
(3) ENTREVISTAS CON MUJERES INOLVIDABLES
ZAIDA,
LA MUSULMANA QUE REINÓ EN CASTILLA
-¿Cuándo empezaste a interesarte por mí?
-Fue hace muchos años en mi vida, Zaida. Leía en una historia de España las venturas y desventuras de los reinos de taifas. Y, claro está, como nada hay en la vida del hombre que inspire más poesía que la guerra y el amor, en aquellos reinos cuyas crónicas puntuales cabían en un miniado códice manual,, abundaron los poetas cortesanos o vagabundos, los cantores y recitadores a gusto y a soldada. Y me ilustré cuando me fue posible acerca de Abu-el-Walid, visir del rey Al-Mutadid de Sevilla, que reunió en una preciosa antología titulada "Kitab-al-Badí" cuantas poesías alababan la primavera y las flores; de Inb Chaf, el meláncolico sugeridor de los desiertos arábigos; de Ibn Ammar, el aventurero coleccionista de las imágenes políticas más turbadoras: "el blanco alcanfor del alma y el negro ámbar de la noche; la túnica cenicienta del aire. Y cuando mi ardiente imaginación, armada de acero y de arengas, conquistaba Sevilla muchos años antes que el rey San Fernando, fue cuando surgió tu nombre en una primavera sorprendida. ¡Zaida! ¿Zaida? Sí: una hija de un rey sevillano que también fue reina de Castilla. Simbolizaste para mí el sentido y el sentimiento, la luz y el paisaje, el estribillo musical y las gamas de los colores de una Andalucía que había dejado de llorar con lágrimas de un Guadalete para sonreír con claros arcos de mezquitas. ¡Zaida! ¿Cómo sería una Sevilla con ausencia de la Giralda, con un Betis apostatado en Guadalquivir, con unos minaretes de los que iba cayendo,, transido de crepúsculo, el cante grande, y con unos alcázares que estaban aprendiendo a ser Alcázar, y con callejas y pasadizos furtivos ya, moriscos o amoriscados.
-¿Y due así, por tantos acertijos a resolver, como quisiste conocerme?
-Tu lo has dicho, Zaida.
-Pues ya que aquí me tienes y que para ti estoy, quisiera que nuestro diálogo sirviera para yo salir de mi laberinto. Porque para la posteridad, casi toda yo, casi todo cuanto fui, se esta perdiendo como un río sin cauce o como un espejo desazogado. Quiero que se sepa dónde y cuándo nací; y de quienes fui hija, y por qué y cómo y de quién me enamoré; y que tuve honra de esposa y de reina en una Castilla de hierro y desnuda; y qué engendré varón cuya niñez heroica se murió en un romance que aún hoy vice; y que me correspondieron lauda y epitafio en dos viejos monasterios leoneses; y que el vacío que dejó mi vida consumió la vida de un gran monarca cristiano, conquistador de tierras entreveradas de ríos horizontales...
-¿Tantos interrogantes trazan y trenzan tu laberinto, Zaida? ¿Tantos acertijos dejó tu leyenda que no han podido ser resueltos ni en prosa ni en verso, ni con la buena presunción ni con la buena conjetura?
-¡Tantos! Y, sin embargo, fue mi existencia clara, corta y feliz. ¡Cómo ha podido creer y decir alguien que mi padre me entregó como prenda de amistad, esclava o concubina al rey Don Alfonso VI? ¿Cómo ha podido alguien creer y afirmar que el rey Don Alfonso me tomó "cuasi pro uxore", es decir, fingiéndome un matrimonio, y con el único fin de hacer suyos las tierras y castillos que nutrían mi dote? ¿Tanto repugnó a los cronistas cristianos, casi coetáneos -Pelayo de Oviedo, el tudense Rodrigo de Toledo-, que una infiel, por más que se hubiera convertido, ocupase el tálamo del rey y el trono de Castilla? ¿No te asombra saber que algún historiador famoso aseguró que acaeció mi muerte en 1107, cuando mis epitafios afirman que fallecí de sobreparto y mi único hijo, el infante don Sancho, murió peleando en su ensueño de Uclés, en 1108? ¿Por qué se me ha atribuido otras dos hijas, que jamás he tenido, Sancha y Elvira, casadas, respectivamente, con el conde Rodrigo de Lara y con el rey Rogerio II de Sicilia?
El lirio firme en el aire
-¿Dónde y cuándo naciste, Zaida, reina mía de Castilla?
-Nací en Sevilla, en la primavera de 1075. Era la primera hija, luego de cuatro varones, del rey Al Motamid -hijo del rey Al Motadid- y de su esposa legítima, RumayKiya. Mi madre, antes de casarse, había sido esclava de mi padre.
-¿Fue muy hermosa tu madre, Zaida, que tanto pudo conseguir?
-¡Oh, la hermosura no hacía reinas, entonces, a las esclavas! Pero el ingenio, sí, cuando los reyes eran poetas, como mi padre. Al Motamid la tomó por esposa, porque RumayKiya supo completarle un verso de consonancia imposible cuando ella lavaba en el río, junto a la Pradera de Plata. Por saberla ingeniosa y amable, mi padre, le llenó las albercas de alcanfor y de ámbar. Pero mi padre, sin dejar de honrar a RumayKiya, tuvo tres concubinas -blanca, morena y negra- llamadas La Perla, La Luna y La Bien Amada, a las que dedicó poemas de un sensualismo morado. También se los dedicó al vino, a la noche, al cielo, a las estrellas. ¡Mi padre fue el mejor poeta y el rey más caballero de la Andalucía!
-Cuando tú lo dices...
¿No conoces alguno de sus poemas? ¿Ni aquel que termina:
¡Oh, si pudiera, sin mancillarte,
iría a verte de noche, lleno de pasión...,
como el rocío visita el pétalo de la rosa!
Fui la predilecta, entre sus hijos, de Al Motamid Ben Abbad. Cuidó de mí, de mi cuerpo y de mi espíritu, con insospechadas ternuras en quien fue tan duro guerrero. Pero guardó su hierro para los hijos varones, y me dedicó sus cielos limpios, sus nubes ligeras, sus descifrados sueños, el venero de su galanura. ¡Cuántos poemas me dedicó el fiero y suave Al Motamid!...
haré que tu belleza
permanezca firme en el aire,
como lanza hincada en la tierra
por el brazo más poderoso...
No me avergüenzo confesando que también yo escribí versos que ni a mi padre dejé leer.
-¿Cuándo llegó a tus oídos, por vez primera, el nombre del rey Don Alfonso VI?
-En un mismo segundo llegó a mis oídos y a mí corazón. Yo tendría entonces como doce o trece años. En el alcázar y en toda Sevilla, el nombre del monarca castellano era un obsesivo repique de temor y de gloria. Mi padre, con Yúsuf el Almorávide, le había vencido hacía poco en Zalaca. Sin embargo, dijérasele vencedor, por la inquietud y la mal disimulada admiración que su nombre y sus hechos excitaban. Se contaban de él trances excepcionales: conquistador de Toledo, victorioso en Extremadura y Portugal. Los laureles más frescos y los amores más calientes le coronaban. Muchos poetas árabes que habían conocido a Don Alfonso, veinte años antes, , en la corte toledana de mi tío Al Mamún, contaban en prosa y en verso primores del hombre y asombros del guerrero. Alfonso era alto y esbelto, audaz y ligero. Tenía ojos melados para el amor y grises para el combate. Y mi inocencia curiosa supo de aquellas esposas consumidas en la pasión de Alfonso: de Inés, hija de Guido, duque de Aquitania; de Constanza, hija de Roberto, duque de Borgoña, y viuda de Hugo II de Chalons; de Berta, princesa oriunda de la Toscana; de Ximena Núñez, su manceba durante muchos años, de la ilustre casa de los Guzmanes...
El lirio y la espada
-Y te enamoraste de Don Alfonso, bebiendo los aires de su fama.
-Tú los has dicho. ¿Tiene algo de excepcional que una niña que ya se busca la mujer sin salirse de sí misma anhele cuanto es, a la vez, vida y ensueño?
-Pero Don Alfonso, cuando tú te lo imaginabas rayo de la guerra, iris del amor, ya contaba más de cincuenta años.
-Ni para los reyes ni para quien han de ser sus esposas cuenta la edad. Además, no hay nada como el otoño y la primavera para llevarse bien en la luz y en el clima, armonizando la ilusión de ésta con la serenidad de aquél. Así que cuando mi padre, dolido por la traición de Yúsuf el Almorávide, quiso enviar parias a Don Alfonso, que estaba en Toledo, yo decidí marchar con loa caballeros sevillanos, haciéndome la mejor prenda del ofertorio.
-¿Y te dejó Al Motamid, sabiendo que Don Alfonso estaba casado y que tu religión y la suya abrían abismos entre los dos?
- Mi padre creyó siempre en los prodigios del amor. Y sabiéndome enamorada sin remedio, comprendió que enviándome como esclava, reina llegaría a ser sin salir de mi esclavitud; porque no hay amor que no tenga cárceles para entregarse ni tronos para concederse. Y así fue. Pero yo llevaba a Don Alfonso, sumada a mi inocencia y a mi pasión, una dote digna de la más poderosa princesa: las tierras y los castillos de Vilches, Mora, Consuegra, Caracuey, Ocaña, Uclés, Cuenca, Huete, Zorita, Alarcos... En Toledo me entrevisté con Don Alfonso, cuyos largos cabellos y barba regían hebras de plata. Y en sus ojos, melancólicos de tormentas bélicas y de amores perdidos, leí como una jubilosa anunciación: yo, lirio andaluz, podía ser para él, espada de Castilla, el dulce amor tranquilo, la limpieza del instinto y la paz del alma.
-Pero él era cristiano y estaba casado...
-Durante casi dos años, entre él y yo no hubo sino miradas ardientes y suspiros, asaeteados en el vuelo. En 1094, en Burgos, abjuré mi religión y recibí el bautismo con el nombre de Isabel. Dos años después, en Burgos, falleció la reina doña Berta. Un año más tarde, en Burgos, Don Alfonso me hizo su legítima esposa. El lirio contaba veintidos años y la espada sesenta y siete. Pero fuimos inmensamente. Y mi triunfo se colmó al conceder a mi esposo el hijo varón que tanto había anhelado. Porque hasta entonces sólo había podido engendrar infantas: doña Urraca, doña Teresa, doña Elvira.
-Pero los cronistas casi coetáneos no declaran que fueras tú reina y esposa legítima. Y el padre Enrique Flórez te otorga papel de concubina.
-¡Cuánto les dolía reconocer que se sentó en el trono de Castilla y León una musulmana andaluza, hija de un bárbaro infiel, caso único en la soberbia cronología de la corona castellana! Pero contra sus silencios y suspicacias están muchos privilegios y cartas reales de la época firmados conjuntamente por Don Alfonso y por mí, en los cuales se me califica de "amantissima et dilectissima regina" y hasta de "Elisabeth regina divina"...
-¿Fue duradera vuestra felicidad?
-Fue muy breve. Porque es absolutamente falso lo que testifican algunos cronistas: que mi muerte acaeció en 1107, un año después de morir mi hijo don Sancho, jugando a ser guerrero inmortal de nueve años, rodeado de condes caparazonados e hirsutos, en la batalla de Uclés. Sí; yo alcancé la gloria de dar a Don Alfonso, rey y esposo mío, su único hijo varón, la rama directa de su tronco que soñó clavar en el cielo heráldico de sus reinos, y a quien pusimos Sancho, en memoria de aquel don Sancho II el Fuerte, el hermano violento y usurpador, a quien mi Don Alfonso no dejó jamás de amar y de admirar. Pero la gloria del hijo varón la pague a precio de mi vida, cuando mi vida había conseguido su razón de ser y de perdurar.
El lirio y el mármol
-¿Cuándo y dónde dejaste de vivir, Zaida Isabel?
-Fallecí en León, el 12 de septiembre de 1099, por la mañana y a la hora tercia. Fui llevada al monasterio de Sahagún. Y aquí, el epitafio de mi mármol, muy próxima su redacción a mi muerte, es bien categórico y aleccionador: "Une luce prius septembris quum fores idus sancia transivia feria II hora tertia Zaida regina dolens peperit". ¿Comprendes bien que contra razones tan decisivas nada valen testimonios literarios de cronistas incrédulos o capciosos? ¡Fui reina! ¡Me desviví de sobreparto! ¡Y mi hijo,, don Sancho, nació en 1099! El mármol tuvo siempre razón contra el pergamino o el papel. Al lirio lo salva mejor la Naturaleza que la literatura. ¿No lo crees así?
-Pero ¿sabes tú que en San Isidoro de León otro mármol afirma que reposas bajo él? ¿Cuál de los dos miente?
-Ninguno. Los dos cubrieron mis despojos. ¿Has leído la "Crónica del rey Don Sancho el Bravo"? En su capítulo tercero se dice que este monarca, juzgando humildísimo el sepulcro que en Sahagún tenía la reina Isabel -yo-, llevó sus restos a León, al lado del que fue su esposo, Don Alfonso. Pero el segundo mármol reafirma mi condición de reina y esposa legítima: "Hic requiescit Elisabeth uxor regis Alfonsi, filia Ben-Abet, regis Sibilae quae prius Zayda fuit vocata".
Durante algunos segundos me quedé mirando con supremo interés a Zaida. Había recitado los epitafios latinos como si fueran estrofas de un maravilloso poema personal. tenía los párpados alebrados, vivísimo el aliento, la expresión como vuelta por entero hacía sí misma. Si evocando ella los motivos de su corta felicidad vital veíala yo así transida de gozo o pasmada de orgullo, supuse muy a las claras cómo viviendo aquella felicidad hubo de considerarse la más afortunada de las mujeres. Y no me extrañó que hubiese rendido a su albedrío a uno de los más ilustres monarcas y guerreros castellanos. Era Zaida muy esbelta y blanca. ¿Quién alabó andaluza la piel canela de las musulmanas? Era de apariencia frágil y, sin embargo, daba sensación de plasticidad cálida: sí, como la del lirio cándido bajo la dorada soleada primaveral. Era voluptuosa porque sí, pero sin prisas y sin rabias. Tenía la voz con timbre de cuerda tensada sobre arcos y una cabellera larga, nutrida y negra, cuyos estremecimientos se hacían surcos diagonales. tenía los ojos odaliscados, es decir, rutilantes y como febriles, náufragos en el deseo y puestos a salvo por una súbita anunciación de melancolía.
-No duró mucho tu felicidad -comenté para sacarla de su esimismamiento.
-¡Oh, que importa! Mil veces que hubiera vuelto eligiera esa frágil y breve fortuna antes que intensas y largas felicidades de índole distinta... Habiendo sido hija de un monarca musulmán y poeta..., ¡fui reina de Castilla! ¡Me amó hasta la pasió de ánimo una de las más firmes espadas que pasaron a las crónicas y a los romances! ¡Y parí un hijo varón, don sancho, en una corte frustrada de infantas histéricas o timoratas: doña Urraca, doña Teresa, doña Elvira!

Fuente: https://i.pinimg.com/564x/47/dd/87/47dd87777589ac0446a1a2d5d79adb58.jpg
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Continuará....
Saínz de Robles, Federico Carlos, Enigmas de cincuenta mujeres inolvidables, Madrid-Barcelona-México, DAIMON, Manuel Tamayo, 1963.
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