EL LIDERAZGO MILITAR EN LA CASTILLA DEL SIGLO XV*
El objetivo de este
artículo es analizar un aspecto descuidado por la historiografía española, el
liderazgo militar en la Castilla del siglo XV en el contexto europeo. La
documentación administrativa no resulta útil, manejaré como alternativa las
fuentes narrativas, con especial atención a las crónicas regias y particulares.
Organizaré la información en tres bloques temáticos relacionados con aspectos
culturales, sociales y puramente militares: la formación militar, el acceso a
los puestos de mando y su ejercicio. El examen demuestra que, a pesar de que
para las capitanías de frontera se tenía en cuenta la veteranía y la pericia,
los mecanismos de acceso al liderazgo estaban profundamente condicionados por
la estructura social, quedando los más relevantes reservados a la alta nobleza.
Las posibles disfunciones derivadas de un sistema militar que extrae a sus
líderes del escalafón más alto se intentan paliar mediante una formación
teórico-práctica que se emprende desde la niñez y que busca preparar a la
nobleza para la tarea de ejercer el caudillaje militar. Con todo, la ausencia
de una estructura de mando estable tenía un impacto directo en su ejercicio,
provocando que los líderes con experiencia se vieran reducidos a persuadir e
inspirar.
En 1449,
los habitantes de Requena y Utiel se apresuraron a defenderse de una cabalgada
aragonesa que había penetrado en sus tierras. Los castellanos situaron sus
fuerzas en un paso estrecho, cometiendo la imprudencia de abandonar la tierra
alta al enemigo. No fue el único error que los conquenses cometieron: sin
amedrentarse ante la evidente desventaja, atacaron el cerro en el que estaban
posicionados los aragoneses, resultando la contraofensiva un contundente
fracaso castellano. Las crónicas no dudan en culpar de la derrota al hecho de
que los aragoneses gozaban de «la buena ordenança de su capitán e de las
ventajas que tenían», mientras que los castellanos «yvan sin capitán que a
todos podiese mandar»(2) . Dieciséis años más
tarde, los castellanos que guarnecían Nodar salieron a correr cerca de la villa
portuguesa de Moura. Los portugueses, dirigidos por el almirante del reino,
salieron en su persecución. El líder luso intentó que los suyos atacaran
ordenados pero, excitados por la superioridad numérica, acometieron en desorden
y fueron derrotados por el hecho de que, según Diego de Valera, los castellanos
tenían «capitanes estrenuos» (3).
Ambos casos ejemplifican, aunque tal vez de manera extrema, la importancia de
que las huestes contaran con un líder militar que, además, debía ser efectivo,
capaz de controlar a los hombres y guiarlos hacia la victoria. Las Siete
Partidas (c. 1265) ya señalaban que, si no estaban bien acaudillados, muchos
podían ser desbaratados por pocos (4). Por tanto, como en todas las épocas
históricas, en el «cuatrocientos» castellano también se valoraba la necesidad
de un comandante eficaz y exitoso. La importancia del liderazgo emana con
claridad de las fuentes, pero contrasta con la escasa atención que la
historiografía moderna ha prestado a ese fenómeno.
En
general, el liderazgo militar en la Europa medieval ha sido poco estudiado y,
en tales ocasiones, se ha hecho de modo tangencial. De acuerdo con Lawrence W.
Marvin, el mando bélico en el «largo siglo XII» no ha sido tomado en
consideración debido a que se ha comparado con las edades antigua y moderna,
una afirmación que podría aplicarse a todo el periodo medieval (5). En realidad, hasta
hace pocas décadas, la guerra medieval era considerada como un fenómeno en el
que la táctica y, sobre todo la estrategia, brillaban por su ausencia (6). Por ejemplo, Charles
Oman, decimonónico pionero en el estudio de la guerra medieval, se negaba a
reconocer apenas algún vestigio de competencia en el mando de tropas a los
generales del medievo. Aun así, aceptaba que los suizos y los comandantes
ingleses de la Guerra de los Cien Años mostraban habilidades genuinamente
tácticas y estratégicas (7). También Hans Delbrück
compartía las reservas de Oman, pero únicamente admitía trazas de genio militar
en los suizos (8).
A la
reticencia de los llamados «autores clásicos», se debe sumar el hecho de que
hasta la renovación de la Historia Militar en la segunda mitad del siglo XX,
los estudios específicos sobre liderazgo estuvieron íntimamente relacionados
con la historia de las batallas, plasmándose en relaciones de generales
exitosos elaboradas siempre según criterios contemporáneos (9). Incluso en obras
influyentes como “La máscara del mando”, del reconocido historiador militar
John Keegan, el liderazgo medieval es completamente obviado (19). Quizá, como sostiene
Craig Taylor, los comandantes medievales han sido subestimados porque las
fuentes pocas veces dejan observar los procesos según los cuales se
desarrollaban los planes de campaña (11).
A
mediados del siglo XX, autores renovadores como Jan F. Verbruggen, Raymond C.
Smail, y John Beeler comenzaron a considerar cuestiones de mando militar en
relación con las prácticas bélicas (12). Otro historiador destacado, John Gillingham,
trabajó las figuras de Guillermo el Conquistador y Ricardo Corazón de León desde
una perspectiva estratégica (13).
Por su parte, John France dedicó un capítulo al ejercicio del mando en su libro
sobre la guerra en la cristiandad occidental en la época de las Cruzadas y
Michael Prestwich hizo lo propio en su obra sobre la guerra y ejércitos
ingleses en la Edad Media (14).
En los últimos años, los estudios sobre el mando militar han proliferado,
lidiando con los comandantes franceses o escoceses del bajo medievo o tratando
figuras destacadas, como el rey Balduino IV de Jerusalén (1161-1185) o Luis VII
de Francia (1120-1180) (15). La eclosión de estos
trabajos ha abierto la puerta al análisis del rol militar de las mujeres, cuyo
máximo exponente sería Juana de Arco (16). También se han realizado estudios de carácter
interdisciplinar analizando el papel del liderazgo militar femenino desde una
perspectiva de género (17).
Estos
estudios apenas han tenido eco en el ámbito castellano, donde la cuestión ha
sido abordada por Francisco García Fitz en dos artículos sobre el Cid y
Fernando el Católico (18). Otros autores como
Manuel Rojas, L. J. Andrew Villalon o Donald J. Kagay, han realizado
aportaciones puntuales, pero no existe ningún trabajo sobre liderazgo militar
que englobe Castilla en su conjunto y la enmarque en un contexto europeo (19). Mi propósito en este
ensayo es destacar la importancia y connotaciones sociales del mando militar en
los ejércitos castellanos durante el siglo XV, una fase en la que estaban aún
en vías de profesionalización. Para alcanzar ese objetivo, y ante la ausencia
de registros administrativos antes de la Guerra de Granada que permitan abordar
la cuestión desde la perspectiva de la organización militar, recurriré como
alternativa a las fuentes narrativas a fin de esbozar una imagen panorámica
sobre el liderazgo militar en la Castilla del siglo XV. Así, las crónicas y
biografías particulares de los reinados de Juan II, Enrique IV y los Reyes
Católicos permiten estudiar el mando militar (20). Utilizaré también diversos tratados, corpus
jurídicos y obras que permiten asomarse a la teoría que se escondía detrás de
la práctica.
Analizaré
el liderazgo militar en la Castilla del «cuatrocientos» a través de las tres
fases vitales por las que debía pasar todo noble que aspirara a comandar
tropas: la formación militar, el acceso a posiciones de mando y, por último, la
práctica del liderazgo en sí mismo. El estudio conjunto de estos tres aspectos
interrelaciona cuestiones culturales, sociales y militares. Solo así se pueden
comprender las limitaciones que padecían los ejércitos castellanos y las
respuestas que generaron para superarlas.
Formación militar de la nobleza
En la Edad Media, el
poder social y político estaba en manos de una élite aristocrática que tenía la
guerra como función social. Los miembros del estamento nobiliario recibían una
educación que cubría diferentes aspectos, entre los que destaca el militar (21). Más allá de aprender
a manejar las armas, los nobles también cazaban y participaban en torneos, dos
ejercicios que servían como entrenamiento para la guerra en la medida en que
ayudaban a perfeccionar la equitación y el uso de la lanza (22). Pero estas
actividades servían para su formación como guerreros, no para su preparación
como líderes. Por lo tanto, ¿dónde obtenían los conocimientos necesarios para
dirigir tropas?
Los
libros que pululaban por la Castilla del «cuatrocientos», constituían, sin duda,
un apoyo importante (23). Dejaré de lado obras
con clara vocación moral, como el Árbol de las batallas de Honoré Bouvet
—traducido por Diego de Valera para el condestable Álvaro de Luna (1390-1453) (24)—, y me centraré en las
exclusivamente militares. Entre ellas destaca la obra de Sexto Julio Frontino
(c. 40-103), como atestiguan los diversos autores que lo citan directamente (25). Además, hay
constancia de que el marqués de Santillana, Iñigo López de Mendoza (1398-1458),
y el tercer conde de Benavente, Alfonso de Pimentel († 1461), contaban con una
copia en sus bibliotecas (26). Por otro lado, una
traducción de las Estratagemas se encontraba en la biblioteca que el primer
conde de Haro, Pedro Fernández de Velasco (1399-1470), mandó donar al hospital
que acababa de fundar en Medina de Pomar en el año 1455 (27).
Con todo,
el autor más celebrado fue Flavio Vegecio Renato (28). Se sabe que el famoso De Re Militari tuvo una
amplia difusión en Castilla, siendo referenciado en las Partidas, en la obra de
Gil de Zamora y por Don Juan Manuel (29). Este clásico de la literatura militar había
sido traducido al castellano a principios del siglo XV por el fraile dominico
Alfonso de San Cristóbal a instancia del rey Enrique III (30). La presencia del
autor romano en las bibliotecas nobiliarias castellanas se constata sobre todo
en época de los Reyes Católicos, como demuestra el ejemplar que poseía Alvar
Pérez de Guzmán, señor de Orgaz († 1482), aunque previamente también se
conocía, pues figura en el inventario de la biblioteca del conde de Haro (31). Aun así, al ser uno
de los autores más reconocidos, existían formas más «indirectas» de acercarse a
la obra del tratadista romano. Precisamente la conocida obra de Egidio Romano
—o Giles de Roma— De regimine principum, copia de Vegecio los apartados
dedicados al arte bélico (32). Este libro aparece
inventariado en las bibliotecas de Iñigo López de Mendoza, Alfonso de Pimentel,
Alvar Pérez de Guzmán y Fernando Álvarez de Toledo, primer conde de Oropesa (†
1504) (33).
Junto con
los tratados militares, también son registrados en los inventarios de las
bibliotecas nobles distintas crónicas y obras históricas (34). La nobleza encontraba
en la lectura de estos textos, además de una satisfacción de su interés por los
relatos guerreros de tiempos pasados, enseñanzas e ideas que podían poner en
práctica en el campo de batalla. Aparecen crónicas castellanas en numerosas
bibliotecas. Sin ánimo de realizar un listado exhaustivo —que puede ser
consultado en los trabajos de Isabel Beceiro—, cabe mencionar las elaboradas por
Pero López de Ayala (35). También cuentan con
obras históricas de autores clásicos que podían contribuir a la educación de
los futuros líderes militares. En este sentido, los condes de Haro, Benavente y
Oropesa así como el marqués de Santillana contaban con copias de la obra de
Ayala y de las Décadas de Tito Livio, por citar solo una de las obras más
relevantes (36). Por último, las Siete
Partidas son habitualmente citadas en los inventarios de las bibliotecas
nobiliarias: aun no siendo obras didácticas, sí que destilan cierto afán
educativo (37). Así, de la Segunda
Partida podían haber extraído enseñanzas de cómo dirigir las huestes, junto con
descripciones de los rasgos que deberían definir al buen líder (38).
Como se
ha comprobado, la literatura susceptible de ser utilizada en la didáctica
militar estaba muy presente. Ahora bien, el hecho de que tuvieran esos libros,
no significa que los leyeran (39).
De hecho, no tenían por qué leerlo ellos mismos, bastaba con tener el libro. En
la Segunda Partida se menciona que los caballeros debían formarse mediante la
experiencia en tiempo de guerra, mientras que, en tiempo de paz, debían
escuchar. La hora de comer era un momento propicio para que alguien leyera en
alto las historias de los grandes hechos de armas del pasado. Asimismo, allí
donde no había libros que leer, los caballeros ancianos se encargarían de
impartir la lección. Incluso cuando no se podía dormir, se recomendaba ordenar
que les leyeran ese tipo de obras (40). La lectura en voz alta de crónicas y tratados
era habitual también en la corte portuguesa: el cronista Gomes Eanes de Zurara
escribió que, tras conquistar Ceuta en 1415, João I recomendó a sus hombres
leer a Egidio Romano en la cámara real para que los cortesanos se
familiarizaran con los secretos del arte militar (41).
Los
escritores, traductores e intelectuales del medievo, tienden a enfatizar la
importancia del aprendizaje bélico mediante la lectura. El célebre cronista
Jean Froissart mencionaba en el prólogo de su obra que esta podía servir para
animar a jóvenes caballeros. Precisamente son las crónicas, destinadas al
consumo nobiliario, las que se presentan más a menudo como fuente de consejos
sobre la ciencia o arte de la guerra (42). Así lo demuestra un pasaje narrado por la
Crónica de Juan II, cuando informa de la muerte de unos jóvenes caballeros en
una escaramuza no exenta de imprudencia. De este suceso, acaecido en 1407, dice
el cronista que «los mancebos deven tomar exemplo» (43). Del mismo modo, el
marqués de Cádiz fue capaz de tomar Medina Sidonia en 1473, en el marco de la
guerra privada que lo enfrentaba con Enrique de Guzmán, debido a que la
fortaleza no estaba protegida como debía. Diego de Valera señalaba que «sin
duda, si este malaventurado alcayde oviera leydo la Segunda Partida, no pusiera
en tan mal recabdo su honrra e su vida» (44).
Pedro
Mártir de Anglería consideraba que aquel que se consagrara a la milicia debía
estar bien instruido en los ejemplos de los antiguos en el momento de partir
hacia la guerra, pues «¿quién niega que con la asidua lectura de la Historia
los hombres se hacen cada día más prudentes?» (45). La importancia de conocer los hechos históricos
se muestra de forma evidente en las fuentes cronísticas, especialmente si se
combate en el mismo lugar que aparece en las historias. Durante las fases
previas del asedio a Antequera, en 1410, el infante Fernando juzgó necesario
tomar una sierra que dominaba la villa, pues allí podría posicionarse un
ejército de socorro venido a levantar el cerco «como diz que otra vez fizieron
al rey don Alonso su bisabuelo, que diz que estovo sobre esta villa de
Antequera, e le tomaron los moros esta sierra, e de tal modo daban acorro a la
villa que entravan e salían quando querían, a que se ovo de alçar de sobre
ella» (46). La anécdota recuerda
a la estratagema utilizada por Fernando de Aragón para entrar en Nápoles
utilizando un acueducto, un subterfugio que se le ocurrió tras leer la Historia
de las Guerras Góticas de Procopio (47). En ambos casos, el conocimiento del terreno
proporcionado por fuentes históricas resultó vital para el desarrollo de las
operaciones.
La
importancia de la formación teórica ha sido objeto de debate. Centrándome en el
ejemplo de Vegecio, Contamine cree que su utilidad para un comandante medieval
era limitada, debido a la ausencia de un ejército permanente y una estructura
de mando rígida (48). Tal vez por eso, la
copia de la traducción de San Cristóbal que figura en la biblioteca del conde
de Haro únicamente recoge el libro III del tratado romano, aquel dedicado a las
batallas campales (49). Una elección lógica,
ya que, como señala García Fitz, las tácticas expuestas en el tercer libro «son
lo suficientemente generales como para poder aplicarse a cualquier tipo de
ejército» (50). Aun así, Rodríguez
Velasco cree que la lectura de Vegecio tan sólo confirmó a los nobles lo que ya
sabían (51). Si bien es cierto que
la mayoría de consejos que se pueden encontrar en el autor romano pueden ser
calificados de «sentido común», estos podían tener cierta utilidad (52). No en vano Philippe
de Mézières, hombre de guerra francés, recomendaba a los futuros líderes
militares leer a Vegecio (53). Del mismo modo, fue
precisamente un caballero castellano el que recomendó a Carlos el Temerario, a
partir de sus lecturas «vegecianas», que construyera una grúa durante el sitio
de Neuss en 1474-75 (54).
Michael
Mallet, el gran experto en las guerras mercenarias de la Italia bajomedieval,
creía que lo más probable era que un capitán del «cuatrocientos» hubiera
aprendido el arte de la guerra a través de un condotiero establecido y no
mediante los libros (55). Por mi parte,
comparto lo postulado por Craig Taylor. El autor inglés defiende que es
imposible saber hasta qué punto los aristócratas medievales buscaban
desarrollar su inteligencia táctica y estratégica a través de la lectura en vez
de mediante el tutelaje basado en la experiencia práctica y el consejo de
guerreros veteranos (56). Esta opinión ya fue
expresada por Isabel Beceiro y Philippe Contamine, quienes señalaron que la
guerra conllevaba un aprendizaje de carácter práctico, transmitido de generación
en generación (57). En este punto es
donde jugaba un papel realmente importante la figura del noble encargado de
tutelar a los pupilos enviados a su casa, responsable de enseñar a los jóvenes
aristócratas la capacidad de dominar, tanto en contextos sociales como
militares. Es de suponer que la instrucción se impartía verbalmente. Geoffrey
de Charney opinaba que las habilidades de liderazgo táctico y estratégico se
aprendían mediante la experiencia, el tutelaje y la conversación con expertos (58).
Para el
caso concreto de la Castilla del siglo XV, la obra Claros varones de Castilla,
de Fernando del Pulgar, constituye una fuente excepcional. El variado
repertorio de ejemplos contenidos en esta colección de biografías permite
analizar una cuestión sobre la que, de otro modo, sería difícil arrojar algo de
luz. Entre las figuras tratadas por Pulgar, una de las más destacadas es la del
conde de Paredes y maestre de Santiago, Rodrigo Manrique (1406-1476), guerrero
experimentado, ampliamente loado por las crónicas de su tiempo (59). Manrique se esforzaba
especialmente en que sus criados estuvieran perfectamente preparados para
cuando entraran en batalla. Les contaba sus hechos de armas, sus anécdotas
bélicas, discutía con ellos las diferentes formas de combatir y los entrenaba
para la guerra (60). Su propio hermano, el
poeta Gómez Manrique, afirmaba haber «mamado en la leche» el ejercicio de las
armas, pues desde su niñez estuvo «en la escuela de vno de los mas famosos
maestros que, como vuestra merçed bien sabe, ouo en nuestro tienpos, que fue mi
señor e mi hermano don Rodrigo Manrique» (61).
Otra de
las grandes figuras de mediados del «cuatrocientos» castellano fue el marqués
de Santillana, adalid del Renacimiento, que unía su interés por las armas con
su amor a las letras. De nuevo, al igual que en el caso de Rodrigo Manrique, Fernando
del Pulgar presenta a un Íñigo de Mendoza preocupado por la formación bélica de
sus pupilos. Hablaba con los caballeros y escuderos de su casa sobre cómo
ordenar las batallas, disponer los campamentos y atacar o defender las
fortalezas, deleitándose en esas conversaciones «por la grand abituación que en
ella tovo en su mocedad». Le interesaba también que la formación teórica
estuviera complementada con aquella de índole más práctica, que «supiesen por
experiencia lo que le oían decir por doctrina». Para ello, organizaba justas y
otros ejercicios de guerra en su casa, a fin de que su gente estuviera
preparada llegado el momento (62).
La fase
de formación, iniciada en torno a los siete años, concluía a los catorce o
quince (63). Aun así, en la Edad
Media, la vida militar se vivía en primera persona (64). La formación marcial
no se completaba hasta que participaban en una campaña militar, su bautismo de
fuego (65). Esta podía ser una
forma temeraria de aprender un oficio tan peligroso como el de las armas, que
podía traducirse en un elevado número de muertes prematuras derivadas de la
inexperiencia e imprudencia juvenil (66). Aun así, esta fase de la vida de un noble no
tardaba en llegar y era preferible pasar por ello cuanto antes, para ir
acumulando experiencia (67). Los ejemplos de
jóvenes nobles iniciándose en el oficio de las armas son diversos. Pero Niño
tenía quince años cuando escaramuzó bajo los muros de Gijón en 1394, mientras
que su hijo «tomó sus armas contra sus contrarios» a los catorce (68). El cronista y
banderizo Lope García de Salazar tenía dieciséis años la primera vez que empuñó
su ballesta en combate (69). Rodrigo Ponce de
León, futuro marqués de Cádiz, comenzó algo más tarde: tenía entre diecisiete y
dieciocho años en la batalla del Madroño, en 1462 (70).
La edad
en la que se comenzaba la carrera militar no estaba predeterminada y dependía
de una serie de factores externos, aunque el más importante era que hubiera
guerras en las que participar. El ejemplo de los monarcas castellanos cuatrocentistas
resulta ilustrativo. Juan II tuvo su primera experiencia genuinamente bélica en
1429, a los veinticuatro años de edad. Asimismo, no luchó en su primera batalla
campal hasta los veintiséis —La Higueruela, 1431—. Su hijo, el futuro Enrique
IV, dio sus primeros pasos en el campo de Marte a la edad de veinte años
participando en su primera batalla, la de Olmedo, en 1445 (71). Fernando el Católico
constituye un caso ciertamente inusual pues es sin duda el rey más belicoso y
con mayor bagaje militar de entre los que se sentaron en el trono castellano en
el siglo XV. El hecho de que fuera aragonés no es ningún elemento de distorsión,
en la medida en la que las pautas de aprendizaje eran similares para toda la
nobleza —y realeza— europeas. La proliferación de conflictos durante la vida
del Rey Católico le permitió tomar su primer contacto con la guerra a la
temprana edad de nueve años, cuando en 1461 quedó encerrado en la Girona
asediada por el conde de Pallars. Aun así, su primera experiencia puramente
militar no llegó hasta 1465, con casi trece años de edad, cuando comandó la
retaguardia del ejército real en la batalla de Calaf. Al año siguiente
acompañaba a su padre en los asedios de Tortosa y Amposta y, en 1467, combatió
contra las tropas angevinas en Viladomat, donde fue derrotado y casi hecho
prisionero (72).
En
conclusión, la combinación de tutelaje, ejercicio físico y lectura preparaban
parcialmente a la clase noble para su rol militar. Este periodo de instrucción
no se vería completo hasta que realizaran los primeros hechos de armas (73). Así era como la
nobleza castellana aprendía las habilidades de mando, en un proceso que no se
diferenciaba del seguido por el resto de la nobleza europea. Con todo, tras
instruirse en el liderazgo de una hueste había que llegar a dirigirla.
Mecanismos de acceso al liderazgo
Inglaterra, Aragón o
Navarra venían desarrollando desde mediados del siglo XIV ejércitos
profesionales que respondieran a las necesidades derivadas de las campañas
militares exteriores que llevaron a cabo (74). Sin embargo, ello no supuso un cambio en las
estructuras de mando. Únicamente tras la creación del primer ejército
permanente de la Europa feudal, el francés en 1445, se generaron unas
estructuras de mando estables y más complejas que, sin embargo, siguieron
dirigidas por la nobleza (75). La situación no era
diferente en la Castilla del siglo XV, donde coexistieron las obligaciones
feudales con el pago de salarios, manteniéndose una estructura de mando que
puede calificarse de elemental. Habrá que esperar a la aparición del ejército
permanente en 1493 para comenzar a observar cadenas de mando más estructuradas
que permitían la realización de carreras específicamente militares (76). Hasta entonces, el
liderazgo militar estaba íntimamente conectado con el sociopolítico.
El único
liderazgo verdaderamente indiscutible recaía sobre los hombros del monarca, a
quien le correspondía el mando supremo de la hueste. En una cultura marcial
como la de la aristocracia europea, se esperaba que un rey dirigiera sus
fuerzas en la guerra. Fernando el Católico cumplió con la premisa, liderando en
persona el ejército real durante la Guerra de Sucesión Castellana y la Guerra
de Granada (77). Sin embargo, la
inseguridad sobre la capacidad militar y política de Juan II y Enrique IV les
empujó a delegar el mando en líderes más capaces o de su confianza entre
miembros de la alta nobleza. Durante la batalla de La Higueruela en 1431 y la
primera batalla de Olmedo en 1445, el mando de la hueste de Juan II
correspondió a Álvaro de Luna (78).
En el segundo de los encuentros campales que tuvieron lugar a las puertas de la
villa vallisoletana, en el año 1467, el mando de la hueste de Enrique IV fue
ejercido por los nobles que le acompañaban, siendo Pedro de Velasco, futuro
conde de Haro, quien dirigió la batalla real mientras que el rey permaneció en retaguardia
(79).
Por
debajo de la autoridad real existían una serie de cargos palatinos. Para
acceder a los mismos el patronazgo regio se tornaba indispensable. Tal vez
donde mejor se observe sea en el cargo de condestable, creado en 1382 y
patrimonializado por los Velasco en 1473 (80). El más célebre de entre los condestables del
siglo XV, Álvaro de Luna, era hijo ilegítimo de una familia perteneciente a la
nobleza aragonesa, que había ascendido gracias su cercanía a Juan II. Consiguió
el título en 1423 y su primera acción militar no tuvo lugar hasta 1429, por lo
que resulta evidente que no recibió el cargo debido a sus méritos bélicos. El
siguiente en el cargo, Miguel Lucas de Iranzo, constituye un ejemplo de ascenso
exclusivamente ligado al patronazgo regio, que en esta ocasión no solo no
estaba vinculado a su experiencia militar, sino que tampoco lo estaba a su
extracción social. De los cuatro que ejercieron el oficio de condestable a lo
largo del periodo que nos ocupa, Iranzo es el único que no tenía un origen
noble, pues su padre era un campesino.
Otro de
los cargos con aparentes prerrogativas militares de la Castilla del
«cuatrocientos» eran los adelantados, sobre cuyos hombros descansaba la defensa
de la frontera granadina. Sin embargo, para las fechas de este estudio, sus
funciones habían disminuido considerablemente. Estos cargos acabaron siendo
monopolizados por dos prominentes familias con arraigo patrimonial sobre los
territorios de su mandato: los Ribera convirtieron el adelantamiento de la
frontera en dignidad hereditaria, mientras que los Fajardo hicieron lo propio
con el de Murcia (81).
Más allá
del patronazgo o la condición hereditaria de algunos oficios, la idea de que
los méritos y la habilidad debían ser tenidos en cuenta para la asignación de
algunos cargos militares ya estaba presente en las Partidas (82). Ahora bien, ¿existía
algún medio de ascenso por méritos o los criterios de acceso al mando eran
exclusivamente sociopolíticos? Esta es, sin duda, una pregunta difícil de
responder utilizando únicamente fuentes narrativas. Sin embargo, el estudio de
las capitanías de frontera puede arrojar luz sobre la cuestión. Estos mandos
militares se designaban al abrirse hostilidades con algún reino vecino y su
función consistía en defender sectores concretos de la frontera y realizar
incursiones y ataques de forma tanto independiente como conjunta. Disponían de
un número concreto de lanzas, aunque también poseían potestad para convocar
tropas en el territorio al que estaban asignados, pudiendo castigar a aquellos que
desobedecieran sus órdenes (83).
En definitiva, era un cargo temporal similar al utilizado con otros nombres en
Inglaterra —warden— y Portugal —fronteiro— (84).
Tomaré
como ejemplo la guerra de 1429-30 contra Aragón y Navarra y la guerra contra
Granada de 1430-39. Se trata de dos conflictos consecutivos que permiten
distinguir pautas de asignación de las capitanías y comprobar el grado de
veteranía de los seleccionados. En 1429, la frontera con los reinos navarro y
aragonés se dividió en cuatro sectores, cada uno con su capitán. Tras la firma
de las treguas de Majano y el inicio de un nuevo enfrentamiento contra el
enemigo musulmán en 1430, la frontera granadina se dividió también en cuatro
sectores. En julio de 1431, después de la victoria en la batalla de La
Higueruela, la configuración de las capitanías fronterizas sufrió una
reestructuración que se mantendría hasta el final de la guerra, contando
únicamente con dos sectores: el arzobispado de Sevilla por un lado y los obispados
de Jaén y Córdoba por otro (85).
En total, al menos once individuos diferentes sirvieron como capitanes de la
frontera en la década que media entre 1429 y 1439: de ellos, dos eran condes,
dos maestres de órdenes militares, dos adelantados mayores y uno mariscal. Los
restantes cuatro eran titulares de señorío, aunque conseguirían títulos
nobiliarios: tres condados y un marquesado (86). Por tanto cabe afirmar que en Castilla, al
igual que en Portugal, la alta nobleza monopolizaba las capitanías de frontera (87).
Con todo,
el propio carácter temporal del cargo acabó impidiendo su patrimonialización.
Su ejercicio era rotatorio, lo que dificultaba que líderes poco capaces
actuaran durante largos periodos. Cuando Juan II relevó a varios capitanes
fronterizos en 1430 y 1432, lo hizo, según Alvar García de Santa María, «porque
los trabajos é también las honras de estas Capitanías se repartiesen por los caballeros
é Grandes del reino» (88). La propia frase
indica que el mando fronterizo estaba reservado a la nobleza del reino. No
obstante, queda la duda de si entre la aristocracia la selección se realizaba
según criterios meritocráticos. Es cierto que gran parte de los capitanes
designados en 1430 eran caballeros de la casa de Álvaro de Luna, lo que nos
llevaría a pensar en el patronazgo también en esta ocasión (89). Aun así, la
experiencia podría haber sido tenida en cuenta, pues aquellos capitanes lo
suficientemente mayores como para haber participado en las campañas granadinas
de Fernando de Antequera lo habían hecho (90). Por otro lado, hay indicios que podrían
apuntar a un reconocimiento de la pericia, ya que, según Pulgar, tanto Fernando
Álvarez de Toledo, en 1429, como Iñigo López de Mendoza, en 1437, accedieron al
cargo debido a que el rey supo de su habilidad (91). Además, se observa que no todos los capitanes
fueron sustituidos. Tal es el caso de Diego Gómez de Ribera, que ostentó la
capitanía hasta su muerte en Álora en 1434 (92). Es lógico en la medida en la que era el
adelantado mayor de Andalucía y sus tierras estaban muy cerca de la frontera,
un criterio que gozaba de cierta consideración en Inglaterra (93). Posiblemente habría
que pensar también en términos de eficacia: Ribera había cosechado una serie de
éxitos, derrotando a un gran número de granadinos en una doble celada en 1430 y
venciendo en batalla campal en 1432 (94). Aun así, la mayoría de los capitanes fueron
sustituidos en algún momento, aunque el tiempo de servicio era variable: el
futuro conde de Alba ejerció como capitán en tres ocasiones, realizando un
servicio total de siete años, mientras que Pedro Álvarez de Osorio únicamente
lo hizo por uno.
Hasta
ahora he examinado el caso del alto mando y de los mandos autónomos. Pero
existían también mandos subalternos que articulaban la cadena de liderazgo
desde los comandantes de cada ejército a los combatientes. Me referiré a
continuación a la selección de los líderes de cada una de las batallas en las
que se articulaba el cuerpo principal de un ejército a la hora de desplegarse
en el campo de la lid.
En
principio, además de ejercer el mando superior, el rey casi siempre comandaba
una batalla, como hizo Juan II en La Higueruela en el año 1431 y Olmedo en
1445, o Fernando el Católico en Toro en 1476 (95). El condestable tenía, entre las dignidades
inherentes a su oficio, el honor de dirigir la vanguardia, cosa que Álvaro de
Luna hizo en La Higueruela y Olmedo. El resto de batallas quedaban en manos de
miembros de la alta nobleza. En La Higueruela las seis batallas fueron
lideradas por tres condes, el maestre de Calatrava, el condestable y el propio
monarca (96). En la primera batalla
de Olmedo, el ejército de Juan II de Castilla estaba dividido en cinco
batallas, comandadas por el condestable Álvaro de Luna, el rey Juan II, el
príncipe Enrique, el maestre de Alcántara y el conde de Alba compartiendo mando
con Íñigo López de Mendoza (97).
Algo similar a lo ocurrido en la segunda batalla de Olmedo de 1467, donde el
liderazgo del ejército enriqueño correspondió, de nuevo, a la alta nobleza. El
mando subalterno fue ejercido de forma algo diferente en la hueste rival del
infante Alfonso, dado que la mayoría de los Grandes que le apoyaban se
encontraban ausentes en el momento de la batalla. Por ello, fueron los
capitanes de los nobles afines al infante quienes tuvieron que dirigir los
escuadrones (98).
En
definitiva, los mecanismos de acceso al liderazgo en la Castilla del
«cuatrocientos» dependían, fundamentalmente, del origen social de los sujetos y
del patronazgo regio, cuando aquellos cargos no eran hereditarios. Ambos
aspectos debían estar debidamente equilibrados, de lo contrario se podían
generar distorsiones en el sistema, como ejemplifica el nombramiento de Miguel
Lucas de Iranzo como condestable en 1458. La experiencia se vuelve un requisito
más relevante en el caso de los mandos independientes, como son las capitanías
de frontera. Aunque la extracción social de los capitanes era aristocrática,
las fuentes narrativas castellanas parecen sugerir que la experiencia y la
veteranía eran tenidas en cuenta a la hora de designar al titular de las
capitanías fronterizas. Las Partidas ya señalaban que un caudillo debía ser
elegido por su linaje, poderío o sabiduría. Sin embargo, las dos primeras no
valían de nada si se desconocían las vicisitudes del ejercicio del mando (99). El sistema contaba,
por tanto, con sus propios mecanismos correctores para depurar a los nobles
poco capaces y valerse de aquellos especialmente hábiles. De ahí la duración
variable del servicio y el hecho de que de los seis nobles que sirvieron en la
guerra contra Navarra y Aragón, cinco repitieron en el siguiente conflicto.
La práctica del liderazgo
El liderazgo de los
ejércitos cuatrocentistas castellanos, al igual que el del resto de huestes
medievales y al contrario que en las fuerzas armadas modernas, no iba
acompañado de una autoridad incuestionable. El ejercicio del mando estaba
sometido a una dinámica y a unas tensiones propias, derivadas en buena medida
de los mecanismos sociales de reclutamiento y organización. Esta fragilidad
inherente a la cadena de mando podía dar lugar a situaciones en las que
individuos de un mismo espectro social pudieran negarse a obedecer las órdenes
o instrucciones de alguien jerárquicamente superior, pero con un estatus social
inferior.
Posiblemente,
el ejemplo más evidente sea el de Miguel Lucas de Iranzo, condestable del
reino. Los Hechos del Condestable Iranzo inciden en varias ocasiones en el poco
amor que «el conde de Ledesma y los otros priuados del rey» le tenían. En 1464,
el conde de Ledesma y futuro duque de Alburquerque, Beltrán de la Cueva, quiso
comprobar que las batallas del condestable estuvieran bien ordenadas. Ese mismo
año, sumó una nueva afrenta pues intentó arrebatar la posición de vanguardia a
Iranzo —dignidad inherente a la condestablía— en el ejército real que
escaramuzó con los granadinos en la Vega de Granada (100). Incluso sin necesidad
de que un completo advenedizo de origen campesino fuera quien ejerciera la
posición de mando, podían darse este tipo de indisciplinas. Tras la toma de la
villa navarra de Laguardia, en 1430, Diego de Zúñiga solicitó auxilio al obispo
de Calahorra —también un Zúñiga— que, a su vez, avisó al entonces capitán de
ese sector de la frontera, Pedro de Velasco. Velasco montó en cólera al ser
informado, pues no se debían llevar a cabo acciones bélicas sin su
consentimiento. Tal fue la ira, que no quiso enviar gente a reforzar a los que
estaban en Laguardia, aunque finalmente cedió ante la insistencia de los
mensajeros solicitando socorro. Llegados Velasco y el obispo a la villa, el
prelado, en un audaz golpe de mano, se hizo cargo de la situación, impidiendo
al capitán de la frontera la entrada en Laguardia, alegando no estar bajo su
capitanía (101). Ambos casos ilustran
un problema de autoridad, jurisdicción y disciplina, una cuestión endémica con
la que tuvieron que lidiar los comandantes castellanos del siglo XV. Un líder
medieval tenía que ser un maestro de la persuasión (102).
El mando
supremo del ejército también requería de capacidad negociadora, en la medida en
que ni las decisiones estratégicas ni las tácticas emanaban únicamente del
monarca, sino de las resoluciones adoptadas por el consejo del rey. Ante la
negativa de Fernando de Antequera de abandonar el asedio de Setenil en 1407, la
aristocracia allí presente no dudó en recordarle que no solo debía dejarse
asesorar por ella, sino también «estar por el consejo de los que más acuerdan».
Esto podía dar lugar a ciertas situaciones comprometidas para el comandante en
jefe, especialmente si este no era el propio soberano. En esa misma campaña de
1407, el regente había tenido que claudicar ante esos mismos nobles, que
durante la planificación estratégica le instaron a sitiar Setenil en vez de
Ronda. El cronista esgrime dos razones por las que el de Antequera se vio
obligado a ceder: «Porque si algún yerro se fiziese, por consejo de todos, que
no se contase a él» y porque «ellos avían visto más de guerra que él, e avían
mayor edad» (103). Con el paso del
tiempo, Fernando el Católico también acabó comprendiendo la utilidad de valerse
de los consejos de guerreros experimentados. Así, en 1482 ignoró el consejo del
marqués de Cádiz de no cercar Loja, lo que resultó un rotundo fracaso
castellano. De nuevo en 1483, el maestre de Santiago no siguió las advertencias
de este veterano de la frontera de Granada y dirigió una cabalgada al montañoso
corazón de Málaga, también con desastrosas consecuencias. A partir de 1484, sin
embargo, la voz de Rodrigo Ponce de León, líder de eficacia probada, fue
tomando más peso en la elaboración de los planes de campaña (104).
Confiar
en el juicio de los más expertos debió de ser una práctica común. Diego de
Valera escribió que, en las cuestiones bélicas, el rey debía valerse del
consejo de caballeros experimentados sin menospreciar a los adalides y a los
que conocen la tierra, afirmación similar al consejo que Guillaume de Machaut le
dio a Carlos II de Navarra (105).
El veterano routier Rodrigo de Villandrado participó en el Consejo Real de Juan
II, «especialmente de aquellas cosas que concernían a la guerra que por
estonçes avía en sus reinos» (106).
Con todo, resulta difícil creer que la experiencia era un requisito para
participar en los consejos, especialmente si se tiene en cuenta que en los
celebrados en diferentes reinados y fechas tan dispares como 1429 y 1482
estuvieron presentes varias personas con poca o ninguna relación con la guerra,
como procuradores de las ciudades y villas, contadores mayores y «otros muchos
cavalleros e doctores» (107).
Pero más
allá de la estrategia decidida en el Consejo del Rey, tal vez sea en el plano
táctico donde se muestre de forma más evidente la necesidad de un liderazgo
firme. En el campo de batalla, al comandante se le presentaba la elección de
dirigir desde la retaguardia o combatir en primera línea. Ambas opciones
acarreaban ventajas y desventajas. Una posición atrasada ofrecía una vista del
campo de batalla y mayores facilidades de dirigir una reserva al lugar adecuado
en el momento oportuno. Las crónicas portuguesas, en contraste con las
castellanas, indican que Fernando el Católico era un «práctico guerrero» porque
durante la batalla de Toro no comandó su batalla en persona y se alejó para ver
cómo se desarrollaba la refriega (108). Igualmente, el adelantado Diego Gómez de
Ribera fue un líder que prefirió comandar desde la zaga. Tanto en la célebre
doble celada que preparó en las cercanías de Colomera, en 1430, como en la
batalla que lo enfrentó con los musulmanes en la Vega de Granada, en apoyo a la
facción granadina favorecida por Juan II, en 1432, Ribera comandó la reserva
táctica (109).
Aun así,
es sabido que, en la Edad Media, no había mucho que un líder pudiera hacer una
vez iniciada la melé, salvo intervenir con la reserva (110). Por ello los
comandantes en jefe procuraban organizar sus tropas correctamente y establecer
su cometido antes del enfrentamiento. En la batalla de La Albuera del año 1479,
el maestre de Santiago, Alonso de Cárdenas, a la vista de los portugueses, «ordenó
su gente de la forma que avia de yr e avisoles de lo que avian de facer» (111). Del mismo modo, en
los momentos previos a la batalla de La Higueruela, en 1431, Álvaro de Luna
informó a las demás batallas que «quando él moviesse fiziesen aquello mismo»,
para atacar todos de forma coordinada y conjunta. A continuación, arengó a sus
tropas, las posicionó correctamente e iba «avisando a cada uno en la guisa que
avía de fazer» (112). En el cuerpo a
cuerpo, las trompetas y los estandartes eran la única guía que tenían los
hombres. Las cornetas podían tocar a avance y retirada, siendo especialmente
relevantes al inicio de la batalla con el fin de organizar una acción conjunta (113). Aun así, los símbolos
visuales tenían especial relevancia pues, a pesar de que en el fragor de la
batalla un caballero no vería más allá del enemigo, la visión vertical podía
ser salvada por el estandarte. Se avanzaba cuando la enseña lo hacía y se
retrocedía de la misma forma, pues siempre que esta se mantuviera en pie
significaba que la batalla no estaba perdida (114). Por ello, la forma más rápida y eficaz de
concluir una batalla era derribando o apresando la divisa enemiga, como ocurrió
en Jersey en el año 1406, en los dos enfrentamientos de Olmedo de 1445 y de 1467,
o en Toro en el año 1476 (115).
La
segunda forma de dirigir un ejército en batalla era en primera línea. Las Siete
Partidas señalan que los caudillos debían ser «esforzados para cometer las
cosas peligrosas, e acostumbrados de hechos de armas» (116). Las crónicas lo corroboran:
un comandante tenía que ser también un guerrero. De Rodrigo Manrique y Alonso
de Monroy se decía que siempre eran los primeros en atacar al enemigo, así
todos les seguirían y se volverían más osados (117). El belicoso arzobispo de Toledo, Alfonso
Carrillo de Acuña, también dirigía sus huestes, al igual que Iñigo López de
Mendoza, «no como capitán, más como compañero» (118). La debilidad de las estructuras de mando,
derivadas de los mecanismos de reclutamiento, provocaba problemas de autoridad
como los mencionados al inicio del apartado. John France señaló que una parte
vital del «arsenal de persuasión» de un comandante era la valentía personal (119). Así, si un líder
pretendía ser escuchado y seguido tenía que predicar con el ejemplo, aplicando
lo que John Keegan denominó «liderazgo heroico» (120).
No se
puede obviar el hecho, empero, de que combatir en primera línea podía acarrear
peligros evidentes. Rodrigo Ponce de León fue herido en su bautismo de fuego en
el Madroño en 1462 y, cinco años más tarde, el arzobispo de Toledo, Alonso
Carrillo, fue herido en el muslo en la segunda batalla de Olmedo (121). El poeta Jorge
Manrique tuvo peor suerte, pues murió en una escaramuza cerca del castillo de
Garcimuñoz en 1479 (122). A pesar de que la
tecnología defensiva había alcanzado su clímax con el arnés blanco del siglo
XV, las heridas aún eran posibles y, aunque por sí mismas podían ser
relativamente insignificantes, podían llegar a infectarse y volverse mortales.
Así le ocurrió al infante Enrique, líder del partido de los Infantes de Aragón
y comandante de la vanguardia que se enfrentó a Álvaro de Luna durante la
primera batalla de Olmedo, en 1445. Una herida que tenía en la mano le provocó
la muerte tras varios días de agonía (123). Por ello, combatir en primera línea podía
tener unas consecuencias desastrosas si el comandante moría o era apresado,
especialmente si se trataba del rey (124).
Tras la
derrota y captura de Juan II en Poitiers en 1356, los escritores y cronistas
franceses dejaron de valorar que un rey combatiera, como tradicionalmente se
había hecho, pasando a tener en consideración otras cuestiones como la
preparación y la estrategia (125).
En Castilla, sin embargo, imperaba una dualidad en la que se querían evitar
riesgos, pero aún se apreciaba el liderazgo inspiracional. Durante las fases
previas del asedio de Vélez-Málaga en 1487, Fernando el Católico se lanzó
personalmente a recuperar un cerro que los musulmanes habían tomado. A pesar de
que la acción fue un éxito, Pulgar menciona que los nobles presentes
amonestaron al rey, recordándole que muchas «huestes fueron perdidas por la
cayda de su rey». El monarca respondió que había visto a sus hombres sufrir el
empuje granadino y «como buen capitán los socorría». Dos años más tarde, el
mismo cronista señalaba la importancia de que el rey católico combatiera en una
escaramuza durante el asedio de Baza, porque «la presençia del prínçipe mucho
haze en las batallas, asy para poner ánimo a los suyos, como para que el
esforçado no quede sin ser galardonado, e el flaco no quede syn ser conosçido» (126).
Ser un
compañero de armas, además de un líder, podía volverse imperativo en conflictos
internos, cómo señaló Christine de Pizan (127). En este tipo de contiendas había más que
demostrar que en otro tipo de enfrentamientos. En una sociedad como la
medieval, en la que el honor era parte esencial de la idiosincrasia de los
bellatores, el liderazgo heroico se volvía indispensable (128). Las fuentes
narrativas castellanas, en oposición a las portuguesas, presentan a Fernando el
Católico en la batalla de Toro, en 1476, cabalgando entre sus tropas,
esforzándolas, reforzando los puntos críticos y combatiendo cuando era
necesario (129). Álvaro de Luna
también conocía la importancia de liderar con el ejemplo. Además, tenía mucho
que perder, pues siempre se jugó su propia posición como favorito del rey, por
lo que se esforzó al máximo en todas las empresas militares en las que se vio
envuelto. En la batalla de Olmedo del año 1445, a pesar de tener cincuenta y
cinco años, dirigió la vanguardia de Juan II de Castilla, lo que le valió una
herida de lanza en el muslo (130).
En
conclusión, desde la toma de decisiones estratégicas en los consejos hasta su
aplicación táctica en el campo de batalla, los líderes de la Castilla cuatrocentista
estaban limitados por los mecanismos sociales imperantes en la esfera militar.
Aun así, los comandantes eran capaces de salvar las trabas inherentes a su
oficio, confiando en el consejo de los veteranos y experimentados. Del mismo
modo, las limitaciones tecnológicas y organizativas del periodo forzaron un
liderazgo heroico que ponía en el centro del peligro a los comandantes. Solo
así podía convertirse un ejército feudal en una máquina bélica perfectamente
funcional.
Conclusiones
En la Castilla del
siglo XV, como en otros reinos europeos, la configuración social instaba a que
los líderes militares fueran los mismos que mandaban en la esfera política y
socio-económica, situación que perduró incluso tras la creación de las Guardas de
Castilla en 1493. La aristocracia terrateniente tenía como función social la
guerra y era la capa más alta de esa nobleza la que monopolizaba el mando
militar, al que se accedía según criterios de extracción social y cercanía al
rey. Si bien la segunda condición era de obligado cumplimiento, la primera no
tenía por qué serlo, generando una distorsión en el sistema que podía derivar
en indisciplina o desautorizaciones. La excepción más notable a la regla se
observa en aquellos oficios de carácter temporal. Los capitanes de la frontera,
en concreto, eran reclutados de entre la más alta nobleza, aunque se valoraban
capacidades como la veteranía y la pericia. Las carencias del sistema se
suplían, en parte, mediante la formación militar de la nobleza desde una edad
temprana. Esta educación marcial, basada en la lectura, pero sobre todo en la
transmisión oral y el aprendizaje práctico, buscaba instruir a los jóvenes
aristócratas en el ejercicio del mando, para así disminuir las posibilidades de
que un líder no se viera capaz de afrontar el reto de comandar.
Con todo,
la fase formativa no siempre era suficiente para garantizar un liderazgo
eficaz. Además, los filtros que podían establecerse mediante las capitanías de
frontera no suponían más que una leve mejoría. Eran temporales y los capitanes
ejercían el mando independiente siempre y cuando la hueste principal no
estuviera operando en ese frente. En campaña, el ejército real estaba dirigido
por los miembros de la alta nobleza. La ausencia de una estructura de mando
estable tenía un impacto directo en el ejercicio del liderazgo que, agravado
por las limitaciones tecnológicas, provocaba que los líderes se vieran
reducidos a persuadir e inspirar. En consecuencia, los comandantes castellanos
se vieron obligados en muchas ocasiones a dirigir sus tropas desde la primera
línea de combate, exponiendo su propia integridad física. Lejos de ser
aficionados inexpertos, los líderes militares de la Castilla del
«cuatrocientos» fueron capaces de imponerse a las limitaciones inherentes al
sistema y llevar a cabo hazañas militares como la conquista del reino de
Granada.
NOTAS
*Este trabajo
se ha desarrollado en el marco de una ayuda para contratos predoctorales para
la formación de doctores (ref. BES-2014-068717), financiada por el Ministerio
de Economía y Competitividad del Gobierno de España. Además, se inscribe en
el proyecto de investigación financiado por el Ministerio de Ciencia,
Innovación y Universidades: «De la lucha de bandos a la hidalguía universal.
Transformaciones sociales, políticas e ideológicas en el País Vasco (siglos
XIV-XVI)», HAR2013-44093-P; y del Grupo de Investigación del Gobierno Vasco
«Sociedad, poder y cultura (siglos XIV-XVIII)», IT-896-16. Agradezco a
Francisco García Fitz y Fernando Arias la ayuda prestada en la revisión y
mejora del texto.
(1) Etxeberria
Gallastegi, Ekaitz, «El liderazgo militar en la Castilla del siglo XV»,
Hispania, 79/263 (Madrid, 2019): 639-668.
https://doi.org/10.3989/hispania.2019.015.ORCID iD: https://orcid.org/0000-0001-6428-2105.
(2)
CARRILLO DE HUETE, 2006: 510-511. ROSELL, 1953: 661.
(3)
VALERA, 1927: 20-21.
4
SÁNCHEZ-ARCILLA, 2004, Segunda Partida, Título XXIII, Ley XI.
5
Considera que la naturaleza de las fuentes, la ausencia de ejércitos
profesionales o tácticas elaboradas y la nula comprensión de los objetivos
militares medievales serían las razones por las que se ha obviado su estudio.
MARVIN, 35/3 (Sídney, 2016): 152-176.
6 Una
buena síntesis sobre el devenir de la historia militar medieval, puede
encontrarse en GARCÍA FITZ, 1998: 21-56; 2014: 17-52.
7 OMAN, 1953: 145; 1991, vol. 2.
8 DELBRÜCK, 1982.
9 LIDDELL HART, 1946: 97-106.
10 KEEGAN, 2015.
11 TAYLOR, 2013: 238.
12 VERBRUGGEN, 1997. SMAIL, 1996. BEELER, 3
(Cambridge, 1963): 1-10.
13 GILLINGHAM, 1992b: 143-160; 1992a: 194-207.
14 FRANCE, 1999: 139-149. PRESTWICH, 1996: 159-183.
15 ROGERS, 2 (Woodbridge, 2004): 89-110. MACDONALD,
2012: 255-282. HAMILTON, 1998: 119-130. HOSLER, 2018: 11-28. MARVIN, 2018: 29-49.
16
DeVRIES, 1999.
17 HAY,
2010.
18
GARCÍA FITZ, 2000: 383-418; 2016: 47-71.
19
ROJAS, 20 (Sevilla, 1993): 499-522; 22 (Sevilla, 1995): 497-532. VILLALON, 8
(Woodbridge, 2010): 131-54. KAGAY, 2013: 63-84. El liderazgo nobiliario, a
pesar de haber sido obviado en sus aspectos militares, ha sido estudiado en
relación con su vertiente sociocultural. Véase MARTÍNEZ SOPENA, 2013.
20
Sobre el uso de las fuentes cronísticas para estudiar la Historia Militar
Medieval, véase DeVRIES, 2 (Woodbridge, 2004): 1-15.
21
BECEIRO, 2007: 113, 129, 145-151.
22
MONTEIRO, MARTINS y FARIA, 43 (Ámsterdam, 2017): 128-129. GARCÍA FITZ, 19
(Barcelona, 1989): 274-275. 23 Philippe Contamine señalaba que «las bibliotecas
de los hombres de guerra (de hecho, las de los nobles de cierto rango que
hubieran ostentado responsabilidades militares) resultan a menudo muy
instructivas». CONTAMINE, 1984: 271.
24
BOUVET, 2008.
25 Tal
es el caso de Rodrigo Sánchez de Arévalo y Fernando del Pulgar, a los que tal
vez podría sumarse Gómez Manrique y Juan de Mena. ROCA, 2010: 84-87.
26
SCHIFF, 1905: 141-142. BECEIRO, 2007: 463.
27
LAWRENCE, 1 (Madrid, 1984): 1074.
28
ALLMAND, 2011: passim.
29
GARCÍA FITZ, 19 (Barcelona, 1989): 271-274.
30
FRADEJAS, 2014: 65-66. ROCA, 2010: 83.
31
BECEIRO y FRANCO, 12 (Sevilla, 1986): 296, 328. LAWRENCE, 1 (Madrid, 1984):
1110. ROCA, 2010: 83.
32
ALLMAND, 2011: 105-111. FRADEJAS, 2014: 33. MONTEIRO, MARTINS y FARIA, 43
(Ámsterdam, 2017): 131. 33 SCHIFF, 1905: 209-211. BECEIRO, 2 (Madrid, 1982):
139. BECEIRO y FRANCO, 12 (Sevilla, 1986): 296, 331.
34
Philipe Contamine destacaba que, a principios del siglo XV, Guichard Dauphin,
señor de Jaligny, poseía diferentes crónicas, así como las obras de Tito
Livio. Por otro lado, el inventario de libros (1497) de Bernard de Bearn,
bastardo de Commenge, mostraba las crónicas de Jean Froissart, las Décadas de
Tito Livio y el Jouvencel de Jean de Bueil. CONTAMINE, 1984: 271. Los autores
franceses bajomedievales Pierre Bersuire, Jean Gerson y Philippe de Commynes
enfatizaban el valor de leer crónicas e historias para aprender sobre guerra
y estrategia. TAYLOR, 2013: 245.
35
GARCÍA FITZ, 19 (Barcelona, 1989): 276. BECEIRO, 2 (Madrid, 1982): 141.
36
LAWRENCE, 1 (Madrid, 1984): 1109-1110. BECEIRO, 2007: 462-63. BECEIRO y
FRANCO, 12 (Sevilla, 1986): 331-335. SCHIFF, 1905: 402-403.
37
GARCÍA FITZ, 19 (Barcelona, 1989): 272. Dos copias aparecen listadas en las
bibliotecas de los condes de Haro, Benavente y Oropesa. LAWRENCE, 1 (Madrid,
1984): 1110. BECEIRO, 2007: 467. BECEIRO y FRANCO, 12 (Sevilla, 1986): 333.
38
SÁNCHEZ-ARCILLA, 2004, Segunda Partida, Título XXIII, Leyes IV-XVI.
39
Rodríguez Velasco cree que la ausencia de glosas en el manuscrito indica que
el marqués de Santillana no leyó a Frontino. RODRÍGUEZ, 1996: 85. Aun así,
podía haber excepciones. Fernando del Pulgar informa de que el primer conde
de Haro «aprendió letras latinas y dávase al estudio de corónicas e saber
fechos pasados». PULGAR, 2007: 100.
40
SÁNCHEZ-ARCILLA, 2004, Segunda Partida, Título XXI, Ley XX.
41
MONTEIRO, MARTINS y FARIA, 43 (Ámsterdam, 2017): 131.
42
TAYLOR, 2013: 244-245. El cronista Andrés Bernáldez admitía que «las crónicas
no se comunican entre las gentes comunes». BERNÁLDEZ, 1962: 24.
43
GARCÍA, 2017: 260-261.
44
VALERA, 1941: 236-239. SÁNCHEZ-PARRA, 1991: 395-398. Valera es un autor que
valora especialmente el aprendizaje a través lectura. En una de sus cartas
enviadas a los Reyes Católicos durante la Guerra de Granada, recuerda a
Fernando que leyendo crónicas de tiempos pasados descubrirá que batallas,
asedios y cabalgadas son tres pilares básicos y complementarios para la
consecución de la victoria en la guerra. BALENCHANA, 1878: 62-65.
45
ANGLERÍA, 1953: 24.
46
GARCÍA, 2017: 384-385.
47
CONTAMINE, 1984: 270.
48
CONTAMINE, 1984: 267.
49
FRADEJAS, 2014: 111. ROCA, 2010: 83.
50
GARCÍA FITZ, 19 (Barcelona, 1989): 273.
51
RODRÍGUEZ, 1996: 85. Roca señala que la influencia real de Vegecio y Frontino
en la didáctica europea debe considerarse con sus limitaciones, ROCA, 2010:
75.
52 Para
un exhaustivo estudio sobre la influencia y utilidad de la obra del autor
romano, véase ALLMAND: 2011.
53
TAYLOR, 2013: 253
54
CONTAMINE, 1984: 267. No debe extrañar, por tanto, que el prólogo a la
traducción castellana de las Estratagemas de Frontino señale que, tras la
lectura de la obra, «serán los capitanes de agora informados et aperçebidos,
así con discreción commo con enxemplo de la providencia antigua». ROCA, 2010:
91.
55
MALLET, 1974: 176-177.
56
TAYLOR, 2013: 231-236.
57
BECEIRO, 2 (Madrid, 1982): 143-144. CONTAMINE, 1984: 271.
58
TAYLOR, 2013: 240.
59
VALERA, 1941: 279. PALENCIA, 1973, vol. 2: 144.
60
PULGAR, 2007: 154-157.
61
RODRÍGUEZ, 1996: 84.
62
PULGAR, 2007: 105.
63
SHAHAR, 1992: 211.
64
TAYLOR, 2013: 239.
65
FRANCE, 1999: 140.
66
ROJAS, 20 (Sevilla, 1993): 513.
67
CONTAMINE, 1984: 273.
68 DÍAZ
DE GAMES, 2005: 243-244, 528.
69
VILLACORTA, 2015: 878.
70
CARRIAZO, 2003b: 159. BERNÁLDEZ, 1962: 11.
71 La
familia real inglesa se mostró más precoz. Eduardo de Woodstock, «el Príncipe
Negro», combatió en la batalla de Crecy (1346) a la edad de dieciséis años;
su hermano, Juan de Gante, participó en el combate naval de Winchelsea
(1350), con tan solo diez. El vencedor de la batalla de Agincourt (1415),
Enrique V, tenía once años cuando participó en una campaña militar por
primera vez, combatiendo en la batalla de Shrewsbury (1403), a los
diecisiete. GOODMAN, 2006: 128-129.
72
PULGAR, 2008, vol. 2: 403. PALENCIA, 1998, vol. 2: 305-306. MAS, 1993: 377.
SUÁREZ, 2004: 26-29.
73 La
posibilidad de mostrarse como valientes guerreros es parte no sólo del
proceso de aprendizaje de la nobleza, sino también de su función social, de
su liderazgo sobre aquellos de baja cuna. Asimismo, supone el reconocimiento
de sus habilidades por sus homólogos.
74 BELL, CURRY, KING y SIMPKIN, 2013. SÁIZ, 2008. LAFUENTE,
2014. FERNÁNDEZ DE LARREA, 2013.
75
CONTAMINE, 1972: 399-487.
76 ARIAS,
2018: 96-97.
77
GARCÍA FITZ, 2016: 53-58.
78
CHACÓN, 1940: 134, 168. GARCÍA DE SANTA MARÍA, 1891: 292. CARRILLO DE HUETE,
2006: 463-464. ROSELL, 1953: 628. 79 ENRÍQUEZ DEL CASTILLO, 1994: 276.
VALERA, 1941: 126.
80 El
cargo era hereditario también en Inglaterra. PRESTWICH, 1996: 171.
81
LADERO, 4 (Madrid, 1984): 447. JIMÉNEZ, 1993: 151.
82
SÁNCHEZ-ARCILLA, 2004, Segunda Partida, Título XXIII, Ley VI.
83 La
de los capitanes de la frontera es una figura que precisa de estudio, ya que
no se puede reseñar más que el trabajo de López de Coca sobre Fernando
Álvarez de Toledo. LÓPEZ DE COCA, 33/2 (Barcelona, 2003): 643-666.
84
SIMPKIN, 2008: 35-36. MONTEIRO, 1998: 139-143.
85
GARCÍA DE SANTA MARÍA, 1891: 312. Es difícil realizar un seguimiento
exhaustivo de los capitanes de la frontera, pues las noticias recogidas en
las crónicas son dispersas y, en ocasiones, incompletas. Véase el anexo
final.
86
Pedro de Velasco conseguiría el Condado de Haro en 1430, Fernando Álvarez de
Toledo, el de Alba en 1439 y Pedro Álvarez de Osorio, el de Trastámara en
1445. Por su parte, Iñigo López de Mendoza llegaría a ser conde del Real de
Manzanares, en 1445 y marqués de Santillana, en 1448.
87
MARTINS y MONTEIRO, 2018: 229.
88
GARCÍA DE SANTA MARÍA, 1891: 199, 371.
89 CHACÓN,
1940: 119-120.
90
GARCÍA, 2017: 382-383, 394, 397, 448-449. ROSELL, 1953: 286, 297, 317, 320
328, 341. JIMÉNEZ, 1993: 151-152. Debido a la escasez de campañas bélicas en
el periodo comprendido entre 1410 y 1429, muchos nobles castellanos no
tuvieron oportunidad de ganar experiencia militar. En la Guerra de Granada se
observa que los capitanes de la frontera que ocuparon el cargo a partir de
1482 eran veteranos como el duque de Nájera, el maestre de Santiago o el
marqués de Cádiz. En esta ocasión el mando también se ejerció de forma
rotatoria. STEWART, 5 (Los Ángeles, 1975): 228.
91
PULGAR, 2007: 107, 116.
92
GARCÍA DE SANTA MARÍA, 1891: 399-400.
93
SIMPKIN, 2008: 41-42.
94
CARRILLO DE HUETE, 2006: 71-73. GARCÍA DE SANTA MARÍA, 1891: 275-278, 364-366.
95
CHACÓN, 1940: 134, 168. GARCÍA DE SANTA MARÍA, 1891: 292. CARRILLO DE HUETE,
2006: 463-464. ROSELL, 1953: 628. PULGAR, 2008, vol. 1: 208-209. VALERA,
1927: 68.
96 Eran
los condes de Niebla, Ledesma y Castañeda. CHACÓN, 1940: 134. GARCÍA DE SANTA
MARÍA, 1891: 292.
97
CARRILLO DE HUETE, 2006: 463-464. ROSELL, 1953: 628. CHACÓN, 1940: 168.
98
ENRÍQUEZ DEL CASTILLO, 1994: 276. VALERA, 1941: 126. PALENCIA, 1998: 422-423.
99
SÁNCHEZ-ARCILLA, 2004, Segunda Partida, Título XXIII, Leyes V-VI.
100 CARRIAZO,
2009: 192-197.
101
GARCÍA DE SANTA MARÍA, 1891: 184.
102
FRANCE, 1999: 149.
103 En
este caso, no se puede evitar pensar en un intento de eximir al de Antequera
de la derrota que les deparó el asedio a la villa gaditana. De hecho,
avanzada la narración, el de Antequera no duda en echar en cara a los nobles
haberle forzado a atacar Setenil en vez de Ronda. GARCÍA, 2017: 234-235, 269.
104
PALENCIA, 1973, vol. 3: 95, 100, 121, 141. VALERA, 1927: 147-148, 162,
182-183, 199-200. BERNÁLDEZ, 1962: 125, 155. CARRIAZO, 2003b: 209-210, 217,
237, 248. A la hora de justificar una derrota, ignorar los consejos de los
entendidos se presenta como un recurso frecuente en la cronística. TAYLOR,
2013: 242.
105
BALENCHANA, 1878: 67. VALERA, 1927: 147-148. TAYLOR, 2013: 243-44. La serie
de cartas enviadas por Valera evocan al cuaderno escrito por Juan Mathe de
Luna a Sancho IV y María de Molina en 1294, en el que proponía un plan de
acción para la toma de Algeciras. GARCÍA FITZ, 19 (Barcelona, 1989): 272.
106
PULGAR, 2007: 134. Parece que durante la guerra civil de 1465-67 no se
mantenía ese criterio, pues Alonso de Palencia señala que al pasarse Pedro de
Velasco, primogénito del conde de Haro, al bando enriqueño, fue aceptado en
los consejos reales, «a pesar de no haber acaudillado tropas a ninguna
expedición guerrera». PALENCIA, 1998, vol. 2: 418.
107
GARCÍA DE SANTA MARÍA, 1891: 44-47. VALERA, 1927: 148. En algunas repúblicas
italianas eran común elegir comités especiales con poderes extraordinarios,
para que discutieran cuestiones estratégicas con los comandantes militares.
CAFERRO, 2005: 86.
108
PINA, 1977: 846.
109
CARRILLO DE HUETE, 2006: 71-73. GARCÍA DE SANTA MARÍA, 1891: 275-278,
364-366.
110
MARVIN, 35/3 (Sídney, 2016): 176. ROGERS, 2007: 186-188.
111
OROZCO y PARRA, 1978: 406.
112
CHACÓN, 1940: 134-137. GARCÍA DE SANTA MARÍA, 1891: 297.
113
CHACÓN, 1940: 132-140. PULGAR, 2008, vol. I: 207-215. OROZCO y PARRA, 1978:
406. DÍAZ DE GAMES, 2005: 380 y 442. Jones defiende su valor incluso en el
fragor de la batalla. Sostiene que los símbolos podían volverse ilegibles,
con lo que el mando y control debía ejercerse mediante el uso de trompetas.
JONES, 2015: 69-83.
114
«Bien saben los guerreros que todos miran a la bandera, tan bien los
henemigos como los amigos; e si la veen retraer estando en la pelea, pierden
los suyos el esfuerço, e cóbranlo los contrarios; e si la veen estar firme, o
yr adelante, eso mesmo […] Ca la bandera es como la facha en la sala, que
alunbra a todos; e si se amata por alguna ocasión, todos quedan lóbregos e
sin vista, [sc.] vençidos». DÍAZ DE GAMES, 2005: 380-381.
115
DÍAZ DE GAMES, 2005: 445-446. CHACÓN, 1940: 170-171. ENRÍQUEZ DEL CASTILLO,
1994: 278-279. VALERA, 1941: 129; 1927: 70-71. PULGAR, 2008, vol. 1: 213-214.
PALENCIA, 1973, vol. 2: 271.
116
SÁNCHEZ-ARCILLA, 2004, Segunda Partida, Titulo XXIII, ley V.
117
PULGAR, 2007: 154. MALDONADO, 1978: 59.
118
GUILLÉN DE SEGOVIA, 1962: 42. PULGAR, 2007: 107.
119
FRANCE, 1999: 139-149.
120
KEEGAN, 2015: 80-119.
121
CARRIAZO, 2003b: 165. ENRÍQUEZ DEL CASTILLO, 1994: 278. VALERA, 1941: 128.
122
PULGAR, 2008, vol. 1: 358.
123
ROSELL, 1953: 629. PALENCIA, 1998, vol. 1: 25.
124
MORILLO, 4 (Woodbridge, 2006): 71. El caso más conocido del «cuatrocientos»
tal vez sea el de Ricardo III de Inglaterra. Cuando murió en la batalla de
Bosworth (1485), todo su ejército se rindió ante el futuro Enrique VII.
GOODMAN, 2006: 192.
125 Su
sucesor, Carlos V, tomó buena nota de ello y jamás pisó un campo de batalla,
lo que le valió que Christine de Pizan alabara su prudencia y valentía como
líder militar. TAYLOR, 2013: 46-50.
126
PULGAR, 2008, vol. 2: 266-267, 407.
127
PIZAN, 2003: 21-23.
128
Rogers sostiene que liderar desde el frente era la forma que tenían los
comandantes medievales para ser respetados. ROGERS, 2007: 186-188. Morillo
incide en el aspecto psicológico, apuntando a un intento de mitigar la
cobardía: los líderes combatían en primera línea para trasmitir valentía.
MORILLO, 4 (Woodbridge, 2006): 68, nota 10.
129
PULGAR, 2008, vol. 1: 213. VALERA, 1927, 71.
130 En
La Higueruela (1431) también combatió en primera línea, dirigiendo la
delantera. CHACÓN, 1940: 137, 171.
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