martes, 5 de junio de 2018

(2) LA VIDA COTIDIANA EN

AFRICA DEL NORTE EN

TIEMPOS DE SAN AGUSTIN

Ricos y Pobres

Los ricos son pocos pero son inmensamente ricos, mientras los pobres son demasiados. ¿Cómo hacer con todos una sola familia de Dios? ¿Cómo hacer la distribución entre lo superfluo y lo necesario, el exceso y la miseria? Incansablemente, el obispo tropieza con el problema social de la disparidad de las fortunas. Amonesta  a los codiciosos y rehabilita a los pobres, predica lo precario de las fortunas y el evangelio de la pobreza. Curiosamente, una de las raras palabras latinas conservada todavía hoy por el árabe de África es fluss, que viene de follis calderilla o pieza de bronce mezclado.

Una tierra nutricia

La paradoja de África era alimentar a Roma y alimentarse mal así misma. El granero del mundo antiguo apenas podía abastecer a su población de unos seis millones de habitantes. En el siglo IV y sobre todo en el V, la situación económica y social se había deteriorado fuertemente en un Imperio agotado y sin recursos. Un tercio de las tierras imperiales eran improductivas. África, en verdad, era una excepción en el ocaso del Imperio.
´           África vive mejor que el resto del Imperio, gracias a los productos de su suelo, el trigo y el aceite. Pero los recursos están mal distribuidos. Sólo una minoría disfruta verdaderamente de la riqueza del país y del trabajo de las clases trabajadoras que, con el genio romano, transformaron África y pusieron de relieve sus ricas posibilidades. “Unas risueñas propiedades reemplazaron a los desiertos más famosos; los campos labrados domesticaron las selvas; los rebaños domésticos hicieron huir a los animales salvajes”, escribe Tertuliano. En África, la riqueza es la tierra, la nobleza es antes que nada rural. Se conoce perfectamente la distribución del suelo, gracias al catastro romano que lo empadronó metro a metro.
            Por haber sido conquistada África es propiedad estatal por derecho. Esta posesión no es ficción jurídica, ya que el Imperio posee los ricos valles de Bagradas, donde las inscripciones conservan los nombres de siete propiedades imperiales, a menudo llamadas saltus designa a terrenos montañosos y poblados de árboles-. Esos amplios espacios fueron roturados poco a poco, transformados en campos de trigo, viñedos, plantaciones de árboles frutales, y, sobre todo, olivares. Son enormes plantaciones, que igualan y, a veces, sobrepasan las dimensiones de una ciudad. Enfida sola, cubre 150,000 hectáreas. La propiedad es administrada por un regidor imperial. El jefe de obras es asistido por aparceros y colonos.
            Las propiedades privadas pertenecen a grandes familias que colocaron allí parte de su fortuna. Plinio el Antiguo relata que, cuando Nerón confiscó sus bienes, seis propietarios poseían la mitad de África. En el siglo IV, los Antonii, los Valerii, los Símacos siempre son propietarios. Un documento fiscal proporciona el nombre de esas propiedades o fundi y muestra que son casi tan numerosas como las ciudades. Otros propietarios son antiguos grandes empleados del Estado que utilizaron su estancia administrativa como procónsul o como legado, para conseguir enormes propiedades en circunstancias a menudo dudosas. Las buenas maneras de Verres, por haber tenido menos brillo en África. Así, Julio Martiano, legado en Numidia bajo Alejandro Severo, adquirió tierras cerca de Lambesa. La mayoría de esos propietarios viven en Roma donde se contentan con percibir los beneficios de sus dominios. Agustín escribe a uno de ellos, Pamaquio, senador romano, que presionó para que sus colonos se reintegraran a la Iglesia Católica. Proba, de la ilustre familia de los Anicii, llegó a África en el año 410 huyendo de los bárbaros; seguía siendo todavía suficientemente rica para tentar al codicioso Heracliano. Festo, propietario de inmensas fincas en Hipona, posiblemente jamás las haya visto. Unos y otros como Símaco, se contentaban con hablar de la querida África. La catedral de Hipona lindaba con la casa lujosa de una noble dama cristiana, de familia senatorial. Los postigos de la residencia siempre estaban cerrados, ya que la propietaria vivía en Roma. Los propietarios africanos preferían Cartago, con sus distracciones y su vida cultural en vez de la soledad del campo.
            Durante el Bajo Imperio, se realizó un éxodo masivo de los señores de la tierra, huyendo de las responsabilidades agobiadoras de las ciudades; se instalaban en sus propiedades, donde organizaban una vida confortable, a menudo lujosa, dividiendo su tiempo entre recepciones, caza, juegos de dados y conversaciones serias. “Romiano, escribe el obispo de Hipona, te pasabas la vida en mansiones espléndidas, bañándote, cazando, jugando y comiendo”. En consecuencia, la situación de las ciudades abandonadas por grandes contribuyentes y por una parte esencial de sus ingresos, iba degradándose; y no podían afrontar sus responsabilidades. Templos y teatros se deterioraban tanto en Cartago como en Roma. Las grandes ciudades tomaban el aspecto de capitales suramericanas.
            En el campo, el nombre de villa significaba primero la casa del propietario, luego la propiedad misma con todo su personal. La hacienda vivía en autarquía. Se organizaba todo lo necesario para la vida: baños públicos, tiendas, comercios y mercado. Los más ricos, como en nuestros burgos o pueblos, tenían todas las profesiones: metalúrgicos, plateros, alfareros, carpinteros y toneleros, para que los campesinos no tuvieran pretexto de ir a la ciudad. Los grandes propietarios cristianos hacían construir una capilla o iglesia para sí mismos y su gente. Esta dependía, primero del obispo vecino, hasta el momento en que recibía a un sacerdote, incluso a un obispo. Tal era el caso de Fúsala, por ejemplo, que dependía de Hipona. Para darse importancia, a veces los donatistas con la connivencia del propietario, nombraban a un obispo, que tomaba a menudo el título de la villa o del fundus.
            Cierto número de esas residencias, como es el caso del señor Julio, se construían en nebulosa, alrededor de las grandes ciudades, como por ejemplo, Cartago, donde no faltaba espacio para los jardines, y, a veces, piscina privada. Los jardines de recreo estaban llenos de rosas y cipreses; los demás terrenos llevaban olivos, viña, vergel y pastos. Todo un ejemplo de policultura. En aquel agradable cuadro, el señor Julio y su mujer recibían regalos, además de los impuestos: olivas y pastos en primavera, uvas y liebres en otoño. Una granja más modesta tenía sus dependencias alrededor de un patio interior, con huerta, establos, pozo y, a menudo, torre. La periferia montañosa estaba plantada de olivos. Carneros y cabras podían recorrer las colinas vecinas en busca de pasto. A partir del siglo IV, las fincas eran cercadas con una pared de un metro de espesor. No faltaba nada, se encontraban baños, pozos, bodegas, establos para bueyes y carneros, depósitos y viviendas para servidores. Los propietarios más refinados, incluso, poseían un pensatorio, una especie de refugio para el filósofo. Las termas del rico romano Pompeiano que fueron descubiertas en el camino de Constantina a Sétif, dan testimonio de gran refinamiento. A juzgar por un mosaico, la residencia tenía dos alas y una torre con dos pisos. Más allá se encontraba el establo. Se conoce el nombre de cuatro de sus caballos: Delicatus, Pullentianus, Titas, Scholasticus. Los restos de una lujosa villa romana en Tabarka permiten hacerse una idea de la disposición y la suntuosidad de aquellas mansiones señoriales. La casa del dueño estaba rodeada de un parque de recreo: en el fondo de un patio cuadrado, el alojamiento del dueño, con un piso, flanqueado de dos salitas cuadradas con techo puntiagudo que llevaba a una logia de altura media. Torres y palomares permitían cuidar la finca y la región. Más adelante, depósitos y baños con establos para ganado mayor y menor, un corral con patos, gallinas, perdices, pavos y faisanes domesticados. El perro los protegía. Los caballos númidos eran particularmente cotizados en el mercado romano. Los mejores eran amaestrados para carreras. Crescens, cochero de origen moro, ganó 1,500,000 sestercios en diez años.
            Esas villas de tagarotes acomodados, disponían de un personal de esclavos, de servidores y sirvientas para el buen funcionamiento de la casa y la explotación agrícola.
La organización agrícola
Las grandes propiedades, fueran públicas o privadas, eran administradas por un intendente llamado procurator, que era generalmente un liberto en una propiedad pública, un ingenuo o esclavo en una propiedad privada. Dirigía la explotación con la oficina, controlaba al personal del fundo, ayudado por cuatro subalternos, esclavos como él. Esta administración directa exigía una gran cantidad de esclavos y mercenarios; desapareció progresivamente porque era menos rentable que la aparcería. En el tiempo de Agustín, la gran mayoría de esclavos ya no estaban en los fundos sino en las ciudades, cumpliendo funciones domésticas.
            Los colonos arrendaban cada finca. La unidad territorial de base era la centuria –que cubría 50 hectáreas-. Ellos mismos trabajaban un lote por su cuenta y riesgo, y pagaban sus deudas, ora con una suma de dinero, ora en productos, según las normas del contrato. En general, esos contratistas preferían subalquilar a unos colonos con pequeños movimientos. Las parcelas eran agrupadas. El aparcero cultivaba cierta cantidad para alimentar a su familia y mejorar su condición de vida. El estatuto de esos colonos subcontratados no era dejado a la arbitrariedad del regidor, sino definido por la ley llamada Lex Manciana, del nombre de Curtilio Mancia, quizás procónsul en África. Esa ley promulgada en la época de Vespasiano, regía propiedades públicas y privadas.
            Los subcontratados remitían un tercio de su cosecha. La inscripción de Henchir-Metik precisa el tipo de productos: trigo, cebada, vino y aceite. Un cuarto de frejoles y un sextario de miel por colmena. Se encontró en Tebesa y en Bulla Regia, el edificio de artesas en que los contribuyentes vertían sus productos, existían también en pleno campo. El edificio encontrado en Bulla Regia, estaba lleno todavía de productos almacenados. Además una prestación de días de faena: dos días de labranza, dos de escarda y dos de cosecha, en el saltus imperial Burunitanus.
            Una disposición de la Lex Manciana favoreció la explotación de terrenos erizados: matorrales, estepas, terrenos accidentados o tierras de trigo agotadas. Los colonos recibían gratuitamente esas tierras vacantes, excluidas del catastro, con derecho de uso y de cesión, para la plantación. Realizaron prodigiosos resultados, disponiendo cultivos de bancales, con muralla, haciendo que las aguas empaparan la tierra en vez de perderse. El olivo era reservado para terrenos inclinados y ya agotados por el trigo e impropios para la siembra, en la montaña y la estepa. Los árboles se presentaban generalmente como plantación al tresbolillo. Un contemporáneo de Agustín, Bion, se felicitaba en su epitafio por haber plantado 4,000 árboles, durante los 80 años de su vida. Algunas fincas, a golpe de trabajo y de economías, llegaban a producir verdaderas fortunas. En Mactar, una inscripción narra la singular odisea de un pequeño campesino enriquecido:


He nacido en una pobre choza,
de un padre sin recursos, que no me dejo dinero ni casa. Tan pronto como maduraba el trigo, yo era el primero en cortarlo, y cuando los segadores se iban a cosechar primero, era el primero en la obra, y dejaba detrás de mí haces atados a montones. Así, bajo un sol de fuego, he cortado dos veces seis cosechas, hasta el día en que me hice capataz. Durante once años todavía, seguí cosechando con ellos la espiga madura en los campos númidas.

El hombre llegó a ser propietario de una finca y una casa “que lo tenía todo”. Con la fortuna llegaron los honores. Le nombraron decurión, esto es, regidor municipal e incluso fue escogido por sus colegas como primer magistrado de la ciudad. L labrador terminó ocupando el escaño presidencial en el gobierno de la ciudad. “De pequeño campesino, me hice censor. Es así como mi trabajo me procuró días brillantes que lengua ninguna jamás se atrevió a enturbiar”. Al final, el Señor Alcalde no se perdió la ocasión de dar una pequeña lección de moral cívica: “Oh mortales, aprendan por mi ejemplo como vivir sin reproche. Y como yo, merezcan por su existencia una dulce muerte”.


En la misma ciudad de Mactar, otro ciudadano, Pinanio Mústulo, muerto a los 75 años, se felicitaba por haber vivido el tiempo suficiente para “engendrar con alegría, juntar una respetable fortuna, con una pequeña ganancia, sin jamás cometer fraude. Engrandecido por mis honores y los de mis hijos, al morir dejo un renombre brillante y eterno”.
            No todos los colonos tenían la misma suerte que estos dos. La expansión de los cultivos reducía los campos de los pastores seminómadas cuyos rebaños amenazaban invadir las tierras de cultivo.
Problemas y conflictos sociales
El desarrollo intensivo de los cultivos obligaba a que decenas de miles de pastores volvieran a la vida sedentaria y agrícola. En época de siega, esos felás, eran alquilados y se transformaban en trabajadores eventuales. Vivían pobremente en chabolas o gurbíes, especie de cabañas de caña. Cuyo diseño apenas cambió en milenios; eran similares a las que guarda un perro berberisco. Había una gran cantidad de mano de obra disponible en el mercado.
            La región estaba superpoblada de gente sin tierra, y, a menudo sin trabajo, que venía a aumentar las filas de los bandidos y se unía al donatismo, que les permitía expresar su insatisfacción y discrepancia. Esos obreros eventuales, sin trabajo durante la mayor parte del año, no se integraban a ciudad alguna; eran alérgicos a la lengua y la cultura latinas y seguían hablando los dialectos berberiscos. Se sentían frustrados por la presencia romana que había ocupado la tierra de sus antepasados en detrimento suyo. El cisma donatista les proporcionó una bandera y, pronto, mártires, sobre todo en la región berebere, entre Teveste y Sitifis. Desempleo parcial, irritación política y social, oposición a la presencia romana, originando los circunceliones. Eran nómadas o vagabundos cuyas rebeliones eran dirigidas contra el Estado como contra los propietarios de latifundios. Los elementos más violentos no se echaban atrás ante sus motines ni asesinatos. Aterrorizaban mercados, dejaban inseguras las fincas aisladas, ejercían una justicia paralela. Una de esas bandas, encontró un día a un rico señor, instalado en su carruaje, mientras su esclavo corría ante el tronco. Hicieron bajar al dueño, instalaron al esclavo en su lugar y obligaron a que el señor corriera a su vez. Esta anécdota fue narrada por Optato de Milevi. Por más que la Lex Manciana legiferara, no podía cambiar a los hombres con su codicia de ganancia y la voluntad de poder. Con la decadencia del Imperio y de la autoridad en los siglos IV y V, los colonos, sobre todo los que vivían lejos de las ciudades, estaban a merced de sus amos, propietarios campesinos o granjeros comunes enriquecidos.
            El historiador queda asombrado por el sorprendente estancamiento de la condición rural, que lejos de mejorar, pareció haberse deteriorado más durante el Bajo Imperio. La Lex Manciana que daba al roturador una cuasi propiedad, era violada. Los colonos tendían a permanecer en sus tierras, verdaderos esclavos de la gleba. Esta situación sirvió a los grandes y arruinó a la masa de trabajadores rurales.
            Las poderosas asociaciones de aquellos siglos, que eran verdaderos sindicatos, ya no defendían a agricultores ni colonos contra las exacciones de los regidores. Los aparceros del Estado recurrían al Emperador, pero este recurso a menudo era interceptado por la jerarquía. Cuando la petición llegaba al Príncipe, la gestión era eficaz. “Nosotros, paisanos nacidos y criados en estas tierras, no queremos ser molestados por recaudadores de impuestos de tierras fiscales”. Ganaron su causa con la siguiente respuesta: “En aplicación del reglamento de los términos del estatuto que he promulgado, los procuradores ya no exigirán más de tres veces dos días de faena. Nada les será pedido irregularmente, en violación de su contrato perpetuo”. Los colonos que se sublevaban o huían, eran perseguidos. Si eran encontrados, expiaban su pena en los ergástulos, sin tener en cuenta ley alguna. Se encontraron collares de plomo o de cobre que los infelices d ambos sexos debían llevar.
            El Estado era a menudo el mejor patrón porque defendía menos su interés particular. Era servido por sus recaudadores de impuestos, que disponían de fuertes capitales, de relaciones eficaces, y hacían en las tierras imperiales lo que les venía en gana. Además, propiedades imperiales y senatoriales gozaban de grandes privilegios en materia fiscal, en una época en que los impuestos aplastaban literalmente a los pequeños propietarios y colonos. El poder del latifundio era grande, en connivencia con los recaudadores, podían hacer recaer la mayor parte de cargas efectivas sobre decuriones y pequeños propietarios. Los procuradores de fincas tenían el derecho de policía, disponían de la fuerza armada y podían hacer expulsar a los indeseables de sus tierras. Bajo Maximino, en el siglo III, un procurador en África podía, en las barbas del procónsul, proscribir y asesinar a los colonos. En la época de Agustín, los funcionarios de latifundios acabaron por ser jueces en los asuntos ordinarios. El resto de litigios eran solucionados en su presencia. San Agustín colocaba a las autoridades de los latifundios en el mismo nivel que las de la ciudad. Administraban justicia, y cometían injusticias, como por ejemplo, el no pagar a sus obreros.
            Durante la controversia donatista, las iglesias ortodoxas pedían la protección (tuitio) de los latifundistas, así como la de los magistrados municipales. Pamaquio ejercía presión para que los colonos volvieran a la Iglesia Católica. Agustín le felicitaba y le rogaba actuar de la misma manera ante los senadores romanos que poseían tierras en África. El obispo de Hipona escribía a Festo, otro acaudalado personaje, que poseía tierras en la región de Hipona, porque sus colonos pasados al donatismo representaban un peligro para la comunidad católica.

El escándalo fiscal

En la época del Bajo Imperio, el gran conflicto estaba en el régimen fiscal, que paralizaba la economía rural. La reforma de Diocleciano y de Constantino tasaba en principio la explotación agrícola según su superficie y la cantidad de trabajadores. En realidad, el número de los que cobraban, había llegado a  superar el d los contribuyentes; por lo tanto, los colonos que estaban agotados por la enormidad de contribuciones, preferían echar la soga tras el caldero. ¿Por qué trabajar si, en resumidas cuentas, no quedaban más que deudas?
            El impuesto en especie, la antigua anona, trigo, vino, aceite y tocino, era recogido por los perceptores, conservado en las tiendas y de allí transportado a las mansiones, controlado por las ciudades o dirigido hacía los puertos de embarque. En los muelles, los inspectores cuidaban a los estibadores y a los esclavos que amontonaban sacas de trigo hechas de basto tejido, mezclado de lana, pelaje de cabras y camello. Una saca se reventaba, provocaba destellos dorados. A pesar de las amenazas, los impuestos ingresaban. El fisco mandaba sus gentes, que eran odiados. Los militares que se abastecían de los depósitos estatales, mandaban a sus inspectores, lo que, según Agustín, no ayudaba a la buena fama del ejército.
            Para escapar del fisco que lo aplastaba, el pequeño propietario cedía su tierra por donación o por venta y la recuperaba cargada de deudas. Uno de los ricos señores de Hipona, Romuliano, parroquiano de San Agustín, exigía que sus campesinos pagaran dos veces su deuda, cuando no podían ni pagar una vez. La carta firme y llena de indignación de Agustín lo dice todo en relación a la desvergüenza de los regidores que actuaban en connivencia con sus maestros. Otros propietarios arrancaban por la fuerza transacciones y donaciones, usurpaban las tierras de los pequeños, viudas y huérfanos sin defensa ni recurso. Eran los reyes de la usura provocaban el escándalo entre los paganos. El gran propietario establecía unos mercados en sus tierras, lo que le permitía ejercer su dominio sobre los colonos, de los cuales muchos se endeudaban en esas ferias donde los nómadas vendían sus animales, los campesinos sus cosechas, ambos su alfarería.
            El regidor prestaba dinero –o el usurero- y reclamaba además del interés, aceite, trigo y vino del prestatario indefenso. Estos mercados se espaciaban en el tiempo para evitar la propia concurrencia. Todavía hoy existe el suk-el-arba, mercado del miércoles, y el suk-elkhemés, mercado del jueves.
            A fin de remediar eficazmente la situación social y vencer a los ricos en su propio terreno, la Iglesia se transformó a su vez en potencia económica a través de legados, compras, dones y donaciones. En Hipona, la basílica se anexó toda una barriada con las instrucciones industriales. Los productos eran distribuidos a los pobres. Ciertas iglesias poseían un fundi donde trabajaban colonos. Esa gestión recargaba singularmente la tarea de los clérigos y significaban una lastimosa tentación para los que carecían de celo apostólico y evangélico. Provocaba la fácil acusación por parte del pueblo, “de usar y aprovechar los bienes de la Iglesia” como si fueran sus mismos dueños. Ciertas comunidades se esforzaban por encontrar un obispo rico, a fin de satisfacer sus necesidades materiales. Hipona y Tagaste discutían por tener al riquísimo Piniano, de la familia de Melania, lo que estuvo a punto de sembrar la discordia entre Agustín y el obispo de Tagaste. Los fieles de Trave reivindicaron la herencia de su obispo, Honorato, venido del monasterio de Tagaste.

Los esclavos


El problema de los esclavos había evolucionado durante los primeros siglos: la situación en el siglo IV ya no era la del siglo III. La veneración dada a Felicidad con la noble Perpetua en la comunidad africana, era una lección permanente. En la época de San Agustín, la mano de obra servil había disminuido mucho en el campo. Se compraba caro y era menos rentable al uso. ¿Cuántos esclavos quedaban todavía? Es difícil responder, más aún cuando dejaron pocos vestigios y sus tumbas a menudo eran anónimas. A pesar de esta evolución, existían aún una gran cantidad de esclavos, sobre todo para las grandes propiedades imperiales y senatoriales. La prueba es que la riquísima Melania pudo libertar de una sola vez a más de ocho mil, antes de dejar África. Eran empleados en las propiedades directamente administradas por los regidores. Se repartían en cuadrillas, bajo la dirección de monitores, también esclavos. Incluso existía un colegio de gente servil, en una tierra senatorial.
            Los esclavos poseían sus chozas, cellae rusticae, donde podían tener una vida familiar. E favorecían los nacimientos que, como en África negra hoy, enriquecían la mano de obra y el patrimonio. Incluso se hablaba de marita, uxor, conjux, sin que estos títulos fueran reconocidos legalmente. A menudo se ocupaban dl ganado, como palafreneros; otros eran pastores. Entre ellos existía una mano de obra especializada que dirigía los trabajos de construcción: torre, fortificación, conducción de agua; también ejercían las profesiones de herrero y carretero. Otros eran escribanos funcionarios, ecónomos, guardianes de caja de caudales, mozos de despacho o correo. Los esclavos tenían el derecho de conservar para sí parte de sus beneficios. Lo que les daba un peculio. Ese dinero les permitía comprar su libertad. De hecho, su situación apenas se diferenciaba de la de los colonos.
            A veces se trataba d niños robados o vendidos por sus padres, como salida a su desesperación. Basilio y Ambrosio relatan casos políticos en que un padre estaba obligado a vender a un hijo para pagar sus deudas. Los que provenían de razzias entre las tribus de Mauritania, eran particularmente difíciles de educar. Se les trataba con dureza, de ahí las tentativas de fuga y los motines endémicos. Revuelta y fuga eran castigados con penas corporales y purgadas en las prisiones. Se encontraron esposas de esclavos con la inscripción siguiente: “Agárrame, me he escapado. Devuélveme a mi amo”. Esos tratamientos prohibidos por ley, podían ir hasta el sadismo. Sin duda eran menos frecuentes en el siglo IV. Se entiende que hayan existido en regiones rurales aisladas, cuyo señor o regidor, lejos de todo control judicial o policial, podía mofarse del derecho y de la legalidad.
            La mujer esclava era naturalmente para el amo una tentación ante la cual sucumbía fácilmente. Otros amos, verdaderos proxenetas, entregaban la esclava a la prostitución. Se encontró el esqueleto de una mujer de unos 40 años, que llevaba en el cuello un collar de plomo en el cual estaban grabados su nombre y profesión: adultera, meretrix. Tene quia fugivi de Bulla Regia (adúltera, prostituta. Agárrame. He escapado de Bulla Regia).
            La gran cantidad de esclavos en el ocaso del Imperio, se encontraban en ciudades, donde prácticamente cada uno tenía uno por lo menos. Su número variaba según el nivel de vida. Según un sermón de San Agustín, un hombre no muy rico poseía varios esclavos. Iglesias y clérigos los tenían a su servicio, esos esclavos urbanos, mano de obra especializada que había recibido una formación profesional, eran muy apreciados. Provenían de mercados extranjeros, al disminuir su número, aumentaron los precios. Por eso recibían mejor trato y remuneración que en el campo. El gran número de los que lo deseaban, llegaban a conseguir su libertad. Su condición era a menudo más suave y confortable que la de hombres libres. Comían hasta hartarse, mientras los otros se quejaban por el hambre. Excepto el gozo de la propia libertad, nada les distinguía del colono. ”Cuántos esclavos lo tienen todo, observaba Agustín, mientras unos libertos son reducidos a la mendicidad”.
            Dentro de su cuerpo social había una jerarquía. Los que servían en las grandes instituciones, como el imperator, la administración, gozaban de una situación privilegiada. Los esclavos ocupaban a menudo puestos de confianza. La nodriza era parte de la familia. El pedagogo llevaba el hijo a la escuela, cargaba su cartera, otros se encargaban de los castigos corporales en los niños del amo. Guardaban generalmente la caja fuerte. Agustín describe aún el escondite: “Es un lugar sólidamente construido, una pieza protegida por fuertes murallas. El cofre es de hierro”. Las familias ricas tenían a un negro como mozo de baño o sirviente de mesa.
            Si algunos filósofos estoicos negaban la servidumbre, aparecía como un hecho y una . movimiento contra el orden establecido, obligaron a que los amos, sobre todo en el campo, libertaran a sus esclavos. La Iglesia del Bajo Imperio del Oriente al Occidente, sin detener los movimientos de insurgencia, empezó a dudar de la legitimidad de la institución. Su acción hizo evolucionar la esclavitud hacia nuevas formas de trabajo. Juan Crisóstomo, realista, ve en la esclavitud el precio de la avaricia y de la codicia: mano de obra barata. El obispo de Hipona en la Ciudad de Dios, la explicó como una tarea fruto del pecado. Cuando él veía a un esclavo querido, vendido en el mercado como un caballo, un terreno o un objeto de plata, comenzaba por interrogarse sobre la legitimidad de semejante asimilación, que hiere la dignidad humana. Protestaba contra la deshumanización comercial, que hiere la conciencia cristiana, pero él mismo en la enumeración de los bienes, colocaba al esclavo entre el dinero y los animales. La Iglesia prefiere actuar sobre los hombres más que las estructuras, que siempre acaban por ceder.
            La liberación de los esclavos se generalizaba. Constantino había permitido el clérigo liberara su esclavo e hiciera de él un ciudadano romano, incluso fuera de toda solemnidad litúrgica o legal. El esclavo que se hacía clérigo recibía la libertad de manos de su amo, que se demoraba a veces o rehusaba hacerlo para sacar provecho de lo que recibía el promocionado. Una vez ordenado sacerdote, ya era libre. Quienquiera que se hiciera monje, debía liberar a sus esclavos. Algunos entraron con su amo al monasterio, sin ser emancipados. Melania la Grande llevaba esclavos con ella a Belén. Después de tres años de noviciado, el esclavo podía ser admitido a pronunciar votos y ser libre. Incluso antes de esos plazos, si su conducta era ejemplar, el propietario ya no podía hacer valer sus derechos.

La vida social en la ciudad

La ciudad donde afluía la mano de obra en busca de trabajo, presentaba un aspecto bastante abigarrado. Las ricas villas suntuosamente instaladas, contrastaban con los barrios populares, donde se amontonaba la gente humilde. Barrios y chavolas, como en las ciudades del Tercer Mundo, donde confluían como espuma de mar, todo aquel que buscaba trabajo, seguridad y protección. Las diferencias sociales acercaban más que separaban en África. El gran señor y el mendigo se codeaban y se conocían. Los pobres admiraban más que envidiar a la gente acomodada. Para juzgar las disparidades sociales a partir de datos sólidos, es necesario primero conocer el nivel de vida en África. La moneda romana, estable durante los dos primeros siglos de la era cristiana, se devaluó de manera gradual durante los siglos III y IV. La unidad monetaria se contaba en denarios (4 sestercios) o en sestercios. En 1 sestercio había 4 ases.
            Si es difícil tasar una moneda que sufrió múltiples devaluaciones, por lo menos se pueden establecer comparaciones entre diversos productos y diversos gastos. Las inscripciones africanas proporcionaban numerosos datos. Infelizmente, raramente aparecen con fecha. En su conjunto, son de por lo menos un siglo anterior a San Agustín. Con un As, en una ciudad, se podía comprar una lámpara, o ir a las termas. ¡Un veterano preveía nueve denarios para la ceremonia de aniversario frente a su monumento: dos denarios a las dos sobrinas y a la mujer, tres para limpiar, perfumar y coronar la estatua y poner dos velas. Más exactas son las comparaciones, a partir de los derechos de concesión: caballo y mulo pagaban un mismo derecho por ser tasados de manera más o menos igual. Unos 50 denarios, el esclavo; 400, el caballo. Una fundación para niños pobres, de tres a quince años: concedía diez sestercios por mes a los muchachos, ocho para las muchachas. Lo que le daba la cantidad de 120 o 96 sestercios por año, sin duda sólo para la alimentación. La ley exigía disponer de 5000 sestercios para no ser catalogados entre los económicamente débiles, los pauperes.
            En la época Diocleciana que abre el siglo V, está el edicto que presentaba los precios autorizados para los productos comerciales y los salarios. El peluquero recibía dos denarios por corte de pelo; un escriba era regiamente pagado, recibiendo 25 denarios por 100 líneas. El precio de los salarios, además de los alimentos, era dado por el empleador. El salario más bajo era el de la tejedora a domicilio: 12 denarios por día; un pastor, 20 denarios; y si era calificado, el doble. ¿Quién podía mantener una familia con 25 denarios? En las ciudades, el pan gratuito o barato permitía sobrevivir. ¿Cómo vestirse, además, cuando un par de zapatos de campo estaban más caros que unos zapatos de lujo?
            Por otro lado, nadie podía ser recibido en la curia de los senadores sin un censo de un millón d sestercios. La fortuna mediana de los caballeros (paladines) era de 400,000 a un millón de sestercios. La burguesía municipal a la que pertenecía el padre de Agustín, accedía a los cargos pagando una suma que variaba según la importancia de la ciudad: en Cartago, 30,000 sestercios; en Hipona, 10,000; de 4 a 5,000 en las ciudades medianas como Tagaste o Teveste. La tasa más baja conocida era la de Altiburos, que era sólo de 2,000 sestercios; el ingreso lo era por un capital de 40,000 sestercios. Los burgueses africanos, candidatos a cargos públicos, debían tener por lo menos 50,000 sestercios. ¿Cuántas personas en África podían acceder a esta élite local, regional o nacional? Muy pocas. El resto de la población vivía, en una pobreza mediocre o sórdida. Al lado de grandes fortunas, existía en una ciudad como Cartago o aún Hipona, cierto número de familias acomodadas, algunos terratenientes, y cantidad de hombres de negocios, enriquecidos en el comercio de la exportación. En general, no eran gentes muy escrupulosas. El público les señalaba con el dedo. Les atraía más la elocuencia y el prestigio de Agustín, que la devoción. El obispo les conocía por haber visitado sus residencias, donde los amos vivían rodeados del respeto de los viejos servidores nacidos en el latifundio. Cuando Agustín hablaba de los ricos, hablaba también a los ricos; conocía su bienestar, sabía que lo superfluo de ellos representaba lo necesario para el pobre. Hacía el inventario: “tienes oro, tienes plata, esclavos, tierras, árboles, ganados, servidumbre”. El obispo utilizaba una imagen que se encuentra en la literatura de los santos musulmanes: “Sepa este rico que sus bienes son para él una posada; sirven para rehacer las fuerzas y volver a marcharse, porque es un viajero; no lleva consigo lo que encuentra en la posada. Otro vendrá luego y se alojará a su vez”.
            Más abajo en el escalafón cívico, se encontraban en las principales ciudades los incolae. Son extranjeros, privados de derechos de ciudadanía, como los obreros norafricanos. Mano de obra barata, subproletariado desfavorecido. Están mal alojados, en la mapalia, tugurios de la antigüedad que cercaban las ciudades. Para Agustín simbolizaban la precariedad de la existencia humana. La mayoría de los ciudadanos cristianos vivían miserablemente. Hipona debía de parecerse a las demás ciudades. El modesto presupuesto bastaba apenas para el alimento y el vestido. En Tagaste, la familia de Agustín, llevaba vestidos usados y remendados. Tanto en África como en Roma, los ciudadanos aprovechaban de los servicios comunes: termas y espectáculos. La mayoría vivía de recursos extremos: espórtulas o gratificaciones distribuidas por los ricos, banquetes de corporaciones, sacrificios públicos, en que los participantes consumían carnes ofrecidas, esto mejoraba el menú ordinario. En Tuga el ingreso de una fundación de 100,000 sestercios permitía dar una comida a las curias, unas espórtulas a los decuriones, y gymnasia (distribución de aceite de las termas), con una representación teatral. La espórtula iba de 1 a 7 denarios, mientras una buena comida costaba 1 ó 2 denarios. En Cirta, todos los ciudadanos recibían una vez al año, 1 denario de una donación, 8 de otra. En Rufak, en el Constantinés, daban 1 denario a cada miembro de un colegio. Las inscripciones tenían la doble ventaja de recordar a los ciudadanos sus derechos y mantener vivo el recuerdo del donante. Sobrevivir en la memoria de los ciudadanos, ¿acaso no era el sueño de todo burgués y de los notables? Los más afortunados, pero también los más despreciables, vivían a expensas de un amo que les alimentaba y protegía desde la altura. Esa clientela se convertía en un signo exterior de riqueza; el donante se sentía halagado y protegido. Agustín lo enumeró junto con el oro, la plata, la vestimenta, los esclavos, los ganados y los honores. Los fieles pobres podían recurrir a la comunidad. Esta les alimentaba con los ingresos de sus tierras y las ofrendas de los fieles. Hipona disponía de un vestuario que permitía que fueran vestidos los más pobres. La comunidad organizaba la asistencia, acogía a los extranjeros y los casos de asistencia social: huérfanos, viudas, víctimas de razzias. “Da limosna; estás dando a tu ayudante, decía Agustín en un sermón. “El almacena para ti en el cielo lo que le das”.
            Pobre y pobreza ocupaban en la predicación de Agustín el mismo lugar que tenían en la calle, en que ricos y mendigos se codeaban constantemente. El obispo de Hipona felicitaba a los que vivían de buen humor y cantaban las alabanzas de Dios. Pero no se engañaba. Sabía que el vagabundo con que se había encontrado, sin duda había acariciado demasiado la botella, o simplemente había encontrado a alguien que le había invitado a beber. Sabía también que miseria e indigencia no aíslan de la codicia: existen ricos con harapos, porque el deseo quema más que la posesión de los bienes. Los hay, que llamaron la atención del pastor de Hipona: tenían facha de señores andrajosos. Eran ricos de pobreza. Eran los pobres de Yavé.

La usura

Estaba muy extendida. Tenía casa propia y tomaba aspecto de profesión honorable. Incluso se la tomaba como un arte. Lejos de avergonzarse se exhibían en la plaza pública. Ambrosio decía que era una especie de guerra que mataba sin recurrir a las armas. La usura era una costumbre generalizada que practicaban grandes y pequeños y hasta familias senatoriales. Revestía todas las formas imaginables, desde el pequeño préstamo de mano a mano, hasta los bancarios. La regla permitía hasta el 4% de interés, pero había quien s pasaba hasta el 75%.
            Parece que los mismos clérigos se dedicaban a la usura. El Concilio de Elvira degradaba al clérigo usurero. El Concilio de Cartago en 397, prohibió a los clérigos recibir más de lo prestado. Agustín decía: “Haz lo que dicen, pero no imites lo que hacen”.

Conciencia ante la desigualdad

Disparidad de fortunas, situación extrema la condición de los humildes y pobres, comercio y ganancias, planteaban un problema a la Iglesia. En Milán, Capadocia, África, no existía obispo alguno que no se planteara esta cuestión. Se ha visto que los escrúpulos de un Publícola no se referían tanto a la desigualdad ni a la dignidad del pobre. Ya, a mediados del siglo II, la Didaché o doctrina de los Doce Apóstoles, escribía: “No rechaces al indigente; ten todo en común con tu hermano y no lo uses como si fuese tuyo. Si comparten los bienes inmortales; con mayor razón los bienes que perecen”. Durante la época de la antigüedad cristiana, la Iglesia repitió que Dios dio los bienes a todos por igual, ricos y pobres, y sacaba la conclusión de que todos debían compartirlos. Si Agustín no tuvo la misma firmeza de lenguaje que Basilio o Ambrosio, repetía sin embargo que la tierra y sus bienes habían sido dados por Dios a todos, y la existencia de pobres y necesitados era insulto a la munificencia divina. El obispo de Hipona conocía los procedimientos de los ricos. El robo poseía muchos rostros: falsear balanzas, hacer reservas para alzar los precios en tiempos de escasez. Todo se compraba: elocuencia, jurisprudencia, milicia, usura, perjurio.
            Pero, con todo, la desproporción entre las clases sociales era tan brutal, que la palabra de Juan Crisóstomo sigue siendo tan verdadera en África como en Antioquia: “Una ciudad de pobres puede bastarse a sí misma, más no así una ciudad de ricos. Ninguna ciudad podrá bastarse a sí misma sino llama a su seno a pobres que la guarden”.

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Hammam, A.G., La vida cotidiana en África del Norte en tiempos de San Agustín, Versión castellana, realizada por Luis Castonguay, Perú-Madrid, Organización de Agustinos de Latinoamérica OALA, Centro de Estudios Teológicos de la Amazonia CETA, 1989.



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