MÉXICO,
INTERVENCIONES EXTRANJERAS
CHAPULTEPEC
Y LA OCUPACIÓN
DE
MÉXICO
La
víspera del bombardeo de Chapultepec, tuve motivo de recorrer los puntos ya
ocupados por los enemigos, como preliminares del asalto y toma de llamada
fortaleza. En los molinos de trigo y de pólvora hormigueaban las fuerzas de
Pillow,1
ciñendo a poca distancia la parte
1. Pillow, General, jefe de una de las tres brigadas de
voluntarios, formada por la batería de Stepetoe y de los regimientos 1º y
2º. de Tennessee y el 1º de
Pennsylvania.
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occidental del cerro. Al sur se
destacaba formidable artillería, y se veían escalones para trepar la cerca y
descender como en trampolines al interior, y mucha fuerza en la hacienda de la
Condesa, al frente de un hornabeque, defendido por soldados mexicanos.
En la puerta del Bosque, que
daba a la Calzada, estaba el Gral. Santa Anna con su numerosa comitiva de
ayudantes, jefes, oficiales y cuantos se acercaban a pedir instrucción y
recibir sus órdenes.
A mi regreso de los puntos que acabo de describir, hablé
con el coronel Juan Cano,2
2. Juan Cano y Cano (1815-1847). Fue un notable ingeniero militar
con estudios, desde muy joven, en Nueva York y en París. Víctima de la
insidia traidora de Santa Anna, defendió Chapultepec, donde cayó en los
momentos en que también caía el asta de la bandera del Castillo.
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uno de los que después fue
heroico en aquel asalto en que perdió la vida. Cano era un hombre de treinta
años, su cabeza germánica, yucateca, pálido, catirredondo, de unos ojos
penetrantes y alegres: una boca llena de chiste y risa. Estatura regular,
rechoncho y listo de movimientos. Su trato era fácil, cortés y franco; le
mortificaba la farsa y la ceremonia. Aquel hombre que a primera vista hubiera
pasado por un colegial alegre o tertuliano de buen humor; aquel, afectísimo a
comer al aire libre y a las bromas de buena sociedad, era reflexivo y muy
estudioso; la exactitud misma, en el cumplimiento y el más respetable por lo
caballeroso y decente, llamaba a sus amigos, como signo de confianza,
badulaque, y sólo cuando lo requería su obligación, daba a conocer sus vastos
conocimientos militares y el aprovechamiento de sus brillantes estudios hechos
en París.
El Sr. Quintana Roo,3 su tío,
le inspiró sus excelentes estudios en literatura, y a mí
3. Andrés Quintana Roo (1787-1851). Nació en Mérida, Yucatán.
Insurgente y director del Semanario
Patriótico Americano y del Ilustrador
Americano. Presidente del Constituyente de 1813. Subsecretario de
Relaciones con Iturbide, cargo al que renunció por discrepar de su “imperio”.
Desde su periódico El Federalista
censuró al gobierno de Anastasio Bustamante por el asesinato de Guerrero.
Poeta, se reconoce por su oda Dieciséis
de septiembre.
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me encantaba cuando en sus
ratos de solaz, me traducía elegantemente a Tácito y se deleitaba con Virgilio.
Yo tuve ocasión de conocer la rara energía del carácter de Cano, por un grave
disgusto que estalló entre él y los Grales. Tornel y Santa Anna.
Abandonado, como se sabe, el
Gral. Bravo,4 víctima de la envidia y de los caprichos de
Santa Anna, dejó mal defendida la parte alta del cerro. El Sr. Cano le mandó
pedir cañones.
4. Nicolás Bravo (1786-1854). Nació y murió n Chilpancingo,
Guerrero. Insurgente, combatió en el ejército de Morelos. Comandante militar
de Veracruz, al saber el fusilamiento de su padre por los realistas indultó a
300 prisioneros. Miembro del triunvirato que antecedió a Iturbide y
nuevamente en el que convocó a la elección de Guadalupe Victoria, primer
presidente de México. Luchó contra Guerrero por la asonada que lo llevó al
poder. Después de la campaña de Texas, se retiró. De octubre de 1842 a marzo
de 1843, sustituyó a Santa Anna en la presidencia. Prisionero en Chapultepec;
después, Comandante en Puebla.
Santa Anna le mandó al Gral.
Tornel,5
y
a otro general no facultativo; pero igualmente de lengua fácil. Cano no logró
hacerse comprender, y cuando se retiraron los generales, dijo en tono
sarcástico:
-Yo pedí al general, cañones, y me mandó faroles…
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Lo supo Santa Anna; llamó a
Cano para reconvenirle, y éste, con sumo respeto, pero con energía, le echó en
cara su conducta indigna y poco patriótica en aquellas circunstancias.
Cano murió, dando ejemplo de valor sublime, alentando,
sereno y grandioso, a los que quedaban defendiendo a la patria, en la parte
alta del cerro. Allí murió también el Gral. Pérez, hombre modestísimo, que
ejecutaba casi desapercibido actos de valor y abnegación, que por silenciosos
no ha podido encarecer la Historia.
Como he dicho, yo estaba en la puerta del Bosque cerca
del Gral. Santa Anna; pero éste, afrontando los fuegos a pecho descubierto, y
nosotros guarecidos por la casa del guardabosque. Por esta razón he podido
rectificar que en el llamado jardín botánico había familias de alumnos, cuyos
clamores y angustia difundían el espanto; puedo asegurar que lo más reñido del
combate fue donde ahora se encuentra el monumento, y que la muerte de Xicoténcatl,6 excelso,
y de sus ínclitos soldados, fue un tanto fuera de la tapia y cercano a donde
está hoy el edificio con la maquinaria para la conducción del agua.
6. Felipe Santiago Xicoténcatl (1805-1848). Militar. Nació en Tlaxcala.
Murió en Chapultepec, en la falda del cerro, al mando del Batallón de San
Blas en la heroica resistencia previa al asalto del Castillo.
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A propósito de los soldados de Xicoténcatl, no olvidaré
en mi vida un episodio que se impuso, trágico y sublime a mi corazón de joven.
Habían muerto como leones, Xicoténcatl y sus soldados. El Gral. Santa Anna
seguía con ansiedad las peripecias de aquel encuentro formidable. De pronto vio
venir hacia la puerta a un soldado de Xicoténcatl; le pareció un desertor, un
cobarde; el soldado daba pasos largos y precipitados; estaba pálido y brillaban
sus ojos como llamas.
-¡Bribón! ¡Cobarde!, le gritó Santa Anna, ¿Dónde está su
coronel?
El soldado hizo alto; vio a Santa Anna; sin decir
palabra, rodaron dos lágrimas de sus ojos; quitó la mano de sobre su pecho
despedazado por las balas, y cayó muerto frente al General.
******
No asistí, ni puedo dar cuenta
de lo ocurrido en los diversos puntos en que se empeñó el combate,
particularmente del lado del sur y suroeste. La posición que yo ocupaba, me
permitía oír los partes que daban al Sr. Santa Anna, el retumbar de los
cañones; redoblar las descargas de infantería; los gritos de los soldados, los
ayes de los heridos, el desgajarse con estruendo las ramas de los árboles y el
trajín de los que acudían a diversos puntos con parque y con camillas.
Santa Anna estaba entero y valiente, queriendo atenderlo
todo, no atinando; pero dando ejemplo de valor a sus soldados.
Y mi bosque, mi encanto, nido de mi infancia, mi recreo
de joven, mi templo de hombre.
Terminado el combate, como si rodaran repentinas las
penas, que contenían un torrente, nuestras tropas revueltas, hirvientes, se
precipitaron por las calzadas de la Verónica y de Belén, en un tumulto, en un
atropello, en una gritería y confusión tales, que es más fácil imaginar que
describir.
Apenas recuerdo ese espantoso remolino de hombres, armas,
caballos, el capitán Traconis, con su cabeza rizada y sus ojos frenéticos al
lado de Barreiro, a quien llamábamos el gachupín,
por su modo de hablar; a Comonfort, sereno; a García Torres y a D. Antonio Haro
al lado de Santa Anna, comportándose con bizarría a todo elogio.
Santa Anna pensó acudir a la garita de San Cosme; pero
ese punto lo cuidaba el Gral. Rangel. Era un hombre rubio, esforzado, de
algunos conocimientos científicos. No pudiendo en la juventud seguir sus
estudios, se hizo impresor en la imprenta de Palacio (situada entonces donde
ahora están las caballerizas, contigua a la entrada al jardín, en aquel tiempo
jardín botánico a cargo de D. Miguel Bustamante); allí le conoció el Señor
Tornel, quien le expidió un despacho de oficial y lo alentó en su carrera.
Se dirigió a la garita de Belén, Santa Anna, le parecía
abandonada por el Gral. Terrés, y allí le ultrajó y le cruzo la cara con su
fuete.
Carrasco, en la fuente de Bucareli, hizo prodigios de
valor, así como Béistegui, oficial del Batallón Victoria, fue asombro de
intrepidez en una batería de Belén de las Mochas, hoy cárcel de Belén. La tropa,
la ciudad, las familias que emigraban, los trenes de guerra y las acémilas, las
camillas de ambulancia, la gente vagabunda, todo presentaba la imagen del caos.
Santa Anna había renunciado a la Presidencia; le había
sustituido el Sr. Peña y Peña, quien nos dijeron que estaba en Toluca, de paso
para Querétaro, y que allí se reuniría el Congreso. Muchos diputados, y yo
entre ellos, esperamos el resultado de una Junta de Guerra, citada por Santa
Anna, a las oraciones de esa noche en la Ciudadela, y en cuya junta debía
decidirse si se defendía o se abandonaba la ciudad. A la junta concurrieron:
como Presidente, el Sr. Santa Anna, el Sr. D. Lino Alcorta, Ministro de la
Guerra, los Grales. Pérez, Carrera y Betancourt y el Sr. Olaguíbel, Gobernador
del Estado de México.
Ya se sabe que semejantes juntas, por regla general son
comedias; se hace siempre lo que quiere el Jefe, y el Jefe quería evacuar la
Ciudad, a pesar de las juiciosas y patrióticas observaciones del Sr. Olaguíbel.
Sin atender a consideración alguna, ni disponer nada, Santa Anna pernoctó esa
noche en Guadalupe, a donde le llevó en su coche D. Ignacio Trigueros. El resto
de nuestras fuerzas tomaban el 14 el camino de Querétaro, al mando del Gral.
Herrera.
Quiero aquí interrumpir mi narración, abriendo un extenso
paréntesis, para aprovechar las varias cartas que recibí entonces sobre la
entrada de los americanos a la capital, y que a mi juicio dan idea de aquella
época de un modo no considerado hasta ahora por ningún cronista, con la
extensión debida.
Abramos el paréntesis y no olviden mis lectores que
quedamos en marcha para Querétaro.
1847.
“Guillermo querido:
“Noche horrible la del 13; la ciudad estaba completamente
a obscuras, se escuchaban tiros en todas direcciones y reventaron tres o cuatro
bombas que difundieron terror.
“Al amanecer el 14, comenzaron a entrar las tropas, las
gentes aparecían en las azoteas y en las bocacalles, curiosas, amenazadoras y
rugientes.
“Ya recordarás que Tornel había dispuesto que
desempedraran las calles y se amontonaran las piedras en las azoteas, y esto
favorecía las intenciones del pueblo, de hostilizar a los invasores.
“Las fuerzas comenzaron a entrar de un modo regular,
entre siete y ocho de la mañana.
“Yo sólo vi a tres de los principales jefes, Pillow,
alto, seco, mal encarado, y Twis, viejo, fornido, cano, con unos ojos sirgos de
malísimo efecto. Scott, alto, gallardo, entrecano, de buena presencia.
“La fuerza d línea, con sus uniformes azules y sus
cachuchas, aunque en marcha desgarbada y bausana, no llamó la atención; pero
los voluntarios, que eran muchos, formaban una mascarada tumultuosa, indecente,
sobre toda ponderación. Muchos habían hecho como a modo de paletó, con sarapes
y jorongos; otros calzaban botas enormes sobre pantalones despedazados y, en
materia de tocado, eran sombreros incontenibles, indescifrables de arrugas,
depresiones, alas caídas, grasa y agujeros.
“Estos demonios de cabellos encendidos, no rubios, sino
casi rojos, caras abotagadas, narices como ascuas, marchaban como manada,
corriendo, atropellándose y llevando sus fusiles como se les daba la gana.
“A la retaguardia caminaban una especie de galeras con
ruedas, con abovedados techos de lona, llenos de víveres y de soldaderas
ebrias, lo más repugnante del mundo.
Lo más notable en esa entrada, fue la entrega de la
ciudad por el Presidente del Ayuntamiento, el Sr. Lic. Zaldívar, al Sr. Scott;
esa entrega fue acompañada por una arenga, tan digna, tan levantada y tan
patriótica, que servirá de título de honor a aquel teniente que supo en
circunstancias tan desgraciadas, defender los derechos de México.
“Un motivo o pretexto cualquiera, que ni es fácil ni
preciso adivinar, encendió los ánimos, cundió rápido el fuego de la rebelión, y
en momentos invadió, quemó y arrolló cuanto se encontraba a su paso,
desbordándose el motín en todo su tempestuoso acompañamiento de destrucción.
“Llovían piedras y ladrillazos de las azoteas, los
léperos animaban a los que se les acercaban, en las bocacalles provocaban y
atraían a los soldados que se dispersaban. Aquellos negros, aquellos ebrios
gritaban y se lanzaban como fieras sobre mujeres y niños, matándolos,
arrastrándolos: ¡aquello era horrible!
“Se calculan en quince mil hombres los que sin armas,
desordenados y frenéticos, se lanzaron contra los invasores, que realmente como
que tomaban posesión de un aduar de salvajes.
“Por todas partes heridos y muertos, donde quieran riñas
sangrientas, castigos espantosos.
“Vagaban como manadas, hacían fuego donde primero
querían. Su manera de comer es increíble.
“Cuecen perones en el café que beben, le untan a la
sandía mantequilla y revuelven jitomates, granos de maíz y miel, mascando y
sonando las quijadas como unos animales.
“Al principio, estuvieron cerradas las iglesias, después
abrían un postigo, y el sacristán, porque no sonaron campanas, daba aviso de la
hora de las misas. Abiertas después las iglesias, los yankees se metían en
ellas con sombreros puestos y elegían de preferencia los confesionarios para
dormir y roncar como unos lirones.
“Se repartieron en muchas casas alojados que las
trastornaban de arriba abajo. En los balcones se veían hileras de patas de los
yankees que allí se solazaban.
“México es un inmenso muladar, por todas partes hay
montones de basuras y perros que cosechan suciedades.
“Estos voluntarios son brutos sobre toda ponderación: un
pelotón de éstos se posesionó de la portería de Santa Clara, se encerró a
piedra y lodo, arrancó tablas a montón, vigas, hizo fuego y se acostaron a
dormir. Al día siguiente, sacaron muertos a aquellos bárbaros.
Tu N.
(Otra carta)
“Pillow, es alto, seco, apergaminado, muy serio; anda a
caballo con su paraguas abierto. Twis
(Twiggs, General jefe de una de las dos brigadas de la división de
Regulares), es cuadrado, chato, con cara de mastín feroz, embestía contra los
paisanos con la espada y mató a algunos.
“Los oficiales andan en la calle llevando en la mano, a
guisa de bastones, unos espadines muy delgados; con ellos ensartan al primero
que les choca, con una sangre fría que espanta.
“Los extranjeros guardan reserva; algunos, así como
señalados mexicanos, han puesto banderas en sus casas, en señal de paz.
“El bajo pueblo no aminora su odio a los yankees, hasta
ahora, ni con ver que le brindan con dinero, ni que comparta con la plebe de
sus abundantes víveres.
“Lo dicho no es una exageración; el maíz se conducía en
carros, que dejaban regueros de grano en su tránsito, que se agolpaba a recoger
la multitud, sin que nadie les dijese palabra de reconvención; de manera que al
cabo del tiempo, se amoldaban las gentes a la situación, con alarma de los
patriotas. De la carne y del pan también se hacían repartos.
“Las mujeres les son en lo general hostiles; pero en mi
juicio, las prevenciones se fomentan por la cuestión religiosa, por su desacato
a los sacerdotes y los templos; otro carácter tendrían muchos si los yankess
fueran gazmoños y se fingieran creyentes.
“La buna sociedad de México no ha dado entrada ni a jefes
ni a oficiales, y una casa del Sr. A., en que se han admitido visitas de
yankees, es censurada acremente, y está como excomulgada.
“Hace algunos días unos cuantos lanceros se aparecieron
en son de guerra por el rumbo de Santa María. Al momento se dispuso una fuerza
con dos piececitas de montaña para batirlos. Los dragones arrojadísimos,
rechazaron la fuerza, y los yankees corrieron como gamos a refugiarse en el
Colegio Militar. Dos dragones seguían a la tropa desbandada. Lances por el
estilo producían enojo y rencor contra Santa Anna, que dejó al pueblo agotar su
bravura en esfuerzos estériles.
“Con motivo del temblor habido en estos días, tuve
ocasión de ver el espanto que produjo en estas gentes.
“La casa del Director del Colegio, Sr. Tornel, está
convertida en hospital; allí, entre otros, se cura el oficial que primero plantó
en Chapultepec la bandera americana, y que salió gravemente herido.
“Al sentirse el temblor, sacaron a ese oficial al balcón,
allí le tendieron la cama y allí lo han tenido a los cuatro vientos, hecho un
santo entierro.
“Las ocurrencias que pasan con motivo del idioma, son
muchas; pero yo, por ahora, quiero referirme a una para cerrar mi carta.
“Estaba yo de charla en la botica del Reloj, cuando entró
en ella un yankee, burdo y jayán, con su cara de sol y su facha grosera y
desgobernada. Pidió soda wáter, y yo
de intruso y de patriota, le dije al boticario, chanceando:
-Póngale, si puede, polvos para que reviente; refresco de
estricnina le daría yo, de mil amores.
“El yankee bebió su soda, la pagó, limpió los labios, y
en un castellano pulcro y correcto, como el de Jovellanos, me dijo:
-¿Por qué quiere Ud. que me envenenen, caballero? ¿Qué
mal le he hecho a Ud.?...
“El buen boticario, mi amigo, no sé cómo me sacó de
aquella situación.
“Recibe expresiones, etc.
M.Z.G.
(Otra carta)
“Ya te he dicho que estos
yankees ocuparon México como país conquistado, como aduar de salvajes, comiendo
y haciendo sus necesidades en las calles, convirtiéndolas en caballerizas, y
haciendo fogatas contra las paredes, lo mismo en el interior del Palacio, que
de los templos.
“En las casas de los alojados se cometieron mil
atropellos. Pero donde hubiera podido formarse idea de estos comanches blancos y su cultura, es en
sus bailes, haciéndose notables, entre todos, los de la Bella Unión. Allí
lucían, como no es posible explicar, las margaritas, así bautizadas por los
yankees las mujeres perdidas, que se multiplicaron, porque sus favorecedores
regaban para ellas el dinero. Todo era en aquel salón, chillante, intenso,
febril. Sus vivísimos hombres desmelenados, con las levitas y chalecos
desabotonados, mujeres casi desnudas; todo lo que tiene de más repugnante la
embriaguez, de más asqueroso la mujer desenvuelta, de más repelente el grito y
la carcajada de orgía, se veía allí presentando un conjunto de degradación que
habría podido servir para sonrojo del salvaje y de la bestia, y dejó a la
sombra mucho de este cuadro, porque aunque ésta sea carta íntima, así lo exige
la decencia.
“Punto menos que estos bailes, eran las escenas
representadas en los juegos que también se entregaban con frenesí. El dinero y
el maíz parece que son para estos caribes los medios de seducción de nuestra
plebe, y que mucho consiguen. Pagan francamente lo que compran y gratifican con
largueza a los que les sirven. El bajo pueblo y los indios han aprendido
maravillosamente el sistema decimal y el daime
les es tan familiar como el tlaco.
“Al
transitar los carros de maíz de la tropa, va dejando en el suelo espeso reguero
de grano que recogen los pobres, sin que nadie los moleste, y esto hace que en
mucho, entre el bajo pueblo disminuyan los odios, que se concentran y
recrudecen entre la clase media y la rica.- Tuyo, etc.
M.M.Z.
(Otra carta)
“Nada me irrita más, ni me enloquece de ira, que los
azotes.
“Para la primera ejecución, se tomaron muy serias
precauciones y, sin embargo, no pudo verificarse por la actitud resuelta y
amenazadora del pueblo. El cuadro de tropa que formó en la plaza, se deshizo,
emplazándose la ejecución para el día siguiente.
“Ese día, que fue el 8 de noviembre, se verificó la
ejecución. Cubriendo las avenidas de la plaza por la Monterilla y Plateros,
como mil quinientos hombres, contando algunos trozos de caballería. Las
víctimas eran tres: un tal Flores y otros dos cuyos nombres no me acuerdo.
Fijaron en el centro de la plaza tres barras de hierro, del alto de tres varas,
con palos atravesados haciendo tres cruces. En ellas colocaron a los acusados
que descansaban en el suelo con los brazos abiertos sobre los palos, como
crucificados, desnudos totalmente de medio cuerpo para arriba. A una señal
comenzó la ejecución.
“Es de advertir que el chicote, instrumento de la
ejecución, era de esos chirriones de goma, gruesos en el puño y corriendo en
disminución al descender, de suerte que a la vibración o sacudida, se
centuplica la fuerza de un modo espantoso, y el extremo o pajuela se convierte
en un instrumento que se hunde y raja como si fuera acero. Los azotes los
aplicó un verdugo. A los primeros azotes fueron aullidos desesperados los de
Flores, después ronquidos sordos, al último… aquellas espaldas eran una torta
informe que se deshacía en sangre… al acabar, cayó el ajusticiado sin sentido,
y el terror y furia hacían espantoso el silencio. Los otros dos fueron ejecutados
como Flores, y así se martirizaron a muchos mexicanos.
“Al yankee que
quiso izar la bandera de Palacio, el día de la entrada de los americanos, le
mataron de un balazo, pero por más esfuerzos que hizo la policía, no pudo
averiguar quién fue el matador. Pero espantan por su barbarie los tormentos que
preparaban al asesino”.
San Ángel, noviembre de
1847
“No pude soportar vivir en México, y me vine a este
pueblo, con tía Angelita, a quien sabes considero como a mi segunda madre.
“Mi tránsito a San Ángel fue entre familias de gente que
se guareció como pudo, en jacales, ranchos y rancherías, cadáveres insepultos,
caballos muertos, carros rotos, gente llorando errante, despojos, sangre y
todos los rastros de la destrucción y de la muerte.
“La casa del Sr. Mora, en San Ángel, se había convertido
en hospital de sangre, y allí a los Dres. Gabino Barreda y Juan N. Navarro
atendiendo con suma diligencia y caridad a los heridos.
“A la entrada de los americanos a San Ángel, las
generosas señoras de la familia, quisieron ocultar a los heridos, e instaron,
tijera en mano, porque los doctores se tuzaran los bigotes; pero éstos se
resistieron y desafiaron frente a frente el peligro. Los americanos dispensaron
todo género de atenciones a médicos y a heridos, lo que da alto mérito a su
civilización y humanidad.
“Lo que ha dejado en mí, profundísima impresión de los
prisioneros irlandeses de San Patricio.(7) Como
sabes, esos infelices pertenecían al ejército americano, y fueron en mucha Parte seducidos por la
influencia religiosa, porque todos eran cristianos, y por los escritos de Luís
Martínez de Castro, dirigido por los Sres. D. Fernando Ramírez y Baranda. Los
de San Patricio se habían creado vivísimas simpatías por su conducta
irreprochable y por el valor y entusiasmo con que defendían nuestra causa.
7.
San Patricio, batallón de irlandeses por el Santo Patrono de Irlanda, cuyos
soldados se afiliaron en 1846 en el ejército norteamericano. Al iniciarse a
la guerra contra México, desertaron para unirse al ejército mexicano
convencidos de que era una guerra de conquista. Combatieron con singular
valor en la batalla de La Angostura hasta Chapultepec. Resistieron en
Churubusco como la única fuerza dotada de parque, al enviar Santa Anna, en
otra de sus tropelías de traidor, otros de calibre diferente al de la mayoría
de los defensores. El Congreso de los Estados Unidos decretó la pena de
muerte, salvándose su capitán John O´Reilly con otros soldados por desertar.
A la mayoría del batallón se les marcó con una D en la cadera, azotándolos 50
veces en la espalda. Fueron ahorcados, sucesivamente en Mixcoac y en
Tacubaya. En la Plaza de San Jacinto y en el Museo de las Intervenciones de
Churubsco, están los nombres de esos héroes casi olvidados. En su bandera, al
reverso de la imagen de San Patricio, llevaban grabado el escudo de México.
Parte seducidos por la
influencia religiosa, porque todos eran cristianos, y por los escritos de Luís
Martínez de Castro, dirigido por los Sres. D. Fernando Ramírez y Baranda. Los
de San Patricio se habían creado vivísimas simpatías por su conducta
irreprochable y por el valor y entusiasmo con que defendían nuestra causa.
“A la noticia de la ejecución de los irlandeses, cundió
la alarma, se movieron todo género de resortes, se aprontó dinero y se pusieron
en juego todo género de influencias. Por último, las señoras más distinguidas y
respetables, hicieron una exposición sentidísima a Scott, pidiendo la vida de
sus prisioneros.
“Nadie se arriesgaba a llevar la solicitud al General en
Jefe americano, por la manera cruel con que había tratado a los portadores de
semejantes pretensiones, pero un fraile Fr… ofreció llevar el escrito y abogar
hasta el último trance por aquellas víctimas, fuesen los peligros que fuesen.
Ni ruegos, ni lágrimas, ni respetos humanos fueron capaces de ablandar aquel
corazón de hiena, y se dispuso fuese llevada la orden terrible de muerte a puro
efecto.
“Detrás de la Plaza de San Jacinto, a la espalda de las
casas que se ven al oriente, se pusieron de trecho en trecho y se macizaron
gruesos vigones con trabas gruesas, tendidas horizontalmente en la parte
superior, colgando otras reatas verticales de espacio en espacio. Los
prisioneros fueron puestos en carros distribuidos según los claros de las
vigas; a cierta distancia, entre gritos y chasquidos de látigos ataron con soga
corrediza el extremo de los lazos colgantes al cuello de los prisioneros… y en
medio de gritos hicieron correr a los caballos que tiraban de los carros,
quedando balanceándose en los aires entre horribles convulsiones y muestras de
dolor aquellos defensores de nuestra patria…
“Por supuesto que la agonía de aquellos mártires duró
mucho tiempo… Los cuerpos de las víctimas fueron sepultados en florido
pueblecito de Tlaquepaque, situado entre Mixcoac y San Ángel.
******
Creo conveniente cerrar aquí el
paréntesis que anuncié, porque me esperan impacientes de ver la luz, mis
recuerdos a la llegada a Querétaro, en donde acababa de instalarse el Gobierno,
presidido por el Sr. D. Manuel de la Peña y Peña, Vicepresidente de la
República, según la ley, como Presidente de la Suprema Corte de Justicia.
Formaban su
Ministerio: Lic. D. Luís de la Rosa, encargado de las Secretarías de
Hacienda y Relaciones Exteriores; Gral. D. Ignacio Mora y Villamil, el
Ministerio de la Guerra, y no recuerdo al Ministro de Justicia.
Fungía Zarco, que había sido hasta entonces escribiente
oficial muy secundario del Ministerio de Relaciones, y yo despachaba, como
oficial menor de Hacienda, la Secretaría del ramo, aunque por ser diputado y no
estar reunido el Congreso para pedir la licencia, no tenía título oficial.
******
Al descender la pedregosa y
precipitada Cuesta China la caudalosa
corriente humana que había salido de México, y destacarse bajo tendidos
horizontales, cercada de empinadas serranías y dominando verdes llanuras, el
inesperado contrasentido de carruajes y caballos; trajes cortesanos,
sombrillas, toldos, sorbetes y accesorios de lujo, confundiendo colores,
equivocando conjeturas, provocando enigmas y patentizando dolores, no puede
describirse.
Próceres y sirvientes, empleados y vagos, pizpiretas
alegres y madres de familia agobiadas con el niño que llevaban en brazos, la
maleta y el plumero, el anafre para improvisar comida, y la guitarra, como
esperanza muda de futuro solaz.
Allegados al inmenso desbordamiento, y matizando su
colorido de un modo especial, marchaba en dispersión y como ganado trashumante
enjambre de mendigos, vendedores de tortillas, bizcochos, frutas, etc.,
aparecidos de a pie y a caballo, y de indios que parecían brotar de entre la
jarilla, las quiebras del terreno y las peñas.
Así penetramos a Querétaro, y las vertientes de aquella
inundación se arremolinaban en las plazas, se escurrían por callejones y
vericuetos, y estancaban en los suburbios de la ciudad, que conmovida y como
convulsa de sorpresa, abría los brazos hospitalarios a los huéspedes, y
encendía el tráfico y el ruido hasta sus últimos rincones.
Los mesones, las casas particulares, las accesorias y las
chozas, hervían en forasteros, y viendo que muchos quedaban sin abrigo, se
dispuso de los conventos, aquellos santos retiros entraron, es un decir al
jolgorio y al trato mundano.
El Gobernador, alto, pálido, ceremonioso y seco, con sus
ínfulas políticas y de mayordomo de monjas, procuró local para las habitaciones
del Presidente y Ministros, y también para oficinas y cuarteles. La Casa de
Diligencias, entonces perfectamente servida y atendida, fue el centro de las
personas visibles y acomodadas, como Godoy, Muñoz Ledo, Cardoso, etc. Otros
próceres, con fama de rigurosamente económicos o de corta fortuna, ocuparon el
Carmen, marcándose entre los primeros Lacunza y Lafragua, y siendo de los
segundos, Comonfort, Talavera y algún otro.
Los ricos de Querétaro hospedaron en sus casas a sus
amigos de México, y los palacios, que así pudieran llamarse, de D. Cayetano
Rubio, Figueroa, Samaniego, Domínguez, etc., se declararon en festín perpetuo,
obsequiando a los huéspedes.
Fondas y bodegones, puestos de comistrajo y chimoleras,
se multiplicaron en las plazas de arriba y abajo, calles centrales y camino de
tierra adentro.
Los pollos cortesanos, fingiéndose turistas, aguerridos,
valentones y campestres; las pollitas escrupulosas y asustadizas, con los
modales de los payos, la burla de las
encogidas queretanas, el tono del potentado labriego, la insolencia del fraile,
molesto con la presencia de los irrespetuosos libertinos; la infinita variedad
de trajes que formaban mosaicos caprichosos; la manta y el cuero, el huipil y la manteleta; el sombrero de
petate y el sorbete; el pito y el tamboril del músico silvestre, la jaranita y
el bandolón; el voceo del carcamanero y que quejumbroso grito de los tamales
cernidos, todo formaba un conjunto sólo para ser visto.
Por la naturaleza de las cosas se formaron dos
agrupaciones políticas, exageradas sin ser hostiles; pero en agitación
continua.
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Prieto, Guillermo, Memorias de mis Tiempos, México,
Editorial Patria, S.A., Colección México en el siglo XX, 1948, Tomo segundo.
1840 a 1853, pp. 162-179.
Prieto, Guillermo, “Chapultepec
y la ocupación de México” en Intervenciones
extranjeras, Lecturas nacionales IV, Puebla, Gobierno del Estado de Puebla,
1995.
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