jueves, 14 de junio de 2018


MÉXICO, INTERVENCIONES EXTRANJERAS

INTRODUCCIÓN A LA GUERRA DE 1847

Los Estados Unidos habían intentado, desde los primeros días de la República, adquirir la zona comprendida entre la Luisiana y todo el curso del Bravo, de su fuente a su desembocadura; Poinset propuso al gobierno de México su compraventa, y los representantes de la política democrática, que los estados meridionales de la Unión apoyaron siempre, no perdieron jamás de vista esta adquisición de grado o por fuerza; pronto entró en estas miras la adquisición de toda la zona mexicana del Pacífico, al norte de la línea tropical, para evitar, se decía, que otra nación, Inglaterra por ejemplo, se adueñara de ella; en suma la doctrina era ésta: todo el territorio vecino a los Estados unidos que México no puede gobernar de hecho, debe ser norteamericano.

            Los tratados, las prácticas de equidad internacional, el mal disimulado recelo de Inglaterra y Francia respecto de la expansión territorial de la Unión, la oposición del partido Whig, que andando el tiempo había de fundirse en el partido republicano antiesclavista y que dirigía la gran palabra y la gran conciencia que se llamaba Henry Clay, contra el partido demócrata, de cuyas doctrinas antiproteccionistas y particularistas había de nacer, por la cuestión de la esclavitud, el grupo separatista y con él la guerra civil, habían retardado la usurpación y la conquista; pero la fuerza de las cosas la iba haciendo inevitable.
            Si el patriotismo ciego e imprevisor, o mejor dicho, si las facciones en lucha en México no hubiesen convertido en arma política la cuestión de Texas para desprestigiarse mutuamente con el reproche de traidores, grandes males habrían podido evitarse, precisamente explotando las exigencias de los partidos norteamericanos y partiendo del derecho incontrovertible de Texas para separarse, una vez roto el pacto federal. Habríamos salvado la zona entre el Nueces y el Bravo, la California acaso; habríamos obtenido una indemnización superior a la del tratado del 48 y, sobre todo, habríamos sacudido la pesadilla de la guerra con los Estados Unidos, que, desde antes de estallar, con sólo su amenaza, había chupado hasta la sangre los recursos de nuestra hacienda, incapacitada de normalizarse.
            No fue así; Santa Anna se valía del espantajo de la guerra, necesaria con Texas y probable con los Estados Unidos, para tener un espectro de ejército hambriento y casi inerme apostado en el Bravo y servirse de él para pedir sin cesar dinero, que sin cesar despilfarraba, y para apremiar los anhelos constantes de la República de Texas en favor de su anexión a los Estados Unidos.
            Las convenciones celebradas entre esta nación y México para liquidar las reclamaciones, las notas perfectamente razonadas con que México demostraba la serie de atentados permitidos por el gobierno de Washington contra la dignidad de la República, pues que en algunas ciudades de la Unión se proclamaba, en meetings públicos la necesidad de la guerra con México, de la anexión de Texas, y se organizaba una especie de emigración armada hacia esta comarca, lo que todo el talento de Webster no bastaba, no digo a justificar, ni a explicar honradamente siquiera, muestran que en el terreno del derecho internacional nuestra diplomacia batió a la americana constantemente.
            Más los hechos seguían su curso. Tras los auxilios descarados a Texas, auxilios ilícitos, ya se le considerase como un Estado rebelde, ya como una entidad independiente en guerra con una nación amiga, llegó a formularse la cuestión de la anexión que, si en rigor podía sostenerse como un derecho de parte de los texanos, no lo podía ser de parte de los norteamericanos, sino previo un deslinde de deberes mutuos con nosotros. Calhum, el rígido sostenedor de los derechos de los estados en contra de los federales, el Moisés del futuro decálogo separatista, arregló con los texanos, como ministro del presidente Tyler (décimo presidente de los Estados Unidos, 1790-1862), un tratado de anexión, que el Senado de Washington no aprobó y estimuló a Inglaterra y Francia, que habían reconocido la independencia de Texas, para ofrecernos su mediación y evitar el atentado. Santa Anna entretanto se disponía a continuar la guerra al expirar el armisticio, lo que nos valió una nota fulminante del plenipotenciario norteamericano, que con rudo candor desenmascaraba la conducta d su gobernó y declaraba que la invasión de Texas sería la guerra con su nación. Así lo sabía el gobierno de México, y con anticipación había declarado que, a la admisión de Texas en la Unión, contestaría México con una declaración de guerra. Todo dependía de la cuestión presidencial en los Estados Unidos; si Polk, el candidato de los demócratas y sudistas, era electo, con su programa de anexión, la lucha era inevitable; si triunfaba Clay, la paz era cierta. Por menos de cuarenta mil votos de diferencia, sobre dos millones y seiscientos mil electores, triunfó el primero. Era nuestra mala estrella; más una cosa quedó demostrada: que la anexión y la guerra no eran para Estados Unidos una causa nacional, sino sudista.

Mientras se reñía la gran batalla electoral en los Estados Unidos, aquí se agitaba también la cuestión presidencial; más aquí los comicios eran los campamentos, y las urnas electorales los cañones de la guerra civil. Había una nueva Constitución, un Congreso constitucional, en que, a pesar de los esfuerzos del gobierno, abundaban los elementos federalistas y reformistas, ante los cuales debía rendir cuentas el omnímodamente facultado presidente; más no soltaba éste la dictadura: Santa Anna convertía sus cargos en propiedades, le parecía que se degradaba admitiendo responsabilidades, y como Escipión invitando al pueblo a dar gracias en el Capitolio, cuando se le exigían cuentas, el presidente en igual caso recordaba también que había fundado la República de Veracruz y salvado a la patria en Tampico. La protesta contra esta conducta era unánime; el hombre del agio; de los préstamos, de los impuestos y de las vejaciones, inspiraba repulsión y causaba fatifa inmensa; en Guadalajara, en Querétaro, se exigía el cumplimiento del Plan de Tacubaya, que imponía al presidente la obligación de dar cuenta de su conducta ante el Congreso que, como lo dijimos, luchaba por atajar la dictadura.
            El general Paredes y Arrillaga, hombre de probidad personal y de suprema improbidad política, garantía viva de las aspiraciones del partido que pretendía que el país anclase en el centralismo y los privilegios, mientras una alianza con alguna nación europea nos ayudaba a salvarnos de los Estados Unidos, aun a cambio de erigir aquí un trono para un príncipe exótico; el general Paredes, carta que estaba en puerta en el naipe político, es decir, en la lucha incesantemente renovada por los honores y los emolumentos, apoyó con una parte del ejército, en Guadalajara, la actitud de la asamblea local,* mientras la Cámara

*El 29 de octubre de 1844 la junta departamental de Jalisco pidió al Congreso la revisión de los actos de Santa Anna, conforme a la Sexta Base de Tacubaya. El 1º de noviembre el general Mariano Paredes y Arrillaga se adhirió a esta petición.


de Diputados en México manifiestamente simpatizaba con el movimiento. Santa Anna sintió el peligro, y pasando, como solía, del sibaritismo indolente a la actividad febril, agrupó una o dos divisiones en el centro de la República, dejó al vicepresidente Canalizo, en cuya lealtad de can agradecido confiaba, la misión de vigilar al Congreso, que se empeñaba en someter a la ley al gobierno, y se lanzó por el bajío, rumbo a los focos de la revuelta, para apagarlos a fuerza de astucia o a fuerza de sangre.
            Sus desmanes en Querétaro (disolución de la junta departamental y prisión de sus individuos. 27 de noviembre de 1844) provocaron una actitud tan resuelta en un grupo de diputados, que se impuso a la Cámara entera, que bajo la dirección del representante Llaca, puso la mano en el freno del corcel desbocado de la dictadura, pues todos comprendieron que llegaba el momento agudo de la crisis. Honor d la todavía informe institución parlamentaria, honor de la tribuna mexicana y de la conciencia de un pueblo que erguía sus cimas en los primeros albores de la libertad política. Llaca encarnó con heroico civismo la protesta inmensa de la indignación, del desprecio, de la vergüenza pública; la Cámara lo siguió; apeló a la fuerza del gobierno y disolvió la asamblea, que se agarró estoica y rígida a su derecho; la sociedad parecía contener la respiración en presencia del duelo entre la palabra y la espada; fue muy rápido aquello: Valencia se pronunció en la Ciudadela por el plan de Paredes, y en una exposición de indecible entusiasmo, l pueblo, todas las clases que lo formaban, el magnate y el obrero, el clérigo y el guarda cívico, tributaron la más espontánea ovación que la capital presenció jamás a la asamblea. El dictador tenía aun un ejército intacto; se dirigió a la capital, se corrió a Puebla, mientras avanzaba el ejército de Paredes y el suyo se disolvía, luego, fugitivo, cayó prisionero y tomó el camino del destierro. Por ministerio d la ley, como presidente del consejo de gobierno, y después por elección de la Cámara, el general don José H. Herrera tomó posesión de la presidencia interina. Y así concluyó el año de 44.
            El Congreso volvió la cara a la cuestión americana, que se presentaba premiosa, solemne y terrible; era una mano calzada de hierro apretando el cuello de una nación flaca. El gobierno del íntegro, del patriota general Herrera, aconsejado por Peña y Peña, en quien se aunaban la ciencia y la conciencia, hizo los últimos esfuerzos: un ejército en la frontera, otro a la frontera; un llamamiento a la unión en nombre de la patria amenazada, una actitud admirable de dignidad y corrección ante los norteamericanos.
            Apenas comenzaba a funcionar la administración de Herrera cuando llegó el caso de guerra, señalado por nuestro gobierno; el Congreso y el Ejecutivo aceptaron y sancionaron en Washington la anexión de Texas. Nuestro ministro pidió sus pasaportes y quedaron rotas nuestras relaciones con los Estados Unidos, y como el apetito territorial, primera forma del imperialismo actual, se había desarrollado en los grupos del sur y el oeste de la Unión, la guerra con México era deseada allá y aceptada aquí por la opinión. El gobierno mexicano maniobró con tino: admitió los buenos oficios del ministro de Francia para intermediar con los texanos, que aún no habían llenado todos los trámites del protocolo de anexión; más ya era tarde, la convención texana perfeccionó el acto, las fuerzas de los Estados unidos penetraron en Texas y con el más insigne desprecio del derecho de gentes pasaron el Nueces, límite del nuevo Estado de la Unión, e invadieron el territorio de la nación con la cual no estaban en guerra aún, pretextando que Texas había considerado siempre que su límite era el Bravo. Con nuestras protestas, se pusieron en marcha nuestras mejores fuerzas; si llegaban a la frontera antes de que el jefe americano Taylor fuese reforzado, podíamos tomar con éxito la ofensiva.
            Y no se rehusaba el gobierno, al mismo tiempo que rechazaba al enviado americano con su carácter oficial, a cambiar con él ideas que pudieran servir de base para un posible acuerdo futuro; bien se sabía que el hecho consumado de la anexión no tenía remedio: era ya historia, y había que partir de este punto para llegar a algo que salvase el resto de nuestro amenazado territorio. La presión de la opinión frustraba con su intervención brutal las sutiles contemporizaciones de la diplomacia; se necesitaba aquí, no un pueblo enfermo de Gutiérrez Estrada y que iba a demostrar, quince años después, todo lo que encerraba de profundamente estéril, antipatriótico, cuando se realizase con el apoyo de la primera nación militar del mundo. El peligro americano era el generador del programa de una monarquía con un príncipe extranjero. ¿Qué iba a traer de fuerza un príncipe extranjero en la organización del país? ¿Qué iba a ser sino un nuevo agente perturbador, añadido a los otros y más eficaz que ninguno para la discordia y para el mal? Si el príncipe venía solo, ¿qué sería de la monarquía? Si con un ejército extranjero, ¿qué sería de la independencia?
            La convocatoria del 27 de enero de 1846 para el Constituyente, es un documento singular, obra dl señor Alamán; dividía al pueblo elector, en clases, y señalaba a cada clase una representación proporcional; era la segunda vez que la oligarquía procuraba darse una forma constitucional, que podía ser más o menos aceptable en teoría, pero que, para la mayoría de la nación política denunciaba la génesis latina de su espíritu, era un insigne atentado, era la constitución de una aristocracia preparatoria de la monarquía, y esto era efectivamente; era la eterna asamblea de notables, con que todas las revueltas militares procuraban sancionar sus triunfos y la ambición de sus caudillos, convertida en permanente por el voto de la clase media. La protesta fue imponente; la prensa pronto perseguida y los hombres más importantes del partido liberal, pronto amordazados, encarcelados o desterrados, levantaron la voz y no hubo un solo pueblo de la República en que su eco no repercutiera; el gobierno se creyó obligado a declarar su adhesión al credo republicano.



La guerra, entretanto, existía de hecho; las hostilidades, sin embargo, no habían comenzado. A pesar de que a fuerza de moralidad pecuniaria y de deseo de reparar su falta irreparable, Paredes allegaba recursos y enviaba lentamente auxilios a la frontera, nunca pudieron los jefes mexicanos superar en número a las fuerzas americanas, para balancear la superioridad de armamento que tenían sobre nosotros. En los comienzos de mayo, Arista, general en jefe mexicano, resolvió arrojar al invasor del territorio de Tamaulipas al de Texas, obligándolo a repasar el Nueces. Cruzó el Bravo, con fuerzas iguales a las del enemigo y, en dos días consecutivos, libró sendos combates, que lo forzaron a retroceder en derrota a Matamoros, a desocupar esta plaza y a concentrarse en Linares. La falta de un estado mayor competente, la impericia de Arista y la artillería norteamericana causaron tamaño desastre.
            Claro es que se necesitaba, como en los momentos de mayor peligro para la patria, un hombre o un grupo de hombres que se adueñaran del timón de la nave que zozobraba; claro es que no era Paredes, general de pacotilla; claro que los pusilánimes burgueses que formaban el Congreso no eran los convencionales de la Revolución francesa; faltaban el Cónsul y el Senado.
            Al saber la noticia de los combates de mayo, el presidente norteamericano, Polk, declaró con un cinismo acaso único en la historia, que la guerra era un hecho por haber los mexicanos invadido el territorio de Texas, y que era preciso proseguirla hasta obtener la paz; el gobierno mexicano hizo la declaración formal de guerra en junio, apoyándola con tanta moderación y cordura en la justicia, que no hubo una sola conciencia honrada en los Estados Unidos y Europa que no nos concediera la razón.
            En el país, espantado al saber nuestras derrotas, rugía la tormenta. La revolución estalló en Guadalajara el 20 de mayo de 1846, cuya guarnición se pronunció contra el gobierno de Paredes, esto era fatal, y llamó a Santa Anna, esto era fatal también: era el hombre visible por excelencia; el pueblo tenía en él, en cuanto se alejaba, una vaga confianza de que podía hacer milagros; era el hombre de la crisis, era nuestro deux ex machina, era un salvador que nunca salvó nada. ¿Qué hacer? Paredes necesitaba reservar fuerzas suficientes para combatir la revolución y necesitaba enviarlas todas al norte; mandaba algunas trabajosamente, mal provistas, mal armadas, rumbo a San Luis Potosí; una de estas brigadas, apunto de ponerse en marcha, se pronunció por la federación y por Santa Anna; el gobierno de Paredes, su Congreso, sus monarquistas, desaparecieron como por ensalmo.
            La nueva revuelta militar se presentó como una reacción contra el monarquismo, y mientras llegaba Santa Anna, que estaba al tanto de lo que iba a pasar, y al primer aviso se puso en camino con el general Almonte, ardiente republicano entonces, y el insigne estadista yucateco Rejón, el general Salas, el pronunciado de la Ciudadela, convocó un Congreso y declaró provisionalmente vigente la Constitución del 24;suprimió en consecuencia las asambleas departamentales, y en prenda de su adhesión al federalismo neto, colocó al frente del ministerio al jefe del partido reformista don Valentín Gómez Farías.
            Llegó Santa Anna; los americanos con profundo maquiavelismo lo dejaron pasar, como quien arroja un proyectil incendiario en el campo enemigo.

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Sierra, Justo, “Introducción a la guerra de 1847”, en Intervenciones extranjeras, Lecturas nacionales IV, Puebla, Gobierno del Estado de Puebla, 1995.



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