Las nuevas órdenes regulares masculinas de la Reforma y la
Monarquía Católica, siglo XVI
Las nuevas órdenes regulares masculinas emanadas de la
Reforma, objeto de estudio de este artículo, son aquellas que nacieron a la luz
del impulso reformista católico en el siglo XVI. Éstas intentaron dar respuesta
a las necesidades de la época que las hizo surgir. Al respecto, este texto
aborda, de manera conjunta, los trece movimientos de la Reforma que lograron
formalizarse como órdenes religiosas masculinas en el siglo XVI: nueve de
clérigos regulares (teatinos, clérigos regulares del Buen Jesús, barnabitas,
somascos, jesuitas, clérigos regulares de la Madre de Dios, camilos,
caracciolos y escolapios), dos mendicantes (capuchinos y carmelitas descalzos)
y dos hospitalarias (hospitalarios e hipólitos). A pesar de la innovación que
representaron estos nuevos institutos religiosos, así como de la influyente
presencia que tuvieron en los albores de la modernidad, son pocos los trabajos
que los han analizado de manera conjunta. Al respecto, en las siguientes páginas
expondré el nacimiento de tales órdenes regulares masculinas de la Reforma en
lo general, puntualizando cuáles eran y cuál era su carisma, para luego atender
su vinculación con las monarquías. Ejemplificaré tal asociación a partir de las
que tuvieron su origen en la corona hispana, sin dejar de lado sus territorios
ultramarinos.
INTRODUCCIÓN
Las nuevas órdenes regulares masculinas de la Reforma, objeto de
este texto, son aquellas que nacieron a la luz del impulso reformista católico
en el siglo XVI. Aunque como todo instituto religioso,1 buscaron servir a Dios siguiendo una regla, viviendo
en comunidad y profesando los votos sustanciales de castidad, pobreza y
obediencia, estas órdenes intentaron dar respuesta a las necesidades del
momento: las pretensiones de centralización y disciplinamiento de las
monarquías, las guerras y los cuestionamientos espirituales a la iglesia católica.
Dentro de los movimientos que buscaron responder a tales procesos,
destacan los que impulsaban una renovación al interior de la iglesia católica,
aunque teniendo desenlaces variados. Mientras algunos siguieron trabajando de
manera local, ciertos se diluyeron, otros se sofocaron, unos más decantaron en
correcciones al interior de la iglesia católica -muchos de los cuales
cristalizaron en el Concilio de Trento- y otros, declarados como heréticos,
llevaron al rompimiento de la Iglesia universal y hasta se convirtieron en
nuevas iglesias como la luterana y la calvinista.2 Aquí abordaré sólo los que lograron constituirse como
institutos religiosos masculinos en el siglo XVI.
A pesar de la innovación que representaron estas nuevas órdenes de
la Reforma, así como de la influyente presencia que tuvieron en los albores de
la modernidad, son pocos los trabajos que las han analizado en conjunto. Por lo
general se ha estudiado sólo un modelo (mendicantes, hospitalarias o clérigos
regulares), centrando la atención en las consideradas como más exitosas
(jesuita y capuchinos, haciendo un guiño a teatinos, somascos y barnabitas).
Los estudios también han incluido o mezclado otros movimientos que no
alcanzaron plena independencia, o a congregaciones de votos simples y, más
notoriamente, no se han considerado las que surgieron fuera del espacio europeo
(Donnelly,
2000, pp. 283-307; DeMolen,
1994; Black,
2004, pp. 54-61; Ranke,
1943, pp. 85-89; Bayle,
1944, pp. 517-558; Po-Chia,
2010, pp. 45-54; Barrero
y Martínez, 2008).
Después de una revisión de los numerosos trabajos que han tratado
sobre esas órdenes y de aproximarme a documentación de archivo, consideré
necesario hacer un texto que definiera con mayor claridad cuántas y cuáles
habían sido éstas. Puntualizo su pertenencia a la Reforma pues, por un lado,
esto las distingue de las llamadas “nuevas órdenes” que se asentaron en el
virreinato novohispano después de las tres primeras evangelizadoras (Ramírez,
2014, pp. 1015-1075) y, por otro
lado, porque el concepto de Reforma -así, con mayúscula- permite aludir a un
proceso amplio y complejo que engloba una serie de movimientos de distinta
duración, así como a grupos diversos con diferentes perspectivas y
aspiraciones. Estos, encontrándose, generaron una profunda transformación
político-religiosa en la sociedad europea en el siglo XVI -con sus
implicaciones extra continentales- y, como parte de ella, el resquebrajamiento
ecuménico del catolicismo (Batallion,
1950, p. 545; Jedin,
Iserloh y Glazik, 1967, pp. 26-38; Alberigo
y Camaiani, 1997, pp. 38-69; Lehmann,
2000, pp. 57-59).
Así pues, este texto aborda de manera grupal los trece movimientos
de la Reforma que lograron formalizarse como órdenes religiosas masculinas en
el siglo XVI: nueve de clérigos regulares, dos mendicantes y dos hospitalarias.
En tanto que el objetivo es ofrecer una mirada general, un punto de partida
para la reflexión, no pretendo agotar la presentación de estos institutos
reglares, sobre todo porque en el siglo XVII surgieron o lograron plena
independencia otros institutos más como parte del mismo proceso reformista.3 Además, tampoco es necesario particularizarlas, pues
actualmente contamos con estudios puntuales para cada una de ellas.4
En las siguientes páginas expondré el nacimiento de las órdenes
regulares masculinas de la Reforma en lo general, puntualizaré cuáles eran y cuál
fue su carisma, para luego atender su vinculación con las monarquías,
ejemplificando tal asociación a partir de las que tuvieron su origen en
territorios de la corona hispana. Al respecto de esto último, cabe señalar que,
aunque la historiografía actual en torno a la Monarquía Católica apela a no
pensarla a partir de las “historias nacionales”5 para atender la circulación de objetos, personas e
ideas, Gruzinski
(2010) ha dejado de lado las
manifestaciones de la espiritualidad renovada del siglo XVI en sus territorios
ultramarinos; de hecho, los estudios al respecto no han considerado a las
órdenes regulares que se gestaron en los espacios católicos no europeos.
Desde el siglo XIV, los institutos religiosos habían estado
marcados por una creciente decadencia en la que se sentía viva la necesidad de
un serio reajuste disciplinar y, sobre todo, de una profunda renovación de la
vida espiritual.6 Así, los impulsos para reformarlos habían ido
cobrando cada vez más fuerza hacia finales de la Edad Media. De hecho, tales
pretensiones se adscribieron al gran proceso de Reforma que llevó a la escisión
del catolicismo y, con ello, a que las iglesias reforzaran su carácter
proselitista y militante en el que los institutos reglares tendrían un papel
fundamental.
En ese contexto de reforma, la Iglesia católica buscó fortalecerse
como corporación, se preocupó por definir el dogma, restaurar la primacía de la
jerarquía eclesiástica, destacar la relevancia de los sacramentos, condenar la
heterodoxia y reformar las costumbres, tanto de sus miembros como en la
totalidad de la comunidad católica. Era fundamental disciplinar a los fieles y
al clero a partir de códigos y disposiciones. Esto fue lo que quedó vertido en
el Concilio de Trento (1545-1563) en el que Jedin
(1980), entre otras cosas, se
puntualizó la reforma de los regulares en 22 capítulos7 después de un largo recorrido de iniciativas
generadas al interior de los institutos.8
Por su parte, desde el siglo XV -y en especial a partir de las
guerras de religión del siglo XVI-, las diversas coronas europeas se fueron
planteando la necesidad de lograr mayor control social, eliminar los
privilegios locales, reconfigurar la disciplina social,9 evitar el crecimiento de aparatos administrativos sin
su dirección lo que, en conjunto, llevó a una mayor centralización del poder (Mayer,
2010, pp. 11-12). En este contexto,
las monarquías abrazaron la religión predominante en sus dominios e hicieron de
su defensa un vehículo para lograr un mayor control y la unidad de sus
posesiones. Después de todo, la religión fue uno de los pocos aspectos que
podían compartir los territorios tan dispares que se agrupaban bajo la cabeza
de un mismo rey. Así, las monarquías buscaron intervenir en la configuración de
las iglesias “confesionales” y, con ellas, en la disciplina eclesiástica.10
Particularmente, los reyes aprovecharon la tendencia reformista
para sujetar a las órdenes regulares en favor de su búsqueda por una mayor
centralización. Y es que tales institutos gozaban de gran autonomía respecto
del gobierno temporal, así como de un importante poder político y social por
sus lazos supraterritoriales, su cercanía con el papado y los privilegios que
éste solía concederles. Por esto último es por lo que el Concilio de Trento no
bastaba a los monarcas pues, a partir de él, el Papa seguiría comandando el
actuar de tales corporaciones.
Así, en sus territorios, las diversas coronas aceptaron la reforma
de los institutos y la inserción de nuevos sólo cuando fueron dirigidos por
ellas. Restablecer la observancia, es decir, que las órdenes cumplieran sus
reglas primigenias, no significó, como veremos en el ejemplo de la Monarquía
Hispana, el respeto a su línea jerárquica, sino la creación de figuras que
permitieran a los monarcas tener una mayor intervención (Borromeo,
1998, pp. 185-196; Martínez
Millán, 1994; Cortés,
2005, pp. 109-130).
En tanto que el gobierno temporal incidió en diversos movimientos
reformistas, no resulta extraño que algunos fueran perseguidos, otros
sofocados, unos más apoyados y, de hecho, algunos, institucionalizados. Esto es
especialmente evidente en el caso de los grupos surgidos al interior de las
órdenes donde, mientras ciertos miembros (los observantes) impulsaban el cumplimiento
de sus reglas sin ser paliadas, otros (los conventuales) rechazaban cualquier
modificación a la vida que llevaban en ese momento (García
Oro, 1971, p. 18; García
Oro, 1979).
Ante los problemas internos que enfrentaban, se concedió que los
observantes formaran vicariatos como unidades en pleno ejercicio de su
potestad, pero delegada por el general de la Orden. La pretensión era que, una
vez reformada la totalidad del instituto, dichas subdivisiones desaparecieran
para crear de nuevo una unidad. Este proceso pocas veces ocurrió. Por lo
general se dieron actos de violencia entre ambos grupos, lo que llevó, en
algunos casos, a que las observancias buscaran su plena independencia
conformando un nuevo instituto siempre bajo el cobijo de la nobleza gobernante.
Entonces, las nuevas corporaciones encontraron un terreno fértil
para conformarse, pues respondieron a las necesidades de la época, definida por
la confrontación y los cuestionamientos espirituales. De hecho, estos regulares
se entregaron al trabajo apostólico entre las comunidades caracterizadas por la
ignorancia, la disgregación, la guerra, la enfermedad, la herejía o la
infidelidad; asistieron a católicos “de frontera” que eran aquellos que se
encontraban en zonas donde no estaba establecida la jerarquía eclesiástica de
la cristiandad; a católicos perseguidos, desunidos, cismáticos, herejes y
también a los que había que convertir, como paganos o infieles (Fortes,
1997, pp. 15-16).
A lo largo de la segunda mitad del siglo XVI, surgieron 13 nuevos
institutos religiosos, incluyendo uno que nació en América: los hipólitos.11 Las órdenes religiosas agrupan diferentes modelos de
vida: mendicantes, hospitalarias, de clérigos regulares, monásticas, de
redención de cautivos y militares. De entre tal diversidad, las órdenes de la
Reforma se configuraron a partir de los tres primeros géneros:12 nueve se conformaron a partir de un modelo de vida
clerical, dos tomaron el de vida mendicante y las otras dos el hospitalario.
Presento las características de cada uno de los tres géneros que se hicieron
presentes en el proceso de Reforma. Paralelamente, aunque no se constituyeron
como institutos plenamente independientes -por lo que no serán tratados en este
trabajo-, se reformaron muchos de los ya existentes. En conjunto, la vitalidad
y los llamamientos de reforma católica, a la vez de la renovación espiritual y las
necesidades prácticas del momento, generaron un sinnúmero de congregaciones.13
Órdenes
desprendidas de mendicantes ya existentes
Los institutos religiosos mendicantes tenían como fin último la
difusión de “la palabra de Dios” mediante la predicación. La mayoría de las
familias mendicantes basaron sus estatutos en la regla de San Agustín; ello se
percibe en el seno de sus preceptos como lo es el cultivo de la interioridad
-oración y contemplación- y el servicio a la comunidad a la que pertenecen (Martínez
Ruiz, 2004, p. 139). Así, se
constituyeron como un puente entre el estado clerical y el monástico; de hecho,
eran institutos de vida mixta, lo que significaba que debían buscar un
equilibrio entre la contemplación y la prédica, aunque no siempre lo lograron,
deslizándose unas hacia el activismo y otras hacia el repliegue (Martínez
Ruiz, 2004, pp. 240-241).
En principio, las órdenes mendicantes renunciaban a sus
propiedades, por lo que pedían limosna para sobrevivir. Paralelo a ello, desde
que se habían asentado en las urbes medievales, aceptaron ligarse a un edificio
y, con ello, organizaron sus actividades a partir de la vida claustral mediante
los horarios de la oración en comunidad: el coro. Así, de las mendicantes ya
existentes se desprendieron grupos que pugnaron por volver a la vida trazada
por su fundador sin tener privilegios especiales o haber paliado la regla
mediante concesiones pontificias (García
y Portela, 1998a, 2000, 2001a, 2001b, 2002; Fernández-Gallardo,
1999; Taylor,
1993; Martínez
de Vega, 2000; Nieto,
1993). Este fue el caso de los
capuchinos y de los carmelitas descalzos que, desprendidos de la Orden de San
Francisco y de la del Carmen, respectivamente, se configuraron como institutos
plenamente independientes (Ramírez
Méndez, 2015, pp. 70-79). Algunas
otras, como los trinitarios, mercedarios o agustinos, todos descalzos,
consiguieron su plena independencia posterior al siglo XVI.
Lo cierto es que, en conjunto, las órdenes no escaparon a su
tiempo, pues aunque fueron muchos los que buscaron el regreso a los modelos
antiguos, a una espiritualidad que creían perdida, sólo pudieron configurarse
como órdenes independientes los grupos que paulatinamente empataron sus
postulados reformistas con los designios tridentinos y los monárquicos. Así lo
terminarían haciendo la Orden de hermanos menores capuchinos o de vida eremítica,
que inició sus actividades en 1525, en la región italiana de Marcas, Ancona (Cargnonio,
1988, pp. 48-50; Gleason,
1994, pp. 31-35), y la Orden del
Carmen Descalzo, surgida en Ávila en 1568 (Fernández
de Mendiola, 2008, pp. 17-18). Pero,
en el fondo, fueron corporaciones muy distintas.
Las capuchinas se preocuparon por la predicación, por obras de
caridad, de auxilio a los afectados por la peste y por la creación de espacios
como la bottega
di Cristo (tienda de Cristo), donde vendían comida a precios
bajos o el Monte
di Pietà, para prestar sin cobrar intereses (Po-Chia,
2010, p. 49). Por su parte, los
carmelitas acentuaron la contemplación. Además, tuvieron un proceso particular
en tanto que el cambio vino desde los conventos femeninos, impulsado por Teresa
de Jesús, si bien ya había iniciativa por parte del general de la orden. Ambas
propuestas se unieron y pronto recibieron apoyo de la Corona Hispana para
concretar la reforma y, después, darle plena independencia a la orden y tenerla
bajo su dirección (Smet,
1990; Steggink,
1965). Aunque con carismas
distintos, los dos institutos se desprendieron de unos medievales. Ambos
surgieron en la búsqueda de una vida más austera por lo que siguieron los
preceptos mendicantes, aunque de manera mucho más estricta.
Así como los mendicantes, los institutos religiosos de tipo
hospitalario habían surgido desde la Edad Media. En el siglo XVI, ante una
población acosada por la guerra, las epidemias, la hambruna y la miseria, se
dio un renovado impulso para su creación. En principio, cabe recordar que el
hospital era una casa donde se recibía a necesitados, que podían ser pobres,
peregrinos, ancianos, huérfanos o enfermos. Se trataba de auxiliarlos como
parte del concepto de caridad cristiana y, más allá de sanar al enfermo de su
padecimiento, se buscaba cuidarlo física y espiritualmente y, de ser el caso,
ayudarlo a bien morir (López
Terrada, 1996, pp. 192-204).
Los hospitales no siempre tuvieron su origen en el seno de la
Iglesia, muchas veces fueron fundaciones de seglares imbuidos en el ideario de
la caridad y preocupados por comenzar esta labor. Algunas de estas iniciativas
se convirtieron en órdenes religiosas al dárseles una regla y confiriéndoles
los tres votos sustanciales, al que añadían un cuarto de hospitalidad. Este fue
el caso de las órdenes hospitalarias de la Reforma como la Orden hospitalaria
de San Juan de Dios (Castro,
1995; Martínez
Gil, 2006, pp. 69-100), llamados
juaninos y configurados en Granada, y de los Hermanos de la caridad de San
Hipólito, los hipólitos, que nacieron en México (Díaz
de Arce, 1651; Martínez
Torres, 2019).
Las dos órdenes hospitalarias que surgieron en el siglo XVI, lo
hicieron en espacios que se incorporaron al imperio hispano como parte de sus
guerras de conquista y su expansión: Granada, arrebatada a los musulmanes
(1492), y México, a los mexicas (1521). Mediaba prácticamente medio siglo entre
tales eventos y el nacimiento de los juaninos (1537) y los hipólitos (1567). Ya
para entonces, el sentido de caridad cristiana estaba implantado en cada una de
tales sociedades y, con ello, el impulso de ayudar a menesterosos y enfermos.
Los juaninos, de hecho, se impusieron un cuarto voto de ayuda a
los enfermos y el principio de rechazo a la exclusión, lo que podríamos
calificar como uno de sus principios básicos. Innovaron en muchos sentidos, hasta
en la hora de pedir limosna, pues contrario a la común luz del día, este grupo
lo hacía de noche. Su universo no era la docta discusión ni la meditación, sino
el cuerpo, la atención física de los enfermos. Buscaban los momentos de mayor
vulnerabilidad humana para entonces prestar su ayuda (Alberro,
2005, pp. 45-53).
Los hipólitos, por su parte, aunque con especial acento en los
locos, también fueron fundamentales para consolidar el tránsito entre los
puertos y el centro de la Nueva España: Veracruz-Perote-ciudad de México (la
entrada y salida a Europa por el Atlántico) y la ruta ciudad de
México-Oaxtepec-Acapulco (la ruta a Asia). Viajeros y mercancías pasaban por
sus hospitales o eran trasladados por sus mulas.14 Así, aunque parte del mundo católico y por tanto bajo
su influjo de ideales caritativos, respondía a las necesidades del espacio en
el que surgían.
Las órdenes clericales se conformaron por sacerdotes15 que eran a la vez religiosos, por lo que, aunque eran
institutos de vida mixta, estaban muy cerca de la vida activa.16 Al seguir una regla, compartieron elementos con las
órdenes mendicantes, como recitar el oficio divino, practicar la penitencia y
seguir los usos conventuales. No obstante, el coro y la clausura los
subordinaron a la labor que tuvieran que desempeñar; a cambio de ello,
enfatizaban la oración mental y la lectura espiritual para contrarrestar las
tentaciones mundanas en las que se desenvolvían (Iparraguirre,
1969, p. 183).
No pedían limosna y sus servicios eran gratuitos, por lo que
solían tener propiedades que pertenecían a la comunidad, además de las ayudas
de los fieles. No tenían un hábito riguroso o particular; en todo caso usaban
una sotana similar a la de un clérigo secular. De hecho, más que presentarse
como miembros de una comunidad religiosa en específico, les interesaba ser
vistos como clérigos respetables. Así, trabajaban en alcanzar una conducta
personal intachable, acompañada de formación intelectual y espiritual, gran
actividad sacramental y vocación en favor de los pobres y marginados (Fois,
1989, p. 418).
En conjunto, los institutos reglares de este tipo buscaban hacer
entrar a los eclesiásticos en un estado de perfección, a partir del cual
ayudaran en el cuidado del alma de la población; es decir, realizaban
apostolado17 en amplio sentido mediante las buenas acciones, la
prédica, la administración de sacramentos, la evangelización, la cura de almas,
la instrucción, y/o la asistencia de enfermos, ancianos, huérfanos, etcétera.
Solían poner el acento en alguna de esas actividades, lo cual constituía su
carisma y, en ocasiones, un cuarto voto (Castillo,
2008, pp. 191-193; DeMolen,
1994, p. XI).
Estos institutos fueron, pues, una respuesta directa a la
decadencia intelectual y moral del clero, caracterizada por la carencia de
vocación sacerdotal y de celo pastoral, por la búsqueda de prelaturas y no por
la misión pastoral en la comunidad cristiana. Esto explica el peso que estos
clérigos regulares dieron a la instrucción, a la búsqueda de ser un testimonio
de vida evangélica y a la renuncia a dignidades eclesiásticas; al cultivo de la
oración interior y a la promoción de la práctica regular de los sacramentos,
como la confesión y la eucaristía (Fois,
1989, p. 418).
Las órdenes de clérigos regulares que nacieron en el siglo XVI
fueron los siguientes: en 1524 surgió, en Roma, la Orden de Clérigos Regulares;
sus miembros fueron conocidos como teatinos, tenían una tendencia ascética y su
primer superior fue el después papa Paulo IV (Jorgensen,
1994, pp. 1-29; Del
Valle, 1842, pp. 145-148). También
en Roma, se conformaron los Clérigos regulares ministros de los enfermos o
Camilios (Cicatelli,
1653); se desempeñaron sobre todo en
el cuidado de enfermos en hospitales, a la vez de ayudar a bien morir. Los
Clérigos Regulares del Buen Jesús tuvieron su origen en Rávena; su acento
estuvo en la administración de sacramentos y en la predicación (Del
Valle, 1842, p. 62; Tiron,
1848). Nacieron en Milán los
Clérigos Regulares de San Pablo, comúnmente conocidos como barnabitas (DeMolen,
1994, pp. 67-79). La Compañía de
siervos pobres o somascos se conformó en 1534 en Venecia, y tuvo especial
interés en la atención de huérfanos y pobres (Bianchini,
1975, p. 977; Lewis,
1996, p. 121; Donnelly,
2000, p. 167).
En Lucca se constituyeron dos institutos más, los cuales se
dedicaron a la enseñanza: la orden de Clérigos Regulares de la Madre de Dios (Iparraguirre,
1969, pp. 187-188; Donnelly,
2000, p. 168) y los Clérigos
Regulares pobres de la Madre de Dios de las Escuelas Pías, mejor conocidos como
escolapios (Donnelly,
2000, pp. 169-179). Enfocados
también en la instrucción y en la atención espiritual, fueron los Clérigos
Regulares Menores, conocidos como caracciolos (Donnelly,
2000, p. 169), los cuales surgieron
en Nápoles en 1588. Aunque bajo la sujeción de distintas monarquías, todas esas
órdenes se conformaron en la península itálica; de hecho, aún el primer
desarrollo de la Compañía de Jesús se dio en ese entorno (O’Malley,
1993; Egido,
2004), aunque tuvo sus inicios con
unas prédicas de su fundador vasco en Alcalá, seguidas de la conformación del
grupo en París (Po-Chia,
2010, pp. 45-46).
Aunque estas órdenes se constituyeron como una novedad en el siglo
XVI, cabe señalar que varios de los institutos de clérigos regulares se
desprendieron del impulso de oratorios previamente creados y que, desde el
siglo XV, reunía a clérigos y seglares, hombres y mujeres buscando una
renovación espiritual de la Iglesia (Terpstra,
2001, pp. 163-182; Fois,
1989, pp. 411-417). Así, los
teatinos y somascos se conformaron a partir de la Congregación del Divino Amor
(fundada en 1497), que se dedicó principalmente a la oración y atención de los
enfermos, establecida primero en Génova y luego también en Roma, Venecia y
Nápoles (Fois,
1989, p. 411-412).18 Los barnabitas se iniciaron a partir del Oratorio de
la Sabiduría Eterna de Milán (González,
1999, pp. 99-101; Fois,
1989, pp. 410-411). La Compañía de
Jesús, por su parte, se vio influenciada por estas hermandades (Meneghin,
1969, p. 519); no obstante, el
propio proceso de Reforma dividió claramente la labor de unos y otros, llevando
a los clérigos a agruparse e institucionalizarse.19
Así, estas órdenes se convirtieron en un puente entre el medioevo
y el movimiento moderno; fueron la semilla de muchos de los procesos de la
reforma de la iglesia católica en el siglo XVI (Rusconi,
1986, pp. 469-506). Florecieron
entre las minorías o entre comunidades que enfrentaban situaciones críticas,
pues conjuntamente buscaban soluciones materiales y espirituales. De hecho,
como lo ha apuntado otro tipo de estudios, las hermandades ayudaron a diversas
comunidades a resistir los cambios religiosos y sociales; en muchos sentidos,
fueron vehículos de resistencia y hasta conllevaron procesos de aculturación (Wojciechowska,
2019, pp. 65-87). Muestra de ello es
el proceso evangelizador novohispano (MacLeod,
2019, pp. 280-306; Dierksmeier,
2020), aún pendiente de conectar con
la Reforma y la creación de nuevos institutos.20
La siguiente tabla evidencia algunos elementos que vale la pena
destacar. [Ver cuadro
I]. Las nuevas órdenes de la Reforma
surgieron principalmente en la península itálica (Lewis,
2001, pp. 280-296). Además de
hacerlo en Roma, tales institutos se originaron en las ciudades del norte
italiano, una región devastada por las guerras -con los enfermos, pobreza y
hambre que generaba- entre los Valois y los Habsburgo durante la primera mitad
del siglo XVI por reclamos dinásticos, a los que se sumaban las aspiraciones
del papado por defender sus territorios y recuperar su influencia en la
península.21
Cuadro I Las nuevas órdenes regulares masculinas de la Reforma22
Orden |
Modelo de vida |
Surgimiento |
Lugar de origen |
|
1 |
Teatinos |
Clérigos
regulares |
1524 |
Roma |
2 |
Capuchinos |
Mendicantes |
1525 |
Marcas |
3 |
Clérigos
regulares del Buen Jesús |
Clérigos
regulares |
1526 |
Rávena |
4 |
Barnabitas |
Clérigos
regulares |
1530 |
Milán |
5 |
Somascos |
Clérigos
regulares |
1534 |
Venecia |
6 |
Jesuitas |
Clérigos
regulares |
1534 |
París |
7 |
Juaninos |
Hospitalarios |
1537 |
Granada |
8 |
Hipólitos |
Hospitalarios |
1567 |
México |
9 |
Carmelitas
descalzos |
Mendicantes |
1568 |
Ávila |
10 |
Clérigos
regulares de la Madre de Dios |
Clérigos
regulares |
1574 |
Lucca |
11 |
Camilos |
Clérigos
regulares |
1582 |
Roma |
12 |
Caracciolos |
Clérigos
regulares |
1588 |
Nápoles |
13 |
Escolapios |
Clérigos
regulares |
1597 |
Lucca |
Fuente: elaboración propia con base en Donnelly,
2000, pp. 283-307; Martínez
Ruiz, 2004; Castro,
1995; DeMolen,
1994; Tiron,
1848; Del
Valle, 1842; Castro
y Barbeito, 1792; Díaz
de Arce, 1651.
Casi la mitad de los nuevos institutos florecieron en la Monarquía
Hispana, pero no sólo en la península Ibérica. Cabe recordar que bajo la cabeza
de Carlos V estaban los reinos de Nápoles, Sicilia y Cerdeña; el Milanesado se
integró a la muerte del duque Francisco de Sforza,23 la república Genovesa estaba a su servicio; los
Medici de Florencia, los Gonzaga de Mantua y otros señores locales se
reconocían dependientes del Imperio; Siena era un gobierno republicano, pero
tenía una guarnición española y un gobernador imperial, mientras que Lucca24 era, a su vez, un feudo imperial.25
De manera general, sólo la república de Venecia y los Estados
pontificios no estaban ligados de alguna forma a la autoridad del monarca
español. Por su parte, Saboya, en tanto que era el acceso a Italia desde
Francia, fue disputado y constantemente sometido por los Valois. La península
itálica tenía una posición estratégica tanto por tierra, en el centro de
Europa, como por mar, hacia el Mediterráneo. Además, era la barrera que
separaba al mundo católico del musulmán, que extendía su dominio en Europa
oriental -incluida la península de los Balcanes hasta Hungría-, el litoral
asiático -Persia- y africano -Trípoli, Argel y Túnez-. A la vez de este
escenario centroeuropeo, la corona hispana intentaba consolidar su dominio en
plena expansión en Asia y en América. Igualmente, enfrentaba el reto de lograr
una mayor cohesión en la península ibérica. Así, sujetar a los institutos
regulares se convirtió en una prioridad.
Las
nuevas órdenes regulares masculinas de la Reforma en la Monarquía Católica
La Monarquía Católica fue una entidad politerritorial, con escasa
cohesión y abundante pluralidad interna (cultural, institucional,
jurisdiccional, etcétera). Especialmente desde el siglo XVI, promovió una mayor
cohesión y uniformidad que le permitiera tener un gobierno eficaz, un aumento
de sus ingresos y una mayor movilidad de sus recursos para los gastos bélicos.
Al respecto, la religión fue una de las herramientas que utilizó como elemento
de unión y en sus pretensiones de centralización del poder.26
Así, la empresa imperial hispana no se entiende sin la iglesia
católica. Por un lado, su organización y sus múltiples corporaciones
permitieron generar lazos y ayudar a estructurar la vida de los variados
habitantes en los amplios espacios; por el otro, el proceso de unificación y
expansión del imperio, en lo general, resultaría inexplicable sin la actividad
misionera heredera de la Cruzada y de la Reconquista, ya que en ella estuvo su
justificación, la configuración identitaria de lugares tan diferentes, más allá
de la innegable y genuina preocupación por la salvación de las almas de los
súbditos. En conjunto, la religión católica proveyó de un sentido simbólico y
práctico, de unidad, a territorios con condiciones muy distintas y dispares.
Las pretensiones misioneras en amplio sentido27 tenían como objetivos la salvación de las almas y el
control. Así, se trataba de una acción “civilizadora” que intentaba
homogeneizar a la sociedad a partir de una única confesión. Para ello, eran
necesarios eclesiásticos formados en esos ideales que llevaran a cabo dicha
tarea (Ramírez
Méndez, 2020). Precisamente, la
Monarquía Católica, entre otras medidas, pretendió transformar al clero regular
intentando homologar a sus miembros a tono con los mandatos tridentinos28 y, conjuntamente, hacer cambios en su estructura
interna, que le permitieran sujetarlo y emanciparlo en lo posible de Roma.
Asimismo, aunque con cierta reticencia, tuvo que consentir que nuevos
institutos reglares se conformaran o asentaran en sus territorios para tener un
mayor control sobre estos.
Desde tiempos de los Reyes Católicos, se habían ido generando
acciones de reforma al interior de las órdenes para sujetarlas a la monarquía (Suárez
Fernández, 1989, p. 151).29 Con esos antecedentes, Felipe II defendió comandar la
transformación de los regulares aun antes de Trento.30 Aunque en principio no tuvo mucho éxito, el Rey
siguió insistiendo tanto en la reforma,31 como en la necesidad de que fuera él quien la llevara
a cabo “para que yo en virtud de la comisión de su santidad nombre las personas
que convengan para que entiendan con diligencia en hacer la reformación […]”.32 Fue, de igual manera, en estas negociaciones con la
Santa Sede, que el rey solicitó que la máxima autoridad dentro de las órdenes
religiosas estuviera a cargo de un súbdito fiel a la monarquía. 33 Pero era claro que el papado no quería que la reforma
fuera conducida por el soberano hispano, como tampoco que los generales
radicaran en la corte imperial, pues significaba perder el control de las
órdenes en los territorios de la monarquía y las ventajas derivadas de los
nombramientos, como la fidelidad o sujeción al sumo pontífice de los designados
a los generalatos.
No obstante, dado el propio apoyo que el papado necesitaba, sobre
todo contra el turco y el cambio en su política,34 a partir de 1565 se fueron expidiendo diversas bulas
y breves que permitieron la reforma de las órdenes en manos de la Corona.35 El proceso de supresión del conventualismo y la
afirmación de la observancia en todas las órdenes no tenía marcha atrás.36 La intervención de la Corona era férrea; en 1567 se
ordenó, por ejemplo, la supresión de los franciscanos claustrales, mientras
que, de las demás órdenes, sólo se aprobaba la reformación si ésta quedaba bajo
el mandato del monarca.37
Es claro cómo, si bien la Corona buscaba abatir la relajación
nombrando priores observantes, también pretendía sujetar a las órdenes a la
monarquía tanto como lo había logrado con los obispos por el derecho de presentación.38 Sobre todo, a partir de los años 70 del siglo XVI, es
notorio que la observancia no bastaba a Felipe II. El soberano se valió de los
obispos y provinciales, intentando excluir a los generales, a quienes veía como
emisarios papales y extranjeros. Igualmente, buscó establecer permanentemente
vicarios generales de cada orden en su corte y así hacerlas totalmente independientes
de Roma.39
El objetivo final era sujetar a todos los institutos regulares
mediante un vicario, replegarlos en sus conventos apelando al regreso de su
regla primigenia y quitarles todos los privilegios que antes les fueron
concedidos y, con ellos, su independencia y riqueza; parece que éste era el
significado de reforma de los regulares para Felipe II.40 De este modo, la reforma católica hispana se fue
constituyendo como un proceso de “control social”, es decir, de configuración
de unas pautas de conducta individual y colectiva a través de los instrumentos
de poder político (Fernández
Terricabras, 2000, p. 375). Por lo
mismo, en principio la corona hispana intentó repeler la creación de nuevas
órdenes, sobre todo de clérigos regulares, pues solían gozar de amplias
libertades de acción y ser muy cercanas al papado, lo cual chocaba con sus
aspiraciones.41 A cambio de ello, se enfocó en reformar las ya
existentes.
Pero con tales pretensiones la reforma no fue sencilla. La
independencia de la que gozaban las provincias de las diversas órdenes y sus
condiciones particulares, ocasionaron que no pudiera llevarse a cabo una
reforma general de manera sistemática. Cada provincia regular respondió de
manera distinta a los impulsos de reforma, lo que permitió su pronta
transformación en algunas regiones y su resistencia en otras. Después de todo,
como lo ha mostrado la historiografía, ese “estado centralizado” que se ha
señalado como uno de los rasgos distintivos de la Edad Moderna no fue, en la
mayoría de los casos, mucho más que un ideal al que aspiraban los soberanos.42 La estabilidad de la monarquía dependió, en gran
medida, del grado de cooperación de las élites locales y de la negociación con
ellas.43 De hecho, al respecto de las propias fundaciones
conventuales, aunque solemos recordar casi exclusivamente las licencias regias
y episcopales y el nombre del patrono, siempre estuvo involucrada la voluntad
de la nobleza, de los poderes urbanos y de la población local (Atienza,
2008).
Entonces, la necesidad de contraatacar a protestantes y
musulmanes, la pérdida del pacto y presencia regia en las urbes (Díaz,
2010, pp. 145-158), así como la
creciente demanda de misioneros en tierras recién descubiertas, conquistadas o
no consolidadas, empujaron a Felipe II a aceptar institutos de reciente
creación a pesar de su reticencia inicial al respecto. Pero la inserción de
nuevas órdenes era necesaria, más aún ante las luchas con las provincias de
regulares por la reforma general, los numerosos privilegios papales de los que
gozaban hacía siglos, el complejo entramado de jurisdicciones y la variedad de
actores involucrados: el papado, los generales y provinciales de las órdenes,
los patronos y las élites locales, entre otros. Entonces, aunque en principio
las había rechazado, la Corona tuvo que aceptar nuevas órdenes -no sin intentar
ponerlas bajo su dirección- para que extendieran el catolicismo y realizaran
tareas evangelizadoras, educativas y hospitalarias. Pero aún dentro de esas
órdenes surgidas como parte del proceso de Reforma, se evitó de manera general
dar cabida a las de clérigos regulares que eran más apegadas a la SantaSede44 e implicaban un paradigma religioso de catolicismo
romano no hispano;45 aún con todo, una de ellas logró extenderse por sus
territorios: la Compañía de Jesús.46
El siglo XVI trajo consigo transformaciones profundas para el
mundo; especialmente para el católico implicó un proceso de reforma y el
resquebrajamiento de la unidad religiosa. Precisamente, como parte de ese
proceso, surgieron nuevas órdenes religiosas y algunas de las ya existentes se
renovaron. En conjunto, todas ellas intentaron dar respuesta a las necesidades
de la época que las hizo surgir; por ello, casi todas tuvieron una estructura
novedosa, configurándose como institutos de clérigos regulares.
Asimismo, las nuevas órdenes regulares masculinas de la Reforma
fueron instrumentos de las monarquías católicas en sus procesos de expansión y
de fortalecimiento de sus aparatos político-administrativos.47 En la segunda mitad del 1500 se dio la expansión de
tales institutos en Europa, transfiriéndose ese impulso hacia finales del siglo
XVI a América y, posteriormente, a Asia.
Cinco de las trece nuevas órdenes masculinas que surgieron en 1500
nacieron en la Monarquía Católica: dos hospitalarias, una en la ciudad de
México (hipólitos) y otra en Granada (juaninos), territorios que habían sido
escenarios de guerra para luchar contra paganos e infieles respectivamente (Rocher,
2005, p. 1299). Salvaba enfermos y
menesterosos, rescataba súbditos para el rey y daba fieles a la Iglesia. Dos
más de esos institutos surgieron en espacios que la Corona gobernaba en la
península itálica, el gran caldo de cultivo de los institutos clericales: en
Nápoles (caracciolos) y Milán (barnabitas). Por último, una mendicante
desprendida de una reforma gestada en Ávila (carmelitas descalzos), a la que el
rey cobijó apoyando su plena independencia a cambio de sujetarla.
Felipe II apostó por esquemas que ya conocía, permitiéndoles
extenderse por sus territorios, como las órdenes hospitalarias y las
mendicantes. En contraste, mostró reticencia ante institutos más difíciles de
controlar, como los de clérigos regulares. Pero el imperio seguía creciendo
-sobre todo hacia América y Asia- y, en conjunto con los espacios en Europa,
era necesario solidificar la presencia del catolicismo, tanto en un sentido
espiritual como de control político. Esto obligó al monarca a aceptar órdenes
que nacieron fuera de la Monarquía Hispana, a la vez de apoyar la creación de
otras en sus territorios, incluidos los americanos; de hecho, más aún en estos
últimos donde el Regio Patronato y la poca intervención que podía tener en
ellos la Santa Sede dejaron en sus manos la dirección de la Iglesia (Pizzarusso
y Sanfilippo, 1998, pp. 321-340).
¿Cómo llega la Reforma a los territorios que estaban fuera de Europa?
Particularmente, ¿cómo se traduce en congregaciones y órdenes religiosas?48 Así, queda pendiente aún estudiar cómo los institutos
que se crearon en espacios extraeuropeos se insertaron en el proceso de Reforma
bajo ideas comunes, pero con necesidades propias.49 Este es sólo el principio.
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1 Equiparo
orden o instituto, a la vez que reglar, regular o religiosos (Guzmán,
2022, p. 1).
2Como parte de este
gran proceso se han acuñado diversos conceptos como reforma protestante,
pre-reforma, reforma católica, contrarreforma, pretridentinismo,
postridentinismo, confesionalización y, más recientemente, catolicismo moderno
temprano. Para ver de manera detenida el concepto de Reforma en amplio sentido,
así como el desarrollo de muchos de los movimientos que engloba, véase Martínez
y Carlos, 2011, capítulos II y III.
3Esto sucedió con
varias de las ramas descalzas (reformadas) desprendidas de órdenes que habían
tenido su origen desde la Edad Media. Muestra de ello son los trinitarios
descalzos que comenzaron su vida reformada en un convento en 1597; dos años
después, Clemente VIII aprobó la reforma y fue hasta 1631 que Urbano VIII les
concedió plena independencia (Ginarte,
1979, p. 143). Parte de su proceso
de reforma puede verse en Pujana,
2006. Los mercedarios descalzos se
constituyeron y lograron su plena independencia en el siglo XVIII (Taylor,
2000, p. 374).
4Para cada una he
incluido referencias de estudios concretos a los cuales el lector puede
remitirse.
5Para profundizar al
respecto, ver Cardim
et al., 2014, pp. 3-6.
6 Para ver
estos movimientos reformistas del siglo XIV y XV de manera general consúltense
las obras clásicas de García
Oro, 1971, y García
y Llorcas, 1960.
7 (Sacrosanto y
ecuménico Concilio de Trento, 1785, sesión XXV). Los capítulos 5, 7, 8-10 y 17-18 son respecto a la
reforma de las monjas. Para ver todo el proceso del concilio, consultar a Jedin,
1957.
8 Dos estudios
especialmente completos para ver las reformas de las órdenes religiosas son el
de Garganta,
1953, pp. 289-328, y el de Steggink,
1965.
9 Entendida
como el proceso de transformación de valores sociales y personales que
sustentan la obediencia colectiva a determinadas dinámicas institucionales
(eclesiásticas o estatales) (Martínez
y Carlos, 2011, p. 134.)
10Como se ve, la
disciplina eclesiástica derivada de la Reforma no fue sólo un proceso
teológico-religiosos, sino también histórico-político (Arcuri,
2019, p. 120).
11Otra de las órdenes
que surgió en América fue la Orden de los hermanos de Belén, la cual nació en
Guatemala a mediados del siglo XVII y se dedicó a la atención de los enfermos y
a ofrecer primeras letras (García
de la Concepción, 1723).
12Cabe anotar que, a
la par que se crearon estas nuevas órdenes masculinas, algunas de ellas
tuvieron su equiparable femenina o se crearon otras nuevas para mujeres
(hermanas inglesas, ursulinas o visitadinas). Las hospitalarias, por su parte,
no tuvieron en general contraparte femenina, como sí sucedió con las
monásticas, las de canónigos regulares, las mendicantes, las militares y las de
redención de cautivos (Martínez
Ruiz, 2004, p. 26).
13Para tener un
esbozo pueden consultarse Black,
1989, y Rusconi,
1986, pp. 471-597.
14 El fundador
de los hipólitos, Bernardino Álvarez, compró una recua de cien mulas para
auxiliar por los caminos a los recién llegados del Viejo Mundo. Ubicó para tal
fin a las mulas en diversos puntos entre los puertos del Pacífico (Acapulco),
el Atlántico (Veracruz) y el hospital de San Hipólito en la ciudad de México (Martínez
Torres, 2019, pp. 42 y 52).
15 El segundo de
los grados del sacramento del orden sagrado compuesto por diáconos, sacerdotes
y obispos (Assimakópulos,
2019, p. 23). Puede verse
también Terráneo,
2020, p. 16.
16 Las órdenes
regulares podían llevar un tipo de vida activa, contemplativa o mixta. La
primera implicaba que el instituto se enfocaba en la realización de obras de
misericordia temporales o espirituales. La segunda suponía que sus miembros
ocupaban su tiempo en la oración y el recogimiento. La tercera era el balance
entre las dos anteriores (Guzmán,
2022, p. 11).
17 Apostolado
hace referencia a los apóstoles, a los enviados de Cristo para predicar el
evangelio. Así, en amplio sentido, es el trabajo que debe realizarse para
extender la religión, que puede ser a partir de la diseminación de la religión,
conversión de paganos e infieles y cuidado espiritual de los fieles en sus
múltiples formas (Spadafora,
1959, pp. 51-52).
18 La aparición
de la primera Congregación del Divino Amor en Génova fue el 26 de diciembre de
1497. En Roma se estableció según el modelo de Génova antes de 1515 (Martínez
Millán, 2016, pp. 19-50).
19 Puede verse
la explosión de diversas congregaciones a lo largo del siglo XV en “órdenes
religiosas” (Diccionario de
Derecho Canónico arreglado a la jurisprudencia eclesiástica española antigua y
moderna, 1853, pp. 886-887).
20Hace falta un
estudio profundo al respecto, sobre todo “cruzar” la historiografía de las
órdenes regulares de la reforma con la de las cofradías en territorios
conquistados en el siglo XVI.
21Es complicado
sintetizar la primera mitad del siglo XVI italiano, en tanto que, ante las
constantes guerras, territorios se ganaban y se perdían rápidamente, se
derrocaban dinastías, gobernantes, a la vez que se establecían otras, y Estados
desaparecían mientras se creaban otros. Los Estados más grandes eran, en todo
caso, Nápoles, Milán, las repúblicas de Florencia y Venecia, así como los
Estados papales; no obstante, había otros tantos más pequeños. El acontecimiento
que simboliza la profunda crisis es el Saco de Roma de 1527. Para tener un
panorama general puede consultarse Shaw
y Mallett, 2019. En torno a las
relaciones de la Monarquía Católica y la Santa Sede, véase Visceglia,
2004, pp. 162-179.
22Consigné la fecha
del surgimiento de la agrupación, mas no la de su aprobación por bula
pontífica. En cuanto al lugar, se trata dónde comenzaron su actividad. En gris
están los institutos surgidos en territorios de la Monarquía Católica.
23En el caso del
ducado de Milán, su posición estratégica lo hizo un punto de intervención
extranjera todo el primer tercio del siglo XVI. Cabe recordar que entre 1499 y
1515, fue invadido por Francia cuando era gobernado por los Sforza. No
obstante, en 1521, el Papa León X y el emperador Carlos V restablecieron el
ducado en Francisco II Sforza, pero acusado de traición al Imperio, fue
derrocado en 1526, aunque reestablecido por el propio Carlos tres años después
a cambio de legarle el dominio a su muerte, como sucedió en 1535 (Navarro
Espinach, 2000, pp. 161-162).
24La Toscana estaba
constituida por cinco estados y otras entidades políticas menores: la república
de Florencia (convertida en ducado en 1530 por Carlos V), la república de
Siena, la de Lucca, el marquesado de Massa y el principado de Piombino, y los
feudos imperiales de Lunigiana. Hacia mediados del siglo XVI se logró la
integración de la Toscana perteneciente al duque de Florencia (Romero,
1983, pp. 128-130).
25De manera conjunta,
véase Pérez-Bustamante
(1994, pp. 25-52).
26Ver, por
ejemplo, Borromeo,
1998, pp. 185-196; Martínez
Millán, 1994; Cortés,
2005, pp. 109-130.
27En sentido amplio,
la misión es la propagación, conversión y cuidado espiritual de una religión
por medio de la educación, la ayuda médica y social, la prédica, las muestras
de vida ejemplar, entre otros. Suele agruparse en dos categorías: 1) Misión
extranjera: busca la propagación de la fe en territorios donde no se le conoce,
por lo que lleva consigo una actividad de conversión; y 2) Misión doméstica: se
centra en el desarrollo de actividades de afianzamiento de la fe, purificación
de la religión y condena de prácticas laxas; muchas veces, mantiene un ideal de
recomposición social, política y económica, encaminado a resultados
espirituales (Eliade,
1993).
28Ya la
historiografía ha analizado cómo la aplicación de Trento en cada territorio
estuvo igualmente sujeta a los intereses de la monarquía en los cuales se
insertó. Específicamente en el caso de la Monarquía Católica, puede
consultarse, por ejemplo, Pérez
Puente, 2010.
29El Patronato Real y
la sujeción de la Iglesia al poder real, característico del siglo XVI, es
evidente a partir de la política de los Reyes Católicos; no obstante, sus
raíces se encuentran el Derecho romano, en tiempos de los reyes visigodos (Rucquoi,
2012, pp. 133-174).
30Felipe II pidió se
reformaran “[…] todas las casas, que hay de frailes y monjas clausuradas en
estos nuestros reinos de Castilla y Navarra, Aragón, Valencia y Cataluña y en
todos los otros reinos sujetos y adyacentes a las Españas de las órdenes de San
Agustín, San Francisco y Santo Domingo y de todas cualesquier otras órdenes,
así de frailes como de monjas, ahora sean monacales o mendicantes” (Archivo
General de Simancas [AGS], leg. 891, fol. 41). Realizarían la visita dos vicarios generales nombrados
por los provinciales o los generales reformados. Convocarían a un capítulo en
el que elegirían nuevo provincial y superiores de los conventos, además de
nombrar a dos de los cuatro definidores que solían tener las provincias. Fernández
Collado (1991, p. 306) dice que
no le dieron el permiso para hacerlo. Véase también García
Oro, 1979, pp. 318-319.
31Archivo
del Ministerio de Asuntos Exteriores [AMAE], Santa Sede, Reales cédulas y otros papeles relativos a la
orden de la Merced, leg. 34, fol. 1-53. “Memorial de algunos casos que se
ofrecen para la reformación”, 1563 aprox.
32 AMAE, Santa Sede, Reales cédulas y otros papeles relativos a la
orden de la Merced, leg. 34, fol. 1-53. “Rey pide se le encomiendo la reforma
de la Merced como patrono de la misma”, 12 de marzo de 1563.
33 AGS, Estado, leg. 893, n. 128 y 129. “Carta de Francisco de
Vargas a Felipe II”, 11 de abril de 1562. Desafortunadamente, la mayoría de la
correspondencia entre Francisco de Vargas y Felipe II desapareció en el
incendio de la Universidad de Valladolid, en marzo de 1939, por ello he tenido
que basarme en la reproducción de los fragmentos que realizó Steggink
(1965). Así, los legajos citados
respecto al AGS, Estado, leg. 890-9, pertenecen a las transcripciones de
Steggink; no obstante, me pareció pertinente consignar la referencia aún del
archivo para poder cruzar datos con otras publicaciones que citan la misma
documentación.
34La paz de Cateau
Cambresis (1559) terminó una larga fase bélica en la península italiana y marcó
un cambio en la relación entre la Monarquía y la Santa Sede. Para ver esta
transformación consultar Visceglia,
2004, pp. 169-179.
35Ver el proceso de
los mandamientos de la reforma de órdenes en Fernández
Collado, 1991, p. 23; Fernández-Gallardo,
1999, p. 37; García
y Portela, 1998b; y García
Oro, 1979, p. 322.
36Muchos de los
documentos de la reforma de las órdenes regulares se encuentran en el AGS, Patronato Real, Leg. 23.
37Ver, por ejemplo,
los advertimientos sobre la reformación de San Francisco en España (1569, AGS, Patronato Real, Leg. 23, Doc. 222). Para monjas, ver la
“Carta de fray Francisco de Meco, comisario de la orden de San Francisco a
Felipe II, donde se pide la provisión para reformar a las monjas” (1568, AGS, Patronato Real, Leg. 23, Doc. 165); la “Copia de la carta
de su majestad que se escribió a los prelados de la corona de Aragón para lo de
la reformación de los agustinos” (AGS, Patronato Real, Leg. 23, Doc. 22); las “Instrucciones
para la reforma de la orden de la merced en la península” (siglo XVI, AGS, Patronato Real, Leg. 23, Doc. 51); la “Carta de Felipe II
respecto a la reforma de los basilios” (1594, AMAE, Santa Sede, legajo 33, fol. 75-124); y el “Informe sobre
que no se ha podido llevar a cabo la reforma total de los dominicos en Aragón,
Valencia y principado de Cataluña” (1594 aprox., AMAE, Santa Sede, legajo 33, fol. 1-42).
38El derecho de
presentación de los reyes hispanos era aplicable en Canarias, Granada y Puerto
Real, en tiempos de Inocencio VIII y los Reyes Católicos, y más adelante para
Pamplona, y luego para Castilla y Aragón, en tiempos de Adriano VI y Carlos V.
Si bien esta última concesión se vio sometida a importantes controversias
posteriores y nunca se pudo ejercer sin problemas ni dificultades, en todo caso,
tal fue la base del efectivo ejercicio del derecho de presentación por parte de
los Monarcas en todos sus Reinos españoles (Hera,
1957-1958, pp. 5-16; 2007,
pp. 89-100; Tarsicio
de Azcona, 1980, pp. 136-143).
39Por ejemplo, en
1577, el rey logró establecer esa figura para la cartuja hispana haciéndola
independiente del superior que en ese caso radicaba en Francia.
40“Pídase una carta
por su santidad para que confirme las bulas de la observancia que esta
provincia tiene y por qué el provincial de la dicha orden desea que las cosas
de la religión se conserven y vayan en aumento y las que por largos tiempos se
han relajado y decaído de su primera institución volverlas a su antigua
costumbre y primer instituto y esto no lo puede hacer de su propia autoridad
por estar intrusos en ellas muchos hombres graves de la provincia con licencias
del general y algunas confirmadas de su santidad como son magisterios
exenciones de ellos, tener rentas, tener sus propios depósitos en sus personas,
decir las misas por sí, llevar mozos a caballo, andar con hábito fuera e la
orden con título de mantener sus padres, no seguir comunidades de coro ni
refectorio, todo lo cuales contra nuestra constitución y regla de vivir y con
mucha ocasión de ofensas de Dios, suplicase a su santidad dé una bula en que
derogue todos los privilegios y exenciones que los tales frailes tuvieren y
mande al provincial que eso fuere so graves penas y censuras que las dichas
exenciones no permita se guarden y si algunas se concedieren de nuevo no sean
obedecidas ni se use de ellas […]”.“Real Cédula recomendando al embajador los
asuntos de la Orden Agustina de Castilla en Roma, relativos a la reforma” (AMAE,
leg 35, fol. 36, febrero de 1587).
41Al respecto, sería
necesario ver estudios generales en torno a las nuevas órdenes en los
territorios francés e italiano para entender cómo surgieron ahí los institutos
regulares -de votos simples como solemnes- y con qué características.
42Si bien la Corona
había conseguido hacerse con una serie de atribuciones y recursos que le
permitieron tener un margen de maniobra considerable, esto no fue suficiente
como para prescindir del conjunto de los sectores privilegiados del reino e
imponer un orden jurídico y social por sí misma (Amadori,
2013, p. 24).
43De ahí que una
vasta historiografía reciente utiliza el término de “imperios negociados”. Los
ejemplos clásicos al respecto son Schaub
(2001) y Yun
(2009).
44Los papas fueron
concediendo a los jesuitas una serie de privilegios y facultades que los
apartaban del control de la Monarquía Hispana y favorecían sus intereses (Steggink,
1965, capítulo II).
45Aunque en principio
parece sólo un cambio en el concepto humanista de christianitas por el de pietas, de fondo
significaba un modelo distinto al practicado por la facción castellana para
justificar el poder de la Monarquía. Esto se hizo del todo evidente en la
fractura entre los jesuitas castellanos y los italianos. Véase Martínez
Millán, 2003, pp. 27-30.
46Aunque Carlos I
repelió el establecimiento de la Compañía de Jesús en sus territorios, la
cercanía con la princesa Juana de Austria, la profesión de Francisco de Borja
-miembro de la nobleza valenciana- y su adscripción al partido ebolista,
terminaron por darles cabida. No obstante, tuvieron que establecer un comisario
para las provincias de España, aunque luego los propios jesuitas la quitaron (Astraín,
1914, pp. 624-625).
47Para un
acercamiento conjunto de estas monarquías consultar Gloël
(2014) y Elliot
(1992).
48Un primer acercamiento
desde la figura de los vicarios y comisarios generales de Indias está en Ramírez
Méndez (2016).
49Así como se ha
llamado la atención en torno a la aplicación de Trento en territorios
extraeuropeos, falta hacer un estudio respecto de las órdenes regulares
conformadas en América, pero integrados en la renovación espiritual y
necesidades prácticas propias del proceso de Reforma y de los intentos de
centralización del poder real. Ver, por ejemplo, Pérez
Puente (2007, p. 411-422).
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