(5)ENTREVISTAS CON MUJERES
INOLVIDABLES
ANA DE MENDOZA
Princesa de Éboli
Hace algún tiempo, en un domingo de otoño
limpio y cuajado de amarillos, estuve en la villa de Pastrana. Y de cuantas
curiosidades descubrí en ella, ninguna acució tanto mi emoción como el palacio
o casa fuerte que perteneció a los príncipes de Éboli, sumamente recogido en su
vejez decrépita, pero aún delator de su acuciante pasado. Sí, como uno de esos
retratos de personas octogenarias, cuyos rasgos nos hacen presumir la hermosura
y empaque de su juventud. Sólida y elegante mansión de sillería, .con líneas
muy alargadas, flanqueada por dos avanzados torreones. Y maravillosa su portada
renacentista, compuesta de arco, frontón y columnas estriadas del orden
corintio, y dos medallones con medias figuras en relieve ocupando las enjutas.
Encerrado el frontón, las armas y divisas de los Mendoza y la Cerda. Sobre la
puerta, un amplísimo balcón de gran vuelo, siendo ventanas las demás aberturas
en los enormes lienzos.
Fuente: http://open.ieec.uned.es/HussoDigital/?page_id=783
Ana de la Cerda y Castro, abuela de la famosa "princesa de Éboli", encargo a Alonso de Covarrubias la construcción de este palacio en el año de 1541, que nunca llegó a concluirse. La nieta, junto con su marido, residió aquí, e incluso fue encerrada hasta su muerte a istancias de Felipe II, acusada de la muerte del funcionario Escobedo. La Universidad de Alcalá adquirió esta construcción al arzobispo de Sigüenza en el año de 1997.

Fuente: https://www.operanews.com/Opera_News_Magazine/2015/3/Features/Lifting_the_Veil.html
Y de tales
ventanas, la de la torre de la derecha, conforme yo contemplaba el palacio, me
dijeron ser conocida por “reja dorada” y haber correspondido al aposento en que
desvivió –prisionera- los postreros años de su existencia la famosa Ana de
Mendoza y Silva, princesa de Éboli, en compañía de Ana, la benjamina de sus
hijas, la cual, muerta su madre, fue a encerrarse en el convento de la Concepción
Francisca.
El interior de tan
vasto edificio me causó mucha impresión. Corredores desnudos transidos por el
olor a moho; salones de techos artesonados con gruesos rosetones y frisos de
relieve; escaleras amplias medio obstruidas por los escombros y rotos sus
barandales de forjado hierro.
Regresé a Madrid, tan removido por
las evocaciones, que al día siguiente quise enterarme de su historia, para lo
cual ningún libro me pareció más a propósito que el titulado Historia
de Pastrana, obra erudita, en prosa magistral, de don Mariano Pérez y
Cuenca, impresa en Madrid el año de 1871.(1)
Me impresionó sobremanera el inicio de tal historia, cuando refiere cómo el César Carlos I, con bulas de los pontífices Clemente VII y Paulo III, vendió en 1541 aquellas tierras de Pastrana a doña Ana de la Cerda, esposa de don Diego de Mendoza, conde de Mélito; importándole al monarca tal venta diecinueve millones cuatrocientos seis mil novecientos veintidós maravedises uno con otro, incluidos los clérigos. La escritura expresaba que adquirían los condes tanto la villa como los inmediatos pueblos de Escapete y Payatón, “desde la hoja del árbol hasta la arena del río, y desde la arena del río hasta la hoja del árbol”. Podían, pues, los reyes vender no sólo sus tierras, sino igualmente a sus vasallos. Muerta doña Ana de la Cerda, compró las tierras de Pastrana el célebre Ruy Gómez, príncipe de Éboli, gran favorito de Don Felipe II, casado con la no menos famosa Ana de Silva y Mendoza, hija única de los condes de Mélito, por lo cual todo se quedaba en casa.(1) Pérez y Cuenca, Mariano, Historia de Pastrana, Guadalajara (España), AACHE ediciones, 1996.
Muy interesado desde entonces por cuanto se relacionase
con la princesa de Éboli, contemplé muchas veces cuantos retratos de ella eran
conocidos; alguno como los que vio madame D´Aulnoy en el palacio del Infantado,
en Buitrago, o el atribuido a Sánchez Coello. Tuvo la tez blanca, el único ojo
vivo entre negro y castaño, negra también y muy rizada la cabellera. Un rostro
seductor surgiendo de una pomposa lechuguilla de abanillos. El traje, de seda
negra, aparece enriquecido con pasamanes o alamares de raso; del cuello pende
una sarta de perlas; y desde los hombros declina un velo de crespón blanco,
cuyo nacimiento está en lo alto del copete de los cabellos y que, afianzándose
en la nuca, termina por delante sujeto con un joyel. Un parche de seda negra
–cuyas cintas se esconden en los rizos, sobre la frente, y tras la oreja- tapa
la cuenca del ojo derecho muerto. Y para fomentar mi curiosidad hacia tan
sugestiva criatura y el porqué de aquel tafetán encubridor de un sol, los
galantes versos con la galante y delicada explicación del poeta escolapio
Arolas:
Un párpado levantado
Muestra la negra pupila
que con su fuego aniquila
cuánto
una vez ha mirado.
Y el otro cubre caído,
como venda bienhechora,
la pupila matadora
qué, cerrada…, se ha dormido.
|
Para
cegarnos basta un sol
-Sí, señora mía: para
cegarnos basta un sol- ¿Cómo podía admitir la Providencia que en vuestro rostro
hubiera dos soles, si en la Naturaleza basta uno para cegarnos y para darnos
vida y muerte?
La princesa de Éboli sonrió imperceptiblemente a mi
madrigal. Acaso por ser el mío piropo nada original en sus oídos y mil veces
explicado por el fervor conceptuoso de los galanes de su época. Aparecía doña
Ana de Mendoza ante mí como si milagro hubiese vitalizado su aludido retrato. Y
estaba sentada en un gran sillón de cuero con almohadón carmesí; y yo, en pie,
a pocos pasos de ella. Y los dos, solos, en una gran sala cuya única ventana
tenía los barrotes de hierro dorados a fuego. Para romper aquel silencio cuyos
latidos nos eran perceptibles, yo insinué:
-Cuenta
el gran cronista Salazar de Mendoza que a principios del siglo XVII vuestro
linaje sumaba más de sesenta mayorazgos, la mitad de ellos con títulos y
grandezas, y hasta ochocientos pueblos con más de noventa mil vasallos-
-Y
no miente. Apenas el monarca podía sentirse más orgulloso que yo de su poder y
de su grandeza. Por ser hija única de los condes de Mélito reuní en mi persona
títulos y mercedes de las casas de Medinaceli, del Infantado y de Cifuentes. Y
en la villa de Cifuentes nací el 26 de junio de 1540, siendo bautizada tres
días después en la iglesia del Salvador de aquel lugar, por mi tío don Juan de
la Cerda, canónigo de la iglesia de Toledo.
-¿Es
cierto señora, que perdisteis vuestra pupila derecha a consecuencia de una
picadura de espada, mientras os ejercitabais con uno de vuestros pajes?
-¡Es
bella la causa que ha buscado la historia para explicar el misterio de mi ojo
derecho, siempre oculto y con desparpajo mío por un tafetán de seda! Pero no
fue tan bella la realidad. Como hija única de poderosos padres, mi educación se
resintió de una excesiva libertad, en la que mi voluntad se reafirmó
voluntariosa y dura. No buscó mi infancia juegos y amistades de niña mimada. Me
encantó la compañía de los muchachos, pajes y escuderos. No amé los libros, ni
la piedad, ni los ensueños. Preferí montar a caballo, ejercitarme en la
esgrima, pelearme como un chico, gritar con rabia mis órdenes, ensartar los
epítetos reservados a los hombres de armas y pelo en pecho. Mis aficiones
máximas fueron la caza y l vagabundeo por las llanuras de mis tierras. Cierto
día, cuando aún no había cumplido los
doce años, parodiando una guerra enconada con varios pajes y mozos de labranza
y artesanía, la piedra lanzada por uno de ellos, me dio en el ojo. No me
desmayé ni lloré. El paje cuya piedra cegó mi pupila se revolcaba de aullidos,
rebozado su rostro en sangre, por la piedra que le tiré, lo cual me recompensó
de mi “glorioso percance bélico”. Mi temple fue así.
-¿Y
os casaron pronto?
-Apenas
cumplidos los doce años, con estúpida aquiescencia de mis padres, el rey Don Felipe II me casó con don Ruy Gómez, segundón de doña María de Noroña y de don Francisco de Silva, señores de Ulme y de la Chamusca. Ruy Gómez, de treinta y seis años de edad, era ya el favorito real y poderoso en mando y bienes. Pero nuestro matrimonio no se consumó hasta siete años después. Mi soberbia casi infantil, así sometida a un capricho soberano, me dictó el odio contra Don Felipe; odio que cultivé con rabia hasta casi los últimos años de mi vida.
-¿No fuisteis feliz en vuestro matrimonio?
-No. Respeté a mi esposo. De mi absoluta sumisión soberbia a mis deberes de esposa fueron pruebas irrecusables aquellos diez hijos que tuve de él en poco más de doce años. Doce años largos, los de mi juventud, en los que no tuve tiempo sino de parir y convalecer para volver a caer en gravidez. ¿Comprendes la estupidez de cuantos historiadores han insinuado mis primeras liviandades antes de 1570?
-Se dice que, antes de consumarse vuestro matrimonio, os amó el rey, y que hijo de Don Felipe fue aquel primer fruto de vuestro vientre, don Diego, tan rubio y tan triste y tan distinto de sus hermanos, morenos, alegres y díscolos; sí, aquel don Diego que murió en tierna edad, como los más de los varoncillos de Don Felipe, y cuyo nombre fue el de otro hijo legítimo de aquél, también muerto sin haber salido de su inocencia.
-Cierto que Don Felipe me amó. Pero no me confesó nunca con palabras. Las mujeres descubrimos en seguida las pasiones que suscitamos, aun cuando se nos oculten con la fiereza conque intentó ocultarme la suya el rey. ¡Pobre Don Felipe, tan ascético y tan voluptuoso, tan apasionado y tan tímido con las mujeres! Yo descubrí su secreto porque le temblaban las manos, los labios y la mirada apenas me tenía a su lado. Pero...
Las cárceles del alma
-¿Y no intentó jamás imponeros su pasión?
-¡Jamás! Como yo adiviné su amor, él adivinó mi odio. Y como su espíritu era, tal que el mío, de acero, incapaz de una vileza, de su gran pasión por mí hizo una cárcel para su alma. ¿Ignoras que las almas grandes, sino se han pervertido, suelen estar presas, más que en sus cuerpos, en las cárceles que se van haciendo con sus renunciamientos, con sus amores fracasados, con sus anhelos incumplidos, con sus frustrados esfuerzos? Yo no tuve sino un gran amor en mi vida: don Antonio Pérez, gallardo galán, sutil gobernante, espíritu de aventura. Y lo fue cuando yo era viuda y dueña única de mi cuerpo.
-¡Don Antonio Pérez! A quien se le acusa de gravísimos delitos: traición a su patria y a su rey; la muerte alevosa de don Juan de Escobedo; su cobarde huida a precio de la muerte de nobles caballeros -sus protectores- como don Juan de Lanuza, gran justicia de Aragón.
-El mucho amor tiene siempre a punto atenuantes y eximentes coadyuvadores a la absolución de la persona amada. Te juro que jamás conocí por entero qué fuera verdad y qué mentira en esas acusaciones que la historia mantiene contra don Antonio Pérez. Te juro que creí y sigo creyendo que ellas hay mucho de mentira y bastante de verdad. Pero... ¿fue mi amante el único reo en tales delitos? Mi amor siempre siempre lo encontró galante, sincero y generoso. Murió alevosamente asesinado don Juan de Escobedo, en la callejuela del Camarín de Santa María, muy cerca de mi palacio. Pero en aquella fecha, don Antonio Pérez pasaba la Semana Santa en Alcalá, y estaba en el El Escorial Son Felipe II. Dos tan perfectas coartadas, que me llenaron de recelos. Porque me insinuaban sin darme paces lo que iba tomando cuerpo en la opinión de todos.
-Sí, la historia lo declara: que don Juan de Escobedo había muerto por haberos sorprendido amartelados, en vuestro aposento, delatándolo a Don Felipe; y por traer pliegos de su señor don Juan de Austria, en los que se probaba al rey cómo don Antonio Pérez "se entendía" en clave con los levantiscos nobles flamencos. Pérez tuvo dos motivos para matar a Escobedo.
-Y Don Felipe tuvo tres...
-¿Tres? No lo comprendo, señora.
-Pues entiéndelos en mis labios: Escobedo contemplando flaquezas mias con don Antonio Pérez..., que Don Felipe hubiera deseado para sí. Uno. Escobedo traía pruebas de que los nobles flamencos que conspiraban contra España sabían secretos de Estado que sólo debía saber el rey, el señor don Juan de Austria y don Antonio Pérez. Dos. Y Don Felipe, en su tercer motivo, resolvía dos problemas para él decisivos: privarle de mi a su secretario y castigarle por su entendimiento con los de Flandes; sin declarar este castigo -tan afecto a él como a España- por los secretos de Estado, sino por la justicia a la muerte alevosa de Escobedo.
-¡Graves imputaciones las que lanzaís contra vuestro rey!
-Las ha lanzado esa historia que tanto me pones en cara. Y te las recuerdo. Pero tampoco te juraría mi absoluta creencia en ellas. Lo que me importa que sepas de mí es cuanto afecta a mis relaciones con Don Felipe. El cual, obsesivamente, pretendió que pues no era yo para él..., no lo fuera para ningún otro varón. Y que jamás tuvo piedad para mi voluntad de mujer enamorada.
-Entonces, conforme pasaran los años, vuestro odio hacia Don Felipe iría creciendo también obsesivamente...
Las cárceles del cuerpo
-Pues te engañas. Aún cuando una mujer no ame a un hombre, si le sabe apasionado angustiosamente por ella, poco a poco le va perdonando los excesos con que se procura vengar los desprecios. y hasta se siente halagada cuando tan obsesiva pasión no perdona los medios más reprobables para oponerse a la entrega amorosa -y no para él- de la mujer idolatrada. Conforme fue pasando el tiempo y Don Felipe me aisló inexorable de mi pasión..., ¡le fui perdonando sus excesos en gracia a ser ellos hijos de sus celos, de su insaciada hambre de mí!
-¿Y como pudo impedir tan cumplidamente vuestra voluntad amorosa?
-Persiguiendo a mi galán y levantando cárceles para mi cuerpo. Y en verdad te digo que no le faltaron motivos que justificaran, en parte, sus determinaciones. Yo era manirrota y escandalosa en mis sentimientos. Me privaron de la tutoría de mis hijos y de la libre disposición de mis bienes que me dejara en testamento el noble deseo del príncipe de Éboli, mi señor y esposo.
-¿Cuáles fueron las cárceles en las que se fue consumiendo tu corporal existencia?
-La misma noche del 28 de julio de 1579, en que fue detenido don Antonio Pérez, fui apresada yo. Se me condujo a la fortaleza de Pinto y quedé encerrada en la sala de uno de los torreones, sometida a severísima vigilancia y sin otro servicio que el de mi antigua dueña Bernardina Cavedo, muy intrigante y consejera de mi perdición. A principios del año siguiente me trasladaron al castillo de San Torcaz, lugar situado a unas ocho leguas de Madrid, pasado Alcalá, y en el que también había sufrido prisión, por orden del arzobispo don Alonso Carrillo, Francisco Ximénez de Cisneros. Pero como en San Torcaz cayera gravemente enferma, conseguí del rey que a primeros de marzo de 1581 se me permitiera vivir en este mi palacio de Pastrana, recluida en esta sala donde ahora estamos y sin otra razón de vida para mis horas que la luz que penetra por esta ventana de la "reja dorada"...
-¿Cuántos años duraron vuestras prisiones?
-Desde el 28 de julio de 1579 hasta el 2 de febrero de 1592, en cuya madrugada fallecí, incumplidos mis cincuenta y dos años de edad y cumplidos los doce y medio de mi reclusión.
-¿Sufristeis mucho en tan largo plazo?
-¡Mucho! Veía poco a mis hijos, a varios de los cuales sabía enzarzados en descabelladas empresas. El secretario del rey, Mateo Vázquez, que tanto intrigó para eliminar a don Antonio Pérez, excitaba en el monarca el rigor para mí. Los procuradores nombrados para administrar mis caudales, los administraron para ellos. En mayo de 1590 llegó a ésta prisión un escribano seguido de una cuadrilla de albañiles, y, como hallaran atrancada la puerta, y no habiendo entre mí y el mundo más comunicación que un torno conventual, lo quitaron, y durante unos días los albañiles tapiaron cuanto podía dar paso a la luz de Dios y hasta cubrieron con una alambrada esa enrejada ventana que da a la plaza. Quiero decir que me dejaron emparedada cuando ya estaba a merced de varias dolencias. Pero mi dolor mayor lo alentó mi hija Ana, de pocos años, mi inseparable compañera, sin risas ni lágrimas, sin ensueños y con pesadillas, siempre acurrucada en mi regazo y ahilada entre suspiros y hambres.
-¿Es posible que en tanta tribulación vuestro odio no creciera para haceros enloquecer?
-Inexplicables son los designios de Dios. Yo, que tanto amé y que tantos desatinos cometí por amor, en aquel lentísimo y angustioso de vivir, aprendí a disculpar, a perdonar a cuantos extremos me parecían preparados por el amor. Y aún me dio tiempo para encaminarme con serenidad y resignación hacia ese mundo sobrenatural en el que no existen cárceles para los cuerpos ni para las almas, y en el que brillaba la más limpia y cálida y tierna luz dominical...
Calló Ana, princesa de Éboli. Y cayó el párpado, ocultándome el único sol de su rostro. De cuya tiniebla empezó a fluir un llanto tan lento, que podía ir engarzando una lágrima tras otra...
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Pérez y Cuenca, Mariano, Historia de Pastrana, Guadalajara (España), AACHE ediciones, 1996.
Saínz de Robles, Federico Carlos, Enigmas de cincuenta mujeres inolvidables, Madrid-Barcelona-México, DAIMON, Manuel Tamayo, 1963.
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