miércoles, 1 de octubre de 2025

 

Mujeres y familia en Nueva España

 

LA HISTORIA DE LAS MUJERES EN NUEVA ESPAÑA ha dejado de ser en los últimos años un continente olvidado y totalmente desconocido. El desarrollo del movimiento feminista y la toma de conciencia que lo acompaña provocaron la aparición de múltiples estudios, trabajo de algunas historiadoras pioneras que dedican sus esfuerzos al tema,1han permitido

rescatar parte de esta historia e invitar a establecer un primer balance historiográfico ahora que las fuentes y la metodología, así como el avance de la reflexión teórica auguran un adelanto significativo.

Esto no quiere decir, por supuesto, que la visión de las mujeres novohispanas que aquí se presenta esté completamente clara, que no haya todavía muchas zonas oscuras e incompletas. Aunque paulatinamente se esté construyendo una historiografía sobre la mujer, todavía queda mucho por hacer y todo intento de síntesis se encuentra con que falta el trabajo en fuentes primarias, las monografías completas que permitirían responder a tantas preguntas como se plantean. Sabemos mucho de algunas capas privilegiadas en la sociedad novohispana, como las mujeres de la aristocracia española,2o de las monjas, también españolas en su mayoría.3Pero no se sabe casi nada de los grupos inferiores, de las sirvientas, de las esclavas y, más generalmente, de las mujeres pobres del campo o de la ciudad, pertenecientes a los grupos indígena, negro o mestizo. En otras palabras, la historiografía refleja las relaciones de fuerza de la sociedad colonial y ofrece mucha mayor documentación acerca de las mujeres que, porque tenían mayor poder, derecho a la palabra, la escritura y la cultura, tenían mayor posibilidad de dejar huellas, recuerdos o memorias.

Un punto que nos parece fundamental es dilucidar si las mujeres constituyen un grupo que experimenta su identidad colectiva frente al grupo de los hombres en una relación que podemos definir globalmente como de opresión, esto debería ser comprobado por el trabajo del historiador, ya que no basta enunciar un hecho, hay que formularlo como un problema historiográfico. Pero dentro de la sociedad colonial hubo una gran diversidad de condiciones para las mujeres, diferencias vinculadas con el poder, la riqueza, el acceso a la cultura y, sobre todo, con el grupo étnico al que pertenecían. Esto explica que, en comparación con el estudio de otros conjuntos histórico sociales, sea particularmente difícil dibujar una imagen completa de la vida femenina colonial.

Además, tanto en Nueva España como en otras partes, la historiografía de las mujeres abarca una cantidad de temas distintos cuya lista sería larga. Sobre muchos de esos temas se puede decir poca cosa y otros son todavía muy problemáticos, como el trabajo doméstico o el del amor materno, del que hablaremos más adelante.

El punto de vista de este trabajo, que permite, aun sin abordar la totalidad del campo de la historia de la mujer, enfocar ciertos aspectos fundamentales, es el problema de la relación con la familia, una estructura esencial de la sociabilidad tradicional en el campo económico, social, político, religioso o cultural. Este punto de vista tiene, además, la ventaja de que los estudios hechos en los últimos años, por ejemplo por el Seminario de Historia de las Mentalidades, han aportado bastante sobre el asunto.4El uso de nuevas fuentes, la configuración de nuevas problemáticas y el aporte de nuevas metodologías han levantado parte de la censura historiográfica5 antes señalada. Se sabe algo más de la existencia familiar de algunas mujeres novohispanas escondidas u olvidadas y se puede presentar un cuadro más contrastado de la condición familiar femenina en aquella época.

Para quien quiere dedicarse al estudio de las mujeres novohispanas, las fuentes no faltan. En primer lugar, hay textos normativos de todo tipo (leyes, edictos, obras de moralistas o de médicos, etc.) que permiten identificar y dibujar los problemas. Procesos como los de la Inquisición, proporcionan en sus testimonios una abundante información sobre los comportamientos y en los “discursos de la vida”. Los datos de la demografía histórica permiten conocer hechos de efectos masivos ocurridos en pueblos o en regiones enteras y colocar las existencias individuales en un marco más amplio. Un punto fundamental es advertir la gran distancia que existe entre las normas y los comportamientos, el amplio espacio aleatorio que según Philipe Aries es característico de las sociedades tradicionales.6

El matrimonio es un momento decisivo en la existencia familiar de la mujer, es el nudo matrimonial que teje la existencia social y cambia el estatuto femenino. De ahí la conveniencia de definir tres aspectos de la relación de la mujer con la familia: el estado de “doncella”, cuando se prepara para el matrimonio, el estado de esposa y el estado de todas las mujeres que viven por distintas razones fuera del estado matrimonial.

La doncella, una mujer para el matrimonio

Como todo ser humano, la mujer entraba en la vida familiar cuando nacía, a menos que formara parte del gran número de niños abandonados que recogía la Iglesia. De este acontecimiento sabemos poco: ¿cómo pasaba el parto?, ¿qué tipo de rituales lo acompañaban?, ¿cómo se recibía al niño? Suponemos que el parto era un momento de solidaridad femenina, dirigido por una mujer de experiencia, la “matrona”, considerada más por su saber tradicional empírico y por su moralidad que por su conocimiento teórico.

De la niñez tampoco se sabe mucho, por las mismas razones, pero en esto pasa lo mismo con los hombres. La historiografía mexicana queda de alguna manera en una fase “preariesana”.7Los niños y las niñas eran seguramente numerosos, porque las mujeres fueron muy fecundas durante toda la época colonial, con excepción de las épocas de hambruna, en las que muchos sufrían de “amenorrea”. Sin embargo, los escasos datos demográficos de que disponemos nos llevan a pensar que muchos niños morían antes de llegar a la edad adulta y que, por lo menos en los siglos XVI y XVII es probable que fuesen vistos con cierta indiferencia antes de tomar parte en la existencia familiar. Las críticas de los médicos ilustran dos contras la ignorancia de las parteras8 reflejan, al mismo tiempo que los prejuicios acerca de las prácticas tradicionales, una toma de conciencia de la “masacre de los inocentes”, o sea la muerte de muchos niños a temprana edad, a causa del descuido de su higiene. Sería muy interesante estudiar este punto tomando en cuenta esos discursos médicos y los testimonios que tenemos sobre las costumbres tradicionales. ¿Qué podemos saber de los usos relacionados con el parto, y de las diferencias entre grupos étnicos y entre el campo y la ciudad? No se puede decir mucho al respecto.9

Sabemos que una moda que venía de Europa impuso el uso de nodrizas como una práctica bastante común, pero desconocemos por completo el alcance del fenómeno, su difusión entre los diferentes grupos sociales y su posible influencia sobre la demografía. En Europa (y más especialmente en Francia), se ha relacionado la “masacre de los inocentes” con la costumbre generalizada principalmente entre las clases acomodadas, pero también en las clases media y media baja de mandar a los niños fuera de las ciudades para que fueran nutridos por sus nodrizas.10

En Nueva España esa costumbre tuvo una aplicación diferente. Las nodrizas vivían en las casas y eran indígenas o negras. Hace falta conocer más de la influencia de las nodrizas o “nanas” en la cultura mexicana, puesto que, en toda cultura, pero especialmente en ésta, la relación con la madre ha sido muy sensible. Los antropólogos sociales, de inspiración más o menos psicoanalítica, han insistido mucho en que la primera infancia, el tipo de relación que los niños y más específicamente las niñas tienen con sus madres y con sus padres durante esta etapa, condiciona elethos de una cultura, y que se refleja por ejemplo en los mitos, y en los refranes. El estudio sistemático de los mitos y refranes de la época colonial podría ayudar mucho a conocer esta experiencia básica. Además, es de especial importancia remitir los usos coloniales al choque de culturas de la conquista, que cambió drásticamente a las familias imponiéndoles un modelo de familia monogámica que determina una relación con la madre más estrecha y, probablemente, una estructura edípica más rígida.11

De la vida cotidiana de las niñas y de los niños en Nueva España se sabe poco. En los archivos criminales los vemos andar con mucha libertad, asociados, sobre todo en las clases populares, a las actividades de los adultos, dedicados a algunas tareas sencillas: iban a recoger leña, llevaban comida a los hombres que trabajan en el campo y también cobraban dinero prestado. El juego me parece haber sido una actividad principal. Las niñas ayudan a sus madres en las tareas domésticas. María Felipe María (alias María Gertrudis Rosas), una mulata bígama de San Andrés Chalchicomula, dice que “se crió en compañía de sus padres, hasta que se casó, ayudándoles a los quehaceres de su casa”. Además, cuenta que aprendió a hilar y a coser.12 Entre los negros, a pesar de las prohibiciones, había niños que habían sido traídos desde muy chicos y que desempeñaban tareas productivas o de servicios.

Para las niñas de la aristocracia española e indígena, la situación era distinta. Había para ellas escuelas especiales, fundadas desde el principio de la colonia, destinadas a enseñarles las tareas domésticas y mujeriles tradicionales: tejer, bordar y aprender la doctrina cristiana. En 1683 se creó el colegio de Belén para niñas pobres, donde las internas aprendían doctrina, bordado y música para tocar órgano o cantar en las ceremonias religiosas. En los pueblos y en las parcialidades indígenas había pequeñas escuelas, llamadas “de amigas” o “migas”, donde las niñas podían aprender a escribir y a leer bajo la autoridad de una maestra. Dicho de otro modo, hay que reconocer que hubo, durante toda la época colonial, alguna forma de escuela para la niñez de las mujeres, pero no se puede dejar de dudar acerca de la eficacia de estas escuelas cuando se ve el alto grado de analfabetismo entre las mujeres, pues muy pocas parecen ser capaces de firmar. Algunos escritores ilustrados como Fernández de Lizardi se preocuparon mucho por la falta de cultura de las mujeres, porque consideraban que la educación de la mujer era necesaria para la buena crianza de los hijos; efectivamente, en la segunda mitad del siglo XVIII hubo mayor desarrollo de la enseñanza femenina.

Desde su más temprana edad, en todo caso, la mujer debió conocer el desprecio de la sociedad hacia su sexo, desprecio que seguramente puede encontrarse en los refranes usados en aquella época. De este antifeminismo dan prueba las múltiples violaciones, muy frecuentes entre las niñas indígenas y las negras, las más expuestas de la época colonial.13

El ethos femenino impuesto por la moral dominante era de sumisión absoluta al hombre, primero al padre y luego a los hermanos, aunque en la práctica si no iba demasiado lejos, la mujer podía manifestar cierta independencia de comportamiento. Durante su niñez, la mujer estaba bajo la “patria potestad” de su padre y después bajo la de su esposo, frente a quien seguía en una situación de inferioridad que le impedía atestiguar en justicia sin la autorización del esposo.

Toda la educación de la mujer era una preparación para el matrimonio. Lo que se le enseñaba no tenía otra meta que la formación de buenas esposas y no atendía al desarrollo personal de la niña, aunque un ser excepcional como sor Juana Inés de la Cruz, por ejemplo, haya podido sacar algún provecho personal de su educación. La doncella estaba totalmente predestinada desde su más tierna edad a ser una esposa, pues en las familias de las clases superior y media su matrimonio significaba una alianza provechosa para toda la familia.

La niñez parecía ser una edad inacabada que no valía en sí misma. Los rasgos de comportamiento de los niños que hoy se consideran naturales eran rechazados como profundamente negativos. Un estudio reciente sobre la imagen ideal del niño en las biografías de religiosos sobresalientes14 muestra que el camino de la santidad y de la perfección suponía el rechazo de los rasgos comunes y corrientes de la niñez: la espontaneidad, la dedicación al juego, etc. Los niños y niñas que llegaban a la santidad religiosa abandonaban desde muy temprano la conducta “infantil” y manifestaban contención, autodominio, dedicación al estudio y respeto a los padres. Es evidente que no se veía a la niñez más que como un mal necesario o una fase meramente transitoria que se debía soportar sin dedicarle ninguna importancia especial. Nada, ni en el vestuario, ni en las actividades, revela un especial interés por lo específicamente infantil.

El problema de los límites de la etapa de la niñez toma, desde este punto de vista, una significación particular, especialmente para las mujeres. Se podría decir que el final de la niñez era la edad legal del matrimonio: 12 años para las mujeres. Sin embargo, también podemos pensar que esta edad no significaba gran cosa para la gente. Hay razones para pensar, por datos de otros estudios, que la pubertad era más tardía (alrededor de los 15 años), pues el matrimonio se producía generalmente entre los 15 y los 18 años.15Pero para la mujer, es evidente que el matrimonio y el final de la infancia no tenían la misma trascendencia que para el hombre, ya que al casarse no conquistaba una plena independencia. Su situación de inferioridad se prolongaba bajo otra forma sin permitirle llegar a una verdadera madurez, seguía viviendo la debilidad de la niñez, de donde el hombre había salido definitivamente.

La mujer casada: apremios y deberes del estado matrimonial

El matrimonio era un momento clave de la vida de las mujeres y se le preparaba con mucho cuidado, y como se casaban bastante jóvenes, el asunto era una preocupación temprana en la vida de la doncella y su familia.

Sin embargo, la edad para el matrimonio variaba mucho según las clases sociales. El estudio de Claude Morin sobre Santa Inés Zacatelco16 enseña que la edad promedio para el matrimonio de las mujeres era de 18 años, pero muchas se casaban a una edad menor. Había también una diferencia notable entre las indígenas y las no indígenas, que se casaban más tarde. Este fenómeno está comprobado por el estudio de Patricia Seed sobre la clase alta y media,17 quien señala que la edad matrimonial de las mujeres de este grupo era algo más de 20 años a lo largo de los tres siglos de la colonia. Se puede decir entonces que el matrimonio era más fácil de realizar en las clases populares que en las clases superiores. Dicho de otro modo, parece que el matrimonio se preparaba y se postergaba a medida que se ascendía en la escala social. También parece que el matrimonio era más frecuente en unos grupos que en otros. Los datos del censo de 1793 dan los siguientes porcentajes:18

Mujeres casadas

Españolas 90.9

Africanas 50.0

Americanas 66.4

Vemos que, aunque muchas mujeres españolas se hacían monjas, la gran mayoría de ellas se casaba, lo que no sucedía entre la población africana ni tampoco en la población americana. Esto parece indicar que, si bien las mujeres españolas se casaban más tarde, tenían también mayores posibilidades de encontrar marido porque los hombres preferían casarse con mujeres de este grupo socialmente privilegiado. Esta facilidad de las españolas para encontrar un esposo se comprueba por la cantidad de segundos casamientos, que sugiere el reducido porcentaje de viudas que hubo entre las españolas. Entre los otros grupos, en cambio, eran más numerosas las mujeres que nunca se casaban, que vivían amancebadas o eran abandonadas por hombres que se casaban con mujeres españolas. En el caso de las negras, su condición de esclavas domésticas disminuía bastante las posibilidades de matrimonio, lo mismo que las indígenas que trabajaban de sirvientas.

La elección del cónyuge era un asunto importante y muy delicado. La ley de la Iglesia consideraba que el matrimonio debía ser un acto libre y defendía la libertad de los contrayentes, pero eso no implica que una mujer estuviera autorizada a casarse con cualquier hombre de su gusto.

La Iglesia misma imponía estrictas prohibiciones de parentesco que descartaban a muchos de los hombres más cercanos, a menos que el obispo otorgara una dispensa. Pero las consideraciones más apremiantes eran las de tipo social y económico, aunque no siempre se expresaran en términos claros. El mecanismo de la alianza prohibía contraer matrimonio con una persona desigual, perteneciente a estratos sociales o étnicos inferiores.

Dice Patricia Seed, en su estudio sobre las relaciones entre padres e hijos, que no eran pocos los casos de oposición de los padres a la elección de sus hijas.19A lo largo de los tres siglos de la colonia, la libertad de las jóvenes se fue limitando cada vez más, a medida que la Iglesia abandonó su defensa de la libertad de los cónyuges. El punto de vista de los padres se hizo más apremiante en el siglo XVIII a causa de la fuerte rivalidad entre los españoles peninsulares y los criollos. Algunos padres se apasionaban tanto en este tipo de asuntos, que se mostraban dispuestos a usar la violencia contra sus hijas. Patricia Seed menciona el caso de una madre que había amenazado a su hija en presencia de testigos, con cortarle el pelo o con ahogarla si no la obedecía.20También había casos en que los mismos padres no estaban de acuerdo entre sí.

La necesidad de preservar su valor para el matrimonio exigía que la vida de las doncellas estuviera estrechamente vigilada. No podían salir sino acompañadas por una “dueña” que trataba de alejar todo trato indeseado. En las novelas de la época que reflejan una parte de toda esta realidad, hay relatos de encuentros en las iglesias, de ardides, de cartas intercambiadas en secreto, de conversaciones nocturnas desde una azotea, de la complicidad de las sirvientas. Todo eso ocurría, pero en medios socialmente elevados, que vigilaban con mucho celo el capital simbólico cifrado en la virginidad de la doncella.

Lo común era que cuando dos jóvenes se habían encontrado en lugares lícitos o en secreto, el pretendiente pidiera el matrimonio por medio de una persona honrada, un viejo cura o un pariente de la familia. Cuando los proyectos de los jóvenes se oponían a los proyectos de los padres, había la tentación de forzar la decisión del padre por medio de un rapto y un matrimonio clandestino. Este medio parece haberse difundido bastante, pues una Pragmática Real condenó severamente en 1776 los matrimonios clandestinos, para preservar la autoridad de los padres y el orden social y étnico. El riesgo de las relaciones no autorizadas podía hacer más excitante el amor, pero terminaba muchas veces en callejones sin salida que no dejaban a la mujer otra posibilidad que la vida religiosa.

En las clases populares, en cambio, la cosa era mucho más sencilla. Las doncellas no vivían tan recluidas como las mujeres de la aristocracia y de la burguesía. La elección del cónyuge era más libre porque la apuesta era menos importante y el sentimiento tenía más cabida. Los novios se hacían promesas materializadas por un intercambio de regalos, aunque había muchachas que se quejaban después de incumplimiento de la palabra de casamiento, del engaño que a veces las dejaba embarazadas. La ley consideraba que las relaciones sexuales realizadas por una mujer bajo una presión moral o por engaño equivalían a una violación y que el hombre que las había provocado tenía que compensar la pérdida del honor femenino.21

Cuando la mujer se casaba, aportaba una dote cuyo valor podía ser considerable, aunque en la mayoría de los casos consistía en algunas prendas de vestir u otros objetos, y que no pertenecía al marido. Esa dote estaba destinada a compensar los gastos que la mujer ocasionaría a su esposo y por lo mismo a garantizar sus medios de subsistencia. El esposo usufructuaba de hecho el valor de la dote durante el tiempo del matrimonio. Si el matrimonio se disolvía, la esposa recuperaba la dote. Sin embargo, aunque la mujer que podía tener una dote se hacía más atractiva, y había algunas fundaciones religiosas dedicadas a constituir dotes para huérfanas, esta aportación no era un requisito indispensable para casarse.22

Aunque la dote fuera una garantía de que la mujer tendría siempre medios económicos suficientes para vivir, en algunos casos ocurría que la dote desaparecía por mala administración o por despilfarro del esposo. También el hombre tenía que aportar cuando se casaba cierta cantidad de dinero llamada arras, correspondiente a 10 % de sus bienes en el momento del matrimonio, para asegurar el mantenimiento de la mujer.

Sería muy interesante estudiar sistemáticamente series de contratos de matrimonios para precisar la importancia de las dotes y los diferentes usos que les daban las distintas capas de la sociedad colonial.

La vida cotidiana de las mujeres casadas difería mucho según el estatus social. El ideal mediterráneo traído por los españoles era la clausura, es decir, que de la misma manera que en la casa de su padre antes del matrimonio, la mujer casada debía permanecer encerrada, dedicada a trabajos domésticos, a bordar, a leer obras pías y a cuidar a sus hijos. En las clases medias y populares, este ideal no era nada respetado, ya que las mujeres se dedicaban a muchas tareas productivas o de servicio fuera de la casa: comercio, trabajo doméstico (sirvientas, blanqueadoras, trajinantes, costureras) y productivo (hilanderas, fabricantes de velas, cigarreras).

Por eso, mientras las mujeres de las clases inferiores tenían muchos contactos con el exterior, las damas se aburrían dentro de las casas. Salían solamente para ir a misa y en coches cerrados. Es cierto, sin embargo, que, en la división social y espacial del trabajo, las mujeres acomodadas gozaban de cierta responsabilidad en el espacio casero que les tocaba, mandaban a los domésticos y organizaban de manera soberana la vida dentro de la casa. No hacían un “trabajo fantasma”,23 sino un trabajo reconocido como suyo en el orden social.

Con todo, no hay que exagerar esta rígida separación espacial y funcional. Las excepciones también son innumerables en todas las clases sociales. Hubo mujeres que estaban asociadas con sus esposos en el siglo XVIII, el desarrollo de las actividades industriales necesitó más mano de obra y a partir de 1798, una Real Pragmática liberalizó el acceso al trabajo a las mujeres, que les dio cierta autonomía frente a sus roles tradicionales, aunque las sometió también a un nuevo despotismo (el de la fábrica). En efecto, como se sabe muy bien, la entrada de la mujer en la vida productiva no implicó una reorganización total de los roles familiares, sino que la mujer conservó sus principales tareas domésticas, que se transformaron en “trabajo fantasma”. Pero en la época colonial apenas empezaba esa evolución y la mayoría de las mujeres, sobre todo en el campo, desempeñaban sus papeles tradicionales. Se podía intentar una evaluación de las tareas tradicionales, como lo hizo un historiador inglés, Edward Shorter, con las familias campesinas europeas, comparando la cantidad de trabajo hecho por las mujeres y por los hombres, para demostrar que el medio doméstico era el marco de una verdadera explotación del sobre trabajo.24

Si la familia es una asociación económica, no se debe olvidar que es también un marco de desarrollo de sentimientos positivos o negativos. Las mujeres, como los demás miembros de la familia, producen y suscitan sentimientos. Ahí se encuentra, por ejemplo, el difícil e irritante problema del amor materno, planteado recientemente por el libro de Elisabeth Badinter, publicado en Francia,25 que investiga la práctica de la “lactancia mercenaria” en aquel país durante los siglos XVI y XVII, y sostiene la tesis de que si las madres de aquellas épocas sabían de manera más o menos inconsciente que esa costumbre tenía como consecuencia frecuente la muerte de los hijos, estaban desprovistas de todo amor materno.

Hemos subrayado ya que en la Nueva España el problema se planteaba en términos diferentes y, además, la tesis anterior ha sido muy criticada, con el argumento de que es muy difícil partir de los comportamientos para llegar a una significación en términos de sentimientos. El estudio de Jean Louis Flandrin sobre los manuales de confesión parece más acertado y permite conocer mejor el tipo de sentimientos experimentados por los miembros de una familia.26

En el caso de los sentimientos de amor entre esposos, no puede parecer extraño que, si tantos matrimonios habían sido arreglados por los padres fuera de la elección de los cónyuges, los esposos no estuvieran muy enamorados y que el adulterio haya venido a compensar la falta de afecto real dentro del matrimonio.

El análisis de la correspondencia de una de las condesas de Regla hecho por Edith Couturier27 parece demostrar que podía existir un verdadero afecto entre los esposos. Sin embargo, hay que tener en cuenta que no se puede generalizar sobre un solo caso, que podía también deberse al conformismo, en una época (finales del siglo XVIII) en que la difusión de novelas como la Nouvelle Héloise de Rousseau (aunque prohibida) podía haber cambiado las cosas al respecto. El nacimiento del “amor romántico”, que según la definición de Shorter es la coincidencia entre el matrimonio y el amor, es un problema difícil, todavía no suficientemente profundizado.28 Patricia Seed, por ejemplo, discute la afirmación de que ese sentimiento sea una creación del siglo XVIII,29 pero la cuestión merece mayor estudio.

La dificultad de tal estudio deriva de la escasez de documentos directamente escritos por las mujeres. Las correspondencias como la de la condesa de Regla, o los diarios, son documentos excepcionales.30 La mayoría de las mujeres novohispanas quedaron bastante mudas para la historia, excepto en las fuentes judiciales, como la Inquisición o la Real Sala del Crimen, que los investigadores del Seminario de Historia de las Mentalidades han empezado a trabajar, aunque evidentemente los datos que dan se refieren mucho más a los sentimientos negativos (odios, celos, resentimientos);31 que a los positivos. En esas fuentes aparecen los problemas suscitados por los nuevos casamientos, que surgían entre niños del primer matrimonio y las segundas esposas, o las tensiones entre esposas y cuñadas. Llaman la atención las numerosas quejas de las esposas contra sus esposos por violencias, por borrachera o por adulterio, sobre todo en las clases populares. Estas quejas nos revelan que las mujeres no vacilaban en defenderse de los maridos despóticos, que no “se dejaban” y que la sumisión de las mujeres tenía un límite. El dominio del jefe de la familia podía ser y era efectivamente impugnado por las esposas, que podían llegar a pedir el divorcio.

A pesar de eso, el matrimonio era un estado deseado, porque, aunque estuviera sometida a su esposo, la mujer casada gozaba en el matrimonio de honorabilidad, protección y ventajas económicas. Las mujeres que después del arresto del marido se encontraban solas, se quejaban de la miseria en que las dejaba la ruptura de una asociación económica, que les había asegurado al menos los medios de sobrevivencia. No debe olvidarse tampoco que la mujer casada podía gozar a través de su esposo de una influencia directa o indirecta considerable y podían llegar, como la condesa de Regla, a desempeñar el papel de un verdadero jefe de la unidad productiva.

La práctica de la bigamia también explica el interés de las mujeres en el matrimonio.32 Aunque sea difícil evaluar la difusión de ese comportamiento perseguido por la Inquisición en nombre de la preservación del modelo cristiano del matrimonio, vemos que la bigamia, facilitada en Nueva España por la falta de control de una parte importante del territorio y de la población, permitía a algunas mujeres, como la mestiza María Felipe Marrón, por ejemplo, conseguir, con un segundo matrimonio, cierto ascenso social y la regularización de su amancebamiento, o sea, conquistar una forma superior de honorabilidad.33

La mujer fuera del vínculo matrimonial:


las vías y los peligros de la libertad

 

A pesar de la fuerte atracción que el matrimonio ejercía sobre las mujeres y de la presión social para que se casaran, había muchas que vivían fuera del vínculo matrimonial, porque lo habían roto la muerte o el divorcio, porque sus condiciones de vida no les permitían una vida de pareja o porque habían escogido vivir libremente.

La viudez en la época colonial es un estado difícil de precisar. No se puede saber con mucha certeza cuántas mujeres se encontraban en esta situación ya que, según algunos historiadores,34 había mujeres que se declaraban viudas para gozar de una mejor situación social. El mismo censo de 1793, que ya se ha citado aquí, da los siguientes porcentajes:

Europeas 10.0

Africanas 33.3

Americanas 15.1

Si había pocas viudas entre las europeas, era porque podían volver a casarse fácilmente, y porque el periodo de viudez que se les imponía era relativamente breve. (No hay razones para pensar que las mujeres españolas murieran antes que sus esposos.) Entre las mujeres indígenas y sobre todo entre las negras, había muchas viudas. Acerca de esta última categoría, Gonzalo Aguirre Beltrán considera que la frecuencia de su viudez se explica por la gran mortalidad de esclavos negros sobreexplotados en los trapiches y en las minas.35

En todo caso, la viudez presentaba ciertas ventajas. Aunque al perder a su esposo, la mujer perdiera una protección y un apoyo material, la misma pérdida la llevaba al primer plano del escenario, porque la obliga ba a encargarse de tareas desempeñadas hasta entonces por el hombre. Esto era una carga, pero la mujer tomaba por lo tanto más responsabilidad y escapaba a toda tutela, y podía gozar de cierta respetabilidad y de una personalidad jurídica autónoma.

Cuando habían heredado de su esposo un capital económico y simbólico importante, las viudas podían volver a casarse fácilmente. Pero muchas escogían seguir viviendo solas administrando su patrimonio a veces sin la ayuda de ningún mayordomo. Por eso es que se encuentran en la época colonial mujeres que administraban comercios, ranchos, haciendas, minas o fábricas.36 Algunas ya habían sido iniciadas en el manejo de negocios cuando vivía su esposo, pero otras tuvieron que aprenderlo todo y revelaron mucho talento. Esto ocurrió con una de las condesas de Regla37 y con Micaela Angela Castillo, una vendedora de pulque que después de la muerte de su esposo hizo fortuna y pudo dejar herencia a sus hijos legítimos e ilegítimos.38

Para otras la situación no era tan fácil, ya que tenían que asumir, además de la crianza de los hijos, el pago de las deudas dejadas por el esposo. En este caso, estaban expuestas a la miseria y a la prostitución, como doña María Atayde, recogida por un capellán que la violó a ella y a sus tres hijas.39

Después de la muerte del cónyuge, el divorcio era la segunda causa de ruptura del lazo matrimonial, pero ocurría mucho menos. El trabajo de Silvia M. Arrom,40 aunque dedicado al estudio de procesos del principio del siglo XIX, da una información útil, ya que seguramente la independencia no cambió en seguida las costumbres matrimoniales. El divorcio eclesiástico era una separación de los cónyuges autorizada por los tribunales eclesiásticos (por el Proviserato), al término de un largo procedimiento desencadenado por la queja de la mujer en la mayoría de los casos. Las mujeres se quejaban del mal comportamiento de sus esposos: violencias, adulterio, incumplimiento de sus deberes (dar alimento, cumplir el débito matrimonial). Durante el proceso, la mujer era colocada en un depósito, o sea, una casa particular honrada o una casa de recogimiento (para mujeres pobres). En realidad, era bastante difícil obtener el divorcio, ya que la justicia eclesiástica procuraba reunir a la pareja y únicamente aceptaba las quejas de la mujer cuando el exceso del esposo había sido realmente insoportable. Esto sólo se admitía muy pocas veces puesto que el principio del predominio masculino en el matrimonio autorizaba al hombre a imponer su autoridad, incluso por medio de golpes. El adulterio masculino era más fácilmente tolerado que el femenino. Además, algunas mujeres desprovistas de recursos preferían regresar a su casa de soltera. Muchas veces la separación se producía de hecho, sin la autorización del tribunal, y la mujer renunciaba a tener el certificado legal de divorcio que le daba autonomía legal en la sociedad.

El “divorcio eclesiástico” no permitía a los cónyuges volver a casarse; al contrario de la nulificación del matrimonio, procedimiento que se autorizaba en muy raras ocasiones. Al emprender un proceso de divorcio, lo que hacían sobre todo las mujeres de las clases alta y media, manifestaban su voluntad de hacerse respetar, recuperaban por lo mismo su libertad y escapaban a la tiranía de su esposo, la mujer divorciada, sin embargo, no gozaba de la misma consideración que las viudas.

También había muchas mujeres que vivían fuera de todo vínculo matrimonial pasado, presente e incluso futuro. El caso más conocido, y más respetado, era el de las monjas, que tenían consideración, libertad e iniciativa dentro de los límites de la regla de su orden, además de cierto poder económico, como lo ha subrayado Asunción Lavrín.41 El caso muy excepcional de sor Juana Inés de la Cruz enseña que la condición de religiosa permitía desarrollar ciertos talentos. El convento podía ser también refugio contra matrimonios impuestos por los padres cuando esa decisión les repugnaba. Pero el acceso a la vida religiosa estaba generalmente reservado a las mujeres de la clase alta.

En las clases subalternas, muchas mujeres vivían solteras pero amancebadas. A veces esta situación era provisional, un comportamiento de espera antes de poder sentar las bases económicas de un matrimonio. En muchos casos, también era un modo de vivir impuesto por los hombres a mujeres de escaso capital económico o simbólico, aunque frecuentemente estos hombres las abandonaban en cuanto tenían la oportunidad de casarse con mujeres de un nivel social superior. A veces, seguían con ellos a título de amante o de “casa chica”, práctica favorecida de alguna manera por la ambigua tradición poligámica que la Iglesia nunca consiguió erradicar totalmente.

La frecuencia de las relaciones extramaritales entre hombres y mujeres hace pensar que, entre las clases superiores, los límites entre amancebamiento, adulterio y matrimonio no eran tan tajantes. La idea de la exclusividad del vínculo conyugal y de la perfecta coincidencia entre amor, vida sexual y matrimonio, es evidentemente una noción que no corresponde a la mayoría de los casos a lo largo del periodo colonial. A pesar de las normas religiosas y seculares, la práctica cotidiana debía ser más flexible, como lo era, después de todo, en Europa.42 Sobre este punto también hacen falta estudios más detallados, que permitan establecer conclusiones más acertadas. Por suerte, ya hay investigaciones de tipo demográfico sobre niños ilegítimos y abandonados que proporcionan una información interesante al respecto y deben ser desarrollados.43

Finalmente, hay que recordar el caso de las mujeres solteras que nunca se casaban para quedarse de domésticas en una casa. A veces, las domésticas eran parientes recogidas o que habían renunciado a casarse para cuidar a un anciano o una anciana. Aun cuando no fueran parientes, estas mujeres eran consideradas como parte de la familia, y compartían su vida sin recibir sueldo, aunque sí comida y alojamiento, y vivían como hijas de la casa. Las amas tenían hacia ellas los mismos deberes que hacia sus propias hijas, y debían cuidar su educación y su vida religiosa, pero estas solteras raras veces podían conquistar su independencia ni casarse si se quedaban un largo tiempo en la casa. También es cierto, sin embargo, que había mucha inestabilidad entre ellas.44

Lo mismo se podría decir de las esclavas negras, que muchas veces se quedaban solas o veían su matrimonio roto por la venta o la salida de sus esposos, a pesar de las recomendaciones legales. De ahí provienen estas figuras de madres negras, solas y autoritarias como la madre de Diego de la Cruz, que organizó cuidadosamente el matrimonio de su hijo e intervino constantemente en su vida.45

A manera de conclusión

El presente trabajo podría parecer algo apresurado o incompleto. No era posible entrar aquí en más detalles por falta de espacio, y también porque, como se ha subrayado, muchos de los problemas no pueden ser más que mencionados, ya que las investigaciones no han sido todavía suficientemente desarrolladas. Hay que volver a insistir sobre el hecho de que no existe “la mujer” de la época colonial, sino una gran diversidad de situaciones, de las cuales no hemos podido dar totalmente cuenta. Asimismo, algunos temas no han podido ser siquiera mencionados: el caso por ejemplo de los rituales del matrimonio, o el de la herencia.

Es necesario, por consiguiente, que los historiadores investiguen el campo de la historia femenina. El descubrimiento y el estudio de nuevas fuentes, algunas de las cuales hemos mencionado aquí, puede ayudar a resolver los problemas. Tal es el caso, por ejemplo, de los testamentos, de los procesos del Provisorato, de la correspondencia o de los trabajos de los médicos. Además, algunos procedimientos bien conocidos como los de la demografía histórica, aunque sean trabajos arduos, deben seguir desarrollándose para colocar los demás datos en un marco suficientemente amplio.

En fin, no se debe olvidar que, a pesar de todo, la vida de la mujer en relación con la vida familiar fue cambiando durante los tres siglos de la época colonial. Los movimientos de la población, del desarrollo económico y de las mentalidades, modifican la noción misma de la familia, su tamaño, su estructura y su papel social. Esto introduce una mayor complejidad que prohíbe todo esquematismo en un tema tan amplio y tan apasionante.

Notas al pie

1 Véanse, por ejemplo, los trabajos de Josefina Muriel, Asunción Lavrín y el muy interesante conjunto de artículos publicados por la revista Fem, vol. III, núm. 11, noviembrediciembre 1979, “La mujer en la historia de México”, en especial los trabajos de Carmen Ramos Escandón y de Josefina Vázquez.

2 Edith Couturier, “Las mujeres de una familia noble: los condes de Regla de México, 1750–1830”, en Asunción Lavrín (comp.), Mujeres latinoamericanas, perspectivas históricas, México, Fondo de Cultura Económica, 1985, pp. 153–176.

3 Véase Josefina Muriel, Conventos de monjas de Nueva España, México, editorial Santiago, 1946, y Asunción Lavrín, “Values and Meaning of Monastic Life for Nuns in Colonial Mexico”, Catholic Historical Review 58 (october 1972), pp. 367–387 y Religious life of Mexican Women in xvmth Century, tesis doctoral, Harvard University, 1963.

4 Véase varios, Familia y sexualidad en Nueva España, México, fce/sep, 1982.

5 El término “censura” se usa aquí en el sentido freudiano, que no implica la acción de una institución.

6 Philippe Aries, entrevista en Le Nouvel Observateur, 20 de febrero de 1978, p. 88.

7 O sea que no toma en cuenta la perspectiva abierta por el libro de Philippe Aries, L’enfant et la vie familiale sous/’Anden Régime, París, Plon, 1960.

8 Véase lo que escriben los periódicos ilustrados al respecto como lo menciona Johanna Mendelson en su artículo “La prensa femenina. La opinión de las mujeres en los periódicos de la Colonia en la América Española, 1790–1810, en Asunción Lavrín (comp.), op. cit., pp. 229–254.

9 Excepto con base en estudios etnológicos actuales, pero la práctica novohispana pudo ser diferente.

10 Véase J. Gelis, M. Laget y M.P. Moret, Entrer dans la vie: Naissances et enfancesdans la France Traditionnelle, París, Gallimard/Julliard, Col. Archives, 1968.

11 Véase el trabajo de Serge Gruzinski, “La conquista de los cuerpos”, en Familia ysexualidad en Nueva España, México, sep / fce, 1982, pp. 177–206.

12 Este caso se conoce debido al estudio de María Elena Cortés Jácome, “La memoria familiar de los negros y mulatos, siglos xvi-xviii”, en La memoria y el olvido, Segundo Simposio de Historia de las Mentalidades, México, Dirección de Estudios Históricos, inah, 1985, pp. 125–135.

13 Véase Francois Giraud, “Vie et société coloniale: le cas de la Nouvelle Espagne au xvinéme siécle”, en Histoire, économie et société 4, 1984.

14 Véase María Cristina Claudia Ruiz Martínez, La imagen del niño en crónicas religiosas novohispanas, tesis de licenciatura, unam, 1983.

15 Véanse Sherburne F. Cook y Woodrow Borah, Ensayos sobre historia de la población: México y el Caribe, t. II, México, Siglo XXI, 1978, y Claude Morin, Santa InésZacatelco (1646–1812), México, inah, 1973, p. 65.

16 Ibid.

17 Patricia Seed, Parents versus Children: Marriage Oppositions in Colonial Mexico, 1610–1779, tesis doctoral, University of Wisconsin, Madison, 1980.

18 Véase Gonzalo Aguirre Beltrán, La población negra de México, México, Fondo de Cultura Económica, 1972.

19 Patricia Seed, op. cit.

20 Ibid.

21 Véase Francois Giraud, “La reacción social ante la violación: del discurso a la práctica (Nueva España, siglo xvm)”, en El afán de normar y el placer de pecar: ideologías ycomportamientos familiares y sexuales en México, México, Planeta.

22 Véase Asunción Lavrín, “Investigación sobre la mujer colonial en México”, en Lavrín, op. cit., pp. 33–73, y Asunción Lavrín y Edith Couturier, “Dowries and Wills: a View of Women’s Socio-Economic Role in Colonial México”, trabajo presentado en el 91st Annual Meeting of the American Historical Association, Washington, 1976.

23 Expresión usada por Ivan Illich para designar el trabajo doméstico de las mujeres.

24 Véase Edward Shorter, The making of the Modern Family, Nueva York, Basic Books, 1975.

25 Elisabeth Badinter, Uamour en plus, Paris, Flammarion, 1980.

26 Jean Louis Flandrin, Origen de la familia moderna, “Crítica”, Barcelona, Grijalbo, 1976, cap. Ill, “La moral de las relaciones domésticas”.

27 Edith Couturier, op. cit.

28 Edward Shorter, op. cit.

29 Patricia Seed, op. cit.

30 Podemos mencionar, para el caso inglés, The Diary of a Farmer’s Wife, 1796–1797, Penguin Books, 1981,

31 Francis Giraud, “Resentimiento, rencores y venganza en el México ilustrado”, en La memoria y el olvido, Segundo Simposio de Historia de las Mentalidades, México, Dirección de Estudios Históricos, inah, 1985, pp. 83–98.

32 Véase Dolores Enciso Rojas, El delito de bigamia y el tribunal del Santo Oficio dela Inquisición en Nueva España, siglo xvui, tesis de licenciatura, México, unam, 1983.

33 Ibid., pp. 156–171.

34 En la tesis, por ejemplo, de Elsa Malvido.

35 Gonzalo Aguirre Beltrán, op. cit.

36 Asunción Lavrín, 1985: pp. 33–73.

37 Edith Couturier, op. cit.

38 Edith Couturier, en David G. Sweet y Gary B. Nash, Struggle & Survival in Colonial America, Berkeley y Los Angeles, California, University of California Press, 1981, pp. 362–375.

39 Véase Francois Giraud, “Vie et Société Colonial…”, op. cit.

40 Silvia M. Arrom, La mujer mexicana ante el divorcio eclesiástico (1800–1857), México, SepSetentas, 1976.

41 Véase Asunción Lavrín, “La riqueza de los conventos de monjas en Nueva España: Estructura y evolución durante el siglo xviii”, en Cahiers des Amériques Latines8 (2o. semestre 1973).

42 Existía en España, por ejemplo, una situación llamada harraganía, que era una forma de concubinato aceptado.

43 Véanse por ejemplo, los trabajos de Elsa Malvido, “El abandono de los hijos, un modo de control del tamaño de la familia indígena en la época colonial”, ponencia presentada al Primer Encuentro sobre el Estudio de la Demografía en México, México, 1978.

44 Como lo subraya Asunción Lavrín, 1985, pp. 33–73.

45 Véase “Proceso y causa criminal contra Diego de la Cruz”, en Boletín del ArchivoGeneral de la Nación, México, Tercera Serie, t. II, núm. 4 (6), octubre-diciembre, 1978, pp. 8–17.

https://muse.jhu.edu/pub/320/oa_edited_volume/chapter/2572076


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