(2)
LA VIDA COTIDIANA EN
AFRICA
DEL NORTE EN
TIEMPOS DE SAN AGUSTIN
Ricos
y Pobres
Los ricos son pocos pero
son inmensamente ricos, mientras los pobres son demasiados. ¿Cómo hacer con
todos una sola familia de Dios? ¿Cómo hacer la distribución entre lo superfluo
y lo necesario, el exceso y la miseria? Incansablemente, el obispo tropieza con
el problema social de la disparidad de las fortunas. Amonesta a los codiciosos y rehabilita a los pobres,
predica lo precario de las fortunas y el evangelio de la pobreza. Curiosamente,
una de las raras palabras latinas conservada todavía hoy por el árabe de África
es fluss,
que viene de follis calderilla o pieza de bronce
mezclado.
Una
tierra nutricia
La paradoja de África era
alimentar a Roma y alimentarse mal así misma. El granero del mundo antiguo
apenas podía abastecer a su población de unos seis millones de habitantes. En
el siglo IV y sobre todo en el V, la situación económica y social se había
deteriorado fuertemente en un Imperio agotado y sin recursos. Un tercio de las
tierras imperiales eran improductivas. África, en verdad, era una excepción en
el ocaso del Imperio.
´ África vive mejor que el resto del Imperio, gracias a los
productos de su suelo, el trigo y el aceite. Pero los recursos están mal
distribuidos. Sólo una minoría disfruta verdaderamente de la riqueza del país y
del trabajo de las clases trabajadoras que, con el genio romano, transformaron
África y pusieron de relieve sus ricas posibilidades. “Unas risueñas
propiedades reemplazaron a los desiertos más famosos; los campos labrados
domesticaron las selvas; los rebaños domésticos hicieron huir a los animales
salvajes”, escribe Tertuliano. En África, la riqueza es la tierra, la nobleza
es antes que nada rural. Se conoce perfectamente la distribución del suelo,
gracias al catastro romano que lo empadronó metro a metro.
Por haber sido conquistada África es propiedad estatal
por derecho. Esta posesión no es ficción jurídica, ya que el Imperio posee los
ricos valles de Bagradas, donde las inscripciones conservan los nombres de
siete propiedades imperiales, a menudo llamadas saltus –designa a terrenos montañosos y poblados de
árboles-. Esos amplios espacios fueron roturados poco a poco, transformados
en campos de trigo, viñedos, plantaciones de árboles frutales, y, sobre todo,
olivares. Son enormes plantaciones, que igualan y, a veces, sobrepasan las
dimensiones de una ciudad. Enfida sola,
cubre 150,000 hectáreas. La propiedad es administrada por un regidor imperial.
El jefe de obras es asistido por aparceros y colonos.
Las propiedades privadas pertenecen a grandes familias
que colocaron allí parte de su fortuna. Plinio el Antiguo relata que, cuando
Nerón confiscó sus bienes, seis propietarios poseían la mitad de África. En el
siglo IV, los Antonii, los Valerii, los Símacos siempre son propietarios. Un
documento fiscal proporciona el nombre de esas propiedades o fundi y muestra que son casi tan
numerosas como las ciudades. Otros propietarios son antiguos grandes empleados
del Estado que utilizaron su estancia administrativa como procónsul o como
legado, para conseguir enormes propiedades en circunstancias a menudo dudosas.
Las buenas maneras de Verres, por haber tenido menos brillo en África. Así,
Julio Martiano, legado en Numidia bajo Alejandro Severo, adquirió tierras cerca
de Lambesa. La mayoría de esos propietarios viven en Roma donde se contentan
con percibir los beneficios de sus dominios. Agustín escribe a uno de ellos,
Pamaquio, senador romano, que presionó para que sus colonos se reintegraran a
la Iglesia Católica. Proba, de la ilustre familia de los Anicii, llegó a África
en el año 410 huyendo de los bárbaros; seguía siendo todavía suficientemente
rica para tentar al codicioso Heracliano. Festo, propietario de inmensas fincas
en Hipona, posiblemente jamás las haya visto. Unos y otros como Símaco, se
contentaban con hablar de la querida África. La catedral de Hipona lindaba con
la casa lujosa de una noble dama cristiana, de familia senatorial. Los postigos
de la residencia siempre estaban cerrados, ya que la propietaria vivía en Roma.
Los propietarios africanos preferían Cartago, con sus distracciones y su vida
cultural en vez de la soledad del campo.
Durante el Bajo Imperio, se realizó un éxodo masivo de
los señores de la tierra, huyendo de las responsabilidades agobiadoras de las
ciudades; se instalaban en sus propiedades, donde organizaban una vida
confortable, a menudo lujosa, dividiendo su tiempo entre recepciones, caza,
juegos de dados y conversaciones serias. “Romiano, escribe el obispo de Hipona,
te pasabas la vida en mansiones espléndidas, bañándote, cazando, jugando y
comiendo”. En consecuencia, la situación de las ciudades abandonadas por
grandes contribuyentes y por una parte esencial de sus ingresos, iba
degradándose; y no podían afrontar sus responsabilidades. Templos y teatros se
deterioraban tanto en Cartago como en Roma. Las grandes ciudades tomaban el
aspecto de capitales suramericanas.
En el campo, el nombre de villa significaba primero la
casa del propietario, luego la propiedad misma con todo su personal. La
hacienda vivía en autarquía. Se organizaba todo lo necesario para la vida:
baños públicos, tiendas, comercios y mercado. Los más ricos, como en nuestros
burgos o pueblos, tenían todas las profesiones: metalúrgicos, plateros,
alfareros, carpinteros y toneleros, para que los campesinos no tuvieran
pretexto de ir a la ciudad. Los grandes propietarios cristianos hacían
construir una capilla o iglesia para sí mismos y su gente. Esta dependía,
primero del obispo vecino, hasta el momento en que recibía a un sacerdote,
incluso a un obispo. Tal era el caso de Fúsala,
por ejemplo, que dependía de Hipona. Para darse importancia, a veces los
donatistas con la connivencia del propietario, nombraban a un obispo, que
tomaba a menudo el título de la villa o del fundus.
Cierto número de esas residencias, como es el caso del
señor Julio, se construían en nebulosa, alrededor de las grandes ciudades, como
por ejemplo, Cartago, donde no faltaba espacio para los jardines, y, a veces,
piscina privada. Los jardines de recreo estaban llenos de rosas y cipreses; los
demás terrenos llevaban olivos, viña, vergel y pastos. Todo un ejemplo de
policultura. En aquel agradable cuadro, el señor Julio y su mujer recibían
regalos, además de los impuestos: olivas y pastos en primavera, uvas y liebres
en otoño. Una granja más modesta tenía sus dependencias alrededor de un patio
interior, con huerta, establos, pozo y, a menudo, torre. La periferia montañosa
estaba plantada de olivos. Carneros y cabras podían recorrer las colinas
vecinas en busca de pasto. A partir del siglo IV, las fincas eran cercadas con
una pared de un metro de espesor. No faltaba nada, se encontraban baños, pozos,
bodegas, establos para bueyes y carneros, depósitos y viviendas para
servidores. Los propietarios más refinados, incluso, poseían un pensatorio,
una especie de refugio para el filósofo. Las termas del rico romano Pompeiano
que fueron descubiertas en el camino de Constantina a Sétif, dan testimonio de
gran refinamiento. A juzgar por un mosaico, la residencia tenía dos alas y una
torre con dos pisos. Más allá se encontraba el establo. Se conoce el nombre de
cuatro de sus caballos: Delicatus,
Pullentianus, Titas, Scholasticus. Los restos de una lujosa villa romana en
Tabarka permiten hacerse una idea de la disposición y la suntuosidad de
aquellas mansiones señoriales. La casa del dueño estaba rodeada de un parque de
recreo: en el fondo de un patio cuadrado, el alojamiento del dueño, con un
piso, flanqueado de dos salitas cuadradas con techo puntiagudo que llevaba a
una logia de altura media. Torres y palomares permitían cuidar la finca y la
región. Más adelante, depósitos y baños con establos para ganado mayor y menor,
un corral con patos, gallinas, perdices, pavos y faisanes domesticados. El
perro los protegía. Los caballos númidos eran particularmente cotizados en el
mercado romano. Los mejores eran amaestrados para carreras. Crescens, cochero
de origen moro, ganó 1,500,000 sestercios en diez años.
Esas villas de tagarotes acomodados, disponían de un
personal de esclavos, de servidores y sirvientas para el buen funcionamiento de
la casa y la explotación agrícola.
La
organización agrícola
Las grandes propiedades,
fueran públicas o privadas, eran administradas por un intendente llamado procurator, que era generalmente un
liberto en una propiedad pública, un ingenuo o esclavo en una propiedad
privada. Dirigía la explotación con la oficina, controlaba al personal del
fundo, ayudado por cuatro subalternos, esclavos como él. Esta administración
directa exigía una gran cantidad de esclavos y mercenarios; desapareció
progresivamente porque era menos rentable que la aparcería. En el tiempo de Agustín, la gran mayoría de esclavos ya
no estaban en los fundos sino en las ciudades, cumpliendo funciones domésticas.
Los colonos arrendaban cada finca. La unidad territorial
de base era la centuria –que cubría 50 hectáreas-. Ellos mismos trabajaban un
lote por su cuenta y riesgo, y pagaban sus deudas, ora con una suma de dinero,
ora en productos, según las normas del contrato. En general, esos contratistas
preferían subalquilar a unos colonos con pequeños movimientos. Las parcelas
eran agrupadas. El aparcero cultivaba cierta cantidad para alimentar a su
familia y mejorar su condición de vida. El estatuto de esos colonos
subcontratados no era dejado a la arbitrariedad del regidor, sino definido por
la ley llamada Lex Manciana, del
nombre de Curtilio Mancia, quizás procónsul en África. Esa ley promulgada en la
época de Vespasiano, regía propiedades públicas y privadas.
Los subcontratados remitían un tercio de su cosecha. La
inscripción de Henchir-Metik precisa el tipo de productos: trigo, cebada, vino
y aceite. Un cuarto de frejoles y un sextario de miel por colmena. Se encontró
en Tebesa y en Bulla Regia, el edificio de artesas en que los contribuyentes
vertían sus productos, existían también en pleno campo. El edificio encontrado
en Bulla Regia, estaba lleno todavía de productos almacenados. Además una
prestación de días de faena: dos días de labranza, dos de escarda y dos de
cosecha, en el saltus imperial Burunitanus.
Una disposición de la Lex Manciana favoreció la explotación de terrenos erizados:
matorrales, estepas, terrenos accidentados o tierras de trigo agotadas. Los
colonos recibían gratuitamente esas tierras vacantes, excluidas del catastro,
con derecho de uso y de cesión, para la plantación. Realizaron prodigiosos
resultados, disponiendo cultivos de bancales, con muralla, haciendo que las
aguas empaparan la tierra en vez de perderse. El olivo era reservado para
terrenos inclinados y ya agotados por el trigo e impropios para la siembra, en
la montaña y la estepa. Los árboles se presentaban generalmente como plantación
al tresbolillo. Un contemporáneo de
Agustín, Bion, se felicitaba en su epitafio por haber plantado 4,000 árboles,
durante los 80 años de su vida. Algunas fincas, a golpe de trabajo y de
economías, llegaban a producir verdaderas fortunas. En Mactar, una inscripción
narra la singular odisea de un pequeño campesino enriquecido:
He nacido en una
pobre choza,
de un padre sin
recursos, que no me dejo dinero ni casa. Tan pronto como maduraba el trigo,
yo era el primero en cortarlo, y cuando los segadores se iban a cosechar
primero, era el primero en la obra, y dejaba detrás de mí haces atados a
montones. Así, bajo un sol de fuego, he cortado dos veces seis cosechas,
hasta el día en que me hice capataz. Durante once años todavía, seguí
cosechando con ellos la espiga madura en los campos númidas.
El hombre llegó a ser
propietario de una finca y una casa “que lo tenía todo”. Con la fortuna
llegaron los honores. Le nombraron decurión,
esto es, regidor municipal e incluso fue escogido por sus colegas como primer
magistrado de la ciudad. L labrador terminó ocupando el escaño presidencial en
el gobierno de la ciudad. “De pequeño
campesino, me hice censor. Es así como mi trabajo me procuró días brillantes
que lengua ninguna jamás se atrevió a enturbiar”. Al final, el Señor
Alcalde no se perdió la ocasión de dar una pequeña lección de moral cívica: “Oh mortales, aprendan por mi ejemplo como
vivir sin reproche. Y como yo, merezcan por su existencia una dulce muerte”.
En la misma ciudad de
Mactar, otro ciudadano, Pinanio Mústulo, muerto a los 75 años, se felicitaba
por haber vivido el tiempo suficiente para “engendrar con alegría, juntar una
respetable fortuna, con una pequeña ganancia, sin jamás cometer fraude.
Engrandecido por mis honores y los de mis hijos, al morir dejo un renombre
brillante y eterno”.
No todos los colonos tenían la misma suerte que estos
dos. La expansión de los cultivos reducía los campos de los pastores
seminómadas cuyos rebaños amenazaban invadir las tierras de cultivo.
Problemas
y conflictos sociales
El desarrollo intensivo de
los cultivos obligaba a que decenas de miles de pastores volvieran a la vida
sedentaria y agrícola. En época de siega, esos felás, eran alquilados y se transformaban en trabajadores
eventuales. Vivían pobremente en chabolas o gurbíes,
especie de cabañas de caña. Cuyo diseño apenas cambió en milenios; eran
similares a las que guarda un perro berberisco. Había una gran cantidad de mano
de obra disponible en el mercado.
La región estaba superpoblada de gente sin tierra, y, a
menudo sin trabajo, que venía a aumentar las filas de los bandidos y se unía al
donatismo, que les permitía expresar su insatisfacción y discrepancia. Esos
obreros eventuales, sin trabajo durante la mayor parte del año, no se
integraban a ciudad alguna; eran alérgicos a la lengua y la cultura latinas y
seguían hablando los dialectos berberiscos. Se sentían frustrados por la
presencia romana que había ocupado la tierra de sus antepasados en detrimento
suyo. El cisma donatista les proporcionó una bandera y, pronto, mártires, sobre
todo en la región berebere, entre Teveste y Sitifis. Desempleo parcial,
irritación política y social, oposición a la presencia romana, originando los circunceliones. Eran nómadas o
vagabundos cuyas rebeliones eran dirigidas contra el Estado como contra los
propietarios de latifundios. Los elementos más violentos no se echaban atrás
ante sus motines ni asesinatos. Aterrorizaban mercados, dejaban inseguras las
fincas aisladas, ejercían una justicia paralela. Una de esas bandas, encontró
un día a un rico señor, instalado en su carruaje, mientras su esclavo corría
ante el tronco. Hicieron bajar al dueño, instalaron al esclavo en su lugar y
obligaron a que el señor corriera a su vez. Esta anécdota fue narrada por
Optato de Milevi. Por más que la Lex
Manciana legiferara, no podía cambiar a los hombres con su codicia de
ganancia y la voluntad de poder. Con la decadencia del Imperio y de la
autoridad en los siglos IV y V, los colonos, sobre todo los que vivían lejos de
las ciudades, estaban a merced de sus amos, propietarios campesinos o granjeros
comunes enriquecidos.
El historiador queda asombrado por el sorprendente
estancamiento de la condición rural, que lejos de mejorar, pareció haberse
deteriorado más durante el Bajo Imperio. La Lex Manciana que daba al roturador
una cuasi propiedad, era violada. Los colonos tendían a permanecer en sus
tierras, verdaderos esclavos de la gleba. Esta situación sirvió a los grandes y
arruinó a la masa de trabajadores rurales.
Las poderosas asociaciones de aquellos siglos, que eran
verdaderos sindicatos, ya no defendían a agricultores ni colonos contra las
exacciones de los regidores. Los aparceros del Estado recurrían al Emperador,
pero este recurso a menudo era interceptado por la jerarquía. Cuando la
petición llegaba al Príncipe, la gestión era eficaz. “Nosotros, paisanos nacidos y criados en estas tierras, no queremos ser
molestados por recaudadores de impuestos de tierras fiscales”. Ganaron su
causa con la siguiente respuesta: “En
aplicación del reglamento de los términos del estatuto que he promulgado, los
procuradores ya no exigirán más de tres veces dos días de faena. Nada les será
pedido irregularmente, en violación de su contrato perpetuo”. Los colonos
que se sublevaban o huían, eran perseguidos. Si eran encontrados, expiaban su
pena en los ergástulos, sin tener en cuenta ley alguna. Se encontraron
collares de plomo o de cobre que los infelices d ambos sexos debían llevar.
El Estado era a menudo el mejor patrón porque defendía
menos su interés particular. Era servido por sus recaudadores de impuestos, que
disponían de fuertes capitales, de relaciones eficaces, y hacían en las tierras
imperiales lo que les venía en gana. Además, propiedades imperiales y
senatoriales gozaban de grandes privilegios en materia fiscal, en una época en
que los impuestos aplastaban literalmente a los pequeños propietarios y
colonos. El poder del latifundio era grande, en connivencia con los
recaudadores, podían hacer recaer la mayor parte de cargas efectivas sobre
decuriones y pequeños propietarios. Los procuradores de fincas tenían el
derecho de policía, disponían de la fuerza armada y podían hacer expulsar a los
indeseables de sus tierras. Bajo Maximino, en el siglo III, un procurador en
África podía, en las barbas del procónsul, proscribir y asesinar a los colonos.
En la época de Agustín, los funcionarios de latifundios acabaron por ser jueces
en los asuntos ordinarios. El resto de litigios eran solucionados en su
presencia. San Agustín colocaba a las autoridades de los latifundios en el
mismo nivel que las de la ciudad. Administraban justicia, y cometían
injusticias, como por ejemplo, el no pagar a sus obreros.
Durante la controversia donatista, las iglesias ortodoxas
pedían la protección (tuitio) de los
latifundistas, así como la de los magistrados municipales. Pamaquio ejercía
presión para que los colonos volvieran a la Iglesia Católica. Agustín le
felicitaba y le rogaba actuar de la misma manera ante los senadores romanos que
poseían tierras en África. El obispo de Hipona escribía a Festo, otro
acaudalado personaje, que poseía tierras en la región de Hipona, porque sus
colonos pasados al donatismo representaban un peligro para la comunidad
católica.
El
escándalo fiscal
En la época del Bajo
Imperio, el gran conflicto estaba en el régimen fiscal, que paralizaba la
economía rural. La reforma de Diocleciano y de Constantino tasaba en principio
la explotación agrícola según su superficie y la cantidad de trabajadores. En
realidad, el número de los que cobraban, había llegado a superar el d los contribuyentes; por lo
tanto, los colonos que estaban agotados por la enormidad de contribuciones,
preferían echar la soga tras el caldero. ¿Por qué trabajar si, en resumidas
cuentas, no quedaban más que deudas?
El impuesto en especie, la antigua anona, trigo, vino,
aceite y tocino, era recogido por los perceptores, conservado en las tiendas y
de allí transportado a las mansiones,
controlado por las ciudades o dirigido hacía los puertos de embarque. En los
muelles, los inspectores cuidaban a los estibadores y a los esclavos que
amontonaban sacas de trigo hechas de basto tejido, mezclado de lana, pelaje de
cabras y camello. Una saca se reventaba, provocaba destellos dorados. A pesar
de las amenazas, los impuestos ingresaban. El fisco mandaba sus gentes, que
eran odiados. Los militares que se abastecían de los depósitos estatales,
mandaban a sus inspectores, lo que, según Agustín, no ayudaba a la buena fama
del ejército.
Para escapar del fisco que lo aplastaba, el pequeño
propietario cedía su tierra por donación o por venta y la recuperaba cargada de
deudas. Uno de los ricos señores de Hipona, Romuliano, parroquiano de San
Agustín, exigía que sus campesinos pagaran dos veces su deuda, cuando no podían
ni pagar una vez. La carta firme y llena de indignación de Agustín lo dice todo
en relación a la desvergüenza de los regidores que actuaban en connivencia con
sus maestros. Otros propietarios arrancaban por la fuerza transacciones y
donaciones, usurpaban las tierras de los pequeños, viudas y huérfanos sin
defensa ni recurso. Eran los reyes de la usura provocaban el escándalo entre
los paganos. El gran propietario establecía unos mercados en sus tierras, lo que
le permitía ejercer su dominio sobre los colonos, de los cuales muchos se
endeudaban en esas ferias donde los nómadas vendían sus animales, los
campesinos sus cosechas, ambos su alfarería.
El regidor prestaba dinero –o el usurero- y reclamaba
además del interés, aceite, trigo y vino del prestatario indefenso. Estos
mercados se espaciaban en el tiempo para evitar la propia concurrencia. Todavía
hoy existe el suk-el-arba, mercado
del miércoles, y el suk-elkhemés,
mercado del jueves.
A fin de remediar eficazmente la situación social y
vencer a los ricos en su propio terreno, la Iglesia se transformó a su vez en
potencia económica a través de legados, compras, dones y donaciones. En Hipona,
la basílica se anexó toda una barriada con las instrucciones industriales. Los
productos eran distribuidos a los pobres. Ciertas iglesias poseían un fundi donde trabajaban colonos. Esa
gestión recargaba singularmente la tarea de los clérigos y significaban una
lastimosa tentación para los que carecían de celo apostólico y evangélico.
Provocaba la fácil acusación por parte del pueblo, “de usar y aprovechar los bienes de la Iglesia” como si fueran sus
mismos dueños. Ciertas comunidades se esforzaban por encontrar un obispo rico,
a fin de satisfacer sus necesidades materiales. Hipona y Tagaste discutían por
tener al riquísimo Piniano, de la familia de Melania, lo que estuvo a punto de
sembrar la discordia entre Agustín y el obispo de Tagaste. Los fieles de Trave
reivindicaron la herencia de su obispo, Honorato, venido del monasterio de
Tagaste.
Los
esclavos
El problema de los
esclavos había evolucionado durante los primeros siglos: la situación en el
siglo IV ya no era la del siglo III. La veneración dada a Felicidad con la
noble Perpetua en la comunidad africana, era una lección permanente. En la
época de San Agustín, la mano de obra servil había disminuido mucho en el campo.
Se compraba caro y era menos rentable al uso. ¿Cuántos esclavos quedaban
todavía? Es difícil responder, más aún cuando dejaron pocos vestigios y sus
tumbas a menudo eran anónimas. A pesar de esta evolución, existían aún una gran
cantidad de esclavos, sobre todo para las grandes propiedades imperiales y
senatoriales. La prueba es que la riquísima Melania pudo libertar de una sola
vez a más de ocho mil, antes de dejar África. Eran empleados en las propiedades
directamente administradas por los regidores. Se repartían en cuadrillas, bajo
la dirección de monitores, también esclavos. Incluso existía un colegio de
gente servil, en una tierra senatorial.
Los esclavos poseían sus chozas, cellae rusticae, donde podían tener una vida familiar. E favorecían
los nacimientos que, como en África negra hoy, enriquecían la mano de obra y el
patrimonio. Incluso se hablaba de marita,
uxor, conjux, sin que estos títulos fueran reconocidos legalmente. A menudo
se ocupaban dl ganado, como palafreneros; otros eran pastores. Entre ellos
existía una mano de obra especializada que dirigía los trabajos de
construcción: torre, fortificación, conducción de agua; también ejercían las
profesiones de herrero y carretero. Otros eran escribanos funcionarios,
ecónomos, guardianes de caja de caudales, mozos de despacho o correo. Los
esclavos tenían el derecho de conservar para sí parte de sus beneficios. Lo que
les daba un peculio. Ese dinero les permitía comprar su libertad. De hecho, su
situación apenas se diferenciaba de la de los colonos.
A veces se trataba d niños robados o vendidos por sus
padres, como salida a su desesperación. Basilio y Ambrosio relatan casos
políticos en que un padre estaba obligado a vender a un hijo para pagar sus
deudas. Los que provenían de razzias entre las tribus de Mauritania, eran
particularmente difíciles de educar. Se les trataba con dureza, de ahí las
tentativas de fuga y los motines endémicos. Revuelta y fuga eran castigados con
penas corporales y purgadas en las prisiones. Se encontraron esposas de
esclavos con la inscripción siguiente: “Agárrame,
me he escapado. Devuélveme a mi amo”. Esos tratamientos prohibidos por ley,
podían ir hasta el sadismo. Sin duda eran menos frecuentes en el siglo IV. Se
entiende que hayan existido en regiones rurales aisladas, cuyo señor o regidor,
lejos de todo control judicial o policial, podía mofarse del derecho y de la
legalidad.
La mujer esclava era naturalmente para el amo una
tentación ante la cual sucumbía fácilmente. Otros amos, verdaderos proxenetas,
entregaban la esclava a la prostitución. Se encontró el esqueleto de una mujer
de unos 40 años, que llevaba en el cuello un collar de plomo en el cual estaban
grabados su nombre y profesión: adultera,
meretrix. Tene quia fugivi de Bulla Regia (adúltera, prostituta. Agárrame. He escapado de Bulla Regia).
La gran cantidad de esclavos en el ocaso del Imperio, se
encontraban en ciudades, donde prácticamente cada uno tenía uno por lo menos.
Su número variaba según el nivel de vida. Según un sermón de San Agustín, un
hombre no muy rico poseía varios esclavos. Iglesias y clérigos los tenían a su
servicio, esos esclavos urbanos, mano de obra especializada que había recibido
una formación profesional, eran muy apreciados. Provenían de mercados
extranjeros, al disminuir su número, aumentaron los precios. Por eso recibían
mejor trato y remuneración que en el campo. El gran número de los que lo
deseaban, llegaban a conseguir su libertad. Su condición era a menudo más suave
y confortable que la de hombres libres. Comían hasta hartarse, mientras los
otros se quejaban por el hambre. Excepto el gozo de la propia libertad, nada les
distinguía del colono. ”Cuántos esclavos
lo tienen todo, observaba Agustín, mientras
unos libertos son reducidos a la mendicidad”.
Dentro de su cuerpo social había una jerarquía. Los que
servían en las grandes instituciones, como el imperator, la administración, gozaban de una situación
privilegiada. Los esclavos ocupaban a menudo puestos de confianza. La nodriza
era parte de la familia. El pedagogo llevaba el hijo a la escuela, cargaba su
cartera, otros se encargaban de los castigos corporales en los niños del amo.
Guardaban generalmente la caja fuerte. Agustín describe aún el escondite: “Es un lugar sólidamente construido, una
pieza protegida por fuertes murallas. El cofre es de hierro”. Las familias
ricas tenían a un negro como mozo de baño o sirviente de mesa.
Si algunos filósofos estoicos negaban la servidumbre,
aparecía como un hecho y una . movimiento contra el orden establecido,
obligaron a que los amos, sobre todo en el campo, libertaran a sus esclavos. La
Iglesia del Bajo Imperio del Oriente al Occidente, sin detener los movimientos
de insurgencia, empezó a dudar de la legitimidad de la institución. Su acción
hizo evolucionar la esclavitud hacia nuevas formas de trabajo. Juan Crisóstomo,
realista, ve en la esclavitud el precio de la avaricia y de la codicia: mano de
obra barata. El obispo de Hipona en la Ciudad
de Dios, la explicó como una tarea fruto del pecado. Cuando él veía a un
esclavo querido, vendido en el mercado como un caballo, un terreno o un objeto
de plata, comenzaba por interrogarse sobre la legitimidad de semejante
asimilación, que hiere la dignidad humana. Protestaba contra la deshumanización
comercial, que hiere la conciencia cristiana, pero él mismo en la
enumeración de los bienes, colocaba al esclavo entre el dinero y los animales.
La Iglesia prefiere actuar sobre los hombres más que las estructuras, que
siempre acaban por ceder.
La liberación de los esclavos se generalizaba.
Constantino había permitido el clérigo liberara su esclavo e hiciera de él un
ciudadano romano, incluso fuera de toda solemnidad litúrgica o legal. El
esclavo que se hacía clérigo recibía la libertad de manos de su amo, que se
demoraba a veces o rehusaba hacerlo para sacar provecho de lo que recibía el
promocionado. Una vez ordenado sacerdote, ya era libre. Quienquiera que se
hiciera monje, debía liberar a sus esclavos. Algunos entraron con su amo al
monasterio, sin ser emancipados. Melania la Grande llevaba esclavos con ella a
Belén. Después de tres años de noviciado, el esclavo podía ser admitido a pronunciar
votos y ser libre. Incluso antes de esos plazos, si su conducta era ejemplar,
el propietario ya no podía hacer valer sus derechos.
La
vida social en la ciudad
La ciudad donde afluía la
mano de obra en busca de trabajo, presentaba un aspecto bastante abigarrado.
Las ricas villas suntuosamente instaladas, contrastaban con los barrios
populares, donde se amontonaba la gente humilde. Barrios y chavolas, como en
las ciudades del Tercer Mundo, donde confluían como espuma de mar, todo aquel
que buscaba trabajo, seguridad y protección. Las diferencias sociales acercaban
más que separaban en África. El gran señor y el mendigo se codeaban y se
conocían. Los pobres admiraban más que envidiar a la gente acomodada. Para
juzgar las disparidades sociales a partir de datos sólidos, es necesario
primero conocer el nivel de vida en África. La moneda romana, estable durante
los dos primeros siglos de la era cristiana, se devaluó de manera gradual
durante los siglos III y IV. La unidad monetaria se contaba en denarios (4 sestercios) o en sestercios. En 1
sestercio había 4 ases.
Si es difícil tasar una moneda que sufrió múltiples
devaluaciones, por lo menos se pueden establecer comparaciones entre diversos
productos y diversos gastos. Las inscripciones africanas proporcionaban
numerosos datos. Infelizmente, raramente aparecen con fecha. En su conjunto,
son de por lo menos un siglo anterior a San Agustín. Con un As, en una ciudad, se podía comprar una
lámpara, o ir a las termas. ¡Un veterano preveía nueve denarios para la
ceremonia de aniversario frente a su monumento: dos denarios a las dos sobrinas
y a la mujer, tres para limpiar, perfumar y coronar la estatua y poner dos
velas. Más exactas son las comparaciones, a partir de los derechos de
concesión: caballo y mulo pagaban un mismo derecho por ser tasados de manera
más o menos igual. Unos 50 denarios, el esclavo; 400, el caballo. Una fundación
para niños pobres, de tres a quince años: concedía diez sestercios por mes a los
muchachos, ocho para las muchachas. Lo que le daba la cantidad de 120 o 96
sestercios por año, sin duda sólo para la alimentación. La ley exigía disponer
de 5000 sestercios para no ser catalogados entre los económicamente débiles,
los pauperes.
En la época Diocleciana que abre el siglo V, está el
edicto que presentaba los precios autorizados para los productos comerciales y
los salarios. El peluquero recibía dos denarios por corte de pelo; un escriba
era regiamente pagado, recibiendo 25 denarios por 100 líneas. El precio de los
salarios, además de los alimentos, era dado por el empleador. El salario más
bajo era el de la tejedora a domicilio: 12 denarios por día; un pastor, 20
denarios; y si era calificado, el doble. ¿Quién podía mantener una familia con
25 denarios? En las ciudades, el pan gratuito o barato permitía sobrevivir.
¿Cómo vestirse, además, cuando un par de zapatos de campo estaban más caros que
unos zapatos de lujo?
Por otro lado, nadie podía ser recibido en la curia de
los senadores sin un censo de un millón d sestercios. La fortuna mediana de los
caballeros (paladines) era de 400,000 a un millón de sestercios. La burguesía
municipal a la que pertenecía el padre de Agustín, accedía a los cargos pagando
una suma que variaba según la importancia de la ciudad: en Cartago, 30,000
sestercios; en Hipona, 10,000; de 4 a 5,000 en las ciudades medianas como
Tagaste o Teveste. La tasa más baja conocida era la de Altiburos, que era sólo
de 2,000 sestercios; el ingreso lo era por un capital de 40,000 sestercios. Los
burgueses africanos, candidatos a cargos públicos, debían tener por lo menos
50,000 sestercios. ¿Cuántas personas en África podían acceder a esta élite
local, regional o nacional? Muy pocas. El resto de la población vivía, en una
pobreza mediocre o sórdida. Al lado de grandes fortunas, existía en una ciudad
como Cartago o aún Hipona, cierto número de familias acomodadas, algunos
terratenientes, y cantidad de hombres de negocios, enriquecidos en el comercio
de la exportación. En general, no eran gentes muy escrupulosas. El público les
señalaba con el dedo. Les atraía más la elocuencia y el prestigio de Agustín,
que la devoción. El obispo les conocía por haber visitado sus residencias,
donde los amos vivían rodeados del respeto de los viejos servidores nacidos en
el latifundio. Cuando Agustín hablaba de los ricos, hablaba también a los
ricos; conocía su bienestar, sabía que lo superfluo de ellos representaba lo
necesario para el pobre. Hacía el inventario: “tienes oro, tienes plata, esclavos, tierras, árboles, ganados,
servidumbre”. El obispo utilizaba una imagen que se encuentra en la
literatura de los santos musulmanes: “Sepa
este rico que sus bienes son para él una posada; sirven para rehacer las
fuerzas y volver a marcharse, porque es un viajero; no lleva consigo lo que
encuentra en la posada. Otro vendrá luego y se alojará a su vez”.
Más abajo en el escalafón cívico, se encontraban en las
principales ciudades los incolae.
Son extranjeros, privados de derechos de ciudadanía, como los obreros norafricanos.
Mano de obra barata, subproletariado desfavorecido. Están mal alojados, en la mapalia, tugurios de la antigüedad que
cercaban las ciudades. Para Agustín simbolizaban la precariedad de la
existencia humana. La mayoría de los ciudadanos cristianos vivían
miserablemente. Hipona debía de parecerse a las demás ciudades. El modesto
presupuesto bastaba apenas para el alimento y el vestido. En Tagaste, la
familia de Agustín, llevaba vestidos usados y remendados. Tanto en África como
en Roma, los ciudadanos aprovechaban de los servicios comunes: termas y
espectáculos. La mayoría vivía de recursos extremos: espórtulas o gratificaciones
distribuidas por los ricos, banquetes de corporaciones, sacrificios públicos,
en que los participantes consumían carnes ofrecidas, esto mejoraba el menú
ordinario. En Tuga el ingreso de una fundación de 100,000 sestercios permitía
dar una comida a las curias, unas
espórtulas a los decuriones, y gymnasia
(distribución de aceite de las termas), con una representación teatral. La espórtula
iba de 1 a 7 denarios, mientras una buena comida costaba 1 ó 2 denarios. En
Cirta, todos los ciudadanos recibían una vez al año, 1 denario de una donación,
8 de otra. En Rufak, en el Constantinés, daban 1 denario a cada miembro de un
colegio. Las inscripciones tenían la doble ventaja de recordar a los ciudadanos
sus derechos y mantener vivo el recuerdo del donante. Sobrevivir en la memoria
de los ciudadanos, ¿acaso no era el sueño de todo burgués y de los notables?
Los más afortunados, pero también los más despreciables, vivían a expensas de
un amo que les alimentaba y protegía desde la altura. Esa clientela se
convertía en un signo exterior de riqueza; el donante se sentía halagado y
protegido. Agustín lo enumeró junto con el oro, la plata, la vestimenta, los
esclavos, los ganados y los honores. Los fieles pobres podían recurrir a la
comunidad. Esta les alimentaba con los ingresos de sus tierras y las ofrendas
de los fieles. Hipona disponía de un vestuario que permitía que fueran vestidos
los más pobres. La comunidad organizaba la asistencia, acogía a los extranjeros
y los casos de asistencia social: huérfanos, viudas, víctimas de razzias. “Da limosna; estás dando a tu ayudante, decía
Agustín en un sermón. “El almacena para
ti en el cielo lo que le das”.
Pobre y pobreza ocupaban en la predicación de Agustín el
mismo lugar que tenían en la calle, en que ricos y mendigos se codeaban
constantemente. El obispo de Hipona felicitaba a los que vivían de buen humor y
cantaban las alabanzas de Dios. Pero no se engañaba. Sabía que el vagabundo con
que se había encontrado, sin duda había acariciado demasiado la botella, o simplemente
había encontrado a alguien que le había invitado a beber. Sabía también que miseria
e indigencia no aíslan de la codicia: existen ricos con harapos, porque el
deseo quema más que la posesión de los bienes. Los hay, que llamaron la
atención del pastor de Hipona: tenían facha de señores andrajosos. Eran ricos
de pobreza. Eran los pobres de Yavé.
La
usura
Estaba muy extendida. Tenía
casa propia y tomaba aspecto de profesión honorable. Incluso se la tomaba como
un arte. Lejos de avergonzarse se exhibían en la plaza pública. Ambrosio decía
que era una especie de guerra que mataba sin recurrir a las armas. La usura era
una costumbre generalizada que practicaban grandes y pequeños y hasta familias
senatoriales. Revestía todas las formas imaginables, desde el pequeño préstamo
de mano a mano, hasta los bancarios. La regla permitía hasta el 4% de interés,
pero había quien s pasaba hasta el 75%.
Parece que los mismos clérigos se dedicaban a la usura.
El Concilio de Elvira degradaba al clérigo usurero. El Concilio de Cartago en
397, prohibió a los clérigos recibir más de lo prestado. Agustín decía: “Haz lo que dicen, pero no imites lo que
hacen”.
Conciencia
ante la desigualdad
Disparidad de fortunas,
situación extrema la condición de los humildes y pobres, comercio y ganancias,
planteaban un problema a la Iglesia. En Milán, Capadocia, África, no existía
obispo alguno que no se planteara esta cuestión. Se ha visto que los escrúpulos
de un Publícola no se referían tanto
a la desigualdad ni a la dignidad del pobre. Ya, a mediados del siglo II, la Didaché o doctrina de los Doce Apóstoles, escribía: “No rechaces al indigente; ten todo en común con tu hermano y no lo uses
como si fuese tuyo. Si comparten los bienes inmortales; con mayor razón los
bienes que perecen”. Durante la época de la antigüedad cristiana, la
Iglesia repitió que Dios dio los bienes a todos por igual, ricos y pobres, y
sacaba la conclusión de que todos debían compartirlos. Si Agustín no tuvo la
misma firmeza de lenguaje que Basilio o Ambrosio, repetía sin embargo que la
tierra y sus bienes habían sido dados por Dios a todos, y la existencia de
pobres y necesitados era insulto a la munificencia divina. El obispo de Hipona
conocía los procedimientos de los ricos. El robo poseía muchos rostros: falsear
balanzas, hacer reservas para alzar los precios en tiempos de escasez. Todo se
compraba: elocuencia, jurisprudencia, milicia, usura, perjurio.
Pero, con todo, la desproporción entre las clases
sociales era tan brutal, que la palabra de Juan Crisóstomo sigue siendo tan
verdadera en África como en Antioquia: “Una
ciudad de pobres puede bastarse a sí misma, más no así una ciudad de ricos.
Ninguna ciudad podrá bastarse a sí misma sino llama a su seno a pobres que la
guarden”.
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Hammam, A.G., La vida cotidiana en África del Norte en
tiempos de San Agustín, Versión castellana, realizada por Luis Castonguay,
Perú-Madrid, Organización de Agustinos de Latinoamérica OALA, Centro de
Estudios Teológicos de la Amazonia CETA, 1989.
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