relativa igualdad de la mujer con el varón. A una sociedad
que acepta o «tolera» la presencia de la mujer en la mayoría de los sectores de
la vida social, cultural e, incluso, política, sucederá una sociedad de varones
y para varones, ya no una verdadera «sociedad» sino un «club for men only».
Esta «revolución» -tomada la palabra
«revolución» en su sentido de cambio total, sin darle una connotación
peyorativa o admirativa- este gran giro en el pensamiento civilizado occidental
se sitúa alrededor del siglo XIV. Viene preparado ya desde el anterior,
principalmente por la filosofía misógina de Santo Tomás de Aquino que
proporciona una «demostración» lógica, en el terreno ideológico, de la
inferioridad de la mujer. Pero algo mucho más grave que la ideología tomista
-mucho más grave por el alcance y el éxito que obtuvo- iba a originar una
visión radicalmente destructora del ser femenino: el movimiento cultural que propugnó
«el amor cortés». Así, se llega a oponer la poesía de los trovadores
meridionales -basada en el amor, generalmente sin esperanza ni posibilidad de
realización efectiva, del poeta hacia su dama- a la «rudeza» y «brutalidad» de
las costumbres que reinaban entonces, por lo que el «amor cortés», en esta
perspectiva, representaría a la vez un paso adelante en el camino de la
civilización y una promoción de la mujer, desde entonces «señora» y «dueña» del
corazón de su amante.
Que este movimiento literario signifique un
refinamiento hacia costumbres más «civilizadas» es indudable. Es dudoso, sin
embargo, que significase una promoción para la mujer. Porque, en toda la
literatura cortés, la mujer aparece como el «ser amado» al cual rinde su
homenaje el amante; «ser amado» -y no «ser que ama»- que se convierte en un ser
pasivo, casi inexistente, objeto del amor del poeta. Un objeto bello, hermoso,
dotado de todas las cualidades, hasta la de hacer sufrir al amante, pero objeto al
fin y al cabo. A la mujer se la glorifica, se la deifica, se la compara a una
flor, a una diosa o a la Virgen María; en resumen, se la coloca en un pedestal:
ha dejado de existir como sujeto activo, para convertirse en el objeto pasivo
del amor, del odio o de la indiferencia masculina.
Al varón le bastan sus propios versos, sus deseos o
sus quejas, ya no necesita respuesta: él se ha transformado en el único sujeto,
en el único ser activo, y la mujer será su creación personal
como objeto de su pensamiento. Dentro de este panorama, un
tercer factor contribuirá al cambio de mentalidades, un factor socioeconómico:
el «aburguesamiento» general de la mente colectiva, que tiende -como constante
de su ideología- a reducir a la mujer a su papel de madre y ama de casa. Está
comprobado ya que el «espíritu burgués» ensalza la Naturaleza y rebaja a la
mujer (ver el pensamiento de J. J. Rousseau). En esta línea apareció, al final
del siglo XIII, la «Novela de la Rosa», en cuya segunda parte el autor, bajo
una exaltación de la Naturaleza, desarrolla largamente el tema de la perfidia,
de la innob!eza y de la corrupción del ser femenino, comparándolo -¡qué
originalidad!- con la serpiente.
El movimiento antifemenino inició así su
carrera, que no decreció nunca desde entonces hasta nuestros días. Hacia 1400
se dejó oír la primera voz femenina de protesta, la de la poetisa Cristina de
Pisan. Pero no pudo detener la marejada que se extendía por Europa y excluía
poco a poco a las mujeres, tanto aI acceso a la cultura como de la actividad
social o cívica, El antifeminismo del final de la Edad Media,
originado por la filosofía oficial de la Iglesia, un movimiento literario y la
aparición del fenómeno burgués, desembocó así en el llamado período del
Renacimiento. Mundo oscuro y cerrado en muchos aspectos, y particularmente en
todo lo que toca a la mujer, el renacimiento consagra el triunfo de un ideal
masculino heredado de la Antigüedad y el triunfo de la moral religiosa que se
desarrolla tanto al amparo de las teorías de Lutero o de Calvino como al de la
Contrarreforma católica. Época de intolerancia, de guerras de religión, de
«encerramiento» de todos los que no son «conformes», marca el triunfo de la
reclusión de la mujer -en el convento, en su casa o en la cárcel-, el invento
del «corsé» que impide todo movimiento libre, y el principio de la represión
sexual.
La opresión de la mujer, en estas condiciones, ¿de qué
es fruto?, ¿de un Medievo apodado de «bárbaro» o de una época moderna que se
inicia con el auge del arte y del intelectualismo y desemboca en el triunfo de
la ciencia... y del armamentismo?
http://www.bibliotecagonzalodeberceo.com/berceo/adelinerucquoi/mujermedieval.htm
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