domingo, 17 de junio de 2018


MÉXICO, INTERVENCIONES EXTRANJERAS

CHAPULTEPEC Y LA OCUPACIÓN

DE MÉXICO

La víspera del bombardeo de Chapultepec, tuve motivo de recorrer los puntos ya ocupados por los enemigos, como preliminares del asalto y toma de llamada fortaleza. En los molinos de trigo y de pólvora hormigueaban las fuerzas de Pillow,1 ciñendo a poca distancia la parte


1.     Pillow, General, jefe de una de las tres brigadas de voluntarios, formada por la batería de Stepetoe y de los regimientos 1º y 2º.  de Tennessee y el 1º de Pennsylvania.

occidental del cerro. Al sur se destacaba formidable artillería, y se veían escalones para trepar la cerca y descender como en trampolines al interior, y mucha fuerza en la hacienda de la Condesa, al frente de un hornabeque, defendido por soldados mexicanos.

En la puerta del Bosque, que daba a la Calzada, estaba el Gral. Santa Anna con su numerosa comitiva de ayudantes, jefes, oficiales y cuantos se acercaban a pedir instrucción y recibir sus órdenes.
            A mi regreso de los puntos que acabo de describir, hablé con el coronel Juan Cano,2

2.     Juan Cano y Cano (1815-1847). Fue un notable ingeniero militar con estudios, desde muy joven, en Nueva York y en París. Víctima de la insidia traidora de Santa Anna, defendió Chapultepec, donde cayó en los momentos en que también caía el asta de la bandera del Castillo.

uno de los que después fue heroico en aquel asalto en que perdió la vida. Cano era un hombre de treinta años, su cabeza germánica, yucateca, pálido, catirredondo, de unos ojos penetrantes y alegres: una boca llena de chiste y risa. Estatura regular, rechoncho y listo de movimientos. Su trato era fácil, cortés y franco; le mortificaba la farsa y la ceremonia. Aquel hombre que a primera vista hubiera pasado por un colegial alegre o tertuliano de buen humor; aquel, afectísimo a comer al aire libre y a las bromas de buena sociedad, era reflexivo y muy estudioso; la exactitud misma, en el cumplimiento y el más respetable por lo caballeroso y decente, llamaba a sus amigos, como signo de confianza, badulaque, y sólo cuando lo requería su obligación, daba a conocer sus vastos conocimientos militares y el aprovechamiento de sus brillantes estudios hechos en París.
            El Sr. Quintana Roo,3 su tío, le inspiró sus excelentes estudios en literatura, y a mí

3.     Andrés Quintana Roo (1787-1851). Nació en Mérida, Yucatán. Insurgente y director del Semanario Patriótico Americano y del Ilustrador Americano. Presidente del Constituyente de 1813. Subsecretario de Relaciones con Iturbide, cargo al que renunció por discrepar de su “imperio”. Desde su periódico El Federalista censuró al gobierno de Anastasio Bustamante por el asesinato de Guerrero. Poeta, se reconoce por su oda Dieciséis de septiembre.

me encantaba cuando en sus ratos de solaz, me traducía elegantemente a Tácito y se deleitaba con Virgilio. Yo tuve ocasión de conocer la rara energía del carácter de Cano, por un grave disgusto que estalló entre él y los Grales. Tornel y Santa Anna.

Abandonado, como se sabe, el Gral. Bravo,4 víctima de la envidia y de los caprichos de Santa Anna, dejó mal defendida la parte alta del cerro. El Sr. Cano le mandó pedir cañones.

4.     Nicolás Bravo (1786-1854). Nació y murió n Chilpancingo, Guerrero. Insurgente, combatió en el ejército de Morelos. Comandante militar de Veracruz, al saber el fusilamiento de su padre por los realistas indultó a 300 prisioneros. Miembro del triunvirato que antecedió a Iturbide y nuevamente en el que convocó a la elección de Guadalupe Victoria, primer presidente de México. Luchó contra Guerrero por la asonada que lo llevó al poder. Después de la campaña de Texas, se retiró. De octubre de 1842 a marzo de 1843, sustituyó a Santa Anna en la presidencia. Prisionero en Chapultepec; después, Comandante en Puebla.

Santa Anna le mandó al Gral. Tornel,5 y a otro general no facultativo; pero igualmente de lengua fácil. Cano no logró hacerse comprender, y cuando se retiraron los generales, dijo en tono sarcástico:

            -Yo pedí al general, cañones, y me mandó faroles…

5.     José maría Tornel y Mendívil (1789-1853). Insurgente a las órdenes de Ramón López Rayón. Secretario particular de Santa Anna y de Guadalupe Victoria. Gobernador del Distrito Federal, embajador en los Estados Unidos y secretario de Guerra de 1834 hasta el año de su muerte. Traductor de Byron, y autor de Texas y los Estados Unidos en sus relaciones con la República Mexicana (1834) y de la obra inconclusa por su muerte, Breve reseña histórica de los acontecimientos más notables de la Nación Mexicana.


 Lo supo Santa Anna; llamó a Cano para reconvenirle, y éste, con sumo respeto, pero con energía, le echó en cara su conducta indigna y poco patriótica en aquellas circunstancias.
            Cano murió, dando ejemplo de valor sublime, alentando, sereno y grandioso, a los que quedaban defendiendo a la patria, en la parte alta del cerro. Allí murió también el Gral. Pérez, hombre modestísimo, que ejecutaba casi desapercibido actos de valor y abnegación, que por silenciosos no ha podido encarecer la Historia.
            Como he dicho, yo estaba en la puerta del Bosque cerca del Gral. Santa Anna; pero éste, afrontando los fuegos a pecho descubierto, y nosotros guarecidos por la casa del guardabosque. Por esta razón he podido rectificar que en el llamado jardín botánico había familias de alumnos, cuyos clamores y angustia difundían el espanto; puedo asegurar que lo más reñido del combate fue donde ahora se encuentra el monumento, y que la muerte de Xicoténcatl,6 excelso, y de sus ínclitos soldados, fue un tanto fuera de la tapia y cercano a donde está hoy el edificio con la maquinaria para la conducción del agua.

6.     Felipe Santiago Xicoténcatl  (1805-1848). Militar. Nació en Tlaxcala. Murió en Chapultepec, en la falda del cerro, al mando del Batallón de San Blas en la heroica resistencia previa al asalto del Castillo.

            A propósito de los soldados de Xicoténcatl, no olvidaré en mi vida un episodio que se impuso, trágico y sublime a mi corazón de joven. Habían muerto como leones, Xicoténcatl y sus soldados. El Gral. Santa Anna seguía con ansiedad las peripecias de aquel encuentro formidable. De pronto vio venir hacia la puerta a un soldado de Xicoténcatl; le pareció un desertor, un cobarde; el soldado daba pasos largos y precipitados; estaba pálido y brillaban sus ojos como llamas.

            -¡Bribón! ¡Cobarde!, le gritó Santa Anna, ¿Dónde está su coronel?

            El soldado hizo alto; vio a Santa Anna; sin decir palabra, rodaron dos lágrimas de sus ojos; quitó la mano de sobre su pecho despedazado por las balas, y cayó muerto frente al General.



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No asistí, ni puedo dar cuenta de lo ocurrido en los diversos puntos en que se empeñó el combate, particularmente del lado del sur y suroeste. La posición que yo ocupaba, me permitía oír los partes que daban al Sr. Santa Anna, el retumbar de los cañones; redoblar las descargas de infantería; los gritos de los soldados, los ayes de los heridos, el desgajarse con estruendo las ramas de los árboles y el trajín de los que acudían a diversos puntos con parque y con camillas.
            Santa Anna estaba entero y valiente, queriendo atenderlo todo, no atinando; pero dando ejemplo de valor a sus soldados.
            Y mi bosque, mi encanto, nido de mi infancia, mi recreo de joven, mi templo de hombre.
            Terminado el combate, como si rodaran repentinas las penas, que contenían un torrente, nuestras tropas revueltas, hirvientes, se precipitaron por las calzadas de la Verónica y de Belén, en un tumulto, en un atropello, en una gritería y confusión tales, que es más fácil imaginar que describir.
            Apenas recuerdo ese espantoso remolino de hombres, armas, caballos, el capitán Traconis, con su cabeza rizada y sus ojos frenéticos al lado de Barreiro, a quien llamábamos el gachupín, por su modo de hablar; a Comonfort, sereno; a García Torres y a D. Antonio Haro al lado de Santa Anna, comportándose con bizarría a todo elogio.
            Santa Anna pensó acudir a la garita de San Cosme; pero ese punto lo cuidaba el Gral. Rangel. Era un hombre rubio, esforzado, de algunos conocimientos científicos. No pudiendo en la juventud seguir sus estudios, se hizo impresor en la imprenta de Palacio (situada entonces donde ahora están las caballerizas, contigua a la entrada al jardín, en aquel tiempo jardín botánico a cargo de D. Miguel Bustamante); allí le conoció el Señor Tornel, quien le expidió un despacho de oficial y lo alentó en su carrera.
            Se dirigió a la garita de Belén, Santa Anna, le parecía abandonada por el Gral. Terrés, y allí le ultrajó y le cruzo la cara con su fuete.
            Carrasco, en la fuente de Bucareli, hizo prodigios de valor, así como Béistegui, oficial del Batallón Victoria, fue asombro de intrepidez en una batería de Belén de las Mochas, hoy cárcel de Belén. La tropa, la ciudad, las familias que emigraban, los trenes de guerra y las acémilas, las camillas de ambulancia, la gente vagabunda, todo presentaba la imagen del caos.
            Santa Anna había renunciado a la Presidencia; le había sustituido el Sr. Peña y Peña, quien nos dijeron que estaba en Toluca, de paso para Querétaro, y que allí se reuniría el Congreso. Muchos diputados, y yo entre ellos, esperamos el resultado de una Junta de Guerra, citada por Santa Anna, a las oraciones de esa noche en la Ciudadela, y en cuya junta debía decidirse si se defendía o se abandonaba la ciudad. A la junta concurrieron: como Presidente, el Sr. Santa Anna, el Sr. D. Lino Alcorta, Ministro de la Guerra, los Grales. Pérez, Carrera y Betancourt y el Sr. Olaguíbel, Gobernador del Estado de México.
            Ya se sabe que semejantes juntas, por regla general son comedias; se hace siempre lo que quiere el Jefe, y el Jefe quería evacuar la Ciudad, a pesar de las juiciosas y patrióticas observaciones del Sr. Olaguíbel. Sin atender a consideración alguna, ni disponer nada, Santa Anna pernoctó esa noche en Guadalupe, a donde le llevó en su coche D. Ignacio Trigueros. El resto de nuestras fuerzas tomaban el 14 el camino de Querétaro, al mando del Gral. Herrera.
            Quiero aquí interrumpir mi narración, abriendo un extenso paréntesis, para aprovechar las varias cartas que recibí entonces sobre la entrada de los americanos a la capital, y que a mi juicio dan idea de aquella época de un modo no considerado hasta ahora por ningún cronista, con la extensión debida.
            Abramos el paréntesis y no olviden mis lectores que quedamos en marcha para Querétaro.
1847.
“Guillermo querido:

            “Noche horrible la del 13; la ciudad estaba completamente a obscuras, se escuchaban tiros en todas direcciones y reventaron tres o cuatro bombas que difundieron terror.
            “Al amanecer el 14, comenzaron a entrar las tropas, las gentes aparecían en las azoteas y en las bocacalles, curiosas, amenazadoras y rugientes.
            “Ya recordarás que Tornel había dispuesto que desempedraran las calles y se amontonaran las piedras en las azoteas, y esto favorecía las intenciones del pueblo, de hostilizar a los invasores.
            “Las fuerzas comenzaron a entrar de un modo regular, entre siete y ocho de la mañana.
            “Yo sólo vi a tres de los principales jefes, Pillow, alto, seco, mal encarado, y Twis, viejo, fornido, cano, con unos ojos sirgos de malísimo efecto. Scott, alto, gallardo, entrecano, de buena presencia.
            “La fuerza d línea, con sus uniformes azules y sus cachuchas, aunque en marcha desgarbada y bausana, no llamó la atención; pero los voluntarios, que eran muchos, formaban una mascarada tumultuosa, indecente, sobre toda ponderación. Muchos habían hecho como a modo de paletó, con sarapes y jorongos; otros calzaban botas enormes sobre pantalones despedazados y, en materia de tocado, eran sombreros incontenibles, indescifrables de arrugas, depresiones, alas caídas, grasa y agujeros.
            “Estos demonios de cabellos encendidos, no rubios, sino casi rojos, caras abotagadas, narices como ascuas, marchaban como manada, corriendo, atropellándose y llevando sus fusiles como se les daba la gana.
            “A la retaguardia caminaban una especie de galeras con ruedas, con abovedados techos de lona, llenos de víveres y de soldaderas ebrias, lo más repugnante del mundo.
            Lo más notable en esa entrada, fue la entrega de la ciudad por el Presidente del Ayuntamiento, el Sr. Lic. Zaldívar, al Sr. Scott; esa entrega fue acompañada por una arenga, tan digna, tan levantada y tan patriótica, que servirá de título de honor a aquel teniente que supo en circunstancias tan desgraciadas, defender los derechos de México.
            “Un motivo o pretexto cualquiera, que ni es fácil ni preciso adivinar, encendió los ánimos, cundió rápido el fuego de la rebelión, y en momentos invadió, quemó y arrolló cuanto se encontraba a su paso, desbordándose el motín en todo su tempestuoso acompañamiento de destrucción.
            “Llovían piedras y ladrillazos de las azoteas, los léperos animaban a los que se les acercaban, en las bocacalles provocaban y atraían a los soldados que se dispersaban. Aquellos negros, aquellos ebrios gritaban y se lanzaban como fieras sobre mujeres y niños, matándolos, arrastrándolos: ¡aquello era horrible!
            “Se calculan en quince mil hombres los que sin armas, desordenados y frenéticos, se lanzaron contra los invasores, que realmente como que tomaban posesión de un aduar de salvajes.
            “Por todas partes heridos y muertos, donde quieran riñas sangrientas, castigos espantosos.
            “Vagaban como manadas, hacían fuego donde primero querían. Su manera de comer es increíble.
            “Cuecen perones en el café que beben, le untan a la sandía mantequilla y revuelven jitomates, granos de maíz y miel, mascando y sonando las quijadas como unos animales.
            “Al principio, estuvieron cerradas las iglesias, después abrían un postigo, y el sacristán, porque no sonaron campanas, daba aviso de la hora de las misas. Abiertas después las iglesias, los yankees se metían en ellas con sombreros puestos y elegían de preferencia los confesionarios para dormir y roncar como unos lirones.
            “Se repartieron en muchas casas alojados que las trastornaban de arriba abajo. En los balcones se veían hileras de patas de los yankees que allí se solazaban.
            “México es un inmenso muladar, por todas partes hay montones de basuras y perros que cosechan suciedades.
            “Estos voluntarios son brutos sobre toda ponderación: un pelotón de éstos se posesionó de la portería de Santa Clara, se encerró a piedra y lodo, arrancó tablas a montón, vigas, hizo fuego y se acostaron a dormir. Al día siguiente, sacaron muertos a aquellos bárbaros.
Tu N.
(Otra carta)

            “Pillow, es alto, seco, apergaminado, muy serio; anda a caballo con su paraguas abierto. Twis  (Twiggs, General jefe de una de las dos brigadas de la división de Regulares), es cuadrado, chato, con cara de mastín feroz, embestía contra los paisanos con la espada y mató a algunos.
            “Los oficiales andan en la calle llevando en la mano, a guisa de bastones, unos espadines muy delgados; con ellos ensartan al primero que les choca, con una sangre fría que espanta.
            “Los extranjeros guardan reserva; algunos, así como señalados mexicanos, han puesto banderas en sus casas, en señal de paz.
            “El bajo pueblo no aminora su odio a los yankees, hasta ahora, ni con ver que le brindan con dinero, ni que comparta con la plebe de sus abundantes víveres.
            “Lo dicho no es una exageración; el maíz se conducía en carros, que dejaban regueros de grano en su tránsito, que se agolpaba a recoger la multitud, sin que nadie les dijese palabra de reconvención; de manera que al cabo del tiempo, se amoldaban las gentes a la situación, con alarma de los patriotas. De la carne y del pan también se hacían repartos.
            “Las mujeres les son en lo general hostiles; pero en mi juicio, las prevenciones se fomentan por la cuestión religiosa, por su desacato a los sacerdotes y los templos; otro carácter tendrían muchos si los yankess fueran gazmoños y se fingieran creyentes.
            “La buna sociedad de México no ha dado entrada ni a jefes ni a oficiales, y una casa del Sr. A., en que se han admitido visitas de yankees, es censurada acremente, y está como excomulgada.
            “Hace algunos días unos cuantos lanceros se aparecieron en son de guerra por el rumbo de Santa María. Al momento se dispuso una fuerza con dos piececitas de montaña para batirlos. Los dragones arrojadísimos, rechazaron la fuerza, y los yankees corrieron como gamos a refugiarse en el Colegio Militar. Dos dragones seguían a la tropa desbandada. Lances por el estilo producían enojo y rencor contra Santa Anna, que dejó al pueblo agotar su bravura en esfuerzos estériles.
            “Con motivo del temblor habido en estos días, tuve ocasión de ver el espanto que produjo en estas gentes.
            “La casa del Director del Colegio, Sr. Tornel, está convertida en hospital; allí, entre otros, se cura el oficial que primero plantó en Chapultepec la bandera americana, y que salió gravemente herido.
            “Al sentirse el temblor, sacaron a ese oficial al balcón, allí le tendieron la cama y allí lo han tenido a los cuatro vientos, hecho un santo entierro.
            “Las ocurrencias que pasan con motivo del idioma, son muchas; pero yo, por ahora, quiero referirme a una para cerrar mi carta.
            “Estaba yo de charla en la botica del Reloj, cuando entró en ella un yankee, burdo y jayán, con su cara de sol y su facha grosera y desgobernada. Pidió soda wáter, y yo de intruso y de patriota, le dije al boticario, chanceando:
            -Póngale, si puede, polvos para que reviente; refresco de estricnina le daría yo, de mil amores.
            “El yankee bebió su soda, la pagó, limpió los labios, y en un castellano pulcro y correcto, como el de Jovellanos, me dijo:
            -¿Por qué quiere Ud. que me envenenen, caballero? ¿Qué mal le he hecho a Ud.?...
            “El buen boticario, mi amigo, no sé cómo me sacó de aquella situación.
            “Recibe expresiones, etc.
M.Z.G.
(Otra carta)


“Ya te he dicho que estos yankees ocuparon México como país conquistado, como aduar de salvajes, comiendo y haciendo sus necesidades en las calles, convirtiéndolas en caballerizas, y haciendo fogatas contra las paredes, lo mismo en el interior del Palacio, que de los templos.
            “En las casas de los alojados se cometieron mil atropellos. Pero donde hubiera podido formarse idea de estos comanches blancos y su cultura, es en sus bailes, haciéndose notables, entre todos, los de la Bella Unión. Allí lucían, como no es posible explicar, las margaritas, así bautizadas por los yankees las mujeres perdidas, que se multiplicaron, porque sus favorecedores regaban para ellas el dinero. Todo era en aquel salón, chillante, intenso, febril. Sus vivísimos hombres desmelenados, con las levitas y chalecos desabotonados, mujeres casi desnudas; todo lo que tiene de más repugnante la embriaguez, de más asqueroso la mujer desenvuelta, de más repelente el grito y la carcajada de orgía, se veía allí presentando un conjunto de degradación que habría podido servir para sonrojo del salvaje y de la bestia, y dejó a la sombra mucho de este cuadro, porque aunque ésta sea carta íntima, así lo exige la decencia.
            “Punto menos que estos bailes, eran las escenas representadas en los juegos que también se entregaban con frenesí. El dinero y el maíz parece que son para estos caribes los medios de seducción de nuestra plebe, y que mucho consiguen. Pagan francamente lo que compran y gratifican con largueza a los que les sirven. El bajo pueblo y los indios han aprendido maravillosamente el sistema decimal y el daime les es tan familiar como el tlaco.
“Al transitar los carros de maíz de la tropa, va dejando en el suelo espeso reguero de grano que recogen los pobres, sin que nadie los moleste, y esto hace que en mucho, entre el bajo pueblo disminuyan los odios, que se concentran y recrudecen entre la clase media y la rica.- Tuyo, etc.
M.M.Z.
(Otra carta)

            “Nada me irrita más, ni me enloquece de ira, que los azotes.
            “Para la primera ejecución, se tomaron muy serias precauciones y, sin embargo, no pudo verificarse por la actitud resuelta y amenazadora del pueblo. El cuadro de tropa que formó en la plaza, se deshizo, emplazándose la ejecución para el día siguiente.
            “Ese día, que fue el 8 de noviembre, se verificó la ejecución. Cubriendo las avenidas de la plaza por la Monterilla y Plateros, como mil quinientos hombres, contando algunos trozos de caballería. Las víctimas eran tres: un tal Flores y otros dos cuyos nombres no me acuerdo. Fijaron en el centro de la plaza tres barras de hierro, del alto de tres varas, con palos atravesados haciendo tres cruces. En ellas colocaron a los acusados que descansaban en el suelo con los brazos abiertos sobre los palos, como crucificados, desnudos totalmente de medio cuerpo para arriba. A una señal comenzó la ejecución.
            “Es de advertir que el chicote, instrumento de la ejecución, era de esos chirriones de goma, gruesos en el puño y corriendo en disminución al descender, de suerte que a la vibración o sacudida, se centuplica la fuerza de un modo espantoso, y el extremo o pajuela se convierte en un instrumento que se hunde y raja como si fuera acero. Los azotes los aplicó un verdugo. A los primeros azotes fueron aullidos desesperados los de Flores, después ronquidos sordos, al último… aquellas espaldas eran una torta informe que se deshacía en sangre… al acabar, cayó el ajusticiado sin sentido, y el terror y furia hacían espantoso el silencio. Los otros dos fueron ejecutados como Flores, y así se martirizaron a muchos mexicanos.
            Al yankee que quiso izar la bandera de Palacio, el día de la entrada de los americanos, le mataron de un balazo, pero por más esfuerzos que hizo la policía, no pudo averiguar quién fue el matador. Pero espantan por su barbarie los tormentos que preparaban al asesino”.
San Ángel, noviembre de 1847
            “No pude soportar vivir en México, y me vine a este pueblo, con tía Angelita, a quien sabes considero como a mi segunda madre.
            “Mi tránsito a San Ángel fue entre familias de gente que se guareció como pudo, en jacales, ranchos y rancherías, cadáveres insepultos, caballos muertos, carros rotos, gente llorando errante, despojos, sangre y todos los rastros de la destrucción y de la muerte.
            “La casa del Sr. Mora, en San Ángel, se había convertido en hospital de sangre, y allí a los Dres. Gabino Barreda y Juan N. Navarro atendiendo con suma diligencia y caridad a los heridos.
            “A la entrada de los americanos a San Ángel, las generosas señoras de la familia, quisieron ocultar a los heridos, e instaron, tijera en mano, porque los doctores se tuzaran los bigotes; pero éstos se resistieron y desafiaron frente a frente el peligro. Los americanos dispensaron todo género de atenciones a médicos y a heridos, lo que da alto mérito a su civilización y humanidad.
            “Lo que ha dejado en mí, profundísima impresión de los prisioneros irlandeses de San Patricio.(7) Como sabes, esos infelices pertenecían al ejército americano, y fueron en mucha Parte seducidos por la influencia religiosa, porque todos eran cristianos, y por los escritos de Luís Martínez de Castro, dirigido por los Sres. D. Fernando Ramírez y Baranda. Los de San Patricio se habían creado vivísimas simpatías por su conducta irreprochable y por el valor y entusiasmo con que defendían nuestra causa.


7. San Patricio, batallón de irlandeses por el Santo Patrono de Irlanda, cuyos soldados se afiliaron en 1846 en el ejército norteamericano. Al iniciarse a la guerra contra México, desertaron para unirse al ejército mexicano convencidos de que era una guerra de conquista. Combatieron con singular valor en la batalla de La Angostura hasta Chapultepec. Resistieron en Churubusco como la única fuerza dotada de parque, al enviar Santa Anna, en otra de sus tropelías de traidor, otros de calibre diferente al de la mayoría de los defensores. El Congreso de los Estados Unidos decretó la pena de muerte, salvándose su capitán John O´Reilly con otros soldados por desertar. A la mayoría del batallón se les marcó con una D en la cadera, azotándolos 50 veces en la espalda. Fueron ahorcados, sucesivamente en Mixcoac y en Tacubaya. En la Plaza de San Jacinto y en el Museo de las Intervenciones de Churubsco, están los nombres de esos héroes casi olvidados. En su bandera, al reverso de la imagen de San Patricio, llevaban grabado el escudo de México.

Parte seducidos por la influencia religiosa, porque todos eran cristianos, y por los escritos de Luís Martínez de Castro, dirigido por los Sres. D. Fernando Ramírez y Baranda. Los de San Patricio se habían creado vivísimas simpatías por su conducta irreprochable y por el valor y entusiasmo con que defendían nuestra causa.
            “A la noticia de la ejecución de los irlandeses, cundió la alarma, se movieron todo género de resortes, se aprontó dinero y se pusieron en juego todo género de influencias. Por último, las señoras más distinguidas y respetables, hicieron una exposición sentidísima a Scott, pidiendo la vida de sus prisioneros.
            “Nadie se arriesgaba a llevar la solicitud al General en Jefe americano, por la manera cruel con que había tratado a los portadores de semejantes pretensiones, pero un fraile Fr… ofreció llevar el escrito y abogar hasta el último trance por aquellas víctimas, fuesen los peligros que fuesen. Ni ruegos, ni lágrimas, ni respetos humanos fueron capaces de ablandar aquel corazón de hiena, y se dispuso fuese llevada la orden terrible de muerte a puro efecto.
            “Detrás de la Plaza de San Jacinto, a la espalda de las casas que se ven al oriente, se pusieron de trecho en trecho y se macizaron gruesos vigones con trabas gruesas, tendidas horizontalmente en la parte superior, colgando otras reatas verticales de espacio en espacio. Los prisioneros fueron puestos en carros distribuidos según los claros de las vigas; a cierta distancia, entre gritos y chasquidos de látigos ataron con soga corrediza el extremo de los lazos colgantes al cuello de los prisioneros… y en medio de gritos hicieron correr a los caballos que tiraban de los carros, quedando balanceándose en los aires entre horribles convulsiones y muestras de dolor aquellos defensores de nuestra patria…
            “Por supuesto que la agonía de aquellos mártires duró mucho tiempo… Los cuerpos de las víctimas fueron sepultados en florido pueblecito de Tlaquepaque, situado entre Mixcoac y San Ángel.

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Creo conveniente cerrar aquí el paréntesis que anuncié, porque me esperan impacientes de ver la luz, mis recuerdos a la llegada a Querétaro, en donde acababa de instalarse el Gobierno, presidido por el Sr. D. Manuel de la Peña y Peña, Vicepresidente de la República, según la ley, como Presidente de la Suprema Corte de Justicia.
            Formaban su  Ministerio: Lic. D. Luís de la Rosa, encargado de las Secretarías de Hacienda y Relaciones Exteriores; Gral. D. Ignacio Mora y Villamil, el Ministerio de la Guerra, y no recuerdo al Ministro de Justicia.
            Fungía Zarco, que había sido hasta entonces escribiente oficial muy secundario del Ministerio de Relaciones, y yo despachaba, como oficial menor de Hacienda, la Secretaría del ramo, aunque por ser diputado y no estar reunido el Congreso para pedir la licencia, no tenía título oficial.

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Al descender la pedregosa y precipitada Cuesta China la caudalosa corriente humana que había salido de México, y destacarse bajo tendidos horizontales, cercada de empinadas serranías y dominando verdes llanuras, el inesperado contrasentido de carruajes y caballos; trajes cortesanos, sombrillas, toldos, sorbetes y accesorios de lujo, confundiendo colores, equivocando conjeturas, provocando enigmas y patentizando dolores, no puede describirse.
            Próceres y sirvientes, empleados y vagos, pizpiretas alegres y madres de familia agobiadas con el niño que llevaban en brazos, la maleta y el plumero, el anafre para improvisar comida, y la guitarra, como esperanza muda de futuro solaz.
            Allegados al inmenso desbordamiento, y matizando su colorido de un modo especial, marchaba en dispersión y como ganado trashumante enjambre de mendigos, vendedores de tortillas, bizcochos, frutas, etc., aparecidos de a pie y a caballo, y de indios que parecían brotar de entre la jarilla, las quiebras del terreno y las peñas.
            Así penetramos a Querétaro, y las vertientes de aquella inundación se arremolinaban en las plazas, se escurrían por callejones y vericuetos, y estancaban en los suburbios de la ciudad, que conmovida y como convulsa de sorpresa, abría los brazos hospitalarios a los huéspedes, y encendía el tráfico y el ruido hasta sus últimos rincones.
            Los mesones, las casas particulares, las accesorias y las chozas, hervían en forasteros, y viendo que muchos quedaban sin abrigo, se dispuso de los conventos, aquellos santos retiros entraron, es un decir al jolgorio y al trato mundano.
            El Gobernador, alto, pálido, ceremonioso y seco, con sus ínfulas políticas y de mayordomo de monjas, procuró local para las habitaciones del Presidente y Ministros, y también para oficinas y cuarteles. La Casa de Diligencias, entonces perfectamente servida y atendida, fue el centro de las personas visibles y acomodadas, como Godoy, Muñoz Ledo, Cardoso, etc. Otros próceres, con fama de rigurosamente económicos o de corta fortuna, ocuparon el Carmen, marcándose entre los primeros Lacunza y Lafragua, y siendo de los segundos, Comonfort, Talavera y algún otro.
            Los ricos de Querétaro hospedaron en sus casas a sus amigos de México, y los palacios, que así pudieran llamarse, de D. Cayetano Rubio, Figueroa, Samaniego, Domínguez, etc., se declararon en festín perpetuo, obsequiando a los huéspedes.
            Fondas y bodegones, puestos de comistrajo y chimoleras, se multiplicaron en las plazas de arriba y abajo, calles centrales y camino de tierra adentro.
            Los pollos cortesanos, fingiéndose turistas, aguerridos, valentones y campestres; las pollitas escrupulosas y asustadizas, con los modales de los payos, la burla de las encogidas queretanas, el tono del potentado labriego, la insolencia del fraile, molesto con la presencia de los irrespetuosos libertinos; la infinita variedad de trajes que formaban mosaicos caprichosos; la manta y el cuero, el huipil y la manteleta; el sombrero de petate y el sorbete; el pito y el tamboril del músico silvestre, la jaranita y el bandolón; el voceo del carcamanero y que quejumbroso grito de los tamales cernidos, todo formaba un conjunto sólo para ser visto.
            Por la naturaleza de las cosas se formaron dos agrupaciones políticas, exageradas sin ser hostiles; pero en agitación continua.
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Prieto, Guillermo, Memorias de mis Tiempos, México, Editorial Patria, S.A., Colección México en el siglo XX, 1948, Tomo segundo. 1840 a 1853, pp. 162-179.

Prieto, Guillermo, “Chapultepec y la ocupación de México” en Intervenciones extranjeras, Lecturas nacionales IV, Puebla, Gobierno del Estado de Puebla, 1995.


           


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