martes, 7 de enero de 2025

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Las lenguas indígenas

en el

quehacer agustiniano

 

Con la llegada de las primeras órdenes mendicantes se iniciaron las labores de evangelización de los pueblos indígenas en el Nuevo Mundo. Uno de los innumerables problemas a los que se enfrentaron los religiosos fue la multiplicidad de culturas existentes, cada una con costumbres y, sobre todo, lenguas muy diferentes. Pronto se dieron cuenta que si deseaban comunicar idóneamente la palabra de Dios debían romper con las barreras lingüísticas y para ello aprendieron las lenguas indígenas. Durante ese aprendizaje desarrollaron materiales de apoyo como artes, diccionarios, vocabularios, etcétera, así como obras de evangelización, es el caso de sermones o catecismos escritos en distintos idiomas. De esta forma, el presente artículo tiene como objetivo realizar una breve revisión de la labor desarrollada por los frailes agustinos, tras su llegada en 1533, en el estudio de las lenguas indígenas existentes en el territorio de la Provincia Agustiniana de Michoacán: el tarasco, el otomí y el matlatzinca; particularizando en las obras que tuvieron un propósito principalmente lingüístico.

 

EL APRENDIZAJE DE LAS LENGUAS INDÍGENAS

 

Los frailes encargados del estudio de los idiomas mesoamericanos fueron conocidos como “lenguas”, término que, durante el siglo XVI, fue sinónimo de erudición. Para ser una “lengua”, el religioso debía hablar un idioma europeo (nativo) y por lo menos uno indígena, además de tener la capacidad de interpretar y traducir en ambas lenguas (Hanks 2010: 10). Sin duda alguna, ser un religioso “lengua” no debió ser una tarea sencilla, por ello se convirtió en un cargo jerárquico que, por lo tanto, conllevaba mayor autoridad, pues no sólo confesaba como el resto de los frailes, sino que además predicaba (Hanks 2010: 10).

Las “lenguas” se dieron a la tarea de elaborar diccionarios, vocabularios, artes, lexicones y obras de evangelización cuyo propósito fue facilitar el aprendizaje de las lenguas indígenas a otros frailes y generar material de apoyo en el proceso de evangelización. Principalmente, se realizaron trabajos en los idiomas indígenas de los pueblos prehispánicos políticamente dominantes: el náhuatl o lengua mexicana; el mixteco; el zapoteco; el maya yucateco y el tarasco. En parte porque también eran las lenguas que predominaban demográficamente en las reducciones de indios (Hernández de León-Portilla 1996: 353, 367).

Con la llegada de la imprenta, las obras de carácter lingüístico de los frailes tuvieron mayor difusión, aspecto que causó algunos problemas con la Iglesia, ya que ésta había prohibido la impresión de libros con traducciones de la Biblia en lenguas vernáculas por considerarlos promotores de las herejías. Especialmente la Iglesia española vigilaba con cautela, en España, que no se realizaran traducciones al castellano (Prien 1993: 63). No obstante, en Nueva España la historia fue diferente dadas las circunstancias sociales y las condiciones prácticas de la evangelización, donde tales prohibiciones no fueron efectivas y, por ello, se convirtió en un importante foco de los estudios lingüísticos y de la impresión de textos bíblicos en lenguas indígenas (Manrique Castañeda 1996: 74; Prien 1993: 63).

 

EL QUEHACER LINGÜÍSTICO DE LOS AGUSTINOS

 

Los agustinos llegaron a Nueva España el 22 de mayo de 1533 y se encontraron en un territorio que ya contaba con varias fundaciones de las órdenes arribadas previamente: los franciscanos (1524) y los dominicos (1526), por lo que emprendieron avances hacia otras zonas en las que había gran necesidad de evangelización (Cerda Farías 2018: 400) (Véase el artículo en este Blog de Carlos Rangel Chávez). Aquí es de interés la zona occidental en donde se constituiría en 1602 la Provincia Agustiniana de San Nicolás de Tolentino de Michoacán.


Los primeros siete. Colección APAMI

Se sabe que los agustinos eran religiosos con un elevado nivel de preparación, habían estudiado en las mejores universidades en España, tal es el caso de uno de sus máximos representantes, fray Alonso de la Veracruz, quien poseía estudios de gramática y retórica por la Universidad de Alcalá de Henares; así como de filosofía por la de Salamanca (Aranda Juárez 2009: 161). No es de sorprender que tras llegar a Michoacán, se diera a la tarea de estudiar el tarasco y fundar el Colegio de Estudios Mayores en el Convento de Tiripetio (Véase el artículo en este Blog de Carlos Rangel Chávez).

La labor de evangelización fue tomada muy enserio por los agustinos, por lo que su educación fue particularmente rigurosa en cuanto al aprendizaje de las lenguas indígenas. Así, se sabe que hacia 1547 había «ciento trece religiosos, setenta y ocho de ellos dominaba por lo menos una lengua; veinte hablaban varias lenguas y sólo quince no conocían ninguna” (Aranda Juárez 2009: 162). Siendo la predominante el náhuatl, y en la zona occidental, el tarasco, el otomí y el matlatzinca.

Más adelante, en 1617, el Capítulo Provincial estableció que los profesos, además de estudiar filosofía, debían aprender algún idioma indígena los domingos y los días festivos durante una hora como mínimo. Pero, observando la gran necesidad de dominar las lenguas para predicar, fray Agustín Farfán pidió a los religiosos estudiar dos horas diarias de tarasco, una en la mañana y otra en la tarde, procurando que este modelo se extendiera a todos los conventos de la Provincia (Aranda Juárez 2009: 164; Jaramillo Escutia 1991: 264).

 

Con la llegada de más agustinos a la Provincia de Michoacán en 1643, el obispo exigió que los religiosos recién desembarcados predicaran únicamente en el idioma de los indígenas, sin ayuda de intérpretes para tal fin y les dio un plazo máximo de un año para aprenderlo so pena de multa de cien pesos, e incluso, hasta de declarar vacante su puesto (Aranda Juárez 2009: 164; Jaramillo Escutia 1991: 263).

 

El auge de los estudios lingüísticos en Michoacán fue tal que otras autoridades eclesiásticas se sintieron amenazadas ante el incremento del poderío y la capacidad de influencia que poseían los frailes en las comunidades indígenas. Es el caso de Vasco de Quiroga, obispo de Michoacán, quien intentó frenar dicho avance mediante la censura de obras, como la de Maturino Gilberti (Hernández de León-Portilla 2018: 98). Ahora que salió al tema el franciscano Gilberti, su obra, Thesoro spiritval en la lengva de Mechuacan… (1558), fue aprobada para su publicación por dos frailes agustinos que eran grandes conocedores de la lengua, el ya mencionado fray Alonso de la Veracruz y fray Miguel de Alvarado, quien era prior del Convento de Tiripetio (Hernández de León-Portilla 2018: 103), mostrando el nivel de dominio que los agustinos tenían de la materia y su autoridad para aprobar trabajos lingüísticos de otras órdenes religiosas.

 

Portada de la obra de fray Maturino Gilberti, 1558

Pasemos pues a los trabajos de la lengua predominante de la Provincia de Michoacán, el tarasco, idioma que no está emparentado con ningún otro de origen mesoamericano. La primera obra acerca de esta lengua fue la del franciscano Maturino Gilberti, y la traigo a colación no sólo por ser la primera, sino porque publicó cuatro libros de la materia, entre 1558 y 1559, y sobre los cuales se construyeron obras posteriores. Gilberti, como muchos otros frailes pioneros en el tema, tomó como base la gramática de Nebrija y el Arte de la lengua mexicana de fray Andrés de Olmos para sistematizar el tarasco (Hernández de León-Portilla 2018: 110,119). De igual forma, realizó una gran labor de identificación fonológica y en función de esto estableció reglas ortográficas para escribir dichos sonidos; creó neologismos; dio un orden distinto a su obra respecto a la de Nebrija; se percató de que la lengua no funcionaba con las declinaciones latinas; y también recurrió a las posibilidades poéticas y metafóricas del idioma para poder adecuarlos a los mensajes de evangelización cristiana (Hernández de León-Portilla 2018: 108, 111, 121).

 

En 1574 se publicó otra obra de un franciscano, la de fray Juan Bautista de las Lagunas. Le siguió una obra, de autoría aún incierta, cuya elaboración corresponde a esta segunda mitad del siglo XVI, se trata del Diccionario grande de la lengua de Michoacán, la cual por la región y por algunas anotaciones como la palabra “prior”, hacen pensar que pudo haber sido de un agustino (Warren 1991). Finalmente, tenemos el Arte de la lengua tarasca del agustino fray Diego Basalenque, quien se basó en las dos obras anteriores para llevar a cabo su trabajo y mantuvo el modelo latinista, aunque ordenó de forma distinta la estructura para dar más claridad a su manuscrito (Pérez González 1994: 170). Al parecer lo consiguió, pues según fray Manuel de San Juan Crisóstomo Nájera, autor de la Gramática de la lengua tarasca de 1870, dice:

 

De la lengua que os presento un ensayo señores, no hay sino cuatro gramáticas, de las cuales, la de Sierra, nunca vio la luz pública, la de Gilberti, es tan escasa, que difícilmente se halla un ejemplar y la de Lagunas tan confusa, que no es fácil entenderla. Basalenque formó una que debe ser la base de las que en lo sucesivo se formaren, pues arreglándola por los principios de la latina, trata algunos puntos con mucha claridad.

(Nájera 1944).

 La facilidad con la que los frailes solían aprender el tarasco por considerarlo un idioma relativamente sencillo, no fue la misma que con las lenguas de la familia otopame. Especialmente los frailes se enfrentaron temerosos al otomí, al que estimaban muy intrincado y no era para menos si se toma en cuenta que se trata de una lengua tonal y compleja en cuanto a su morfofonología (Guzmán Betancourt 1996: 497).

No obstante, lo anterior no fue un factor determinante para que varios frailes se dieran a la tarea de aprenderlo y escribir trabajos para su estudio. Sabemos de varios franciscanos como Alonso Rangel, Pedro Palacios, Pedro de Oroz, Francisco Campos, Sebastián Ribero, Pedro de Cáceres y fray Alonso de Urbano. De este último se conoce el Arte breve de la lengua otomí y vocabulario (trilingüe) en cuya portada se asienta que el fraile es de la Orden de San Agustín, pero no es así (Garone 2013: 126; Guzmán Betancourt 1996: 498). Luego siguen dos agustinos: Martín de Rada y Melchor Vargas. En cuanto a Rada, éste escribió el Arte de la lengua otomí, aunque la fecha de elaboración es incierta, es muy probable que haya ocurrido antes de 1589, ya que Antonio de Acevedo declara la existencia de la obra hacia ese mismo año y se menciona que para 1563 Rada ya confesaba en este idioma (Folch 2008).

 

Fray Melchor Vargas, prior del Convento de Actopan y fundador del de Atlixco, no escribió una obra con un propósito meramente lingüístico como los antecedentes, pero sí tradujo en 1576 la Doctrina cristiana en castellano, mexicano y otomí; algunos investigadores le consideran autor de la misma, otros sólo como traductor (Garone 2013: 126), aquí el punto es destacar que el fraile era diestro en el idioma. Llama la atención que durante el siglo XVII no se publicaron estudios del otomí, sino hasta el XVIII con el jesuita Horacio Carochi, Luces del otomí, misma que no pudo imprimirse por no existir en la época las letras que inventó para escribir la lengua (Lastra 1992: 52).

 

Por último, se encuentra la lengua matlatzinca, también denominada pirinda. Los matlatzincas ocuparon los territorios de Charo, Santa María, Santiago Undameo, Etúcuaro, Ixtlahuaca, Zitácuaro y Huetamo (Guzmán Pérez 2012: 36; Pascacio Montijo 2017: 38) y lo traigo a colación debido a que se trata de un pueblo originario del Valle de Toluca que migró a Michoacán durante el periodo Posclásico. Algunas versiones indican que salieron del Valle para ayudar al cazonci de Tzintzuntzan a combatir a los tecos y, por sus servicios prestados, el gobernante les otorgó tierras; otras versiones apuntan que salieron huyendo debido a las múltiples vejaciones e imposición de tributos excesivos de los mexicas (Delfín Guillaumin 2011: 148-149).

 

De la evangelización de los matlatzincas se encargaron los agustinos, figurando los frailes Miguel de Guevara, Francisco Acosta, Simón Salguero y Diego Basalenque (Pascacio Montijo 2017: 42). De estos, sólo Guevara y Basalenque elaboraron trabajos lingüísticos. Del primero es el Arte Doctrinal y modo general para aprender la lengua Matlatzinca de 1638. Del segundo contamos con dos obras, una de 1640, otra de 1642; ambas son muy similares, difieren en los títulos y en los vocabularios.

 

Se trata del Arte  de  la  lengua  matlaltzinga  mui  copioso  y  assi  mismo  una  suma  y  arte  abrebiado y el Arte y vocabulario de la lengua matlatzinga vuelto a la castellana y el Vocabulario de la lengua castellana vuelto a la  matlatzinga.

Arte de la lengua matlatzinga…, fray Diego Basalenque. Colección de la Biblioteca Nacional de Antropología e Historia. Fotografía de Pilar Regueiro Suárez

Cabe señalar que la obra de Basalenque es valiosa no sólo por lo que corresponde a la lengua, sino por la información que brinda de la cultura matlatzinca, la toponimia, las enfermedades, la concepción del cuerpo, entre otros aspectos (Pascacio Montijo 2017: 48-49). En cuanto a la reducción de la lengua es posible observar que en su segunda obra son más abundantes las entradas del castellano que las del matlatzinca, probablemente porque, según el mismo autor (Basalenque 1975: 145), fue preguntando a los indígenas palabra por palabra que tenía en castellano, lengua que dominaba y de la que conocía más vocablos. A pesar de los posibles errores que pudo haber cometido el autor durante su estudio, es preciso recalcar el interés que manifiesta de ser corregido, también como forma de instar a otros a interesarse por el estudio de esta lengua y abrir la discusión (Basalenque 1975: 145).

 

CONSIDERACIONES FINALES

 

En suma, las lenguas indígenas estuvieron muy presentes en el quehacer de los agustinos en el Nuevo Mundo. Desde su formación, se les exigió a los religiosos aprender a hablar por lo menos una y dada sus excelentes habilidades lingüísticas, muchos lograron dominarlas en menos de un año para comenzar a predicar. A pesar del gran dominio en este campo, son pocas las obras publicadas durante los siglos XVI y XVII de esta Orden, probablemente porque muchos textos fueron elaborados con fines prácticos y cuyos manuscritos se perdieron o se encuentran en algunos acervos esperando ser sacados a la luz.

 

Por su parte, las obras que sí fueron publicadas sistematizaron las lenguas indígenas de la Provincia de Michoacán, como el tarasco, el otomí y el matlatzinca, reduciéndolas a través de modelos latinistas, de la eliminación de términos que hacían referencia a la idolatría, introduciendo otros para nombrar conceptos cristianos abstractos y reformulando expresiones indígenas para adaptarlas a contextos occidentales. Igualmente, el dominio de la lengua por parte de los religiosos se convirtió en una herramienta de control social e ideológico de los pueblos indígenas y fue tal su importancia en este aspecto que poco tiempo después los frailes se convirtieron en entidades poderosas y amenazantes, políticamente hablando, para otras autoridades eclesiásticas.

 

Independientemente de los errores o tratamientos que estos primeros frailes dieron a las lenguas indígenas en sus obras, es sumamente destacable que no sólo las codificaron, sino que registraron sus variantes, locales y regionales, siendo una aportación de gran relevancia para la lingüística y la antropología actuales. Además, a través del estudio de una lengua, los agustinos en realidad reflejaron un “interés sustancial por lo humano, por la palabra y la cultura del hombre que iba ser evangelizado” (Hernández de León-Portilla 1996: 358).

 

NOTAS

  1. Agradezco al Dr. Igor Cerda Farías y al Lic. Carlos Rangel Chávez por los comentarios realizados a este texto.

Fuentes consultadas

Diccionario grande de la lengua de Michoacán Tomos I y II, introducción, paleografía y notas de J. Benedict Warren, Fímax Publicistas, 1991.

 

ARANDA JUÁREZ, Blanca Estela, “La educación en los religiosos agustinos del siglo XVII”. Destiempos, 3 (18): 144-176, 2009.

 

BASALENQUE, Diego, Arte y vocabulario de la lengua matlatzinga vuelto a la castellana. Versión paleográfica de María Elena Bribiesca, estudio preliminar de Leonardo Manrique. Biblioteca Enciclopédica del Estado de México. México, 1975.

CERDA FARÍAS, Igor, “Los agustinos de la Nueva España en tiempos de Santo Tomás de Villanueva, 1533-1555”, en La Iglesia y el Mundo Hispánico en tiempos de Santo Tomás de Villanueva (1486-1555). R.C.U. Escorial-Ma. Cristina. Madrid: 399-416, 2018.

 

DELFÍN GUILLAUMIN, Martha, «Los pirindas de Michoacán: ¿inicio de un proceso de etnogénesis?», Cuicuilco, 50: 145-158, 2011.

 

FOLCH, Dolors,  «Biografía de fray Martín de Rada», Revista Huarte de San Juan, Geografía e Historia, 15: 33-63, 2008.

<https://www.researchgate.net/publication/323870163_Biografia_de_fray_Martin_de_Rada>. (Consultado el 29 de mayo de 2022).

 

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