La
filosofía de Miguel de Unamuno
https://www.biografiasyvidas.com/biografia/u/unamuno.htm
Azorín dio el nombre de Generación del 98 a
un grupo de escritores que comienzan a publicar en torno a 1898.
Unamuno perteneció a la llamada Generación del 98,
movimiento literario cuyos componentes principales fueron Pío Baroja, Azorín,
Valle-Inclán, Antonio Machado y el propio Unamuno. Su actitud inicial fue de
crítica y revisión de todos los valores (políticos, sociales, religiosos,
estéticos). Saludaron con alegría la renovadora enseñanza de Rubén. Esta
Generación del 98 es de ideas avanzadas; en su estilo, tienen una gran voluntad
antirretórica; en líneas generales son subjetivistas y exigen un elevado
cuidado por la forma.
Miguel de Unamuno y Jugo nació el 20 de abril de 1864 en
Bilbao, y murió el 31 de diciembre de 1936, aunque hay autores que hablan de
una muerte en el balcón de su casa la mañana del 1 de enero de 1937. De él
Ortega y Gasset declaró: «La voz de Unamuno sonaba sin parar
en los ámbitos de España desde hace más de un cuarto de siglo. Al cesar para
siempre, temo que padezca nuestro país una era de atroz silencio».
Pensamiento en Unamuno
Clasificar a don Miguel en términos convencionales no tendría sentido.
Fue pensador, ensayista, novelista, poeta, dramaturgo y prolífico periodista;
fue profesor universitario, diputado a Cortes y profeta por elección propia.
Su obra es paradójica y agónica, llena de
contradicción, es filosofía y poesía (él las consideraba hermanas gemelas).
Sobre él mismo dice: «Nunca pasaré de un pobre escritor mirado en la república
de las letras como un intruso».
En Unamuno no se puede encontrar un cuerpo de doctrina.
Su pensamiento se detiene, se queda en una afirmación, pero no para pasar a
otra, sino para dejarla quieta y complacerse; son aforismos como los de
Schopenhauer, los pensamientos de Pascal, los fragmentos de la mayoría de los
presocráticos. A pesar de la dispersión de su obra, que Jean Cassou acusó
cariñosamente de comentarios, el tema de don Miguel es único: por donde quiera
que se abra un libro suyo, de cualquier género, se encuentra el mismo ámbito de
pensamiento y de inquietudes, mucho más que en los escritores más congruentes.
Progreso, realidad e
historia
Unamuno ponía en un mismo plano a Hamlet y a Shakespeare,
a Cervantes y a don Quijote. Esta ocurrencia podría ser arbitraria, una
exageración para subrayar la dimensión real de algo. Recurre con frecuencia a
la metáfora del sueño, como Calderón y Shakespeare. Cuando Unamuno dice que los
personajes son tan reales como él, es porque son vidas, son historias, tienen
una leyenda.
El hombre, para él, es la más importante realidad, igual
que las ideas son más importantes que las experiencias y la justicia está por
encima de la ley. Su lucha era por ese individuo. La esencia de un individuo –decía
Unamuno– y la de un pueblo es su Historia, y la historia de lo que se llama
Filosofía de la Historia. Y la historia que a él le preocupaba era la llamada
intrahistoria, la de los hombres y los pueblos; en ese campo era en el que
afirmaba: «no hay fuerza humana que pueda esclavizar al hombre, libre de pensar
bajo las cadenas».
En sus autodiálogos, modalidad narrativa de Unamuno
cercana al examen de conciencia, y utilizando la interrogación como método
discursivo, era al lector a quien quería defender mientras se defendía. Y no le
importaba que no leyeran lo que él quería poner en sus palabras, si leían lo
que enciende la vida. Porque para él leer era soñar en el presente, que es
futuro:
«El verdadero porvenir es hoy». En este porvenir es donde
él introducía su pensamiento, su lucha, como forma paradójica de la continuidad
y el progreso. El resultado de esa vida activa, que deja huella, consistió en
construir, en hacer algo que permaneciera. Para entender a Unamuno tenemos que
aprender a traducir de un idioma a otro, del unamuniano al propio, y veremos
todo más claro, y comprenderemos tal como él quería: «Comprender no significa
penetrar en la intimidad del pensamiento ajeno, sino traducir en el propio
pensamiento, en la propia verdad».
Razón y vida: filosofía
Para Unamuno razón es, ante todo, el pensamiento
discursivo, es la facultad de apresar en fórmulas fijas y universales los
objetos. Y cuando estos, como acontece con la vida humana, son por su esencia
individuales y cambiantes, considera que la razón no es apta para llegar a
ellos. Lo que ocurre es que Unamuno cree que la razón no le sirve para su
problema, la razón es enemiga de la vida. Escribe: «hay que ganar la vida con
razón, sin razón o contra ella». Razón y vida se oponen y el instrumento racional
es incapaz de abrirse a lo viviente sin volverlo rígido y matarlo. La razón no
puede llegar al hombre de carne y hueso y satisfacer su necesidad de saber si
ha de morir del todo o no. Pero se da cuenta de que tampoco puede escoger uno
de los dos términos para quedarse solo con él y abandonar el otro. La base del
sentimiento trágico de la vida reside en que vivir es una cosa; conocer, otra;
y acaso hay entre ellas una tal oposición que podemos decir que todo lo vital
es antirracional.
La parte vital la colocaba en el sentimiento, en el
corazón. De este le brotan sus mejores razones e intuiciones, hasta que, de
nuevo, le traiciona la vanidad, el orgullo, el espíritu de contradicción, que
él mismo confiesa que le dominan a ratos. En este campo se sitúa la cuestión de
tantos ensayistas. ¿Era Unamuno filósofo? ¿Qué tiene que ver Unamuno con la
filosofía?
En primer lugar, tenemos que fijar qué idea tiene don
Miguel de la filosofía. Comienza por separar la filosofía de la ciencia, para
aproximarla a otras actividades humanas. Por otra parte, según Julián Marías,
Unamuno enfrenta la filosofía con la religión, como enemigas, a la vez que las
considera mutuamente necesarias. Desde el punto de vista del saber, asimila el
conocimiento filosófico, más que el científico, al de la poesía y la mitología.
No pierde de vista a Platón, y cita pasajes de Aristóteles en los que dice que
el amigo de los mitos es, en cierto sentido, un filósofo. Para él, el mito es
inmortal y solo otro mito podrá desalojarlo y asentarse en su lugar. La
filosofía es una reacción al misterio de la realidad, concretamente al de la
vida humana y su destino. La filosofía, como dice en el capítulo VI de su
Sentimiento, es un esfuerzo por racionalizar la vida y, a la vez, vitalizar la
razón.
Al mismo tiempo, contrapone ciencia y sabiduría. La
ciencia tiene como objeto la vida y trata de prolongarla, de facilitarla; la
sabiduría versa acerca de la muerte y trata de prepararnos para bien morir.
Todo esto lleva a don Miguel a entender la filosofía como
una concepción del mundo y de la vida. El hombre filosofa para vivir, dice: «La
filosofía es un producto humano de cada filósofo y cada filósofo es un hombre
que se dirige a otros hombres como él. Y haga lo que quiera, filosofa, no con
la razón sólo, sino con la voluntad, con el sentimiento, con el alma toda y con
todo el cuerpo. Filosofa el hombre porque necesita justificarse a sí mismo,
saber a qué atenerse, qué ha de ser de él, consolarse o desesperarse de haber
nacido». El hombre es el sujeto supremo objeto de toda filosofía.
El punto de partida de su filosofía es un apetito de
perduración, un afán de inmortalidad, en el sentido de la tesis de Spinoza,
según la cual la esencia de una cosa consiste en su tendencia a perseverar en
su ser indefinidamente. Ser es querer seguir siendo siempre; lo que no es
eterno no es real.
En rigor, don Miguel de Unamuno no poseyó ninguna
doctrina acerca del núcleo de la metafísica: el ser. Recoge elementos
filosóficos de origen kantiano, y así, al final del capítulo VIII de “Del
sentimiento trágico de la vida” alude al problema de la existencia en estos
términos: «Existir, etimológicamente, es estar fuera de nosotros, fuera de
nuestra mente, ex-sistere». Para él existir se da a base de insistir. E
insistir obrando. El obrar se sigue al ser y el ser es obrar, y solo existe lo
que obra, lo activo y en cuanto obra. «El vivir de la vida humana no consiste
en la contracción de los pulmones o la circulación de la sangre, sino en
decidir lo que vamos a ser. Y por el que hayamos querido ser, no por el que
hayamos sido, nos salvaremos o perderemos. Dios premiará o castigará a cada uno
a que sea por toda la eternidad lo que quiso ser. Lo que se espera de la vida
califica la edad cronológica». Y dijo también: «¡Yo sé quién quiero ser!». Y no
«¡Yo sé quién soy!». Según don Miguel, Cristo se hizo hijo de Dios por voluntad
y a fuerza de ponerse a ello.
Tal vez lo más original y certero, según Julián Marías,
del pensamiento de Unamuno, sea la interpretación de la noción de sustancia, ya
que trata de vitalizarla: «Cuando oigo hablar de sustancia, se me despiertan
oscuras reminiscencias de sustancias concretas, de la sustancia del caldo, de
lo sustancioso de un cocido, de lo insustancial de un escrito, de la sustancia
de la carne, etc.». Al final de su análisis, lo único sustancial que le queda
es la conciencia: «Lo que no es conciencia y conciencia eterna, consciente de
su eternidad y eternamente consciente, no es nada más que apariencia. Lo único
de veras real es lo que siente, sufre, compadece, ama y anhela; lo único
sustancial es la conciencia».
Pero ¿cuál es el objetivo inmediato, no teórico, de su
filosofía? En carta a Pedro de Múgica el 19 de octubre de 1903 le escribe:
«Procuro ejercer la decimoquinta obra de misericordia, esto es: despertar al
dormido». Para curarnos de la melancolía literaria, no hay como leer a Unamuno.
He aquí el gran llavero que no cierra, sino que abre, despierta, aunque quizá
no siempre con la felicidad que querríamos. En 1911, en Soliloquios
y conversaciones, dice: «Hay que sembrar en el hombre gérmenes de
duda, de desconfianza, de inquietud y hasta de desesperación, ¿por qué no?».
Su intención era despertar a los hombres, engendrar hijos
espirituales: Antonio Machado se consideraba discípulo suyo. En las cartas que
le dirigía se despedía: «Devotamente al Sabio y al Poeta», y le dedicó varios
de sus poemas. La poética de Machado se basaba en la filosofía unamuniana, como
escribió directamente en uno de los poemas dedicados:
“Siempre le ha sido,
¡Oh, rector de Salamanca!, leal
este humilde profesor
de un instituto rural.
Esa tu filosofía
que llamas diletantesca,
voltaria y funambulesca,
gran don Miguel, es la mía.”
«Usted –escribía A. Machado– con golpes de maza ha roto,
no cabe duda, la espesa costra de nuestra vanidad, de nuestra somnolencia».
El sentimiento trágico
de la vida
Un solo tema se insinúa como constante en don Miguel: el
sentimiento trágico de la vida. Según Bergson, todo filósofo auténtico no dice
a lo largo de su vida sino una sola cosa, y aun en rigor, sólo se esfuerza en
decirla sin lograrlo cumplidamente. En un ensayo titulado Soledad,
Unamuno afirma: «Estoy convencido de que no hay más que un solo afán, uno solo
y el mismo para los hombres todos; es la cuestión de saber qué habrá de ser de
mi conciencia, de la tuya, de la del otro.».
Unamuno reivindica enérgicamente la exigencia de no morir
del todo: «No quiero morirme, no, no quiero, ni querré quererlo; quiero vivir
siempre, siempre, y vivir yo, este pobre yo que me soy y me siento ser ahora y
aquí». Este largo grito de afán cruza toda la vida de Unamuno y anima su obra
entera. Y recuerda la esperanzada duda de Platón en el Fedón, cuando dice que
es hermoso el riesgo de la inmortalidad del alma. Esta incertidumbre salvadora
y dulce, dice, nace del choque entre la razón que niega y el deseo que afirma.
Entre sus neologismos, hay uno muy singular, con el que
ha contribuido a la mitología del fenecer del hombre, y es la intuición de la
representación de la muerte como un desnacer; es un
poético nombre para un retorno al origen, para dejar de significar un retorno a
la nada. La visión de la muerte se modifica a lo largo de su vida, y una de las
ideas que se repetirá será la muerte como soledad, no un simple dejar de ser,
sino un radical quedarse solo, y como trasfondo aparece Dios.
Para Unamuno es en Dios en quien ve, ante todo, su propio
yo proyectado al infinito, y busca en Dios la garantía de la inmortalidad. En
Él halla también la forma de vida. En un ensayo titulado El
secreto de la vida, Unamuno habla del misterio del alma humana: «El
misterio es para cada uno de nosotros un secreto. Dios planta un secreto en el
alma de cada uno de los hombres y tanto más hondamente cuanto más quiera cada
hombre. Y, para plantarlo, nos labra el alma con la afilada laya de la
tribulación. Los poco atribulados tienen el secreto de su vida muy a flor de
tierra, y corren el riesgo de no prender bien en ella, y no echar raíces, y por
no echar raíces no dar flores ni frutos».
La tribulación es la forma superior del dolor; más que
superior, radical. La designa con el nombre de congoja, la fuente del
sentimiento trágico de la vida: «La congoja es algo mucho más hondo, más íntimo
y más espiritual que el dolor». Él lo definía como una opresión de pecho en la
cabeza. Según Jean Cassou: «Hay de san Agustín en él, y de Rousseau, de todos
los que, absortos en la contemplación de su propio milagro, no pueden soportar
el no ser eternos. Tal es la agonía de don Miguel, hombre en lucha consigo
mismo, con su pueblo y contra su pueblo, hombre hostil, solitario, orador en el
desierto, provocador, enemigo de la nada, desgarrado entre la vida y la
muerte». Pero de esa lucha nace un valor positivo de auténtica religiosidad
que, multitud de veces, resume en la frase de Senáncour: «Si es la nada lo que
nos está reservado, vivamos de forma que ello sea una injusticia».
En él está la lucha y el optimismo, negándose a disertar
sobre el peso del vacío, aunque sabe que seguramente es lo que más nos pesa.
De toda esta heroica y constante actividad espiritual
–hasta el punto de que finaliza el Sentimiento con la exclamación: «¡Y Dios no
te dé paz y sí gloria!»–, de este impulso acometedor, ambición de gloria y
afirmación de su personalidad –como dijo Antonio Machado–, llega el descanso.
El descanso, la salvación, afirmaba don Miguel, «está en volver, con sabor
moderno, a nuestros místicos… Santa Teresa vale por cualquier Crítica a la
razón pura…».
En la mística reflejada en su poesía es donde Unamuno
abandona su «yo» y se entrega. Cuando a él le funciona el corazón de poeta de
acuerdo con su gran inteligencia, desposeída de orgullo y de aquel egocentrismo
que le dominaba, es admirable y se da la entrega total:
“Querría, Dios, querer lo que no quiero;
fundirme en Ti, perdiendo mi persona,
ese terrible yo por el que muero.”
En la poesía pide densidad, que «se piense el sentimiento
y se sienta el pensamiento». Todo el círculo de sus preocupaciones aparece
condensado en sus poemas: la totalidad del universo, Dios, las relaciones entre
ambos, la infinitud, la conciencia, la personalidad, el amor, la muerte, la
perduración, todo aparece transfigurado en la poesía. Y aún hay algo más. La
poesía representa la cristalización y la fijación de la forma: «el espíritu, en
ella, queda apresado en formas permanentes, que se transmiten» (Julián Marías).
La poesía de Unamuno es una voz honda que pregunta por el
destino último del hombre sin la arrogancia de su prosa. Encontró en la poesía
una auténtica vía de redención, el antídoto contra el veneno de su alma, que no
era tanto el exceso de racionalidad contra el que solía clamar, cuanto el
exceso de «Yo».
Individualidad y
religiosidad
La obra entera de Unamuno está inmersa en un ambiente
religioso: cualquier tema acaba por mostrar en él sus raíces religiosas o
culminar en una última referencia a Dios. Esta preocupación religiosa tiene el
punto de partida en el hombre mismo y su afán de perduración. En su ensayo Mi
religión (1907) escribe: «Mi religión es buscar la verdad en
la vida y la vida en la verdad, aun a sabiendas de que no he de encontrarlas
mientras viva; mi religión es luchar incesante e incansablemente con el
misterio; mi religión es luchar con Dios desde el romper del alba hasta el caer
de la noche, como dicen que con Él luchó Jacob. No puedo transigir con aquello
del lncognoscible… Rechazo el eterno ignorabimus. Y, en todo caso, quiero
trepar a lo inaccesible».
Mantiene una confianza personal, directa y amistosa con
Dios, y en el capítulo IX de su Sentimiento agrega: «Creo en Dios como creo en
mis amigos, por sentir el aliento de su cariño y su mano invisible e intangible
que me trae y me lleva y me estruja».
En Mi religión escribe
que tiene una fuerte tendencia al cristianismo, considerando cristiano a todo
el que invoca con respeto y amor el nombre de Cristo, y le repugnan los
ortodoxos, sean católicos o protestantes, que niegan cristianismo a quienes no
interpretan el Evangelio como ellos. La esencia de la agonía del cristianismo,
del sentimiento trágico de la vida está en una de sus paradojas, en un
silogismo: «Cristo es inmortal. Cristo es hombre, luego todo hombre es
inmortal».
Acude a la religiosidad para sustentar al individuo.
«Dios no existe, sino que más bien sobreexiste, y está sustentando nuestra
existencia, existiéndonos». No añade, según su costumbre, ni una palabra a tan
grave e interesante afirmación. Este individuo, aunque sustentado por Dios,
tiene un fin en la vida, que es hacerse un alma, un alma inmortal, como insiste
en La agonía del cristianismo, un alma que es la propia obra interna y externa.
De nada sirve modificar los ritmos externos si el interno, el espiritual, sigue
siendo el mismo.
Después de este recorrido por el pensamiento de Unamuno,
un final ardiente se hace difícil, a pesar de que alguna vez él se había
despedido de sus lectores: «Yo a mi agonía, y tú a la tuya, lector, y ¡que Dios
nos las bendiga!».
https://biblioteca.nueva-acropolis.es/2025/la-filosofia-de-miguel-de-unamuno/
Unamuno:
el peligroso oficio del intelectual
“Para tener enemigos no hace
falta declarar una guerra, basta con decir lo que se piensa». Martin Luther
King Jr.
Ser intelectual es más que desarrollar la
inteligencia en detrimento de otras capacidades humanas. Es, sobre todo, un
compromiso moral. Julien Benda exigía a los pensadores que fueran los
sacerdotes que custodian los principios éticos contra los embates ideológicos.
Muchos pensadores han sido sacrificados por su vocación de pensar libremente y
de tratar de iluminar a la sociedad a la que pertenecían. Muertes como la de
Sócrates y la de Giordano Bruno son evidencias de que el pensamiento es un
negocio riesgoso.
Los antiguos griegos valoraban mucho la parresía,
la valentía de hablar con sinceridad en nombre del bien común, aunque se tenga
que poner en peligro la seguridad personal. Tenían razón al considerarla una
virtud muy valiosa para la sociedad, que exaltaba a quien la ejerciera.
Un himno a la parresía la encontramos en la
extraordinaria película, sobre Miguel de Unamuno, de Alejandro Amenábar, Mientras
la guerra dure (2019). Dicho film se centra en los
eventos que le conducirán al famoso discurso contra el totalitarismo, que hará Unamuno
en el paraninfo de la universidad de Salamanca, el Día de la Raza de 1936,
frente a una audiencia de nacionalistas exaltados. El drama se desarrolla sobre
la evolución del filósofo desde su apoyo inicial a los sublevados hasta su
radical cambio de posición.
Inicialmente, Unamuno fue un promotor de la
República, aunque luego se desilusione de ella. La democracia siempre es una
idea muy grande dentro de encarnaciones muy decepcionantes. En esa desilusión,
cae víctima de la tentación pretoriana, más que totalitaria, pues tiene la
esperanza de que sean los militares quienes repongan el orden a la República.
Ese fue su gran error de cálculo. Luego, al desatarse los demonios, trató de
alertar sobre el riesgo de caer en ese abismo donde el compatriota pasa de ser
adversario a enemigo mortal.
De esta forma, queda en evidencia que el
intelectual debe tener una gran responsabilidad con sus convicciones. Debe
evitar caer en las tentaciones de promover la violencia contra las
instituciones democráticas. Las fuerzas militares, una vez desatadas, seguirán
su propia lógica, dictada por las pasiones políticas más que por la razón.
En el famoso discurso, denuncia que tanto comunismo
como fascismo son la peste que ha carcomido la salud del país. Su discurso
supone que la oposición entre ambas opciones es un falso dilema: dos
alternativas que llevan al mismo resultado. Como cuando se pregunta a un
condenado si prefiere morir por decapitación o por fusilamiento. Tomar partido
por un bando significa abandonar el ideal de la civilización, es decir, donde
la persuasión es capaz de dominar a la fuerza.
¿Quién fue Unamuno?
Miguel de Unamuno y Jugo (Bilbao, 1864 – Salamanca,
1936) fue un escritor y filósofo español perteneciente a la generación del 98.
Destacó como una persona de gran talento e intelecto hipercrítico. Cultivó con
éxito gran variedad de géneros literarios como la novela, el ensayo, el drama y
la poesía. Sus méritos académicos lo condujeron a ocupar la dignidad de rector
de la Universidad de Salamanca a lo largo de tres periodos.
Su naturaleza, inquieta y combativa, le llevó a
incursionar en la política. Fue diputado de las Cortes constituyentes de la
Segunda República. Los errores y debilidades del liderazgo parlamentario
produjeron que se fuera distanciando de sus antiguos compañeros. Por eso,
sorprendió a muchos su apoyo inicial al golpe militar que pretendía derrocar al
gobierno de la República.
Unamuno siempre fue una figura controvertida, pues
era de firmes convicciones y muy franco con sus opiniones. Ese rasgo polémico
de su personalidad fue descrito por Antonio Machado, quien ensalza su coraje
personal de mantener sus convicciones contra corriente.
«Este donquijotesco
don Miguel de Unamuno, fuerte vasco,
lleva el arnés grotesco
y el irrisorio casco
del buen manchego. Don Miguel camina,
jinete de quimérica montura,
metiendo espuela de oro a su locura,
sin miedo de la lengua que malsina».
Antonio Machado: “A don Miguel de Unamuno”,
en Campos de Castilla.
Por otra parte, Don Miguel era prisionero de un
carácter terco y cascarrabias. Esta tendencia no le permitió calibrar la
gravedad de la situación que atravesaba su país. Es oportuno recordar que el
héroe trágico del teatro griego se caracterizaba por su ceguera, la hamartia,
ante las señales premonitorias de la catástrofe.
El hambre de inmortalidad
En su carácter de filósofo, Unamuno también siguió
un camino excéntrico. Desarrolló una versión de existencialismo muy egregia. A
diferencia de la mayoría de estos, no fue ateo, sino que le dio rienda suelta a
su pulsión religiosa. En su obra filosófica más conocida, El
sentimiento trágico de la vida, confronta esa hambre con
la inevitable realidad de la muerte:
“El universo visible, el que es hijo del instinto
de conservación, me viene estrecho, es como una jaula que me resulta chica y
contra cuyos barrotes da, en sus revuelos, mi alma; quiero ser yo y, sin dejar
de serlo, ser además los otros, adentrarme en la totalidad de las cosas
visibles e invisibles, extenderme a lo ilimitado del espacio y prolongarme a lo
inacabable del tiempo”. M. de Unamuno, El sentimiento trágico de la
vida, Madrid, 1938, p. 35.
De manera desesperada, Unamuno expresa su
resistencia a morir. Se niega a que su singularidad se disuelva en la nada. El
ansia de pervivencia es, para él, esencial de la naturaleza humana y constituye
la paradoja de su existencia. Esta conciencia escindida es el mismo sentimiento
trágico, donde la persona se encuentra dividida entre la esperanza de la vida
después de la vida, pero con alma y cuerpo, y el escepticismo racionalista que
dice que eso no es posible.
Dicha obsesión unamuniana de sobrevivencia, el
hambre de inmortalidad de la persona singular, contrasta con la cosmovisión
oriental, y muy especialmente la budista, donde el ego es una ilusión por
superar. Por otra parte, tal ansia de inmortalidad se encuentra basada en su
cristianismo, el cual era muy peculiar, como todo lo suyo. De todas formas, se
puede asegurar que Don Miguel era un buen cristiano. Para Unamuno, el
cristianismo tiene una función básicamente ética y soteriológica. Por eso le
desagradaban los católicos que asociaban la religión con la política de
derechas, pues ponían el interés político por encima de la ética y de Dios.
En el fondo, encontramos en el pensamiento
unamuniano la oposición entre cristianismo y cristiandad. Los sublevados
representan a la cristiandad, la defensa del poder católico en nombre de un
Dios cruel. Mientras que, por su parte, don Miguel enarbola el valor universal
del cristianismo, la compasión.
Civilización contra barbarie
William Shakespeare escribió, con agudeza: “Muchos
que llevan estoque temen a las plumas de ganso” (Hamlet, II, 2). Esta
idea ha sido popularizada en la siguiente forma: “La pluma es más poderosa que
la espada”, gracias a la paráfrasis de Edward Bulwer-Lytton. La moraleja es que
la mente educada debe someter a la brutalidad por medio de la inteligencia.
Esta idea se relaciona con otro de los momentos
estelares de la película, el cual tiene lugar el día anterior al acto del
paraninfo, cuando el general José Millán Astray visita a Unamuno en su casa. El
general quiere coaccionar a Unamuno a asistir al paraninfo, con la condición de
que apoye a los golpistas en su condición de autoridad universitaria. Esto implica
que se someta y que no denuncie los crímenes que está llevando adelante el
bando nacionalista, a pesar de que ya han sido asesinados sus amigos más
cercanos.
En ese momento tiene lugar un enfrentamiento entre
estas dos fuertes personalidades. Unamuno le echa en cara al general las
masacres que enlutan el país. Por su parte, el siniestro militar le echa en
cara que las luchas de los intelectuales solo son dentro de la comodidad de sus
bibliotecas. Mientras que los militares son gente de acción y tienen que
enfrentar la muerte en la batalla. En esta discusión parece que la espada tiene
la ventaja.
Millán Astray se va con la seguridad de que ha
ganado la apuesta contra el intelectual. Al general le espera una sorpresa el
día siguiente. Unamuno se atreverá a levantar la voz en público para exclamar:
“Venceréis, pero no convenceréis». Al final, la pluma demostrará su valía.
Los nacionalistas no ejecutaron al anciano profesor
debido a la providencial acción de doña Carmen, la esposa de Francisco Franco,
quien había sido nombrado Generalísimo por sus pares. Era admiradora del
escritor y le brindó protección ante la turba enfurecida. Lo sacó de la
universidad en su propio automóvil y lo llevó hasta lugar seguro.
A pesar de todo, Unamuno murió pocos meses después,
el día de año viejo de 1936. Al parecer, su fallecimiento se debió a causas
naturales. Pasó ese último tiempo de vida bajo arresto domiciliario, a raíz
precisamente de su audaz discurso. Desavenencia que provocó también su
destitución como rector de la Universidad de Salamanca.
Antes de terminar, es bueno recordar que su
discurso, si bien improvisado, era consecuente con el ideario de Unamuno. Era
una constante en su pensamiento la denuncia de la retórica populista y
demagógica, la cual está basada en las pasiones políticas.
“No hay progreso sino por las ideas, y donde quiera
que estas viven y obran, sean cuales fueren, se progresa, y no se progresa,
sino que se estaciona un pueblo, donde el hueco de las ideas se llena con puras
palabras”.
Estas palabras vacías y estridentes del
totalitarismo se apoyan en una versión distorsionada y manipulada de la
realidad histórica.
“El nacionalismo es la chifladura de exaltados
echados a perder por indigestiones de mala historia”.
También exaltó la importancia de la racionalidad
para combatir las ideologías totalitarias.
“La razón es la muerte del fascismo”.
En todas estas frases encontramos el tema de la
responsabilidad del intelectual con el ideal civilizatorio, pues es un deber
enfrentar toda forma de autoritarismo, ya que su tendencia natural es aplastar
las ideas.
Hay momentos en la vida en los que debemos tomar
partido por las convicciones por sobre los propios intereses. Son oportunidades
para demostrar de qué estamos hechos. Eso ocurrió cuando aquel profesor, anciano
y solitario, enfrentó a tantos fanáticos hambrientos de sangre, armado apenas
con la convicción y la fuerza de la palabra. Nos vemos obligados a reconocer
que, con ese acto, encontró la redención de sus inconsecuencias políticas y se
convirtió en un símbolo sublime del deber del intelectual en una situación
extrema.
https://prodavinci.com/unamuno-el-peligroso-oficio-del-intelectual/
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