(1) ENTREVISTAS CON MUJERES INOLVIDABLES
BEATRIZ GALINDO "LA LATINA"
Estaba sentada la buena señora en un sitial de alto y recto respaldo de madera tallada, delante de un bufete. Vestía brial de grana y toca blanca de lino. Su edad podía ser como de sesenta años muy trabajados. No era bella, pero sí agradable de expresión. Su tez verdeaba como la de las cloróticas. Tenía los ojos zarcos, la boca de labios sumidos, aguda la barbilla, su poquito de bozo y un hoyuelo en la mejilla izquierda muy próximo a los labios. Era más bien regordeta, y aunque yo la veía sentada a sus anchas, su estatura la estimé corta. Sí, era una mujer más bien de curvas que de ángulos. En su juventud más lozana pudo pasar por apetecible doncella, con el signo de la perfecta casada alabada por fray Luís de León. Ahora parecíame una buena señora, sedentaria y severa, con trazas de abadesa. Detrás de ella había una ventana con hondísimo vano, puertas de cristales emplomados y contraventanas de madera en cuarterones. Pero la vetana estaba abierta de par en par y su ojo recogía una torre y una nube. La torre era morisca y bermeja, y la nube redonda y movediza, bogaba sin prisas por el mar celeste sin pulso. La habitación era grande, cuadrada. Y yo inventarié en ella: las paredes enjabelgadas, de las que pendían varias pinturas religiosas renegridas, con marcos estofados, y un Santo Cristo de talla; el pavimento de blancas baldosas, sobre las que abundaban las tiras y rodetes de esparto; un brasero de alto copete y apagado; varias sillas jamugas de cuero cordobés alineadas ante las paredes. La puerta, por la que yo había entrado, baja y de doble hoja, con cuarterones, cuyo juego dejaba conocer el enorme espesor del muro, que formaba como un pequeño túnel cubierto con medio punto. La habitación, aún ventilada, olía a humedad, a rancio, a incienso quemado.
Me acerqué respetuosamente hasta el bufete. Y la buena señora, dejó la pluma y cerró el infolio, cubierto con pergamino, que contenía De sinoybus elegantibus, de Alonso de Palencia.
-Y. . . ¿qué quieres?
-Buscaba a doña Beatriz Galindo, celebrada eternamente con el sobrenombre de "La Latina".
-Yo soy. Pero. . . ¿qué te interesa saber de mí que ya no sepas por las historias panegíricas?
-¡Oh, señora mía! Las historias que parecen más capaces de mentir. . . , jamás logran captar la verdad íntima d los mortales. ¿Es que, por ventura, fuisteis tal y como las crónicas hablan de vos?
-Casi, casi. Y lo que ellas no cuenten, bien callado está. ¿Qué importa a los mortales de tu tiempo las minucias de tan sencilla criatura como yo?
-Mucho les importa. . . , si pueden confirmarlas vuestros labios, para que así resplandezca esa certidumbre que sólo vos podeís ceñir a vos misma. Que cada mujer tiene una verdad que sólo ella conoce y vive, y que es como su último pudor encastillado.
El camino derecho
-Nací en Salamanca, en abril de mil cuatrocientos setenta y cinco. Hija de familia de poco estado, como en mis tiempos se decía a la pobreza, tuve muchos hermanos. Los varones alzaron difícilmente sus estudios. Las hembras. . . ¿Qué podíamos esperar, sino el esposo o el claustro? Mi madre me enseñó las primeras letras, y mi hermano Gaspar Grizio, lumbrera de las aulas salmantinas, muy apegado a mi persona, el taín ciceroniano a las mil maravillas, Porque, al parecer, yo fui niña de mucha memoria y claras entendederas, y asombré a propios y extraños recitando pasajes de Horacio, Séneca o Qintiliano, y dándoles su entonación adecuada. Por puro entretenimiento seguí las disciplinas del "trivium" y "quadrivium", apeteciendo, lo que más, la historia, la retórica y la música.
-¿Es cierto que os sometieron a rígidos exámenes muy graves doctores de Salamanca?
-¿Eso se cuenta ahora? Pues no es cierto. Como mi hermano Gaspar Grizio hacíase lenguas de mis conocimientos, algunos de sus compañeros, sopistas y capigorrones, acercábanse a mi para interrogarme en un latín macarrónico acertijos escolásticos. Lo cierto fue que me gustaba mucho estudiar y que llegué a hablar y escribir con soltura, ya que no con elegancia, el latín clásico, tan distinto del barbarizado de los clérigos.
-¿Cómo llegó a oídos de la reina Isabel la fama de vuestra ciencia?
-Hijo, en mi tiempo las ciencias y las letras eran patrimonio de muy pocos. El pueblo, los nobles y los monarcas, atentos sólo a rencillas y apetencias materiales, apenas sabían sumar, multiplicar y un castellano indigente. Nada de particular tiene que el latín y la buena memoria de una doncella los dejara boquiabiertos y patidifusos. La misma admirable señora y reina dominaba mucho más la gramática parda que la de Nebrixa. . .
-¿Y os llamó doña Isabel?
-Me hizo la merced de llamarme. Lo cual me extrañó mucho y no me extrañó nada. Nada, porque la gran señora se rodeaba de personas sabihondas y dispensadoras de buenos consejos. Y mucho, porque ya tenía en torno suyo, y como al retortero, una camarilla de damas: doña Beatriz de Bobadilla, doña Álvara de Alba, doña Cecilia Marello, doña Florencia Pinar, la marquesa de Monteagudo, luminarias del intelecto, asombro de Luís Vives y de Lucio Marineo Sículo. ¿Cómo podía yo, con mis diecisiete años, sostener parangón con semejantes damas, cuyas hermosuras y modestia, y honestidad les hacían aún más incomparables?
-¿Dónde visteis por primera a la reina?
-Me recibió en Córdoba, en la primavera de 1482. Estaba acompañada por su camarera mayor, doña Clara de Alvarnaes y de doña Beatriz de Bobadilla. La sencillez y la amabilidad del recibimiento que me dispensó, y aún más, la belleza y la gracia rubia de la reina, pusieron en peligro mi fama, pues con mi aturdimiento debí parecerles sosa y esquiva.
-El cronista Pellicer afirma que fuisteis camarera mayor de doña Isabel; pero los también cronistas Salazar de Castro y León Pinelo lo niegan.
-Pues acertaron éstos. Yo no pasé de ser azafata, primero; y más tarde, ya casada con don Francisco Ramírez de Orena, secretario del Consejo del Rey y pagador de su casa, fui. . . la esposa del secretario.
-¿Llegó a dominar el latín doña Isabel?
-Nada hubo que, a querer, dejara de dominar aquella santa reina y mujer modelo, mi señora y ama. Sin embargo, tanto apego me tomó, que no me permitió jamás separarme de su lado. Y yo, que la amaba, no pude desampararla mientras vivió. Cuando ella adivinó que la llamaba a sí Nuestro Señor, la acompañé en su penúltimo camino a Medina del Campo, y permanecí insomne a la cabecera de su lecho durante su enfermedad, y escuché de sus labios sus voluntades últimas y gloriosas, y ayudé a mortajar su cadáver, y lo velé de hinojos, y lo seguí en su postrero camino de España hacia Granada, a través del crudo invierno helados.
-Muchísimos historiadores afirman que fuisteis su más constante consejera... Lucio Marineo Sículo, vuestro contemporáneo, en De Rebus Hispaniae, dice: Isabella Reginae cubicularium simul consiliarium. Es decir, no sólo azafata, sino tambiénn consejera. Y el P. Florez afirma "que llegó a hacerse señora de la lengua latina y entendía y traducía lo que los embajadores la decían o los libros que leía, y era tan hábil en la prosodia, que si erraban algún acierto, luego lo corregía...". Y Fernández de Oviedo estimó que fuisteis "mujer la más apta de cuantas S.A. tuvo al par de sí".
-Que se eche a rodar la fama, que es bola de nieve y ya no dejará de crecer hidrópicamente...
El madrileño que inventó las "pelotas encendidas"
-¿Os casasteís muy enamorada con don Francisco Ramírez?
-Yo, y es la verdad, nunca perdí del todo mi inclinación monjil. A ser menos marisabidilla, hubiera ingresado carmelita. En mi boda tomó mucha parte mi ama y señora doña Isabel, que era muy casamentera y aún tenía buena mano para los enlaces afortunados. Sus altezas sintieron siempre un gran afecto por don Francisco Ramírez de Orena -que vosotros llamaís Ramírez de Madrid, "el Artillero"-, persona de mucho abolengo, hacendado por herencia, pero a quien enriquecieron mucho más su hazañas de "maestro de fuegos", porque él inventó unas "pelotas encendidas" que, arrojadas por las máquinas, causaban en las plazas sitiadas el destrozo y el espanto, los incendios y los alaridos y las rendiciones. Mi rey y amo don Fernando le colmó de honores y de tierras. Había nacido en Madrid y era de mucha más edad que yo. Cuando me lo presentó la reina estaba viudo y le quedaba un hijo, paje del príncipe don Juan y raíz de los señoríos de Bornos y Rivas. Me casé en 1493. Y tuve dos hijos: Fernán y Nuflo. De aquel fue padrino el rey don Fernando. Y de los dos, cariñosísima señora doña Isabel, quien, muertos sus hijos Isabel y Juan, ausentes sus hijas Juana y María en Flandes y Portugal, y sin nietos a quienes mimar, puso en mis hijos su solícita complacencia. Mi esposo murió en la acción de Sierra Bermeja, en 1501, cuando habiendo estallado el alzamiento de moros, acudió infelizmente a dominarlos. Con él fueron muertos el conde de Ureña, el gran uilar, don Pedro Girón..., flor y nata de los caballeros de España. Sus restos recibieron sepultura en el convento de los Trinitarios, de Málaga, que él había levantado a expensas, dedicándolo a San Onofre o Nuflo.
Sepulcros vacíos
-Nunca reposaron en Madrid, ¿verdad?
-Yo hice construir dos soberbios sepulcros de mármol y alabastro en la capilla mayor de mi fundación madrileña de la Concepción Jerónima. Mi intención fue que guardaran, por los siglos de los siglos, llos despojos de don Francisco y míos. Pero jamás fueron ocupados, aún cuando sus leyendas cinceladas hicieron presumir lo contrario. Los restos de mi esposo no salieron de Málaga. Yo deseé que los míos fueran colocados en el coro bajo, de la Concepción Jerónima, dentro de la clausura, entre las monjas mis hermanas. Pero éstas estimaron demasiado humilde mi voluntad y los colocaron en el coro alto, bajo la mesa del altar mayor, junto a la silla prioral, al pie de una lámpara, para así avisar a los buscadores de mis cenizas.
-¿Sabeís que días antes de ser demolido, en el pasado siglo, el convento de la Concepción Jerónima, para abrir la calle del Duque de Rivas, fueron trasladados vuestros restos al convento de la calle de Lista?
-¡Cómo he de ignorarlo!
-¿Sabeís que vuestros restos no son cenizas, y que la voluntad de Dios ha conservado vuestro cuerpo incorrupto, ceñido por el hábito del Carmen, con escapulario de la Santísima Trinidad, bajo el cual hay un manto riquísimo de seda y medias bordadas con muy bellos dibujos? Vuestra cabeza, cuyos rubios cabos aún se conservan sin morir, reposa en almohadones de raso carmesí. Y todo vuestro cuerpo está ligado con las tres franjas simbólicas de los tres votos.
-Ya viuda, cuando mis dos hijos pudieron cumplir sus destinos por sí mismo y mi hijastro dejó de ponerme pleitos por mandato categórico del rey don Fernando -contenido en una cédula-, sentí reverdecer mis afanes monjiles. Y decidí recogerme en Madrid hasta el fin de mis días.
-Y fundasteis dos conventos y hospitales...
-Dos, Primero, el de la Concepción Francisca, en la calle de Toledo, inmediato a la plaza de la Cebada. Pensé llevar a él a las monjas jerónimas. Pero como se alzaran disgustados los hijos de San Francisco alegando la proximidad de su monasterio, decidí dedicarlo a su regla. Este hospital y convento, en realidad, no fue idea mía, sino de mi don Francisco Ramírez, quien, en su testamento, declaró: "Tengo comezado a fazer e hedificar una casa para hospital en el arrabal de la Villa de Madrid, a la mano derecha, cerca de San Milán". Años después, logré mi verdadera fundación: la Concepción Jerónima, en casas que también fueron de mi señor y esposo.
-Y vos..., ¿llegasteis a profesar?
-No llegué a profesar. Hubiese querido hacerlo de lega, pero mis muchos achaques y la estimación de mis hermanas me lo impidieron. Así que hube de vivir entre ellas como laica, aun cuando sometida a la religión.
-Sin embargo, vos fallecisteis en la Concepción Francisca el 23 de noviembre de 1534. ¿Cómo fue así?
-¡Ay, hijo! ¡Para evitar piques y murmuraciones! Yo andaba entre los dos conventos como quien va del coro al caño y viceversa. Porque los dos apremiaban mi presencia más de mis cuidados. Y cuidándolo me sorprendió la muerte. Pero ya sabían todos, ya, como era mi voluntad, que mi definitiva estancia transcurriera en el de la Concepción Jerónima.
-¿A qué atribuis lo duradero y popular de vuestra fama?
-No a mis escasas luces, que harto mayores las tuvieron otras damas de mi época. Yo creo que se debe a que mi sobrenombre "La Latina" pasó a designar uno de los barrios más antiguos y populares de Madrid. ¡Milagros del azar, o designios de la Providencia, hijo!
Favores y fortunas de "La Latina"
-Se os atribuyen algunas obras muy curiosas...
-¡Extremada bobería! Sólo escribí Notas y comentarios sobre Aristóteles, y algunas poesías latinas..., ¡que vale más se hayan perdido!
-¿No recordáis algo, relativo a vos, que aún os agrade?
-Sí: dos cosas: que Lope de Vega, en su Laurel de Apolo, me elogiara, aun cuando con excesiva medida.
-¡Oh, ya recuerdo el elogio!
...Aquella Latina,
que apenas nuestra vista determina
si fue mujer o inteligencia pura,
docta con hermosura,
y santa en lo difícil de la Corte...
-En efecto, ése es. Y la otra, que me visitase en mi celda el señor Carlos I, recién venido de Flandes, para consultarme negocios graves, "como persona que tanto avía comunicado con sus abuelos".
-Se os atribuyen dos hechos prodigiosos.
-¡Oh, qué soberbia pretensión! Los prodigios sólo los hace Dios Nuestro Señor, valiéndose en ocasiones de sus más humildes criaturas. Pero los hechos que aludes no fueron siquiera prodigiosos, sino dos de esas sencillas premoniciones que suelen tener los corazones hacia los seres o las cosas que son de su dilección. ¿Qué de nuevo hay que el corazón de una madre grite, en Madrid, mientras unas monjas elevan sus preces por la salud de un hijo de aquélla, enfermo en Málaga, que su hijo ha muerto en aquel momento y que más deben rogar por su alma?
-Pero...¿Y el otro hecho?
-¿El otro?
-Si. Vos os hallabais una tarde inverniza y sabatina orando ante Nuestra Señora de Atocha, en su santuario de las afueras. Repentinamente dejasteis de orar para rogar a vuestros criados que corriesen a apagar un fuego que acababa de nacer en el hospital de la Concepción Jerónima. Corrieron ellos y volvieron a deciros que no había tal fuego. Vos insististeis con mucha angustia. Y cuando llegaron al hospital por segunda vez, aún tuvieron oportunidad de hallar el incipiente incendio y de sofocarlo antes que causara gran estrago.
-¡Verdad es! Pero...¡también el hospital era como un hijo mío!
No encontrando nuevas preguntas que hacer a la buena señora, me despedí con una mirada admirativa y una solemnísima reverencia. Y salí de la estancia sin volver la espalda, como antes los reyes.
Doña Beatriz Galindo, "La Latina", tomó de nuevo la pluma de ave y tornó a cortar el mamotreto, encuadernado en pergamino, que encerraba la ciencia gramatical de don Alonso de Palencia.
Fuente: https://www.biografiasyvidas.com/biografia/g/galindo_beatriz.htm
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Continuará....
Sainz de Robles, Federico Carlos, Enigmas de cincuenta mujeres inolvidables, Madrid-Barcelona, ediciones Daimon Manuel tamayo, 1963.
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