11 cuentos de terror de autores famosos
Las historias de
terror han acompañado al ser humano desde el comienzo de los tiempos, desde
relatos para asustar niños hasta obras maestras de la literatura.
El escritor H. P. Lovecraft
afirmó que uno de los mayores temores del ser humano radica en lo desconocido.
Desde sus antepasados, el hombre aprendió a evitar lo que le resulta extraño.
Así, los cuentos que causan miedo, generan fascinación por la experiencia del
límite que entregan. Se convierten en una manera de vivir la angustia y pánico
de situaciones incómodas, sin realmente sufrir las consecuencias.
El siguiente listado se
compone de relatos de autores clásicos, así como por historias de escritores
más actuales. Todos ellos juegan con la idea de que lo pavoroso se encuentra
más cerca de lo que creemos.
1. El
retrato oval - Edgar Allan Poe
El castillo al cual mi criado se había
atrevido a entrar por la fuerza antes de permitir que, gravemente herido como
estaba, pasara yo la noche al aire libre, era una de esas construcciones en las
que se mezclan la lobreguez y la grandeza, y que durante largo tiempo se han
alzado cejijuntas en los Apeninos, tan ciertas en la realidad como en la
imaginación de Mrs. Radcliffe. Según toda apariencia, el castillo había sido
recién abandonado, aunque temporariamente.
Nos instalamos en uno de los aposentos más
pequeños y menos suntuosos. Hallábase en una apartada torre del edificio; sus
decoraciones eran ricas, pero ajadas y viejas. Colgaban tapices de las paredes,
que engalanaban cantidad y variedad de trofeos heráldicos, así como un número
insólitamente grande de vivaces pinturas modernas en marcos con arabescos de
oro. Aquellas pinturas, no solamente emplazadas a lo largo de las paredes sino
en diversos nichos que la extraña arquitectura del castillo exigía, despertaron
profundamente mi interés, quizá a causa de mi incipiente delirio; ordené, por
tanto, a Pedro que cerrara las pesadas persianas del aposento —pues era ya de
noche—, que encendiera las bujías de un alto candelabro situado a la cabecera
de mi lecho y descorriera de par en par las orladas cortinas de terciopelo
negro que envolvían la cama. Al hacerlo así deseaba entregarme, si no al sueño,
por lo menos a la alternada contemplación de las pinturas y al examen de un
pequeño volumen que habíamos encontrado sobre la almohada y que contenía la
descripción y la crítica de aquellas.
Mucho mucho leí... e intensa, intensamente
miré. Rápidas y brillantes volaron las horas, hasta llegar la profunda
medianoche. La posición del candelabro me molestaba, pero, para no incomodar a
mi amodorrado sirviente, alargué con dificultad la mano y lo coloqué de manera
que su luz cayera directamente sobre el libro.
El cambio, empero, produjo un efecto por
completo inesperado. Los rayos de las numerosas bujías (pues eran muchas)
cayeron en un nicho del aposento que una de las columnas del lecho había
mantenido hasta ese momento en la más profunda sombra. Pude ver así,
vívidamente, una pintura que me había pasado inadvertida. Era el retrato de una
joven que empezaba ya a ser mujer. Miré presurosamente su retrato, y cerré los
ojos. Al principio no alcancé a comprender por qué lo había hecho. Pero
mientras mis párpados continuaban cerrados, cruzó por mi mente la razón de mi
conducta. Era un movimiento impulsivo a fin de ganar tiempo para pensar, para
asegurarme de que mi visión no me había engañado, para calmar y someter mi
fantasía antes de otra contemplación más serena y más segura. Instantes después
volví a mirar fijamente la pintura.
Ya no podía ni quería dudar de que estaba
viendo bien, puesto que el primer destello de las bujías sobre aquella tela
había disipado la soñolienta modorra que pesaba sobre mis sentidos,
devolviéndome al punto a la vigilia.
Como ya he dicho, el retrato representaba a
una mujer joven. Sólo abarcaba la cabeza y los hombros, pintados de la manera
que técnicamente se denomina vignette, y que se parece mucho al estilo de las
cabezas favoritas de Sully. Los brazos, el seno y hasta los extremos del
radiante cabello se mezclaban imperceptiblemente en la vaga pero profunda
sombra que formaba el fondo del retrato. El marco era oval, ricamente dorado y
afiligranado en estilo morisco. Como objeto de arte, nada podía ser más
admirable que aquella pintura. Pero lo que me había emocionado de manera tan
súbita y vehemente no era la ejecución de la obra, ni la inmortal belleza del retrato.
Menos aún cabía pensar que mi fantasía, arrancada de un semisueño, hubiera
confundido aquella cabeza con la de una persona viviente. Inmediatamente vi que
las peculiaridades del diseño, de la vignette y del marco tenían que haber
repelido semejante idea, impidiendo incluso que persistiera un solo instante.
Pensando intensamente en todo eso, quedéme
tal vez una hora, a medias sentado, a medias reclinado, con los ojos fijos en
el retrato. Por fin, satisfecho del verdadero secreto de su efecto, me dejé caer
hacia atrás en el lecho. Había descubierto que el hechizo del cuadro residía en
una absoluta posibilidad de vida en su expresión que, sobresaltándome al
comienzo, terminó por confundirme, someterme y aterrarme. Con profundo y
reverendo respeto, volví a colocar el candelabro en su posición anterior.
Alejada así de mi vista la causa de mi honda
agitación, busqué vivamente el volumen que se ocupaba de las pinturas y su
historia. Abriéndolo en el número que designaba al retrato oval, leí en él las
vagas y extrañas palabras que siguen: "Era una virgen de singular
hermosura, y tan encantadora como alegre. Aciaga la hora en que vio y amó y
desposó al pintor. Él, apasionado, estudioso, austero, tenía ya una prometida
en el Arte; ella, una virgen de sin igual hermosura y tan encantadora como
alegre, toda luz y sonrisas, y traviesa como un cervatillo; amándolo y
mimándolo, y odiando tan sólo al Arte, que era su rival; temiendo tan sólo la
paleta, los pinceles y los restantes enojosos instrumentos que la privaban de
la contemplación de su amante.
Así,
para la dama, cosa terrible fue oír hablar al pintor de su deseo de retratarla.
Pero era humilde y obediente, y durante muchas semanas posó dócilmente en el
oscuro y elevado aposento de la torre, donde sólo desde lo alto caía la luz
sobre la pálida tela. Más él, el pintor, gloriábase de su trabajo, que avanzaba
hora a hora y día a día. Y era un hombre apasionado, violento y taciturno, que
se perdía en sus ensueños; tanto, que no quería ver cómo esa luz que entraba,
lívida, en la torre solitaria, marchitaba la salud y la vivacidad de su esposa,
que se consumía a la vista de todos, salvo de la suya. Mas ella seguía
sonriendo, sin exhalar queja alguna, pues veía que el pintor, cuya nombradía
era alta, trabajaba con un placer fervoroso y ardiente, bregando noche y día
para pintar a aquella que tanto le amaba y que, sin embargo, seguía cada vez
más desanimada y débil. Y, en verdad, algunos que contemplaban el retrato
hablaban en voz baja de su parecido como de una asombrosa maravilla, y una
prueba tanto de la excelencia del artista como de su profundo amor por aquélla
a quien representaba de manera tan insuperable. Pero, a la larga, a medida que
el trabajo se acercaba a su conclusión, nadie fue admitido ya en la torre, pues
el pintor habíase exaltado en el ardor de su trabajo y apenas si apartaba los
ojos de la tela, incluso para mirar el rostro de su esposa. Y no quería ver que
los tintes que esparcía en la tela eran extraídos de las mejillas de aquella
mujer sentada a su lado. Y cuando pasaron muchas semanas y poco quedaba por
hacer, salvo una pincelada en la boca y un matiz en los ojos, el espíritu de la
dama osciló, vacilante como la llama en el tubo de la lámpara. Y entonces la
pincelada fue puesta y aplicado el matiz, y durante un momento el pintor quedó
en trance frente a la obra cumplida. Pero, cuando estaba mirándola, púsose
pálido y tembló mientras gritaba: “¡Ciertamente, ésta es la Vida misma!”, y
volvióse de improviso para mirar a su amada... ¡Estaba muerta!".
Edgar Allan
Poe (Estados Unidos, 1809 - 1849) es uno de los escritores más importantes en
la historia de la literatura. Fue el creador del cuento de terror psicológico y
de las historias de detectives. Su influencia en el relato corto puede notarse
en autores como Horacio Quiroga, Jorge Luis Borges y Julio Cortázar, entre
otros.
En este
breve relato, Poe recurre a la imaginería del relato gótico: un castillo
abandonado en una noche de tormenta, un hombre herido y sujeto a la
susceptibilidad del ambiente. De esta manera, el retrato de una joven dama le
seduce, ya que descubre que encierra la vida misma, pues el pintor se la quitó
para plasmarla en aquel cuadro.
Aunque no
es de las historias más reconocidas de Poe, en ella se recurre a un terror
sencillo, pero efectivo, que se encuentra directamente relacionado con la
creación de una atmósfera inquietante.
2. El
almohadón de plumas - Horacio Quiroga
Su luna de miel fue un largo escalofrío.
Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas
niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero
estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una
furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por
su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.
Durante tres meses -se habían casado en
abril- vivieron una dicha especial.
Sin duda hubiera ella deseado menos severidad
en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible
semblante de su marido la contenía siempre.
La casa en que vivían influía un poco en sus
estremecimientos. La blancura del patio silencioso -frisos, columnas y estatuas
de mármol- producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el
brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes,
afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra,
los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera
sensibilizado su resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo
el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos
sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta
que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero
ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se
reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él.
Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le
pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole
los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el
llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose,
y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una
palabra.
Fue ese el último día que Alicia estuvo
levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la
examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.
-No sé -le dijo a Jordán en la puerta de
calle, con la voz todavía baja-. Tiene una gran debilidad que no me explico, y
sin vómitos, nada… Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.
Al otro día Alicia seguía peor. Hubo
consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente
inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la
muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno
silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán
vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar
de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus
pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo
de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones,
confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La
joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra
a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente
mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se
perlaron de sudor.
-¡Jordán! ¡Jordán! -clamó, rígida de espanto,
sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo
aparecer Alicia dio un alarido de horror.
-¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo miró con extravió, miró la
alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta
confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido,
acariciándola temblando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo
un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella
los ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí
delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora,
sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor
mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La
observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.
-Pst… -se encogió de hombros desalentado su
médico-. Es un caso serio… poco hay que hacer…
-¡Sólo eso me faltaba! -resopló Jordán. Y
tamborileó bruscamente sobre la mesa.
Alicia fue extinguiéndose en su delirio de
anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas.
Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en
síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas
alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en
la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no
la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama,
ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en
forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente
por la colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los dos días
finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente
encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se
oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los
eternos pasos de Jordán.
Alicia murió, por fin. La sirvienta, que
entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.
-¡Señor! -llamó a Jordán en voz baja-. En el
almohadón hay manchas que parecen de sangre.
Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su
vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la
cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.
-Parecen picaduras -murmuró la sirvienta
después de un rato de inmóvil observación.
-Levántelo a la luz -le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo
dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué,
Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
-¿Qué hay? -murmuró con la voz ronca.
-Pesa mucho -articuló la sirvienta, sin dejar
de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba
extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó
funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio
un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a
los bandós. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas
velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan
hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.
Noche a noche, desde que Alicia había caído
en cama, había aplicado sigilosamente su boca -su trompa, mejor dicho- a las
sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La
remoción diaria del almohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero desde
que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en
cinco noches, había vaciado a Alicia.
Estos
parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en
ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles
particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.
Horacio
Quiroga (Uruguay, 1878 - 1937) es considerado el padre del cuento
latinoamericano. En su obra exploró tanto el realismo, como la fantasía y lo
terrorífico, dando especial importancia al espacio de la selva.
En 1917
publicó Cuentos de amor, de locura y de muerte, convirtiéndose en un éxito y referente para el género.
"El almohadón de plumas" es uno de los relatos más famosos de esta
colección. En él se narra la historia de una pareja recién casada que debe
enfrentar la inexplicable enfermedad de la mujer.
En sólo
unas páginas, Quiroga logra sumergir al lector en el misterio del relato, en
especial con la frase del comienzo: "Su luna de miel fue un largo
escalofrío". Una idea inquietante, considerando que es un matrimonio que
recién inicia.
Además,
entrega ciertos datos que funcionan de manera simbólica, como la casa blanca y
fría, una especie de mausoleo, que hace referencia a la falta de amor.
Asimismo, el final funciona de manera perfecta, ya que impacta al lector y ha
quedado marcado dentro del imaginario colectivo por lo detallista y sorpresivo.
3. Dagón -
H. P. Lovecraft
Escribo esto bajo una fuerte tensión mental,
ya que cuando llegue la noche habré dejado de existir. Sin dinero, y agotada mi
provisión de droga, que es lo único que me hace tolerable la vida, no puedo
seguir soportando más esta tortura; me arrojaré desde esta ventana de la
buhardilla a la sórdida calle de abajo. Pese a mi esclavitud a la morfina, no
me considero un débil ni un degenerado. Cuando hayan leído estas páginas
atropelladamente garabateadas, quizá se hagan idea -aunque no del todo- de por
qué tengo que buscar el olvido o la muerte.
Fue en una de las zonas más abiertas y menos
frecuentadas del anchuroso Pacífico donde el paquebote en el que iba yo de
sobrecargo cayó apresado por un corsario alemán. La gran guerra estaba entonces
en sus comienzos, y las fuerzas oceánicas de los hunos aún no se habían hundido
en su degradación posterior; así que nuestro buque fue capturado legalmente, y
nuestra tripulación tratada con toda la deferencia y consideración debidas a
unos prisioneros navales. En efecto, tan liberal era la disciplina de nuestros
opresores, que cinco días más tarde conseguí escaparme en un pequeño bote, con
agua y provisiones para bastante tiempo.
Cuando al fin me encontré libre y a la
deriva, tenía muy poca idea de cuál era mi situación. Navegante poco experto,
sólo sabía calcular de manera muy vaga, por el sol y las estrellas, que estaba
algo al sur del ecuador. No sabía en absoluto en qué longitud, y no se divisaba
isla ni costa alguna. El tiempo se mantenía bueno, y durante incontables días
navegué sin rumbo bajo un sol abrasador, con la esperanza de que pasara algún
barco, o de que me arrojaran las olas a alguna región habitable. Pero no
aparecían ni barcos ni tierra, y empecé a desesperar en mi soledad, en medio de
aquella ondulante e ininterrumpida inmensidad azul.
El cambio ocurrió mientras dormía. Nunca
llegaré a conocer los pormenores; porque mi sueño, aunque poblado de
pesadillas, fue ininterrumpido. Cuando desperté finalmente, descubrí que me
encontraba medio succionado en una especie de lodazal viscoso y negruzco que se
extendía a mí alrededor, con monótonas ondulaciones hasta donde alcanzaba la
vista, en el cual se había adentrado mi bote cierto trecho.
Aunque cabe suponer que mi primera reacción
fuera de perplejidad ante una transformación del paisaje tan prodigiosa e
inesperada, en realidad sentí más horror que asombro; pues había en la
atmósfera y en la superficie putrefacta una calidad siniestra que me heló el
corazón. La zona estaba corrompida de peces descompuestos y otros animales
menos identificables que se veían emerger en el cieno de la interminable
llanura. Quizá no deba esperar transmitir con meras palabras la indecible
repugnancia que puede reinar en el absoluto silencio y la estéril inmensidad.
Nada alcanzaba a oírse; nada había a la vista, salvo una vasta extensión de
légamo negruzco; si bien la absoluta quietud y la uniformidad del paisaje me
producían un terror nauseabundo.
El sol ardía en un cielo que me parecía casi
negro por la cruel ausencia de nubes; era como si reflejase la ciénaga
tenebrosa que tenía bajo mis pies. Al meterme en el bote encallado, me di
cuenta de que sólo una posibilidad podía explicar mi situación. Merced a una
conmoción volcánica el fondo oceánico había emergido a la superficie, sacando a
la luz regiones que durante millones de años habían estado ocultas bajo
insondables profundidades de agua. Tan grande era la extensión de esta nueva
tierra emergida debajo de mí, que no lograba percibir el más leve rumor de
oleaje, por mucho que aguzaba el oído. Tampoco había aves marinas que se
alimentaran de aquellos peces muertos.
Durante varias horas estuve pensando y
meditando sentado en el bote, que se apoyaba sobre un costado y proporcionaba
un poco de sombra al desplazarse el sol en el cielo. A medida que el día
avanzaba, el suelo iba perdiendo pegajosidad, por lo que en poco tiempo estaría
bastante seco para poderlo recorrer fácilmente. Dormí poco esa noche, y al día
siguiente me preparé una provisión de agua y comida, a fin de emprender la
marcha en busca del desaparecido mar, y de un posible rescate.
A la mañana del tercer día comprobé que el
suelo estaba bastante seco para andar por él con comodidad. El hedor a pescado
era insoportable; pero me tenían preocupado cosas más graves para que me
molestase este desagradable inconveniente, y me puse en marcha hacia una meta
desconocida. Durante todo el día caminé constantemente en dirección oeste
guiado por una lejana colina que descollaba por encima de las demás elevaciones
del ondulado desierto. Acampé esa noche, y al día siguiente proseguí la marcha
hacia la colina, aunque parecía escasamente más cerca que la primera vez que la
descubrí. Al atardecer del cuarto día llegué al pie de dicha elevación, que
resultó ser mucho más alta de lo que me había parecido de lejos; tenía un valle
delante que hacía más pronunciado el relieve respecto del resto de la
superficie. Demasiado cansado para emprender el ascenso, dormí a la sombra de
la colina.
No sé por qué, mis sueños fueron
extravagantes esa noche; pero antes que la luna menguante, fantásticamente
gibosa, hubiese subido muy alto por el este de la llanura, me desperté cubierto
de un sudor frío, decidido a no dormir más. Las visiones que había tenido eran
excesivas para soportarlas otra vez. A la luz de la luna comprendí lo
imprudente que había sido al viajar de día. Sin el sol abrasador, la marcha me
habría resultado menos fatigosa; de hecho, me sentí de nuevo lo bastante fuerte
como para acometer el ascenso que por la tarde no había sido capaz de
emprender. Recogí mis cosas e inicié la subida a la cresta de la elevación.
Ya he dicho que la ininterrumpida monotonía
de la ondulada llanura era fuente de un vago horror para mí; pero creo que mi
horror aumentó cuando llegué a lo alto del monte y vi, al otro lado, una inmensa
sima o cañón, cuya oscura concavidad aún no iluminaba la luna. Me pareció que
me encontraba en el borde del mundo, escrutando desde el mismo canto hacia un
caos insondable de noche eterna. En mi terror se mezclaban extraños recuerdos
del Paraíso perdido, y la espantosa ascensión de Satanás a través de remotas
regiones de tinieblas.
Al elevarse más la luna en el cielo, empecé a
observar que las laderas del valle no eran tan completamente perpendiculares
como había imaginado. La roca formaba cornisas y salientes que proporcionaban
apoyos relativamente cómodos para el descenso; y a partir de unos centenares de
pies, el declive se hacía más gradual. Movido por un impulso que no me es
posible analizar con precisión, bajé trabajosamente por las rocas, hasta el
declive más suave, sin dejar de mirar hacia las profundidades estigias donde
aún no había penetrado la luz.
De repente, me llamó la atención un objeto
singular que había en la ladera opuesta, el cual se erguía enhiesto como a un
centenar de yardas de donde estaba yo; objeto que brilló con un resplandor
blanquecino al recibir de pronto los primeros rayos de la luna ascendente. No
tardé en comprobar que era tan sólo una piedra gigantesca; pero tuve la clara
impresión de que su posición y su contorno no eran enteramente obra de la
Naturaleza. Un examen más detenido me llenó de sensaciones imposibles de
expresar; pues pese a su enorme magnitud, y su situación en un abismo abierto
en el fondo del mar cuando el mundo era joven, me di cuenta, sin posibilidad de
duda, de que el extraño objeto era un monolito perfectamente tallado, cuya
imponente masa había conocido el arte y quizá el culto de criaturas vivas y
pensantes.
Confuso y asustado, aunque no sin cierta
emoción de científico o de arqueólogo, examiné mis alrededores con atención. La
luna, ahora casi en su cenit, asomaba espectral y vívida por encima de los
gigantescos peldaños que rodeaban el abismo, y reveló un ancho curso de agua
que discurría por el fondo formando meandros, perdiéndose en ambas direcciones,
y casi lamiéndome los pies donde me había detenido. Al otro lado del abismo,
las pequeñas olas bañaban la base del ciclópeo monolito, en cuya superficie
podía distinguir ahora inscripciones y toscos relieves. La escritura pertenecía
a un sistema de jeroglíficos desconocido para mí, distinto de cuantos yo había
visto en los libros, y consistente en su mayor parte en símbolos acuáticos
esquematizados tales como peces, anguilas, pulpos, crustáceos, moluscos,
ballenas y demás. Algunos de los caracteres representaban evidentemente seres
marinos desconocidos para el mundo moderno, pero cuyos cuerpos en
descomposición había visto yo en la llanura surgida del océano.
Sin embargo, fueron los relieves los que más
me fascinaron. Claramente visibles al otro lado del curso de agua, a causa de
sus enormes proporciones, había una serie de bajorrelieves cuyos temas habrían
despertado la envidia de un Doré. Creo que estos seres pretendían representar
hombres… al menos, cierta clase de hombres; aunque aparecían retozando como
peces en las aguas de alguna gruta marina, o rindiendo homenaje a algún
monumento monolítico, bajo el agua también. No me atrevo a descubrir con
detalle sus rostros y sus cuerpos, ya que el mero recuerdo me produce vahídos.
Más grotescos de lo que podría concebir la imaginación de un Poe o de un
Bulwer, eran detestablemente humanos en general, a pesar de sus manos y pies
palmeados, sus labios espantosamente anchos y fláccidos, sus ojos abultados y
vidriosos, y demás rasgos de recuerdo menos agradable. Curiosamente, parecían
cincelados sin la debida proporción con los escenarios que servían de fondo, ya
que uno de los seres estaba en actitud de matar una ballena de tamaño
ligeramente mayor que él. Observé, como digo, sus formas grotescas y sus
extrañas dimensiones; pero un momento después decidí que se trataba de dioses
imaginarios de alguna tribu pescadora o marinera; de una tribu cuyos últimos
descendientes debieron de perecer antes que naciera el primer antepasado del
hombre de Piltdown o de Neanderthal. Aterrado ante esta visión inesperada y
fugaz de un pasado que rebasaba la concepción del más atrevido antropólogo, me
quedé pensativo, mientras la luna bañaba con misterioso resplandor el
silencioso canal que tenía ante mí.
Entonces, de repente, lo vi. Tras una leve
agitación que delataba su ascensión a la superficie, la entidad surgió a la
vista sobre las aguas oscuras. Inmenso, repugnante, aquella especie de Polifemo
saltó hacia el monolito como un monstruo formidable y pesadillesco, y lo rodeó
con sus brazos enormes y escamosos, al tiempo que inclinaba la cabeza y
profería ciertos gritos acompasados. Creo que enloquecí entonces.
No recuerdo muy bien los detalles de mi
frenética subida por la ladera y el acantilado, ni de mi delirante regreso al
bote varado… Creo que canté mucho, y que reí insensatamente cuando no podía
cantar. Tengo el vago recuerdo de una tormenta, poco después de llegar al bote;
en todo caso, sé que oí el estampido de los truenos y demás ruidos que la
Naturaleza profiere en sus momentos de mayor irritación.
Cuando salí de las sombras, estaba en un
hospital de San Francisco; me había llevado allí el capitán del barco
norteamericano que había recogido mi bote en medio del océano. Hablé de muchas
cosas en mis delirios, pero averigüé que nadie había hecho caso de las
palabras. Los que me habían rescatado no sabían nada sobre la aparición de una
zona de fondo oceánico en medio del Pacífico, y no juzgué necesario insistir en
algo que sabía que no iban a creer. Un día fui a ver a un famoso etnólogo, y lo
divertí haciéndole extrañas preguntas sobre la antigua leyenda filistea en
torno a Dagón, el Dios-Pez; pero en seguida me di cuenta de que era un hombre
irremediablemente convencional, y dejé de preguntar.
Es de noche, especialmente cuando la luna se
vuelve gibosa y menguante, cuando veo a ese ser. He intentado olvidarlo con la
morfina, pero la droga sólo me proporciona una cesación transitoria, y me ha
atrapado en sus garras, convirtiéndome irremisiblemente en su esclavo. Así que
voy a poner fin a todo esto, ahora que he contado lo ocurrido para información
o diversión desdeñosa de mis semejantes. Muchas veces me pregunto si no será
una fantasmagoría, un producto de la fiebre que sufrí en el bote a causa de la
insolación, cuando escapé del barco de guerra alemán. Me lo pregunto muchas
veces; pero siempre se me aparece, en respuesta, una visión monstruosamente
vívida. No puedo pensar en las profundidades del mar sin estremecerme ante las
espantosas entidades que quizá en este instante se arrastran y se agitan en su
lecho fangoso, adorando a sus antiguos ídolos de piedra y esculpiendo sus
propias imágenes detestables en obeliscos submarinos de mojado granito. Pienso
en el día que emerjan de las olas, y se lleven entre sus garras de vapor
humeantes a los endebles restos de una humanidad exhausta por la guerra… en el
día en que se hunda la tierra, y emerja el fondo del océano en medio del
universal pandemonio.
Se
acerca el fin. Oigo ruido en la puerta, como si forcejeara en ella un cuerpo
inmenso y resbaladizo. No me encontrará. ¡Dios mío, esa mano! ¡La ventana! ¡La
ventana!
H. P.
Lovecraft (1890 - 1937) es uno de los grandes maestros de la literatura de
terror. El autor es reconocido por ser el creador del "horror
cósmico". Subgénero que trae a la vida criaturas primigenias, anteriores
al ser humano, que significan un peligro inédito, pues es una amenaza
completamente desconocida.
En este
relato se plantea el temor a un mundo subterráneo y ajeno a la realidad humana
que el protagonista descubre por casualidad. El escritor juega con la idea del
delirio o la locura, pues su "encuentro" puede explicarse como
consecuencia de la insolación o la fiebre. De esta manera, el lector no puede
estar seguro si se trata de una alucinación o del testimonio de un hombre que
logró rozar un mundo mítico.
4. La
migala - Juan José Arreola
La migala discurre libremente por la casa,
pero mi capacidad de horror no disminuye.
El día en que Beatriz y yo entramos en
aquella barraca inmunda de la feria callejera, me di cuenta de que la repulsiva
alimaña era lo más atroz que podía depararme el destino. Peor que el desprecio
y la conmiseración brillando de pronto en una clara mirada.
Unos días más tarde volví para comprar la
migala, y el sorprendido saltimbanqui me dio algunos informes acerca de sus
costumbres y su alimentación extraña. Entonces comprendí que tenía en las
manos, de una vez por todas, la amenaza total, la máxima dosis de terror que mi
espíritu podía soportar. Recuerdo mi paso tembloroso, vacilante, cuando de
regreso a la casa sentía el peso leve y denso de la araña, ese peso del cual
podía descontar, con seguridad, el de la caja de madera en que la llevaba, como
si fueran dos pesos totalmente diferentes: el de la madera inocente y el del
impuro y ponzoñoso animal que tiraba de mí como un lastre definitivo. Dentro de
aquella caja iba el infierno personal que instalaría en mi casa para destruir,
para anular al otro, el descomunal infierno de los hombres.
La noche memorable en que solté a la migala
en mi departamento y la vi correr como un cangrejo y ocultarse bajo un mueble,
ha sido el principio de una vida indescriptible. Desde entonces, cada uno de
los instantes de que dispongo ha sido recorrido por los pasos de la araña, que
llena la casa con su presencia invisible.
Todas las noches tiemblo en espera de la
picadura mortal. Muchas veces despierto con el cuerpo helado, tenso, inmóvil,
porque el sueño ha creado para mí, con precisión, el paso cosquilleante de la
araña sobre mi piel, su peso indefinible, su consistencia de entraña. Sin
embargo, siempre amanece. Estoy vivo y mi alma inútilmente se apresta y se
perfecciona.
Hay días en que pienso que la migala ha
desaparecido, que se ha extraviado o que ha muerto. Pero no hago nada para
comprobarlo. Dejo siempre que el azar me vuelva a poner frente a ella, al salir
del baño, o mientras me desvisto para echarme en la cama. A veces el silencio
de la noche me trae el eco de sus pasos, que he aprendido a oír, aunque sé que
son imperceptibles.
Muchos días encuentro intacto el alimento que
he dejado la víspera. Cuando desaparece, no sé si lo ha devorado la migala o
algún otro inocente huésped de la casa. He llegado a pensar también que acaso
estoy siendo víctima de una superchería y que me hallo a merced de una falsa
migala. Tal vez el saltimbanqui me ha engañado, haciéndome pagar un alto precio
por un inofensivo y repugnante escarabajo.
Pero en realidad esto no tiene importancia,
porque yo he consagrado a la migala con la certeza de mi muerte aplazada. En
las horas más agudas del insomnio, cuando me pierdo en conjeturas y nada me
tranquiliza, suele visitarme la migala. Se pasea embrolladamente por el cuarto
y trata de subir con torpeza a las paredes. Se detiene, levanta su cabeza y
mueve los palpos. Parece husmear, agitada, un invisible compañero.
Entonces,
estremecido en mi soledad, acorralado por el pequeño monstruo, recuerdo que en
otro tiempo yo soñaba en Beatriz y en su compañía imposible.
Juan José
Arreola (1918 - 2001) es uno de los escritores mexicanos más destacados del
siglo XX. En su obra jugó con lo fantástico y la crítica social.
En este
cuento se presenta a un hombre que, afectado por la pérdida de su pareja,
decide someterse voluntariamente a la tortura de poseer una araña gigante que
corre libre por su casa. Al ser venenosa, se convierte en una gran amenaza,
pero al mismo tiempo, en su posibilidad de salvación. Una sola picadura lo
podría liberar del "descomunal infierno de los hombres".
El nombre
de su amada, Beatriz, hace referencia al personaje de la Divina Comedia, aquella
joven que cautivó al poeta y lo condujo hasta el paraíso. En "La
migala" se menciona a Beatriz al comienzo y al final, convirtiéndose en
una presencia constante dentro de la narración. Así, el autor intenta demostrar
la imposibilidad del amor y la araña se sitúa como símbolo de la soledad a la
que está sometido el hombre.
5. Pájaros
en la boca - Samanta Schweblin
El auto de Silvia estaba estacionado frente a
la casa, con las balizas puestas. Me quedé parado, pensando en si había alguna
posibilidad real de no atender el timbre, pero el partido se escuchaba en toda
la casa, así que apagué el televisor y fui a abrir.
–Silvia –dije.
–Hola –dijo ella, y entró sin que yo alcanzara a decir nada–. Tenemos que
hablar, Martín.
Señaló mi propio sillón y yo obedecí, porque
a veces, cuando el pasado toca a la puerta y me trata como hace cuatro años
atrás, sigo siendo un imbécil.
–No va a gustarte. Es… es fuerte –miró su
reloj–. Es sobre Sara.
–Siempre es sobre Sara –dije.
–Vas a decir que exagero, que soy una loca, todo ese asunto. Pero hoy no hay
tiempo. Te venís a casa ahora mismo, esto tenés que verlo con tus propios ojos.
–¿Qué pasa? –Además, le dije a Sara que irías así que te espera.
Nos quedamos en silencio un momento. Pensé en
cuál sería el próximo paso, hasta que ella frunció el ceño, se levantó y fue
hasta la puerta. Tomé mi abrigo y salí tras ella.
Por fuera la casa se veía como siempre, con
el césped recién cortado y las azaleas de Silvia colgando del balcón
matrimonial. Cada uno bajó de su auto y entramos sin hablar. Sara estaba
sentada en el sillón. Aunque ya había terminado las clases por ese año, llevaba
puesto el jumper de la secundaria, que le quedaba como a esas colegialas porno
de las revistas. Estaba erguida, con las rodillas juntas y las manos sobre las
rodillas, concentrada en algún punto de la ventana o del jardín, como si
estuviera haciendo uno de esos ejercicios de yoga de la madre. Me di cuenta de
que aunque siempre había sido más bien pálida y flaca, se le veía rebosante de
salud. Sus piernas y sus brazos parecían más fuertes, como si hubiera estado
haciendo ejercicio durante unos cuantos meses. El pelo le brillaba y tenía un
leve rosado en los cachetes, como pintado pero real. Cuando me vio entrar
sonrió y dijo:
–Hola, papá
Mi nena era realmente una dulzura, pero dos
palabras alcanzaban para entender que algo estaba mal en esa chica, algo
seguramente relacionado con la madre. A veces pienso que quizá debí habérmela
llevado conmigo, pero casi siempre pienso que no. A unos metros del televisor,
junto a la ventana, había una jaula. Era una jaula para pájaros –de unos
setenta, ochenta centímetros –; colgaba del techo, vacía.
–¿Qué es eso?
–Una jaula –dijo Sara, y sonrió.
Silvia me hizo una seña para que la siguiera
a la cocina. Fuimos hasta el ventanal y ella se volvió para verificar que Sara
no nos escuchara. Seguía erguida en el sillón, mirando hacia la calle, como si
nunca hubiéramos llegado. Silvia me habló en voz baja.
–Martín. Mirá, vas a tener que tomarte esto
con calma.
–Ya, Silvia, dejate de joder, ¿Qué pasa?
–La tengo sin comer desde ayer.
–¿Me estás cargando?
–Para que lo veas con tus propios ojos.
–Ajá… ¿estás loca?
Me hizo una seña para que volviéramos al
living y me señaló el sillón. Me senté frente a Sara. Silvia salió de la casa y
la vimos cruzar el ventanal y entrar al garaje.
–¿Qué le pasa a tu madre? Sara levantó los
hombros, dando a entender que no lo sabía. Tenía el pelo negro y lacio, atado
en una cola de caballo, y un flequillo prolijo que le llegaba casi hasta los
ojos.
Silvia volvió con una caja de zapatos. La
traía derecha, con ambas manos, como si se tratara de algo delicado. Fue hasta
la jaula, la abrió, sacó de la caja un gorrión muy pequeño, del tamaño de una
pelota de golf, lo metió dentro de la jaula y la cerró. Tiró la caja al piso y
la hizo a un lado de una patada, junto a otras nueve o diez cajas similares que
se iban sumando bajo el escritorio. Entonces Sara se levantó, su cola de
caballo brilló a un lado y otro de su nuca, y fue hasta la jaula dando un
brinco, paso de por medio, como hacen las chicas que tienen cinco años menos
que ella. De espaldas a nosotros, poniéndose en puntas de pie, abrió la jaula y
sacó el pájaro. No pude ver qué hizo. El pájaro chilló y ella forcejeó un
momento, quizá porque el pájaro intentó escaparse. Silvia se tapó la boca con
la mano. Cuando Sara se volvió hacia nosotros el pájaro ya no estaba. Tenía la
boca, la nariz, el mentón y las dos manos manchadas de sangre. Sonrió
avergonzada, su boca gigante se arqueó y se abrió, y sus dientes rojos me
obligaron a levantarme de un salto. Corrí hasta el baño, me encerré y vomité en
el inodoro. Pensé que Silvia me seguiría y se pondría a echar culpas y
directivas desde el otro lado de la puerta, pero no lo hizo. Me lavé la boca y
la cara, y me quedé escuchando frente al espejo. Bajaron algo pesado del piso
de arriba. Abrieron y cerraron la puerta de entrada algunas veces. Sara
preguntó si podía llevar con ella la foto de la repisa. Cuando Silvia contestó
que sí su voz ya estaba lejos. Abrí la puerta cuidando de no hacer ruido, y me
asomé al pasillo. La puerta principal estaba abierta de par en par y Silvia
cargaba la jaula en el asiento trasero de mi coche. Di unos pasos, con la
intención de salir de la casa gritándoles unas cuantas cosas, pero Sara salió de
la cocina hacia la calle y me detuve en seco para que no me viera. Se dieron un
abrazo. Silvia la besó y la metió en el asiento del acompañante. Esperé a que
volviera y cerrara la puerta.
–¿Qué mierda…?
–Te la llevás –fue hasta el escritorio y empezó a aplastar y doblar las cajas
vacías.
–¡Dios Santo, Silvia, tu hija come pájaros!
–No puedo más.
–¡Come pájaros! ¿La hiciste ver? ¿Qué mierda hace con los huesos?
Silvia se quedó mirándome, desconcertada.
–Supongo que los traga también. No sé si los pájaros… –dijo y se quedó
pensando.
–No puedo llevármela.
–Si se queda me mato. Me mato yo y antes la mato a ella.
–¡Pero come pájaros!
Fue hasta el baño y se encerró. Miré hacia
afuera, a través del ventanal. Sara me saludó alegremente desde el auto. Traté
de serenarme. Pensé en cosas que me ayudaran a dar algunos pasos torpes hacia
la puerta, rezando porque ese tiempo alcanzara para volver a ser un ser humano
común y corriente, un tipo pulcro y organizado capaz de quedarse diez minutos
de pie en el supermercado, frente a la góndola de enlatados, corroborando que
las arvejas que se está llevando son las más adecuadas. Pensé en cosas como que
si se sabe de personas que comen personas entonces comer pájaros vivos no
estaba tan mal. También que desde un punto de vista naturista es más sano que
la droga, y desde el social, más fácil de ocultar que un embarazo a los trece.
Pero creo que hasta la manija del coche seguí repitiendo come pájaros, come
pájaros, come pájaros, y así. Llevé a Sara a casa. No dijo nada en el viaje y
cuando llegamos bajó sola sus cosas. Su jaula, su valija –que habían guardado
en el baúl–, y cuatro cajas de zapatos como la que Silvia había traído del
garaje. No pude ayudarla con nada. Abrí la puerta y ahí esperé a que ella fuera
y viniera con todo. Cuando entramos le señalé el cuarto de arriba. Después de
que se instaló la hice bajar y sentarse frente a mí, en la mesa del comedor.
Preparé dos cafés pero Sara hizo a un lado su taza y dijo que no tomaba
infusiones.
–Comés pájaros, Sara –dije.
–Sí, papá. Se mordió los labios, avergonzada, y dijo:
–Vos también.
–Comés pájaros vivos, Sara.
–Sí, papá.
Pensé en qué se sentiría tragar algo caliente
y en movimiento, algo lleno de plumas y patas en la boca, y me tapé con la
mano, como hacía Silvia.
Pasaron tres días. Sara estaba casi todo el
día en el living, erguida en el sillón con las rodillas juntas y las manos
sobre las rodillas. Yo salía temprano al trabajo y me la pasaba todo el día
consultando en internet infinitas combinaciones de las palabras «pájaro»,
«crudo», «cura», «adopción», sabiendo que ella seguía sentada ahí, mirando
hacia el jardín durante horas. Cuando entraba a la casa, alrededor de las
siete, y la veía tal cual la había imaginado durante todo el día, se me
erizaban los pelos de la nuca y me daban ganas de salir y dejarla encerrada
dentro con llave, herméticamente encerrada, como esos insectos que se cazan de
chico y se guardan en frascos de vidrio hasta que el aire se acaba. ¿Podía
hacerlo? Cuando era chico vi en el circo a una mujer barbuda que se llevaba
ratones a la boca. Los sostenía así un rato, con la cola moviéndosele entre los
labios cerrados, mientras caminaba frente al público con los ojos bien
abiertos. Ahora pensaba en esa mujer casi todas las noches, revolcándome en la
cama sin poder dormir, considerando la posibilidad de internar a Sara en un
centro psiquiátrico. Quizá podría visitarla una o dos veces por semana.
Podríamos turnarnos con Silvia. Pensé en esos casos en que los médicos sugieren
cierto aislamiento del paciente, alejarlo de la familia por unos meses. Quizá
era una buena opción para todos, pero no estaba seguro de que Sara pudiera
sobrevivir en un lugar así. O sí. En cualquier caso, su madre no lo permitiría.
O sí. No podía decidirme. Al cuarto día Silvia vino a vernos. Trajo cinco cajas
de zapatos que dejó junto a la puerta de entrada, del lado de adentro. Ninguno
de los dos dijo nada al respecto. Preguntó por Sara y le señalé el cuarto de
arriba. Cuando bajó le ofrecí café. Lo tomamos en el living, en silencio. Estaba
pálida y las manos le temblaban tanto que hacía tintinear la vajilla cada vez
que volvía a apoyar la taza sobre el plato. Los dos sabíamos qué pensaba el
otro. Yo podía decir «esto es culpa tuya, esto es lo que lograste», y ella
podía decir algo absurdo como «esto pasa porque nunca le prestaste atención».
Pero la verdad es que ya estábamos muy cansados. –Yo me encargo de esto –dijo
Silvia antes de salir, señalando las cajas de zapatos. No dije nada, pero se lo
agradecí profundamente.
En el supermercado la gente cargaba sus
changos de cereales, dulces, verduras y lácteos. Yo me limitaba a mis enlatados
y hacía la cola en silencio. Iba al supermercado dos o tres veces por semana. A
veces, aunque no tuviera nada que comprar, pasaba por él antes de volver a casa.
Tomaba un chango y recorría las góndolas pensando en qué es lo que podía estar
olvidándome. A la noche mirábamos juntos la televisión. Sara erguida, sentada
en su esquina del sillón, yo en la otra punta, espiándola cada tanto para ver
si seguía la programación o ya estaba otra vez con los ojos clavados en el
jardín. Yo preparaba comida para dos y la llevaba al living en dos bandejas.
Dejaba la de Sara frente a ella, y ahí quedaba. Ella esperaba a que yo empezara
y entonces decía:
–Permiso, papá
Se levantaba, subía a su cuarto y cerraba la
puerta con delicadeza. La primera vez bajé el volumen del televisor y esperé en
silencio. Se escuchó un chillido agudo y corto. Unos segundos después las
canillas del baño, y el agua corriendo. A veces bajaba unos minutos después,
perfectamente peinada y serena. Otras veces se duchaba y bajaba directamente en
pijama. Sara no quería salir. Estudiando su comportamiento pensé que quizá
sufría algún principio de agorafobia. A veces sacaba una silla al jardín e
intentaba convencerla de salir un rato. Pero era inútil. Conservaba sin embargo
una piel radiante de energía y se le veía cada vez más hermosa, como si se
pasara el día ejercitando bajo el sol. Cada tanto, haciendo mis cosas,
encontraba una pluma. En el piso junto a la puerta, detrás de la lata de café,
entre los cubiertos, todavía húmeda en la pileta de la cocina. Las recogía,
cuidando de que ella no me viera haciéndolo, y las tiraba por el inodoro. A
veces me quedaba mirando cómo se iban con el agua. A veces el inodoro volvía a
llenarse, el agua se aquietaba, como un espejo otra vez, y yo todavía seguía
ahí mirando, pensando en si sería necesario volver al supermercado, en si
realmente se justificaba llenar los changos de tanta basura, pensando en Sara,
en qué es lo que habría en el jardín.
Una tarde Silvia llamó para avisar que estaba
en cama, con una gripe feroz. Dijo que no podía visitarnos. Me preguntó si me
arreglaría sin ella y entonces entendí que no poder visitarnos significaba que
no podría traer más cajas. Le pregunté si tenía fiebre, si estaba comiendo
bien, si la había visto un médico, y cuando la tuve lo suficientemente ocupada
en sus respuestas dije que tenía que cortar y corté. El teléfono volvió a
sonar, pero no atendí. Miramos televisión. Cuando traje mi comida Sara no se
levantó para ir a su cuarto. Miró el jardín hasta que terminé de comer, y sólo
entonces volvió a la programación. Al día siguiente, antes de volver a casa,
pasé por el supermercado. Puse algunas cosas en mi chango, lo de siempre. Paseé
entre las góndolas como si hiciera un reconocimiento del súper por primera vez.
Me detuve en la sección de mascotas, donde había comida para perros, gatos,
conejos, pájaros y peces. Levanté algunos alimentos para ver de qué eran. Leí
con qué estaban hechos, las calorías que aportaban y las medidas que se
recomendaban para cada raza, peso y edad. Después fui a la sección de
jardinería, donde sólo había plantas con o sin flor, macetas y tierra, así que
volví otra vez a la sección mascotas y me quedé ahí pensando en qué haría a
continuación. La gente llenaba sus changos y se movía esquivándome. Anunciaron
en los altoparlantes la promoción de lácteos por el día de la madre y pasaron
un tema melódico sobre un tipo que estaba lleno de mujeres pero extrañaba a su
primer amor, hasta que finalmente empujé el chango y volví a la sección de
enlatados. Esa noche Sara tardó en dormirse. Mi cuarto estaba bajo el suyo, y
la escuché en el techo caminar nerviosa, acostarse, volver a levantarse. Me
pregunté en qué condiciones estaría el cuarto, no había subido desde que ella
había llegado, quizá el sitio era un verdadero desastre, un corral lleno de
mugre y plumas. La tercera noche después del llamado de Silvia, antes de volver
a casa, me detuve a ver las jaulas de pájaros que colgaban de los toldos de una
veterinaria. Ninguno se parecía al gorrión que había visto en la casa de
Silvia. Eran de colores, y en general un poco más grandes. Estuve ahí un rato,
hasta que un vendedor se acercó a preguntarme si estaba interesado en algún pájaro.
Dije que no, que de ninguna manera, que sólo estaba mirando. Se quedó cerca,
moviendo cajas, mirando hacia la calle, después entendió que realmente no
compraría nada, y regresó al mostrador. En casa Sara esperaba en el sillón,
erguida en su ejercicio de yoga. Nos saludamos.
Hola, Sara. –
Hola, papá.
Estaba perdiendo sus cachetes rosados y ya no
se le veía tan bien como en los días anteriores. Sara dijo:
–Papi...
Tragué lo que estaba masticando y bajé el
volumen del televisor, dudando de que realmente me hubiera hablado, pero ahí
estaba, con las rodillas juntas y las manos sobre las rodillas, mirándome.
–¿Qué? –dije.
–¿Me querés?
Hice un gesto con la mano, acompañado de un
asentimiento. Todo en su conjunto significaba que sí, que por supuesto. Era mi hija,
¿no? Y aún así, por las dudas, pensando sobre todo en lo que mi ex mujer habría
considerado «lo correcto», dije:
-Sí, mi amor. Claro.
Y entonces Sara sonrió, una vez más, y miró
el jardín durante el resto de la programación.
Volvimos a dormir mal, ella paseando de un
lado al otro de la habitación, yo dando vueltas en mi cama hasta que me quedé
dormido. Al día siguiente llamé a Silvia. Era sábado, pero no atendía el
teléfono. Llamé más tarde, y cerca del mediodía también. Dejé un mensaje, pero
no contestó. Sara estuvo toda la mañana sentada en el sillón, mirando hacia el
jardín. Tenía el pelo un poco desarreglado y ya no se sentaba tan erguida,
parecía muy cansada. Le pregunté si estaba bien y dijo:
-Sí, papá.
-¿Por qué no salís un poco al jardín?
-No, papá
Pensando en la conversación de la noche
anterior se me ocurrió que podría preguntarle si me quería, pero enseguida me
pareció una estupidez. Volví a llamar a Silvia. Dejé otro mensaje. En voz baja,
cuidando que Sara no me escuchara, dije en el contestador:
–Es urgente, por favor.
Esperamos sentados cada uno en su sillón, con
el televisor encendido. Unas horas más tarde Sara dijo:
–Permiso, papá.
Se
encerró en su cuarto. Apagué el televisor y fui hasta el teléfono. Levanté el
tubo una vez más, escuché el tono y corté. Fui con el auto hasta la
veterinaria, busqué al vendedor y le dije que necesitaba un pájaro chico, el
más chico que tuviera. El vendedor abrió un catálogo de fotografías y dijo que
los precios y la alimentación variaban de una especie a la otra. Golpeé la
mesada con la palma de la mano. Algunas cosas saltaron sobre el mostrador y el
vendedor se quedó en silencio, mirándome. Señalé un pájaro chico, oscuro, que
se movía nervioso de un lado a otro de su jaula. Me cobraron ciento veinte
pesos y me lo entregaron en una caja cuadrada de cartón verde, con pequeños
orificios calados alrededor, una bolsa gratis de alpiste que no acepté y un
folleto del criadero con la foto del pájaro en el frente. Cuando volví Sara
seguía encerrada. Por primera vez desde que ella estaba en casa, subí y entré
al cuarto. Estaba sentada en la cama frente a la ventana abierta. Me miró, pero
ninguno de los dos dijo nada. Se le veía tan pálida que parecía enferma. El
cuarto estaba limpio y ordenado, la puerta del baño entornada. Había unas
treinta cajas de zapatos sobre el escritorio, pero desarmadas de modo que no
ocuparan tanto espacio, y apiladas prolijamente unas sobre otras. La jaula
colgaba vacía cerca de la ventana. En la mesita de luz, junto al velador, el
portarretrato que se había llevado de la casa de su madre. El pájaro se movió y
sus patas se escucharon sobre el cartón, pero Sara permaneció inmóvil. Dejé la
caja sobre el escritorio, salí del cuarto y cerré la puerta. Entonces me di
cuenta de que no me sentía bien. Me apoyé en la pared para descansar un
momento. Miré el folleto del criadero, que todavía llevaba en la mano. En el
reverso había información acerca del cuidado del pájaro y sus ciclos de
procreación. Resaltaban la necesidad de la especie de estar en pareja en los
períodos cálidos y las cosas que podían hacerse para que los años de cautiverio
fueran lo más amenos posible. Escuché un chillido breve, y después la canilla
de la pileta del baño. Cuando el agua empezó a correr me sentí un poco mejor y
supe que, de alguna forma, me las ingeniaría para bajar las escaleras.
Samanta Schweblin (1978) es una de las voces
más destacadas de la narrativa actual. Su obra gira en torno a la familia como
lugar inicial del drama del ser humano.
En este cuento recurre a lo fantástico, lo
grotesco y lo psicológico. Un padre divorciado, que por lo general se mantiene
distante de su hija adolescente, debe hacerse cargo cuando surge un
inconveniente: la chica se alimenta de pájaros vivos.
De este
modo, la narración entra en el reino de lo extraño. En 1919, Sigmund Freud
planteó el concepto de lo siniestro como aquella sensación de extrañeza,
angustia y malestar provocada por lo conocido. Esto es lo que sucede en el
relato, pues para el padre su hija se transforma. Antes era parte de su
realidad familiar y cotidiana, y pasa de ser una joven inocente a alguien
salvaje y violento.
Entonces, la historia se mueve entre el
desconcierto y la inquietud que provoca en el hombre. Su "niña" es
ahora una especie de monstruo. Lo más perturbador para el lector, es que jamás
se intenta esbozar una explicación.
Así, se cruzan bastantes otros temas. En
primer lugar, puede cuestionarse al carnívoro selectivo. Las personas comen
todo tipo de animales cocinados, pero el hecho de que la joven lo haga de esta
forma genera espanto. También es una profunda reflexión sobre la paternidad, ya
que plantea la duda de si realmente es posible querer a un hijo sin importar
cómo sea o lo que haga. Y esa es una idea que puede asustar más que cualquier
fantasma.
6.
Vampiro - Emilia Pardo Bazán
No se hablaba en el país de otra cosa. ¡Y qué
milagro! ¿Sucede todos los días que un setentón vaya al altar con una niña de
quince?
Así, al pie de la letra: quince y dos meses
acababa de cumplir Inesiña, la sobrina del cura de Gondelle, cuando su propio
tío, en la iglesia del santuario de Nuestra Señora del Plomo -distante tres
leguas de Vilamorta- bendijo su unión con el señor don Fortunato Gayoso, de
setenta y siete y medio, según rezaba su partida de bautismo. La única exigencia
de Inesiña había sido casarse en el santuario; era devota de aquella Virgen y
usaba siempre el escapulario del Plomo, de franela blanca y seda azul. Y como
el novio no podía, ¡qué había de poder, malpocadiño!, subir por su pie la
escarpada cuesta que conduce al Plomo desde la carretera entre Cebre y
Vilamorta, ni tampoco sostenerse a caballo, se discurrió que dos fornidos
mocetones de Gondelle, hechos a cargar el enorme cestón de uvas en las
vendimias, llevasen a don Fortunato a la silla de la reina hasta el templo.
¡Buen paso de risa!
Sin embargo, en los casinos, boticas y demás
círculos, digámoslo así, de Vilamorta y Cebre, como también en los atrios y
sacristías de las parroquiales, se hubo de convenir en que Gondelle cazaba muy
largo, y en que a Inesiña le había caído el premio mayor. ¿Quién era, vamos a
ver, Inesiña? Una chiquilla fresca, llena de vida, de ojos brillantes, de
carrillos como rosas; pero qué demonio, ¡hay tantas así desde el Sil al
Avieiro! En cambio, caudal como el de don Fortunato no se encuentra otro en
toda la provincia. Él sería bien ganado o mal ganado, porque esos que vuelven
del otro mundo con tantísimos miles de duros, sabe Dios qué historia ocultan
entre las dos tapas de la maleta; solo que…. ¡pchs!, ¿quién se mete a
investigar el origen de un fortunón? Los fortunones son como el buen tiempo: se
disfrutan y no se preguntan sus causas.
Que el señor Gayoso se había traído un
platal, constaba por referencias muy auténticas y fidedignas; solo en la
sucursal del Banco de Auriabella dejaba depositados, esperando ocasión de
invertirlos, cerca de dos millones de reales (en Cebre y Vilamorta se cuenta
por reales aún). Cuantos pedazos de tierra se vendían en el país, sin regatear
los compraba Gayoso; en la misma plaza de la Constitución de Vilamorta había
adquirido un grupo de tres casas, derribándolas y alzando sobre los solares
nuevos y suntuoso edificio.
-¿No le bastarían a ese viejo chocho siete
pies de tierra? -preguntaban entre burlones e indignos los concurrentes al
Casino.
Júzguese lo que añadirían al difundirse la
extraña noticia de la boda, y al saberse que don Fortunato, no sólo dotaba
espléndidamente a la sobrina del cura, sino que la instituía heredera
universal. Los berridos de los parientes, más o menos próximos, del ricachón, llegaron
al cielo: hablose de tribunales, de locura senil, de encierro en el manicomio.
Mas como don Fortunato, aunque muy acabadito y hecho una pasa seca, conservaba
íntegras sus facultades y discurría y gobernaba perfectamente, fue preciso
dejarle, encomendando su castigo a su propia locura.
Lo que no se evitó fue la cencerrada
monstruo. Ante la casa nueva, decorada y amueblada sin reparar en gastos, donde
se habían recogido ya los esposos, juntáronse, armados de sartenes, cazos,
trípodes, latas, cuernos y pitos, más de quinientos bárbaros. Alborotaron
cuanto quisieron sin que nadie les pusiese coto; en el edificio no se
entreabrió una ventana, no se filtró luz por las rendijas: cansados y
desilusionados, los cencerreadores se retiraron a dormir ellos también. Aun
cuando estaban conchavados para cencerrar una semana entera, es lo cierto que
la noche de tornaboda ya dejaron en paz a los cónyuges y en soledad la plaza.
Entre tanto, allá dentro de la hermosa
mansión, abarrotada de ricos muebles y de cuanto pueden exigir la comodidad y
el regalo, la novia creía soñar; por poco, y a sus solas, capaz se sentía de
bailar de gusto. El temor, más instintivo que razonado, con que fue al altar de
Nuestra Señora del Plomo, se había disipado ante los dulces y paternales razonamientos
del anciano marido, el cual sólo pedía a la tierna esposa un poco de cariño y
de calor, los incesantes cuidados que necesita la extrema vejez. Ahora se
explicaba Inesiña los reiterados «No tengas miedo, boba»; los «Cásate
tranquila», de su tío el abad de Gondelle. Era un oficio piadoso, era un papel
de enfermera y de hija el que le tocaba desempeñar por algún tiempo…, acaso por
muy poco. La prueba de que seguiría siendo chiquilla, eran las dos muñecas
enormes, vestidas de sedas y encajes, que encontró en su tocador, muy graves,
con caras de tontas, sentadas en el confidente de raso. Allí no se concebía, ni
en hipótesis, ni por soñación, que pudiesen venir otras criaturas más que
aquellas de fina porcelana.
¡Asistir al viejecito! Vaya: eso sí que lo
haría de muy buen grado Inés. Día y noche -la noche sobre todo, porque era
cuando necesitaba a su lado, pegado a su cuerpo, un abrigo dulce- se
comprometía a atenderle, a no abandonarle un minuto. ¡Pobre señor! ¡Era tan
simpático y tenía ya tan metido el pie derecho en la sepultura! El corazón de
Inesiña se conmovió: no habiendo conocido padre, se figuró que Dios le deparaba
uno. Se portaría como hija, y aún más, porque las hijas no prestan cuidados tan
íntimos, no ofrecen su calor juvenil, los tibios efluvios de su cuerpo; y en
eso justamente creía don Fortunato encontrar algún remedio a la decrepitud. «Lo
que tengo es frío -repetía-, mucho frío, querida; la nieve de tantos años
cuajada ya en las venas. Te he buscado como se busca el sol; me arrimo a ti como
si me arrimase a la llama bienhechora en mitad del invierno. Acércate, échame
los brazos; si no, tiritaré y me quedaré helado inmediatamente. Por Dios,
abrígame; no te pido más».
Lo que se callaba el viejo, lo que se
mantenía secreto entre él y el especialista curandero inglés a quien ya como en
último recurso había consultado, era el convencimiento de que, puesta en
contacto su ancianidad con la fresca primavera de Inesiña, se verificaría un
misterioso trueque. Si las energías vitales de la muchacha, la flor de su
robustez, su intacta provisión de fuerzas debían reanimar a don Fortunato, la
decrepitud y el agotamiento de éste se comunicarían a aquélla, transmitidos por
la mezcla y cambio de los alientos, recogiendo el anciano un aura viva,
ardiente y pura y absorbiendo la doncella un vaho sepulcral. Sabía Gayoso que
Inesiña era la víctima, la oveja traída al matadero; y con el feroz egoísmo de
los últimos años de la existencia, en que todo se sacrifica al afán de
prolongarla, aunque sólo sea horas, no sentía ni rastro de compasión.
Agarrábase a Inés, absorbiendo su respiración sana, su hálito perfumado,
delicioso, preso en la urna de cristal de los blancos dientes; aquel era el
postrer licor generoso, caro, que compraba y que bebía para sostenerse; y si creyese
que haciendo una incisión en el cuello de la niña y chupando la sangre en la
misma vena se remozaba, sentíase capaz de realizarlo. ¿No había pagado? Pues
Inés era suya.
Grande fue el asombro de Vilamorta -mayor que
el causado por la boda aún- cuando notaron que don Fortunato, a quien tenían
pronosticada a los ocho días la sepultura, daba indicios de mejorar, hasta de
rejuvenecerse. Ya salía a pie un ratito, apoyado primero en el brazo de su
mujer, después en un bastón, a cada paso más derecho, con menos temblequeteo de
piernas. A los dos o tres meses de casado se permitió ir al casino, y al medio
año, ¡oh maravilla!, jugó su partida de billar, quitándose la levita, hecho un
hombre. Diríase que le soplaban la piel, que le inyectaban jugos: sus mejillas
perdían las hondas arrugas, su cabeza se erguía, sus ojos no eran ya los
muertos ojos que se sumen hacia el cráneo. Y el médico de Vilamorta, el célebre
Tropiezo, repetía con una especie de cómico terror:
-Mala rabia me coma si no tenemos aquí un
centenario de esos de quienes hablan los periódicos.
El
mismo Tropiezo hubo de asistir en su larga y lenta enfermedad a Inesiña, la
cual murió -¡lástima de muchacha!- antes de cumplir los veinte. Consunción,
fiebre hética, algo que expresaba del modo más significativo la ruina de un
organismo que había regalado a otro su capital. Buen entierro y buen mausoleo
no le faltaron a la sobrina del cura; pero don Fortunato busca novia. De esta
vez, o se marcha del pueblo, o la cencerrada termina en quemarle la casa y sacarle
arrastrando para matarle de una paliza tremenda. ¡Estas cosas no se toleran dos
veces! Y don Fortunato sonríe, mascando con los dientes postizos el rabo de un
puro.
Emilia
Pardo Bazán (1851 - 1921) es una de las escritoras españolas más importantes
del siglo XIX. Dentro de su obra, se pueden encontrar varios relatos cortos de
terror.
En
"El vampiro" le da vuelta a la clásica historia de engaño. Al
comienzo, se plantea un matrimonio por conveniencia: un hombre mayor y una
jovencita que desea quedarse con la herencia. Una niña que no debe hacer más
que acompañar al viejo. Sin embargo, el anciano es mucho más de lo que
aparenta, pues es él quien termina utilizando a la chica para robarle hasta la
última gota de vida.
De
esta manera, la autora plantea una especie de vampiro moderno que, además,
puede tener una lectura simbólica. Muestra a aquel tipo de persona que se
encarga de consumir y aprovechar lo que más puede del resto.
7. Casa
tomada - Julio Cortázar
Nos gustaba la casa porque aparte de
espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa
liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos,
el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos
en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin
estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a
eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me
iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba
nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar
pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla
limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos.
Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther
antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la
inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos,
era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en
nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se
quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y
los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes
de que fuese demasiado tarde.
Irene era una chica nacida para no molestar a
nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el
sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen
cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene
no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias
para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo
destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la
canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de
algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en
mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo
aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar
vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada
valioso a la Argentina.
Pero es de la casa que me interesa hablar, de
la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera
hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover
está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de
abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila.
Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para
preguntarle a Irene qué pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la
vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a
Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a
mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo
y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente
los ovillos. Era hermoso.
Cómo no acordarme de la distribución de la
casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios
grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña.
Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala
delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living
central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa
por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que
uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los
lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía
a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de
roble y más allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la
izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho
que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno
que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los
que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta
parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para
hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles.
Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a
otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el
polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de
macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire,
un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.
Lo recordaré siempre con claridad porque fue
simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio,
eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita
del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y
daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el
comedor o en la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse
de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí,
al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde
aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la pared antes de que fuera
demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave
estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más
seguridad.
Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando
estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:
-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han
tomado parte del fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves
ojos cansados.
-¿Estás seguro?
Asentí.
-Entonces -dijo recogiendo las agujas-
tendremos que vivir en este lado.
Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero
ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que me tejía un chaleco
gris; a mí me gustaba ese chaleco.
Los primeros días nos pareció penoso porque
ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros
de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene
pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto
solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y
nos mirábamos con tristeza.
-No está aquí.
Y era una cosa más de todo lo que habíamos
perdido al otro lado de la casa.
Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se
simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por
ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se
acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo
pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene
cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre
resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a
cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes
de comida fiambre.
Irene estaba contenta porque le quedaba más
tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no
afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y
eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus
cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A
veces Irene decía:
-Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No
da un dibujo de trébol?
Un rato después era yo el que le ponía ante
los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de
Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se
puede vivir sin pensar.
(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me
desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo,
voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños
consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros
dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier
cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce
a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.
Aparte de eso todo estaba callado en la casa.
De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un
crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo
haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la
parte tomada, nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones
de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros
sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero
cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía
callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo
que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me
desvelaba en seguida.)
Es casi repetir lo mismo salvo las
consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que
iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio
(ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño
porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi
brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos
escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de
roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo
casi al lado nuestro.
No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de
Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia
atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras.
Cerré de un golpe el cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.
-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido
le colgaba de las manos y las hebras iban hasta el cancel y se perdían debajo.
Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin
mirarlo.
-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le
pregunté inútilmente.
-No, nada.
Estábamos con lo puesto. Me acordé de los
quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.
Como
me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi
brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la
calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré
la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera
robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.
El
escritor argentino Julio Cortázar (1914 - 1984) fue uno de los mayores
representantes del Boom Latinoamericano y se destacó por la creación de mundos
duales y extraordinarios.
"Casa
tomada" es uno de sus cuentos más famosos. En él presenta a dos hermanos
que pertenecen a una clase social que se encuentra en extinción. Pasan sus días
en la casa familiar, sin mayores preocupaciones, pues cuentan con el patrimonio
de sus antepasados.
Todo
sucede de manera normal, hasta que aparecen intrusos en la casa. Lo interesante
del relato es la ambigüedad constante, pues el lector jamás se entera quiénes
son estos desconocidos y por qué los protagonistas los dejan invadir su
espacio.
Se han
hecho bastantes interpretaciones sobre este relato. Una de las más difundidas
es la lectura política, pues la casa podría entenderse como la representación
de Argentina y los invasores como las fuerzas del peronismo. También se ha
visto como símbolo de la necesidad de que se acabara con la burguesía y su
estilo de vida cómodo.
8. There are more things - Jorge Luis Borges
A la memoria de Howard P. Lovecraft
A punto de rendir el último examen en la
Universidad de Texas, en Austin, supe que mi tío Edwin Arnett había muerto de
un aneurisma, en el confín remoto del Continente. Sentí lo que sentimos cuando
alguien muere: la congoja, ya inútil, de que nada nos hubiera costado haber
sido más buenos. El hombre olvida que es un muerto que conversa con muertos. La
materia que yo cursaba era filosofía; recordé que mi tío, sin invocar un solo
nombre propio, me había revelado sus hermosas perplejidades, allá en la Casa
Colorada, cerca de Lomas. Una de las naranjas del postre fue su instrumento
para iniciarme en el idealismo de Berkeley; el tablero de ajedrez le bastó para
las paradojas eleáticas. Años después me prestaría los tratados de Hinton, que
quiere demostrar la realidad de una cuarta dimensión del espacio, que el lector
puede intuir mediante complicados ejercicios con cubos de colores. No olvidaré
los prismas y pirámides que erigimos en el piso del escritorio.
Mi tío era ingeniero. Antes de jubilarse de
su cargo en el Ferrocarril decidió establecerse en Turdera, que le ofrecía las
ventajas de una soledad casi agreste y de la cercanía de Buenos Aires. Nada más
previsible que el arquitecto fuera su íntimo amigo Alexander Muir. Este hombre
rígido profesaba la rígida doctrina de Knox; mi tío, a la manera de casi todos
los señores de su época, era librepensador, o, mejor dicho, agnóstico, pero le
interesaba la teología, como le interesaban los falaces cubos de Hinton o las
bien concertadas pesadillas del joven Wells. Le gustaban los perros; tenía un
gran ovejero al que le había puesto el apodo de Samuel Johnson en memoria de
Lichfield, su lejano pueblo natal.
La Casa Colorada estaba en un alto, cercada
hacia el poniente por terrenos anegadizos. Del otro lado de la verja, las
araucarias no mitigaban su aire de pesadez. En lugar de azoteas había tejados
de pizarra a dos aguas y una torre cuadrada con un reloj, que parecían oprimir
las paredes y las parcas ventanas. De chico, yo aceptaba esas fealdades como se
aceptan esas cosas incompatibles que sólo por razón de coexistir llevan el
nombre de universo.
Regresé a la patria en 1921. Para evitar
litigios habían rematado la casa; la adquirió un forastero, Max Preetorius, que
abonó el doble de la suma ofrecida por el mejor postor. Firmada la escritura,
llegó al atardecer con dos asistentes y tiraron a un vaciadero, no lejos del
Camino de las Tropas, todos los muebles, todos los libros y todos los enseres
de la casa. (Recordé con tristeza los diagramas de los volúmenes de Hinton y la
gran esfera terráquea.) Al otro día, fue a conversar con Muir y le propuso
ciertas refacciones, que éste rechazó con indignación. Ulteriormente, una
empresa de la Capital se encargó de la obra. Los carpinteros de la localidad se
negaron a amueblar de nuevo la casa; un tal Mariani, de Glew, aceptó al fin las
condiciones que le impuso Preetorius. Durante una quincena, tuvo que trabajar
de noche, a puertas cerradas. Fue asimismo de noche que se instaló en la Casa Colorada
el nuevo habitante. Las ventanas ya no se abrieron, pero en la oscuridad se
divisaban grietas de luz. El lechero dio una mañana con el ovejero muerto en la
acera, decapitado y mutilado. En el invierno talaron las araucarias. Nadie
volvió a ver a Preetorius, que, según parece, no tardó en dejar el país.
Tales noticias, como es de suponer, me
inquietaron. Sé que mi rasgo más notorio es la curiosidad que me condujo alguna
vez a la unión con una mujer del todo ajena a mí, sólo para saber quién era y
cómo era, a practicar (sin resultado apreciable) el uso del láudano, a explorar
los números transfinitos y a emprender la atroz aventura que voy a referir.
Fatalmente decidí indagar el asunto.
Mi primer trámite fue ver a Alexander Muir.
Lo recordaba erguido y moreno, de una flacura que no excluía la fuerza; ahora
lo habían encorvado los años y la renegrida barba era gris. Me recibió en su
casa de Temperley, que previsiblemente se parecía a la de mi tío, ya que las
dos correspondían a las sólidas normas del buen poeta y mal constructor William
Morris.
El diálogo fue parco; no en vano el símbolo
de Escocia es el cardo. Intuí, no obstante, que el cargado té de Ceylán y la
equitativa fuente de scones (que mi huésped partía y enmantecaba como si yo aún
fuera un niño) eran, de hecho, un frugal festín calvinista, dedicado al sobrino
de su amigo. Sus controversias teológicas con mi tío habían sido un largo
ajedrez, que exigía de cada jugador la colaboración del contrario.
Pasaba el tiempo y yo no me acercaba a mi
tema. Hubo un silencio incómodo y Muir habló.
—Muchacho (Young man) —dijo—, usted no se ha
costeado hasta aquí para que hablemos de Edwin o de los Estados Unidos, país
que poco me interesa. Lo que le quita el sueño es la venta de la Casa Colorada
y ese curioso comprador. A mí, también. Francamente, la historia me desagrada,
pero le diré lo que pueda. No será mucho.
Al rato, prosiguió sin premura:
—Antes que Edwin muriera, el intendente me
citó en su despacho. Estaba con el cura párroco. Me propusieron que trazara los
planos para una capilla católica. Remunerarían bien mi trabajo. Les contesté en
el acto que no. Soy un servidor del Señor y no puedo cometer la abominación de
erigir altares para ídolos.
Aquí se detuvo.
—¿Eso es todo? —me atreví a preguntar.
—No. El judezno ese de Preetorius quería que
yo destruyera mi obra y que en su lugar pergeñara una cosa monstruosa. La
abominación tiene muchas formas.
Pronunció estas palabras con gravedad y se
puso de pie.
Al doblar la esquina se me acercó Daniel
Iberra. Nos conocíamos como la gente se conoce en los pueblos. Me propuso que
volviéramos caminando. Nunca me interesaron los malevos y preví una sórdida
retahíla de cuentos de almacén más o menos apócrifos y brutales, pero me
resigné y acepté. Era casi de noche. Al divisar desde unas cuadras la Casa
Colorada en el alto, Iberra se desvió. Le pregunté por qué. Su respuesta no fue
la que yo esperaba.
—Soy el brazo derecho de don Felipe. Nadie me
ha dicho flojo. Te acordarás de aquel mozo Urgoiti que se costeó a buscarme de
Merlo y de cómo le fue. Mirá. Noches pasadas, yo venía de una farra. A unas
cien varas de la quinta, vi algo. El tubiano se me espantó y si no me le afirmo
y lo hago tomar por el callejón, tal vez no cuento el cuento. Lo que vi no era
para menos.
Muy enojado, agregó una mala palabra.
Aquella noche no dormí. Hacia el alba soñé
con un grabado a la manera de Piranesi, que no había visto nunca o que había
visto y olvidado, y que representaba el laberinto. Era un anfiteatro de piedra,
cercado de cipreses y más alto que las copas de los cipreses. No había ni
puertas ni ventanas, pero sí una hilera infinita de hendijas verticales y
angostas. Con un vidrio de aumento yo trataba de ver el minotauro. Al fin lo
percibí. Era el monstruo de un monstruo; tenía menos de toro que de bisonte y,
tendido en la tierra el cuerpo humano, parecía dormir y soñar. ¿Soñar con qué o
con quién?
Esa tarde pasé frente a la Casa. El portón de
la verja estaba cerrado y unos barrotes retorcidos. Lo que antes fue jardín era
maleza. A la derecha había una zanja de escasa hondura y los bordes estaban
pisoteados.
Una jugada me quedaba, que fui demorando
durante días, no sólo por sentirla del todo vana, sino porque me arrastraría a
la inevitable, a la última.
Sin mayores esperanzas fui a Glew. Mariani,
el carpintero, era un italiano obeso y rosado, ya entrado en años, de lo más
vulgar y cordial. Me bastó verlo para descartar las estratagemas que había
urdido la víspera. Le entregué mi tarjeta, que deletreó pomposamente en voz
alta, con algún tropezón reverencial al llegar a doctor. Le dije que me
interesaba el moblaje fabricado por él para la propiedad que fue de mi tío, en
Turdera. El hombre habló y habló. No trataré de transcribir sus muchas y
gesticuladas palabras, pero me declaró que su lema era satisfacer todas las
exigencias del cliente, por estrafalarias que fueran, y que él había ejecutado
su trabajo al pie de la letra. Tras de hurgar en varios cajones, me mostró unos
papeles que no entendí, firmados por el elusivo Preetorius. (Sin duda me tomó
por un abogado.) Al despedirnos, me confió que por todo el oro del mundo no
volvería a poner los pies en Turdera y menos en la casa. Agregó que el cliente
es sagrado, pero que en su humilde opinión, el señor Preetorius estaba loco.
Luego se calló, arrepentido. Nada más pude sonsacarle.
Yo había previsto ese fracaso, pero una cosa
es prever algo y otra que ocurra.
Repetidas veces me dije que no hay otro
enigma que el tiempo, esa infinita urdimbre del ayer, del hoy, del porvenir,
del siempre y del nunca. Esas profundas reflexiones resultaron inútiles; tras
de consagrar la tarde al estudio de Schopenhauer o de Royce, yo rondaba, noche
tras noche, por los caminos de tierra que cercan la Casa Colorada. Algunas
veces divisé arriba una luz muy blanca; otras creí oír un gemido. Así hasta el
diecinueve de enero.
Fue uno de esos días de Buenos Aires en el
que el hombre se siente no sólo maltratado y ultrajado por el verano, sino
hasta envilecido. Serían las once de la noche cuando se desplomó la tormenta.
Primero el viento sur y después el agua a raudales. Erré buscando un árbol. A
la brusca luz de un relámpago me hallé a unos pasos de la verja. No sé si con
temor o con esperanza probé el portón. Inesperadamente, cedió. Avancé empujado
por la tormenta. El cielo y la tierra me conminaban. También la puerta de la
casa estaba a medio abrir. Una racha de lluvia me azotó la cara y entré.
Adentro habían levantado las baldosas y pisé
pasto desgreñado. Un olor dulce y nauseabundo penetraba la casa. A izquierda o
a derecha, no sé muy bien, tropecé con una rampa de piedra. Apresuradamente
subí. Casi sin proponérmelo hice girar la llave de la luz.
El comedor y la biblioteca de mis recuerdos
eran ahora, derribada la pared medianera, una sola gran pieza desmantelada, con
uno que otro mueble. No trataré de describirlos, porque no estoy seguro de
haberlos visto, pese a la despiadada luz blanca. Me explicaré. Para ver una
cosa hay que comprenderla. El sillón presupone el cuerpo humano, sus
articulaciones y partes; las tijeras, el acto de cortar. ¿Qué decir de una
lámpara o de un vehículo? El salvaje no puede percibir la biblia del misionero;
el pasajero no ve el mismo cordaje que los hombres de a bordo. Si viéramos
realmente el universo, tal vez lo entenderíamos.
Ninguna de las formas insensatas que esa
noche me deparó correspondía a la figura humana o a un uso concebible. Sentí
repulsión y terror. En uno de los ángulos descubrí una escalera vertical, que
daba al otro piso. Entre los anchos tramos de hierro, que no pasarían de diez,
había huecos irregulares. Esa escalera, que postulaba manos y pies, era
comprensible y de algún modo me alivió. Apagué la luz y aguardé un tiempo en la
oscuridad. No oí el menor sonido, pero la presencia de las cosas
incomprensibles me perturbaba. Al fin me decidí.
Ya arriba mi temerosa mano hizo girar por
segunda vez la llave de la luz. La pesadilla que prefiguraba el piso inferior
se agitaba y florecía en el último. Había muchos objetos o unos pocos objetos
entretejidos. Recupero ahora una suerte de larga mesa operatoria, muy alta, en
forma de U, con hoyos circulares en los extremos. Pensé que podía ser el lecho
del habitante, cuya monstruosa anatomía se revelaba así, oblicuamente, como la de
un animal o un dios, por su sombra. De alguna página de Lucano, leída hace años
y olvidada, vino a mi boca la palabra anfisbena, que sugería, pero que no
agotaba por cierto lo que verían luego mis ojos. Asimismo recuerdo una V de
espejos que se perdía en las tiniebla superiores.
¿Cómo sería el habitante? ¿Qué podía buscar
en este planeta, no menos atroz para él que él para nosotros? ¿Desde qué
secretas regiones de la astronomía o del tiempo, desde qué antiguo y ahora
incalculable crepúsculo, habría alcanzado este arrabal sudamericano y esta
precisa noche?
Me sentí un intruso en el caos. Afuera había
cesado la lluvia. Miré el reloj y vi con asombro que eran casi las dos. Dejé la
luz prendida y acometí cautelosamente el descenso. Bajar por donde había subido
no era imposible. Bajar antes que el habitante volviera. Conjeturé que no había
cerrado las dos puertas porque no sabía hacerlo.
Mis
pies tocaban el penúltimo tramo de la escalera cuando sentí que algo ascendía
por la rampa, opresivo y lento y plural. La curiosidad pudo más que el miedo y
no cerré los ojos.
Jorge Luis
Borges (1899 - 1986) es uno de los autores más importantes del siglo XX. Su
obra cambió el paradigma de lo que se hacía en aquellos años al jugar con los
tiempos, espacios y con la idea de un lector que va construyendo el relato.
Fue un
gran admirador de la literatura fantástica y, particularmente, de H. P.
Lovecraft, en quien se inspira para crear este cuento. Así, presenta un
misterio en el que se mezcla una casa y un ser que la habita que recuerda a los
mundos planteados por uno de sus referentes y maestro del terror.
9. El
desentierro de la angelita - Mariana Enríquez
A mi abuela no le gustaba la lluvia y antes
de que cayeran las primeras gotas, cuando el cielo se oscurecía, salía al patio
del fondo con botellas y las enterraba hasta la mitad, todo el pico bajo
tierra. Yo la seguía y le preguntaba abuela por qué no te gusta la lluvia por
qué no te gusta. Pero ella, nada, evasiva, con la palita en la mano, frunciendo
la nariz para oler la humedad en el aire. Si finalmente llovía, fuera garúa o
tormenta, cerraba puertas y ventanas y subía el volumen del televisor hasta
tapar el ruido de las gotas y el viento –el techo de su casa era de chapa–, y
si el aguacero coincidía con su serie favorita, Combate, no había quien pudiera
sacarle una palabra porque estaba perdidamente enamorada de Vic Morrow.
Yo adoraba la lluvia porque ablandaba la
tierra seca y permitía que se desatara mi manía excavatoria. ¡Qué de pozos!
Usaba la misma pala que la abuela, una muy chica, del tamaño que usaría un niño
para jugar en la playa, pero de metal y madera, no de plástico. La tierra del
fondo albergaba pedacitos de botellas de vidrio color verde, con los bordes tan
lisos que ya no cortaban; piedras suaves que parecían cantos rodados o pequeñas
rocas de playa, ¿por qué estarían en el fondo de mi casa? Alguien debía
haberlas sepultado. Una vez encontré una piedra ovalada, del tamaño y color de
una cucaracha pero sin patas ni antenas. De un lado era lisa, del otro unas
muescas formaban los claros rasgos de una cara sonriente. Se la mostré a mi
papá, enloquecida porque creía encontrarme ante una reliquia, y me dijo que las
marcas formaban un rostro de casualidad. Mi papá nunca se entusiasmaba. También
encontré dados negros, con los puntos blancos ya casi invisibles. Encontré
restos de vidrios esmerilados verde manzana y turquesa. Mi abuela se acordó de
que habían sido parte de una puerta vieja. También jugaba con lombrices y las
cortaba en pedacitos bien chiquitos. No me divertía ver el cuerpo dividido
retorciéndose un poco para al final seguir adelante. Me parecía que si picaba
bien a la lombriz, como a una cebolla, sin dejar contacto alguno entre los anillos,
no iba a poder reconstruirse. Nunca me gustaron los bichos.
Encontré los huesos después de una tormenta
que convirtió al cuadrado de tierra del fondo en una piscina de barro. Los
guardé en el balde que usaba para llevar los tesoros hasta la pileta del patio,
donde los lavaba. Se los mostré a papá. Dijo que eran huesos de pollo, o a lo
mejor de bifes de lomo, o de alguna mascota muerta que debían haber enterrado
hacía mucho. Perros o gatos. Insistía con lo de los pollos porque antes, en el
fondo, cuando él era chico, mi abuela tenía un gallinero.
Parecía una explicación posible hasta que mi
abuela se enteró de los huesitos y empezó a arrancarse los pelos y a gritar; la
angelita la angelita. Pero el escándalo no duró mucho bajo la mirada de papá:
él admitía las “supersticiones” (así las llamaba) de la abuela siempre y cuando
no se desbordara. Ella le conocía el gesto de desaprobación y se tranquilizó a
la fuerza. Me pidió los huesitos y se los di. Después me pidió que me fuera a
la habitación a dormir. Yo me enojé un poco porque no entendía la causa de la
penitencia.
Pero más tarde, esa misma noche, me llamó y
me contó todo. Era la hermana número diez u once, mi abuela no estaba demasiado
segura, en aquel entonces no se les prestaba tanta atención a los chicos. Se
había muerto a los pocos meses de nacida, entre fiebres y diarrea. Como era
angelita, la sentaron sobre una mesa adornada con flores, envuelta en un trapo
rosa, apoyada en un almohadón. Le hicieron alitas de cartón para que subiera al
cielo más rápido, y no le llenaron la boca de pétalos de flores rojas porque a
la mamá, mi bisabuela, le impresionaba, le parecía sangre. Hubo baile y canto
toda la noche, y hasta hubo que echar a un tío borracho y reanimar a mi
bisabuela, que se desmayó por el llanto y el calor. Una rezadora india cantó
trisagios, y lo único que les cobró fue unas empanadas.
–¿Eso fue acá, abuela?
–No, en Salavina, en Santiago. ¡Hacía un
calor!
–Entonces no son los huesos de la nena, si se
murió allá.
–Sí que son. Yo me los traje cuando vinimos
para acá. No la quise dejar porque lloraba todas las noches, pobrecita. Si
lloraba con nosotros cerquita, en la casa, ¡lo que iba a llorar sola,
abandonada! Así que me la traje. Ya era huesitos nomás, la puse en una bolsa y
la enterré acá en los fondos. Ni tu abuelo sabía. Ni tu bisabuela, nadie. Es
que nomás yo la escuchaba llorar. Tu bisabuelo también, pero se hacía el tonto.
–¿Y acá llora la nena?
–Cuando llueve, nomás.
Después le pregunté a mi papá si la historia
de la nena angelita era cierta, y él dijo que la abuela ya estaba muy grande y
desvariaba. Muy convencido no parecía, o a lo mejor le resultaba incómoda la
conversación. Después la abuela se murió, la casa se vendió, yo me fui a vivir
sola sin marido ni hijos; mi papá se quedó con un departamento de Balvanera, y
me olvidé de la angelita.
Hasta que apareció al lado de la cama, en mi
departamento, diez años después, llorando, una noche de tormenta.
La angelita no parece un fantasma. Ni flota
ni está pálida ni lleva vestido blanco. Está a medio pudrir y no habla. La
primera vez que apareció creí que soñaba y traté de despertarme de la
pesadilla; cuando no pude y empecé a entender que era real grité y lloré y me
tapé con las sábanas, los ojos cerrados fuerte y las manos tapando los oídos
para no escucharla –porque en ese momento no sabía que era muda–. Pero cuando
salí de ahí abajo, unas cuantas horas después, la angelita seguía ahí con los
restos de una manta vieja puesta sobre los hombros como un poncho. Señalaba con
el dedo hacia afuera, hacia la ventana y la calle, y así me di cuenta de que
era de día. Es raro ver un muerto de día. Le pregunté qué quería, pero como
respuesta siguió señalando como en una película de terror.
Me levanté y salí corriendo hacia la cocina,
a buscar los guantes que usaba para lavar los platos. La angelita me siguió.
Apenas una primera muestra de su personalidad demandante. No me amedrentó. Con
los guantes puestos la agarré del cogotito y apreté. No es muy coherente
intentar ahorcar a un muerto, pero no se puede estar desesperado y ser
razonable al mismo tiempo. No le provoqué ni una tos, nada más yo quedé con
restos de carne en descomposición entre los dedos enguantados y a ella le quedó
la tráquea a la vista.
Hasta ese momento no sabía que se trataba de
Angelita, la hermana de mi abuela. Seguía cerrando los ojos bien fuerte a ver
si ella desaparecía o yo me despertaba. Como no funcionaba le caminé alrededor
y vi, en la espalda, colgando de los restos amarillentos de lo que ahora sé era
la mortaja rosa, dos rudimentarias alitas de cartón con plumas de gallina
pegoteadas. En tantos años tendrían que haber desaparecido, pensé y después me
reí un poco histérica y me dije que tenía un bebé muerto en la cocina, que era
mi tía abuela y que caminaba, aunque por el tamaño debía haber vivido apenas
unos tres meses. Tenía que dejar definitivamente de pensar en términos de qué
era posible y qué no.
Le pregunté si era mi tía abuela Angelita
–como no habían hecho tiempo de anotarla con un nombre legal, eran otros
tiempos, la llamaron siempre por ese nombre genérico–; así descubrí que no
hablaba pero contestaba moviendo la cabeza. Entonces mi abuela decía la verdad,
pensé, no eran del gallinero, eran los huesitos de su hermana los que
desenterré cuando era chica.
Lo que quería Angelita era un misterio,
porque más que mover la cabeza afirmativa o negativamente no hacía. Pero algo
quería con suma urgencia, porque no sólo seguía señalando, sino que no me
dejaba en paz. Me seguía por toda la casa. Me esperaba atrás de la cortina del
baño cuando tomaba una ducha; se sentaba en el bidet cuando yo hacía pis o
caca; se paraba al lado de la heladera cuando lavaba los platos y se sentaba al
lado de la silla cuando yo trabajaba con la computadora.
Seguí haciendo mi vida normal durante la
primera semana. Creía que a lo mejor se trataba de un pico de estrés con
alucinación, y que se iría. Me pedí unos días en el trabajo, tomé pastillas
para dormir. La angelita seguía ahí, esperando al lado de la cama a que me
despertara. Algunos amigos me visitaron. Al principio no quise atender los
mensajes ni abrirles la puerta pero, para no preocuparlos más, accedí a verlos
aduciendo agotamiento mental. Ellos comprendieron, estuviste trabajando como
una negra, me decían. Ninguno vio a la angelita. La primera vez que me visitó
mi amiga Marina metí a la angelita en el placard, pero para mí terror y
disgusto, se escapó y se sentó en el brazo del sillón, con esa fea cara podrida
verdegrís. Marina ni se dio cuenta.
Poco después saqué a la angelita a la calle.
Nada. Salvo ese señor que la miró de pasada y después se dio vuelta y la volvió
a mirar y se le descompuso la cara, le debe haber bajado la presión; o la
señora que directamente salió corriendo y casi la atropella el 45 en la calle
Chacabuco. Alguna gente tenía que verla, eso me lo imaginaba, seguramente no
mucha. Para evitarles el mal momento, cuando salíamos juntas –mejor dicho,
cuando ella me seguía y a mí no me quedaba otra que dejarme acompañar– lo hacía
con una especie de mochila para cargarla (es feo verla caminar, es tan
chiquita, es antinatural). También le compré una venda tipo máscara para la
cara, de las que se usan para tapar cicatrices de quemaduras. La gente ahora
cuando la ve siente asco, pero también conmoción y pena. Ven a un bebé muy
enfermo o muy lastimado, ya no a un bebé muerto.
Si me viera mi papá, pensaba, él que siempre
se quejó de que iba a morirse sin nietos (y se murió sin nietos, yo lo
decepcioné en esa y muchas otras cosas). Le compré juguetes para que se
entretuviera, muñecas y dados de plástico y chupetes para que mordiera, pero
nada parecía gustarle demasiado, y seguía con el dichoso dedo apuntando para el
Sur –de eso me di cuenta, era siempre para el Sur– mañana, tarde y noche. Yo le
hablaba y le preguntaba, pero ella no se podía comunicar bien.
Hasta que una mañana se apareció con una foto
de mi casa de la infancia, la casa donde yo había encontrado sus huesitos en el
patio del fondo. La sacó de la caja donde guardo las fotografías: un asco, dejó
todas las otras manchadas de su piel podrida que se desprendía, húmedas y
pringosas. Ahora señalaba la casa con el dedo, bien insistente. Querés ir ahí,
le pregunté, y me dijo que sí. Le expliqué que la casa ya no era nuestra, que
la habíamos vendido, y me dijo que sí otra vez.
La cargué en la mochila con su máscara puesta
y nos tomamos el 15 hasta Avellaneda. Ella no mira por la ventana en los
viajes, tampoco mira a la gente ni se entretiene con nada, le da a lo exterior
la misma importancia que a los juguetes. La llevé sentada a upa para que estuviera
cómoda, aunque no sé si es posible que esté incómoda o si eso significa algo
para ella; ni siquiera sé qué siente. Solamente sé que no es mala, y que le
tuve miedo al principio, pero hace rato que no.
Llegamos a la que fue mi casa a eso de las
cuatro de la tarde. Como siempre en verano, había un olor pesado a Riachuelo y
nafta sobre la avenida Mitre, mezclado con tufos de basura; en las esquinas,
helados caídos de cucuruchos que dejaban el suelo pegoteado. Hay muchas
heladerías sobre la avenida y mucha gente torpe. Cruzamos la plaza caminando,
después pasamos por el Sanatorio Itoiz, donde se murió mi abuela, y finalmente
rodeamos la cancha de Racing. Atrás estaba mi casa vieja, a dos cuadras de
distancia del estadio. Pero ahora que estaba en la puerta, ¿qué hacer?
¿Pedirles a los dueños nuevos que me dejaran pasar? ¿Con qué pretexto? Ni lo
había pensado. Claramente me estaba afectando la mente andar para todos lados
con una niña muerta.
Angelita
fue la que se encargó de la situación. No hacía falta entrar. Era posible
asomarse al fondo por la medianera, eso era lo único que ella quería, ver el
fondo. Espiamos las dos, ella en mis brazos –la medianera era más bien baja,
debía estar mal hecha–. Ahí, donde solía estar el cuadrado de tierra, había una
pileta de natación de plástico azul, empotrada en un hueco del suelo.
Evidentemente habían levantado toda la tierra para hacer el hoyo, y con esa
acción habían tirado los huesos de la angelita vaya a saber dónde, los habían
revoleado, se habían perdido. Me dio lástima, pobrecita, y le dije que lo
sentía mucho, que no podía solucionárselo; hasta le dije que lamentaba no
haberlos desenterrado otra vez cuando la casa se vendió, para sepultarlos en
algún lugar pacífico, o cerca de la familia si a ella le gustaba así. ¡Pero si
tranquilamente podría haberlos puesto adentro de una caja o un florero, y
llevarlos a casa! Estuve mal con ella y le pedí disculpas. Angelita dijo que
sí. Entendí que las aceptaba. Le pregunté si ahora estaba tranquila y se iba a
ir, si me iba a dejar sola. Me dijo que no. Bueno, contesté, y como la
respuesta no me cayó muy bien, salí caminando rápido hasta la parada del 15 y
la obligué a corretear atrás mío con sus pies descalzos que, de tan podridos,
estaban dejando asomar los huesitos blancos.
La
escritora argentina Mariana Enríquez (1973) se ha convertido en una de las
autoras más relevantes de la última década. En su obra, explora el pasado
argentino, mezclado con la narrativa fantástica y de terror.
"El
desentierro de la angelita" tiene sus raíces en los recuerdos de infancia
de Enríquez. Efectivamente, en la casa familiar habían enterrado el cuerpo de
un familiar que murió antes de los dos años. Su abuela solía contarle que la
niña (su hermana) lloraba por las noches y ese temor quedó latente en su
memoria. Además, de pequeña, la escritora solía jugar en el patio a desenterrar
cosas y encontró vidrios y huesos de mascotas.
Estas
memorias se unieron para crear un cuento en el que el terror se plantea de
manera totalmente distinta a cómo se hacía en el siglo XX. El espectro tiene
una apariencia real (se cae a pedazos) y es parte de la realidad cotidiana de
la protagonista.
De esta
manera, sigue una estética gore, con
descripciones muy gráficas y poco agradables. Asimismo, la relación que entablan
la chicha y el fantasma se convierte en una situación casi cómica.
Otro
aspecto interesante es la mención del "velorio del angelito",
tradición latinoamericana en la que cuando moría un niño muy pequeño, se le
vestía como un ángel con alas. Toda la familia y vecinos se reunían alrededor
del cuerpo y se realizaba una fiesta en la que abundaba el alcohol y el
desenfreno.
El tema de
los muertos familiares, los restos sin nombre y sin tumba es algo que la autora
suele trabajar en sus historias. Remite a la historia argentina en la que
existieron muchos detenidos desaparecidos producto de la dictadura y guarda
relación con la importancia de la memoria para la creación de un mejor futuro.
10. El
huésped - Amparo Dávila
Nunca olvidaré el día en que vino a vivir con
nosotros. Mi marido lo trajo al regreso de un viaje.
Llevábamos entonces cerca de tres años de
matrimonio, teníamos dos niños y yo no era feliz. Representaba para mi marido
algo así como un mueble, que se acostumbra uno a ver en determinado sitio, pero
que no causa la menor impresión. Vivíamos en un pueblo pequeño, incomunicado y
distante de la ciudad. Un pueblo casi muerto o a punto de desaparecer.
No pude reprimir un grito de horror, cuando
lo vi por primera vez. Era lúgubre, siniestro. Con grandes ojos amarillentos,
casi redondos y sin parpadeo, que parecían penetrar a través de las cosas y de
las personas.
Mi vida desdichada se convirtió en un
infierno. La misma noche de su llegada supliqué a mi marido que no me condenara
a la tortura de su compañía. No podía resistirlo; me inspiraba desconfianza y
horror. “Es completamente inofensivo” —dijo mi marido mirándome con marcada
indiferencia—. “Te acostumbrarás a su compañía y, si no lo consigues…” No hubo
manera de convencerlo de que se lo llevara. Se quedó en nuestra casa.
No fui la única en sufrir con su presencia.
Todos los de la casa —mis niños, la mujer que me ayudaba en los quehaceres, su
hijito— sentíamos pavor de él. Solo mi marido gozaba teniéndolo allí.
Desde el primer día mi marido le asignó el cuarto
de la esquina. Era esta una pieza grande, pero húmeda y oscura. Por esos
inconvenientes yo nunca la ocupaba. Sin embargo él pareció sentirse contento
con la habitación. Como era bastante oscura, se acomodaba a sus necesidades.
Dormía hasta el oscurecer y nunca supe a qué hora se acostaba.
Perdí la poca paz de que gozaba en la casona.
Durante el día, todo marchaba con aparente normalidad. Yo me levantaba siempre
muy temprano, vestía a los niños que ya estaban despiertos, les daba el
desayuno y los entretenía mientras Guadalupe arreglaba la casa y salía a
comprar el mandado.
La casa era muy grande, con un jardín en el
centro y los cuartos distribuidos a su alrededor. Entre las piezas y el jardín
había corredores que protegían las habitaciones del rigor de las lluvias y del
viento que eran frecuentes. Tener arreglada una casa tan grande y cuidado el
jardín, mi diaria ocupación de la mañana, era tarea dura. Pero yo amaba mi
jardín. Los corredores estaban cubiertos por enredaderas que floreaban casi
todo el año. Recuerdo cuánto me gustaba, por las tardes, sentarme en uno de
aquellos corredores a coser la ropa de los niños, entre el perfume de las
madreselvas y de las buganvilias.
En el jardín cultivaba crisantemos,
pensamientos, violetas de los Alpes, begonias y heliotropos. Mientras yo regaba
las plantas, los niños se entretenían buscando gusanos entre las hojas. A veces
pasaban horas, callados y muy atentos, tratando de coger las gotas de agua que
se escapaban de la vieja manguera.
Yo no podía dejar de mirar, de vez en cuando,
hacia el cuarto de la esquina. Aunque pasaba todo el día durmiendo no podía
confiarme. Hubo veces que, cuando estaba preparando la comida, veía de pronto
su sombra proyectándose sobre la estufa de leña. Lo sentía detrás de mí… yo
arrojaba al suelo lo que tenía en las manos y salía de la cocina corriendo y
gritando como una loca. Él volvía nuevamente a su cuarto, como si nada hubiera
pasado.
Creo que ignoraba por completo a Guadalupe,
nunca se acercaba a ella ni la perseguía. No así a los niños y a mí. A ellos
los odiaba y a mí me acechaba siempre.
Cuando salía de su cuarto comenzaba la más
terrible pesadilla que alguien pueda vivir. Se situaba siempre en un pequeño
cenador, enfrente de la puerta de mi cuarto. Yo no salía más. Algunas veces,
pensando que aún dormía, yo iba hacia la cocina por la merienda de los niños,
de pronto lo descubría en algún oscuro rincón del corredor, bajo las
enredaderas. “¡Allí está ya, Guadalupe!”, gritaba desesperada.
Guadalupe y yo nunca lo nombrábamos, nos parecía
que al hacerlo cobraba realidad aquel ser tenebroso. Siempre decíamos: —allí
está, ya salió, está durmiendo, él, él, él…
Solamente hacía dos comidas, una cuando se
levantaba al anochecer y otra, tal vez, en la madrugada antes de acostarse.
Guadalupe era la encargada de llevarle la bandeja, puedo asegurar que la
arrojaba dentro del cuarto pues la pobre mujer sufría el mismo terror que yo.
Toda su alimentación se reducía a carne, no probaba nada más.
Cuando los niños se dormían, Guadalupe me
llevaba la cena al cuarto. Yo no podía dejarlos solos, sabiendo que se había
levantado o estaba por hacerlo. Una vez terminadas sus tareas, Guadalupe se iba
con su pequeño a dormir y yo me quedaba sola, contemplando el sueño de mis
hijos. Como la puerta de mi cuarto quedaba siempre abierta, no me atrevía a
acostarme, temiendo que en cualquier momento pudiera entrar y atacarnos. Y no
era posible cerrarla; mi marido llegaba siempre tarde y al no encontrarla
abierta habría pensado… Y llegaba bien tarde. Que tenía mucho trabajo, dijo
alguna vez. Pienso que otras cosas también lo entretenían…
Una noche estuve despierta hasta cerca de las
dos de la mañana, oyéndolo afuera… Cuando desperté, lo vi junto a mi cama,
mirándome con su mirada fija, penetrante… Salté de la cama y le arrojé la
lámpara de gasolina que dejaba encendida toda la noche. No había luz eléctrica
en aquel pueblo y no hubiera soportado quedarme a oscuras, sabiendo que en
cualquier momento… Él se libró del golpe y salió de la pieza. La lámpara se
estrelló en el piso de ladrillo y la gasolina se inflamó rápidamente. De no
haber sido por Guadalupe que acudió a mis gritos, habría ardido toda la casa.
Mi marido no tenía tiempo para escucharme ni
le importaba lo que sucediera en la casa. Solo hablábamos lo indispensable.
Entre nosotros, desde hacía tiempo el afecto y las palabras se habían agotado.
Vuelvo a sentirme enferma cuando recuerdo…
Guadalupe había salido a la compra y dejó al pequeño Martín dormido en un cajón
donde lo acostaba durante el día. Fui a verlo varias veces, dormía tranquilo.
Era cerca del mediodía. Estaba peinando a mis niños cuando oí el llanto del
pequeño mezclado con extraños gritos. Cuando llegué al cuarto lo encontré
golpeando cruelmente al niño. Aún no sabría explicar cómo le quité al pequeño y
cómo me lancé contra él con una tranca que encontré a la mano, y lo ataqué con
toda la furia contenida por tanto tiempo. No sé si llegué a causarle mucho
daño, pues caí sin sentido. Cuando Guadalupe volvió del mandado, me encontró
desmayada y a su pequeño lleno de golpes y de araños que sangraban. El dolor y
el coraje que sintió fueron terribles. Afortunadamente el niño no murió y se
recuperó pronto.
Temí que Guadalupe se fuera y me dejara sola.
Si no lo hizo, fue porque era una mujer noble y valiente que sentía gran afecto
por los niños y por mí. Pero ese día nació en ella un odio que clamaba
venganza.
Cuando conté lo que había pasado a mi marido,
le exigí que se lo llevara, alegando que podía matar a nuestros niños como
trató de hacerlo con el pequeño Martín. “Cada día estás más histérica, es
realmente doloroso y deprimente contemplarte así… te he explicado mil veces que
es un ser inofensivo.”
Pensé entonces en huir de aquella casa, de mi
marido, de él… Pero no tenía dinero y los medios de comunicación eran
difíciles. Sin amigos ni parientes a quienes recurrir, me sentía tan sola como
un huérfano.
Mis niños estaban atemorizados, ya no querían
jugar en el jardín y no se separaban de mi lado. Cuando Guadalupe salía al
mercado, me encerraba con ellos en mi cuarto.
—Esta situación no puede continuar —le dije
un día a Guadalupe.
—Tendremos que hacer algo y pronto —me
contestó.
—¿Pero qué podemos hacer las dos solas?
—Solas, es verdad, pero con un odio…
Sus ojos tenían un brillo extraño. Sentí
miedo y alegría.
La oportunidad llegó cuando menos la
esperábamos. Mi marido partió para la ciudad a arreglar unos negocios. Tardaría
en regresar, según me dijo, unos veinte días.
No sé si él se enteró de que mi marido se
había marchado, pero ese día despertó antes de lo acostumbrado y se situó
frente a mi cuarto. Guadalupe y su niño durmieron en mi cuarto y por primera
vez pude cerrar la puerta.
Guadalupe y yo pasamos casi toda la noche
haciendo planes. Los niños dormían tranquilamente. De cuando en cuando oíamos
que llegaba hasta la puerta del cuarto y la golpeaba con furia…
Al día siguiente dimos de desayunar a los
tres niños y, para estar tranquilas y que no nos estorbaran en nuestros planes,
los encerramos en mi cuarto. Guadalupe y yo teníamos muchas cosas por hacer y
tanta prisa en realizarlas que no podíamos perder tiempo ni en comer.
Guadalupe cortó varias tablas, grandes y
resistentes, mientras yo buscaba martillo y clavos. Cuando todo estuvo listo,
llegamos sin hacer ruido hasta el cuarto de la esquina. Las hojas de la puerta
estaban entornadas. Conteniendo la respiración, bajamos los pasadores, después
cerramos la puerta con llave y comenzamos a clavar las tablas hasta clausurarla
totalmente. Mientras trabajábamos, gruesas gotas de sudor nos corrían por la
frente. No hizo entonces ruido, parecía que estaba durmiendo profundamente.
Cuando todo estuvo terminado, Guadalupe y yo nos abrazamos llorando.
Los días que siguieron fueron espantosos.
Vivió muchos días sin aire, sin luz, sin alimento… Al principio golpeaba la
puerta, tirándose contra ella, gritaba desesperado, arañaba… Ni Guadalupe ni yo
podíamos comer ni dormir, ¡eran terribles los gritos…! A veces pensábamos que
mi marido regresaría antes de que hubiera muerto. ¡Si lo encontrara así…! Su
resistencia fue mucha, creo que vivió cerca de dos semanas…
Un día ya no se oyó ningún ruido. Ni un
lamento… Sin embargo, esperamos dos días más, antes de abrir el cuarto.
Cuando
mi marido regresó, lo recibimos con la noticia de su muerte repentina y
desconcertante.
La obra de
Amparo Dávila (México, 1928 - 2020) recrea la vida de personajes amenazados por
la locura, la violencia y la soledad. En medio de la más absoluta normalidad,
irrumpen presencias indefinidas e inquietantes que cobran aspectos
terroríficos.
En este
cuento se encuentra presente el horror fantástico: una criatura monstruosa e
indefinible invade el espacio familiar de la casa de la protagonista, haciendo
de su existencia diaria una tortura.
Los hechos
narrados parecen de carácter fantástico, pero este huésped tiene una carga
simbólica dentro de la historia. Aquí es vital la participación activa del
lector, pues la criatura viene a representar los miedos y fantasmas personales
de la narradora, una mujer prácticamente abandonada en un sitio lejano y
sometida a un matrimonio sin amor.
De esta
forma, se une a la otra presencia femenina de la casa y juntas logran vencer al
enemigo que amenaza su vida y la de sus hijos. Debido a este tipo de detalles,
se ha visto en la obra de esta escritora un intento de reivindicación social
para su género.
11. El
hombre muerto - Leopoldo Lugones
La aldeíta donde nos detuvimos con nuestros
carros, después de efectuar por largo tiempo una mensura en el despoblado,
contaba con un loco singular, cuya demencia consistía en creerse muerto.
Había llegado allí varios meses atrás, sin querer referir su procedencia, y
pidiendo con encarecimiento desesperado que le consideraran difunto.
De más está decir que nadie pudo deferir a su
deseo; por más que muchos, ante su desesperación, simularan y aquello no hacía
sino multiplicar sus padecimientos.
No dejó de presentarse ante nosotros, tan
pronto como hubimos llegado, para imploramos con una desolada resignación, que
positivamente daba lástima, la imposible creencia. Así lo hacía con los
viajeros que, de tarde en tarde, pasaban por el lugarejo.
Era un tipo extraordinariamente flaco, de
barba amarillosa, envuelto en andrajos, un demente cualquiera; pero el
agrimensor resultó afecto al alienismo, y no desperdició la ocasión de
interrogar al curioso personaje. Este se dio cuenta, acto continuo, de lo que
mi amigo se proponía, y abrevió preámbulos con una nitidez de expresión, por
todos conceptos discorde con su catadura.
-Pero yo no soy loco -dijo con una notable
calma, que mal velaba, no obstante, su doloroso pesimismo-. Yo no soy loco, y
estoy muerto, efectivamente, hace treinta años. Claro. ¿Para qué me morí?
Mi amigo me guiñó disimuladamente. Aquello
prometía.
-Soy nativo de tal punto, me llamo Fulano de
Tal, tengo familia allá…
(Por mi parte, callo estas referencias, pues
no quiero molestar a personas vivientes y próximas.)
-Padecía de desmayos, tan semejantes a la
muerte, que después de alarmar hasta el espanto, concluyeron por infundir a
todos la convicción de que yo no moriría de eso. Unos doctores lo certificaron
con toda su ciencia. Parece que tenía la solitaria.
“Cierta vez, sin embargo, en uno de esos
desmayos, me quedé. Y aquí empieza la historia de mi tormento; de mi locura…
“La incredulidad unánime de todos, respecto a
mi muerte, no me dejaba morir. Ante la naturaleza, yo estaba y estoy muerto. Más
para que esto sea humanamente efectivo, necesito una voluntad que difiera. Una
sola.
“Volví de mi desmayo por hábito material de
volver; pero yo como ser pensante, yo como entidad, no existo. Y no hay lengua
humana que alcance a describir esta tortura. La sed de la nada es una cosa
horrible.”
Decía aquello sencillamente, con un acento
tal de verdad, que daba miedo.
-¡La sed de la nada! Y lo peor es que no
puedo dormir. ¡Treinta años despierto! ¡Treinta años en eterna presencia ante
las cosas y ante mí no ser!
En la aldea habían concluido por saber
aquello de memoria. Pasaron a ser vulgares sus reiteradas tentativas para
obligarlos a creer en su muerte. Tenía la costumbre de dormir entre cuatro
velas. Pasaba largas horas inmóviles en medio del campo, con la cara cubierta
de tierra.
Tales narraciones nos interesaron en extremo;
más cuando nos disponíamos a metodizar nuestra observación, sobrevino un
desenlace inesperado.
Dos peones que debían alcanzarnos en aquel
punto, arribaron la noche del tercer día con varias mulas rezagadas.
No los sentimos llegar, dormidos como
estábamos, cuando de pronto nos despertaron sus gritos. He aquí lo que había
sucedido.
El loco dormía en la cocina de nuestro
albergue, o aparentaba dormir entre sus velas habituales -la única limosna que
nos había aceptado.
No mediaban dos metros entre la puerta donde
se detuvieron cohibidos por aquel espectáculo, y el simulador. Una manta le
cubría hasta el pecho. Sus pies aparecían por el otro extremo.
-¡Un muerto! -balbucearon casi en un tiempo.
Habían creído en la realidad.
Oyeron algo parecido al soplo mate de un odre
que se desinfla. La manta se aplastó como si nada hubiera debajo, al paso que
las partes visibles -cabeza y pies- trocáronse bruscamente en esqueleto.
El grito que lanzaron púsonos en dos saltos ante el jergón.
Tiramos de la manta con un erizamiento
mortal.
Allá,
entre los harapos, reposaban sin el más mínimo rastro de humedad, sin la más
mínima partícula de carne, huesos viejísimos a los cuales adhería un pellejo
reseco.
Leopoldo
Lugones (1874 - 1938) fue un destacado escritor argentino y precursor del
relato corto fantástico. En este cuento, toma el esquema clásico de las
historias de terror. Un personaje, en apariencia inofensivo, es considerado el
"loco" del pueblo por afirmar que se encuentra muerto. Luego de un
fuerte encuentro, los hombres descubren que aquella historia era cierta.
Bibliografía:
·
Báder, Petra. (2014). “Locura, elipsis y
tergiversación de la realidad: Pájaros en la boca de Samanta Schweblin”. Verbum
Analecta Neolatina, Vol. 15, N° 1-2.
·
Freud, Sigmund. (2001). "Lo
siniestro" en Obras
completas, Vol. XXI. Amorrurtu Editores.
·
Lovecraft, H. P. (2021). El horror sobrenatural en la literatura.
Austral.
https://www.culturagenial.com/es/cuentos-de-terror-autores-famosos/
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