(4) ENTREVISTAS CON MUJERES
INOLVIDABLES
ELISENDA DE MONTCADA
Madona de Pedralbes
No la primera referencia, pero sí la primera noticia concreta que tuve de Elisenda de Montcada fue hace poco, cuando para prologar la traducción castellana de Lo Somni, del erudito Bernat Metge, hube de leer tan curiosa obra con moroso detenimiento. Bernat Metge, que escribió el elogio de Elisenda en 1398, treinta y cuatro años después de haber muerto la gran señora, sin interés adulatorio posible, así se refiere a ella: "Fue muy graciosa y siempre continua intercesora de sus pueblos. Jamás fijó sus ojos en cosas deshonestas. Su limosna nunca fue negada a los necesitados. Y después de la muerte del rey, su esposo, terminó en el monasterio de Pedralbes, que aquél había comenzado, en el cual honestamente, acabó sus días y murió".1
1. Megte, Bernat, Lo Somni, prólogo y notas de Antonio Vilanova Andreu, Barcelona, CSIC, 1946.
Honesta y suave, reitera el erudito. Y aún la denomina "regina de Pedralbes", luego de compararla, indirectamente, con mujeres tan ilustres como Lucrecia, esposa de Colatino; como Clelia, virgen romana que impidió la conquista de Roma por las huestes de Porsena, rey de los toscanos; como Cornelia, hija de Escipión el Africano y madre de los Gracos; como Griselda, paradigma de la paciencia, de la honestidad y de la fe conyugal.
Posteriormenete, en un raro libro de Tomic, titulado Histories e conquestes, su autor, refiriéndose a Elisenda de Montcada, asegura que "és sancta en Paradís".2
2. Tomic, Pere, Histories en conquestes del realme d´Aragó e principat de Catalunya, introdució, transcipció, notes i índex a cura de Joan Ibarra. Catarroja, Barcelona, ed. Afers (Textos clásicos, 2), 2009.
Más el motivo que decidió mi vuelta a Pedralbes, para contemplar de nuevo la imagen alabastrina, yacente, de Elisenda fue haber sido bautizado con su nombre un premio anual para honrar una novela escrita por una mujer. Elegí la mañana del 10 de agosto para mi devota peregrinación. El calor era mucho, sobre la ciudad de Barcelona, entre los azules unánimes del cielo y del mar, flotaba una neblina fina, ondulada y móvil como una gasa. Pues los restos del bello monasterio me eran conocidos, penetré directamente en el templo y me detuve ante los dos escalones que preceden a la plataforma, sobre la que se eleva el portentoso panteón de la última esposa del rey de Aragón y de Cataluña, don Jaime II el Justo, excelente monarca, no mala persona y sensual temperamento. El cansancio, el sopor y una suave emoción me hicieron tomar asiento en el escalón más alto. Ligeramente escorzado me dediqué a contemplar el mausoleo ojival, por partes, como si estas se presentaran a mi atención en sucesivos planos fotográficos.
Primero, los tres leoncillos, de expresión llorosa, que sostenían la base de la urna. Luego el frontal de la urna, dividido en seis compases, coronados con arcos y cada uno de los cuales ocupa la figurilla, a medio relieve, de una santa o de un santo franciscano. Enseguida la estatua yacente de Elisenda, en alabastro y con reminiscencias de su primitiva policromía, a cuya cabecera y pies hay dos ángeles genuflectos sostienen un velo, del que parece surgir el alma de la santa reina dispuesta para la asunción.

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Más mi ojos regresaron con acucia a la figura supina, coronada y cubierta por un suntuoso brial festoneado de galón de oro; la manos, posadas y unidas sobre el vientre; cerrados los ojos con suavidad de ensueño; la expresión, colmada de esa paz calificada de "beatífica". Figura larga y ligera aún en la rigidez del alabastro. Y pensé: "Debió de ser bella Elisenda de Montcada. Suave en la voz, en el paso y en el ademán. Dulce en la mirada y en la sonrisa. Su rastro, insignificante, en la historia trascendía a simpatía, a bondad, a sencillez. Amó con serenidad a su esposo. Amó con pudor a sus prójimos, míseros o afortunados. Amó con la incondicionalidad de la fe ciega a Dios. Amó sin egoísmo su vida. Amó con humildad su destino. Amó con desprendimiento su grandeza. ¡Elisenda o Elicsen de Montcada! pasaría por las galerías y los claustros como un rayo de luna gótica. Miraría los campos, las olas, las estrellas, los seres con unos ojos humedecidos por la misericordia franciscana, en una actitud casi litúrgica. Tendría estremecimientos de altos linajes catalanes, reconcomios de piedades de gran señora de los antifonarios y de los libros de horas miniados. Supondría paraísos en tercetos con ritmo y melodía. Sabría dar acento a sus preces en latin corrupto, en lemosin, en catalán..."
Así pensaba yo cuando..., ¡Oh, Dios mio! ¡Íbaseme la cabeza como si me la estuviera cortando, sin dolor ni sangre, un mareo, y sin que mis manos pudieran sujetarla! ¿Iba a morir yo? ¿Iba a dormir yo?
El despertar de un sueño largo
Pero que la cabeza se me iba era algo tan seguro como irremediable. Apoyé mis manos en el mármol frío de la plataforma. Mis labios y mi lengua quedaron invisibles en una sequedad de siglos. ¿Soñaba yo ya? SE movía suavemente el simulacro alabastrino de Elisenda. La casi apagada policromía de su rostro y de su brial íbase encendiendo y ganando tonos rigurosamente vitales. ¿Suspiró Elisenda? Palpitaron sus párpados, sus labios y su pecho. Se separaron sus manos. Primero, suave y lenta, quedó apoyado su erguido busto sobre el codo izquierdo. Luego se sentó con las piernas fuera de la lauda, colgantes y juntas, y cubiertas por el brial, según la honestidad manda. ¡Oh, sí, también bostezan las ilustres damas medievales! Se desesperezó tranquilamente. Y miró en torno suyo. Y se fijó en mí. Me pareció más curiosa que sorprendida.
-¿Seríais tan amable que me prestaseis vuestros brazos para descender?
Ni en lemosín, ni en catalán, ni en alguerés, ni en corrupto latín, ni en aranés, me habló, sino en un castellano romanceado y ya legítimo.
-¡Oh, claro que sí, señora mía!
Me levanté. Alcé mis brazos hacia ella. Y en mis brazos sentí la falta de peso de un cuerpo fantasmal. Elisenda se sentó en el escalón más alto y puso sus pies en el escalón bajo. Y apoyó sus codos en las rodillas y su mentón en las palmas. Yo me senté según estaba antes, próximo a Elisenda. Cuyos ojos, sin color concreto, pero con luces de albas mediterráneas, volvieron a examinar el ábside con sus siete caras y sus siete ventanales, el arranque de los transversales arcos, el coro central, los siete trazos en que se reparte la longitud de la nave, los rosetones casi ciegos que retenían el iris de la heráldica fundamental. A mí me asombraba algo mucho más asombroso que el arco, la columna, la ojiva: que la expresión doliente, lacrimosa, de ángeles genuflectos y leones acostados se había transformado en expresión jubilosa y, sin casi, sonriente.
-Estamos en Pedralbes... -susurró Elisenda trayendo sus ojos a mi persona-. Y tú ¿quién eres? Me extraña tu atavío...
-Yo estoy soñando, señora, en seres,, lugares, luces y sombras de hace seis siglos largos.
-Y yo... ¿he dejado de soñar? ¿Cuántas horas he dormido?
-¿Horas? ¡Seis siglos largos! Os dormisteis... en el Señor, como aconseja San Juan en su Apocalipsis; en el Señor -que es quien recoge los sueños definitivos- el 19 de julio de 1364. Estamos en el siglo XX.
No pareció asombrarla mi declaración. Replicó con sosiego terne y tierno:
-¡Ah, ya! Luego estoy muerta. Sólo he despertado en vuestra evocación.
-Ni aun eso, señora mía. MI sueño os sueña. Soñando yo os rescato a la inanidad del alabastro. Viviréis mientras mi sueño dure.
-¿Tanto os interesaba soñarme?
-¡Tanto! MI somnolencia os ha ido desentumeciendo. Y ya estamos juntos, a cual más soñándonos.
-Vuestra curiosidad va a sufrir grandes decepciones. Si prescindís de una honestidad sin tentaciones, de una bondad sin santidad, de una caridad sin heroísmo, de unos amores sin apasionamientos..., ¿qué restará de mí?
-Jamás la historia nos ha contado menos de una persona que, como vos, fuera tan ponderada por sus contemporáneos. Porque, al parecer, en vuestro tiempo ardiente en los extremos y sin términos medios posibles, esa caridad sin heroísmo, esos amores sin pasión, esa bondad sin santidad y esa honestidad no probada por las tentaciones, se convirtieron en virtudes casi mágicas. Al menos así lo sentenciaron cronistas como Ramón Muntaner y vuestro nietastro Pedro el Ceremonioso.
-Pues bien decidió la historia guardando tan escasas memorias de mí. Porque mi existencia mortal fue un puro ejemplo de vulgaridad.
El lirio del bosque milenario
-¿Y no creeís, señora, que la vulgaridad tiene sus grados de heroísmo?
-Ful como a un lirio silvestre y solitario en un bosque antiguo lleno de sobresaltos y de músicas prodigiosas. En mi tiempo, dos linajes catalanes eran casi tan ilustres como el de los reyes: Cardona y Montcada. Mis padres fueron Pedro II de Montcada, señor de Aytona, gran senescal de Cataluña, y Elisenda de Pinós. Pero mi linaje tenía sus raíces ya más que seculares. UN casi legendario Ramón de Montcada fue epífe y sucesor de un más legendario Otger Catalón, caudillo de "los nueve varones de la fama", a cuyo nieto, Armengol, concedió Carlomagno el condado de Urgel. Desde entonces, entre los Montcada abundaron los virreyes, los grandes almirantes, los senescales, los jerarcas de la Iglesia, los sabios juristas... Muchos de los cuales, y sus hijas o sus hijos, contrajeron matrimonios con princesas y príncipes de las familias reinantes. Yo nací en mayo de 1292 en nuestro castillo del Besós. Esperaban mis padres un varón. Crecí, a mi albedrío, entre dueñas y azafatas, clérigos eruditos y poetas cortesanos. Me gustaba asistir a los misterios religiosos y a las representaciones alegóricas, a las cetrerías y a los certámenes de juglares cristianos y moriscos. Pasaba muchas horas, sola, contemplando el mar y el cielo. Sabía hilar y tañer la cítara y cantar coplas de amor y de guerra.
-Estarías muy cortejada...
-Mi honestidad no hubo de vencer grandes tentaciones. Cuando acababa de cumplir los treinta años, en la Navidad de 1322, contraje matrimonio,en Tarragona, con don Jaime II. Fueron unas bodas recatadas, casi anónimas, como convenían a un monarca cincuentón y muy doliente, cuyo tálamo habían ocupado ya tres esposas: Isabel de Castilla, Blanca de Nápoles -su único gran amor y la madre de sus diez hijos legítimos- y la hermosa y estéril María de Chipre.
-¿Amasteis mucho a vuestro esposo?
-Le entregué cuanto me aconsejó el pontífice Juan XXII en una afectuosa epístola: mi honestidad, mi amabilidad y mi afecto. Y le evité enojos y celos. Creo que hice felices los postreros años de su existencia. Vivimos casi siempre en el Palacio Mayor de Barcelona. Nunca intervine en los negocios de los Estados. Jamás ejercí, en mi provecho o en el de mis familiares y amigos, la gran influencia que tuve sobre mi esposo.
-Algo le pediríais a quien tanto os respetó y amó.
-¡Es verdad! Le pedí la fundación de este monasterio, para las religiosas de la Orden de Santa Clara de Asís. Jaime II me la concedió con suma complacencia y con suma generosidad. Los días 17 y 24 de mayo de 1326 compramos la masía de Pedralbes con todas sus pertenencias y tierras. Dos días después iniciaron las obras los maestros Ferrer Peyró y Domingo de Granyena. Y con tales prisas las llevaron que el 3 de mayo de 1327, festividad de la Invención de la Santa Cruz, permitieron la bendición de la Iglesia y del claustro. Para regalo de las religiosas y para beneficio de los jardines, hubo, dentro de la clausura, "fuentes de agua perenne, saludable y cristalina en grande abundancia". Mi esposo murió el 2 de noviembre de este mismo año "circa horam pulsationis cimbali latronis", o sea a la hora llamada entonces del seny dels lladres.
Y la felicidad sin perdices
-¿Cuál fue vuestra vida de reina viuda sin hijos?
-Ni menos ni más de lo que había sido siempre. Lo sencillo, lo insignificante. Insignificancia y sencillez que admiraban entre lo complejo y lo maravilloso. Me amó y respetó mi hijastro Alfonso el Benigno. Me amó y respetó mi nietastro Pedro el Ceremonioso. Tened en cuenta que fui la reina de Aragón, de Cataluña, de Valencia, de Córcega, de Cerdeña; que mi tío don Pedro de Montcada era gran almirante de Castilla; que mi esposo fundó la Universidad de Lérida y la Orden de Montesa, que cimentó las catedrales de Gerona, Zaragoza y Barcelona: que en mi tiempo Roger de Flor capitaneó aquella gesta increible y romancesca de Oriente, y Roger de Lauria justificaba aquella increíble frase de que "los peces del Mediterráneo ni osarían alzarse sobre las olas si no llevaban impresas en sus escamas las barras de Aragón". Pues entre tantos portentos, sólo yo, insignificante, moviéndome como una sombra bondadosa.
-¿Es que la suavidad y la bondad no tienen sus grados de grandeza?
-Quizá sí. Aún viví treinta y siete años luego que mi esposo y señor don Jaime II el Justo "ingresó en la carne universal", sólo dedicada a engrandecer mi monasterio y a merecer, humildemente, el perdón de mis pecados. Envuelta en lutos perennes, me retiré al pequeño palacio que me hice construir contiguo al monasterio,; palacio que, por mi disposición, sería derruido cuando acaeciera mi muerte. También conseguí que se edificara, junto a la puerta del mediodía, un pequeño convento, el Conventet, paraseis religiosos franciscanos y el confesor de las monjas. ¡Pedralbes llegó a ser la fundación religiosa más importante del reino! Tuvo rentas suficientes para sesenta monjas; y éstas dispusieron "incluso de esclavas -por lo regular sarracenas- para su servicio".
-¿Pusisteis vos entrar y salir a vuestro antojo?
-Desdichadamente, no. Un alto muro separaba mi palacio del convento. Sólo un año antes de mi muerte, ya anciana y postrada en el lecho, conseguí de la autoridad eclesiástica "que fuera abierta una puerta pequeña en la pared medianera con el fin de que las religiosas pudieran subir a distraerme, a consolarme, en mi misma cámara".
-Y habiendo llevado durante treinta y siete años una existencia de austero recato, en consonancia con vuestro carácter piadoso y nada aficionado a las galas cortesanas, ¿cómo no profesasteis en vuestra amada Orden franciscana?
-Ya os dije que fui una calamidad en lo vulgar. Por carecer de cuanto valiera la pena, aun en este mundo, el Señor no me concedió vocación religiosa. Esa vocación que parecía tan natural a mi carácter y gustos. Mucho más que yo valían aquellas humildes siervas que servían a las siervas de Dios, que eran, por amor a Dios, manumitidas y que, siendo cristianas, acababan por jurar los votos. ¿Comprendéis ahora como habéis perdido el tiempo llegándoos hasta mí, como ninguna mujer del mundo... pulvis, cinis, nihil?
No supe que decirle. Ella se levantó lentamente y se dirigió hacia su sepulcro. Ya junto a él, se volvió a mí con una sonrisa inolvidable por lo suave y dulce.
-¿Seréis tan amable que me prestéis vuestros brazos para subir?
-¡oh, claro que sí, señora mía!
A mí, en aquellos instantes, se me hubiera podido estrangular "con un cabello". Pero con un cabello de ángel...

Fuente: http://sergijustrib.blogspot.mx/2014/09/elisenda-de-montcada.html
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Megte, Bernat, Lo Somni, prólogo y notas de Antonio Vilanova Andreu, Barcelona, CSIC, 1946.
Sainz de Robles, Federico Carlos, Enigmas de cincuenta mujeres inolvidables, Madrid-barcelona-México, DAIMON, Manuel tamayo, 1963.
Tomic, Pere, Histories en conquestes del realme d´Aragó e principat de Catalunya, introdució, transcipció, notes i índex a cura de Joan Ibarra. Catarroja, Barcelona, ed. Afers (Textos clásicos, 2), 2009.
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