Cencerradas,
cultura moral campesina y disciplinamiento social en la España del Antiguo
Régimen (1)
Este artículo analiza cencerradas y rituales populares
análogos, así como sus significaciones y vitalidad en sociedades rurales del
Antiguo Régimen, con el objeto de participar en el debate historiográfico sobre
las formas y concreciones del disciplinamiento social en los siglos de la Edad
Moderna. Una perspectiva comparativa permite reconstruir prácticas populares de
control moral en sociedades tradicionales, analizar su variedad y dinamismo en
el tiempo y espacio, mostrando opciones de disciplinamiento ejercidas desde
abajo–que articulaban culturas morales plebeyas-, así como la tensión entre
los proyectos civilizatorios gubernativos y la cultura campesina
en el Antiguo Régimen.
A lo largo de los siglos de la Edad Moderna las
sociedades rurales experimentaron cambios que afectaron tanto a la definición
de la paz pública en las relaciones sociales como a las formas consuetudinarias
de definición de la moralidad y de control social de los comportamientos
considerados desviados o intolerables. Este proceso también fue afectado por la
penetración de valores que se gestaban en entornos urbanos externos a estas
sociedades rurales. Éstos eran armónicos con las tendencias de la
administración central para desarrollar instrumentos de imposición sobre los
poderes que competían con el de los Estados en su proceso de construcción. Con
frecuencia esta tensión entre la cultura campesina y las metas hegemonistas de
la cultura oficial que fraguaban las instituciones y gobiernos ha sido
interpretada como un proceso de imposición o aculturación que desde arriba se
proyectaba sobre la cultura popular, entendida ésta de una forma global.
https://fr.m.wikipedia.org/wiki/Fichier:Bruegel_-_De_bruiloft_dans_%28Firenze%29.jpg
Desde este punto de vista se han analizado
historiográficamente prácticas arraigadas en las sociedades tradicionales que
fueron modificándose o incluso extinguiéndose a lo largo del tiempo. Heinz
Schilling (1999:30-32), por ejemplo, constató que en las comunidades de los
pastores de Hemsbach, al norte de Heildelberg, se fueron desgastando lentamente
a lo largo del siglo XVI prácticas tradicionales destinadas a propiciar
arbitrajes de los conflictos cotidianos suscitados entre ellos. Para realizar
las mediaciones se reconocían explícitamente ámbitos de autoridad específica a
personas que eran señaladas para ello en las festividades de Pentecostés. El
gremio de pastores agrupaba a varias docenas de miembros que designaban
tradicionalmente, con ocasión de esta fiesta, un rey del
pastoreo, encargado de custodiar el orden y mediar en los conflictos
dentro de los pastores, así como de asumir la representación corporativa del
gremio ante otras instancias e instituciones.
La penetración de lo que Schilling denominó una macro-estructura desde
los ámbitos del Estado territorial en su proceso de construcción y de las
instancias eclesiásticas, beligerantes especialmente desde la época de la
ruptura de la unidad cristiana, supuso la convergencia de proyectos
aculturantes que implicaron someter a crítica prácticas y costumbres como las
descritas. La razón fundamental era que la vitalidad de éstas implicaba, en el
nivel local y regional, la vigencia de ámbitos de autoridad alternativos a los
desplegados por las Iglesias y los poderes civiles. El disciplinamiento social
o sozialdisziplinierung, como fue caracterizado por la
historiografía alemana, describiría, así, un proceso de construcción de
autoridad política estatal que habría sido convergente en alguna medida,
particularmente en la temprana Edad Moderna, con la progresiva imposición
confesional. Ambos procesos, convergentes en buena medida, habrían ido
modelando al hombre moderno, sentando las bases de la sociedad articulada en la
forma que conocemos en nuestro tiempo.
Desde esta perspectiva historiográfica, las tendencias
hegemonistas proyectadas desde arriba se habrían ido
imponiendo históricamente sobre las discrepancias, disidencias, resistencias,
costumbres y tradiciones retardatarias o asentadas en modelos alternativos
alimentados por las culturas populares, ya urbanas o campesinas. El fatum del rey
de los pastores de Hemsbach era la erosión y posterior extinción. A
medida que el Estado se perfilaba más nítidamente y se hacía más presente en la
vida cotidiana lograba mayores niveles de eficacia para sustituir
institucionalmente las funciones que, previamente, habían sido desarrolladas
desde este tipo de instancias plebeyas legitimadas por la costumbre y, de forma
más genérica, por la cultura campesina.
De acuerdo con este paradigma explicativo, expresiones de
la cultura moral campesina, como las que amparaban la determinación del rey
de los pastores de Hemsbach se mantuvieron, desgastándose durante
décadas, al tiempo que se convertían progresivamente en “testimonios reliquia”,
anacronismos o vestigios culturales. Perdían vigencia al mismo ritmo con que la
sociedad tradicional que los legitimaba se iba transformando, entre otras
cosas, por efecto de la presión ejercida por los Estados para concentrar el
control del ejercicio de las funciones de definición del orden público, el
arbitraje y el ejercicio de la violencia considerada legítima para propiciar la
convivencia.
Se dispone de excepcionales testimonios iconográficos que
transmiten información sobre esta problemática. Con frecuencia, las
representaciones visuales de los espacios urbanos producidas ya en el siglo XVI
expresaban y enfatizaban evidentes contrastes entre, por un lado, espacios
ciudadanos organizados, protegidos, gobernados y epicentros para la proyección
de modelos de convivencia y, por otro lado, espacios abiertos, rurales
presentados como ámbitos desorganizados y precisados de regulación y orden, es
decir, de disciplina.
La Vista de Sevilla desde el Aljarafe del Civitates
Orbis Terrarum (1598) ofrece un magnífico ejemplo de este referido
contraste. La traza de la ciudad, amurallada, dominada por su minarete y
organizada como una colmena de edificaciones alineadas ordenadamente, cede el
protagonismo de los primeros planos a toda una suerte de escenas que, en
contraste con la estampa urbana de los últimos planos, casi colocada en el
horizonte, se ofrecen como un reto para el gobierno proyectado desde la ciudad,
una frontera más allá de las murallas urbanas, para irradiar civilidad.
Análogamente, en la misma colección, las estampas correspondientes a Granada,
Barcelona o Bilbao muestran acusados contrastes entre espacios urbanos y
rurales periurbanos que, colocados en los primeros planos, ofrecen un diálogo
entre un espacio civilizado y el rústico, más
difusamente ordenado y controlado. El mismo patrón puede también encontrarse en
los paisajes urbanos galos de Blâmont y Orleans o en los de las neerlandesas
Kampen o Maastricht, la lituana Vilna, la noruega Bergen o las polacas ciudades
de Gdansk y Cracovia para el Civitates, que incorporaron escenas de
género pastoril o describiendo faenas agrícolas o artesanales campesinas, así
como fragmentarios episodios de sociabilidad rústica en las imágenes destacadas
en los primeros planos, como antesala de la representación de las morfologías
urbanas.
En el primer plano de la Vista de Sevilla desde
el Aljarafe, la estampa introduce la escena a través de dos espectadoras
que, colocando al observador casi en su misma perspectiva ante la escena y,
así, sirviendo de puente entre la estampa y el espectador, contemplan todo un
drama social que representa sintéticamente una galería de situaciones que
podían ser cotidianas en entornos rurales: la actividad agropecuaria, el
laboreo fluvial, el trasiego, los juegos, expresiones de creencias y
supersticiones... y, en los primeros planos, el escarnio público de una mujer y
un hombre que circulan sobre monturas en una procesión precaria custodiada por
un prohombre asentado sobre un caballo blanco, imagen quizá del gobierno
arreglado de la ciudad frente al plebeyo que se ofrece ante sus ojos. El
paisaje urbano de Sevilla, convergencia de los caminos que articulan todas
estas escenas rurales se ofrece como elemento dinamizador, de transformación
y civilización o disciplinamiento de toda una
suerte de comportamientos y creencias tradicionales, rústicas. En los primeros
planos, sin embargo, la procesión que desarrolla un ceremonial punitivo sobre
el hombre y la mujer escarnecidos públicamente muestra una práctica
disciplinaria diferente a la de la buena policía que debía
desplegarse desde la ciudad y, sin embargo, esta práctica estaba asentada en la
costumbre y legitimada por ella.
Vista de Sevilla desde el Aljarafe. Civitates Orbis Terrarum.
Braun y Hogenbert. 1598.
Rituales como las llamadas cencerradas, que constituyeron
prácticas disciplinarias poco formalizadas y con raíces consuetudinariamente
desarrolladas, son los que quedaron representados en la instructiva imagen
procesional de la vista urbana de Sevilla para el Civitates Orbis
Terrarum. A pesar de su heterogeneidad y polisemia, incluso de las
múltiples formas con que fueron conocidos este tipo de rituales en la Europa
del Antiguo Régimen, ofrecen una magnífica ocasión para evaluar el avance del
proceso de sozialdisziplinierung. Este análisis permite
caracterizar la compleja conversación que mantuvieron, en torno a una materia
tan sensible como era el control de la moralidad pública en España, las
sociedades rurales con los proyectos de aculturación y disciplinamiento que
hacia ellas se irradiaban desde los entornos urbanos por mor de las invectivas
e impulsos de la Iglesia de Roma y la Monarquía Hispánica.
Cencerradas, disciplina y control de la moralidad
Con distintos nombres fue conocida en la Europa Moderna
una suerte poco homogénea de alborotos y algarabías que sometían los
matrimonios grotescos al juicio de la risa, el escarnio público, estruendo y
ruido. Casi siempre fueron estos estrépitos los que dotaron de una terminología
específica a los episodios de control moral que implicaban por medio del
sarcasmo y la bulla. La palabra española cencerrada o la
italiana scampanatti tenían evidentes connotaciones de este
género. Eran sonoras en sí mismas. Las uniones matrimoniales grotescas se
convertían así en un fácil blanco de la denuncia y el sarcasmo proferido, sobre
todo, por jóvenes de la vecindad contra infractores de una moral asistemática y
definida socialmente.
Esta modalidad española de cencerrada se ajusta
perfectamente al modelo del charivari francés descrito por
Natalie Davis en sus geminales investigaciones sobre la materia (1993 y 1993a).
No obstante, la cencerrada española, con sus variantes, se parece más a lo que
Edward Thompson (1992) llamó rough music para, así, aglutinar
un elenco mucho más amplio de alborotos disciplinarios que los que abarcaba
el charivario el británico skimmington. Martim Ingram
(1984), Laura Gowing (1993) y Bernard Capp (1999 y 2004), de forma más general,
han explicado episodios en que la cultura moral británica de las clases
populares se expresaba con nitidez en los siglos de la Edad Moderna, incluso
desbordando y ampliando el marco ofrecido por los estudios de Thompson.
A pesar de todo, esta manifestación festiva de la cultura
campesina no ofreció en la España de esta época una tipología tan amplia como
su homóloga británica con la que la cencerrada compartía muchos rasgos, pues,
ante todo, ambas eran “alborotos” festivos en los que el ruido tenía un
protagonismo esencial para expresar denuncia, crítica y, al tiempo, rabia y
prejuicios contra quienes protagonizaban conductas que rebasaban ciertos
límites de una no sistemática, pero efectiva y dinámica, moral plebeya. Un tono
similar adoptaban rituales conocidos prácticamente en toda Europa y aludidos,
igualmente, con estruendosos nombres. Con términos como cacerolada era
utilizado, además de cencerrada, en España, lo que era katzenmusik en
Alemanía, ketelmusick en Holanda o scampannati en
Italia. Eran ritos que asumían de la fiesta muchos de sus atributos, medios de
expresión y simbolismos, para tratar de volver al redil a los sujetos que con
sus comportamientos rebasaban los límites de la tolerancia de sus vecinos en
materia moral, entendida ésta de una forma muy amplia. En este sentido, estos
rituales tenían mucho de carnavalescos.
En las cencerradas no era una moral cristiana la que se
preservaba por medio de estos rituales disciplinarios. Al menos, no estaba en
el fondo de su lógica una moral fundamentalmente cristiana sino una
consuetudinaria, impregnada, obviamente de cultura cristiana pero, también de
prejuicios y valores populares que la otorgaban una mudable naturaleza,
ductibilidad e, incluso, volubilidad. Esos mismos patrones explicaban formas
diversas de control de lo que se consideraba tolerable en términos de
convivencia cotidiana en las comunidades campesinas del mundo Moderno. Estos
rituales estrepitosos, aunque extendidos por toda Europa, desde Portugal hasta
Hungría y desde Italia hasta Inglaterra, y durante todo el Antiguo Régimen, no
eran entre sí coincidentes exactamente, ni en sus formas de ejecución, ni en
las víctimas a que afectaban, y, a veces, tampoco en sus significaciones más
precisas.
Frecuentemente la cencerrada o charivari se
dirigía contra ancianos varones que se casaban con muchachas jóvenes o
matrimonios de viudas, según ha mostrado la historiografía desde Julio Caro
Baroja (1980: 192-194 y 1980a) hasta Isabel Testón (1985) o Paloma Fernández
Pérez (1997: 100), incluso en contextos finiseculares decimonónicos (Mantecón,
1997: 342-352. Muñoz López, 2001: 62-65. Gómez Bravo, 2005: 279-281 y Lucea
Ayala, 2009: 87) y del siglo XX (Duque Alemañ, 2004: 184y Cassar, 2004: 41-44).Esta es la
expresión de la cencerrada más enfatizada y reconocida por la investigación
histórica y antropológica, conformando un arquetipo básico del fenómeno
relativamente encorsetado, si bien es cierto que en parte algunas de las
investigaciones recientes han subrayado otros factores y connotaciones en estas
prácticas.
También podían sufrir el ruido y sarcasmo implícito en
estas algarabías nocturnas toda otra suerte de contrayentes, fueran quienes
fueran, en la noche de bodas, los esposados en segundas nupcias o en el caso de
matrimonios en que uno de los casados fuera forastero. Igualmente, podían ser
objeto de cencerrada aquellos matrimonios jóvenes que pasados unos años no
hubieran tenido descendencia o aquellas uniones en que se sospechara y se
subrayara que la mujer dominaba al varón y, más raramente, a la inversa, cuando
el varón se excedía en el ejercicio de la autoridad dentro de la casa
(Muchembled, 1994: 46. Mantecón, 1997: 342-345. Usunáriz, 2006: 243. Lorenzo
Pinar, 2008: 168-169 y Ruiz Astiz, 2011: 128-133). Todas estas situaciones
rebasaban umbrales de la tolerancia que definía la convivencia cotidiana y que
era enormemente flexible y cambiante, pues se recomponía sobre valores
matizadamente redefinidos cada vez que se ejercían estas acciones
disciplinarias. Estos matices hacían de cada circunstancia concreta de ruptura
de las tolerancias sociales un caso con connotaciones propias, pero que, del
mismo modo, actuaba como precedente de cuantos se producirían posteriormente.
El supuesto de cencerradas para corregir o recriminar al
varón que se excedía en el gobierno doméstico no era, sin embargo, muy
frecuente. Natalie Davis (1993:105 y 1993ª:121) y Edward Thompson (1992: 567 y
ss.), no obstante, analizaron algunos casos de este tipo para Dijon, Suiza e
Inglaterra referidos a cronologías de fines del siglo XVI en el ejemplo suizo y
ya en el siglo XVII e incluso en el XIX respectivamente los siguientes. Las
reconvenciones de los vecinos para refrenar la violencia marital y otras
extralimitaciones del varón dentro de la casa no fueron, sin embargo,
infrecuentes en el mapa europeo durante los siglos de la Edad Moderna, tanto en
entornos católicos como protestantes (Hufton, 1995: 284-298. Mantecón, 1998. ).
Es cierto, no obstante, que hasta se producían alborotos y cencerradas en toda
suerte de situaciones descritas e incluso en ocasiones en que los amantes no
estuvieran casados, pero sus relaciones sexuales, tanto si eran estables como
ocasionales, eran conocidas por todos y tenidas como escandalosas, por
las razones que fueran.
En todo caso, a pesar de poderse determinar este tipo de
motivaciones principales, cuando estallaba la cencerrada, ésta no
necesariamente hacía emerger un solo motivo para desplegar la ruidosa
disciplina que implicaba el golpeo de puertas y ventanas, el sonido de
cencerros o el que provocaban objetos arrojados contra los vanos de la casa.
Tampoco, necesariamente, el alboroto se contenía dentro de los límites que
afectaban a aquellas personas que eran primer blanco de la crítica, sino que el
bullicio desplegado por los atumultuados, por el contrario, podía extenderse
contra todo vecino quisquilloso del entorno, incluso contra predicadores o
clérigos locales de mala fama, terratenientes, recaudadores de tributos y
forasteros. La situación objeto de denuncia podía incluso inspirar a los
jóvenes para preparar sus burlas carnavalescas.
En entornos urbanos como Rouen o Turín, por ejemplo,
parece ser que estas denuncias, durante los siglos de la temprana Edad Moderna,
tuvieron una mejor expresión dentro del Carnaval y que, en este contexto,
algunas asociaciones juveniles –como, respectivamente, la Abbaye des
Conards y la Badia degli Solti- canalizaban este tipo de
denuncias. Natalie Davis (1993 y 1993a) analizó información sobre las abadías o
cofradías de mal gobierno galas y los llamados tribunales
de malos consejos. Al igual que Peter Burke (1978, 283-284), la
historiadora norteamericana subraya las conexiones entre prácticas como las
descritas, ocasionalmente vertebradas por asociaciones informales de jóvenes,
con los rasgos de la cultura cómica carnavalesca. La reforma de la cultura
popular emprendida por las elites de la Europa Moderna, descrita en su momento
por Peter Burke (1978) e iniciada en algún momento –diverso según el entorno-
en la bisagra entre los siglos XVII y XVIII, erosionó decisivamente estas
prácticas, como se ha comprobado en el caso británico (Ingram, 1984: 79-113).
En la Cataluña española existieron asociaciones gemelas a
las abadías del mal gobierno francesas e italianas, conocidas ya
desde la Baja Edad Media. Continuaron desarrollando sus burlescas actividades
disciplinarias en la Edad Moderna, aún en los siglos XVII y XVIII. A veces lo
hicieron de forma que transpiraban prejuicios latentes en la sociedad, aunque
sin dejar muy profunda huella documental (Puigvert i Solà, 2001: 182-183). Sin
embargo, no era imprescindible la existencia de este tipo de sociedades
juveniles para que la cencerrada estallara y, cuando esto ocurría, para que se
extendiera como una espontánea fiesta ruidosa por los vecindarios urbanos y
rurales, prácticas que llegaron a perdurar más allá del fin del Antiguo
Régimen. Algunos ejemplos conocidos en la España septentrional vienen a
demostrarlo aún en los siglos XIX y XX.
Una vez que afloraba un alboroto de este tipo, los
desenlaces de la algarabía eran imprevisibles. A veces, en medio del bullicio
podían llegar a representarse simbólicas ejecuciones en efigie de los sujetos
escarnecidos, o bien de los difuntos esposos de aquellas viudas que se habían
casado de nuevo después del fallecimiento de su marido. El ruido, la música
tosca, el sarcasmo y, en general, la cultura cómica que se expresaba en la
cencerrada, trataba de volver del revés, es decir, a lo considerado moralmente
normal, o al menos tolerable, aquellas situaciones que eran entendidas como
antinaturales u opuestas a la moral popular, incluso contraculturales respecto
de los valores acuñados por la cultura campesina para articular la convivencia cotidiana.
Gustav Henningsen (1983: 24-35), en los testimonios de la
acusación de brujería de las persecuciones en la alta Navarra a principios del
siglo XVII, ha observado algunos de estos comportamientos en que el ruido era
protagonista de la disciplina contra sujetos señalados o quisquillosos ejercida
por segmentos de la comunidad campesina, grupos de jóvenes, y amparada por la
costumbre. Saltar en el tejado, golpear el techo y paredes de las casa eran
episodios que podrían corresponder a prácticas de cencerradas. En el contexto
de la histeria colectiva de la caza de brujas, sin embargo, llegaron a ser
interpretados como como acciones atribuidas a supuestos brujos para mortificar
a los destinatarios de su ira.
Del mismo modo, iniciada la represión de los brujos y
brujas en la región de Zugarramurdi, el trato dispensado a los supuestos brujos
por sus propios vecinos también tenía mucho del sarcasmo y, a veces, incluso de
la crueldad represiva de la cencerrada. Henningsen (1983:188-203) ofrece
testimonios que permiten esta lectura en el contexto de la Navarra que asistió
al proceso contra los acusados de brujería en las sociedades rurales de
Zugarramurdi y Urdax. La conexión entre la cencerrada y acusaciones de brujería
fue conocida también en otros contextos y entornos de la Europa del siglo XVII.
Ya Natalie Davis (1981: 123) recogió y analizó algunos testimonios en la Suiza
de ese periodo. Era el carácter asistemático y hasta cierto punto subversivo de
la modalidad de orden que definían las instituciones los factores que
favorecían esta asociación entre los dos planos.
Atendiendo a las características que han podido serle
atribuidas, la cencerrada asumía muchos de los genéricos rasgos atribuidos por
Bajtín (1974) a la risa popular, como la asociación entre denuncia
y sarcasmo, pero para regenerar el orden tal como la comunidad y la costumbre
lo contemplaban y corregir al sujeto que lo alteraba. Según esto, tanto la risa
popular en general, como la cencerrada, en particular, que expresaba rasgos
carnavalescos, tenían una finalidad instructiva o mejor aún se podría decir disciplinaria,
en tanto que se combinaba la corrección o castigo para lograr la enmienda o
acomodación de la conducta a patrones asentados en el entorno social de
referencia.
Estas connotaciones de la noción de disciplina eran
ya dispensadas por el etimológico Diccionario de Autoridades. Mucho
después de la edición de este rico documento, Max Weber, igualmente,i nsistió
sobre esas connotaciones inherentes a la idea de disciplina. Entre los primeros
significados dispensados por el diccionario etimológico español en 1732 se
encontraba el de “gobierno e instrucción de alguna persona, especialmente en lo
moral, artes liberales y ciencias” y “vida reglada según las leyes de cada
profesión e instituto y observancia” (Diccionario de Autoridades, 1732:
295). En las ediciones de 1791, 1817 y posteriores añadía “regla, orden y
método en el modo de vivir”, hasta la edición de 1925. En esta última y en las
que siguieron hasta la de 1992, se sustituyeron esas expresiones por las de
“observancia de las leyes y ordenamientos de una profesión o instituto”. Lo
cierto es, pues, que la significación etimológica del término aludía al
gobierno e instrucción moral.
El sociólogo germánico (Weber, 1979: 43) justo enfatizaba
ya a principios del siglo XX, en su influyente obra editada de forma
póstuma Economía y sociedad, publicada entre 1921 y 1922, una
concepción de la disciplina (disziplin), por lo tanto, armónica con la
que se ofrecía etimológicamente en lengua castellana, la aceptada en la España
del siglo XVIII, es decir, como una actitud para acomodar la conducta propia a
los valores de referencia del entorno. En los contextos de las culturas morales
campesinas del Siglo de las Luces, las cencerradas asumían una lógica disciplinaria
muy coherente con la semántica enunciada. Suponían la aplicación de formas
asistemáticas de disciplina para señalar un exceso moral que se percibía como
corregible por medio de estrépito y sarcasmo público.
El disciplinamiento social con cencerros y cacerolas
En la región septentrional española de Cantabria durante
el Antiguo Régimen, las cencerradas, también llamadas “algaradas”,
“caceroladas” o “purrabanas” eran sobre todo “ruido”, “alboroto, hablando con
voces mudadas y palabras malsonantes”, golpeando puertas, ventanas y tejados.
Tenían lugar, como se ha indicado ya, cuando se producían matrimonios de
viudas, o entre una muchacha del lugar y un mozo forastero, entre personas con
acusada diferencia de edad. Frecuentemente, también fueron una tumultuosa y
ruidosa respuesta a uniones extramatrimoniales que se prolongaban durante años
cuando, aunque los dos amantes fueran solteros –que no siempre era el caso-,
si, además, la relación añadía algún componente especial como, aparte del
origen foráneo de alguno de ellos, la desigual condición social o el hecho de
que alguno de los amantes fuera considerado mal vecino, “poco fiel” o
“usurpador” (Mantecón, 1997: 342-352).
Natalie Davies (1993a: 115) observó, igualmente, un
componente económico –la desigualdad de recursos- y otro psicológico –la
envidia- como factores de alguna de las cencerradas que estudió referidas a la
Suiza del siglo XVII. En Cantabria, donde también intervinieron esos factores,
si la unión extramatrimonial era de un hombre con una mujer casada, la
cencerrada trataba de corregir la situación y denunciar tanto a los amantes
como a los consentidores. La crítica en este caso, se prolongaba, a través de
los chismorreos, en los días siguientes a la cacerolada, reforzándose las
pretensiones correctivas de ésta. La cencerrada implicaba el señalamiento de un
exceso moral y ponía el asunto en la “publica voz y fama”, de modo que la
murmuración y las reconvenciones de los vecinos, proclamadas directamente, a
los amantes, servían para hacer patente que debía prolongarse la relación en
los términos en que estaba. Si los amantes perseveraban en su actitud, la
cencerrada se intensificaba y la significación del “ruido” se hacía más clara y
contundente.
Insultos y canciones, anónima y colectivamente
interpretadas por la noche, a la puerta de la casa en que se reunían los
amantes, iban preparando el camino a acciones aún más directas, protagonizadas
por los asistentes en el alboroto. Entre éstas se contaban acciones como clavar
sartas de cuernos en las puertas de las casas de las esposas adúlteras o
subastar en la taberna o en las calles más concurridas unas enaguas que se
suponían pertenecientes a la mujer que engañaba a su esposo. Edward Thompson
(1992: 524) analizó algunos testimonios de este tipo para la Inglaterra
preindustrial. Los grabados de William Hogarth ofrecen una insuperable
concreción gráfica de algunos de estos rituales según eran practicados en la
Inglaterra del temprano siglo XVIII. Particularmente expresiva es una de las
estampas de la serie del caballero errante Hubidras que representa
a este Quijote descrito en el satírico poema narrativo de Samuel Butler
publicado en tres partes entre 1663 y 1678 y cuyas aventuras fueron ilustradas
por Hogarth en 1726. El pintor británico se hizo eco de la expresión de este
tipo de prácticas disciplinarias populares cargadas de simbolismo. En una de
las estampas de la serie, Hogarth representó el encuentro del protagonista de
la pieza literaria con un skimmington.
Hubidras encounters the skimmington(grabado
original de William Hogarth, 1726).
En este grabado, Hudibras, tocado con sombrero negro de
ala ancha, observaba el escarnio callejero a dos esposos que cabalgaban juntos,
vueltos del revés sobre su montura, con los símbolos del motivo de la
reprensión de que eran objeto y que protagonizaba la comunidad: el marido
aparece gobernado y golpeado por su esposa, que se representa amenazante,
blandiendo una sartén sostenida en sus manos. La autoridad del paterfamilias en
el espacio doméstico quedaba truncada alegóricamente así, enunciando las
razones que asistían al escarnio público. Toda la escena destila ruido, desde
la pareja que aparece en el primer plano soplando un cuerno y haciendo sonar
toscos instrumentos musicales, o los muchachos que se disponen a arrojar un
gato contra la pareja, hasta los personajes en planos posteriores de la escena.
Sartenes y cacerolas cobraban entonces gran protagonismo como objetos con los
que provocar ruido y punir a los escarnecidos esposos.
Aunque para consumarse escenas de esta naturaleza o con
similares connotaciones y significaciones no se llegase a alcanzar un grado de
formalización del “juicio del cornudo” tan elaborado como en Staffordshire o
Surrey, cuyas tabernas conocían en los siglos XVII y XVIII la constitución de
una especie de tribunales que juzgaban lo ocurrido y disponían
sobre la conveniencia del escarnio público (Thompson, 1992: 544), lo cierto es
que sucesos como los descritos, que muchas veces denunciaban el adulterio de la
esposa u otras traiciones al orden doméstico, no fueron infrecuentes en las
comunidades rurales de la España septentrional, una amplia región donde la
emigración temporal masculina hacia el interior de Castilla o a tierras
andaluzas tuvo un importante peso durante toda la Edad Moderna, otorgando amplias
franjas de libertad a las esposas “solas” (Mantecón, 2007: 105-140). En estos
entornos, cuando se conocían las infidelidades de la esposa en ausencia de su
marido, las murmuraciones, consejos y represivos comentarios de los vecinos
preludiaban acciones más contundentes del tipo de las señaladas.
Todas estas prácticas tenían mucho de festivo en su
desarrollo, aunque podían llegar a desencadenar una fortísima presión e incluso
violencia físicamente sufrida por los amantes. Abierta la espita de la disciplina
y la violencia simbólica, los alcances y repercusiones últimos eran
impredecibles, como también las reacciones de los sujetos escarnecidos. La
tensión se podía prolongar cotidianamente durante años, aflorando eventualmente
bajo la forma de nuevos “alborotos” y cencerradas, incluso de insultos,
amenazas y violencia física. De ello sabían los amantes en situaciones que
podían provocar la intervención de la cencerrada, sobre todo, cuando se trataba
de relaciones extramatrimoniales prolongadas y éstas tendían a hacerse
permanentes. En estos casos, lo que se dirimía era la forma en que esa pareja
podría ser tolerada, caso de aceptarse la situación y de poder normalizarse ésta
así como su convivencia dentro del vecindario.
A veces, para evitar las algaradas o cencerradas, así
como el descrédito y mala aceptación por la comunidad vecinal, las propias
mancebas reconocían sus faltas públicamente, incluso en la iglesia e
interrumpiendo la celebración de los oficios para reconocer públicamente sus
faltas y mostrar del mismo modo su enmienda. Utilizando los términos de la
época, estas mujeres se “espontaneaban”. En estos casos, quienes recurrían a
estos procedimientos pretextaban su comportamiento por razón de haber sido
“aconsejadas del demonio” y achacaban todo a las flaquezas y fragilidades
humanas, a las que se añadían las que se consideraban propias de su femenina
condición. A veces, en estas circunstancias, llegaban a señalar e identificar
también a sus supuestos o reales amantes, confiando en lograr así indulgencia
de sus vecinos hacia su relación. En la región española de Cantabria así lo
hicieron una joven del valle de Cayón en 1746 y otra del de Alfoz de Lloredo en
1765. Estas dos mujeres se levantaron de sus escaños en la iglesia durante los
oficios religiosos y argumentaron de este modo en público, pretendiendo que sus
convecinos comprendieran y aceptaran la situación (2).
No era infrecuente que, en los casos de adulterio de la
esposa, se llegara a desplazar la violencia y el escarnio popular sobre el
marido cornudo, bien porque éste se empeñara en defender la honra de su esposa
o bien por ser tenido por consentidor de la supuesta o real relación ilícita y
adúltera de su consorte. Para el marido consentidor o cornudo cuando la presión
ambiental creada por la murmuración no bastaba, generalmente, el escarnio
público podía llegar a ser suficiente. A veces, no obstante, el final pasaba
por agresiones verbales y físicas que podían desencadenar rencillas y venganzas
personales que afloraban tiempo después y perturbaban las relaciones dentro de
la comunidad campesina. Para la mujer todo podía tener un desenlace aún peor
pues, cuando la relación se convertía en tan pública como intolerable el
riesgo, además de los mencionados era la marginación y destierro, ya que podía
llegar a disponerse judicialmente el rapado de su cabeza y el abandono forzoso
de la vecindad (Mantecón, 1997: 250).
Obviamente, por todas estas razones, conociéndose los
riesgos implícitos a una relación cuestionada o etiquetada como desviada dentro
del entorno social en que uno vivía, cuando el rumor anunciaba toda una cascada
de reconvenciones que podía acabar en cencerrada o en alguna suerte de “juicio
del cornudo”, los amantes, y cuando se trataba de adulterio de la esposa,
particularmente, el marido engañado o consentidor de los amoríos de su mujer,
trataban de evitar a toda costa que llegaran a producirse las algaradas
ruidosas, preludio, quizá, del rapado de cabeza y cejas, además del destierro
de la manceba, así como de condenas penales para el amante y, probablemente,
también para el esposo.
Mofas de todo tipo, silbidos, subastas de enaguas en las
tabernas, estruendo de caceroladas o por arrojar piedras a los vanos y techos
de las casas, o hacer sonar ollas y cencerros y entonar canciones y coplas
espetadas ante la casa de los amantes por la noche o canturreadas al paso de
alguno de estos protagonistas del escándalo, o ante la presencia de sus
parientes, servían para poner alguna “tacha” al sujeto dentro de sus vecindades
y entornos de sociabilidad. No sólo él o ella, sino también sus parentelas
acusaban el golpe recibido por el sarcasmo disciplinario que implicaba la
cencerrada, que era entendido como un daño tanto contra la honra personal como
contra el honor familiar. Eso hacía que los maridos ofendidos y, siendo ellos
remisos, los parientes de sus esposas tomaran cartas en el asunto y asumieran
la defensa de ese patrimonio inmaterial de la familia que era el honor, cuya
participación individual era la honra (Mantecón, 1999: 203-223 y 2011-2012:
435-458). De este modo, el honor no era patrimonio de un estamento o una
categoría social, sino que empapaba todo el tejido social permitiendo articular
las relaciones de los sujetos en sociedad, así como evaluar los grados de
estima con que cada uno, su casa, familia y parentela contaba dentro del
conjunto social englobante.
Algo similar se ha constatado en las sociedades de la
América española durante los siglos de la Edad Moderna. Al igual que en la
España peninsular, la cultura del honor, en Indias, recorría diferentes
estratos sociales, adaptándose a las formas de vida y sociabilidad que
desarrollaban y dinamizaban las gentes. Era, por lo tanto, un elemento
vertebrador de la sociedad. Incluso recorría categorías asociadas a
construcciones culturales de la etnicidad y las castas, ya fueran supuestas o
reales (Undurraga, 2013). La cencerrada se alimentaba de las culturas del
honor, adaptándose a sus principios y ajustándose a la moral participada en el
entorno social en que se producía. Suponía “malfamar” a los escarnecidos y eso
implicaba una deshonra que damnificaba al honor familiar, pero, al mismo
tiempo, en cada ocasión en que intervenía, se fijaban los límites de la
tolerancia ante situaciones que se consideraban socialmente como excesos o
conductas entre la frontera de la tolerancia moral comunitaria, el señalamiento
de la desviación social y el etiquetamiento de los protagonistas del “exceso” como
perturbadores del orden, armonía y paz pública.
Las situaciones que combinaban los elementos ya descritos
podían complicarse mucho, tanto en sus concreciones como en los efectos,
incluso asumir connotaciones que iban más allá de la propia materia de crítica
social hacia la concreta conducta sexual. Algunos ejemplos concretos permiten
comprobarlo. A principios del siglo XVIII una taberna en el cántabro valle de
Cayón y lugar de La Abadilla, en la España septentrional, fue el escenario
seleccionado por un grupo de bebedores para subastar públicamente las enaguas
de la esposa del procurador concejil cesante. Fue el sucesor en este oficio de
administrador de las finanzas locales el que se encargó de llevar y subastar
las enaguas de la esposa de su predecesor en el oficio. Con los dineros
obtenidos, invitó luego a beber a cuantos se encontraban en el establecimiento,
celebrando el episodio y reforzando el contenido social, ácido y sarcástico, de
la reprensión burlesca (3).
En este caso, a través del escarnio de la honra de la
propietaria de las enaguas, también se denigraba al marido, supuestamente
cornudo, contra quien también se acumulaba, según el juicio de sus vecinos, el
mal servicio que había prestado al oficio que detentara cuando fue procurador o
administrador del concejo. En este caso, el ofendido marido llevó el asunto al
juez de primera instancia del partido, que resolvió el asunto como un caso de injurias
verbales, y recompuso la paz vecinal arbitrando las oportunas indemnizaciones
para el escarnecido y su esposa .A pesar de ello, el señalamiento de la
supuesta desviación social, de los protagonistas y, al tiempo, de los
“excesivos” procedimientos del antiguo procurador concejil habían sido puestos
de relieve en público por medio de símbolos rituales propios de la cencerrada.
En otros ejemplos de esta naturaleza, no era suficiente la defensa de honra y
honor protagonizada por el cabeza de familia. Celos, antiguos amoríos y
despechos podían, a veces, dar lugar a burlas que afloraban en cualquier
circunstancia y podían llegar a contundentes e imprevisibles respuestas por
parte de las víctimas del escarnio. Lo ocurrido a un muchacho montañés en 1659,
no muy lejos del lugar en que se vivió el episodio anteriormente descrito, da
buena idea sobre hasta dónde podían llegar las consecuencias de la burla y la
cencerrada.
Ese año de 1659 el regidor decano del valle de Carriedo,
Don Juan Montero, acompañado de “dependientes” y aparceros de su casa armados,
hundió su espada en un costado de un muchacho que murió al poco tiempo. El
joven, previamente, había identificado a Don Juan como uno de los que una noche
de febrero de ese año “hicieron mofa, silbando” a una muchacha del lugar cuando
ella regresaba con el cortejo de su boda. La delación de los nombres de los
protagonistas de la cencerrada tuvo como consecuencia que el muchacho fuera
tenido por “soplón”. El resultado para él fue funesto. A Don Juan Montero, que
era pariente de la novia escarnecida y que había participado en la cencerrada,
no le quedaba más opción que limpiar el daño causado a la muchacha por el
alboroto y, de paso, dar una lección al delator.
La disciplina que ejerció Montero fue más allá de esos
límites que toleraba no sólo la sociedad campesina, sino también la justicia.
Su estocada acabó con la vida del joven considerado “soplón”(4). Este episodio,
aparte de todas las cuestiones indicadas, también permite comprobar otro rasgo
de la cencerrada. Participar en un alboroto de este tipo implicaba, igualmente,
admitir el código no escrito de fidelidad de los participantes a la
lógica propia de la algarabía, aquella que era atribuida por la sociedad rural
y formaba parte de la cultura campesina. El ejemplo de este muchacho de
mediados del siglo XVII era, no obstante, extremo, puesto que la “infidelidad”
con los demás participantes en la cencerrada sólo muy excepcionalmente tuvo tan
trágico desenlace como el que se conoció en este caso.
Toda ocasión era buena para que se desencadenara una
cencerrada, puesto que, además de todas las connotaciones anteriormente
señaladas, también tenía un componente de simple diversión festiva para los
participantes. En realidad, cualquier boda ofrecía una oportunidad para que se
expresaran burlas y bullicios de esta suerte, aunque, por lo general, no tan
“ruidosas” ni tan perseverantes como en los casos de “tratos ilícitos” y
circunstancias como las descritas. Las “algaradas” que se hacían la noche de
bodas a los recién casados venían a simbolizar una reparación, una compensación
simbólica, para todos los mozos del lugar. El novio, aceptando la cencerrada,
indemnizaba a los demás mozos por haberles hurtado una muchacha con la que
cualquiera de ellos podía haberse casado. A pesar del componente de género,
ordinariamente relacionado con la masculinidad, en algunos casos, la
participación de jóvenes de ambos sexos en las cencerradas permite interpretar
que la supuesta indemnización simbólica que suponían no sólo era hacia los
varones sino, en conjunto, hacia los jóvenes solteros de ambos sexos que, desde
ese nuevo enlace, contarían con más limitadas opciones para escoger cónyuge.
De este modo, no era extraño, sino bastante común, que la
noche de bodas grupos de jóvenes hicieran sonar campanas y cencerros cerca de
la casa donde se alojaban a los novios. Cacerolas, piedras y otros variados
objetos se estrellaban entonces contra las puertas, ventanas, muros y tejado de
la casa, tal como “siempre lo ha[bía] visto hacer en su pueblo” un muchacho
montañés del concejo cántabro de Novales todavía en 1806(5). Todavía a mediados
del siglo XX, en algunos lugares próximos a las montañas de los Picos de
Europa, en la Cornisa Cantábrica española, el mozo forastero que se casara con
una muchacha del lugar, alguno de los días antes de que se celebrara la boda,
para evitar complicaciones con los jóvenes del lugar pagaba una ronda de
vino a todos los mozos locales, eludiendo así, entre otras cosas, la cencerrada
y otros posibles ulteriores males mayores o, simplemente, una entrada con mal
pie en la comunidad.
Estos convites, que tenían una función remunerativa,
eran, por esa razón, llamados “los derechos”, y se mantuvieron en la estas
regiones rurales de España hasta bien entrado el siglo XX (López Linage, 1978,
255-266). Ritos retributivos equivalentes se conocieron también en la Francia
del siglo XVI (Davis, 1993, 95) y la Inglaterra del XVIII (Thompson, 1992,
551). Curiosamente, en el Pirineo francés, en el siglo XIII, como explicó Le
Roy Ladurie (1981, 284), la cencerrada podía ocurrir por lo contrario y, así,
el matrimonio de una mujer viuda con un muchacho soltero podía interpretarse,
metafóricamente, casi como el rapto de un varón por una viuda. Cualesquiera que
fueran los factores que explicaban que se hiciera cencerrada implicaban que
ésta asumiera una cierta significación remunerativa. El escarnio que
significaban estos alborotos suponía la indemnización por una afección a la
juventud, la moral consuetudinariamente construida o el orden que regía la vida
de cada día. De este modo, la “matraca” o “algarada” se convertía en un
instrumento disciplinario activado dentro del seno de las comunidades
campesinas, variado en sus formas, heterogéneo en sus concreciones y dinámico
en su naturaleza y proyección a lo largo de los siglos de la Edad Moderna.
Alborotos contra clérigos “aseglarados”
Especialmente estrepitosas eran las “algaradas” causadas
por circunstancias notoriamente escandalosas y, sobre todo, en
situaciones que no tuvieran visos de modificarse a corto plazo. Esto ocurría, a
veces, en casos en que se veían mezclados clérigos que vivían “aseglarados”. No
era la pauta general pero tampoco era extraño que se dieran uniones más o menos
estables entre clérigos y mujeres de la vecindad, puesto que, según reflejaba
la Visita Pastoral realizada por el arzobispo de Burgos en su diócesis en 1708,
algo menos de un tercio de los clérigos que servían en las parroquias de
Cantabria vivían amancebados con muchachas de su propia feligresía, manteniendo,
en muchos casos, uniones más o menos estables(6). A veces estos
sujetos llegaron a contar con una progenie considerable, sin que esto,
obviamente, pasara inadvertido a sus vecinos y parroquianos, si bien eso no siempre
constituía motivo de escándalo. Para que éste se expresara debían concurrir,
generalmente, además, otras circunstancias, puesto que estas proporciones de
clérigos parroquiales amancebados no eran fuera de lo ordinario en la España
del Siglo de las Luces, tanto si se pone la atención en las sociedades rurales
como si se detiene en los entornos urbanos.
María Luisa Candau Chacón (1994: 383-391 y 441) ha
encontrado alrededor del 40% de clérigos que tuvieron opiniones negativas
emitidas por los visitadores del distrito sevillano en el siglo XVIII, aunque
los “lascivos” y “viciosos” fueron pocos en esos mismos registros andaluces;
claro es que para ser tenido por “vicioso” en la diócesis sevillana debían
darse muchas condiciones: abandono de sus obligaciones clericales, “perdido”
por el vino, “enviciado en el vino y las mujeres”, “de estragada vida”, “sin
enmienda”... es decir, ser mucho más que lo que significaba ser un simple
clérigo amancebado. Los “incontinentes”, categoría más próxima a la del amancebado
debieron rondar el 20 % del total en la diócesis hispalense durante el siglo
XVIII, una proporción ligeramente menor a la que ofrecían los clérigos de las
parroquias rurales en Cantabria entre fines del siglo XVII y las primeras
décadas del XVIII (Mantecón, 1997: 111-119), pero, en todo caso, no demasiado
discordante y, por lo tanto, otorga cierta, aunque matizada, homogeneidad al
fenómeno, tanto en escenarios urbanos como rurales y en los territorios
septentrionales y meridionales de la Península Ibérica.
En Cantabria, la mencionada región rural del norte de
España, aunque ejemplos como el de aquel párroco de Ruiloba que en 1789 “havía
estado jugando a los naipes a desora en la venta que llaman de La Vega”, que,
también, “havía desamparado el pueblo por averse ydo a acompañar o cortejar a
madamas” y, además, “en lugar de meter paz, ponía en mal a los vecinos”, no
fueran los más frecuentes(7), lo que no cabe
duda alguna es que tampoco dejaban buena impresión en sus feligreses. Eran
situaciones y comportamientos que ponían a los protagonistas de estos excesos
en el centro del ojo del huracán de las críticas dentro del entorno social en
que desarrollaban sus vidas. La situación era aún peor y, por lo tanto, la
crítica de sus vecinos más aguda, cuando a esas prácticas se añadían otras que
asociaban la imagen del párroco a la de un “poderoso” local que “usurpaba” usos
y derechos comunitarios o damnificaba de muy diverso modo a sus vecinos y a la
comunidad que todos componían.
Este señalado arquetipo quedaba perfectamente
ejemplificado a partir de comportamientos como los protagonizados por el
licenciado Juan de Güemes. En los años 1655 y 1656este arrojado cura se apropió
de tierras que eran de uso comunitario y se aprovechó por esta vía la tala de
más de 1.500 árboles en su parroquia del valle de Cayón, en el interior de la
Cantabria rural. Respondía este párroco, conocido bebedor y “pendenciero”, a la
imagen de un mal vecino. Era un “usurpador”, tal como lo etiquetaban sus
vecinos, responsable de daños en las haciendas de éstos y en los derechos de
todos ellos, así como protagonista de “excesos” e “incontinencias” sexuales con
muchachas de su entorno. Una de ellas, que estaba emparentada con él, incluso
llegó a abortar, sin que, siquiera sensibilizado por esta razón tan extrema o
por la presión del entorno social, el párroco abandonara luego el concubinato
con la joven (8).
Aunque clérigos como Güemes no eran, obviamente, la gran
mayoría de los que servían en las parroquias de esta región española, lo cierto
es que en el siglo XVIII la mayoría de ellos vivían, de alguna manera,
“aseglarados” y algunos, como el licenciado Güemes se excedían en sus
comportamientos parapetándose en su fuero eclesiástico, incluso llegaban a
intervenir como correa de transmisión de las voluntades e intereses
particulares de potentados locales o comarcanos dentro de cuyas facciones y
clientelas podían llegar a integrarse. Más extraordinarias que los
comportamientos descritos eran acciones reactivas tan expeditivas como las que
supuestamente adoptaron, quien sabe por qué razones, en 1704 los vecinos del
lugar de Vejorís, en un valle próximo a aquel en que había vivido el licenciado
Güemes. De ellos se sospechó que habían despeñado y arrojado al río a su
párroco, que falleció por entonces (Mantecón, 1997: 116). Antes de llegarse a
tan extremas circunstancias, más de ordinario, el “alboroto”, con tintes de
“cencerrada”, fue una opción disciplinaria a la que recurrieron los feligreses
con relativa frecuencia en la época Moderna.
Fue en la ya mencionada parroquia de Ruiloba, en la
Cantabria rural, unas décadas más tarde de las denuncias contra aquel párroco
ya referido que fue notado por sus feligreses por su afición a “desamparar el
pueblo” para “cortejar madamas”, donde, en 1842, fue designado como párroco
otro clérigo que desató una capacidad disciplinaria muy creativa por parte de
sus feligreses. Éstos desplegaron un amplio repertorio de coplas y canciones
con contenidos obscenos sobre presuntos amoríos entre el cura Don José y su
beata criada doméstica. Algunas, se amparaban en el anonimato, pero eran
cantadas cada día por las calles y alimentaban la información de pasquines que
se colocaban en lugares públicos durante las jornadas que siguieron a la toma
de posesión del clérigo en su encargo parroquial. Mostraban un estilo directo e
inequívoco sobre las razones y orientación de la mordaz crítica social hacia
sus comportamientos pasados y presentes, a través de testimonios del siguiente
cariz:
“La beata y el señor cura
comían juntitos arroz.
La beata se quemaba
Y el cura se lo soplaba.
[¡]Cielos[!] [¡]Qué lance tan atroz[!]
O como esta otra, que se formulaba como una advertencia
para el conjunto de la feligresía, aunque, más que el peligro para la
estabilidad conyugal de los feligreses por efecto de las supuestas dotes de
seducción del clérigo, lo que se cuestionaba, en realidad, era la moralidad del
párroco y, al tiempo, se denigraba su autoridad para el encargo y funciones que
se suponía debía ejercer después de su nombramiento y oficio religioso al
frente de la parroquia de Ruiloba:
“[¡]Qué estómago tan valiente
tiene este macho cabrío,
que con calor y con frío,
todo hace su diente.
Alerta, pues, Ruilobanos,
que el que canta misereres
acecha a vuestras mujeres,
y sus tiros no son vanos.
Alerta, pues, Ruilobanos”(9)
Para explicar estas reacciones de la comunidad campesina
hacia el nombramiento de este nuevo párroco para el lugar hay que considerar
todo un cuadro de factores. Eso permite explicar estas reacciones de la
feligresía para escarnio de su párroco. No sólo se estaba cuestionando la
integridad moral del clérigo, ni siquiera de la secuencia de curas amancebados
que había servido en la parroquia ininterrumpidamente desde 1817, si es que no
era, como parece, según los antecedentes que aquí se han estudiado, desde mucho
antes. Don José, el nuevo párroco designado en 1842 para Ruiloba, había además
participado en las últimas contiendas bélicas conocidas en la región como
sargento de las tropas realistas que resistieron la conflictividad política
generada por la oposición carlista al régimen isabelino. Esto también confería
un ingrediente político a la animadversión que manifestaron contra su párroco
los vecinos de esta localidad rural de Cantabria, afectados por los movimientos
de tropas en fechas muy recientes a los hechos narrados. De esta manera, los
feligreses expresaron su protesta al nombramiento del nuevo párroco de muy
diversas formas por medio de la acción anónima y colectiva, en modos que
hundían sus raíces en la cultura moral plebeya que orquestaba, de análogo modo
a estas algaradas, las cencerradas.
A la mayor parte de estos clérigos rurales el
amancebamiento, que era notorio para todos sus feligreses, no provocaba una
conmoción especial o tan particularmente intensa dentro de las comunidades
vecinales rurales como las que se mostraron en los casos analizados, pues esos
comportamientos no diferían mucho de otros que protagonizaban algunos
potentados locales y campesinos del entorno manteniendo uniones
extramatrimoniales, más o menos estables o no, sin demasiados problemas. Con
los potentados locales los párrocos compartían, además, el vino en las
tabernas, los negocios y, en más de una ocasión, también las diversiones
(Mantecón, 1997: 111-119).
Es, igualmente, cierto, sin embargo, que otras muchas
veces, las más, de forma ordinaria y cotidiana, la posición de los curas
rurales colocaba a estos clérigos en un plano de autoridad espiritual y social,
incluso moral, que facilitaba su intervención en arbitrajes para resolver
conflictos que se producían fruto de la convivencia cotidiana. Esta faceta se
ha constatado a ambos lados del Atlántico en las sociedades ibéricas del
Antiguo Régimen (Mantecón, 1996: 149-156 y Barral, 2009: 65-88), incluso en
ámbitos protestantes. Este tipo de intervenciones contenía ciertos riesgos
cuando la mediación, arbitraje o el propio carisma del clérigo y su locuacidad
desde el altar activaban formas de conciencia campesina para combatir los
excesos o intereses de potentados locales (Sabean, 1996: 144-173).
Aunque en la mayor parte de los casos el “aseglaramiento”
de los clérigos rurales no escandalizaba a sus vecinos más allá de cuanto
pudieran suponer, y no siempre, burlas o comentarios deslizados en conversaciones
intrascendentes, entre los feligreses y los clérigos amancebados, algunos,
temiendo la negativa afección hacia su autoridad moral en su comunidad,
trataban de ocultar sus amoríos y relaciones. Hubo quienes llegaron a sobornar
a sus amantes para evitar que, en el caso de que ellas fueran llevadas ante los
estrados de la justicia, manifestaran al juez los nombres y condición de sus
amantes.
Los trabajadores forasteros que estacionalmente
desarrollaban actividades laborales como temporeros en los pueblos de la región
se convertían, en estos casos, en un argumento eficaz para que las muchachas
estupradas pretextaran haber sido violadas por ellos: un leñador o carbonero
desconocido, arrieros, ferrones, soldados... transeúntes... fueron aludidos
como agentes protagonistas de “excesos” sexuales en aquellos entornos en que
era habitual, pero también temporal o estacional, su presencia y, por lo tanto,
mayor la dificultad para su identificación. No siempre, sin embargo, estas
excusas, proferidas frecuentemente por muchachas solteras o mujeres viudas que
evidenciaban signos de embarazo extramatrimonial, resultaron eficaces. A veces,
llegaba a descubrirse la identidad del verdadero autor del estupro y embarazo,
casi siempre más cercano y presente en la vida cotidiana de la comunidad
campesina.
La confesión ante la justicia de una joven viuda de la
Junta cántabra de Parayas en 1741 llamada Juliana Ortiz ofrece información
sobre este particular. Embarazada de seis meses, cuando fue detenida por la
justicia local para averiguar las circunstancias y responsabilidades en este
embarazo, pretextó haber sido la consecuencia de una violación sufrida por el
asalto de un leñador vizcaíno que temporalmente trabajaba en los montes del
valle, pero, a pesar de señalar al sujeto, no profirió su nombre, identidad o
procedencia concreta. Posteriormente se comprobó que sus amoríos con Don
Francisco Maza, el párroco del lugar de Ojébar, eran los que llevaron a esta
viuda a esa situación. Ella misma acabó por confesarlo al alcalde mayor ante la
falta de ayuda y protección por parte de su amante una vez que había
intervenido la justicia (10). Era en este
tipo de situaciones en las que la cencerrada, conocidas las uniones
extramatrimoniales y continuadas éstas con nota y escándalo en la vecindad,
servía para expresar la condena de la comunidad hacia las actitudes de los
amantes y la hipocresía de las excusas de que se servían para ocultar sus
relaciones y pactos.
Desde luego, otros ingredientes podían aderezar la
creación de la imagen del cura lascivo y mal vecino. El ejemplo que ofrece el
licenciado Juan de Güemes en el valle de Cayón a mediados del siglo XVII, ya
referido anteriormente, es paradigmático del realismo con que se concretaba ese
arquetipo en algunos casos. Este arrojado clérigo, además de daños morales que
poco podían resultar edificantes a sus feligreses, no respetó los usos y
derechos comunitarios vigentes en el seno de su entorno social, puesto que
protagonizó cercamientos y apropiaciones de diversas tierras comunales y
practicó talas masivas de árbolessin otra licencia que la que le pudiera
dispensar su propio interés. Para ello incluso recurrió a espacios comunales
que estaban “anejos a lugares santos”.
Era tenido por sus parroquianos como un “usurpador” de
servidumbres y derechos comunitarios, provocador de daños en las haciendas de
sus vecinos, agresor, bebedor, “quimerista” e intimidador, protagonista de
“excesos” e “incontinencias” con sus criadas(11).Las
dificultades para la demostración de algunas de las prácticas que se achacaban
a este clérigo, además de la capacidad de imposición con que contaba sobre sus
vecinos y el estatuto que le otorgaba su condición eclesiástica y la posición
social derivada de su capacidad para enquistarse entre los considerados
“poderosos” locales, dotaba a este hombre de márgenes muy amplios para
conducirse de forma que usurpaba derechos comunitarios y rebasaba las
tolerancias morales de sus propios feligreses, lo que no impedía, sin embargo,
su etiquetamiento como “mal vecino”, “poco fiel” y “usurpador”, algo que quedó
patente en la documentación judicial suscitada para sopesar las acusaciones
vertidas contra él por sus vecinos.
Los varios juicios criminales que fueron conocidos por la
justicia de primera instancia del valle de la España cantábrica en donde vivió
este hombre, y que fueron motivados por sus “excesos”, no contribuyeron a que
él relajara su temperamento, variara de actitudes o abandonara sus
inclinaciones tan desmesuradas pues no era él, como aforado, sino su amante,
quien se colocaba en el punto de mira del juez y de la justicia. Situaciones de
este tipo desencadenaban a veces, no obstante, agrias protestas de los vecinos
y éstas afloraban ocasionalmente de forma muy abrupta, asumiendo rasgos propios
de una gran cencerrada que se podía incluso continuar durante días y semanas,
incluso durante años, aprovechándose entonces cualquier fiesta o pretexto para
crear “alboroto” y “matraca” en las casas de estos contumaces hombres que
rebasaban los límites de la tolerancia moral que la comunidad campesina definía
cada vez que los lances de la convivencia cotidiana la ponían a prueba.
Conclusiones
Los límites que separaban los comportamientos tolerados e
intolerables en las sociedades rurales del Antiguo Régimen eran difusos y
cambiantes, además de sutiles, de manera que no todos los vecinos envueltos en
alguna situación del tipo de las descritas, ni mucho menos, sufrieron una
cencerrada en sus carnes. En general, lo que era permisible para unos no lo era
para otros y lo que se transigía en el siglo XVI pudo tolerarse menos en el
XVII y aún menos en el XVIII, llegando a ser intolerable en el XIX. El
componente personal, el carácter, la integración o falta de ella en la
comunidad, la buena o mala vecindad eran aspectos fundamentales para explicar
la irrupción de formas disciplinarias en la vida cotidiana de las comunidades
rurales pues estos factores podían propiciar o, por el contrario, evitar que se
produjera una cencerrada, ya que todo ello acomodaba cada caso concreto a la
cultura moral campesina vigente en cada momento.
Las cencerradas y otros estrépitos y alborotos motivados
con ocasión del amancebamiento de algunos clérigos ofrecen también buenos
ejemplos sobre esta cambiante y caprichosa moral popular. No se permitían ya
esas licencias, por ejemplo, al párroco ruilobano que sufrió durante meses, en
1842, las canciones y coplas satíricas de sus feligreses en cualquier escenario
público de los términos del valle denunciando los amoríos del clérigo con su
criada, aunque estos supuestos amores clandestinos no llegaron a quedar
demostrados judicialmente en ningún momento. Otras formas de protesta contra
las actitudes consideradas poco éticas por parte de los clérigos licenciosos,
prepotentes, poco “fieles” para con sus vecinos u otros “usurpadores” locales
fueron objeto igualmente de acciones disciplinarias impulsadas desde entornos
muy distintos, generalmente desde las instituciones. A pesar de que los
predecesores de Don José en las parroquias de la región, valle y la propia de
Ruiloba parecían disculpar las actitudes de este decimonónico cura rural.
Seguía una larga tradición de clérigos amancebados que hundía sus raíces
profundamente en el Siglo de las Luces.
Esto pudiera haber servido para que él mantuviera sus
amoríos sin trastorno, lo cierto es que si bien sus antecesores no habían
encontrado tantos problemas, ni tanta controversia, como él; sin embargo,
cuando Don José fue nombrado titular de la parroquia en el mencionado año, ante
los rumores y alborotos de los vecinos, el corregidor ya dispuso que una
guarnición militar acudiera para evitar posibles excesos de los ruilobanos y,
así, lograr que el clérigo tomase posesión de sus funciones en la parroquia.
Esta prevención no evitó el amotinamiento de la feligresía, que recibió en
bloque, en campo abierto, al nuevo pastor de almas, acompañando su entrada en
Ruiloba con una sinfonía de relinchos, dicterios y griterío. Tampoco las
prevenciones evitaron la proliferación de muchas coplas y pasquines que
circularon meses después de que el párroco tomara posesión en el lugar con el
tenor, términos y argumentos se han tenido ocasión de disfrutar en las páginas
precedentes.
La comunidad vecinal de Ruiloba, al parecer, había
llegado a un punto de saturación en la tolerancia hacia los amancebamientos y
otros “excesos” protagonizados por clérigos locales. Para que esto ocurriera,
sin embargo, habían pasado varios siglos de permisividad y también, más
inmediatamente, los momentos de tensión social y política causados por la
invasión militar francesa y las convulsiones posteriores a la Guerra de la
Independencia en el marco de los problemas de configuración estatal que
acompañarían luego a todo el siglo XIX español.
En todo caso, teniendo en cuenta la información que en
estas páginas ha sido analizada considerando sus respectivos contextos y
encuadres específicos, puede concluirse que el proceso de sozialdisziplinierung y
las formas de disciplinamiento social no fueron únicamente proyectadas desde
las élites y las instituciones sobre las clases populares y el conjunto de las
sociedades tradicionales en los siglos de la Edad Moderna. La cultura campesina
no sólo acuñó empíricamente formas de moralidad específicas, sino que también
las dotó de valores legitimadores y de flexibilidad y dinamismo, lo que
facilitaba adaptaciones en cada contexto, caso y circunstancia. Esto permite
explicar la vigencia en el tiempo de las cencerradas y la de otros rituales y
prácticas disciplinarias que se amparaban en una cultura moral plebeya, que
afectaba de todo punto a la sociabilidad y a la vida cotidiana, así como
también al curso y avance de la construcción de los Estados, en diálogo
constante con la sociedad, en toda su complejidad.
Contemplados dentro de estos marcos, los rituales
disciplinarios más o menos espontáneos o formalizados, como las cencerradas, no
sólo demuestran la vigencia de instrumentos de control social endógenos muy
vivos en las sociedades rurales del Antiguo Régimen, sino también del papel
activo de éstas en los procesos de construcción histórica de cultura moral y de
diálogo con los proyectos disciplinarios que se gestaban en entornos elitistas,
urbanos y gubernamentales. La historia del disciplinamiento social ofrece
muchos y más fértiles campos de indagación que lo que tradicionalmente se ha
venido mostrando cuando se enfatizan perspectivas unilaterales del fenómeno;
aquellas que focalizan la atención únicamente en los proyectos gestados desde
arriba y ocluyen la voz de la gente común.
La aquí mostrada vitalidad en el tiempo de cencerradas y
alborotos ofrece una palpable prueba del protagonismo de las clases populares
para formular y proyectar formas de disciplina específicas que hacen
comprensible la evolución histórica de la cultura moral en las sociedades
tradicionales. Los lenguajes gestuales y simbólicos, la murmuración, injuria e
infamia ofrecen otros muchos escenarios para explicar de forma compleja el
disciplinamiento social en las sociedades del pasado y del presente.
El 13 de mayo de 1985 el diario español El País publicó
que 15 jóvenes de la localidad asturiana de Sariego, en Siero, habían sido juzgados
por hacer cencerrada a una viuda de su vecindad que contraía segundas nupcias.
Fueron acusados de “realizar estruendos, con cencerros, dos noches por semana,
ante la casa de la viuda, desde finales del pasado mes de enero”. Eran ya más
de cuatro meses de “matraca” y el fiscal ya pidió una multa simbólica para cada
uno de los implicados, por “falta continuada al orden público”. Evidentemente,
ni sobre la historia que aquí se analiza ni sobre el problema de fondo, el de
la definición de la moralidad y orden público, se ha dicho aún la última
palabra.
(*)Tomás A. Mantecón es autor
de Contrarreforma y religiosidad popular en Cantabria (1990), Conflictividad
y disciplinamiento social en la Cantabria rural del Antiguo Régimen (1997), La
muerte de Antonia Isabel Sánchez (1998) y España en tiempos de
Ilustración (2013), además de editor y autor de Furor et
rabies. Violencia, conflicto y marginación en la Edad Moderna (2002), Bajtín
y la historia de la cultura popular (2008) y ha participado en Pardon
in Anthropology and History (1999), Crimes, Punishment and
Reform in Europe (2003); History of Social Control (vol.
1. 2004); Conflicto, violencia y criminalidad en Europa y América (2004); L’erreur
judiciaire. De Jeanne d’Arc à Roland Agret (2004), Villes
atlantiques dans l’Europe occidentale du Moyen Âge au XXe siècle (2006)
o Histoire de l’homicide en Europe (2009).
Universidad de Cantabria (España)
Dpto. de Historia Moderna y Contemporánea
Facultad de Filosofía y Letras
mantecot@unican.es
Notas
(1) Esta investigación forma parte del proyecto ‘Policia’
e identidades urbanas en la España Moderna con referencia
HAR2009-13508-C02-01, financiado por el Gobierno de España.
(2) Archivo Histórico Provincial de Cantabria (AHPC), Cayón, leg.
81, doc. 31, s.f. y AHPC, Alfoz de Lloredo, leg. 84, doc. 5,
s.f.
(3) AHPC, Cayón, leg. 77, doc. 8 s.f. y leg.
79, doc. 12, s.f.
(4) AHPC, Cayón, leg. 75, doc. 8, s.f.
(5) AHPC, Alfoz de Lloredo, leg. 84, doc. 2, s.
f.
(6) Archivo Diocesano de Burgos (ADB), Armario 3.2.6. Visitas
Pastorales.
(7) AHPC, Alfoz de Lloredo, leg. 88, doc.
26, ff. 2 vº-4.
(8) AHPC, Cayón, leg.
75, doc. 6, ff. 6, 31-35 vº, 117 vº, 126 vº, 131-137 vº.
(9) Sobre este caso, recogiendo incluso las coplas y
canciones que se espetaban al clérigo y a su amante, ver Mantecón (1997, 351).
(10) AHPC, Laredo, leg. 40, doc. 14, s.f.
(11) Cf. n. 8.
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