Matrimonio, bigamia y vida cotidiana en Nueva España
Durante un tiempo, mientras investigaba sobre
el matrimonio y la bigamia, varias veces, utilicé el concepto de “vida
cotidiana”1 para referirme a los comportamientos
que se manifestaban en las relaciones familiares matrimoniales o sociales de
los bígamos y las poliviras. Y aunque efectivamente estudiaba asuntos de la
vida cotidiana, en ningún momento reflexioné sobre la siguiente pregunta: ¿por
qué el matrimonio y la bigamia eran parte de la vida cotidiana en el periodo
virreinal novohispano? Sin duda aún es tiempo de cubrir ese faltante y para
ello este ensayo está dedicado a la reflexión acerca de la aplicación de dicho
concepto al matrimonio y a la bigamia.
Al revisar el Diccionario ideológico de
Julio Casares,2 encontré que
en la parte analógica no se le dedicaba ningún espacio a la palabra cotidiano y
en la parte alfabética sólo se hacía referencia al adjetivo diario, y al
adverbio diariamente como sinónimos de cotidiano. Lo cual indica que en la
actualidad estamos acostumbrados a pensar lo cotidiano como aquello que ocurre
diariamente. Esta referencia me dio la pauta para iniciar la reflexión y buscar
otros caminos para tener la posibilidad de considerar que el matrimonio y la
bigamia eran conductas propias de la vida cotidiana; ya que durante el
virreinato la celebración del matrimonio ante la Iglesia, se tipificaba por ser
un evento único y algo semejante ocurría con la bigamia la cual se
caracterizaba por la conmemoración de un matrimonio ilícito, pues
excepcionalmente se registraron casos de dos o más uniones matrimoniales
celebradas al margen de la ley.
En efecto en Nueva España la frecuencia
diaria atribuida a la cotidianidad3 no se
manifestaba en el matrimonio católico, porque la Iglesia había establecido que
sólo era válida una unión matrimonial, pues la unicidad, regla inmutable de la
doctrina, era una de las bases del signo sacramental del matrimonio católico.
Pero como se verá, a lo largo de este texto, la cotidianidad del matrimonio
católico y lo que ésta significaba, ésta radicaba en sus efectos, puesto que
sus consecuencias se vivían día a día y afectaban tanto a los que se casaban
lícita o ilícitamente como a aquellos que no se unían en matrimonio.
Durante el Virreinato las repercusiones
legales de la celebración u omisión del matrimonio eclesiástico eran
determinantes en la vida de los novohispanos, porque el matrimonio ante la
Iglesia era el único reconocido y la forma de unión conyugal legítima. Esta
trascendencia de exclusividad y legitimidad del matrimonio se mantuvo en el
periodo virreinal, perduró al término del dominio español y se prolongó hasta
la implantación y validación del matrimonio civil con las Leyes de Reforma,4 en la
segunda mitad del siglo XIX.
Sin duda en Nueva España, los casos de
bigamia se registraban con una frecuencia pero nunca llegaron a representar un
peligro diario para la estabilidad social o familiar.5 Sin embargo
en el virreinato la bigamia fue un comportamiento cotidiano, entre otras cosas,
porque la gente sabía el significado de ser bígamo. Esta uniformidad de
conocimientos se debió a la amplia difusión que realizaba la Iglesia al
enfatizar claramente las particularidades de la bigamia.6 También se
debió a la labor tenaz del Santo Oficio quien se encargaba de perseguir a los
bígamos y de recordarle a los feligreses la obligación de denunciarlos, pues al
no hacerlo recaía sobre los encubridores la pena del anatema7 y, en casos
extremos el juicio inquisitorial.
La bigamia era un
comportamiento de vida cotidiana basado en el conocimiento de los aspectos del
modelo de la vida matrimonial legítima que estaban vigentes durante el
Virreinato. Esto ocurría porque aquel que pretendía ser bígamo, se había casado
una primera vez y conocía los elementos básicos del modelo matrimonial
católico. Por todo esto el bígamo contaba con las bases esenciales para planear
su estrategia y volverse a casar, esta vez de manera ilícita. Sin duda el
bígamo también sabía que legalmente el primer matrimonio era el único válido y
que el segundo matrimonio, era ilegítimo; lo cual traía consigo el estigma de
ilegitimidad para los hijos nacidos de esa unión. En consecuencia, el bígamo
sabía que se convertía en delincuente, y de acuerdo con las normas imperantes
de la época, debía ser denunciado, perseguido y castigado.
Evidentemente las consideraciones anteriores
sobre la cotidianidad del matrimonio y la bigamia deben complementarse con una
reflexión apoyada en obras especializadas en el estudio del concepto de vida
cotidiana. Por ello, sin olvidar los trabajos de Jacques LeGoff, Michel de
Certeau y Franco Ferrarott,8 para aplicar
el concepto de vida cotidiana al matrimonio y bigamia me apoyé en libros de
sociología, puesto que encontré elementos teóricos importantes vinculados a la
producción y reproducción. De esta manera concluí que el concepto de vida
cotidiana es histórico porque corresponde a una época determinada, a una
sociedad específica, más aún por ser propio de los individuos pertenecientes a
un grupo o de una persona en concreto.9 Así, se
entiende que la vida cotidiana, llamada también cotidianidad, es todo aquello
que concierne a la actividad humana, como la producción de bienes materiales y
culturales, lo obvio, lo subjetivo, lo rutinario, lo comunitario, lo familiar y
lo individual o privado. Pero también forman parte de la cotidianidad las
creencias, los rituales, los modelos, las normas reguladoras de los
comportamientos y, por supuesto, los preceptos, los consensos y las reglas
personales. De esta manera cada persona a lo largo de su vida vive su
cotidianidad sumergida en una vida cotidiana social, aunada a una laboral,
comunitaria, personal, o a otra familiar, o conyugal, por sólo citar algunas
facetas de la multiplicidad de la cotidianidad.
¿Acaso no sería
más conveniente hablar de vidas cotidianas o de cotidianidades simultáneas,
superpuestas o paralelas? Sin duda, el espectro de la vida cotidiana novohispana
era múltiple, pero en este artículo sólo abordo algunos aspectos de ella, en
especial el modelo matrimonial católico y la bigamia. Puesto que el estudio de
la vida cotidiana implica el análisis de fenómenos tales como la producción,
apropiación, reproducción y manipulación; me concreto a tratar los asuntos
relacionados con la apropiación del modelo matrimonial católico, la
reproducción de dicho modelo y la manipulación que de él se hacía mediante la
bigamia. Asimismo, se hace una breve referencia introductoria acerca de la
producción del modelo matrimonial por ser un asunto de índole institucional,
fijado por la Iglesia, donde la doctrina que era inmutable y con un ritual con
reglas firmes; no obstante, estas reglas tenían posibilidades de ser modificadas,
siempre y cuando no alteraran ni pusieran en peligro el signo sacramental del
matrimonio.
EL matrimonio católico. Producción,
apropiación y reproducción del modelo matrimonial
Se dice que el ser humano al nacer recibe y
se integra a una cultura determinada, la cual con el paso del tiempo aprende e
interioriza para, posteriormente, reproducir una síntesis particular de ella.
Pero el individuo al apropiarse y reproducir el modelo cultural crea su propio
y original movimiento histórico, su especial modo de responder a los
imperativos de la vida diaria,10 en síntesis, produce y reproduce su
propia vida cotidiana en íntima relación con la cotidianidad colectiva que le
es común y le pertenece.
Este proceso de
inculturación o socialización, que supone la apropiación y reproducción, se ve
claramente al analizar el modelo matrimonial católico que se implantó en
tierras novohispanas, y ver cómo los fieles nacían, crecían y se educaban en
una cultura matrimonial. Pero, cuando llegaba el momento de casarse, los que
así lo decidían, acataban las reglas generales del modelo; las cuales estaban
establecidas por la Iglesia, y debían cumplirse por todos los miembros del
grupo sin importar sexo, estado social, étnico o económico. Por otra parte,
cada pareja, en la intimidad, vivía su vida matrimonial de acuerdo a las
necesidades del grupo familiar y con base en las posibilidades, actitudes o
actividades de cada uno de los cónyuges. Esta realidad cambiante, algunas veces
significó la adaptación de las normas para sobrevivir a los embates de la vida
diaria, tal fue el caso de los amancebados, los adúlteros o los bígamos.
El modelo
matrimonial, implantado en la Nueva España tuvo como base los aspectos
teológicos y las normas conciliares que desde el siglo XI, habían dado
fundamento a la doctrina y disciplina del sacramento del matrimonio. Los
elementos principales e inmutables de la doctrina fueron: la creencia en la
gracia sacramental que se otorgaba a los contrayentes con la celebración del
matrimonio eclesiástico, el cual requería de la unicidad e indisolubilidad y la
fidelidad. La fidelidad, aunque era necesaria, podía faltar, y su ausencia no
alteraba el signo sacramental del matrimonio; de ahí que en los códigos
eclesiástico y real se considerara a la infidelidad como un mal menor. Además,
el sacramento del matrimonio imponía a los cónyuges el compromiso de vivir
unidos, de ayudarse mutuamente y la necesidad de cumplir con el débito
conyugal, cuyo fin era la procreación.
En la disciplina
del matrimonio católico, entre otras cosas, se fijaban los requisitos para la
celebración del ritual matrimonial eclesiástico. Y aunque desde el siglo XI ya
había una normatividad para la celebración de las uniones, no se cumplía
puntualmente. Fue hasta el Concilio de Trento, en la segunda mitad del siglo
XVI, cuando la normatividad del ritual eclesiástico se hizo obligatoria para la
grey católica en general. El objetivo era evitar matrimonios clandestinos y
fijar los impedimentos matrimoniales. Después de Trento, se estableció como
norma general el adoctrinamiento de los fieles, para que conociera los aspectos
básicos del sacramento del matrimonio. Según el derecho canónico, cuando
alguien quería casarse debía confesarse. El confesor tenía la obligación de
interrogar al contrayente para corroborar que éste conociera el significado del
sacramento y si tenía idea de las obligaciones del ritual; si esto no ocurría,
el cura debía indicarle el orden de los requisitos para la celebración y
recordarle que antes de casarse tenía la obligación de confesarse.
Por cualquiera de las dos formas, los novios
se enteraban que tenían la obligación de acudir con el provisor correspondiente
para realizar los trámites de la información matrimonial, cada uno acompañado
de dos testigos para que avalaran la soltería y las facultades requeridas para
la celebración del matrimonio. Para la Iglesia el testimonio emitido bajo
juramento era digno de toda la confianza, por eso los testigos debían ser
personas católicas que conocieran ampliamente a los futuros contrayentes y de
esta manera informaran que los interesados eran personas “libres y sueltas de
matrimonio”, que podían “contraer el que pretendía”, por ser “aptos para
ayuntarse carnalmente” y consumar el matrimonio.11
Además la
disciplina contempló como parte esencial del ritual matrimonial eclesiástico,
la proclamación de tres amonestaciones; esta medida preventiva se debía
realizar con toda anticipación antes del enlace y tenía como fin detectar un
posible impedimento del matrimonio. También se estableció de manera firme la
celebración de la ceremonia matrimonial en una parroquia ante un cura, en una
misa pública con la presencia de testigos en la ceremonia religiosa y la
anotación de los datos del enlace en un libro de registro; días después el
ritual terminaba como la velación de la pareja. A la Iglesia le interesaba que
el sacramento del matrimonio fuera en un acto solemne y público, que sirviera
de ejemplo y quedara en la memoria colectiva como un acto relevante de la vida
de los contrayentes, digno de ser recordado. Con el cumplimiento del ritual y
la participación de la feligresía, la celebración pública del enlace ante la
Iglesia se convirtió en un evento trascendental para la vida cotidiana
matrimonial, familiar, social y legal de los cónyuges legítimamente unidos en
matrimonio. De igual forma, el casamiento ante la Iglesia también formó parte
importante de la vida cotidiana social de la feligresía cercana a los
contrayentes.
El sacramento del matrimonio estaba avalado
por las leyes de Dios y por las del Rey. Desde los primeros años de la
dominación española, en tierras novohispanas, se fijaron las reglas para la
celebración de los matrimonios, de ellas ya se daba cuenta en el Primer
Concilio Provincial celebrado que tuvo lugar en la ciudad de México en 1555.12 Ese hecho
pone de manifiesto que los aspectos básicos de la doctrina y de la disciplina
ya estaban definidos aunque no se cumplían de manera obligatoria. Pero a partir
de 1564, con el Concilio de Trento, se estableció su obligatoriedad y se
reformaron sólo los puntos que estaban siendo atacados por los protestantes,
quienes ponían en tela de juicio la sacramentalidad del matrimonio.13 Por ello, en
este sínodo ecuménico, se puso especial empeño en anatematizar14 las
tendencias heréticas que atentaran contra el sacramento del matrimonio o se
opusieran a la potestad que la Iglesia había adquirido, para intervenir y
reglamentar todos los asuntos legales concernientes al matrimonio católico.
La Corona española aceptó los mandatos de
Trento y juró hacerlos cumplir en todos sus dominios,15 por eso en el Tercer Concilio
Provincial Mexicano, celebrado en 1585, se retomó sin alteraciones lo ordenado
por Trento haciéndolo operativo a la realidad del territorio novohispano. Así,
según lo establecido, se podían casar las doncellas a los doce años y los mozos
a los catorce años, siempre y cuando así lo decidieran, libremente sin
presiones ni oposiciones. A partir de Trento la libertad de elección fue uno de
los elementos más importantes para la validez de la unión matrimonial ante la Iglesia.
La Iglesia novohispana, basándose en su poder y en el reconocimiento
jurisdiccional que le había dado el Rey, se encargó de difundir todo lo
relacionado con la doctrina y la disciplina del sacramento del matrimonio, y
trato de vigilar el cumplimiento del ritual matrimonial eclesiástico. Y cuando
el caso lo requirió, tomando en cuenta las costumbres regionales, la Iglesia
toleró que junto con el ritual eclesiástico se celebraran rituales sociales de
índole laica, en tanto no se opusieran al sacramento, a la libertad de
elección, ni forzaran la unión.
Asimismo, se valió de su personal
eclesiástico para lograr que la doctrina y la disciplina del matrimonio
eclesiástico, fueran conocidas y acatadas por los fieles novohispanos. Para
ello, en primer instancia y teniendo como objetivo la obtención de buenos
resultados, la Iglesia, cuidó la instrucción adecuada del personal del
Provisorato, para que cumpliera al pie de la letra lo dispuesto por Trento,16 poniendo
especial cuidado al momento de levantar la información matrimonial y,
posteriormente, al expedir la licencia correspondiente para la celebración del
matrimonio. Por su parte, a los curas se les instruyó respecto a todo lo
relacionado con el matrimonio, además ellos tenían la obligación de adoctrinar
a los fieles y enseñarles el sacramento del matrimonio y del ritual
eclesiástico. Sin duda, la participación del personal eclesiástico fue
determinante para el cumplimiento de la normatividad, en la difusión del modelo
matrimonial católico y en la educación de los fieles creyentes. Esta
participación activa también contribuyó a hacer de la celebración del
matrimonio un acto cotidiano y necesario para la constitución de las parejas
legítimas.
Ahora, analicemos la práctica, es decir,
veamos cómo el católico común y corriente se apropiaba del modelo y lo
reproducía de acuerdo a sus posibilidades y necesidades. Para ello me apoyo en
el perfil general de los contrayentes que “santificaron su unión ante la
Iglesia”.17 En este
prototipo de cónyuges legítimos no se contemplan las particularidades de la
vida conyugal que se manifestaban en cada unión y se omiten las peculiaridades
de la vida cotidiana de las parejas unidas fuera del matrimonio.
Parto de la información matrimonial por ser
el trámite básico para la celebración de un matrimonio ante la Iglesia.
Conociendo los requisitos de la información matrimonial, los desposados
seleccionaban a los testigos, eligiéndolos de entre sus familiares, amigos,
vecinos, o simplemente conocidos, pues la Iglesia requería que los testigos
conocieran de “vista, trato y comunicación” a los desposados. Este trato
directo, personal y cotidiano implicaba que los testigos debían haber penetrado
en la intimidad de los novios para informar del pasado familiar de los
contrayentes, de la libertad de elección y de decisión que tenían para celebrar
el enlace. Más aún, debían saber aspectos de la vida sexual e íntima de los
prometidos, para asegurar que los desposados al momento de presentar la
información no padecían “ninguna enfermedad que les impida el uso del
matrimonio”,18 y se llevara
a cabo el enlace .
Estas
declaraciones son algunos ejemplos y, a la vez, pruebas del trato íntimo,
cotidiano y verdadero que teóricamente debía existir entre contrayentes y
testigos. Pero el discurso acerca del deber era uno y la práctica cotidiana era
otra; por ello, en tanto unos cumplían de forma fiel con los requerimientos,
otros aparentaban hacerlo, y en realidad presentaban testigos que emitían
testimonios falsos. Los niveles de falsedad en los testimonios de los novios y
de sus testigos eran diversos, tales como: asegurar que se conocía a la persona
indicada casi desde su nacimiento, cuando en realidad se tenía una amistad
reciente; afirmar que los novios eran oriundos de una región y la verdad era
que procedían de otra; atestiguar que alguno de los contrayentes era hijo
legítimo, siendo lo contrario.
Estas argucias
utilizadas al momento de presentar la información matrimonial sólo muestran las
diversas posibilidades de reproducir el modelo institucional, adaptándolo según
se requería y cumpliendo con aquello que se podía. Estas adaptaciones podían
ser programadas o improvisadas y tenían como fin facilitar el cumplimiento del
trámite institucional. Cabe señalar que durante el virreinato los contrayentes
en compañía de sus testigos tenían que desplazarse hasta el sitio donde les
correspondiera presentar la información, esto significaba un desembolso que con
mentiras se podía evitar.
Después de cumplir
con el trámite de la información matrimonial, los prometidos se presentaban con
el cura en la parroquia correspondiente, para entregar la licencia de
casamiento que les había extendido el provisor. Al recibir este documento, el
cura de debía comprobar que los novios querían casarse sin presión alguna y, de
ser así, se iniciaba la proclamación de las amonestaciones para que finalmente
los novios se pudieran casar. La Iglesia pedía a los desposados evitaran la
convivencia marital anticipada para alejarlos de la fornicación que se
consideraba como un pecado.
Al casarse ante la
Iglesia los novios reproducían el ritual matrimonial institucional, pero la
celebración de un matrimonio también estuvo rodeada de otros rituales sociales
laicos, con éstos se hacía más significativa y memorable la ceremonia del casamiento.
Entre estos rituales, uno de los más comunes eran la celebración de los
esponsales; esta ceremonia se realizaba tiempo antes del enlace y en ella los
novios se daban “palabra de matrimonio”, pero no era obligatoria, y cuando se
celebraba podía ser de manera privada entre la pareja o públicamente ante un
cura, con la participación de la familia y hacerse una reunión con invitados.
Otro rito social consistía en presentar la información matrimonial en la casa
de la desposada en una ceremonia significativa. Ya para casarse, también se
acostumbraba vestir a la novia con un atuendo especial para el evento
religioso, en este ritual participaban las mujeres allegadas a la novia.
El ritual
eclesiástico y social del matrimonio también incluía a los padrinos de
casamiento. La Iglesia permitió la presencia de ellos en la ceremonia del
enlace y sus nombres se registraban en los libros de matrimonios junto con los
demás datos de la ceremonia; pero todo indica que para efectos legales, los
padrinos de casamiento sólo eran testigos del enlace, ya que la Iglesia nunca
estableció algún tipo de parentesco espiritual entre ellos y los contrayentes.
Después de la ceremonia religiosa se organizaban festejos con comida, bebida y
música, estas costumbres laicas junto con las prácticas que acompañaban al
ritual matrimonial eclesiástico se realizaban de acuerdo al grupo social y
económico de los contrayentes. Estos rituales laicos por lo general se
organizaban pensando en la participación de la familia, las amistades o la comunidad
y llegaron a formar parte de los eventos de la vida cotidiana pública de la
grey católica.
La gente de Nueva
España al conocer, aprendió, se apropió y reprodujo el modelo matrimonial
católico, pruebas de ello se encuentran en los archivos que guardan las
informaciones matrimoniales y en los libros de matrimonios parroquiales. Pero
la reproducción del modelo no siempre se dio de manera lineal y homogénea,
generación tras generación; ya que en ocasiones se manifestaron cortes
significativos, los cuales en ningún momento pusieron en peligro la
reproducción del modelo ni estorbaron la transmisión de la cultura matrimonial
católica. Para ilustrar este asunto veamos un ejemplo común: unos novios, cuyos
padres se habían casado legítimamente ante la Iglesia, tenían relaciones
anticipadas y procreaban sin estar casados; por diversas circunstancias, estos
novios nunca legalizaban su unión ante la Iglesia, pero esto de ninguna manera
significaba que ellos se opusieran al sacramento del matrimonio; pasado el
tiempo, cuando hijos de esta pareja estaban en edad casadera, los padres
procuraban que sus hijos sí se unieran en legítimo matrimonio. En general, los
cónyuges que vivían amancebados no emitían opiniones heréticas en contra del
sacramento del matrimonio o de la Iglesia, su forma de unión era una
alternativa para vivir en pareja; pero de acuerdo a los cánones de la época el
amancebamiento era un delito del fuero mixto.
Toda apropiación genera la reproducción y
ésta en ocasiones es una manipulación del modelo. En el caso del matrimonio
eclesiástico, la reproducción manipulada, se presentó en el uso que se le dio a
la libertad para casarse, precepto propuesto y defendido por Trento. En
apariencia la libertad era un requisito para la validez legal de la unión
matrimonial ante la Iglesia ya que en teoría no se podía forzar a los
contrayentes ni estorbarles la celebración de su enlace. Aunque en la práctica,
los padres o tutores tenían el poder legal para autorizar los esponsales de sus
vástagos y como este trámite era el antecedente del matrimonio, el permiso o la
oposición de los padres fue determinante en algunos casos. Además, los padres o
tutores tenían el poder para concertar futuras alianzas matrimoniales forzadas,
ya que los niños y niñas de ocho años podían dar palabra de matrimonio,19 y en esta edad aún estaban bajo la
tutela de los mayores. Más aún, cuando una doncella tenía una relación sexual
antes del matrimonio, sus padres o familiares procuraban la celebración del
enlace, para salvar el honor de la muchacha y de la familia. En este caso, la
Iglesia abiertamente toleraba la presión externa, por considerar que la actitud
de los padres era una medida que evitaba un “trato ilícito” eventual, sobre
todo si con ello se eliminaba la posibilidad de una posible unión ilegítima
como el amancebamiento. La Iglesia en general no cuestionó la autoridad que los
padres ejercían sobre los hijos, ya que éstos debían obediencia y respeto a sus
progenitores. Sin embargo, en ocasiones, reprobó y limitó la oposición de los
padres o los amos, en especial cuando estos injustificadamente estorbaban la
celebración del matrimonio de sus hijos o de sus esclavos.
A finales del siglo XVIII, precisamente en
1776,20 de manera legal se reforzó la autoridad
que los padres tenían para intervenir en los asuntos matrimoniales de sus
hijos. Esto se hizo mediante la Pragmática de Carlos III. Según esta
disposición el permiso de los padres era indispensable para la celebración de
un enlace ante la Iglesia; argumentándose que tal medida era necesaria para
evitar “los matrimonios desiguales de los hijos de familia”. La Iglesia
novohispana retomó tal disposición21 manejando
hábilmente el discurso conciliar de Trento y como la Pragmática era una orden
real, la llevó a la práctica.
La bigamia.
Apropiación y reproducción alterada del modelo matrimonial
La bigamia de
corte occidental, a la que también se le conoció como “poligamia”, “doble
matrimonio” o “dúplice matrimonio”, en el ámbito legislativo hispano, fue
considerada por la Iglesia y la Corona como un delito de fuero mixto y pasó a
América con los colonizadores. Como la bigamia atentaba contra los principios
de unicidad e indisolubilidad del matrimonio católico, se consideró como un
delito que debía ser severamente sancionado por las leyes de Dios y del Rey.
Por eso, cuando alguien recurría a la bigamia, debía proceder de manera oculta
ya que no se podía manifestar públicamente la simultaneidad en la convivencia
marital legítima e ilegítima. En realidad, las relaciones conyugales del bígamo
eran sucesivas, con un paréntesis temporal entre una y otra, pues la persona
que optaba por la bigamia, lo hacía después de haberse separado de su cónyuge
legítimo y vivir lejos de él y de su familia legítima.
Analicemos ahora
otros rasgos de la bigamia; la cual fue para algunos novohispanos una alternativa
que les permitió rehacer su vida sentimental, matrimonial y familiar. El perfil
del hombre o de la mujer que llegaban al “doble matrimonio” se puede sintetizar
de la siguiente manera. Estas personas se habían casado legítimamente, pero por
diversas circunstancias no podían reproducir el modelo de vida conyugal
propuesto por la Iglesia y se separaban del cónyuge legítimo. Entre las causas
que les impedían la convivencia marital figuraban asuntos de la vida cotidiana
tales como las carencias económicas, los problemas laborales, los desajustes
emocionales, la incompatibilidad de caracteres, los líos con la justicia o el
alcoholismo. Ante esta situación se procuraba una nueva forma de vida lejos del
cónyuge y de los hijos legítimos.
Por otro lado, no
rechazaban ni se oponían al modelo matrimonial cristiano ni emitían tendencias
heréticas en contra del sacramento del matrimonio, como pudo haber sido el caso
de pensar o decir “que era mejor estar amancebado que casado”. Ellos aceptaban
el sacramento del matrimonio y adaptaban el modelo matrimonial para seguir
viviendo en él. Cuando se vinculaban emocional o socialmente con su otra
pareja, optaban por celebrar una nueva unión deliberada, a sabiendas de que eso
les estaba prohibido por ser un delito. Para casarse por segunda vez, ocultaban
su verdadera identidad y su pasado matrimonial, además para lograr sus
objetivos debían celebrar el “doble matrimonio”, en un lugar en donde nadie los
conociera, para evitar que alguien impidiera la boda o se descubriera públicamente
su verdadera situación conyugal.
Notemos que en
perfil del bígamo o de la bígama, a la que también se le llamó “polivira”, se
encontraban verdaderos comportamientos cotidianos, propios de las personas que
para sobrevivir requerían del ingenio y de la improvisación. Pues los bígamos y
las poliviras vivían en un mundo en el cual sólo era válido el matrimonio ante
la Iglesia. Asimismo, la cultura católica no aceptaba la separación legal y
definitiva de los cónyuges, ya que con el llamado “divorcio” la Iglesia sólo
permitía la separación de los cuerpos y, como el vínculo matrimonial persistía,
ninguno de los cónyuges podía volverse a casar. De esta manera, los bígamos y
las poliviras se adaptaban a las circunstancias que les rodeaban y optaban por
el doble matrimonio, esperando que nadie descubriera su estrategia matrimonial
ni los denunciara. Sin duda, durante el virreinato, esta manipulación
deliberada de las normas matrimoniales vigentes era una reproducción alterada
del modelo matrimonial católico, pero además se le consideró como una
reproducción hecha al margen de la ley, porque atentaba el orden social
establecido.
Pero ¿por qué la gente común y corriente
sabía que la bigamia era un delito que atentaba contra el sacramento del
matrimonio y que debía denunciar a los bígamos ante los tribunales
eclesiásticos, en especial ante el Santo Oficio? Sin duda, la difusión y
asimilación del significado de tal conducta se logró por la campaña educativa
que la Iglesia desarrolló después del Concilio de Trento.22 En Nueva
España, mediante la divulgación de edictos anuales,23 leídos en
las misas dominicales anteriores a la Cuaresma, se explicaba con detalle a la
feligresía, cuáles eran los comportamientos que transgredían la ley de Dios;
por supuesto que entre la lista de “pecados públicos” figuraban el adulterio,
el amancebamiento y la bigamia. En estos edictos también se pedía a los fieles
que denunciaran a todos los que estuvieran en pecado público.
A la
bigamia se le consideraba como un pecado público, porque alteraba el orden de
la sucesión y representaba un escándalo público, por el engaño que se hacía al
ministro que celebraba la unión ilícita y por el daño que se hacía al segundo
cónyuge. En síntesis, según los cánones de la época, la bigamia era un mal
ejemplo que dañaba a terceros y no debía permitirse por ser un pecado público y
un delito de mixto fuero.
Por su parte el Tribunal del Santo Oficio,24 en tierras novohispanas, fue el
encargado del procedimiento judicial en contra de los bígamos, con la notable
excepción de los casos de bigamia entre los indígenas, los cuales fueron
revisados por los tribunales eclesiásticos encargados de las causas de los
naturales. Por eso, cumpliendo con su función, mediante la lectura y la
publicación de “Edictos Generales de la fe”, difundió las características del
doble matrimonio, explicando claramente que bígamo “era todo aquel que se
casaba dos o más veces, en vida de su cónyuge legítimo”. Además, por medio del
hábil manejo del “tiempo de gracia” y de la difusión de los “Edictos Generales
de la fe”, logró interiorizar en los fieles la obligación que tenían de
denunciar a los sospechosos de tal conducta. Para ello recurrió a la amenaza
del anatema para aquel que encubriera a un posible infractor y a la promesa de
indulgencia para el delator.25 Sin duda, con el manejo de la amenaza
de la excomunión y la promesa del perdón de los pecados, el Tribunal del Santo
Oficio consiguió que los fieles conocieran y recordaran las características de
la bigamia e identificaran a los bígamos, para que en su momento los
denunciaran. Suficientes pruebas de ello fueron las constantes denuncias de
bígamos presentadas ante el Santo Oficio, de las cuales unas eran infundadas y
el resto correspondía a verdaderos casos de bigamia.
Se dijo que en la vida cotidiana el individuo
común se apropia del mundo en el que nace; que aprende las normas y las
costumbres de su tiempo; que al conocer las instituciones de su sociedad las
usa y se mueve en su propio ambiente social.26 Esta
apropiación de la cultura se manifestó en las vivencias cotidianas de los
novohispanos entre los cuales se encontraban los bígamos y de las poliviras.
Veamos cómo dio esta socialización. La
apropiación cultural que incluía al modelo matrimonial católico, se iniciaba
con la educación que el individuo recibía a lo largo de la niñez y juventud,
por medio de esta educación, las personas sabían que para fundar una familia
legítima debían casarse ante la Iglesia y que el matrimonio era único e
indisoluble. Así cuando se casaban o eran testigos de un enlace, mediante la
experiencia propia y la observación, conocían el uso y manejo de la
normatividad institucional del matrimonial católico. Con este bagaje de
conocimientos, los futuros bígamos y las poliviras, de acuerdo a su
conveniencia podían manejar y manipular la normatividad del matrimonio y del
ritual matrimonial eclesiástico; tal fue el caso de la información matrimonial
presentada en el Provisorato y el ritual eclesiástico celebrado en la parroquia
ante un cura.
Veamos con detalle
cómo el bígamo y la polivira, mediante la manipulación alteraban la
reproducción del modelo matrimonial. Para ello retomemos las andanzas de estas
personas en el momento en que, el individuo separado de su cónyuge legítimo, se
involucraba sentimentalmente con otra persona. En caso de que el individuo
formalizara la relación e iniciara una convivencia conyugal al margen del
matrimonio, se consideraba que “vivía en pecado” por estar amancebado y en
adulterio. Durante el virreinato, el adulterio, fue un delito del fuero mixto,
pero se toleraba en tanto no se manifestará como un “escándalo” que alterara el
orden social. Pero si el individuo pretendía formar una nueva relación y
legalizar su unión mediante el matrimonio debía cambiar de identidad (nombre,
apellidos y origen), y ante todo debía presentarse como soltero o, en el peor
de los casos, como viudo. Con este disfraz contactaba a las personas que le
servirían como testigos en la información matrimonial para pedirles
atestiguaran que lo conocían ampliamente desde su infancia o juventud y que
estaba “libre y suelto de matrimonio”.
El acto de
participar como testigo en algún trámite legal era parte de la vida cotidiana,
ya que la gente aceptaba fácilmente atestiguar; también estaban acostumbrados a
jurar “por la señal de la Cruz y por la Santa Madre Iglesia”, diciendo que era
“verdad” lo que informaban, cuando en realidad era lo contrario. En el caso de
la bigamia, esta situación es reveladora ya que la gente daba le daba poca
importancia al hecho de ser testigo en un asunto legal y emitir un testimonio
sin fundamentos. Pues los testigos de tales informaciones matrimoniales tenían
pocos conocimientos acerca de la vida del contrayente y sólo decían lo que él
les indicaba. Lo significativo del comportamiento de los testigos es la
disponibilidad para colaborar y facilitar la celebración de un matrimonio.
Una vez conseguida
la licencia para el enlace; el futuro bígamo continuaba manejando y haciendo
uso del modelo y de las instituciones que él conocía. Para ello, acompañado de
su cónyuge se presentaba en la parroquia correspondiente y ante el cura
manifestaban que tenían la voluntad de casarse. De esta manera, los trámites
parroquiales se iniciaban con la lectura de las amonestaciones. El futuro
bígamo estaba tranquilo, ya que sabía que con el cambio de identidad libraba el
filtro detector de las amonestaciones. Cuando llegaba el día del enlace sólo él
sabía que era bígamo, ya que el párroco, el cónyuge engañado, los padrinos del
enlace y los testigos de la boda ignoraban todo lo relacionado con su verdadero
pasado matrimonial.
En caso de ser
descubierto, el bígamo era denunciado ante el Tribunal del Santo Oficio, esta
institución judicial, al recibir la denuncia, investigaba, y si comprobaba la
culpabilidad se le apresaba, procesaba y sentenciaba al transgresor. La
sentencia contemplaba la vergüenza pública, y en un acto masivo se divulgaba
entre la feligresía la culpabilidad del bígamo. Después de haber concluido el
proceso inquisitorial, como el segundo matrimonio del bígamo era ilícito se
anulaba y en caso de haber sucesión se le declaraba ilegítima. Como se ha
podido observar el estigma de los hijos ilegítimos y del cónyuge engañado se
vivían día a día, y sus repercusiones y formaban parte de la legalidad de la
vida cotidiana novohispana.
Sin duda, en el
Virreinato la denuncia de bígamos fue un comportamiento cotidiano propio de una
sociedad en la que institucionalmente se estimulaba la delación, ya que, por
diversos medios efectivos, la Iglesia urgía a los súbditos católicos para que
denunciaran a los posibles bígamos. Además, la denuncia de éstos también fue un
acto cotidiano porque formaba parte de las creencias de los católicos
novohispanos. Ellos consideraban que al delatar “no lo hacían por maldad o por
un sentimiento contrario” como la venganza, el odio o el rencor. Delataban para
cumplir con un “deber cristiano”.
La creencia en
este “deber cristiano” penetró fuertemente en las costumbres de los
novohispanos, ocasionando que las personas se sintieran culpables por el simple
hecho de saber de un caso de bigamia. Por ello, requerían de la confesión y de
la obtención del perdón mediante la delación, de esta forma “descargaban la
conciencia”. En este ambiente la delación fue una costumbre cotidiana de gran
importancia que permitía cumplir con lo que “mandaba la Santa Madre Iglesia
Católica”. Para los fieles esta obediencia significaba “estar en paz, con la
conciencia tranquila”, ya que la gente creía que, con las indulgencias ganadas
mediante la delación, se aseguraban el perdón de los pecados. El “deber
cristiano” fue un control que actuaba de manera efectiva en la persona,
moviendo los resortes de la conciencia personal. Por eso cuando algún feligrés
había encubierto a un bígamo, después de haber vivido en silencio con la culpa,
al momento de acercarse el final de su vida, se confesaba en artículo de muerte
y ante su confesor delataba al bígamo, para lograr la absolución y morir en
paz.
Corolario
Imposible concluir
cuando apenas se ha iniciado la reflexión sobre la vida matrimonial cotidiana
en Nueva España. Para terminar, haré dos comentarios: uno de ellos se refiere a
la simultaneidad de cotidianidades y el otro a la diversidad de formas de reproducción
de un modelo. Respecto al primer asunto es necesario entender que las vivencias
del ser humano son múltiples y que el individuo en la vida diaria representa
varios roles a la vez, (marido, padre de familia, familiar en línea directa o
transversal de otros parientes, padrino, compadre, católico creyente, miembro
de un vecindario o trabajador), porque el individuo al producir a lo largo de
su vida su propia historia, experimenta día a día la diversidad y la
simultaneidad de cotidianidades. De esta manera la complejidad de las
relaciones conyugales se pone de manifiesto porque las vivencias cotidianas son
múltiples y se transforman constantemente en ciertos marcos permitidos.
La complejidad de
la simultaneidad de la vida cotidiana es un reto metodológico para los estudios
históricos y, por supuesto, este ensayo no pretende resolver tal problema; sin
embargo, la respuesta más inmediata fue limitar al análisis abarcando algunos
aspectos de la vida matrimonial cotidiana, concretamente los relacionados con el
cumplimiento o incumplimiento del modelo matrimonial católico. A pesar de tal
limitación, con ambos ejemplos mostré cómo las vivencias matrimoniales
cotidianas en ocasiones se planeaban y en otras se improvisaban, asimismo
demostré que estas vivencias cotidianas iban marcando la forma de vida del
individuo y su relación particular con la familia, la sociedad y las
instituciones que determinaban los modelos de conducta.
Con el estudio del
modelo matrimonial católico, se mostró cómo los esposos novohispanos se
desenvolvían en tres niveles diferentes de cotidianidades; así, mientras unas
eran de tipo privado, caracterizadas por la ejecución de actos personales
aprobados o sancionados de manera íntima e individual; otras eran comunitarias
y consistían en la realización de actividades aprobadas o reprobadas por el
consenso social; y otras más correspondían a las cotidianidades de tipo legal
y, por medio de ellas, el individuo se enfrentaba a la alternativa de ejecutar
actos lícitos o ilícitos. En este conjunto de cotidianidades se destacó la
figura del bígamo, por su capacidad de improvisación, adaptación y manipulación
de las normas de modelo matrimonial católico; todas éstas eran aptitudes
desarrolladas para sobrevivir en un mundo que lo limitaba y le impedía rehacer
su vida conyugal por la vía legal.
Por otra parte, el
análisis de la bigamia expuso la complejidad de la superposición de
cotidianidades legítimas e ilegítimas. Ante esta dinámica de superposición se
podría considerar que la vida cotidiana del bígamo era caótica, aunque en
realidad era distinta, puesto que las vivencias del bígamo evidenciaron la
secuencia de un movimiento con un orden lógico, que se iniciaba con la unión
legítima de la pareja, continuaba con la desarticulación de la convivencia conyugal
y culminaba con la organización de una nueva relación marital en apariencia
legítima. Esta organización superpuesta se caracterizaba por la permanencia de
la validez legal del matrimonio eclesiástico; por eso el bígamo simultáneamente
era cónyuge legítimo de un compañero e ilegítimo de otro y, de igual manera,
era progenitor de descendencia legítima e ilegítima.
Cabe destacar que
la simultaneidad no se manifestó en la convivencia marital legítima e ilegítima
de los bígamos novohispanos, tal vez esta simultaneidad no se dio por el hecho
de que hubiera significado “un escándalo público” y con él se hubieran alterado
tajantemente las normas morales, sociales y personales establecidas en la
época. En ese ambiente social resultaba imposible la convivencia simultánea y
pública, en un mismo hogar, de un esposo con dos o más cónyuges legítimos. Fue
así como el bígamo tenía que olvidarse y separarse temporalmente de su vínculo
matrimonial legítimo y de las responsabilidades que había adquirido con el
núcleo familiar legítimo, para fundar una nueva familia, dándole visos de
legitimidad.
Por último, el
análisis de la bigamia permitió constatar que en la vida cotidiana la
reproducción del modelo no siempre se daba de manera lineal o uniforme, en
ocasiones ésta se hacía de manera legal y en otras se realizaba por caminos
ilegales. La reproducción de las formas legales de cotidianidad también
presentó alteraciones y omisiones, pero éstas se toleraban porque no
perturbaban los fundamentos esenciales del modelo. En cuanto a la reproducción
ilegal, como trastornaba y contravenía las normas esenciales del modelo, se le
consideró como una conducta perniciosa y delictiva. Pero, de hecho, era una
forma de producción individual de la vida que adaptaba y manipulaba las normas.
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Citas
1.
Por lo general el
concepto de “vida cotidiana” me servía para referirme a las vivencias
personales de los bígamos, como ejemplo cito los siguientes ensayos: “Desacato
y apego a las pautas matrimoniales. Tres casos de poliandria del siglo XVIII”,
en Del dicho al hecho… Transgresiones y pautas culturales en Nueva España,
Seminario de Historia de las Mentalidades, México, INAH, (Científica 180),
1989, P. 91-97; “Tres matronas del siglo XVIII y su influencia en la vida
conyugal de los hijos”, en Familia y poder en Nueva España, Seminario de
Historia de las Mentalidades, México, INAH, (Científica 221), 1991, pp.
143-154; “Uniones matrimoniales sancionadas por el consenso de la comunidad.
Siglo XVIII”, en Comunidades domésticas en la sociedad novohispana. Formas de
unión y transmisión cultural, Seminario de Historia de las Mentalidades,
México, INAH, (Científica, 255), 1994, p. 139-153.
2.
Julio Cásares,
Diccionario ideológico de la lengua española, Barcelona, Editorial Gustavo
Gili, 2ª. ed., 1980, p. 230.
3.
Abbagnano Nicola,
Diccionario de Filosofía, trad. Alfredo N. Galletti, México, FCE, 2ª. ed.,
1995, p. 256. El término cotidianidad fue introducido por Heidegger para
designar la “modalidad ónticamente inmediata del ser ahí”. La cotidianidad hace
referencia a las situaciones que el hombre se encuentra con más frecuencia en
el transcurso de su vida.
4.
Felipe Tena
Ramírez, Leyes fundamentales de México. 1808-1967. México, Editorial Porrúa, 3ª.
ed., 1967, pp. 642-643. El 23 de julio de 1859 se expidió el decreto en el que
se ordenaba la reglamentación de la “Ley del matrimonio civil”.
5.
Entre los estudios
cuantitativos sobre la actividad del Tribunal del Santo Oficio y la frecuencia
delictiva figuran: Alberro Solange, La actividad del Santo Oficio de la
Inquisición en Nueva España 1571-1700, México, INAH-DEH, (Científica, 86),
1981, 271 pp. Dolores Enciso Rojas, El delito de bigamia y el Tribunal del
Santo Oficio de la Inquisición Nueva España. Siglo XVIII, México, UNAM, Tesis,
1983, 201 pp.
6.
Nicolau Eimeric y
Francisco Peña, El Manual de Inquisidores, España, Muchnik Editores, S.A.,
1995, pp. 127-145.
7.
Idem.
8.
Michel de Certau,
La invención de lo cotidiano, trad. Alejandro Pescador, México, Universidad
Iberoamericana, Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente,
Centro Francés de Estudios Mexicanos y Centroamericanos, 1996, 229 pp. Jacques
LeGoff, Lo maravilloso y lo cotidiano en el Occidente medieval, trad. Alberto
L. Bixio, Barcelona, Editorial Gedisa, 3ª.ed., 1994, 187 pp. Franco Ferraroti,
La historia y lo cotidiano, trad. Claudio Tognonato, Barcelona, Ediciones
Península, 1991, 205 pp.
9.
Las obras de
Heller Ágnes, Sociología de la vida cotidiana, trad. J. F. Yvars y E. Pérez
Nadal, Barcelona, Ediciones Península, 4ª. ed., 1994, 418 pp.; La revolución de
la vida cotidiana, trad. Gustau Muñoz, Enric Pérez Madal e Iván Tapia,
Barcelona, Ediciones Península, 2ª. ed., 1994, 201 pp. y Franco Ferraroti,
op.cit., son sólo algunas publicaciones que dan la pauta para aprehender y
utilizar el concepto de vida cotidiana. Por ejemplo, Ágnes Heller en su libro
Sociología de la vida cotidiana en la p. 21, apunta que “todo hombre al nacer
se encuentra en un mundo ya existente independiente de él. Este mundo se le
presenta ya constituido y aquí él debe conservarse y dar prueba de capacidad
vital. El particular nace en condiciones sociales concretas, en sistemas
concretos de expectativas, dentro de instituciones concretas. Ante todo, debe
aprender a ver las cosas, apropiarse de los sistemas de usos y de los sistemas
de expectativas, esto es, debe conservarse exactamente en el modo necesario y
posible en una época determinada en el ámbito de un estrato social dado. Por
consiguiente, la reproducción del hombre particular es siempre reproducción de
un hombre histórico, de un particular en un momento concreto.
10. Franco Ferraroti, op.cit., p.5; entre
“los elementos que constituyen la vida cotidiana se encuentran aquellos que son
comunes a todos, porque todos saben de ellos o los conocen, como por ejemplo el
casarse, el vivir en pareja”. Para Heller Ágnes, Sociología de la vida
cotidiana, p. 14, la vida cotidiana también es conocimiento y se aprende
mediante la educación. Jean Carles Melich en su obra Del extraño al cómplice.
La educación en la vida cotidiana, Barcelona, Anthropos Editorial del Hombre,
1994, p.69-70, apunta que “la vida cotidiana se constituye dinámicamente en
función de las interacciones que los sujetos entablan entre sí”.
11. Las frases entrecomilladas se localizan
en los testimonios de los contrayentes y de los testigos, transcritos en las
informaciones matrimoniales levantadas por el provisor correspondiente. El
material consultado se localiza en los procesos que el Tribunal del Santo
Oficio instruyó en contra de los bígamos en el Archivo General de la Nación.
12. Concilios primero y segundo, celebrados
en la muy noble y muy leal ciudad de México. Presidiendo el Illmo. Y rmo. Señor
Don Fray Alonso de Montúfar, en los años de 1555 y 1565, México, Imprenta del
superior gobierno del Br. D. Joseph Antonio de Hogal, 1769, 396 p.
13. “Doctrina sobre el sacramento del
Matrimonio”, en El Sacrosanto y Ecuménico Concilio de Trento, trad. Ignacio
López de Ayala, París, Librería de Rosa y Boures, 1860, pp. 300-316.
14. Se estableció la excomunión para todo
aquel que dijera, pensara o hiciera algo en contra del sacramento del
matrimonio o cuestionara la autoridad que tenía la Iglesia para intervenir en
todos los asuntos morales y legales del matrimonio.
15. Ibidem, p. 455.
16. Concilio III Provincial Mexicano,
celebrado en México el año de 1585, México, Eugenio Maillefert y Compañía,
Editores, 1859, p. 342-351.
17. Estas palabras se utilizaban de manera
común para referirse a los esposos legítimos.
18. Las informaciones matrimoniales se
elaboraban de acuerdo a un patrón, éste marcaba las preguntas que se debían
hacer a los testigos. En el siglo XVIII, además de las cuestiones generales, se
interrogaba acerca de la existencia de enfermedades venéreas. La presencia de
cualquiera de ellas en ningún momento se consideró como un impedimento del
matrimonio pues, de acuerdo a los criterios de la época, sólo limitaban la
convivencia carnal.
19. Juan N. Rodríguez de San Miguel,
“Esponsales y matrimonio en general”, en Pandectas hispano-mexicanas, vol. II,
México, UNAM, 3ª. ed., 1980, p. 395-420.
20. Ibidem, p. 403-406.
21. Concilio Provincial Mexicano IV.
Celebrado en la Ciudad de México el año de 1771, Querétaro, Imprenta de la
Escuela de Artes, 1898, p. 175. “La patria potestad es de Derecho Divino
natural, y positivo; por consiguiente, es debida por todos los Derechos la
obediencia, reverencia, y honor de los hijos a sus Padres, y se peca contra
piedad siempre que los hijos intentasen entristecerles con un matrimonio
desigual por el que se sigan escándalos; disturbios, y fatales consecuencias, y
para cortar estos daños, manda este Concilio con arreglo al Tridentino que
abominó y detestó los contrahidos contra la voluntad de los Padres…
22. El Sacrosanto y Ecuménico Concilio de
Trento, p. 455.
23. Concilio III Provincial Mexicano,
celebrado en México, en el año de 1585, p. 63-64.
24. Nicolau Eimeric, op.cit., p. 127.
25. Ibidem, pp. 127-135, 145.
26. Heller, Ágnes, Sociología de la vida
privada, p. 29.
https://www.dimensionantropologica.inah.gob.mx/?p=1186
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