LA CABALLERIA MEDIOEVAL Y LOS LIBROS DE
CABALLERIA
Las novelas de caballería
Los libros de caballería, según el documentado estudio
de don Marcelino Menéndez y Pelayo, a pesar de su extraordinaria abundancia,
que excede con mucho a todas las novelas juntas de la Edad Media y del siglo
XVI, no son producto espontáneo del arte nacional español, el género se
nacionalizó, “hasta el punto de parecer nuevo a la misma gente que nos lo había
comunicado desde otros países, y de imponerse a la moda cortesana durante una
centuria”. (1)
(1) Menéndez y Pelayo, Marcelino, “Orígenes de la novela”, Tomo I, Madrid, 1905, p. CXXVI.
El género nació en las entrañas de la
Edad Media, no fue más que una prolongación degenerada de la poesía épica que
tuvo su foco principal en la Francia del norte, y de ella irradió no sólo al
centro y mediodía de Europa, sino a sus confines septentrionales: a Alemania, a
Inglaterra y a Escandinavia, lo mismo que por el sur se extendió a España y a
Italia. Fue la poesía general del occidente cristiano durante los siglos XII y
XIII.
Esta poesía narrativa tuvo primero como instrumento la forma métrica,
pero en su decadencia, desde principios del XIII y mucho más en el XIV y el XV,
calzó el humilde zueco de la prosa y entonces nacieron los libros de caballería
propiamente dichos. No hay ninguno entre los más antiguos que no sea
transformación de algún poema, existente o perdido, pero cuya existencia consta
de una manera irrefutable.
Los romances, por una parte, y por otras las grandes compilaciones
históricas a partir de Alfonso el Sabio, recogieron el tesoro de los cantares de gesta, muy pocos de los
cuales poseemos en forma primitiva, y los salvaron en cuanto a la integridad y
la sustancia.
Después de los temas nacionales,
ninguno fue más divulgado en la vieja literatura española que los del ciclo
carolingio: Las Nuevas de Roncesvalles
y la Chanson de Roland. Al mismo
ciclo pertenecen la Historia fi de Oliva,
rey de Iherusalen, emperador de Constantinopla; la historia de Carlomagno y
de los Doce Pares es el nombre disfrazado
del Fierabrás francés. Renaus de Montouban pertenece al ciclo
carolingio y narra las luchas de Carlomagno, con sus grandes batallas.
Traducidas e imitadas entre nosotros las ficciones del ciclo carolingio
y las que podríamos llamar novelas esporádicas e independientes, no tardaron en
aparecer los poemas del ciclo bretón,
de los cuales ya en el siglo XIII pueden encontrarse en España bastantes
indicios, aunque la época de su relativo apogeo fue en el siglo XIV.
Estos poemas del ciclo bretón tienen su origen en las canciones
populares del pueblo de este nombre, conocidas con el nombre de lays de Bretaña. Los bretones, vencidos
por los sajones en Inglaterra en el siglo V, fueron expulsados, parte a la
península de Armórica, que desde entonces tomó el nombre de Bretaña, al otro
lado del estrecho, y el resto se refugió en el sudoeste y oeste de la isla -país de Gales y de Cornwall-. La conquista de
Inglaterra por los normandos puso a los bretones en contacto con los
vencedores; eran éstos un pueblo brillante
e inteligente que poseía ya una epopeya nacional en plena efervescencia,
y desearon conocer las tradiciones de sus aliados; así empezaron a
aparecer en latín obras de supuesto
carácter histórico, pero llenas, en realidad de ficciones poéticas, muchas de
las cuales se suponían traducidas de antiquísimos libros gaélicos y en gran
parte, por lo menos, debían fundarse en cantos populares y en tradiciones no
cantadas. Jofre de Monmonth, obispo de San Asaph -1154- parece haber sido el
fundador de esta seudohistoria.
El creó en sus obras las figuras de Merlín y del Rey Artús, hijo de
Ulterpen, dragón cuyas hazañas habían venido acrecentándose de boca en boca,
que aquí aparece, no ya solo como vencedor de los sajones, como dominador de
toda Inglaterra, sino también de Escocia, Irlanda, y otros muchos países
combatidos y allanados por sus invencibles caballeros.
Los lays de Bretaña son los
ciclos de la Tabla Redonda. Los cuentos del ciclo bretón trajeron, además de la
poesía del delirio amoroso, la figura del caballero
andante.
El más fecundo de los poetas que en Francia explotaron el ciclo de
Bretaña fue Cristián de Troyes, que, además de su Tristán y otros poemas, compuso por los años de 1170 el Cuento de la Carreta o Lancelot, y Perseval o el cuento del Graal.
Ningunos de los del ciclo artúrico parece haber sido reimpreso después
del siglo XVI. Los primeros indicios de la aparición en España, de la tradición
hispano-francesa, hay que buscarlos en Galicia, a donde la importaron los
peregrinos a Santiago, lazo principal entre la España de la reconquista y los
pueblos de Europa. Fue precisamente en Santiago donde nació la Crónica de Turpín que es, sin duda, el
primer libro de caballería en prosa, aunque no vulgar, sino latina y de clerecía.
Todos los vehículos de importación en la península, de los ciclos
caballerescos, los proscritos castellanos que habían acompañado en Francia a
Don Enrique el Bastardo; los aventureros franceses e ingleses que hollaron el
suelo de España en calidad de mercenarios del Príncipe Negro y de Dugesclin;
los caballeros portugueses de la corte del Maestre de Avis, que en torno de su
reina inglesa gustaban de imitar la bizarría de la Tabla Redonda, trasladaron a
la península de un modo artificial y brusco, sin duda, pero con todo el
irresistible poderío de la moda, el ideal de la vida caballeresca, galante y
fastuosa, de las cortes francesas y anglonormandas. Y en España, la imitación
no se limitó a lo exterior, sino que trascendió a la vida, inoculando en ella
la ridícula esclavitud amorosa y el espíritu fanfarrón y pendenciero, una
mezcla de frivolidad y de barbarie, en la cual el paso honroso de Suero de Quiñones en el puente del Órbigo, es el
ejemplo más célebre, aunque no sea el único.
Claro que estas costumbres exóticas no trascendían al pueblo. Pero el
contagio de la locura caballeresca, avivado por la locura y presunción de las
damas, se extendía entre las doncellas, y los cortesanos, hasta el punto de
sacarlos de su tierra y hacerlos correr por toda Europa.
Desarrollo de los libros de caballería en España
El más antiguo de los libros de
caballería publicado en España es el Caballero
Cifar, que, que data del siglo XIV. Le sigue en el orden cronológico el Caballero Tirante el Blanco, de autor
catalán, publicado en 1490. Pero la mayor parte de los que comprende el
escrutinio cervantino, corresponde a la mitad del siglo XVI, que es también la
época del apogeo de los libros de caballería.
Los cuatro primeros libros del Amadís
de Gaula aparecieron en Zaragoza, en
1508; pero esta leyenda se conocía desde el siglo XV.
El Palmerían de Oliva vio la
luz en 1511.
Las Sergas de Esplandián, hijo
legítimo de Amadís de Gaula, se publicó en 1512.
Todavía dentro del reinado de Carlos V, se publicó el Lepolemo o Caballero de la Cruz.
El
Cirongilio de Tracia apareció en 1545, el
Felixmarte de Hircania en 1555 y el Olivante de Laura en 1564.
Estas últimas publicaciones mencionadas
marcan la agonía del género, cuyo último estertor parece haber sido, dice
Menéndez y Pelayo, Historia famosa del
príncipe Policione de Beocia, impreso en Valencia en 1602.(2) Pero como veremos más adelante, es el Persiles
de Cervantes, el libro que realmente cierra el ciclo en España.
(2) Ibid., Origenes, I, pp. 187-280.
Tratando de precisar las causas que
pudieran explicar este fenómeno, la mayor parte de los autores suponen que la
literatura caballeresca alcanzó tal prestigio en España, porque allí tuvo,
según ellos, un gran prestigio la caballería,
fomentada por la guerra secular contra los moros. Pero Menéndez y Pelayo
rechaza ese punto de vista, porque el sentido heroico y tradicional de la
caballería en España, tal como se manifiesta en los cantares de gesta, en los
romances y aun en los mismos cuentos de Don Juan Manuel, nada tienen que ver
con el género de la ficción que produjo la literatura que protagonizan los
caballeros andantes: los mencionados géneros lterarios españoles en que
cristalizó la poesía heroica o la prosa de este género tienen un carácter
sólido, positivo, que está adherido a la historia e incluso se confunde con
ella, se mueve dentro de la realidad y no gasta sus fuerzas en empeños
quiméricos, sino en el rescate de la tierra natal y en lances de honra y de
venganza.(3)
(3) Ibid., M. y Pelayo, Orígenes, p. 280.
La causa que mejor parece explicar el
éxito que alcanzaron los libros de caballería en España, es la falta de otra
literatura de ficción de mejor calidad. Apenas circulaban otras obras de
pasatiempo, que los cuentos cortos de Bocaccio y sus imitadores; las novelas
sentimentales y pastoriles eran muy pocas y tenían todavía menos interés
novelesco que los libros de caballería, siquiera los aventajasen mucho en galas
poéticas y del lenguaje. Todavía escaseaban más las tentativas de la novela
histórica, género, por otra parte que se confundía con el de la caballería en
un principio. De la novela picaresca o de costumbres apenas hubo en aquella
centuria más que dos ejemplares, aunque excelentes y magistrales. Es así como
los Amadís y los Palmerines se adueñaron del campo.(4)
(4) Ibid., Orígenes, p. 296.
¿A quién no maravilla, que en la época
más clásica de España, el siglo espléndido del Renacimiento, que con razón
llamamos de Oro, cuando florecían nuestros más grandes pensadores y humanistas,
cuando nuestras escuelas iban a las vanguardias de las universidades europeas,
cuando la poesía lírica y la didáctica, la elocuencia mística, la novela de
costumbres y hasta el teatro, comenzaba a florecer con tanto brío,, la lectura
de unos libros que, que son todos como los describe Cervantes, “en el estilo duro,
en las hazañas increíbles, en los amores lascivos, en las cortesías mal
mirados, necios en las razones y disparatados en los viajes y, finalmente,
dignos de ser desterrados de la república cristiana como gente inútil”?, ‘¿Cómo
es posible, que tan bárbaro y grosero modo de novelar, se diese en España
durante una fase caracterizada por un desarrollo notable de la cultura?
Como es sabido, el fundador de la Compañía de Jesús y la mística
reformadora, Teresa de Cepeda, se deleitaron con la lectura de esta clase de
libros. Y todo parece indicar que el testimonio de Juan Palomeque el Zurdo,
dueño en el Quijote de la famosa venta de Maritornes, pone de relieve hasta qué
punto la afición a los libros de caballería corría todas las escalas de la vida
social.
Pero aunque estos libros se compusieron en España en número mayor que en
ninguna otra parte, la pasión de su lectura no era afición exclusiva de los
españoles, como suele creerse, sino que casi todos, pasaron al francés y al
italiano, y muchos también al inglés, alemán y holandés, y fueron imitados de
mil maneras hasta por ingenios de primer orden, y todavía se imprimían en otros
países cuando en España ya nadie se acordaba de ellos.
No puede menos que causar extrañeza, que la Inquisición, tan severa
siempre en enjuiciar el contenido moral, político y social de toda clase de
libros, se manifestase tan indulgente con ellos, a pesar de los insistentes
clamores, incluso de las figuras más destacadas en las letras españolas del siglo XVI: Vives, Cano, Arias
Montano, fray Luis de Granada.
Los libros de caballería siguieron vendiéndose libremente en la
península; no se publicó jamás la pragmática anunciada por la princesa
gobernadora doña Juana contestando en 1558 a las peticiones de las Cortes, y sólo
en los dominios de América continuaron siendo de contrabando, a tenor de una
real cédula de 4 de abril de 1531 confirmada por otras posteriores que prohíben
pasar a Indias libros de romances, de historias vanas o de profanidad, como son
el Amadís u otros de esta calidad, “porque este es mal ejercicio para los indios
e cosa en que no es bien que se ocupen ni lean”.
Evolución de las ideas literarias que condujo al contenido
ideológico de los libros de caballería
Para orientarnos respecto a la significación
de los libros de caballería en el marco de la historia de la cultura medioeval,
debemos de fijar nuestra atención en determinados aspectos de la vida de
aquellos largos siglos en que la cultura creció lentamente, pero que, sin
embargo, aumentó en forma gradual la savia que floreció en el Renacimiento. En
la última parte de la Edad Media, determinadas formas de vida experimentaron
cambios sustanciales bajo la acción constante, de la iglesia católica, entonces
rectora sin rival de la vida material y espiritual.
El tema del honor de los caballeros, y el del amor platónico de cada uno
de ellos por su dama –las dos vertientes por donde fluye todo el contenido
literario de los libros de caballería- no refleja el sentimiento real
correspondiente de los hombres que vivieron en la época en que ellos
aparecieron y circularon. Y menos puede considerarse el eco de los sentimientos
del honor y de las concepciones amorosas de la época de Carlomagno, en la que
tiende a situarse imaginariamente la acción ficticia de los libros de
caballería.
El amor platónico que en los libros de caballería profesan los
caballeros a sus damas, como el honor que en ellos gira en torno de un supuesto
ideal de perfección al servicio de la pasión amorosa, sentimientos ambos
impulsados por desinteresados motivos románticos, representan la etapa final de
una larga evolución literaria que se desarrolla en el curso de la Edad Media,
bajo la dirección de la Iglesia, en el cual las antiguas leyendas que formaban
el acervo folklórico de los bárbaros, se depuran de la peculiar relajación de
las concepciones y prácticas que entre ellos sirven de pauta a las relaciones
sexuales, y se adaptan al patrón del matrimonio monógamo aceptado por la
Iglesia.
Dice, Robert Briffault que “cuando se
produjeron los refinamientos y cambios de la concepción de la idea amorosa, el
divorcio entre el producto artístico y la realidad psicológica era completo.
Aquellos cantos de amor no son sino reflejos elaborados sobre el tema amoroso,
invenciones de situaciones diversas que originan la pasión amorosa, un tejido
de motivos literarios y lugares comunes que no tienen relación con la realidad…;
en general, no hay relación entre los poetas y las señoras… Todo nos induce a
la conclusión de que las señoras de los cantos son invenciones imaginarias”, y
dice que de los “cuatrocientos trovadores que pasan su vida describiendo las
angustias que sufren a cuenta de las crueldades de las señoras, no se informa
de uno solo que se haya suicidado”.(5)
(5) Briffault, Robert, The Mothers, New York, The MacMillan Co., 1927, vol. III, p. 502 y sig.
El gran valor de la caballería radica
en la concepción del honor. Se ha observado que la concepción del honor que
predominaba entre la nobleza francesa hasta el siglo XII, era enteramente nuevo
en relación con las ideas grecorromanas; pero la idea regía desde tiempo
inmemorial entre todos los pueblos bárbaros que conservaban su organización
tribal. Sin embargo, el honor caballeresco de los bárbaros nórdicos era una
concepción limitada que sólo en parte correspondía a la connotación que el término
implica. No contenía nada que no fuera compatible con la traición, la perfidia,
el engaño, la mentira, la crueldad y lo que para nosotros representaría una
falta de auto respeto degradante.
Honor significa en su origen,
“renombre”, “fama”. La palabra alabanza se usa en la literatura medioeval como
sinónimo. La primera exigencia del honor caballeresco era la reputación en la
guerra, en las canciones de gesta y en los primeros romances; los términos
“caballería” y “caballeresco” se emplearon, ante todo, con referencia a proeza guerrera. La mancha
de cobardía constituía el más profundo deshonor. Un acto de cobardía tenía tal
valor infamante, que sus efectos alcanzaban a todo el linaje de quien adquiría
reputación de cobarde; además, el infamado perdía, por tal motivo, sus derechos
tribales.
A la concepción del honor caballeresco, aparte del indispensable
requisito de una buena reputación como hombre valiente, iba adherido el deber
de observación fiel de la promesa. La mayor parte de las leyendas célticas
giran en torno de la obligación de cumplir la promesa empeñada, por irrazonable
que sea y por ligeramente que se haya hecho. Ningún irlandés se atrevería a
mancillar una promesa –gueis-. Tamaña
desconsideración convertiría, además, al culpable en motivo de ridículo.(6)
(6) Ibid., Briffault. Pp. 399, 403.
A tono con estas ideas básicas que
aparecen en los libros de caballería, el concepto del honor que rige en la vida
real durante la Edad Media gira en torno de supuestos muy peculiares, que sólo
en el Renacimiento se modifican substancialmente: las clases dominantes se
apropian de la idea y del contenido del honor como algo inherente a su
patrimonio moral, que en ningún caso es asequible para, ni puede ser compartido
con los simples mortales no comprendidos en la categoría de nobles. Y esta
exclusividad del honor reclamada por la nobleza es, a su vez, reflejo de una
división jerárquica de la sociedad feudal cuya esencia, a este respecto, la
define así Johan Huizinga: “El sentimiento de ser más que otro hombre es
alimentado en forma viva por la idea feudal y jerárquica, por medio del
homenaje y de la pleitesía rendidos de hinojos, mediante los honores solemnes y la pompa
mayestática; todo lo cual reunido hace sentir la superioridad como algo muy
esencial: y justificado”.(7)
(7) Huizinga, Johan, El otoño de la Edad Media, Madrid, 1945, p. 38.
Todavía perduraba en tiempos de
Cervantes la vigencia de no pocas ideas medioevales sobre el honor como virtud
cardinal inherente a la nobleza, tal como se refleja en las obras de Calderón y
de Lope:
Honra es aquello que consiste en otro,
Ningún hombre es honrado por sí mismo,
Que del otro recibe la honra un hombre.
Ser virtuoso un hombre y tener méritos
No es ser honrado; pero dar las causas
Para los que le tratan le den honra.(8)
(8) Pfandl, Ludwig, Introducción al estudio del Siglo de Oro –Los comendadores de Córdoba, de Lope de Vega, Barcelona, 1942, p. 138.
Amor-servicio
El
aspecto distintivo de las relaciones sexuales en la época de la caballería era
el amor-servicio. El caballero se obligaba a servir a una dama, matrona o
doncella. A él le correspondía acreditar su bravura, su resistencia y su
paciencia; pero una vez acreditadas estas cualidades, la dama debía, a su vez,
acreditar la suya y cumplir con su prestación, es decir, prestar ella el
servicio a que venía obligada. La relación estaba lejos de ser romántica. En
último término, lo que se exigía eran los últimos favores o, más bien, éstos
eran concedidos libremente, porque la dama no veía nada deshonroso en otorgar
tal premio a tal caballero: habría sido “mala forma” negar el pago cuando se había hecho el servicio, y la que se
hubiese hecho culpable de tal conducta, habría sido escarnecida, tanto por las
demás mujeres de su clase como por los hombres.
El
amor-servicio, que constituye un aspecto distintivo de los convencionalismos
caballerescos era, en realidad, el servicio que en todas las sociedades
primitivas representaba una calificación indispensable para obtener los favores
de una mujer. No parece que la muchacha o mujer que se otorgaba a un guerrero
como premio de sus servicios, o en reconocimiento de sus hazañas de valor,
hubiese de convertirse necesariamente en su esposa. El precio consistía en lo
que representaban los favores de aquella señora, y los guerreros distinguidos
podían complacerse reteniéndola. Costumbres similares se encuentran en otros
pueblos primitivos. Así, entre los pieles rojas se consideraba un honor el que una
muchacha, o mujer, fuese abrazada por un guerrero de fama, y el que ella misma
se ofreciese se consideraba como un acto digno de alabanza.(9)
(9) Olmeda, Mauro, El ingenio de Cervantes y la locura de Don Qijote, México, Editorial Atlante, 1958, pp. 54-55.
Cuando el emperador Carlomagno hizo una visita al emperador de Constantinopla,
acompañado de los capitanes de su reino, la hija del emperador, Jacqueline, la
da su padre a Oliver, simplemente para que el héroe muestre su fenomenal
virilidad, de la que se ha jactado en un banquete. Oliver parte en seguida con
sus otros compañeros, dejando a la princesa encinta de un hijo que después se
encuentra con él en Roncesvalles. En
la Canción de Doon de Nanteuil se promete a los guerreros que,
si golpean al enemigo en la barriga, podrán elegir entre las damas más bellas
de la corte. Promesas análogas aparecen en otras canciones de gesta, y usos
semejantes regían entre los antiguos bretones, entre los indios norteamericanos
y entre los araucanos de Chile…(10)
(10) Idem.
En
la época en que se sitúa imaginariamente la de la caballería, el amor no
distingue entre las relaciones conyugales y libres. Las mismas circunstancias
cualificaban los títulos de un amante que los de un marido. Los mismos términos
se empleaban para designar tales relaciones.
Los usos y principios de la caballería
parecen así continuar los que regían desde tiempo inmemorial entre las
poblaciones paganas y bárbaras de Europa, y eran similares a los que regían en
sociedades muy primitivas. Del mismo modo, el patrón de moralidad sexual que
regía paralelamente a aquellos usos, difería poco de los corrientes en la Europa
de los bárbaros antes de la introducción del cristianismo. En las canciones de
gesta y en los primeros romances dice Briffault “la moral de los héroes y
heroínas es escasa. Apenas encontramos entre ellos un simple pensamiento
recatado o casto. La concepción de la moral no parece que se haya desarrollado,
y el gran libertinaje parece haber sido general en todas las clases de la
sociedad”.(11)
(11) Briffault, op. Cit., p. 411.
Todo el mundo conoce, en fin, hasta qué
punto eran distintos los patrones de moralidad de la época de Shakespeare, de
los que rigen en nuestra época; pero el naturalismo de la época isabelina
apenas lo era si se compara con el de las épocas anteriores. Las mujeres
poseían un don notable de expresión directa. Las conversaciones y discreteos de
una tertulia medioeval producirían sonrojo al público de una taberna de hoy.
Durante muchos años después de establecido
el matrimonio cristiano en Europa, conservó el carácter de vínculo muy débil;
en cierto modo conservó el carácter de conveniencia puramente económica que tuvo
en la Europa pagana.(12) Aunque las familias polígamas eran raras, no había un principio reconocido de
monogamia, y entre los capitanes no era desconocida la poligamia. El supremo
rey de Irlanda, Diarmaid mac Gerbaill, tenía dos esposas legítimas, aparte de
las concubinas.(13)
(12) Idem. 416. La institución de la barraganía no es sino una supervivencia de la libertad sexual predominante en las sociedades primitivas. Durante la Edad Media tuvo en España gran difusión la barraganía o comunidad de vida entre un hombre y una mujer solteros; la institución era reconocida por el derecho como digna de protección. No es un matrimonio, sino una forma inferior de unión admitida jurídicamente como capaz de producir efectos tantos entre los que la formaban como respecto a los hijos nacidos de dicha unión. La barraganía ha sido considerada como una modalidad de la Friedelche germánica –unión inferior al matrimonio- y también como uno de los pocos casos de influencia árabe en el derecho privado español de la Edad Media. La Iglesia se opuso a la institución de la barraganía como contraria a la moral familiar cristiana, y en el siglo XIII el Concilio de Valladolid adoptó enérgicas medidas contra ella, y especialmente contra la de los clérigos, que habían alcanzado una deplorable extensión. Se tomaron otras medidas a petición de las Cortes por varios reyes, y la repetición de estas medidas muestra su escasa eficacia. La institución, perduró hasta finales de la Edad Media y todavía aparecen cartas de compañía, que legalizaban uniones de barraganía, a finales del siglo XIV. ) Art. “Barraganía” en Diccionario de Historia de España.
(13) Idem. P. 417.
Las
leyendas populares no reflejan idea alguna de la castidad prenupcial. Las
princesas de las familias más nobles, además de ser ofrecidas a los huéspedes,
otorgaban sus favores a cualquiera que los requería: Medb, reina de Conaught se
jactaba ante su marido de que “antes de casarme nunca dejé de tener un amante
secreto además del oficial”. La princesa Findabair dice a su madre que está
enamorada del mensajero que ha sido enviado al campo enemigo. La reina le
contesta: “si le amas duerme con él en la noche”. Las mismas costumbres rigen
en Inglaterra: de una tropa de guerreros se nos dice que fueron amados
libremente por las hijas de los reyes de Inglaterra, y el narrador expresa su
aprobación de tal costumbre. Las muchachas solteras y las mujeres casadas eran
tomadas como concubinas sin ninguna dificultad. No parece que la virginidad
fuese deseable ni en el caso de la novia de un rey. Los pueblos de habla
céltica, en Inglaterra y la Galia, tenían los mismos usos y costumbres, y cuando
los germanos emergieron a la luz de la historia escrita, sus vicios y la
brutalidad de su libertinaje exceden a cuanto se sabe de los otros pueblos. Los
pueblos nórdicos, admiten los historiadores ingleses, eran culpables de vicios
demasiado arraigados, de tendencia inmoderada al amor y a las mujeres. Los
cronistas hacen referencia a su deseo constante de asaltar la castidad de las
matronas, y de hacer concubinas a las hijas de los nobles.(14)
(14) Olmeda, Mauro, op. Cit, p. 56-57.
¿Cómo influyó el cristianismo en esta
situación? Los bárbaros se impresionan por el hechizo de la cultura europea.
Pero los romanos, y menos aún en su decadencia, no podían presentar ninguna superioridad conspicua sobre las
civilizaciones de los bárbaros. Así que, aunque convertidos a veces en masa al
cristianismo a instancia de sus reyes que daban ejemplo, sus viejas ideas sobre las relaciones de los
sexos persistían en la época de los capitanes en que se sitúan las aventuras
caballerescas. Los apóstoles alemanes lamentan en particular el estado de los
monasterios ingleses. Los de monjas no eran mejores que los burdeles. La mayor
parte de los hombres y mujeres de los países bárbaros, que llenaron los
monasterios poco después de su establecimiento, eran simplemente incapaces de
comprender lo que se esperaba de ellos; seguramente no sabían nada del
cristianismo; sus nociones e ideas eran puramente paganas. Los santos
irlandeses que trasladaron su fervor de los viejos a los nuevos ídolos, no
tenían seguramente, un conocimiento más profundo de la doctrina cristiana que los
indios mexicanos, los cuales, todavía hoy, mezclan los mitos y rituales de la
religión cristiana y de sus antiguos dioses paganos con inexorable confusión.
La vida de los primeros santos irlandeses apenas difiere de la de los tiempos
paganos.(15)
(15) Briffault, op. Cit., p. 420.
Briffault
explica este fenómeno porque, en tiempos de miseria y de anarquía, cuando la
agricultura era imposible y cualquier ocupación permanente resultaba difícil,
miles de mujeres se unían a bandas de vagabundos, o a caballeros que buscaban
aventuras. San Bonifacio pide con apremio a los sínodos ingleses que no
estimulen las peregrinaciones, especialmente en el caso de las mujeres, ya sean
legas o veladas, porque son pretexto para fomentar el vagabundeo en el
continente, y para llevar una vida licenciosa de la que la mayor parte de ellas
no regresan. Apenas hay una ciudad en Italia y en Francia, dice, en que no se
encuentren las prostitutas inglesas, y ello es una desgracia para nuestra
Iglesia.
Las leyes codificadas por los sacerdotes
cristianos abolieron la poligamia, pero durante mucho tiempo la prohibición no
fue tomada en serio. Como entre los celtas, entre los normandos la poligamia
parece haber sido la norma, al menos entre los jefes. Era común entre los reyes
y capitanes en la era carolingia y merovingia; y del mismo Carlomagno, héroe y
defensor de la fe, se dice que tuvo simultáneamente dos esposas y que tenía un
serrallo de concubinas. Se empezó estableciendo que los sacerdotes no tuvieran
más de una esposa legal. Entonces empezó a establecerse también una distinción,
no existente hasta entonces, entre legitimidad e ilegitimidad en materia de
relaciones sexuales y de descendencia. Al fin de la Edad Media, y
posteriormente, “bastardo” era una
denominación ofensiva, pero en las sagas heroicas primitivas, la condición de
bastardo parece haber sido indispensable para caracterizar a todo personaje
heroico y distinguido.(16)
(16) Idem, p. 422.
La literatura de la
época pagana.
Las
formas de vida de los bárbaros y su desconocimiento de los principios de la
moral cristiana, se reflejaron en la literatura no escrita, que jugó un papel
prominente en sus vidas y que dio lugar, directamente, a la literatura
medieval. Bardos que recitaban las aventuras de héroes y diosas, las
recompensas concedidas en premio de hazañas valerosas, el rapto de princesas y
reinas y las conquistas de sus reinos, habían sido un espectáculo muy
distinguido de las reuniones y pasatiempos entre los pueblos bárbaros de
Europa. Los germanos no tenían otra literatura que sus antiguos cantos, y entre
los celtas ninguna Tabla Redonda era completa sin el recital de alguna leyenda.
El bardo era persona privilegiada, un mago al que no podía negarse nada; el
conocimiento de las sagas y la destreza en las composiciones poéticas
representaban un mérito equivalente al valor en el campo de batalla. El bardo
imitaba a los combatientes, y en fecha tan relativamente tardía como la de la
batalla de Hastings (1066) se representa a Taillefer animando a los varones
normandos, a la antigua usanza, cantando canciones de gesta.
La
gaya ciencia o canto de troveros continuó durante la Edad Media
constituyendo la literatura de las poblaciones iletradas. Oían el recital de
los mismos temas que sus antepasados habían escuchado durante generaciones, con
sólo ligeras variantes, con el mismo interés con que los escucharon aquellos.
Los habitantes de cada castillo, corte y hostelería, eran agasajados con lays del repertorio tradicional; pero el
deleite que proporcionaban los bardos y la influencia que ejercieron, apenas
fueron menores que en tiempos paganos. La literatura oral fue el pábulo mental
que alimentó la imaginación del pueblo alto y bajo, príncipe y siervo, barón y
villano, desde York a Palermo, durante toda la Edad Media.(17)
(17) Idem, p. 424.
En
la primitiva literatura europea el tema de las relaciones sexuales ocupó un
lugar preferente; pero en un sentido bien distinto de las ideas que sobre el
tema difundían los padres de la Iglesia en los escritos religiosos y
teológicos. La literatura popular romántica significa, la literatura popular
francesa de la primera fase de la Edad Media, en oposición a la literatura
culta de los clérigos, que se escribía en latín. Cuando hablamos de “romance”,
de sentimientos románticos y de amor romántico, nos referimos a los
sentimientos amorosos expresados en aquella literatura. Partiendo de aquellas
formas sentimentales, la literatura de los siglos XII y XIII desarrolló las
características típicamente europeas del amor romántico, tal como resultó de
las sagas remodeladas por los poetas de la corte en aquel período. Aquellas
canciones del primitivo romanticismo europeo, representan los rasgos definidos
de las condiciones sociales en que aquellos ideales se desarrollaron. Así, por
ejemplo, se establece que no es conveniente amar a aquellas señoras que sólo
aman con vistas al matrimonio; que el matrimonio no puede invocarse como excusa
para negar el amor; que nada puede impedir que una dama sea nada por dos
caballeros, o un caballero por dos damas. Incluso en forma más explícita
establece la condesa de Narbonne, “que el
efecto conyugal y el verdadero amor entre amantes, son dos cosas diferentes que
no tienen nada en común, y cuyas fuentes tienen su origen en sentimientos
completamente distintos”.(18) Podemos decir, que entonces se creía que el amor no puede existir entre gente
casada. Esta opinión aparece respaldada por Leonor de Aquitania, que después
fue esposa de Enrique II, una de las principales mecenas de la poesía.
(18) Idem, p. 427 y sig.
En
la literatura cortesana francesa, la poesía del amor romántico se refiere
siempre a las relaciones extraconyugales: solo las mujeres casadas fueron
idealizadas por los caballeros, y es a ellas a las que estos y los poetas
dirigen sus homenajes. Se negaba a los maridos el derecho a manifestarse
celosos. En el norte como en el sur, en la literatura romántica de la Edad
Media se da por supuesto que la relación amorosa se refiere, exclusivamente, a
las relaciones extraconyugales e ilícitas. Los relatos amorosos que durante
siglos subyugaron la imaginación y agitaron las emociones de la población
europea, en la Inglaterra sajona y normanda, en Italia y en España, son sin
excepción, desde Tristán e Isolda, de Lancelot y Guinevere, Eric y Enid hasta
Paolo y Francesca.
El proceso de evolución que, en último
término, condujo a la idealización y refinamiento de las concepciones
conectadas con las relaciones sexuales, empezó con la rendición del material
épico y mítico de la tradición pagana, por los redactores cristianos. Los
héroes, dioses y semidioses de la Irlanda céltica, por ejemplo, se relacionaron
con Noé y con la historia bíblica. El rey mítico irlandés Conchobar se asimiló
a Jesucristo; su nacimiento y muerte se hicieron coincidir con el nacimiento y
crucifixión del Salvador, y cayó haciendo esfuerzos para vengar la muerte de
Cristo, que se decía le fue anticipada por un druida. Oberón, estos es, el rey
nibelungo Albericht, realizó sus hazañas de magia en nombre de Cristo, y
proclamaba que sus poderes procedían de él. El gran druida, el mago Myridhinn,
o Merlín, fue bautizado y pronunció discursos sobre teología, y la diosa celta
Morgan, el hada, asistió a misa y erigió una capilla dedicada a nuestra Señora.(19)
(19) Olmeda, Mauro, op. cit., p. 60-61.
En
forma extraña se mezclaron fragmentos de anales y de literatura de los clásicos
con mitos paganos y bíblicos, en el esquema histórico medioeval, produciendo
una combinación extraña en un caos de anacronismos, nombres e incidentes
heterogéneos y diversos mitos, que caracterizó la concepción medioeval de la
historia, y que acompaño a la transformación de las leyendas étnicas que
constituyeron la literatura de la Europa precristiana.
Pero lo cierto es que en todas estas
leyendas, a pesar de las adaptaciones, remodelación y expurgos a que fueron
sometidas por los novelistas cristianos y caballerescos, las mujeres pasan de
uno a otro amante, o se ganan como apuesta en un juego de azar, o son exigidas
como compañeras de una noche; pero no hay indicios de la virtud, la castidad y
menos de la virginidad.
Fin de la evolución
En
el espejismo retrospectivo que creó una “época de la caballería”,
cronológicamente situada entre los contemporáneos de Gildas y los de la Europa
de los carolingios, los ideales de la castidad vienen a ser parte sustancial de
un caballero perfecto. Y como la castidad, el celibato y la virginidad vinieron
a representar la misma esencia de la caballería: “No hay caballería tan elevada como la virginidad y evitar la lujuria”,
se lee en la leyenda del Santo Grial.
Los
poetas provenzales se vieron obligados a evolucionar bajo la presión de
necesidades terribles. La cultura elegante y semioriental de Provenza había
estado en situación de desafiar y de tratar en forma satírica irreverente las
denuncias que hacia de la vida retozona y profana de la clerecía cristiana.
Pero se dejó oír la voz de la Iglesia, y lo que no logró la espada de Simón de
Monfort, que exterminó el país para combatir la herejía, lo logro la Santa
Inquisición. Así las cosas, la vanguardia de la cultura, se trasladó de
Provenza a Italia, que fue la cuna del Renacimiento.(20) Los trovadores de la decadencia adaptaron las formulas y tradiciones de la
poesía amorosa de Provenza a la celebración de la Virgen. Simplemente
sustituyeron el nombre del objeto ideal de sus efusiones por el de ésta. Los
trovadores italianos siguieron la moda. La tradición se observa todavía en
tiempos de Pulci: en su Morgante maggiore
alternan blasfemias groseras sobre la Santísima Trinidad con invocaciones a
la Virgen; y el divino Aretino suplementaba sus sonetos pornográficos a las
prostitutas de Venecia, con himnos a la Madona.(21)
(20) Briffault, op. cit., p. 465.
(21) Ibid, p. 501.
La realidad histórica
de los caballeros medievales
La
romántica literatura caballeresca nos presenta un mundo fantástico de
caballeros andantes que buscan aventuras, que rescatan damiselas, que combaten
en fastuosos torneos, que hacen honor a supuestos ideales excelsos, que
observan religiosamente las reglas contenidas en los códigos de honor, y que
apenas viven una existencia más real que los gigantes y dragones que los
encantadores y encantadoras de cuyos hechizos son víctimas, o que los castillos
mágicos que surgen y se desvanecen en forma maravillosa.
El monje inglés Gildas que pasó su vida en
aquella sociedad de capitanes y guerreros bárbaros, que según la tradición
romántica y caballeresca fueron los arquetipos de los caballeros de la corte
del Rey Arturo y de la orden de la Tabla Redonda, los describe en estos
términos: “Son sanguinarios, bestiales,
asesinos, viciosos y adúlteros…; generalmente se dedican al saqueo y a la
rapiña; si combaten para vengar y proteger a alguien, puede asegurarse que lo
harán en beneficio de ladrones y criminales. Hacen guerras, pero casi siempre
injustas y contra su propio pueblo. No desaprovechan oportunidad para exaltar y
celebrar a los más sanguinarios de entre ellos”(22)
(22) Idem, pp. 383-384.
Y
no era, ciertamente, la barbarie una peculiaridad exclusiva de los vasallos
contemporáneos del Rey Arturo. La
Historia de los Francos, de Gregorio de Tours, cuyas chansons de geste, fueron la base de los romances carolingios y
que, en gran parte, quedaron incorporadas a los relatos de la edad de la
caballería, aunque escrita en tono indulgente y laudatorio, presenta un cuadro
mil veces más horripilante que lo que dijo en monje Gildas. En su calidad de
guerrero, el mismo Carlomagno se comportó como sus antepasados merovingios.
Después de aceptar la sumisión de los sajones, convocó a los jefes principales
de los vencidos, en Verdún, y una vez que obtuvo de ellos cuanta información le
dieron, hizo desaparecer a cuatro mil quinientos en un solo día. “Consumada la matanza, el rey, satisfechos
sus deseos de venganza, se trasladó a su residencia invernal de Thionville para
celebrar la Navidad de Nuestro Señor Jesucristo”.(23)
(23) Idem, p. 387.
Alcunio se lamenta de que los tribunales y
barones carolingios eran “lobos rapaces”, más que jueces. Los capitanes del
periodo carolingio aparecen caracterizados en las viejas canciones de gesta, en
términos que no difieren de los salvajes que describe Gregorio de Tours.
Viviano, uno de los más distinguidos paladines de Carlomagno, cortó las
narices, orejas, manos y pies a los embajadores enviados a su corte. Es
igualmente notoria la “caballerosidad” de los héroes hacia las mujeres. Cuando
una señora contradecía a un caballero de Carlomagno, este levantaba el puño,
grande y cuadrado, y lo descargaba en plena nariz de la dama.
Es
cierto que los escritores de romances caballerescos de los siglos XII y XIII
encarnaron a los héroes y heroínas de las sagas tradicionales, en los
personajes históricos que identificaron con los tipos de barones y castellanos
contemporáneos suyos. Pero este anacronismo no carecía de fundamento, porque
las costumbres e ideas vigentes entre los caballeros del siglo XII continuaban
aún la tradición de los bárbaros guerreros europeos. “La historia nos dice,
admite un fervoroso panegirista de la caballería feudal, que jamás se
cometieron tantos crímenes, ni el honor anduvo más desintegrado, ni la guerra
fue dirigida más brutalmente, que desde el fin del siglo XII hasta principios
del XV, que comprende la fase conocida como la edad de la caballería”.(24)
(24) Idem, p. 389.
“Los caballeros, dice un trovador del siglo
XIII, se distinguen como ladrones de ganado, y como asaltantes de viajeros y
villanos. Cuando Juana, la hija de Enrique II, iba a Nápoles para contraer
matrimonio, tuvo la desgracia de pasar cerca de los dominios de un noble. Ella
y su escolta fueron desvalijados, y los caballeros del duque, para divertirse,
acariciaban a las damiselas”.(25)
(25) Idem, pp. 391-393.
En
ciertos aspectos, sin embargo, los caballeros de los siglos XII y XIII diferían
fundamentalmente de los héroes de las sagas
primitivas que se inspiraron en la vida de la sociedad guerrera y bárbara de
los siglos anteriores. Porque mientras estos últimos pertenecían a una sociedad
igualitaria, en la que el valor guerrero era el único canon que daba la medida
de la distinción y del mérito, en el sistema feudal que nació de las conquistas
e invasiones, el rango y el poder se desplazaron hacia la posesión territorial,
que entonces fue la base del gobierno sobre los habitantes. Es así como en los
últimos siglos de la Edad Media, el abismo que separaba a la aristocracia
territorial del resto de la población se hizo insondable y, como consecuencia, la concepción del privilegio y del poder
aristocrático, que había sido extraño a las sociedades bárbaras primitivas
europeas de la primera parte de la E. M., se convirtió en un elemento tan
esencial de la caballería, como antes lo había sido el valor de las batallas.
Un caballero debía ser, no sólo valiente, sino también gentil, esto es, bien
nacido. Esta rivalidad ostentosa en los torneos era fuente de ruina para muchos
caballeros, ninguno de los cuales era muy adinerado, y, como consecuencia,
hipotecaban sus fincas a judíos y lombardos, a los que golpeaban, maltrataban y
escupían en la cara, pero de los que no podían prescindir.(26)
(26) Idem, pp. 395-397.
La moral de los caballeros del principio
de la Edad Moderna no era distinta de la moral de los caballeros medievales.
Francisco I de Francia, que ha pasado a la historia consagrado como rey galante
y caballero, no vacila en dejar en rehenes a sus hijos, para recobrar la
libertad que perdiera en la batalla de Pavía, e incluso falta a la palabra
empeñada, sin importarle la suerte que corriesen los pequeños. Enrique VIII,
que escribió un libro contra Lutero, cambia de religión porque el Papa se niega
a sancionar su divorcio de catalina de Aragón, y enviuda varias veces en
colaboración con el verdugo.(27)
(27) Villa, Justa de la, “Santa Hermandad” y “Enrique VIII”, en Diccionario de Historia de España, Madrid, 1952.
Y
¿Qué decir de la supuesta hidalguía caballeresca de Carlos V el emperador, que fue capaz de provocar un levantamiento de
todas las clases sociales de su reino, porque desconociendo la lengua de sus
súbditos, pretendió eliminar a éstos del
gobierno del país que encomendó a extranjeros, y que al parecer sólo pensaba
contar con los nativos para obligarles a proporcionarle más dinero con el cual
costear sus fastuosas aventuras?
Podrían multiplicarse miles de citas, pero
los tres citados el último lugar son primus
inter pares en la historia de la caballería, como representantes de las
tres más poderosas naciones que hayan conocido las sociedades clasistas, y
porque de los soberanos tienen su título los caballeros de sus respectivos
reinos, y la moral de éstos es reflejo de la moral de su rey y señor.
Reflejos paródicos
del amor caballeresco en la época de cervantes
En
la época de Cervantes, había llegado a su fin el proceso que condujo desde las
concepciones predominantes en las sociedades primitivas, sobre las relaciones
sexuales, hasta la consolidación del matrimonio monogámico establecido por la
Iglesia.
Todo parece indicar que en las mujeres la
pasión amorosa corre por los cauces de la rígida castidad fuera del matrimonio,
y familiar de nuestros días. Como residuos de la tradición que se remonta a las
sociedades primitivas, y que conserva su vigencia a todo lo largo de la Edad
Media, se percibe en la época de Cervantes un punto de vista ecléctico, entre
la absorción de la voluntad de las hijas por sus respectivos padres para elegir
consorte y la libre decisión de ellas, que es la base del compromiso
matrimonial en las sociedades modernas.
Cervantes en boca de Don Quijote dice: “Si todos los que bien se quieren se hubiesen
de casar quitárase la elección y jurisdicción a los padres de casar a sus hijas
con quien y cuando deben; y si la voluntad de las hijas quedase escoger los
maridos tal habría que escogiese al criado de su padre, y tal al que vió pasar
por la calle, a su parecer bizarro y entonado, aunque fuese un desbaratado
espadachín; que el amor y al afición con facilidad ciegan los ojos del
entendimiento, tan necesarios para escoger estado, y el del matrimonio está muy
a peligro de errarse, y es menester gran tiento y particular favor el cielo
para aceptarlo”.(28)
(28) Cervantes Saavedra, Miguel de, Don Qijote de la Mancha, México, Santillana Ediciones, 2004, cap. XX, pp. 697-714.
En
los siglos XVI y XVII el tipo de familia monógama basada en la castidad
extra-matrimonial, quedaba, sin embargo, una zona de la sociedad en la que la
pasión amorosa extramatrimonial se fundía con una tendencia a la libertad de
las relaciones sexuales, que recuerda los viejos patrones paganos combatidos
por la Iglesia. Es cierto que para determinados sectores sociales, estas últimas tendencias representaban un
terreno marginal y vedado.
El esquema de la sociedad española que
Ludwig Pfandl presenta en su documentado estudio sobre la introducción al Siglo
de Oro, dice:
“La
mujer, es esclava o reina en aquel ambiente social; o vive en la servidumbre y
sumisión, o impera por la sensualidad y la avaricia. En el primer caso se
encuentra la mujer que vive en el seguro acogimiento de la familia (pero
solamente en determinados ambientes sociales), o la monja que se retira a la
soledad conventual y se somete a la aspereza de sus reglas y disciplina; en el
segundo caso está la mujer emancipada en cierto sentido, la mujer de mundo y de
relaciones sociales, que sabe eludir los severos cánones de la moral
tradicional estrecha, o la hetaira libre y desenfrenada, que no conoce
miramientos sociales”. “La mujer
española de la nobleza y de la burguesía de los siglos XVI y XVII es más mujer
de su hogar y de su familia que todas las demás mujeres contemporáneas del
resto de Europa. Su educación se limitaba a aprender a leer y escribir, las
cuatro reglas aritméticas elementales, instrucción religiosa en la familia y en
la Iglesia, trabajos caseros y otras habilidades femeninas. Su ejemplar de
conducta y modelo de perfección es la Perfecta casada, de fray Luis de
León”.(29)
(29) Pfandl, op. cit., 125.
El
polo opuesto de este ejemplar femenino, sigue diciendo el mismo autor, era “el tipo palpitante y realista de la mujer de
mundo, que se movía en los círculos de la nobleza y la burguesía de las grandes
ciudades, sobre todo de Madrid; la mujer alegre y desenvuelta de moral
acomodaticia y laxa, aunque esclava de ciertas normas e inquebrantables cánones
de un código regulador de costumbres, con sus puntos de pudor, de celos, y su concepto de honor vidrioso y sutil; la
mujer representativa de aquella sociedad, hecha para vivir a la luz pública,
que participaba de todas las diversiones y regocijos, y sabía desplegar una
agudeza e ingeniosidad incomparables en el discreteo feliz y en la conversación
animada y picante; que se dedicaba a los ejercicios y juegos del amor,
legítimos o reprobables; y que de tapada se permitía todo linaje de peripecias,
inocentes y peligrosas, pero siempre en función del amor; la mujer que,
disfrazada de hombre, seguía los pasos del amante infiel, que practicaba el
parto clandestino, que abandonaba al hijo y cometía otros actos; la mujer que
figuraba y animaba con mil matices y variaciones las comedias de capa y
espada; la que, en resumen, logró puesto de honor en las novelas de
costumbres y fue siempre víctima y blanco seguro de sátiras y epigramas”.(30)
(30) Idem, pp. 127-128.
La ambiciosa princesa Ana de Eboli y la
hermosa cómica María Calderona tuvieron no poca intervención en los manejos y
enredos políticos en tiempos de Felipe II y Felipe IV: los hijos
extramatrimoniales de los monarcas de entonces fueron, como los atestiguaron
los dos Juanes de Austria, más fuertes, más sanos, mejor constituídos y
dotados, que la mayor parte de los hijos que sus respectivos padres engendraron
con sus respectivas esposas.(31)
(31) Olmeda, Mauro, op. cit., p. 76.
Por la bastarda modalidad del amor y de la
galantería, se introdujo en la corte la costumbre de que los caballeros, lo
mismo que casados que solteros, pudieran escoger una de entre las damas de
palacio, y, como señora preferida de sus rendimientos amorosos, hacerla objeto
de su veneración platónica, galantearla públicamente, y llevar sus colores en
las festividades, bailes, duelos y procesiones: es lo que entonces se llamaba galantear en Palacio. Según el ritual
palaciego, podían permanecer cubiertos incluso delante del soberano; con lo
cual quería darse a entender, de una manera simbólica, que estaban totalmente
embebidos en la adoración de su dama y que no eran responsables de las faltas
cometidas contra la cortesía y la etiqueta. Según el sentido literal de la ley,
esta costumbre se encaminaba sólo a facilitar la elección de esposa a los hijos
de las familias distinguidas, costumbre que más tarde fue usurpada por los
caballeros casados; pero lo cierto es que ella representa un índice del nivel
moral de la sociedad española de los siglos XVI y XVII.(32)
(32) Pfandl, op. cit., p. 171.
De
este linaje de mujeres fue formándose aquella clase femenina de la cual
procede, a su vez, el tipo de mujer libre, de la hetaira, con su doble
significación en la vida del libertinaje: unas veces era la manceba que vivía a
costa de un hombre solo y recibía de él regalo y contentamiento; se llamaba la cortesana si descendía de estado
distinguido y si sólo se entregaba a la veneración de ricos y nobles; otras
veces era la buscona, que salía a la
caza de hombres, y prefería las grandes ciudades con universidades o puertos
para su actuación; o la mujer de la misma profesión, pero domiciliada, cuyo
retrato, entre otros muchos, hizo Lope de vega en El Anzuelo de Fenisa. A veces era la ramera corre calles, de la
calaña de la Pícara Justina, a veces
la mujer vulgar que convivía con rufianes y vagabundos que la maltrataban como
la Cariharta de Rinconete y Cortadillo,
o la muchacha alegre de los burdeles y mancebías.
En cada ciudad había meretrices, y lo mismo
sucedía con las universidades. La abolición y clausura de los burdeles
públicos, decretada por Felipe IV en el año de 1623 “por los muchos escándalos
y desórdenes que había en ellos y que había creído remediar con su fundación”,
según rezaba el edicto regio, no fue de duración ni eficacia. Y por algún
pasaje escabroso de La tía fingida y
la alusión que aparece en el primer capítulo de El Buscón, donde se dice que hubo
fama de que redificaban doncellas, puede deducirse que fue tan general en
España como en los demás países de Europa, la práctica nefanda de la restitutio virginatis.(33)
(33) Ibid, p. 172.
Este
cuadro de la sociedad española de los siglos XVI y XVII, en el que contrastaba
la proverbial austeridad oficial inspirada por el rigor de la Contrarreforma,
con el libertinaje tolerado, tanto en determinados sectores de las capas
dominantes cuanto en los bajos fondos, se explica como reflejo de la decadencia
política y económica que se acentuó, precisamente, a lo largo de los siglos XVI
y XVII.
La tesis que explica tales manifestaciones
de la vida licenciosa que se advierte en España, en los siglos XVI y XVII, como
reflejo de la decadencia política y económica del país, tiene sus raíces en la
falta de familiaridad de quienes se enfrentan a este tipo de problemas, con las
cuestiones antropológicas cuyo estudio ha puesto en claro ya, aunque sus tesis
sigan siendo del dominio exclusivo de los especialistas, los patrones que rigen
las relaciones sexuales en las sociedades primitivas, basados en principios
cardinalmente distintos de los que rigen en nuestra propia época.
Esta misma limitación que caracteriza aún
la difusión de los conocimientos antropológicos, determina que hasta hoy siga
siendo un enigma el fondo socila del que se alimentan las literaturas romances,
de marcado carácter realista, de la última parte de la Edad Media; ellas se
nutren, de la esencia que le comunican los patrones de vida de las sociedades
primitivas, por los que se regían, en gran parte aún, los sectores
predominantes en la época feudal en el viejo continente. Los cantares de gesta
que exaltan el concepto del honor, cifrado en el heroísmo militar, peculiar de
las sociedades tribales de todas latitudes, y la extensa zona que ocupa en la literatura
medioeval europea la pasión amorosa que, desconoce la castidad, son un eco fiel
del vigor con que en los pueblos tribales que invadieron el territorio europeo
a la caída del Imperio Romano, se conservaban vivas aquellas esencias en los
albores de la Edad Media. Consecuentemente, las formas de la pasión amorosa,
que en la España decadente de los siglos XVI y XVII debían considerarse
marginales respecto de los patrones establecidos de acuerdo con el dogma
católico, representan, sin embargo, el
último eco de los patrones que tres siglos antes inspiraron las obras de
Gonzalo de Berceo y del Arcipreste de Hita, y que posteriormente produjeron La Celestina, los romances y los libros
de caballería, en cada una de cuyas manifestaciones literarias lo primitivo
pagano y lo cristiano de nuevo cuño conviven pacíficamente sin oposición
perceptible.
BIBLIOGRAFÍA
Briffault, Robert, The Mothers, New York, The MacMillan
Co., 1927, vol. III.
Cervantes
Saavedra, Miguel de, Don Qijote de la
Mancha, México, Santillana Ediciones, 2004,
cap. XX.
Huizinga,
Johan, El otoño de la Edad Media,
Madrid, 1945.
Mauro,
Olmeda, El ingenio Olmeda de Cervantes y la locura de Don Qijote, México,
Editorial Atlante, 1958.
Menéndez
y Pelayo, Marcelino, “Orígenes de la
novela”, Tomo I, Madrid, 1905.
Pfandl,
Ludwig, Introducción al estudio del Siglo
de Oro –Los comendadores de Córdoba, de Lope de Vega, Barcelona, 1942.
Villa,
Justa de la, “Santa Hermandad” y “Enrique VIII”, en Diccionario de Historia de España, Madrid, 1952.
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