Indios y negros en los documentos coloniales: género y
relaciones interétnicas
El propósito de este artículo es realizar una aproximación
histórica con perspectiva de género a las relaciones interétnicas entre los
indios y la población de origen africano en el México colonial, con base en la
Historia Cultural y los enunciados teóricos del Dr. Patrick Carroll, así como
de otros especialistas dedicados a los temas afroamericanos. Para Carroll
(1995), los criterios hegemónicos usados durante la Colonia para la
identificación de los indios y los negros fueron inoperantes, pero no fueron
únicos: cada uno de estos grupos tenía sus propios criterios de identificación
para sí y para los otros, y esto se reflejó en sus relaciones con los demás, en
los índices y motivaciones de la endogamia y la exogamia de cada grupo, en las
estrategias de género y de resistencia para hacer frente a las situaciones
coyunturales de la vida cotidiana. Eso es lo que me propongo mostrar en los
cuatro casos analizados, procedentes del acervo documental del Archivo General
de la Nación (AGN), que fueron seleccionados por reunir las características más
representativas de esos enunciados.
INTRODUCCIÓN
Hace algún tiempo, trabajando con el Dr. Patrick Carroll sobre la
población de origen africano en México, en la documentación de los fondos
coloniales del AGN, me sugirió como un ejercicio “historiológico” ver cómo
aparecen en esos documentos algunos temas de la vida cotidiana y revisarlos
desde una perspectiva de género. Pensaba en aspectos específicos como la
convivencia entre los indios y los negros, los matrimonios interétnicos (Recopilación
de Leyes de los Reinos de las Indias [RLRI], 1681, Libro VI, Título I, Ley XXXV) y los argumentos de género de las mujeres en sus
confesiones de culpabilidad ante el Santo Oficio, pero también en los dados por
la población indígena para evitar los trabajos comunitarios. A su vez,
reflexionaba en los adulterios, más frecuentes y perseguidos por el Santo
Oficio como “delitos contra la fe”. En dicha documentación, los indios no
aparecen como acusados, no porque no los cometieran, sino porque no estaban
bajo la jurisdicción de esa institución. Las causas de Fe contra ellos eran de
la competencia de la Autoridades Ordinarias Eclesiásticas, “por estar prohibido
a los Inquisidores Apostólicos el proceder contra Indios…” (RLRI,
1681, Libro VI, Título I, Ley XXXV).
Evidentemente, no pensaba en agotar el número de casos que
pudieran ser representativos para generalizaciones, hipótesis o supuestos
teóricos sobre esos grupos; la idea era realizar un ejercicio para mostrar que
la perspectiva de género se puede aplicar independientemente de la temática y
de la época, siempre y cuando no se caiga en anacronismos y se consideren los
contextos en los que ocurrieron los eventos.
Los casos que aquí revisamos no fueron contemporáneos entre sí,
ocurrieron en diferentes espacios, pero ayudan a confirmar que el género es
recurrente y permea las representaciones y las relaciones sociales de los seres
humanos, aunque manifestándose según las especificidades propias de cada
contexto.
Se entiende por género las representaciones, las prácticas y las
prescripciones sociales creadas para simbolizar la diferencia biológica entre
hombres y mujeres (Lamas,
1968, p. 174). En otras palabras, los
mecanismos y procesos socioculturales que han establecido lo que es “propio” de
los hombres y “propio” de las mujeres, con base en las diferencias sexuales,
sin olvidar, evidentemente, los factores circunstanciales. Las categorías
sociales no son fijas ni firmes, sino fluidas y flexibles (Burke,
2006) y así lo percibió también Carroll
(2005), quien señaló la complejidad de las
relaciones interétnicas en la vida cotidiana del México colonial, condicionadas
muchas veces por la necesidad de sortear los mecanismos de control creados para
impedirlas.
Esa misma complejidad puso en jaque los sistemas clasificatorios
institucionales que nunca funcionaron, nominalmente el de castas, que fracasó
porque fue pensado para aplicarse a una población a la que se creía sin
agencia. Carroll en su texto Black/Indian
relations in the historical record (2005) alerta hacia los criterios particulares de identificación
y autoidentificación usados por los indios y los negros, y la forma en que
incidieron y reflejaron sus relaciones con los demás. Aunque en la Colonia los
criterios hegemónicos eran españoles, basados en factores raciales y
fenotípicos, no fueron los únicos; pensar así habría contribuido para dar una
visión parcial de la cuestión. De igual manera, en su trabajo Black aliens and Black natives
in New Spain's indigenous communities (Carroll,
2009) señala que tanto los indios como las
castas tenían cada cual sus propias formas de identificación y
autoidentificación, a partir de factores diferenciados. Mientras que los indios
se basaban principalmente en la etnicidad, los negros priorizaron lo económico,
que en la documentación aparece muchas veces condicionado por el oficio, pero
también por las uniones matrimoniales. Un buen ejemplo es el mulato sembrador con título de Don que
aparece en el caso “¿Mal mulato o mulato malo?”.1
En principio, eso se habría traducido en prácticas socioculturales
diferenciadas, como las que se desprenden, por ejemplo, de la menor incidencia
de casamientos exogámicos entre la población indígena y más alta entre los
negros. Para estos, las uniones con los indios o con personas provenientes de
sectores sociales más valorados, podrían significar una mejora en su propia
valoración social. Sin hablar, evidentemente, del acenso social que podría
significar para los negros el blanqueamiento oficial, comprado o establecido
“por decreto” a través de fórmulas como “téngase por blanco” mencionada
por Humboldt
(2002).
Sin embargo, estudios regionales han mostrado que tales supuestos
pueden variar según los modelos demográficos y económicos en que se insertaran
ambos grupos. Citlalli
Domínguez (2012) encontró en Coatepec,
Veracruz, -de población predominantemente indígena y bases económicas
azucareras en la Colonia- un alto índice de uniones endogámicas entre los
afrodescendientes libres, mismo patrón que se repitió en las siguientes
generaciones. Sobre esto, también habría que considerar los estudios sobre la
gran movilidad social y económica de los mulatos y sus descendientes quienes,
al obtener la libertad por compra u otros medios, muchas veces pudieron
desarrollar nuevas formas de vida, incluidas las relaciones interétnicas (Reynoso,
2005).
Algunas veces, como se ha observado, tales relaciones funcionaron
como vía de valoración social, aunque otras, por el contrario, fueron
consecuencia de esa valoración, decurrente a su vez del estatus laboral. Este
parece haber sido el caso de los pardos, morenos y mulatos de las milicias, a
quienes su estatus laboral les dio muchas veces la oportunidad de “mejorar”
socialmente al casarse con mujeres indígenas, mestizas o blancas, en cuyo mundo
se integraron.
En el caso específico de los matrimonios con las indígenas, había
además las ventajas previstas en la legislación, como la exención de tributos: “Que las
indias no paguen tasa”, rezaba la ley sobre “la libertad de indios”, que
incidía en las mujeres de cualquier edad (RLRI,
1681, Libro VI, Título II, Ley XIX, p. 194).
Por otro lado, de acuerdo con Brígida
von Mentz (1999), tanto en el medio rural
como en el urbano, los negros también podían lograr valoración social como
resultado de los puestos de comando, a menudo sobre los indios e incluso sobre
las castas, lo que habría contribuido para reforzar el imaginario de temor y de
odio contra ellos. En los ingenios azucareros, muchas veces eran negros los
capataces que reclutaban trabajadores temporales en los pueblos de indios,
motivo por el cual estos solían verlos como “representantes del mundo del
ingenio”.
Hoy sabemos que las experiencias en la vida cotidiana son
dinámicas y se entrecruzan constantemente, en tanto están sujetas a las
negociaciones y contingencias temporales y espaciales que presuponen los
procesos históricos.
La sociedad colonial estuvo integrada por indios, negros y
españoles, cuyas relaciones interpersonales produjeron una rica gama de
combinaciones étnicas y fisionómicas, agrupadas bajo el nombre genérico
de castas. Sin embargo, tales relaciones, principalmente entre indios y
negros, muy frecuentemente se han descrito como conflictivas, seguramente como
parte de un discurso que buscaba justificar las medidas legales tendientes a
obstaculizarlas. La idea era impedirlas para evitar que derivaran en alianzas,
vistas como potencialmente amenazadoras, motivo por el cual tuvieron que darse
en la clandestinidad. Generalmente sucedía en las relaciones conyugales, entre
mujeres y hombres de uno y otro grupo, derivando de ahí la mirada de género de
la investigación.
En ese sentido, la problemática parte de la necesidad de
cuestionar la insistencia en descalificar esas relaciones, la mayoría de las
veces como resultado de un imaginario preestablecido de violencia, que se veía
legitimado por la propia legislación colonial cuyas leyes sobre los
encomenderos preveían, entre otras cosas:
Que los negros de los encomenderos no tengan comunicación con
indios. Son los negros de los encomenderos perjudiciales en los Pueblos de
Indios, porque los ayudan a las embriagueces, vicios, y malas costumbres,
hurtan sus haciendas, hacen muchos otros daños (RLRI,
1681, Libro VI, Título IX).
Pero esa prohibición no era solo para los negros sino extensiva
también a los mestizos y españoles, ya que “se había experimentado” que algunos
de estos “que trataban, trajinaban y andaban o vivían entre los indios, no eran
gente de bien” y que, “por huir los indios de ser agraviados, deja(ba)n sus
pueblos y provincias”. Sobre los negros y mulatos, insistían en que, además de
tratar mal a los indios, les enseñaban “sus malas costumbres y ociosidad”, así como
“los errores y vicios que podrían estragar y pervertir el fruto que deseamos” (RLRI,
1681, Libro VII, Título IX).
Los archivos -se dice- están repletos de evidencias documentales
que justificaban esas leyes, pues registran las constantes denuncias de los
indios contra los negros a quienes acusaban, por ejemplo, de la invasión o
despojo de sus tierras, del robo de los mantenimientos o de las cosechas y
hasta del rapto de sus mujeres, lo que realmente ocurrió. Sin embargo, la misma
existencia de las castas es una fuerte evidencia de que a menudo, más de lo que
se supone, esas relaciones fueron cordiales, aunque esto pocas veces se
mencione.
Sería legítimo preguntarse si el énfasis en esa supuesta maldad de
la gente de color no sería también una de las consecuencias del imaginario
negativo desarrollado al respecto en el occidente cristiano. Transportado al
Nuevo Mundo, pasó a integrar el repertorio de construcciones también
imaginarias para desalentar a los indios de establecer esas relaciones y
neutralizar el potencial explosivo que de ellas pudiera derivar. Jean Delumeau
se refirió a ese imaginario y a las ideas de pecado e impureza, amén de la
fealdad, que desde la antigüedad se han asociado a las personas negras. Serían
el contrapunto de las blancas, cuyo color estaría asociado a su vez con la
pureza y con la belleza, reflejo de la presencia divina en la tierra. Desde esa
lógica, la gracia de Dios se refleja en la belleza y esta no podría ser oscura
(1983,
p.17).
No era casualidad que los negros estuvieran vetados de los Pueblos
de Indios, bajo pena de estos perder sus privilegios si se llegara a comprobar
la presencia de aquellos. Aun así, las evidencias indican que tal veto nunca se
respetó. Era frecuente que los patrones de población registraran oficialmente
la ausencia de negros en algunos pueblos, aunque hoy, con base en la
documentación, sabemos que los había. Este es otro indicador de la cooperación
entre ambos grupos, cuando no de la complicidad. Si los funcionarios encargados
de tales registros no identificaban a los negros que vivían en los Pueblos de
Indios, o si los representantes de estos no los declaraban en sus informes,
podía deberse al desconocimiento e incapacidad de los primeros, o al temor de
los segundos de perder su estatus y prerrogativas. Pero, tanto una cosa como la
otra indican una vida en común que implicaba integración.
Ahora, lo interesante es que, aunque la legislación colonial
señalara a los negros como peligrosos y como los principales incitadores de la
mala conducta de los indios, en la práctica la amenaza real y más frecuente
provenía de estos últimos, que eran mayoría y tenían suficientes motivos para
rebelarse, sin que nadie tuviera que incitarlos. Prueba de ello fue la sucesión
de rebeliones a lo largo y ancho de la Colonia, consideradas por Laura Lewis
como “endémicas” en el siglo XVII (2003,
pp. 98-99). Para ella, los españoles
estaban conscientes de ese peligro y como tal justificaban la separación de los
indios y los negros, camuflada bajo la forma de protección. Sin embargo,
también observa que esa supuesta protección no se reflejaba en los castigos que
aplicaban a los indios cuando las sublevaciones eran controladas. Los castigos
parecían estar en proporción directa al potencial de peligro y al valor
patrimonial de cada grupo, y en este caso, los indios estaban en desventaja,
justamente por ser la mayoría y porque no podían ser esclavizados legalmente.
Por ese mismo camino va el imaginario desfavorable que se creó
sobre las mujeres de color, negras, mulatas, pardas, o cualquiera de las
categorías que se les haya dado, “habidas y reputadas en esos reinos como
despreciables e infames” (RLRI,
1681, Libro VI, Título I). En general, eran
tenidas como provocativas, insubordinadas y dadas a la hechicería, por lo que
también se les restringía el contacto con las indígenas, consideradas sumisas y
dóciles, para evitar el riesgo de “contaminación” (Camba
Ludlow, 2008, pp.13-25).
El Santo Oficio fue otro instrumento oficial legitimador de ese
imaginario, lo que se puede confirmar en la documentación inquisitorial con
innumerables casos que inspiraron, incluso, la literatura decimonónica. Leyendas
como “La Mujer Herrada” y “La Mulata de Córdoba” son expresiones literarias de
ese imaginario. Pero en la documentación o en la literatura -dice Lewis
(2003)- nada es tan simple como la
camaradería compartida, el amor mutuo o los resentimientos entre dos grupos
subordinados. Entre negros e indios a menudo se revela un complicado sistema
social de relaciones de dominación y resistencia, que tienen que ser
contextualizados en un mundo más ancho del que se podría suponer. Por eso,
sería igualmente legítimo pensar si en tales documentos, que de hecho existen,
no se habrá exagerado el grado de tensión para crear un clima hostil y prevenir
un mayor contacto entre ellos. Y más, si las mismas exageraciones, incluso sin
premeditación, no estarían ya influenciadas por ese imaginario.
¿Un
mal mulato o un mulato malo?
Un buen ejemplo de esa complejidad lo tenemos en este caso, que
comenzó en 1744, cuando se supo en el pueblo de Zongolica, que el mulato Tomás
Serrano, alias Pascual de los Reyes, había sido preso por el Santo Oficio
acusado de bigamia. Los indios principales se deslindaron declarando que desde
el principio ya sospechaban que Tomás era un “mal mulato”, y que por eso habían
querido expulsarlo del pueblo, pero que no lo habían podido hacer por estar
casado con una india; eso después de cinco años de Tomás estar viviendo entre
ellos y ser tenido como indio. Es que -decían- tenía el pelo y el aspecto de
indio. Pero he aquí los detalles de este caso:2
Pascual de los Reyes, alias Tomas Serrano, era esclavo de Don
Hipólito del Castillo, clérigo presbítero y dueño de una hacienda de “hacer
azúcar” en Córdoba, de donde enviaron la prueba de su primer casamiento, localizada
en la capilla en la que realizó. Lo aprehendieron de inmediato, para que
tuviera “el castigo que merece”. Tomás también se había casado en Zongolica,
con Manuela María, aunque el cura que celebró este segundo casamiento se
deslindó de la responsabilidad, alegando que en la época era interino en aquel
pueblo y no había tenido tiempo de informarse sobre el caso. No así la mulata
María Rubio, madre del acusado, quien resultó involucrada como consentidora y
casamentera, mientras que la primera esposa quedó exenta, porque nada sabía del
marido. Incluso le habían ocultado su prisión.
Según D. Hipólito, Pascual andaba fugitivo desde hacía cinco años,
pero solo ahora y después de las diligencias inquisitoriales tuvo noticia de
que se encontraba en Zongolica, casado por segunda vez, ahora con una india.
Tampoco sabía que se había cambiado el nombre, que usaba traje de indio y se
hacía pasar por uno “sin mucha dificultad”, por ser el dicho mulato “de color y
melenas de indio”.
Los testigos del lado del dueño brindaron mayor información, pues
lo conocían desde hacía más tiempo. Antonio Espejo, negro, cochero; María
Manuela de Lima, morena, viuda y cocinera; Isidro Luis, negro “amulatado”;
Patricio de Herrera, esclavo negro, casado con Pascuala Asencio, libre, de la
misma hacienda. Todos lo describieron como un mulato, de cuerpo pequeño, de
color y pelo de indio, con una cicatriz grande en el lado izquierdo de la cara,
que le hizo un compañero con una navaja. Que era hábil en todos los oficios
asignados por “los mayordomos y mandones”, como los de calderero, arriero y
cochero. Todavía muchachito, de unos 16 años, lo había comprado su amo
anterior, Don Francisco Piboy y Tapia, a un español del valle de San Andrés
Chalchicomula, y a los 18 años lo casaron con Marina Olaya, con quien tuvo 3 o
4 hijos que se les murieron. También dijeron que, al huir se había llevado a su
madre, “una mulata briaga, libre, llamada María Rubio”, quien vivía con él en
el pueblo donde los encontraron.
Por su parte, los indios declararon por medio de un intérprete,
“en virtud del comisario no poder hablar con perfección el idioma mexicano,
aunque lo entiende”. Primero, la propia María Manuela, segunda esposa, antes
viuda de Lucas Jiménez, indio del mismo pueblo. Dijo que con Pascual tuvo un
hijo que “mal parió” a los 6 meses, y que tenía intención de ir a Córdoba,
donde lo tenían preso, para ver si todo era verdad. Pero que, si así fuere, la
culpa era de la madre de él, quien con sus “porfías” la había convencido a
casarse. Sí, porque aquella señal en la cara, “siempre le había dado
desconfianza”. La insistencia de la suegra en que se casaran y su corazón, ya
le avisaban de que eran “malos mulatos”.
Don (ilegible) de
León, indio, natural y “gobernador pasado de los principales de su pueblo”,
casado con María, igualmente “principal del pueblo”, declaró que conocía al
mulato y a su madre desde hacía unos cinco años. Que “cuando fue gobernador los
había querido correr del pueblo por mulatos, forasteros y advenedizos, como lo
hizo con otros”, pero que la madre “anduvo ligera de los pies” haciendo que su
hijo se casara “para que yo no los desterrase”. Antes ya había andado
“solicitando” a varias otras indias, hasta que por fin encontró a una, y que
entonces el cura lo llamó para que fuera testigo del casamiento.
Jerónimo Juárez, indio natural y también exalcalde del pueblo,
igual dijo que conocía a Tomas, un mulato forastero “prieto como indio”,
incluido el cabello “que no lo tiene como mulato”. Fue testigo del casamiento,
pero del lado de Manuela, porque a él lo conocía sólo de poco tiempo.
También llamaron a Don Esteban Marín, “indio amulatado”, natural y
vecino del mismo pueblo, dueño de un rancho de sembrar tabaco, quien presumía
que lo harían porque la prisión de Tomas Serrano había causado “tanto ruido en
el pueblo (…) y haber sido llevado con grillos y esporas a la villa de
Córdoba”.
Como los otros, dijo que lo conocía y a su madre, una mulata
briaga, y que lo habían servido por unos tres años, él como tabaquero y ella
como cocinera. El declarante fue padrino de la boda e incluso la pagó, pues la
india con quien Pascual se casó “le servía de molendera”. Dijo que mientras
trabajaron para él, madre e hijo “anduvieron abriéndole los ojos” a una de sus
hijas llamada Paula, por lo que les dio unos buenos cuartazos a los dos.
Mencionó también que a Pascual nadie lo quería en el rancho e incluso a él
mismo nunca le había parecido “buen mulato”, llegando a despedirlo, pero cedió
ante al llanto de la india Manuela.
Finalmente, la
madre, María Rubio o María de la Encarnación, dijo que en San Andrés
Chalchicomula había sido esclava durante unos 30 años, pero fue vendida al
dueño de una tienda de Córdoba llamado Lorenzo Guzmán, de cuyo poder se libertó
hacía unos 25. En el momento tenía unos 85 años. Declaró que ya que se habían
llevado a su hijo con “grillos y esporas”, mejor hablaran con su mujer, a quien
habían conocido cuando ella estaba “muy mal”, trabajando con Don Esteban Marín,
un mulato sembrador de tabaco. Y que cuando ella se enteró de que su hijo se
había casado con la india, ya no pudo remediarlo, pero que lo había hecho
porque le dijeron que su primera mujer estaba muerta.
Confirmaba, sí, que Pascual se había valido de algunos indios que
solían ir a trabajar a la hacienda de su amo, y que se puso sus trajes de
indio, aprovechando el color, pero que todos en el pueblo sabían que era
mulato, ya que siempre así lo decían, pues la veían a ella, que era mulata y
sabían que era su madre. Por eso decían, “el mulato Tomas Serrano acá y el
mulato Tomás Serrano acullá”. La partida de casamiento lo confirmaba: “Tomas
Serrano, mulato, libre, soltero, originario de San Andrés Chalchicomula, y
vecino de Zongolica hacía unos seis años, hijo legítimo de Antonio Joseph
Serrano y de Ana María de la Encarnación, con Manuela Quinaquistle, india,
vecina de este pueblo, viuda de Lucas Techocho…”.3 Al final, la madre se defendía alegando que, si se
pusieran en su lugar, “mujer, pobre, sola en aquella sierra, sin más amparo que
el de su hijo”, cualquiera haría lo que ella.
Estas son, en resumen, las declaraciones de los testigos, del lado
de los negros, de los indios y de los españoles, que abonan las siguientes
consideraciones: en primer lugar, la gran eficiencia de la justicia
eclesiástica por sobre la civil, ya que el esclavo anduvo prófugo por más de
cinco años, pero solo fue preso cuando se quiso casar y se descubrió que era
bígamo. En los casos de esclavos prófugos consultados, la bigamia fue la
principal causa de su prisión, lo que se explica porque los documentos
provienen de los archivos inquisitoriales y por ser la bigamia uno de los
delitos contra la fe. Pero está también la rapidez con que los indios
procedieron a desvincularse del reo, para lo cual se valieron, en primer lugar,
de un argumento que podemos analizar desde el orden semántico: que era un “mal
mulato”.
La insistencia en la fórmula “mal mulato” para descalificar a
Tomas parecía creada ad hoc para no verse involucrados como cómplices, así como
una etiqueta para alguien que se había vuelto indeseable. En los registros, los
indios no se referían a un mulato malo, lo que indicaría un individuo de
calidad mulata así considerado, sino que insistían en la formula “mal mulato”
como alusiva a una categoría de gente tenida como mala. Pero eso solo fue
posible porque ya existía un imaginario negativo en torno a la gente de color y
una legislación que lo legitimaba, y ellos lo sabían.
Por otro lado, aunque las autoridades y los testigos, esclavos e
indios, coincidieron en identificar a Pascual como mulato, fue porque bajo esta
categoría se les preguntó si lo conocían: “que el mulato por quien les
preguntaron…”. Es decir, no tuvieron oportunidad de externar su propio criterio
de identificación, y los usados para identificar a los mulatos no servían para
él, que tenía aspecto de indio: “pequeño de cuerpo, color y pelo de indio”. Así
también lo describieron los indios, quienes usaron esos criterios fenotípicos
para mostrar que los mismos habían sido un factor de confusión para ellos. Eso seguramente
para deslindarse del hecho de que siempre supieron que Pascual era mulato y que
así lo llamaran, “el mulato Tomás por aquí, el mulato Tomás acullá”, según
declaraciones de la madre.
Efectivamente, pueden haberlo llamado mulato, pero lo trataron como
indio y le aplicaron sus criterios de etnicidad, en función de estar casado con
una india, vestirse como los indios y vivir entre ellos. Es más, no lo pudieron
desterrar, como hubieran querido, porque ya había contraído nupcias con María
Manuela, algo para lo cual tanto la madre como él mismo habían andado ligeros.
Esto indica el conocimiento que ambos tenían de los criterios prevalentes entre
la población indígena.
Sin duda, tenemos un ejemplo flagrante de complicidad colectiva
con pleno conocimiento de las partes, que sabían de los delitos en los que
incurrían y de los riesgos de hacerlo, prueba de lo cual la rapidez con que
todos se deslindaron de los hechos cuando quedaron descubiertos. En este
sentido, estamos hablando de una negociación entre indios y negros, basada en
los criterios fenotípicos de los españoles, justamente porque sabían que no
funcionaban. Pero con base también en los criterios de los indios, Pascual o
Tomás negoció su identidad y usó su fenotipo para pasar por indio, valiéndose de
los elementos étnicos indígenas: se vistió de indio y anduvo ligero para
agenciarse una esposa india, a fin de que no pudieran expulsarlo del pueblo.
Los indios, a su vez, alegaron el fenotipo de Tomás para justificar su
confusión y que, aun siendo mulato, lo hubieran acogido entre ellos.
Al final, queda claro que todos en el pueblo, por los motivos que
fueren, habían apoyado a Tomás y a su madre, ignorando incluso la suplantación
de identidad. Sabían que era un esclavo, que andaba prófugo y habían consentido
en acogerlo, así como su matrimonio con una de las indias, aunque fuera para
remediar la condición de mujer sola en que esta vivía. Todo indica que un
marido esclavo, prófugo y suplantador de identidad era preferible a que fuera
una mujer sola.
Por otro lado, él también debía tener sus cualidades para
convencerlos, pues como lo declararon sus excompañeros de la hacienda donde era
esclavo, tenía habilidad en varios oficios y esto seguro también fue buen
motivo para que el último de sus patrones le pagara el casamiento. Había que
retenerlo para asegurar la mano de obra, aunque para eso el patrón tuviera que
correr con los gastos del enlace matrimonial, lo que al mismo tiempo evitó que
se congraciara con su hija.
Pero la cuestión continúa: ¿Por qué los ayudaron? Seguramente
conocer un poco del contexto de la época ayude a entender ese fenómeno. En
primer lugar, podríamos citar la “oportunidad”, como la que tuvo Tomas cuando
huyó de la hacienda de “hacer azúcar”. Al contrario de los trapiches, de poca
monta y trabajo artesanal, las haciendas reunían un gran contingente de
trabajadores, muchos de los cuales “especializados”, entre quienes Tomás podría
confundirse más fácilmente, como de hecho lo hizo.
Por otro lado, la facilidad para moverse podría ser otro factor ya
que, como tantas otras, Córdoba “nació” villa para fortalecer el Camino Real
entre la ciudad de México y el Puerto de Veracruz, por la vía de Orizaba. El
camino generó pequeñas rutas secundarias o “alimentadoras” de la economía
local, que conectaban algunas de las grandes haciendas azucareras de la región.
Esto facilitó la movilidad, lo que podría significar que el flujo y presencia
de forasteros no era algo inusual (Martínez
Alarcón, 2008, p. 58). Los sistemas de
transportes representaban la posibilidad del intercambio de mercancías y de
personas, pero
principalmente, eran los vínculos materiales y visuales que unían a las
comunidades humanas (Rees,
1978).
Otro aspecto son los ya citados criterios de autoidentificación de
los indios y los negros, que desafiaban las fórmulas hegemónicas,
independientemente de los motivos que cada uno tuviera. A Tomás le convenía ser
tenido por indio y estar casado con una india, ya que como mulato su condición
había sido de esclavo; mientras que Manuela necesitaba un marido, en lo que era
apoyada por la comunidad, y todos con quienes ambos se relacionaban así lo
aceptaron. Eso confirma de nuevo que las relaciones entre indios y negros no
siempre fueron conflictivas, incluso en los casos de alto riesgo como este. Sí,
los indios sabían de los delitos en que incurrían y sus consecuencias al acoger
a un esclavo, pero también conocían las artimañas para burlar a la autoridad y
los argumentos para justificarse si fuesen descubiertos.
Pero los negros también. No fue casualidad que la madre de Tomás,
aunque muy briaga, pronto le encontró esposa en una viuda indígena, luego de
haberlo intentado con las hijas del patrón. Tenía que asegurarle una posición
en la comunidad que redundara en el apoyo de esta, para que no los expulsaran,
ya que él estaba casado con una de ellos.
En términos de género observamos la importancia para las mujeres
de tener marido, aunque fuera indeseable, y las consecuencias de no tenerlo. En
los procesos inquisitoriales, eran recurrentes los argumentos alusivos al
desamparo y a la fragilidad propia de su sexo entre las mujeres negras e
indígenas. Tal fue el caso de María Manuela, que usó su viudez para justificar
ante las autoridades su matrimonio con nuestro ya conocido Pascual o Tomas, aun
sabiendo, como todo el pueblo, que era un esclavo prófugo. Y los de la madre de
éste, la mulata María Rubio, facilitadora del casamiento, se defendió alegando
que si se pusieran en su lugar, “mujer, pobre, sola en aquella sierra y sin más
amparo que el de su hijo”, cualquiera habría hecho lo mismo.4
Así, tanto para la india que vivía entre la gente de su comunidad,
como para la mulata libre pero desarraigada y briaga, la condición de mujeres
solas y sin marido justificaría sus actos delictivos. Para ambas, como para las
mujeres en general, no tener marido equivalía a carecer de la consideración y
el reconocimiento por parte de su comunidad, algo que podían remediar con el
matrimonio. Solange
Alberro (1988) ve en esa premura
matrimonial la alta incidencia de casos de hechicería femenina, que fueron
denunciados ante la Inquisición y relacionados con la llamada “magia amorosa”,
destinada a seducir a los hombres, a encontrar marido o a resolver problemas
conyugales (Spinoso,
2009).
Como se habrá podido ver, se están usando casos interregionales de
diversos periodos, lo que podría parecer temerario dadas las especificidades
étnicas, temporales y espaciales de los mismos. Sin embargo, fueron
seleccionados como los más representativos por reunir los ingredientes que
ilustran los supuestos teóricos bajo los que se analizan. Recordemos que se
trata de una documentación oficial, producida como resultado de la omisión o
transgresión de las normas legales, civiles o religiosas, por lo que lo
importante aquí no son precisamente esas especificidades, sino la quiebra de
las normas y de una legalidad que objetivaba la homogeneidad.
Ejemplifican, pues, experiencias individuales en momentos de
crisis, en grupos y contextos diversos, transportados a los ámbitos públicos
por prácticas ocurridas en los domésticos y supuestamente privados. En la
práctica, eso llevaría a intentar identificar en los documentos de los casos
seleccionados los indicadores de género subliminares para hombres y mujeres de
uno y otro grupo étnico y social. A continuación, se presenta un breve ejemplo.
Los
indios y sus “pretextos” de género
En 1764, los indios de los pueblos de Santiago Xoxocoli, de Sta.
María Chomatlan y de San Mateo Coquihui, de la jurisdicción de Papantla, hoy
Estado de Veracruz, apelaron ante las respectivas autoridades para que los
exentaran de los trabajos comunitarios para los que habían sido convocados.
Como eran obligatorios, además de la distancia en que vivían y el
peligro de los ríos crecidos por ser “tiempo de aguas”, usaron en su alegato
argumentos de género. Decían ellos que, para poder atender a ese llamado,
tendrían que desatender las obligaciones que les competían como jefes de
familia, ya que sus siembras sufrirían gran “quebranto” y sus familias
quedarían desamparadas. Y más, que para evitar esto último, tendrían que llevar
a sus familiares consigo a la villa, donde igual tendrían que proporcionarles alojamiento
y alimentación, lo que les restaría tiempo para el cumplimiento de las
obligaciones comunitarias; en esa ocasión, la reparación de la cárcel y de las
casas reales.5
Los indios no estaban equivocados y bien sabían que cuando las
autoridades los convocaban para tales servicios, además de hacerlo sobre bases
legales de naturaleza étnica, ya que sólo incidían sobre ellos, también lo
hacían sobre bases legales de lo que hoy llamaríamos roles de género, que
preveían “el buen tratamiento de los Indios”, incluido que esos servicios no
obstaculizaran las obligaciones “propias de su sexo”:
Que siendo necesario ocupar indios en algún trabajo personal, sea
al tiempo que se ordena. [Pero] En las ocasiones forzosas e ineluctables se han
de ocupar los indios de forma que en aquel tiempo no puedan hacer falta a sus
sementeras (RLRI,
1681, Libro VI, Título V).
Verdaderos o no sus alegatos, también habría que pensarlos bajo la
posibilidad de que fueran pretextos para eludir esas obligaciones. Porque,
pensando en el género y sus supuestos roles, no era raro, como hoy, que fueran
las mujeres quienes se ocuparan de las siembras, u otras tareas supuestamente
masculinas, para las cuales la presencia de los maridos no era indispensable.
Eso nos lleva a otras cuestiones: es seguro que los indios ya
conocían las condiciones bajo las cuales se les podía o no convocar para esos
trabajos, si no por su conocimiento de las leyes, sí por la práctica. En
realidad, desconocemos si sus roles de género coincidían con los de los
españoles, o si los habían asimilado en la práctica, a través de la doctrina
cristiana y por así preverlos las leyes. No lo sabemos porque la información al
respecto proviene de los cronistas de la Conquista, de los códices o de la
arqueología, leídos e interpretados con base en ellos, principalmente en lo que
se refiere a las prácticas de la vida cotidiana. Por tanto, sería justificado
cuestionar si la información que dejaron Sahagún, Las Casas, Mendieta y afines,
no estaría ya filtrada por los valores cristianos europeos. La monogamia y por
ende la fidelidad conyugal o la virginidad, tan caras a los españoles y que,
según los cronistas, los indios también imponían a sus mujeres ¿Habrán sido
realmente cosa de ellos o la transposición de los valores cristianos?
Volviendo al tema, no tenemos la respuesta que recibieron los
indios a su pedido y mucho menos la posición de sus mujeres sobre la solución
que propusieron. En todo caso, las leyes que la corona imponía o intentaba
imponerles, se basaban en principios cristianos, que preveían ser el hombre el
proveedor “natural” y protector de su familia, incluso en casos excepcionales
como ser convocados para los trabajos comunitarios. De ahí que, aunados a las
dificultades de orden climático y orográfico, invocaran esos roles a fin de
verse libres de tales obligaciones.
Hacia 1742, otro caso particularmente interesante para una
reflexión de género es el de Joseph de Rosette, también conocido por Joseph
Antonio de Olarte o Joseph Vela, alias el “chichiguo”, mestizo o mulato, de
oficio arriero, pero que debía su sobrenombre al oficio de su mujer. Ángeles de
la Rosa era chichigua en la casa de una familia española con la que ambos
residían en Puebla. El interés especial deriva, no tanto de la dificultad para
establecer la calidad de la pareja, ni de la condición de bígamo de él, ya que
eso no era raro, sino de la oportunidad de reflexionar sobre la manera en que
un hombre de condición subordinada podría reaccionar ante el hecho de portar un
apelativo de género que seguramente lo disminuía. Dicho apelativo era exclusivo
de las mujeres, en tanto derivado de la anatomía y la función biológica
femenina.6 Chichigua era el nombre indígena para animales
hembras cuando estaban criando y muy común para las vacas lecheras, por lo que
también era sinónimo de nodriza y extensivo a las nanas o niñeras.
Así, en el caso de Joseph, además de sus posibles deseos de
ascensión social y de sus “naturales” tendencias masculinas, la perspectiva de
género podría darnos otra posibilidad para analizar el abandono de su esposa y
su bigamia. Su segundo casamiento fue, ahora con todas las de la ley, con la mestiza
María Marcela, de una familia de agricultores bien avenidos de Xochimilco. Eso
después de haber huido con Bárbara, “la Angaripola”, hija de la cocinera, y
quien murió poco después.7
Joseph fue aprehendido en Xochimilco, el 21 de enero de 1742 “por
casado dos veces”, eufemismo de bígamo, según consta en la denuncia del
inquisidor fiscal del Santo Oficio de México. Cuando esto ocurrió,
probablemente María Marcela y su familia no sabían que ya se había casado tres
años antes, el 29 de mayo de 1739, en Huexotzingo, con Ángeles de la Rosa, “al
parecer mulata”, con quien tuvo tres hijos.
Sobre la calidad del denunciado, según el inquisidor, Joseph era
“de casta mulato”, aunque su primera mujer lo describió como castizo, alto,
grueso de cuerpo y de “pelo propio”. Antes, en la partida de casamiento, el
cura de San Martin Texmelucan lo había registrado como “de casta mulato o mestizo”,
si bien que en la copia de esta aparecía solo como mestizo. Más tarde, uno de
los testigos lo describió como “mestizo amulatado”. Es decir, sobre su
“calidad” nadie estuvo de acuerdo; ni las autoridades, ni la esposa y ni los
testigos llamados a declarar, lo que confirmaría una vez más la falencia de los
criterios de identificación basados en el fenotipo.
Sobre Ángeles, nadie cuestionó su calidad, a pesar de la duda
sugerida por la expresión “al parecer” que usó el escribano antes de
identificarla como mulata. Pero parece ser que ella no era muy agraciada, ya
que don Nicolás de Alvarado, uno de los testigos y primo del esposo de la
patrona, la describió como “mulata, crespa, algo cocha”, aunque eso sí “muy
trabajadora”. Trabajaba como chichigua con Doña Sebastiana de Villa, viuda de
Don Francisco Alvarado, oficio que le valió a su marido el apodo de “el
chichiguo” y uno de los motivos por los que elegí su caso. El chichiguo y
Ángeles vivían en amasiato, aunque bajo el techo de su patrona, quien, al enterarse,
se empeñó de inmediato en remediarlo, facilitándoles el dinero para el
matrimonio.
Sin embargo, el chichiguo no quiso mudarse cuando la patrona les
propuso a él y a su mujer que la acompañaran para otra ciudad. Antes se fugó
con Bárbara, “la Angaripola”. Todo indica que la pareja no se quedó mucho
tiempo junta, ya que después, en fecha no especificada, Bárbara murió y fue
enterrada en el pueblo de San Miguel Topilejo. El 12 de febrero de 1748 él se
volvió a casar, ahora con la mestiza María Marcela, con quien vivía en
Xochimilco, mismo nombre que usaba como apodo cuando las autoridades lo
localizaron y aprehendieron.8
¿Qué nos dice esta historia doméstica, trivial y aparentemente sin
importancia, cuyo único motivo de constar en los archivos inquisitoriales fue
la bigamia de Joseph Rosette, Joseph Antonio de Olarte, o Joseph Vela, alias el
Chichiguo, el Xochimilco o Pierna Gorda, de quien nunca se pudo establecer su
calidad étnico-racial?
En primer lugar, que su segundo casamiento, ahora con una mestiza,
confirmaba la incidencia a los casamientos exogámicos, observada por varios
especialistas como más alta entre los afroamericanos que entre los indios. El
primero, con una mujer de su calidad, pero coja y nada agraciada, le
garantizaba los cuidados domésticos que todo hombre -de color, indígena o
europeo- esperaba de una mujer. Incluso un hogar fijo, aunque fuera en el local
de trabajo de ella. Pero su casamiento con una mestiza, después de su rápida
aventura con “la Angaripola”, seguramente se ajustaba a la idea de mejorar su
condición social. Eso -dice Carroll
(2001)-, habría sido uno de los principales
móviles para el alto índice de casamientos exogámicos entre los
afrodescendientes.
En segundo lugar, tenemos nuevamente la falencia de los criterios de
identificación convencionales y, finalmente, la forma diferenciada con que las
diversas clases sociales coloniales actuaban y respondían a las normas morales
y de conducta. Eso reforzaría los cuestionamientos a la supuesta homogeneidad
de las relaciones de género en todos los sectores sociales.
Para el chichiguo y Ángeles, el no estar casados legalmente y
conforme a la Santa Madre Iglesia no les impidió vivir juntos y tener una vida
marital bajo el techo de la patrona. Entre las clases bajas, las uniones
consensuadas eran comunes, lo que se debía, en parte, a la falta de recursos
económicos, problema que la patrona de inmediato remedió. Nada de eso fue
importante para Joseph, que en la primera oportunidad huyó con la hija de la
cocinera. Tampoco impidió que se agenciara un segundo casamiento, ahora más
ventajoso y que, además, lo liberaba del estigma de ser identificado según el
oficio de su mujer. Ahora él era el “Xochimilco”.
Como se puede observar, apodos no le faltaron a Joseph, ni
apellidos, ni calidades, lo que sería otro indicador de la flexibilidad de los
criterios identitarios de la época, y de que no se limitaban a los fenotípicos
o étnico raciales. Además de la calidad, las personas cambiaban de nombre y de
lugar, así como de estado civil y de cónyuge, quedando también la cuestión de
la supuesta separación entre lo público y lo privado; la vida conyugal de una
pareja, que pertenecería al ámbito privado, se ventilaba en una documentación
producida por la institución pública que la juzgaba.
La llamaremos Salomé, aunque en los documentos aparece como María
Salomé de la Encarnación Tavares9 o María de Jesús, el nombre que después ella adoptó.10 Era mulata o loba, natural de la villa de Santa María
de los Lagos, y fue denunciada en 1771 ante la Comisaría Inquisitorial del
Santo Oficio de Valladolid, por doble casamiento. Lo de mulata o loba se
explica porque nunca se llegó a precisar su calidad. Al principio se pensó que
era india, por lo que la demanda transitó por la justicia común, pero al
verificarse su “verdadera calidad”, se transfirió para el Santo Oficio. Este
procedió a las averiguaciones pertinentes, tanto en la Villa de Lagos como en
el pueblo de Piripetío, en donde residía en la época de su captura.
Sobre su primer casamiento, el cura de Lagos informó que no había
encontrado la partida porque se había quemado el libro de matrimonio de los
años 61 al 68, por lo que procedió a interrogar a la suegra de Salomé, Isidora
Martin de la Cruz, mulata, de más de 60 años. Esta confirmó que la acusada
estaba casada con su hijo, José Vicente Martín de la Cruz, desde hacía unos
doce o trece años, pues el hijo de ambos, que se había quedado con ella, ya
tenía unos once. Durante más o menos unos dos años, Salomé y José Vicente tuvieron
“vida maridable”, después de lo cual ella lo dejó, así como al hijo de ambos,
entonces con un año de edad. No sabía si José Vicente estaba vivo pues se había
ido de Lagos, pero había tenido noticias de él en Zacatecas y en Guanajuato por
una persona que lo vio y a quien le dijo que iría a visitarla.
Don José Franco, patrón de José Vicente en la época de su
casamiento, confirmó el mismo, ya que había dado dinero para que se realizara.
No recordaba el año, pero sí que había recibido a los novios en su casa, lo que
podía haber sido unos doce o trece años atrás. Pero como no había estado en la
villa, ese día, no supo cual cura los casó, únicamente que los padrinos habían
sido Fco. (sic) de la Cruz y María de la Cruz, primos hermanos del contrayente.
Lo confirmaron Bernardo Mena, español, y Martin de la Cruz,
mulato, primo de José Vicente, quien insistió en que fue ella quien lo dejó,
luego de lo cual su primo había salido en su busca y tampoco había regresado.
Joaquín Vargas, mulato, de 50 años, precisó haberlo visto hacía unos dos años
en el Horno, Zacatecas, en la casa de D. Rafael González.
Del lado de Salomé, el informe de la parroquia de Piripetío,
obispado de Valladolid, hacía constar que en el año de 1777 el cura interino la
había casado con Miguel Martínez, indio, originario y vecino de dicho pueblo,
residente en la hacienda de Coapa, hijo legítimo de Lorenzo Martínez y de María
de la Encarnación. En esa ocasión, Salomé se había registrado como María de
Jesús, india, hija de María Antonia y padre desconocido.
Por su lado, el cura decía haber seguido los debidos
procedimientos para verificar si no se trataba de un segundo casamiento, por lo
que había entrevistado a los testigos que ellos presentaron: por Miguel, José
Esteban y Felipe Gonzales, indios, quienes dijeron conocerlo desde niño, pero
no a ella, a quien habían conocido en esa presentación. Por Salomé, fueron Juan
Marcos Sena y José Simón, indios, mismos que en el juicio declararon haberse
enterado de su arresto porque se había hecho público y notorio debido a su
doble casamiento. También que la pareja había tenido un hijo que se les murió.
Como resultado de las declaraciones de quienes habían visto a José
Vicente en Zacatecas y en Guanajuato, se enviaron despachos para allá,
solicitando se averiguara su paradero. La respuesta llegó el 28 de abril de
1781, por lo que de inmediato se procedió al embargo de los bienes de Salomé y
a su prisión en la Casa de Recogidas de Valladolid. Cuando fue interrogada,
primero dijo llamarse María Filomena Tavares, de calidad mulata o loba, de 31
años, “que se había ejercitado en moler”. Que su padre, Bernardo Tavares, era
mulato y su madre, Antonia Theresa, india. Primero se había casado con José
Vicente Cruz, mulato, natural de Guanajuato y vecino de los Hornos, con quien
tuvo un hijo llamado José Francisco, que vivía con la abuela. Después de
casados se fueron a vivir a Salvatierra por dos años, pero dejó a su marido
porque la maltrataba, yéndose primero para Acámbaro, después para Pátzcuaro y
finalmente para Valladolid.
Presumía que estaba presa por su doble casamiento, siendo aún vivo
su primer marido, detalle que ella ignoraba debido a que una mujer de
Salvatierra, ya difunta, le había dicho que estaba muerto. También que la había
denunciado su cuñado, hermano de José Vicente, quien la vio por casualidad en
la plaza y la reprendió por haberlo dejado, aunque también le dijo que aquel ya
tenía otra mujer.
En diciembre de 1782, el abogado nombrado para defenderla la
instruyó a implorar la misericordia del Tribunal mediante su sincera confesión,
en virtud de su “fragilidad, sexo, rusticidad y poca advertencia de la gravedad
de su delito”. Lo hizo en la tercera audiencia, cuando dijo que en el segundo
casamiento había declarado que era de Valladolid para evitar que se supiera su
verdadero estado y libertad, pero que en todo obró por “fragilidad” y
estimulada “por el amor carnal”. Dijo que lo hizo sin conocimiento de la
gravedad de su delito y nunca para ofender a la Iglesia, en la que siempre
había creído y a la que imploraba su perdón.
Por su lado, el segundo marido, Miguel Jerónimo Martínez, de 30
años de edad, originario de Tlalpujahua, declaró que había conocido a Salomé
seis años antes, pero que solo ahora se había enterado de que ya era casada,
dato que ella confirmó cuando la fue a ver a la casa de las recogidas de
Valladolid.11 A la pregunta de por qué se había casado sin
seguridad del estado de ella, dijo que cuando la pretendía nunca llegó a
saberlo, y que incluso entonces que estaba presa, no le había contado ciertas
cosas.
Los inquisidores entonces le informaron sobre la gravedad de su
situación, una vez que la propia Salomé declaró que fue por inducción de él que
ella había omitido su verdadero estado civil ante el cura que los casó. Él
respondió que, en esa ocasión, lo que sabía era que ella era viuda, pero que no
recordaba haberle preguntado el nombre de su primer marido y ni que ella se lo
había dicho; que sí, era cierto que él le insistió para que ella ocultara esa
circunstancia y le recomendó que dijera que era india, pero que fue para que el
casamiento no les costara muy caro. Cuestionado si, como había insistido con
ella para que ocultase esos datos, no le habría insistido para que ocultara
otros, dijo que no, pero respondió afirmativamente a la pregunta sobre si tanto
él como Salomé habían inducido a los testigos a declarar sobre su soltería.
José Simón, testigo de Salomé en la presentación, también fue
preso como cómplice, por haber dicho que la conocía y haberse declarado indio
siendo mulato. Preguntado por qué y cómo se atrevió a declarar que la conocía
desde hacía seis años, respondió que debía ser un equívoco de quien hizo las
diligencias, pues él había sido testigo del novio, no de ella. O sea, que “él
no expresó conocía a María de la Encarnación de Jesús, porque en la realidad
así era, sino que solo alegó conocer a Miguel Gerónimo”.12 Cuando lo instaron a decir la verdad para no empeorar
su situación, ya que el propio Miguel había declarado que él mismo lo había
instruido sobre lo que debía decir, insistió en que Miguel mentía. También fue
preso el otro testigo del casamiento, Juan Marcos Sena, quien no sumó nada
nuevo.
Siguieron nuevos despachos hacia Lagos, para que prosiguieran las
averiguaciones y se localizaran otros testigos. Aparecieron Domingo Santiago de
los Reyes, indio, carpintero, tío de José Vicente; Joaquín Tavares, herrero,
mulato, primo hermano de Salomé; María y Diego Tavares, sus tíos paternos,
quienes precisaron que la sobrina había nacido en junio o julio de 1749, que
sus padres se habían casado en 1748 y que sus abuelos maternos eran indios y
los paternos mulatos.
Mientras tanto, en Valladolid, el provisor de la Casa de Recogidas
andaba muy preocupado con la prolongada estancia de ella en esa institución,
pues temía que quebrara la clausura. Es que le habían informado que era
“demasiadamente inquieta” por lo que, a su pedido, los inquisidores resolvieron
despacharla cuanto antes para la ciudad de México.
En el resumen de los hechos, se acusaba a Salomé de no haber
atendido las obligaciones contraídas con el matrimonio, “ocultándose
diestramente de las exquisitas diligencias (que el marido) con buen celo y
deseos de volverla cariñosamente a su compañía”,13 había hecho para que regresara a su hogar. Un hogar
que dejó para vivir a sus anchuras y entregada con libertad a sus
liviandades (…) corriendo la tuna por los pueblos de Acámbaro, Páztcuaro, Valladolid
y otros, entregada a los vicios, algo que no sería temeridad presumir en una
mujer de su calidad y bajas circunstancias, sola y libre vagando por este
mundo.14
Que para casarse “temerariamente” con Miguel Gerónimo Martínez,
con igual o mayor temeridad había mudado su nombre, de María Salomé para María
de Jesús; su calidad de loba para india; su origen de la villa de Lagos a la de
Coapa; y hasta el nombre de sus padres. Y que tuvo, además, la astucia de
engañar a los testigos que juraron conocerla desde pequeña, lo que no era de
creer que hubieran hecho, si ella no los hubiera persuadido con eficacia o
quizás con dadivas y amenazas. Por tanto, dada “su malicia y mala conducta”,
era presumible que hubiera cometido otros delitos tan o más graves que esos,
por lo que solicitaba se le condenase a las mayores y más graves penas.
Salomé, además de la fragilidad, del desconocimiento de la
gravedad del delito y de que su primer marido estuviera vivo, se declaró muy
arrepentida. Admitió que sí, había abandonado al primer marido, había sido
infiel y vivido ilícitamente con otro, pero que fue por la mala vida que le
daba y por haberlo encontrado entregado torpemente a otra mujer. Aunque era
verdad que la alucinaron la tentación del demonio y los deseos carnales.
La sentenciaron como “hechora y perpetradora de todos y cada uno
de los delitos de que la llevaron acusada” y, de acuerdo con las “censuras
fulminadas” contra semejantes delincuentes, fue condenada a las mayores y más
graves penas que se merecía. Y en caso de que la causa no hubiera quedado bien
probada, a que la colocaran en “tormento”.
Ese fue, pues, el caso de Salomé, amplio y detallado para ilustrar
los supuestos antes mencionados como, las relaciones entre negros e indios, así
como las cuestiones de género a finales de la colonia; los criterios de
identificación de sí y de los otros usados por los negros, españoles e indios en
el mismo periodo.
Sobre su calidad, tenemos el hecho de que no había un consenso,
aunque sí sobre la de sus padres y abuelos. De igual manera, que Salomé y sus
testigos hubieran podido cambiar de identidad y convencer al cura, ya serían
buenos indicadores de la ineficiencia de los criterios de identificación
hegemónicos, pero, más importante, que tanto los negros como los indios lo
sabían y lo usaban a su favor. Cuando le preguntaron a José Simón por qué se
había hecho pasar indio si era mulato, su respuesta fue lanzar dudas sobre la
habilidad del funcionario que hizo las diligencias.
Las mismas identidades falsas usadas por los testigos nuevamente
indican una complicidad entre los negros e indios, que rayaba en la temeridad
dado el riesgo de prisión. Y no estamos hablando de levantamientos armados en
función de causas e intereses colectivos que pudieran justificar riesgos y
actos heroicos, sino de amistad, complicidad, solidaridad entre personas que se
conocían y convivían en la vida cotidiana. Estamos en el terreno doméstico al
que pertenecían los casamientos y las relaciones conyugales, que aquí
encontramos entre personas pertenecientes a categorías supuestamente
irreconciliables, aunque no precisamente para Salomé.
Así, habría que señalar también sus motivos para abandonar al
marido y al hijo, lo que la colocó automáticamente al margen de las normas.
Todo indica que se debió a la violencia de la que era víctima, pero que no era
un atenuante porque no era delito. El delito fue el de ella, por abandonarlos y
haberse vuelto a casar, por lo que, al pedir clemencia, aconsejada por su
abogado, su única defensa fue la admisión de la culpa en función de su
condición femenina.
Las propias autoridades, tanto en la acusación como en la
sentencia, se basaron en argumentos de género para condenarla. Alegaron su
descuido de las obligaciones contraídas con el matrimonio para entregarse con
libertad a sus “liviandades y a los vicios”, algo que “no sería temeridad
presumir” en una mujer de su calidad y bajas circunstancias, en tanto sola y
libre en el mundo.
¿Por qué no sería temerario suponer tales vicios en una mujer de
su calidad? Por su condición femenina, con el agravante de ser de color, lo que
confirma el ya mencionado imaginario negativo sobre las negras y mulatas. Tan
es así que, no obstante que el propio Miguel asumió para sí esa
responsabilidad, fue a ella a quien le imputaron haber inducido a los testigos
a falsear sus testimonios. Para las autoridades, ella y solo ella podría tener
“la astucia de haber engañado a los testigos que juraron conocerla desde
pequeña”, algo que no habrían hecho si ella “no los hubiera persuadido con
eficacia o quizás con dadivas y amenazas.” Más allá, los inquisidores no
dudaron en conjeturar que “dada su malicia y mala conducta era presumible que
hubiera cometido otros delitos tan o más graves que esos”,15 por lo que le adelantaron un castigo preventivo.
No hay que olvidar que todos esos argumentos se basaban, en
principio, en la idea de la culpa congénita de las mujeres, en tanto del linaje
de Eva, y en su fragilidad física y moral que las hacía presas fáciles del
demonio y de los bajos instintos. Eso hacía indispensable una rígida tutela
sobre ellas, en nombre de la cual se justificaba la violencia doméstica como
derecho de los esposos; era mejor una mujer corregida en casa a que anduviera
“corriendo la tuna” por el mundo.
Salomé recibió la sentencia en el convento imperial, con una soga
al cuello y una vela de penitente en la mano. Fue condenada a salir por las
calles acostumbradas, montada en una “bestia de alabarda”, precedida por un
pregón que iría anunciando sus delitos. Fue sentenciada a recibir 100 azotes y
a 10 años de destierro, a 20 leguas de distancia de la corte de Madrid, de
México y del lugar donde cometió su delito. Los tres primeros años debía
pasarlos presa en la casa de recogidas, dedicada a las tareas y a las
devociones que se le impusieran.
Por lo general, las reflexiones o comentarios finales se refieren
a las conclusiones, al resultado de los estudios que las preceden. No en este
caso. No hay resultados finales, ni conclusiones, más sí una ejemplificación de
los supuestos teóricos que los preceden y en los que se apoyan. En ese sentido,
y solo en ese, los casos serían conclusivos y ya llevan implícito sus
resultados.
Estamos hablando, pues, de prácticas, pero también de
representaciones que se procesan casi siempre en un tiempo histórico de larga
duración, aun cuando las negociaciones, los arreglos domésticos y las
transgresiones a la legislación respondieran a aspectos coyunturales, incluidos
ahí el tiempo y el espacio.
Lo mismo se puede decir de las leyes, cuya aplicación obedecía a
casos individuales, aunque sus enunciados tendiesen a la homogeneización,
basada muchas veces en prácticas y costumbres que desafían al tiempo; algo
especialmente válido en ámbitos culturales impregnados de religiosidad, como lo
fue el México colonial.
En fin, con base en lo observado en la documentación de los casos
consultados, 16se buscó lo que implicaba ser mujer y ser hombre en la vida
cotidiana, en las leyes y en las relaciones entre las personas pertenecientes a
las categorías convencionales: español, indio, negro o cualquiera que fuera la
casta. Al parecer, lo que variaba eran las estrategias personales desarrolladas
y usadas para sortear las dificultades provenientes de serlo.
ARCHIVOS
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1 Archivo
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Inquisición. Año 1744, vol. 918, expediente 19, fs. 247-313.
2 AGN, GD61. Inquisición. Año 1744, vol. 918, expediente 19, fs.
247-313.
3 AGN, GD61. Inquisición. Año 1744, vol. 918, expediente 19, f.
6.
4 AGN, GD61. Inquisición. Año 1744, vol. 918, expediente 19, f.
7.
5 AGN, GD51. General de Parte. Año 1764, vol. 44, expediente
118, f. 10.
6 AGN, GD61. Inquisición. Año 1750, vol. 982, expediente 3, f.
4.
7Según la Real
Academia Española (1780, definición 1) “Angaripola”
era un lienzo ordinario, estampado en listas de varios colores, que las mujeres
del siglo XVII usaban para hacerse guardapiés. Así mismo, se refería a los
adornos de mal gusto y de colores llamativos que se ponían en los vestidos.
8 AGN, GD61. Inquisición. Año 1750, vol. 982, expediente 3, f.
15.
9 AGN, GD61. Inquisición. Año 1771, vol. 1259, expediente 8, f.
3.
10 AGN, GD61. Inquisición. Año 1782, vol. 1292, expediente 17, f.
5.
11 AGN, GD61. Inquisición. Año 1782, vol. 1292, expediente 17, f.
6.
12 AGN, GD61. Inquisición. Año 1782, vol. 1292, expediente 17, f.
6.
13 AGN, GD61. Inquisición. Año 1782, vol. 1292, expediente 17, f.
7.
14 AGN, GD61. Inquisición. Año 1782, vol. 1292, expediente 17, f.
9.
15 AGN, GD61. Inquisición. Año 1782, vol. 1292, expediente 17,
fs. 13-14.
16 AGN. Inquisición:
51 entradas; Indiferente virreinal: 13 entradas; Indios: 19 entradas; Criminal:
19 entradas; Alcaldes Mayores: 4 entradas; General de Partes: 2 entradas.
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