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Las lenguas indígenas
en el
quehacer agustiniano
Con la llegada de las primeras órdenes
mendicantes se iniciaron las labores de evangelización de los pueblos indígenas
en el Nuevo Mundo. Uno de los innumerables problemas a los que se enfrentaron
los religiosos fue la multiplicidad de culturas existentes, cada una con
costumbres y, sobre todo, lenguas muy diferentes. Pronto se dieron cuenta que
si deseaban comunicar idóneamente la palabra de Dios debían romper con las
barreras lingüísticas y para ello aprendieron las lenguas indígenas. Durante
ese aprendizaje desarrollaron materiales de apoyo como artes, diccionarios,
vocabularios, etcétera, así como obras de evangelización, es el caso de
sermones o catecismos escritos en distintos idiomas. De esta forma, el presente
artículo tiene como objetivo realizar una breve revisión de la labor
desarrollada por los frailes agustinos, tras su llegada en 1533, en el estudio
de las lenguas indígenas existentes en el territorio de la Provincia
Agustiniana de Michoacán: el tarasco, el otomí y el matlatzinca; particularizando
en las obras que tuvieron un propósito principalmente lingüístico.
EL APRENDIZAJE DE LAS LENGUAS INDÍGENAS
Los frailes encargados del estudio de los
idiomas mesoamericanos fueron conocidos como “lenguas”, término que, durante el
siglo XVI, fue sinónimo de erudición. Para ser una “lengua”, el religioso debía
hablar un idioma europeo (nativo) y por lo menos uno indígena, además de tener
la capacidad de interpretar y traducir en ambas lenguas (Hanks 2010: 10). Sin
duda alguna, ser un religioso “lengua” no debió ser una tarea sencilla, por
ello se convirtió en un cargo jerárquico que, por lo tanto, conllevaba mayor
autoridad, pues no sólo confesaba como el resto de los frailes, sino que además
predicaba (Hanks 2010: 10).
Las “lenguas” se dieron a la tarea de
elaborar diccionarios, vocabularios, artes, lexicones y obras de evangelización
cuyo propósito fue facilitar el aprendizaje de las lenguas indígenas a otros
frailes y generar material de apoyo en el proceso de evangelización.
Principalmente, se realizaron trabajos en los idiomas indígenas de los pueblos
prehispánicos políticamente dominantes: el náhuatl o lengua mexicana; el
mixteco; el zapoteco; el maya yucateco y el tarasco. En parte porque también
eran las lenguas que predominaban demográficamente en las reducciones de indios
(Hernández de León-Portilla 1996: 353, 367).
Con la llegada de la imprenta, las obras de
carácter lingüístico de los frailes tuvieron mayor difusión, aspecto que causó
algunos problemas con la Iglesia, ya que ésta había prohibido la impresión de
libros con traducciones de la Biblia en lenguas vernáculas por considerarlos
promotores de las herejías. Especialmente la Iglesia española vigilaba con
cautela, en España, que no se realizaran traducciones al castellano (Prien
1993: 63). No obstante, en Nueva España la historia fue diferente dadas las
circunstancias sociales y las condiciones prácticas de la evangelización, donde
tales prohibiciones no fueron efectivas y, por ello, se convirtió en un
importante foco de los estudios lingüísticos y de la impresión de textos
bíblicos en lenguas indígenas (Manrique Castañeda 1996: 74; Prien 1993: 63).
EL QUEHACER LINGÜÍSTICO DE LOS AGUSTINOS
Los agustinos llegaron a Nueva España el 22
de mayo de 1533 y se encontraron en un territorio que ya contaba con varias
fundaciones de las órdenes arribadas previamente: los franciscanos (1524) y los
dominicos (1526), por lo que emprendieron avances hacia otras zonas en las que
había gran necesidad de evangelización (Cerda Farías 2018: 400) (Véase el artículo
en este Blog de Carlos Rangel Chávez).
Aquí es de interés la zona occidental en donde se constituiría en 1602 la
Provincia Agustiniana de San Nicolás de Tolentino de Michoacán.
Los primeros siete.
Colección APAMI
Se sabe que los agustinos eran religiosos con
un elevado nivel de preparación, habían estudiado en las mejores universidades
en España, tal es el caso de uno de sus máximos representantes, fray Alonso de
la Veracruz, quien poseía estudios de gramática y retórica por la Universidad
de Alcalá de Henares; así como de filosofía por la de Salamanca (Aranda Juárez
2009: 161). No es de sorprender que tras llegar a Michoacán, se diera a la
tarea de estudiar el tarasco y fundar el Colegio de Estudios Mayores en el Convento
de Tiripetio (Véase el artículo en este Blog de Carlos Rangel Chávez).
La labor de evangelización fue tomada muy
enserio por los agustinos, por lo que su educación fue particularmente rigurosa
en cuanto al aprendizaje de las lenguas indígenas. Así, se sabe que hacia 1547
había «ciento trece religiosos, setenta y ocho de ellos dominaba por lo menos
una lengua; veinte hablaban varias lenguas y sólo quince no conocían ninguna”
(Aranda Juárez 2009: 162). Siendo la predominante el náhuatl, y en la zona
occidental, el tarasco, el otomí y el matlatzinca.
Más adelante, en 1617, el Capítulo Provincial
estableció que los profesos, además de estudiar filosofía, debían aprender
algún idioma indígena los domingos y los días festivos durante una hora como
mínimo. Pero, observando la gran necesidad de dominar las lenguas para
predicar, fray Agustín Farfán pidió a los religiosos estudiar dos horas diarias
de tarasco, una en la mañana y otra en la tarde, procurando que este modelo se
extendiera a todos los conventos de la Provincia (Aranda Juárez 2009: 164;
Jaramillo Escutia 1991: 264).
Con la llegada de más agustinos a la
Provincia de Michoacán en 1643, el obispo exigió que los religiosos recién
desembarcados predicaran únicamente en el idioma de los indígenas, sin ayuda de
intérpretes para tal fin y les dio un plazo máximo de un año para aprenderlo so
pena de multa de cien pesos, e incluso, hasta de declarar vacante su puesto
(Aranda Juárez 2009: 164; Jaramillo Escutia 1991: 263).
El auge de los estudios lingüísticos en
Michoacán fue tal que otras autoridades eclesiásticas se sintieron amenazadas
ante el incremento del poderío y la capacidad de influencia que poseían los
frailes en las comunidades indígenas. Es el caso de Vasco de Quiroga, obispo de
Michoacán, quien intentó frenar dicho avance mediante la censura de obras, como
la de Maturino Gilberti (Hernández de León-Portilla 2018: 98). Ahora que salió
al tema el franciscano Gilberti, su obra, Thesoro
spiritval en la lengva de Mechuacan… (1558), fue aprobada para su publicación
por dos frailes agustinos que eran grandes conocedores de la lengua, el ya
mencionado fray Alonso de la Veracruz y fray Miguel de Alvarado, quien era
prior del Convento de Tiripetio (Hernández de León-Portilla 2018: 103),
mostrando el nivel de dominio que los agustinos tenían de la materia y su
autoridad para aprobar trabajos lingüísticos de otras órdenes religiosas.
Portada de la obra de fray Maturino Gilberti, 1558
Pasemos pues a los trabajos de la lengua
predominante de la Provincia de Michoacán, el tarasco, idioma que no está
emparentado con ningún otro de origen mesoamericano. La primera obra acerca de
esta lengua fue la del franciscano Maturino Gilberti, y la traigo a colación no
sólo por ser la primera, sino porque publicó cuatro libros de la materia, entre
1558 y 1559, y sobre los cuales se construyeron obras posteriores. Gilberti,
como muchos otros frailes pioneros en el tema, tomó como base la gramática de Nebrija
y el Arte de la lengua mexicana de fray Andrés de Olmos para
sistematizar el tarasco (Hernández de León-Portilla 2018: 110,119). De igual
forma, realizó una gran labor de identificación fonológica y en función de esto
estableció reglas ortográficas para escribir dichos sonidos; creó neologismos;
dio un orden distinto a su obra respecto a la de Nebrija; se percató de que la
lengua no funcionaba con las declinaciones latinas; y también recurrió a las
posibilidades poéticas y metafóricas del idioma para poder adecuarlos a los
mensajes de evangelización cristiana (Hernández de León-Portilla 2018: 108,
111, 121).
En 1574 se publicó otra obra de un franciscano, la
de fray Juan Bautista de las Lagunas. Le siguió una obra, de autoría aún
incierta, cuya elaboración corresponde a esta segunda mitad del siglo XVI, se
trata del Diccionario grande de la lengua de Michoacán, la cual por
la región y por algunas anotaciones como la palabra “prior”, hacen pensar que
pudo haber sido de un agustino (Warren 1991). Finalmente, tenemos el Arte
de la lengua tarasca del agustino fray Diego Basalenque, quien se basó
en las dos obras anteriores para llevar a cabo su trabajo y mantuvo el modelo
latinista, aunque ordenó de forma distinta la estructura para dar más claridad
a su manuscrito (Pérez González 1994: 170). Al parecer lo consiguió, pues según
fray Manuel de San Juan Crisóstomo Nájera, autor de la Gramática de la
lengua tarasca de 1870, dice:
De la lengua que os presento un ensayo señores, no
hay sino cuatro gramáticas, de las cuales, la de Sierra, nunca vio la luz
pública, la de Gilberti, es tan escasa, que difícilmente se halla un ejemplar y
la de Lagunas tan confusa, que no es fácil entenderla. Basalenque formó una que
debe ser la base de las que en lo sucesivo se formaren, pues arreglándola por
los principios de la latina, trata algunos puntos con mucha claridad.
(Nájera 1944).
La facilidad con la que los frailes solían aprender el tarasco por considerarlo un idioma relativamente sencillo, no fue la misma que con las lenguas de la familia otopame. Especialmente los frailes se enfrentaron temerosos al otomí, al que estimaban muy intrincado y no era para menos si se toma en cuenta que se trata de una lengua tonal y compleja en cuanto a su morfofonología (Guzmán Betancourt 1996: 497).
No obstante, lo anterior no fue un factor
determinante para que varios frailes se dieran a la tarea de aprenderlo y
escribir trabajos para su estudio. Sabemos de varios franciscanos como Alonso
Rangel, Pedro Palacios, Pedro de Oroz, Francisco Campos, Sebastián Ribero,
Pedro de Cáceres y fray Alonso de Urbano. De este último se conoce el Arte
breve de la lengua otomí y vocabulario (trilingüe) en cuya portada se
asienta que el fraile es de la Orden de San Agustín, pero no es así (Garone
2013: 126; Guzmán Betancourt 1996: 498). Luego siguen dos agustinos: Martín de
Rada y Melchor Vargas. En cuanto a Rada, éste escribió el Arte de la
lengua otomí, aunque la fecha de elaboración es incierta, es muy probable
que haya ocurrido antes de 1589, ya que Antonio de Acevedo declara la
existencia de la obra hacia ese mismo año y se menciona que para 1563 Rada ya
confesaba en este idioma (Folch 2008).
Fray Melchor Vargas, prior del Convento de Actopan
y fundador del de Atlixco, no escribió una obra con un propósito meramente
lingüístico como los antecedentes, pero sí tradujo en 1576 la Doctrina
cristiana en castellano, mexicano y otomí; algunos investigadores le
consideran autor de la misma, otros sólo como traductor (Garone 2013: 126),
aquí el punto es destacar que el fraile era diestro en el idioma. Llama la
atención que durante el siglo XVII no se publicaron estudios del otomí, sino
hasta el XVIII con el jesuita Horacio Carochi, Luces del otomí,
misma que no pudo imprimirse por no existir en la época las letras que inventó
para escribir la lengua (Lastra 1992: 52).
Por último, se encuentra la lengua matlatzinca,
también denominada pirinda. Los matlatzincas ocuparon los territorios de Charo,
Santa María, Santiago Undameo, Etúcuaro, Ixtlahuaca, Zitácuaro y Huetamo
(Guzmán Pérez 2012: 36; Pascacio Montijo 2017: 38) y lo traigo a colación
debido a que se trata de un pueblo originario del Valle de Toluca que migró a
Michoacán durante el periodo Posclásico. Algunas versiones indican que salieron
del Valle para ayudar al cazonci de Tzintzuntzan a combatir a
los tecos y, por sus servicios prestados, el gobernante les otorgó tierras;
otras versiones apuntan que salieron huyendo debido a las múltiples vejaciones
e imposición de tributos excesivos de los mexicas (Delfín Guillaumin 2011:
148-149).
De la evangelización de los matlatzincas se
encargaron los agustinos, figurando los frailes Miguel de Guevara, Francisco
Acosta, Simón Salguero y Diego Basalenque (Pascacio Montijo 2017: 42). De
estos, sólo Guevara y Basalenque elaboraron trabajos lingüísticos. Del primero
es el Arte Doctrinal y modo general para aprender la lengua Matlatzinca de
1638. Del segundo contamos con dos obras, una de 1640, otra de 1642; ambas son
muy similares, difieren en los títulos y en los vocabularios.
Se trata del Arte de la
lengua matlaltzinga mui copioso y assi
mismo una suma y arte abrebiado y
el Arte y vocabulario de la lengua matlatzinga vuelto a la castellana y
el Vocabulario de la lengua castellana vuelto a la matlatzinga.
Arte de la lengua matlatzinga…,
fray Diego Basalenque. Colección de la Biblioteca Nacional de Antropología e
Historia. Fotografía de Pilar Regueiro Suárez
Cabe señalar que la obra de Basalenque es
valiosa no sólo por lo que corresponde a la lengua, sino por la información que
brinda de la cultura matlatzinca, la toponimia, las enfermedades, la concepción
del cuerpo, entre otros aspectos (Pascacio Montijo 2017: 48-49). En cuanto a la
reducción de la lengua es posible observar que en su segunda obra son más
abundantes las entradas del castellano que las del matlatzinca, probablemente
porque, según el mismo autor (Basalenque 1975: 145), fue preguntando a los
indígenas palabra por palabra que tenía en castellano, lengua que dominaba y de
la que conocía más vocablos. A pesar de los posibles errores que pudo haber
cometido el autor durante su estudio, es preciso recalcar el interés que
manifiesta de ser corregido, también como forma de instar a otros a interesarse
por el estudio de esta lengua y abrir la discusión (Basalenque 1975: 145).
CONSIDERACIONES FINALES
En suma, las lenguas indígenas estuvieron muy
presentes en el quehacer de los agustinos en el Nuevo Mundo. Desde su
formación, se les exigió a los religiosos aprender a hablar por lo menos una y
dada sus excelentes habilidades lingüísticas, muchos lograron dominarlas en
menos de un año para comenzar a predicar. A pesar del gran dominio en este
campo, son pocas las obras publicadas durante los siglos XVI y XVII de esta
Orden, probablemente porque muchos textos fueron elaborados con fines prácticos
y cuyos manuscritos se perdieron o se encuentran en algunos acervos esperando
ser sacados a la luz.
Por su parte, las obras que sí fueron
publicadas sistematizaron las lenguas indígenas de la Provincia de Michoacán,
como el tarasco, el otomí y el matlatzinca, reduciéndolas a través de modelos
latinistas, de la eliminación de términos que hacían referencia a la idolatría,
introduciendo otros para nombrar conceptos cristianos abstractos y reformulando
expresiones indígenas para adaptarlas a contextos occidentales. Igualmente, el
dominio de la lengua por parte de los religiosos se convirtió en una
herramienta de control social e ideológico de los pueblos indígenas y fue tal
su importancia en este aspecto que poco tiempo después los frailes se
convirtieron en entidades poderosas y amenazantes, políticamente hablando, para
otras autoridades eclesiásticas.
Independientemente de los errores o
tratamientos que estos primeros frailes dieron a las lenguas indígenas en sus
obras, es sumamente destacable que no sólo las codificaron, sino que
registraron sus variantes, locales y regionales, siendo una aportación de gran
relevancia para la lingüística y la antropología actuales. Además, a través del
estudio de una lengua, los agustinos en realidad reflejaron un “interés
sustancial por lo humano, por la palabra y la cultura del hombre que iba ser
evangelizado” (Hernández de León-Portilla 1996: 358).
NOTAS
- Agradezco al Dr. Igor Cerda
Farías y al Lic. Carlos Rangel Chávez por los comentarios realizados a
este texto.
Fuentes
consultadas
Diccionario
grande de la lengua de Michoacán Tomos
I y II, introducción, paleografía y notas de J. Benedict Warren, Fímax
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Blanca Estela, “La educación en los religiosos agustinos del siglo XVII”. Destiempos, 3 (18):
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BASALENQUE,
Diego, Arte y
vocabulario de la lengua matlatzinga vuelto a la castellana.
Versión paleográfica de María Elena Bribiesca, estudio preliminar de Leonardo
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