AMORIS
LAETITIA
DEL SANTO PADRE
FRANCISCO
A LOS OBISPOS
A LOS PRESBÍTEROS Y DIÁCONOS
A LAS PERSONAS CONSAGRADAS
A LOS ESPOSOS CRISTIANOS
Y A TODOS LOS FIELES LAICOS
DEL SANTO PADRE
FRANCISCO
A LOS OBISPOS
A LOS PRESBÍTEROS Y DIÁCONOS
A LAS PERSONAS CONSAGRADAS
A LOS ESPOSOS CRISTIANOS
Y A TODOS LOS FIELES LAICOS
SOBRE
EL AMOR EN LA FAMILIA
1. La
alegría del amor que se vive en las familias es también el júbilo de
la Iglesia. Como han indicado los Padres sinodales, a pesar de las numerosas
señales de crisis del matrimonio, «el deseo de familia permanece vivo,
especialmente entre los jóvenes, y esto motiva a la Iglesia»[1].
Como respuesta a ese anhelo «el anuncio cristiano relativo a la familia es
verdaderamente una buena noticia»[2].
2. El camino sinodal permitió poner
sobre la mesa la situación de las familias en el mundo actual, ampliar nuestra
mirada y reavivar nuestra conciencia sobre la importancia del matrimonio y la
familia. Al mismo tiempo, la complejidad de los temas planteados nos mostró la
necesidad de seguir profundizando con libertad algunas cuestiones doctrinales,
morales, espirituales y pastorales. La reflexión de los pastores y teólogos, si
es fiel a la Iglesia, honesta, realista y creativa, nos ayudará a encontrar
mayor claridad. Los debates que se dan en los medios de comunicación o en
publicaciones, y aun entre ministros de la Iglesia, van desde un deseo
desenfrenado de cambiar todo sin suficiente reflexión o fundamentación, a la
actitud de pretender resolver todo aplicando normativas generales o derivando
conclusiones excesivas de algunas reflexiones teológicas.
3. Recordando que el tiempo es superior
al espacio, quiero reafirmar que no todas las discusiones doctrinales, morales
o pastorales deben ser resueltas con intervenciones magisteriales.
Naturalmente, en la Iglesia es necesaria una unidad de doctrina y de praxis,
pero ello no impide que subsistan diferentes maneras de interpretar algunos
aspectos de la doctrina o algunas consecuencias que se derivan de ella. Esto
sucederá hasta que el Espíritu nos lleve a la verdad completa (cf. Jn 16,13),
es decir, cuando nos introduzca perfectamente en el misterio de Cristo y
podamos ver todo con su mirada. Además, en cada país o región se pueden buscar
soluciones más inculturadas, atentas a las tradiciones y a los desafíos
locales, porque «las culturas son muy diferentes entre sí y todo principio
general [...] necesita ser inculturado si quiere ser observado y aplicado»[3].
4. De cualquier manera, debo decir que
el camino sinodal ha contenido una gran belleza y ha brindado mucha luz.
Agradezco tantos aportes que me han ayudado a contemplar los problemas de las
familias del mundo en toda su amplitud. El conjunto de las intervenciones de
los Padres, que escuché con constante atención, me ha parecido un precioso
poliedro, conformado por muchas legítimas preocupaciones y por preguntas
honestas y sinceras. Por ello consideré adecuado redactar una Exhortación
apostólica postsinodal que recoja los aportes de los dos recientes Sínodos
sobre la familia, agregando otras consideraciones que puedan orientar la
reflexión, el diálogo o la praxis pastoral y, a la vez, ofrezcan aliento,
estímulo y ayuda a las familias en su entrega y en sus dificultades.
5. Esta Exhortación adquiere un sentido
especial en el contexto de este Año Jubilar de la Misericordia. En primer
lugar, porque la entiendo como una propuesta para las familias cristianas, que
las estimule a valorar los dones del matrimonio y de la familia, y a sostener
un amor fuerte y lleno de valores como la generosidad, el compromiso, la
fidelidad o la paciencia. En segundo lugar, porque procura alentar a todos para
que sean signos de misericordia y cercanía allí donde la vida familiar no se
realiza perfectamente o no se desarrolla con paz y gozo.
6. En el desarrollo del texto,
comenzaré con una apertura inspirada en las Sagradas Escrituras, que otorgue un
tono adecuado. A partir de allí, consideraré la situación actual de las
familias en orden a mantener los pies en la tierra. Después recordaré algunas
cuestiones elementales de la enseñanza de la Iglesia sobre el matrimonio y la
familia, para dar lugar así a los dos capítulos centrales, dedicados al amor. A
continuación destacaré algunos caminos pastorales que nos orienten a construir
hogares sólidos y fecundos según el plan de Dios, y dedicaré un capítulo a la
educación de los hijos. Luego me detendré en una invitación a la misericordia y
al discernimiento pastoral ante situaciones que no responden plenamente a lo
que el Señor nos propone, y por último plantearé breves líneas de
espiritualidad familiar.
7. Debido a la riqueza de los dos años
de reflexión que aportó el camino sinodal, esta Exhortación aborda, con
diferentes estilos, muchos y variados temas. Eso explica su inevitable
extensión. Por eso no recomiendo una lectura general apresurada. Podrá ser
mejor aprovechada, tanto por las familias como por los agentes de pastoral
familiar, si la profundizan pacientemente parte por parte o si buscan en ella
lo que puedan necesitar en cada circunstancia concreta. Es probable, por
ejemplo, que los matrimonios se identifiquen más con los capítulos cuarto y
quinto, que los agentes de pastoral tengan especial interés en el capítulo
sexto, y que todos se vean muy interpelados por el capítulo octavo. Espero que
cada uno, a través de la lectura, se sienta llamado a cuidar con amor la vida
de las familias, porque ellas «no son un problema, son principalmente una
oportunidad»[4].
Capítulo
primero
A LA LUZ DE LA PALABRA
A LA LUZ DE LA PALABRA
8. La Biblia está poblada de familias,
de generaciones, de historias de amor y de crisis familiares, desde la primera
página, donde entra en escena la familia de Adán y Eva con su peso de violencia
pero también con la fuerza de la vida que continúa (cf. Gn 4),
hasta la última página donde aparecen las bodas de la Esposa y del Cordero
(cf. Ap 21,2.9). Las dos casas que Jesús describe, construidas
sobre roca o sobre arena (cf. Mt 7,24-27), son expresión
simbólica de tantas situaciones familiares, creadas por las libertades de sus
miembros, porque, como escribía el poeta, «toda casa es un candelabro»[5].
9. Atravesemos entonces el umbral de
esta casa serena, con su familia sentada en torno a la mesa festiva. En el
centro encontramos la pareja del padre y de la madre con toda su historia de
amor. En ellos se realiza aquel designio primordial que Cristo mismo evoca con
intensidad: «¿No habéis leído que el Creador en el principio los creó hombre y
mujer?» (Mt 19,4). Y se retoma el mandato del Génesis: «Por eso
abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los
dos una sola carne» (2,24).
10. Los dos grandiosos primeros
capítulos del Génesis nos ofrecen la representación de la pareja humana en su
realidad fundamental. En ese texto inicial de la Biblia brillan algunas
afirmaciones decisivas. La primera, citada sintéticamente por Jesús, declara:
«Dios creó al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los
creó» (1,27). Sorprendentemente, la «imagen de Dios» tiene como paralelo
explicativo precisamente a la pareja «hombre y mujer». ¿Significa esto que Dios
mismo es sexuado o que con él hay una compañera divina, como creían algunas
religiones antiguas? Obviamente no, porque sabemos con cuánta claridad la
Biblia rechazó como idolátricas estas creencias difundidas entre los cananeos
de la Tierra Santa. Se preserva la trascendencia de Dios, pero, puesto que es
al mismo tiempo el Creador, la fecundidad de la pareja humana es «imagen» viva
y eficaz, signo visible del acto creador.
11. La pareja que ama y genera la vida
es la verdadera «escultura» viviente —no aquella de piedra u oro que el
Decálogo prohíbe—, capaz de manifestar al Dios creador y salvador. Por eso el
amor fecundo llega a ser el símbolo de las realidades íntimas de Dios
(cf. Gn 1,28; 9,7; 17,2-5.16; 28,3; 35,11; 48,3-4). A esto se
debe el que la narración del Génesis, siguiendo la llamada «tradición
sacerdotal», esté atravesada por varias secuencias genealógicas (cf.
4,17-22.25-26; 5; 10; 11,10-32; 25,1-4.12-17.19-26; 36), porque la capacidad de
generar de la pareja humana es el camino por el cual se desarrolla la historia
de la salvación. Bajo esta luz, la relación fecunda de la pareja se vuelve una
imagen para descubrir y describir el misterio de Dios, fundamental en la visión
cristiana de la Trinidad que contempla en Dios al Padre, al Hijo y al Espíritu
de amor. El Dios Trinidad es comunión de amor, y la familia es su reflejo
viviente. Nos iluminan las palabras de san Juan Pablo II: «Nuestro Dios, en su
misterio más íntimo, no es una soledad, sino una familia, puesto que lleva en
sí mismo paternidad, filiación y la esencia de la familia que es el amor. Este
amor, en la familia divina, es el Espíritu Santo»[6].
La familia no es pues algo ajeno a la misma esencia divina[7].
Este aspecto trinitario de la pareja tiene una nueva representación en la
teología paulina cuando el Apóstol la relaciona con el «misterio» de la unión
entre Cristo y la Iglesia (cf. Ef 5,21-33).
12. Pero Jesús, en su reflexión sobre el
matrimonio, nos remite a otra página del Génesis, el capítulo 2, donde aparece
un admirable retrato de la pareja con detalles luminosos. Elijamos sólo dos. El
primero es la inquietud del varón que busca «una ayuda recíproca» (vv. 18.20),
capaz de resolver esa soledad que le perturba y que no es aplacada por la
cercanía de los animales y de todo lo creado. La expresión original hebrea nos
remite a una relación directa, casi «frontal» —los ojos en los ojos— en un
diálogo también tácito, porque en el amor los silencios suelen ser más
elocuentes que las palabras. Es el encuentro con un rostro, con un «tú» que
refleja el amor divino y es «el comienzo de la fortuna, una ayuda semejante a
él y una columna de apoyo» (Si 36,24), como dice un sabio bíblico.
O bien, como exclamará la mujer del Cantar de los Cantares en una estupenda
profesión de amor y de donación en la reciprocidad: «Mi amado es mío y yo suya
[...] Yo soy para mi amado y mi amado es para mí» (2,16; 6,3).
13. De este encuentro, que sana la
soledad, surgen la generación y la familia. Este es el segundo detalle que
podemos destacar: Adán, que es también el hombre de todos los tiempos y de
todas las regiones de nuestro planeta, junto con su mujer, da origen a una
nueva familia, como repite Jesús citando el Génesis: «Se unirá a su mujer, y
serán los dos una sola carne» (Mt 19,5; cf. Gn 2,24).
El verbo «unirse» en el original hebreo indica una estrecha sintonía, una
adhesión física e interior, hasta el punto que se utiliza para describir la
unión con Dios: «Mi alma está unida a ti» (Sal 63,9), canta el
orante. Se evoca así la unión matrimonial no solamente en su dimensión sexual y
corpórea sino también en su donación voluntaria de amor. El fruto de esta unión
es «ser una sola carne», sea en el abrazo físico, sea en la unión de los
corazones y de las vidas y, quizás, en el hijo que nacerá de los dos, el cual
llevará en sí, uniéndolas no sólo genéticamente sino también espiritualmente,
las dos «carnes».
14. Retomemos el canto del Salmista.
Allí aparecen, dentro de la casa donde el hombre y su esposa están sentados a
la mesa, los hijos que los acompañan «como brotes de olivo» (Sal 128,3),
es decir, llenos de energía y de vitalidad. Si los padres son como los
fundamentos de la casa, los hijos son como las «piedras vivas» de la familia
(cf. 1 P 2,5). Es significativo que en el Antiguo Testamento
la palabra que aparece más veces después de la divina (yhwh, el «Señor»)
es «hijo» (ben), un vocablo que remite al verbo hebreo que significa
«construir» (banah). Por eso, en el Salmo 127 se exalta el don de los
hijos con imágenes que se refieren tanto a la edificación de una casa, como a
la vida social y comercial que se desarrollaba en la puerta de la ciudad: «Si
el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles; la herencia que
da el Señor son los hijos; su salario, el fruto del vientre: son saetas en mano
de un guerrero los hijos de la juventud; dichoso el hombre que llena con ellas
su aljaba: no quedará derrotado cuando litigue con su adversario en la plaza»
(vv. 1.3-5). Es verdad que estas imágenes reflejan la cultura de una sociedad
antigua, pero la presencia de los hijos es de todos modos un signo de plenitud
de la familia en la continuidad de la misma historia de salvación, de
generación en generación.
15. Bajo esta luz podemos recoger otra
dimensión de la familia. Sabemos que en el Nuevo Testamento se habla de «la
iglesia que se reúne en la casa» (cf. 1 Co 16,19; Rm 16,5; Col 4,15; Flm 2).
El espacio vital de una familia se podía transformar en iglesia doméstica, en
sede de la Eucaristía, de la presencia de Cristo sentado a la misma mesa. Es
inolvidable la escena pintada en el Apocalipsis: «Estoy a la puerta llamando:
si alguien oye y me abre, entraré y comeremos juntos» (3,20). Así se delinea
una casa que lleva en su interior la presencia de Dios, la oración común y, por
tanto, la bendición del Señor. Es lo que se afirma en el Salmo 128 que tomamos
como base: «Que el Señor te bendiga desde Sión» (v. 5).
16. La Biblia considera también a la
familia como la sede de la catequesis de los hijos. Eso brilla en la
descripción de la celebración pascual (cf. Ex 12,26-27; Dt 6,20-25),
y luego fue explicitado en la haggadah judía, o sea, en la
narración dialógica que acompaña el rito de la cena pascual. Más aún, un Salmo
exalta el anuncio familiar de la fe: «Lo que oímos y aprendimos, lo que
nuestros padres nos contaron, no lo ocultaremos a sus hijos, lo contaremos a la
futura generación: las alabanzas del Señor, su poder, las maravillas que
realizó. Porque él estableció una norma para Jacob, dio una ley a Israel: él
mandó a nuestros padres que lo enseñaran a sus hijos, para que lo supiera la
generación siguiente, y los hijos que nacieran después. Que surjan y lo cuenten
a sus hijos» (Sal 78,3-6). Por lo tanto, la familia es el lugar
donde los padres se convierten en los primeros maestros de la fe para sus
hijos. Es una tarea artesanal, de persona a persona: «Cuando el día de mañana
tu hijo te pregunte [...] le responderás…» (Ex 13,14). Así, las
distintas generaciones entonarán su canto al Señor, «los jóvenes y también las
doncellas, los viejos junto con los niños» (Sal 148,12).
17. Los padres tienen el deber de
cumplir con seriedad su misión educadora, como enseñan a menudo los sabios
bíblicos (cf. Pr 3,11-12; 6,20-22; 13,1; 29,17). Los hijos
están llamados a acoger y practicar el mandamiento: «Honra a tu padre y a tu
madre» (Ex 20,12), donde el verbo «honrar» indica el cumplimiento
de los compromisos familiares y sociales en su plenitud, sin descuidarlos con
excusas religiosas (cf. Mc 7,11-13). En efecto, «el que honra
a su padre expía sus pecados, el que respeta a su madre acumula tesoros» (Si 3,3-4).
18. El Evangelio nos recuerda también
que los hijos no son una propiedad de la familia, sino que tienen por delante
su propio camino de vida. Si es verdad que Jesús se presenta como modelo de
obediencia a sus padres terrenos, sometiéndose a ellos (cf. Lc 2,51),
también es cierto que él muestra que la elección de vida del hijo y su misma
vocación cristiana pueden exigir una separación para cumplir con su propia
entrega al Reino de Dios (cf. Mt 10,34-37; Lc 9,59-62).
Es más, él mismo a los doce años responde a María y a José que tiene otra
misión más alta que cumplir más allá de su familia histórica (cf. Lc 2,48-50).
Por eso exalta la necesidad de otros lazos, muy profundos también dentro de las
relaciones familiares: «Mi madre y mis hermanos son estos: los que escuchan la
Palabra de Dios y la ponen por obra» (Lc 8,21). Por otra parte, en
la atención que él presta a los niños —considerados en la sociedad del antiguo
Oriente próximo como sujetos sin particulares derechos e incluso como objeto de
posesión familiar— Jesús llega al punto de presentarlos a los adultos casi como
maestros, por su confianza simple y espontánea ante los demás: «En verdad os
digo que si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de
los cielos. Por lo tanto, el que se haga pequeño como este niño, ese es el más
grande en el reino de los cielos» (Mt 18,3-4).
19. El idilio que manifiesta el Salmo
128 no niega una realidad amarga que marca todas las Sagradas Escrituras. Es la
presencia del dolor, del mal, de la violencia que rompen la vida de la familia
y su íntima comunión de vida y de amor. Por algo el discurso de Cristo sobre el
matrimonio (cf. Mt 19,3-9) está inserto dentro de una disputa
sobre el divorcio. La Palabra de Dios es testimonio constante de esta dimensión
oscura que se abre ya en los inicios cuando, con el pecado, la relación de amor
y de pureza entre el varón y la mujer se transforma en un dominio: «Tendrás
ansia de tu marido, y él te dominará» (Gn 3,16).
20. Es un sendero de sufrimiento y de
sangre que atraviesa muchas páginas de la Biblia, a partir de la violencia
fratricida de Caín sobre Abel y de los distintos litigios entre los hijos y
entre las esposas de los patriarcas Abraham, Isaac y Jacob, llegando luego a
las tragedias que llenan de sangre a la familia de David, hasta las múltiples
dificultades familiares que surcan la narración de Tobías o la amarga confesión
de Job abandonado: «Ha alejado de mí a mis parientes, mis conocidos me tienen
por extraño [...] Hasta mi vida repugna a mi esposa, doy asco a mis propios
hermanos» (Jb 19,13.17).
21. Jesús mismo nace en una familia
modesta que pronto debe huir a una tierra extranjera. Él entra en la casa de
Pedro donde su suegra está enferma (Mc 1,30-31), se deja involucrar
en el drama de la muerte en la casa de Jairo o en el hogar de Lázaro (cf. Mc 5,22-24.35-43);
escucha el grito desesperado de la viuda de Naín ante su hijo muerto (cf. Lc 7,11-15),
atiende el clamor del padre del epiléptico en un pequeño pueblo del campo
(cf. Mt 9,9-13; Lc 19,1-10. Encuentra a
publicanos como Mateo o Zaqueo en sus propias casas, y también a pecadoras,
como la mujer que irrumpe en la casa del fariseo (cf. Lc 7,36-50).
Conoce las ansias y las tensiones de las familias incorporándolas en sus
parábolas: desde los hijos que dejan sus casas para intentar alguna aventura
(cf. Lc 15,11-32) hasta los hijos difíciles con
comportamientos inexplicables (cf. Mt 21,28-31) o víctimas de
la violencia (cf. Mc 12,1-9). Y se interesa incluso por las
bodas que corren el riesgo de resultar bochornosas por la ausencia de vino
(cf. Jn 2,1-10) o por falta de asistencia de los invitados
(cf. Mt 22,1-10), así como conoce la pesadilla por la pérdida
de una moneda en una familia pobre (cf. Lc 15,8-10).
22. En este breve recorrido podemos
comprobar que la Palabra de Dios no se muestra como una secuencia de tesis
abstractas, sino como una compañera de viaje también para las familias que
están en crisis o en medio de algún dolor, y les muestra la meta del camino,
cuando Dios «enjugará las lágrimas de sus ojos. Ya no habrá muerte, ni luto, ni
llanto, ni dolor» (Ap 21,4).
23. Al comienzo del Salmo 128, el padre
es presentado como un trabajador, quien con la obra de sus manos puede sostener
el bienestar físico y la serenidad de su familia: «Comerás del trabajo de tus
manos, serás dichoso, te irá bien» (v. 2). Que el trabajo sea una
parte fundamental de la dignidad de la vida humana se deduce de las primeras
páginas de la Biblia, cuando se declara que «Dios tomó al hombre y lo colocó en
el jardín de Edén, para que lo guardara y lo cultivara» (Gn 2,15).
Es la representación del trabajador que transforma la materia y aprovecha las
energías de lo creado, dando luz al «pan de vuestros sudores» (Sal 127,2),
además de cultivarse a sí mismo.
24. El trabajo hace posible al mismo
tiempo el desarrollo de la sociedad, el sostenimiento de la familia y también
su estabilidad y su fecundidad: «Que veas la prosperidad de Jerusalén todos los
días de tu vida; que veas a los hijos de tus hijos» (Sal 128,5-6).
En el libro de los Proverbios también se hace presente la tarea de la madre de
familia, cuyo trabajo se describe en todas sus particularidades cotidianas,
atrayendo la alabanza del esposo y de los hijos (cf. 31,10-31). El mismo
Apóstol Pablo se mostraba orgulloso de haber vivido sin ser un peso para los
demás, porque trabajó con sus manos y así se aseguró el sustento (cf. Hch 18,3; 1
Co 4,12; 9,12). Tan convencido estaba de la necesidad del trabajo, que
estableció una férrea norma para sus comunidades: «Si alguno no quiere
trabajar, que no coma» (2 Ts 3,10; cf. 1 Ts 4,11).
25. Dicho esto, se comprende que la
desocupación y la precariedad laboral se transformen en sufrimiento, como se
hace notar en el librito de Rut y como recuerda Jesús en la parábola de los
trabajadores sentados, en un ocio forzado, en la plaza del pueblo (cf. Mt 20,1-16),
o cómo él lo experimenta en el mismo hecho de estar muchas veces rodeado de
menesterosos y hambrientos. Es lo que la sociedad está viviendo trágicamente en
muchos países, y esta ausencia de fuentes de trabajo afecta de diferentes
maneras a la serenidad de las familias.
26. Tampoco podemos olvidar la
degeneración que el pecado introduce en la sociedad cuando el ser humano se
comporta como tirano ante la naturaleza, devastándola, usándola de modo egoísta
y hasta brutal. Las consecuencias son al mismo tiempo la desertificación del
suelo (cf. Gn 3,17-19) y los desequilibrios económicos y
sociales, contra los cuales se levanta con claridad la voz de los profetas,
desde Elías (cf. 1 R 21) hasta llegar a las palabras que el mismo
Jesús pronuncia contra la injusticia (cf. Lc 12,13-21;
16,1-31).
27. Cristo ha introducido como emblema
de sus discípulos sobre todo la ley del amor y del don de sí a los demás
(cf. Mt 22,39; Jn 13,34), y lo hizo a través
de un principio que un padre o una madre suelen testimoniar en su propia
existencia: «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos»
(Jn 15,13). Fruto del amor son también la misericordia y el perdón.
En esta línea, es muy emblemática la escena que muestra a una adúltera en la
explanada del templo de Jerusalén, rodeada de sus acusadores, y luego sola con
Jesús que no la condena y la invita a una vida más digna (cf. Jn 8,1-11).
28. En el horizonte del amor, central en
la experiencia cristiana del matrimonio y de la familia, se destaca también
otra virtud, algo ignorada en estos tiempos de relaciones frenéticas y
superficiales: la ternura. Acudamos al dulce e intenso Salmo 131. Como se
advierte también en otros textos (cf. Ex 4,22; Is 49,15; Sal 27,10),
la unión entre el fiel y su Señor se expresa con rasgos del amor paterno o
materno. Aquí aparece la delicada y tierna intimidad que existe entre la madre
y su niño, un recién nacido que duerme en los brazos de su madre después de
haber sido amamantado. Se trata —como lo expresa la palabra hebrea gamul—
de un niño ya destetado, que se aferra conscientemente a la madre que lo lleva
en su pecho. Es entonces una intimidad consciente y no meramente biológica. Por
eso el salmista canta: «Tengo mi interior en paz y en silencio, como un niño
destetado en el regazo de su madre» (Sal 131,2). De modo paralelo,
podemos acudir a otra escena, donde el profeta Oseas coloca en boca de Dios
como padre estas palabras conmovedoras: «Cuando Israel era joven, lo amé [...] Yo
enseñe a andar a Efraín, lo alzaba en brazos [...] Con cuerdas humanas, con
correas de amor lo atraía; era para ellos como el que levanta a un niño contra
su mejilla, me inclinaba y le daba de comer» (11,1.3-4).
29. Con esta mirada, hecha de fe y de
amor, de gracia y de compromiso, de familia humana y de Trinidad divina,
contemplamos la familia que la Palabra de Dios confía en las manos del varón,
de la mujer y de los hijos para que conformen una comunión de personas que sea
imagen de la unión entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. La actividad
generativa y educativa es, a su vez, un reflejo de la obra creadora del Padre.
La familia está llamada a compartir la oración cotidiana, la lectura de la
Palabra de Dios y la comunión eucarística para hacer crecer el amor y
convertirse cada vez más en templo donde habita el Espíritu.
30. Ante cada familia se presenta el
icono de la familia de Nazaret, con su cotidianeidad hecha de cansancios y
hasta de pesadillas, como cuando tuvo que sufrir la incomprensible violencia de
Herodes, experiencia que se repite trágicamente todavía hoy en tantas familias
de prófugos desechados e inermes. Como los magos, las familias son invitadas a
contemplar al Niño y a la Madre, a postrarse y a adorarlo (cf. Mt 2,11).
Como María, son exhortadas a vivir con coraje y serenidad sus desafíos
familiares, tristes y entusiasmantes, y a custodiar y meditar en el corazón las
maravillas de Dios (cf. Lc 2,19.51). En el tesoro del corazón
de María están también todos los acontecimientos de cada una de nuestras
familias, que ella conserva cuidadosamente. Por eso puede ayudarnos a
interpretarlos para reconocer en la historia familiar el mensaje de Dios.
31. El bien de la familia es decisivo
para el futuro del mundo y de la Iglesia. Son incontables los análisis que se
han hecho sobre el matrimonio y la familia, sobre sus dificultades y desafíos
actuales. Es sano prestar atención a la realidad concreta, porque «las
exigencias y llamadas del Espíritu Santo resuenan también en los
acontecimientos mismos de la historia», a través de los cuales «la Iglesia
puede ser guiada a una comprensión más profunda del inagotable misterio del
matrimonio y de la familia»[8].
No pretendo presentar aquí todo lo que podría decirse sobre los diversos temas
relacionados con la familia en el contexto actual. Pero, dado que los Padres
sinodales han dirigido una mirada a la realidad de las familias de todo el
mundo, considero adecuado recoger algunos de sus aportes pastorales, agregando
otras preocupaciones que provienen de mi propia mirada.
32. «Fieles a las enseñanzas de Cristo
miramos la realidad de la familia hoy en toda su complejidad, en sus luces y
sombras [...] El cambio antropológico-cultural hoy influye en todos los
aspectos de la vida y requiere un enfoque analítico y diversificado»[9].
En el contexto de varias décadas atrás, los Obispos de España ya reconocían una
realidad doméstica con más espacios de libertad, «con un reparto equitativo de
cargas, responsabilidades y tareas [...] Al valorar más la comunicación
personal entre los esposos, se contribuye a humanizar toda la convivencia
familiar [...] Ni la sociedad en que vivimos ni aquella hacia la que caminamos
permiten la pervivencia indiscriminada de formas y modelos del pasado»[10].
Pero «somos conscientes de la dirección que están tomando los cambios
antropológico-culturales, en razón de los cuales los individuos son menos
apoyados que en el pasado por las estructuras sociales en su vida afectiva y
familiar»[11].
33. Por otra parte, «hay que considerar
el creciente peligro que representa un individualismo exasperado que desvirtúa
los vínculos familiares y acaba por considerar a cada componente de la familia
como una isla, haciendo que prevalezca, en ciertos casos, la idea de un sujeto
que se construye según sus propios deseos asumidos con carácter absoluto»[12].
«Las tensiones inducidas por una cultura individualista exagerada de la
posesión y del disfrute generan dentro de las familias dinámicas de
intolerancia y agresividad»[13].
Quisiera agregar el ritmo de vida actual, el estrés, la organización social y
laboral, porque son factores culturales que ponen en riesgo la posibilidad de
opciones permanentes. Al mismo tiempo, encontramos fenómenos ambiguos. Por
ejemplo, se aprecia una personalización que apuesta por la autenticidad en
lugar de reproducir comportamientos pautados. Es un valor que puede promover
las distintas capacidades y la espontaneidad, pero que, mal orientado, puede
crear actitudes de permanente sospecha, de huida de los compromisos, de
encierro en la comodidad, de arrogancia. La libertad para elegir permite
proyectar la propia vida y cultivar lo mejor de uno mismo, pero si no tiene
objetivos nobles y disciplina personal, degenera en una incapacidad de donarse
generosamente. De hecho, en muchos países donde disminuye el número de
matrimonios, crece el número de personas que deciden vivir solas, o que
conviven sin cohabitar. Podemos destacar también un loable sentido de justicia;
pero, mal entendido, convierte a los ciudadanos en clientes que sólo exigen prestaciones
de servicios.
34. Si estos riesgos se trasladan al
modo de entender la familia, esta puede convertirse en un lugar de paso, al que
uno acude cuando le parece conveniente para sí mismo, o donde uno va a reclamar
derechos, mientras los vínculos quedan abandonados a la precariedad voluble de
los deseos y las circunstancias. En el fondo, hoy es fácil confundir la genuina
libertad con la idea de que cada uno juzga como le parece, como si más allá de
los individuos no hubiera verdades, valores, principios que nos orienten, como
si todo fuera igual y cualquier cosa debiera permitirse. En ese contexto, el
ideal matrimonial, con un compromiso de exclusividad y de estabilidad, termina
siendo arrasado por las conveniencias circunstanciales o por los caprichos de
la sensibilidad. Se teme la soledad, se desea un espacio de protección y de
fidelidad, pero al mismo tiempo crece el temor a ser atrapado por una relación
que pueda postergar el logro de las aspiraciones personales.
35. Los cristianos no podemos renunciar
a proponer el matrimonio con el fin de no contradecir la sensibilidad actual,
para estar a la moda, o por sentimientos de inferioridad frente al descalabro
moral y humano. Estaríamos privando al mundo de los valores que podemos y
debemos aportar. Es verdad que no tiene sentido quedarnos en una denuncia
retórica de los males actuales, como si con eso pudiéramos cambiar algo.
Tampoco sirve pretender imponer normas por la fuerza de la autoridad. Nos cabe
un esfuerzo más responsable y generoso, que consiste en presentar las razones y
las motivaciones para optar por el matrimonio y la familia, de manera que las
personas estén mejor dispuestas a responder a la gracia que Dios les ofrece.
36. Al mismo tiempo tenemos que ser
humildes y realistas, para reconocer que a veces nuestro modo de presentar las
convicciones cristianas, y la forma de tratar a las personas, han ayudado a
provocar lo que hoy lamentamos, por lo cual nos corresponde una saludable
reacción de autocrítica. Por otra parte, con frecuencia presentamos el
matrimonio de tal manera que su fin unitivo, el llamado a crecer en el amor y
el ideal de ayuda mutua, quedó opacado por un acento casi excluyente en el
deber de la procreación. Tampoco hemos hecho un buen acompañamiento de los
nuevos matrimonios en sus primeros años, con propuestas que se adapten a sus
horarios, a sus lenguajes, a sus inquietudes más concretas. Otras veces, hemos
presentado un ideal teológico del matrimonio demasiado abstracto, casi
artificiosamente construido, lejano de la situación concreta y de las
posibilidades efectivas de las familias reales. Esta idealización excesiva,
sobre todo cuando no hemos despertado la confianza en la gracia, no ha hecho
que el matrimonio sea más deseable y atractivo, sino todo lo contrario.
37. Durante mucho tiempo creímos que con
sólo insistir en cuestiones doctrinales, bioéticas y morales, sin motivar la
apertura a la gracia, ya sosteníamos suficientemente a las familias,
consolidábamos el vínculo de los esposos y llenábamos de sentido sus vidas compartidas.
Tenemos dificultad para presentar al matrimonio más como un camino dinámico de
desarrollo y realización que como un peso a soportar toda la vida. También nos
cuesta dejar espacio a la conciencia de los fieles, que muchas veces responden
lo mejor posible al Evangelio en medio de sus límites y pueden desarrollar su
propio discernimiento ante situaciones donde se rompen todos los esquemas.
Estamos llamados a formar las conciencias, pero no a pretender sustituirlas.
38. Debemos agradecer que la mayor parte
de la gente valora las relaciones familiares que quieren permanecer en el
tiempo y que aseguran el respeto al otro. Por eso, se aprecia que la Iglesia
ofrezca espacios de acompañamiento y asesoramiento sobre cuestiones
relacionadas con el crecimiento del amor, la superación de los conflictos o la
educación de los hijos. Muchos estiman la fuerza de la gracia que experimentan
en la Reconciliación sacramental y en la Eucaristía, que les permite
sobrellevar los desafíos del matrimonio y la familia. En algunos países,
especialmente en distintas partes de África, el secularismo no ha logrado
debilitar algunos valores tradicionales, y en cada matrimonio se produce una
fuerte unión entre dos familias ampliadas, donde todavía se conserva un sistema
bien definido de gestión de conflictos y dificultades. En el mundo actual
también se aprecia el testimonio de los matrimonios que no sólo han perdurado
en el tiempo, sino que siguen sosteniendo un proyecto común y conservan el
afecto. Esto abre la puerta a una pastoral positiva, acogedora, que posibilita
una profundización gradual de las exigencias del Evangelio. Sin embargo, muchas
veces hemos actuado a la defensiva, y gastamos las energías pastorales
redoblando el ataque al mundo decadente, con poca capacidad proactiva para
mostrar caminos de felicidad. Muchos no sienten que el mensaje de la Iglesia
sobre el matrimonio y la familia haya sido un claro reflejo de la predicación y
de las actitudes de Jesús que, al mismo tiempo que proponía un ideal exigente,
nunca perdía la cercanía compasiva con los frágiles, como la samaritana o la
mujer adúltera.
39. Esto no significa dejar de advertir
la decadencia cultural que no promueve el amor y la entrega. Las consultas
previas a los dos últimos sínodos sacaron a la luz diversos síntomas de la
«cultura de lo provisorio». Me refiero, por ejemplo, a la velocidad con la que
las personas pasan de una relación afectiva a otra. Creen que el amor, como en
las redes sociales, se puede conectar o desconectar a gusto del consumidor e
incluso bloquear rápidamente. Pienso también en el temor que despierta la
perspectiva de un compromiso permanente, en la obsesión por el tiempo libre, en
las relaciones que miden costos y beneficios y se mantienen únicamente si son
un medio para remediar la soledad, para tener protección o para recibir algún
servicio. Se traslada a las relaciones afectivas lo que sucede con los objetos
y el medio ambiente: todo es descartable, cada uno usa y tira, gasta y rompe,
aprovecha y estruja mientras sirva. Después, ¡adiós! El narcisismo vuelve a las
personas incapaces de mirar más allá de sí mismas, de sus deseos y necesidades.
Pero quien utiliza a los demás tarde o temprano termina siendo utilizado,
manipulado y abandonado con la misma lógica. Llama la atención que las rupturas
se dan muchas veces en adultos mayores que buscan una especie de «autonomía», y
rechazan el ideal de envejecer juntos cuidándose y sosteniéndose.
40. «Aun a riesgo de simplificar,
podríamos decir que existe una cultura tal que empuja a muchos jóvenes a no
poder formar una familia porque están privados de oportunidades de futuro. Sin
embargo, esa misma cultura concede a muchos otros, por el contrario, tantas
oportunidades, que también ellos se ven disuadidos de formar una familia»[14].
En algunos países, muchos jóvenes «a menudo son llevados a posponer la boda por
problemas de tipo económico, laboral o de estudio. A veces, por otras razones,
como la influencia de las ideologías que desvalorizan el matrimonio y la
familia, la experiencia del fracaso de otras parejas a la cual ellos no quieren
exponerse, el miedo hacia algo que consideran demasiado grande y sagrado, las
oportunidades sociales y las ventajas económicas derivadas de la convivencia,
una concepción puramente emocional y romántica del amor, el miedo de perder su
libertad e independencia, el rechazo de todo lo que es concebido como institucional
y burocrático»[15].
Necesitamos encontrar las palabras, las motivaciones y los testimonios que nos
ayuden a tocar las fibras más íntimas de los jóvenes, allí donde son más
capaces de generosidad, de compromiso, de amor e incluso de heroísmo, para
invitarles a aceptar con entusiasmo y valentía el desafío del matrimonio.
41. Los Padres sinodales se refirieron a
las actuales «tendencias culturales que parecen imponer una afectividad sin
límites, [...] una afectividad narcisista, inestable y cambiante que no ayuda
siempre a los sujetos a alcanzar una mayor madurez». Han dicho que están preocupados
por «una cierta difusión de la pornografía y de la comercialización del cuerpo,
favorecida entre otras cosas por un uso desequilibrado de Internet», y por «la
situación de las personas que se ven obligadas a practicar la prostitución. En
este contexto, «los cónyuges se sienten a menudo inseguros, indecisos y les
cuesta encontrar los modos para crecer. Son muchos los que suelen quedarse en
los estadios primarios de la vida emocional y sexual. La crisis de los esposos
desestabiliza la familia y, a través de las separaciones y los divorcios, puede
llegar a tener serias consecuencias para los adultos, los hijos y la sociedad,
debilitando al individuo y los vínculos sociales»[16].
Las crisis matrimoniales frecuentemente «se afrontan de un modo superficial y
sin la valentía de la paciencia, del diálogo sincero, del perdón recíproco, de
la reconciliación y también del sacrificio. Los fracasos dan origen a nuevas
relaciones, nuevas parejas, nuevas uniones y nuevos matrimonios, creando
situaciones familiares complejas y problemáticas para la opción cristiana»[17].
42. «Asimismo, el descenso demográfico,
debido a una mentalidad antinatalista y promovido por las políticas mundiales
de salud reproductiva, no sólo determina una situación en la que el sucederse
de las generaciones ya no está asegurado, sino que se corre el riesgo de que
con el tiempo lleve a un empobrecimiento económico y a una pérdida de esperanza
en el futuro. El avance de las biotecnologías también ha tenido un fuerte
impacto sobre la natalidad»[18].
Pueden agregarse otros factores como «la industrialización, la revolución
sexual, el miedo a la superpoblación, los problemas económicos. La sociedad de
consumo también puede disuadir a las personas de tener hijos sólo para mantener
su libertad y estilo de vida»[19].
Es verdad que la conciencia recta de los esposos, cuando han sido muy generosos
en la comunicación de la vida, puede orientarlos a la decisión de limitar el
número de hijos por motivos suficientemente serios, pero también, «por amor a
esta dignidad de la conciencia, la Iglesia rechaza con todas sus fuerzas las
intervenciones coercitivas del Estado en favor de la anticoncepción, la
esterilización e incluso del aborto»[20].
Estas medidas son inaceptables incluso en lugares con alta tasa de natalidad,
pero llama la atención que los políticos las alienten también en algunos países
que sufren el drama de una tasa de natalidad muy baja. Como indicaron los
Obispos de Corea, esto es «actuar de un modo contradictorio y descuidando el
propio deber»[21].
43. El debilitamiento de la fe y de la
práctica religiosa en algunas sociedades afecta a las familias y las deja más
solas con sus dificultades. Los Padres afirmaron que «una de las mayores
pobrezas de la cultura actual es la soledad, fruto de la ausencia de Dios en la
vida de las personas y de la fragilidad de las relaciones. Asimismo, hay una
sensación general de impotencia frente a la realidad socioeconómica que a
menudo acaba por aplastar a las familias [...] Con frecuencia, las familias se
sienten abandonadas por el desinterés y la poca atención de las instituciones.
Las consecuencias negativas desde el punto de vista de la organización social
son evidentes: de la crisis demográfica a las dificultades educativas, de la
fatiga a la hora de acoger la vida naciente a sentir la presencia de los
ancianos como un peso, hasta el difundirse de un malestar afectivo que a veces
llega a la violencia. El Estado tiene la responsabilidad de crear las
condiciones legislativas y laborales para garantizar el futuro de los jóvenes y
ayudarlos a realizar su proyecto de formar una familia»[22].
44. La falta de una vivienda digna o
adecuada suele llevar a postergar la formalización de una relación. Hay que
recordar que «la familia tiene derecho a una vivienda decente, apta para la
vida familiar y proporcionada al número de sus miembros, en un ambiente
físicamente sano, que ofrezca los servicios básicos para la vida de la familia
y de la comunidad»[23].
Una familia y un hogar son dos cosas que se reclaman mutuamente. Este ejemplo
muestra que tenemos que insistir en los derechos de la familia, y no sólo en
los derechos individuales. La familia es un bien del cual la sociedad no puede
prescindir, pero necesita ser protegida[24].
La defensa de estos derechos es «una llamada profética en favor de la
institución familiar que debe ser respetada y defendida contra toda agresión»[25],
sobre todo en el contexto actual donde suele ocupar poco espacio en los
proyectos políticos. Las familias tienen, entre otros derechos, el de «poder
contar con una adecuada política familiar por parte de las autoridades públicas
en el terreno jurídico, económico, social y fiscal»[26].
A veces son dramáticas las angustias de las familias cuando, frente a la
enfermedad de un ser querido, no tienen acceso a servicios adecuados de salud,
o cuando se prolonga el tiempo sin acceder a un empleo digno. «Las coerciones
económicas excluyen el acceso de la familia a la educación, la vida cultural y
la vida social activa. El actual sistema económico produce diversas formas de
exclusión social. Las familias sufren en particular los problemas relativos al
trabajo. Las posibilidades para los jóvenes son pocas y la oferta de trabajo es
muy selectiva y precaria. Las jornadas de trabajo son largas y, a menudo,
agravadas por largos tiempos de desplazamiento. Esto no ayuda a los miembros de
la familia a encontrarse entre ellos y con los hijos, a fin de alimentar
cotidianamente sus relaciones»[27].
45. «Son muchos los niños que nacen
fuera del matrimonio, especialmente en algunos países, y muchos los que después
crecen con uno solo de los padres o en un contexto familiar ampliado o
reconstituido [...] Por otro lado, la explotación sexual de la infancia
constituye una de las realidades más escandalosas y perversas de la sociedad
actual. Asimismo, en las sociedades golpeadas por la violencia a causa de la
guerra, del terrorismo o de la presencia del crimen organizado, se dan
situaciones familiares deterioradas y, sobre todo en las grandes metrópolis y
en sus periferias, crece el llamado fenómeno de los niños de la calle»[28].
El abuso sexual de los niños se torna todavía más escandaloso cuando ocurre en
los lugares donde deben ser protegidos, particularmente en las familias y en
las escuelas y en las comunidades e instituciones cristianas[29].
46. Las migraciones «representan otro
signo de los tiempos que hay que afrontar y comprender con toda la carga de
consecuencias sobre la vida familiar»[30].
El último Sínodo ha dado una gran importancia a esta problemática, al expresar
que «atañe, en modalidades diversas, a poblaciones enteras en varias partes del
mundo. La Iglesia ha tenido en este ámbito un papel importante. La necesidad de
mantener y desarrollar este testimonio evangélico (cf. Mt 25,35)
aparece hoy más urgente que nunca [...] La movilidad humana, que corresponde al
movimiento histórico natural de los pueblos, puede revelarse una auténtica
riqueza, tanto para la familia que emigra como para el país que la acoge. Otra
cosa es la migración forzada de las familias como consecuencia de situaciones
de guerra, persecuciones, pobreza, injusticia, marcada por las vicisitudes de
un viaje que a menudo pone en riesgo la vida, traumatiza a las personas y
desestabiliza a las familias. El acompañamiento de los migrantes exige una
pastoral específica, dirigida tanto a las familias que emigran como a los
miembros de los núcleos familiares que permanecen en los lugares de origen.
Esto se debe llevar a cabo respetando sus culturas, la formación religiosa y
humana de la que provienen, así como la riqueza espiritual de sus ritos y
tradiciones, también mediante un cuidado pastoral específico [...] Las
experiencias migratorias resultan especialmente dramáticas y devastadoras,
tanto para las familias como para las personas, cuando tienen lugar fuera de la
legalidad y son sostenidas por los circuitos internacionales de la trata de
personas. También cuando conciernen a las mujeres o a los niños no acompañados,
obligados a permanencias prolongadas en lugares de pasaje entre un país y otro,
en campos de refugiados, donde no es posible iniciar un camino de integración.
La extrema pobreza, y otras situaciones de desintegración, inducen a veces a
las familias incluso a vender a sus propios hijos para la prostitución o el
tráfico de órganos»[31].
«Las persecuciones de los cristianos, así como las de las minorías étnicas y
religiosas, en muchas partes del mundo, especialmente en Oriente Medio, son una
gran prueba: no sólo para la Iglesia, sino también para toda la comunidad
internacional. Todo esfuerzo debe ser apoyado para facilitar la permanencia de
las familias y de las comunidades cristianas en sus países de origen»[32].
47. Los Padres también dedicaron
especial atención «a las familias de las personas con discapacidad, en las
cuales dicho hándicap, que irrumpe en la vida, genera un desafío, profundo e
inesperado, y desbarata los equilibrios, los deseos y las expectativas [...]
Merecen una gran admiración las familias que aceptan con amor la difícil prueba
de un niño discapacitado. Ellas dan a la Iglesia y a la sociedad un valioso
testimonio de fidelidad al don de la vida. La familia podrá descubrir, junto
con la comunidad cristiana, nuevos gestos y lenguajes, formas de comprensión y
de identidad, en el camino de acogida y cuidado del misterio de la fragilidad.
Las personas con discapacidad son para la familia un don y una oportunidad para
crecer en el amor, en la ayuda recíproca y en la unidad [...] La familia que
acepta con los ojos de la fe la presencia de personas con discapacidad podrá
reconocer y garantizar la calidad y el valor de cada vida, con sus necesidades,
sus derechos y sus oportunidades. Dicha familia proveerá asistencia y cuidados,
y promoverá compañía y afecto, en cada fase de la vida»[33].
Quiero subrayar que la atención dedicada tanto a los migrantes como a las
personas con discapacidades es un signo del Espíritu. Porque ambas situaciones
son paradigmáticas: ponen especialmente en juego cómo se vive hoy la lógica de
la acogida misericordiosa y de la integración de los más frágiles.
48. «La mayoría de las familias respeta
a los ancianos, los rodea de cariño y los considera una bendición. Un agradecimiento
especial hay que dirigirlo a las asociaciones y movimientos familiares que
trabajan en favor de los ancianos, en lo espiritual y social [...] En las
sociedades altamente industrializadas, donde su número va en aumento, mientras
que la tasa de natalidad disminuye, estos corren el riesgo de ser percibidos
como un peso. Por otro lado, los cuidados que requieren a menudo ponen a dura
prueba a sus seres queridos»[34].
«Valorar la fase conclusiva de la vida es todavía más necesario hoy, porque en
la sociedad actual se trata de cancelar de todos los modos posibles el momento
del tránsito. La fragilidad y la dependencia del anciano a veces son
injustamente explotadas para sacar ventaja económica. Numerosas familias nos
enseñan que se pueden afrontar los últimos años de la vida valorizando el
sentido del cumplimiento y la integración de toda la existencia en el misterio
pascual. Un gran número de ancianos es acogido en estructuras eclesiales, donde
pueden vivir en un ambiente sereno y familiar en el plano material y
espiritual. La eutanasia y el suicidio asistido son graves amenazas para las
familias de todo el mundo. Su práctica es legal en muchos países. La Iglesia,
mientras se opone firmemente a estas prácticas, siente el deber de ayudar a las
familias que cuidan de sus miembros ancianos y enfermos»[35].
49. Quiero destacar la situación de las
familias sumidas en la miseria, castigadas de tantas maneras, donde los límites
de la vida se viven de forma lacerante. Si todos tienen dificultades, en un
hogar muy pobre se vuelven más duras[36].
Por ejemplo, si una mujer debe criar sola a su hijo, por una separación o por
otras causas, y debe trabajar sin la posibilidad de dejarlo con otra persona,
el niño crece en un abandono que lo expone a todo tipo de riesgos, y su
maduración personal queda comprometida. En las difíciles situaciones que viven
las personas más necesitadas, la Iglesia debe tener un especial cuidado para
comprender, consolar, integrar, evitando imponerles una serie de normas como si
fueran una roca, con lo cual se consigue el efecto de hacer que se sientan
juzgadas y abandonadas precisamente por esa Madre que está llamada a acercarles
la misericordia de Dios. De ese modo, en lugar de ofrecer la fuerza sanadora de
la gracia y la luz del Evangelio, algunos quieren «adoctrinarlo», convertirlo
en «piedras muertas para lanzarlas contra los demás»[37].
50. Las respuestas recibidas a las dos
consultas efectuadas durante el camino sinodal, mencionaron las más diversas
situaciones que plantean nuevos desafíos. Además de las ya indicadas, muchos se
han referido a la función educativa, que se ve dificultada, entre otras causas,
porque los padres llegan a su casa cansados y sin ganas de conversar, en muchas
familias ya ni siquiera existe el hábito de comer juntos, y crece una gran
variedad de ofertas de distracción además de la adicción a la televisión. Esto
dificulta la transmisión de la fe de padres a hijos. Otros indicaron que las
familias suelen estar enfermas por una enorme ansiedad. Parece haber más
preocupación por prevenir problemas futuros que por compartir el presente.
Esto, que es una cuestión cultural, se agrava debido a un futuro profesional
incierto, a la inseguridad económica, o al temor por el porvenir de los hijos.
51. También se mencionó la drogodependencia como una de las plagas de nuestra
época, que hace sufrir a muchas familias, y no pocas veces termina
destruyéndolas. Algo semejante ocurre con el alcoholismo, el juego y otras
adicciones. La familia podría ser el lugar de la prevención y de la contención,
pero la sociedad y la política no terminan de percatarse de que una familia en
riesgo «pierde la capacidad de reacción para ayudar a sus miembros [...]
Notamos las graves consecuencias de esta ruptura en familias destrozadas, hijos
desarraigados, ancianos abandonados, niños huérfanos de padres vivos,
adolescentes y jóvenes desorientados y sin reglas»[38].
Como indicaron los Obispos de México, hay tristes situaciones de violencia
familiar que son caldo de cultivo para nuevas formas de agresividad social,
porque «las relaciones familiares también explican la predisposición a una
personalidad violenta. Las familias que influyen para ello son las que tienen
una comunicación deficiente; en las que predominan actitudes defensivas y sus
miembros no se apoyan entre sí; en las que no hay actividades familiares que
propicien la participación; en las que las relaciones de los padres suelen ser
conflictivas y violentas, y en las que las relaciones paterno-filiales se
caracterizan por actitudes hostiles. La violencia intrafamiliar es escuela de
resentimiento y odio en las relaciones humanas básicas»[39].
52. Nadie puede pensar que debilitar a
la familia como sociedad natural fundada en el matrimonio es algo que favorece
a la sociedad. Ocurre lo contrario: perjudica la maduración de las personas, el
cultivo de los valores comunitarios y el desarrollo ético de las ciudades y de
los pueblos. Ya no se advierte con claridad que sólo la unión exclusiva e
indisoluble entre un varón y una mujer cumple una función social plena, por ser
un compromiso estable y por hacer posible la fecundidad. Debemos reconocer la
gran variedad de situaciones familiares que pueden brindar cierta estabilidad,
pero las uniones de hecho o entre personas del mismo sexo, por ejemplo, no
pueden equipararse sin más al matrimonio. Ninguna unión precaria o cerrada a la
comunicación de la vida nos asegura el futuro de la sociedad. Pero ¿quiénes se
ocupan hoy de fortalecer los matrimonios, de ayudarles a superar los riesgos
que los amenazan, de acompañarlos en su rol educativo, de estimular la
estabilidad de la unión conyugal?
53. «En algunas sociedades todavía está
en vigor la práctica de la poligamia; en otros contextos permanece la práctica
de los matrimonios combinados [...] En numerosos contextos, y no sólo
occidentales, se está ampliamente difundiendo la praxis de la convivencia que
precede al matrimonio, así como convivencias no orientadas a asumir la forma de
un vínculo institucional»[40].
En varios países, la legislación facilita el avance de una multiplicidad de
alternativas, de manera que un matrimonio con notas de exclusividad,
indisolubilidad y apertura a la vida termina apareciendo como una oferta
anticuada entre muchas otras. Avanza en muchos países una deconstrucción
jurídica de la familia que tiende a adoptar formas basadas casi exclusivamente
en el paradigma de la autonomía de la voluntad. Si bien es legítimo y justo que
se rechacen viejas formas de familia «tradicional», caracterizadas por el
autoritarismo e incluso por la violencia, esto no debería llevar al desprecio
del matrimonio sino al redescubrimiento de su verdadero sentido y a su renovación.
La fuerza de la familia «reside esencialmente en su capacidad de amar y enseñar
a amar. Por muy herida que pueda estar una familia, esta puede crecer gracias
al amor»[41].
54. En esta breve mirada a la realidad,
deseo resaltar que, aunque hubo notables mejoras en el reconocimiento de los
derechos de la mujer y en su participación en el espacio público, todavía hay
mucho que avanzar en algunos países. No se terminan de erradicar costumbres
inaceptables. Destaco la vergonzosa violencia que a veces se ejerce sobre las
mujeres, el maltrato familiar y distintas formas de esclavitud que no constituyen
una muestra de fuerza masculina sino una cobarde degradación. La violencia
verbal, física y sexual que se ejerce contra las mujeres en algunos matrimonios
contradice la naturaleza misma de la unión conyugal. Pienso en la grave
mutilación genital de la mujer en algunas culturas, pero también en la
desigualdad del acceso a puestos de trabajo dignos y a los lugares donde se
toman las decisiones. La historia lleva las huellas de los excesos de las
culturas patriarcales, donde la mujer era considerada de segunda clase, pero
recordemos también el alquiler de vientres o «la instrumentalización y
mercantilización del cuerpo femenino en la actual cultura mediática»[42].
Hay quienes consideran que muchos problemas actuales han ocurrido a partir de
la emancipación de la mujer. Pero este argumento no es válido, «es una
falsedad, no es verdad. Es una forma de machismo»[43].
La idéntica dignidad entre el varón y la mujer nos mueve a alegrarnos de que se
superen viejas formas de discriminación, y de que en el seno de las familias se
desarrolle un ejercicio de reciprocidad. Si surgen formas de feminismo que no
podamos considerar adecuadas, igualmente admiramos una obra del Espíritu en el
reconocimiento más claro de la dignidad de la mujer y de sus derechos.
55. El varón «juega un papel igualmente
decisivo en la vida familiar, especialmente en la protección y el sostenimiento
de la esposa y los hijos [...] Muchos hombres son conscientes de la importancia
de su papel en la familia y lo viven con el carácter propio de la naturaleza
masculina. La ausencia del padre marca severamente la vida familiar, la
educación de los hijos y su integración en la sociedad. Su ausencia puede ser
física, afectiva, cognitiva y espiritual. Esta carencia priva a los niños de un
modelo apropiado de conducta paterna»[44].
56. Otro desafío surge de diversas
formas de una ideología, genéricamente llamada gender, que «niega
la diferencia y la reciprocidad natural de hombre y de mujer. Esta presenta una
sociedad sin diferencias de sexo, y vacía el fundamento antropológico de la
familia. Esta ideología lleva a proyectos educativos y directrices legislativas
que promueven una identidad personal y una intimidad afectiva radicalmente
desvinculadas de la diversidad biológica entre hombre y mujer. La identidad
humana viene determinada por una opción individualista, que también cambia con
el tiempo»[45].
Es inquietante que algunas ideologías de este tipo, que pretenden responder a
ciertas aspiraciones a veces comprensibles, procuren imponerse como un
pensamiento único que determine incluso la educación de los niños. No hay que
ignorar que «el sexo biológico (sex) y el papel sociocultural del sexo (gender),
se pueden distinguir pero no separar»[46].
Por otra parte, «la revolución biotecnológica en el campo de la procreación
humana ha introducido la posibilidad de manipular el acto generativo,
convirtiéndolo en independiente de la relación sexual entre hombre y mujer. De
este modo, la vida humana, así como la paternidad y la maternidad, se han
convertido en realidades componibles y descomponibles, sujetas principalmente a
los deseos de los individuos o de las parejas»[47].
Una cosa es comprender la fragilidad humana o la complejidad de la vida, y otra
cosa es aceptar ideologías que pretenden partir en dos los aspectos
inseparables de la realidad. No caigamos en el pecado de pretender sustituir al
Creador. Somos creaturas, no somos omnipotentes. Lo creado nos precede y debe
ser recibido como don. Al mismo tiempo, somos llamados a custodiar nuestra
humanidad, y eso significa ante todo aceptarla y respetarla como ha sido
creada.
57. Doy gracias a Dios porque muchas
familias, que están lejos de considerarse perfectas, viven en el amor, realizan
su vocación y siguen adelante, aunque caigan muchas veces a lo largo del
camino. A partir de las reflexiones sinodales no queda un estereotipo de la
familia ideal, sino un interpelante «collage» formado por tantas
realidades diferentes, colmadas de gozos, dramas y sueños. Las realidades que
nos preocupan son desafíos. No caigamos en la trampa de desgastarnos en
lamentos autodefensivos, en lugar de despertar una creatividad misionera. En
todas las situaciones, «la Iglesia siente la necesidad de decir una palabra de
verdad y de esperanza [...] Los grandes valores del matrimonio y de la familia
cristiana corresponden a la búsqueda que impregna la existencia humana»[48].
Si constatamos muchas dificultades, ellas son —como dijeron los Obispos de
Colombia— un llamado a «liberar en nosotros las energías de la esperanza
traduciéndolas en sueños proféticos, acciones transformadoras e imaginación de
la caridad»[49].
Capítulo tercero
LA MIRADA PUESTA EN JESÚS: VOCACIÓN DE LA FAMILIA
LA MIRADA PUESTA EN JESÚS: VOCACIÓN DE LA FAMILIA
58. Ante las familias, y en medio de
ellas, debe volver a resonar siempre el primer anuncio, que es «lo más bello,
lo más grande, lo más atractivo y al mismo tiempo lo más necesario»[50],
y «debe ocupar el centro de la actividad evangelizadora»[51].
Es el anuncio principal, «ese que siempre hay que volver a escuchar de diversas
maneras y ese que siempre hay que volver a anunciar de una forma o de otra»[52].
Porque «nada hay más sólido, más profundo, más seguro, más denso y más sabio
que ese anuncio» y «toda formación cristiana es ante todo la profundización
del kerygma»[53].
59. Nuestra enseñanza sobre el
matrimonio y la familia no puede dejar de inspirarse y de transfigurarse a la
luz de este anuncio de amor y de ternura, para no convertirse en una mera
defensa de una doctrina fría y sin vida. Porque tampoco el misterio de la
familia cristiana puede entenderse plenamente si no es a la luz del infinito
amor del Padre, que se manifestó en Cristo, que se entregó hasta el fin y vive
entre nosotros. Por eso, quiero contemplar a Cristo vivo presente en tantas
historias de amor, e invocar el fuego del Espíritu sobre todas las familias del
mundo.
60. Dentro de ese marco, este breve
capítulo recoge una síntesis de la enseñanza de la Iglesia sobre el matrimonio
y la familia. También aquí citaré varios aportes presentados por los Padres
sinodales en sus consideraciones sobre la luz que nos ofrece la fe. Ellos
partieron de la mirada de Jesús e indicaron que él «miró a las mujeres y a los
hombres con los que se encontró con amor y ternura, acompañando sus pasos con
verdad, paciencia y misericordia, al anunciar las exigencias del Reino de Dios»[54].
Así también, el Señor nos acompaña hoy en nuestro interés por vivir y
transmitir el Evangelio de la familia.
61. Frente a quienes prohibían el
matrimonio, el Nuevo Testamento enseña que «todo lo que Dios ha creado es
bueno; no hay que desechar nada» (1 Tt 4,4). El matrimonio es un
«don» del Señor (cf. 1 Co 7,7). Al mismo tiempo, por esa
valoración positiva, se pone un fuerte énfasis en cuidar este don divino:
«Respeten el matrimonio, el lecho nupcial» (Hb 13,4). Ese regalo de
Dios incluye la sexualidad: «No os privéis uno del otro» (1 Co 7,5).
62. Los Padres sinodales recordaron que
Jesús «refiriéndose al designio primigenio sobre el hombre y la mujer, reafirma
la unión indisoluble entre ellos, si bien diciendo que “por la dureza de
vuestro corazón os permitió Moisés repudiar a vuestras mujeres; pero, al
principio, no era así” (Mt 19,8). La indisolubilidad del matrimonio
—“lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre” (Mt 19,6)— no
hay que entenderla ante todo como un “yugo” impuesto a los hombres sino como un
“don” hecho a las personas unidas en matrimonio [...] La condescendencia divina
acompaña siempre el camino humano, sana y transforma el corazón endurecido con
su gracia, orientándolo hacia su principio, a través del camino de la cruz. De
los Evangelios emerge claramente el ejemplo de Jesús, que [...] anunció el
mensaje concerniente al significado del matrimonio como plenitud de la
revelación que recupera el proyecto originario de Dios (cf. Mt 19,3)»[55].
63. «Jesús, que reconcilió cada cosa en
sí misma, volvió a llevar el matrimonio y la familia a su forma original
(cf. Mc 10,1-12). La familia y el matrimonio fueron redimidos
por Cristo (cf. Ef 5,21-32), restaurados a imagen de la Santísima
Trinidad, misterio del que brota todo amor verdadero. La alianza esponsal,
inaugurada en la creación y revelada en la historia de la salvación, recibe la
plena revelación de su significado en Cristo y en su Iglesia. De Cristo,
mediante la Iglesia, el matrimonio y la familia reciben la gracia necesaria
para testimoniar el amor de Dios y vivir la vida de comunión. El Evangelio de
la familia atraviesa la historia del mundo, desde la creación del hombre a
imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1,26-27) hasta el
cumplimiento del misterio de la Alianza en Cristo al final de los siglos con
las bodas del Cordero (cf. Ap 19,9)»[56].
64. «El ejemplo de Jesús es un paradigma
para la Iglesia [...] Él inició su vida pública con el milagro en la fiesta
nupcial en Caná (cf. Jn 2,1-11) [...] Compartió
momentos cotidianos de amistad con la familia de Lázaro y sus hermanas
(cf. Lc 10,38) y con la familia de Pedro (cf. Mt 8,14).
Escuchó el llanto de los padres por sus hijos, devolviéndoles la vida
(cf. Mc 5,41; Lc 7,14-15), y mostrando así el
verdadero sentido de la misericordia, la cual implica el restablecimiento de la
Alianza (cf. Juan Pablo II, Dives in misericordia, 4). Esto aparece
claramente en los encuentros con la mujer samaritana (cf. Jn 4,1-30)
y con la adúltera (cf. Jn 8,1-11), en los que la percepción
del pecado se despierta de frente al amor gratuito de Jesús»[57].
65. La encarnación del Verbo en una
familia humana, en Nazaret, conmueve con su novedad la historia del mundo.
Necesitamos sumergirnos en el misterio del nacimiento de Jesús, en el sí de
María al anuncio del ángel, cuando germinó la Palabra en su seno; también en el
sí de José, que dio el nombre a Jesús y se hizo cargo de María; en la fiesta de
los pastores junto al pesebre, en la adoración de los Magos; en fuga a Egipto,
en la que Jesús participa en el dolor de su pueblo exiliado, perseguido y
humillado; en la religiosa espera de Zacarías y en la alegría que acompaña el
nacimiento de Juan el Bautista, en la promesa cumplida para Simeón y Ana en el
templo, en la admiración de los doctores de la ley escuchando la sabiduría de
Jesús adolescente. Y luego, penetrar en los treinta largos años donde Jesús se
ganaba el pan trabajando con sus manos, susurrando la oración y la tradición
creyente de su pueblo y educándose en la fe de sus padres, hasta hacerla fructificar
en el misterio del Reino. Este es el misterio de la Navidad y el secreto de
Nazaret, lleno de perfume a familia. Es el misterio que tanto fascinó a
Francisco de Asís, a Teresa del Niño Jesús y a Carlos de Foucauld, del cual
beben también las familias cristianas para renovar su esperanza y su alegría.
66. «La alianza de amor y fidelidad, de
la cual vive la Sagrada Familia de Nazaret, ilumina el principio que da forma a
cada familia, y la hace capaz de afrontar mejor las vicisitudes de la vida y de
la historia. Sobre esta base, cada familia, a pesar de su debilidad, puede
llegar a ser una luz en la oscuridad del mundo. “Lección de vida doméstica.
Enseñe Nazaret lo que es la familia, su comunión de amor, su sencilla y austera
belleza, su carácter sagrado e inviolable; enseñe lo dulce e insustituible que
es su pedagogía; enseñe lo fundamental e insuperable de su sociología” (Pablo
VI, Discurso en Nazaret, 5 enero 1964)»[58].
67. El Concilio Ecuménico Vaticano II,
en la Constitución pastoral Gaudium et spes, se ocupó de «la promoción
de la dignidad del matrimonio y la familia» (cf. 47-52). Definió el matrimonio
como comunidad de vida y de amor (cf. 48), poniendo el amor en el centro de la
familia [...] El “verdadero amor entre marido y mujer” (49) implica la entrega
mutua, incluye e integra la dimensión sexual y la afectividad, conformemente al
designio divino (cf. 48-49). Además, subraya el arraigo en Cristo de los
esposos: Cristo Señor “sale al encuentro de los esposos cristianos en el
sacramento del matrimonio” (48), y permanece con ellos. En la encarnación, él
asume el amor humano, lo purifica, lo lleva a plenitud, y dona a los esposos,
con su Espíritu, la capacidad de vivirlo, impregnando toda su vida de fe,
esperanza y caridad. De este modo, los esposos son consagrados y, mediante una
gracia propia, edifican el Cuerpo de Cristo y constituyen una iglesia doméstica
(cf. Lumen gentium, 11), de manera que la
Iglesia, para comprender plenamente su misterio, mira a la familia cristiana,
que lo manifiesta de modo genuino»[59].
68. Luego, «siguiendo las huellas del
Concilio Vaticano II, el beato Pablo VI profundizó la doctrina sobre el
matrimonio y la familia. En particular, con la Encíclica Humanae vitae, puso de relieve el vínculo
íntimo entre amor conyugal y procreación: “El amor conyugal exige a los esposos
una conciencia de su misión de paternidad responsable sobre la que hoy tanto se
insiste con razón y que hay que comprender exactamente [...] El ejercicio
responsable de la paternidad exige, por tanto, que los cónyuges reconozcan
plenamente sus propios deberes para con Dios, para consigo mismos, para con la
familia y la sociedad, en una justa jerarquía de valores” (10). En la
Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, el beato Pablo VI
evidenció la relación entre la familia y la Iglesia»[60].
69. «San Juan Pablo II dedicó especial
atención a la familia mediante sus catequesis sobre el amor humano, la Carta a
las familias Gratissimam sane y sobre todo con la
Exhortación apostólica Familiaris consortio. En esos documentos, el
Pontífice definió a la familia “vía de la Iglesia”; ofreció una visión de
conjunto sobre la vocación al amor del hombre y la mujer; propuso las líneas
fundamentales para la pastoral de la familia y para la presencia de la familia
en la sociedad. En particular, tratando de la caridad conyugal (cf. Familiaris consortio, 13), describió el modo
cómo los cónyuges, en su mutuo amor, reciben el don del Espíritu de Cristo y
viven su llamada a la santidad»[61].
70. «Benedicto XVI, en la
Encíclica Deus caritas est, retomó el tema de la
verdad del amor entre hombre y mujer, que se ilumina plenamente sólo a la luz
del amor de Cristo crucificado (cf. n. 2). Él recalca que “el matrimonio basado
en un amor exclusivo y definitivo se convierte en el icono de la relación de
Dios con su pueblo y, viceversa, el modo de amar de Dios se convierte en la
medida del amor humano” (11). Además, en la Encíclica Caritas in veritate, pone de relieve la
importancia del amor como principio de vida en la sociedad (cf. n. 44), lugar
en el que se aprende la experiencia del bien común»[62].
71. «La Sagrada Escritura y la Tradición
nos revelan la Trinidad con características familiares. La familia es imagen de
Dios, que [...] es comunión de personas. En el bautismo, la voz del Padre llamó
a Jesús Hijo amado, y en este amor podemos reconocer al Espíritu Santo
(cf. Mc 1,10-11). Jesús, que reconcilió en sí cada cosa y ha
redimido al hombre del pecado, no sólo volvió a llevar el matrimonio y la
familia a su forma original, sino que también elevó el matrimonio a signo
sacramental de su amor por la Iglesia (cf. Mt 19,1-12; Mc 10,1-12; Ef 5,21-32).
En la familia humana, reunida en Cristo, está restaurada la “imagen y
semejanza” de la Santísima Trinidad (cf. Gn 1,26), misterio
del que brota todo amor verdadero. De Cristo, mediante la Iglesia, el
matrimonio y la familia reciben la gracia necesaria para testimoniar el
Evangelio del amor de Dios»[63].
72. El sacramento del matrimonio no es
una convención social, un rito vacío o el mero signo externo de un compromiso.
El sacramento es un don para la santificación y la salvación de los esposos,
porque «su recíproca pertenencia es representación real, mediante el signo
sacramental, de la misma relación de Cristo con la Iglesia. Los esposos son por
tanto el recuerdo permanente para la Iglesia de lo que acaeció en la cruz; son
el uno para el otro y para los hijos, testigos de la salvación, de la que el
sacramento les hace partícipes»[64].
El matrimonio es una vocación, en cuanto que es una respuesta al llamado
específico a vivir el amor conyugal como signo imperfecto del amor entre Cristo
y la Iglesia. Por lo tanto, la decisión de casarse y de crear una familia debe
ser fruto de un discernimiento vocacional.
73. «El don recíproco constitutivo del
matrimonio sacramental arraiga en la gracia del bautismo, que establece la
alianza fundamental de toda persona con Cristo en la Iglesia. En la acogida
mutua, y con la gracia de Cristo, los novios se prometen entrega total,
fidelidad y apertura a la vida, y además reconocen como elementos constitutivos
del matrimonio los dones que Dios les ofrece, tomando en serio su mutuo
compromiso, en su nombre y frente a la Iglesia. Ahora bien, la fe permite
asumir los bienes del matrimonio como compromisos que se pueden sostener mejor
mediante la ayuda de la gracia del sacramento [...] Por lo tanto, la mirada de
la Iglesia se dirige a los esposos como al corazón de toda la familia, que a su
vez dirige su mirada hacia Jesús»[65].
El sacramento no es una «cosa» o una «fuerza», porque en realidad Cristo mismo
«mediante el sacramento del matrimonio, sale al encuentro de los esposos
cristianos (cf. Gaudium et spes, 48). Permanece con ellos,
les da la fuerza de seguirle tomando su cruz, de levantarse después de sus
caídas, de perdonarse mutuamente, de llevar unos las cargas de los otros»[66].
El matrimonio cristiano es un signo que no sólo indica cuánto amó Cristo a su
Iglesia en la Alianza sellada en la cruz, sino que hace presente ese amor en la
comunión de los esposos. Al unirse ellos en una sola carne, representan el
desposorio del Hijo de Dios con la naturaleza humana. Por eso «en las alegrías
de su amor y de su vida familiar les da, ya aquí, un gusto anticipado del
banquete de las bodas del Cordero»[67].
Aunque «la analogía entre la pareja marido-mujer y Cristo-Iglesia» es una
«analogía imperfecta»[68],
invita a invocar al Señor para que derrame su propio amor en los límites de las
relaciones conyugales.
74. La unión sexual, vivida de modo
humano y santificada por el sacramento, es a su vez camino de crecimiento en la
vida de la gracia para los esposos. Es el «misterio nupcial»[69].
El valor de la unión de los cuerpos está expresado en las palabras del
consentimiento, donde se aceptaron y se entregaron el uno al otro para
compartir toda la vida. Esas palabras otorgan un significado a la sexualidad y
la liberan de cualquier ambigüedad. Pero, en realidad, toda la vida en común de
los esposos, toda la red de relaciones que tejerán entre sí, con sus hijos y
con el mundo, estará impregnada y fortalecida por la gracia del sacramento que
brota del misterio de la Encarnación y de la Pascua, donde Dios expresó todo su
amor por la humanidad y se unió íntimamente a ella. Nunca estarán solos con sus
propias fuerzas para enfrentar los desafíos que se presenten. Ellos están
llamados a responder al don de Dios con su empeño, su creatividad, su
resistencia y su lucha cotidiana, pero siempre podrán invocar al Espíritu Santo
que ha consagrado su unión, para que la gracia recibida se manifieste
nuevamente en cada nueva situación.
75. Según la tradición latina de la
Iglesia, en el sacramento del matrimonio los ministros son el varón y la mujer
que se casan[70],
quienes, al manifestar su consentimiento y expresarlo en su entrega corpórea,
reciben un gran don. Su consentimiento y la unión de sus cuerpos son los
instrumentos de la acción divina que los hace una sola carne. En el bautismo
quedó consagrada su capacidad de unirse en matrimonio como ministros del Señor
para responder al llamado de Dios. Por eso, cuando dos cónyuges no cristianos
se bautizan, no es necesario que renueven la promesa matrimonial, y basta que
no la rechacen, ya que por el bautismo que reciben esa unión se vuelve
automáticamente sacramental. El Derecho canónico también reconoce la validez de
algunos matrimonios que se celebran sin un ministro ordenado[71].
En efecto, el orden natural ha sido asumido por la redención de Jesucristo, de
tal manera que, «entre bautizados, no puede haber contrato matrimonial válido
que no sea por eso mismo sacramento»[72].
La Iglesia puede exigir la publicidad del acto, la presencia de testigos y
otras condiciones que han ido variando a lo largo de la historia, pero eso no
quita a los dos que se casan su carácter de ministros del sacramento ni
debilita la centralidad del consentimiento del varón y la mujer, que es lo que
de por sí establece el vínculo sacramental. De todos modos, necesitamos
reflexionar más acerca de la acción divina en el rito nupcial, que aparece muy
destacada en las Iglesias orientales, al resaltar la importancia de la
bendición sobre los contrayentes como signo del don del Espíritu.
76. «El Evangelio de la familia alimenta
también estas semillas que todavía esperan madurar, y tiene que hacerse cargo
de los árboles que han perdido vitalidad y necesitan que no se les descuide»[73],
de manera que, partiendo del don de Cristo en el sacramento, «sean conducidos
pacientemente más allá hasta llegar a un conocimiento más rico y a una
integración más plena de este misterio en su vida»[74].
77. Asumiendo la enseñanza bíblica,
según la cual todo fue creado por Cristo y para Cristo (cf. Col 1,16),
los Padres sinodales recordaron que «el orden de la redención ilumina y cumple
el de la creación. El matrimonio natural, por lo tanto, se comprende plenamente
a la luz de su cumplimiento sacramental: sólo fijando la mirada en Cristo se
conoce profundamente la verdad de las relaciones humanas. “En realidad, el
misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado [...]
Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su
amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la
grandeza de su vocación” (Gaudium et spes, 22). Resulta
particularmente oportuno comprender en clave cristocéntrica [...] el bien de
los cónyuges (bonum coniugum)»[75],
que incluye la unidad, la apertura a la vida, la fidelidad y la
indisolubilidad, y dentro del matrimonio cristiano también la ayuda mutua en el
camino hacia la más plena amistad con el Señor. «El discernimiento de la
presencia de los semina Verbi en las otras culturas (cf. Ad
gentes divinitus, 11) también se puede aplicar a la realidad matrimonial y
familiar. Fuera del verdadero matrimonio natural también hay elementos
positivos en las formas matrimoniales de otras tradiciones religiosas»[76],
aunque tampoco falten las sombras. Podemos decir que «toda persona que quiera
traer a este mundo una familia, que enseñe a los niños a alegrarse por cada
acción que tenga como propósito vencer el mal —una familia que muestra que el
Espíritu está vivo y actuante— encontrará gratitud y estima, no importando el
pueblo, o la religión o la región a la que pertenezca»[77].
78. «La mirada de Cristo, cuya luz
alumbra a todo hombre (cf. Jn 1,9; Gaudium et spes, 22) inspira el cuidado
pastoral de la Iglesia hacia los fieles que simplemente conviven, quienes han
contraído matrimonio sólo civil o los divorciados vueltos a casar. Con el
enfoque de la pedagogía divina, la Iglesia mira con amor a quienes participan
en su vida de modo imperfecto: pide para ellos la gracia de la conversión; les
infunde valor para hacer el bien, para hacerse cargo con amor el uno del otro y
para estar al servicio de la comunidad en la que viven y trabajan [...] Cuando
la unión alcanza una estabilidad notable mediante un vínculo público —y está
connotada de afecto profundo, de responsabilidad por la prole, de capacidad de
superar las pruebas— puede ser vista como una oportunidad para acompañar hacia
el sacramento del matrimonio, allí donde sea posible»[78].
79. «Frente a situaciones difíciles y
familias heridas, siempre es necesario recordar un principio general: “Los
pastores, por amor a la verdad, están obligados a discernir bien las
situaciones” (Familiaris consortio, 84). El grado de
responsabilidad no es igual en todos los casos, y puede haber factores que
limitan la capacidad de decisión. Por lo tanto, al mismo tiempo que la doctrina
se expresa con claridad, hay que evitar los juicios que no toman en cuenta la complejidad
de las diversas situaciones, y hay que estar atentos al modo en que las
personas viven y sufren a causa de su condición»[79].
86. «Con íntimo gozo y profunda
consolación, la Iglesia mira a las familias que permanecen fieles a las
enseñanzas del Evangelio, agradeciéndoles el testimonio que dan y alentándolas.
Gracias a ellas, en efecto, se hace creíble la belleza del matrimonio
indisoluble y fiel para siempre. En la familia, “que se podría llamar iglesia
doméstica” (Lumen gentium, 11), madura la primera
experiencia eclesial de la comunión entre personas, en la que se refleja, por
gracia, el misterio de la Santa Trinidad. “Aquí se aprende la paciencia y el
gozo del trabajo, el amor fraterno, el perdón generoso, incluso reiterado, y
sobre todo el culto divino por medio de la oración y la ofrenda de la propia
vida” (Catecismo de la Iglesia Católica, 1657)»[101].
87. La Iglesia es familia de familias,
constantemente enriquecida por la vida de todas las iglesias domésticas. Por lo
tanto, «en virtud del sacramento del matrimonio cada familia se convierte, a
todos los efectos, en un bien para la Iglesia. En esta perspectiva, ciertamente
también será un don valioso, para el hoy de la Iglesia, considerar la
reciprocidad entre familia e Iglesia: la Iglesia es un bien para la familia, la
familia es un bien para la Iglesia. Custodiar este don sacramental del Señor
corresponde no sólo a la familia individualmente sino a toda la comunidad
cristiana»[102].
88. El amor vivido en las familias es
una fuerza constante para la vida de la Iglesia. «El fin unitivo del matrimonio
es una llamada constante a acrecentar y profundizar este amor. En su unión de
amor los esposos experimentan la belleza de la paternidad y la maternidad;
comparten proyectos y fatigas, deseos y aficiones; aprenden a cuidarse el uno
al otro y a perdonarse mutuamente. En este amor celebran sus momentos felices y
se apoyan en los episodios difíciles de su historia de vida [...] La belleza
del don recíproco y gratuito, la alegría por la vida que nace y el cuidado
amoroso de todos sus miembros, desde los pequeños a los ancianos, son sólo
algunos de los frutos que hacen única e insustituible la respuesta a la
vocación de la familia»[103],
tanto para la Iglesia como para la sociedad entera.
Capítulo cuarto
EL AMOR EN EL MATRIMONIO
EL AMOR EN EL MATRIMONIO
89. Todo lo dicho no basta para
manifestar el evangelio del matrimonio y de la familia si no nos detenemos
especialmente a hablar de amor. Porque no podremos alentar un camino de
fidelidad y de entrega recíproca si no estimulamos el crecimiento, la
consolidación y la profundización del amor conyugal y familiar. En efecto, la
gracia del sacramento del matrimonio está destinada ante todo «a perfeccionar
el amor de los cónyuges»[104].
También aquí se aplica que, «podría tener fe como para mover montañas; si no
tengo amor, no soy nada. Podría repartir en limosnas todo lo que tengo y aun
dejarme quemar vivo; si no tengo amor, de nada me sirve» (1 Co 13,2-3).
Pero la palabra «amor», una de las más utilizadas, aparece muchas veces
desfigurada[105].
90. En el así
llamado himno de la caridad escrito por san Pablo, vemos algunas
características del amor verdadero:
«El amor es paciente,
es servicial;
el amor no tiene envidia,
no hace alarde,
no es arrogante,
no obra con dureza,
no busca su propio interés,
no se irrita,
no lleva cuentas del mal,
no se alegra de la injusticia,
sino que goza con la verdad.
Todo lo disculpa,
todo lo cree,
todo lo espera,
todo lo soporta» (1 Co 13,4-7).
es servicial;
el amor no tiene envidia,
no hace alarde,
no es arrogante,
no obra con dureza,
no busca su propio interés,
no se irrita,
no lleva cuentas del mal,
no se alegra de la injusticia,
sino que goza con la verdad.
Todo lo disculpa,
todo lo cree,
todo lo espera,
todo lo soporta» (1 Co 13,4-7).
Esto se vive y se cultiva en medio de
la vida que comparten todos los días los esposos, entre sí y con sus hijos. Por
eso es valioso detenerse a precisar el sentido de las expresiones de este
texto, para intentar una aplicación a la existencia concreta de cada familia.
91. La primera expresión utilizada es makrothymei. La
traducción no es simplemente que «todo lo soporta», porque esa idea está
expresada al final del v. 7. El sentido se toma de la traducción griega del
Antiguo Testamento, donde dice que Dios es «lento a la ira» (Ex 34,6; Nm 14,18).
Se muestra cuando la persona no se deja llevar por los impulsos y evita
agredir. Es una cualidad del Dios de la Alianza que convoca a su imitación
también dentro de la vida familiar. Los textos en los que Pablo usa este
término se deben leer con el trasfondo del Libro de la Sabiduría
(cf. 11,23; 12,2.15-18); al mismo tiempo que se alaba la moderación de Dios
para dar espacio al arrepentimiento, se insiste en su poder que se manifiesta
cuando actúa con misericordia. La paciencia de Dios es ejercicio de la misericordia
con el pecador y manifiesta el verdadero poder.
92. Tener paciencia no es dejar que nos
maltraten continuamente, o tolerar agresiones físicas, o permitir que nos
traten como objetos. El problema es cuando exigimos que las relaciones sean
celestiales o que las personas sean perfectas, o cuando nos colocamos en el
centro y esperamos que sólo se cumpla la propia voluntad. Entonces todo nos
impacienta, todo nos lleva a reaccionar con agresividad. Si no cultivamos la
paciencia, siempre tendremos excusas para responder con ira, y finalmente nos
convertiremos en personas que no saben convivir, antisociales, incapaces de
postergar los impulsos, y la familia se volverá un campo de batalla. Por eso,
la Palabra de Dios nos exhorta: «Desterrad de vosotros la amargura, la ira, los
enfados e insultos y toda la maldad» (Ef 4,31). Esta paciencia se
afianza cuando reconozco que el otro también tiene derecho a vivir en esta
tierra junto a mí, así como es. No importa si es un estorbo para mí, si altera
mis planes, si me molesta con su modo de ser o con sus ideas, si no es todo lo
que yo esperaba. El amor tiene siempre un sentido de profunda compasión que
lleva a aceptar al otro como parte de este mundo, también cuando actúa de un
modo diferente a lo que yo desearía.
93. Sigue la palabra jrestéuetai, que
es única en toda la Biblia, derivada de jrestós (persona
buena, que muestra su bondad en sus obras). Pero, por el lugar en que está, en
estricto paralelismo con el verbo precedente, es un complemento suyo. Así,
Pablo quiere aclarar que la «paciencia» nombrada en primer lugar no es una
postura totalmente pasiva, sino que está acompañada por una actividad, por una
reacción dinámica y creativa ante los demás. Indica que el amor beneficia y
promueve a los demás. Por eso se traduce como «servicial».
94. En todo el texto se ve que Pablo
quiere insistir en que el amor no es sólo un sentimiento, sino que se debe
entender en el sentido que tiene el verbo «amar» en hebreo: es «hacer el bien».
Como decía san Ignacio de Loyola, «el amor se debe poner más en las obras que
en las palabras»[106].
Así puede mostrar toda su fecundidad, y nos permite experimentar la felicidad
de dar, la nobleza y la grandeza de donarse sobreabundantemente, sin medir, sin
reclamar pagos, por el solo gusto de dar y de servir.
95. Luego se rechaza como contraria al
amor una actitud expresada como zeloi (celos, envidia).
Significa que en el amor no hay lugar para sentir malestar por el bien de otro
(cf. Hch 7,9; 17,5). La envidia es una tristeza por el bien
ajeno, que muestra que no nos interesa la felicidad de los demás, ya que
estamos exclusivamente concentrados en el propio bienestar. Mientras el amor
nos hace salir de nosotros mismos, la envidia nos lleva a centrarnos en el
propio yo. El verdadero amor valora los logros ajenos, no los siente como una
amenaza, y se libera del sabor amargo de la envidia. Acepta que cada uno tiene
dones diferentes y distintos caminos en la vida. Entonces, procura descubrir su
propio camino para ser feliz, dejando que los demás encuentren el suyo.
96. En definitiva, se trata de cumplir
aquello que pedían los dos últimos mandamientos de la Ley de Dios: «No
codiciarás los bienes de tu prójimo. No codiciarás la mujer de tu prójimo, ni
su esclavo, ni su esclava, ni su buey, ni su asno, ni nada que sea de él» (Ex 20,17).
El amor nos lleva a una sentida valoración de cada ser humano, reconociendo su
derecho a la felicidad. Amo a esa persona, la miro con la mirada de Dios Padre,
que nos regala todo «para que lo disfrutemos» (1 Tm 6,17), y
entonces acepto en mi interior que pueda disfrutar de un buen momento. Esta
misma raíz del amor, en todo caso, es lo que me lleva a rechazar la injusticia
de que algunos tengan demasiado y otros no tengan nada, o lo que me mueve a
buscar que también los descartables de la sociedad puedan vivir un poco de alegría.
Pero eso no es envidia, sino deseos de equidad.
97. Sigue el término perpereuotai, que
indica la vanagloria, el ansia de mostrarse como superior para impresionar a
otros con una actitud pedante y algo agresiva. Quien ama, no sólo evita hablar
demasiado de sí mismo, sino que además, porque está centrado en los demás, sabe
ubicarse en su lugar sin pretender ser el centro. La palabra siguiente —physioutai—
es muy semejante, porque indica que el amor no es arrogante. Literalmente
expresa que no se «agranda» ante los demás, e indica algo más sutil. No es sólo
una obsesión por mostrar las propias cualidades, sino que además se pierde el
sentido de la realidad. Se considera más grande de lo que es, porque se cree
más «espiritual» o «sabio». Pablo usa este verbo otras veces, por ejemplo para
decir que «la ciencia hincha, el amor en cambio edifica» (1 Co 8,1).
Es decir, algunos se creen grandes porque saben más que los demás, y se dedican
a exigirles y a controlarlos, cuando en realidad lo que nos hace grandes es el
amor que comprende, cuida, protege al débil. En otro versículo también lo
aplica para criticar a los que se «agrandan» (cf. 1 Co 4,18),
pero en realidad tienen más palabrería que verdadero «poder» del Espíritu
(cf. 1 Co 4,19).
98. Es importante que los cristianos
vivan esto en su modo de tratar a los familiares poco formados en la fe,
frágiles o menos firmes en sus convicciones. A veces ocurre lo contrario: los
supuestamente más adelantados dentro de su familia, se vuelven arrogantes e
insoportables. La actitud de humildad aparece aquí como algo que es parte del
amor, porque para poder comprender, disculpar o servir a los demás de corazón,
es indispensable sanar el orgullo y cultivar la humildad. Jesús recordaba a sus
discípulos que en el mundo del poder cada uno trata de dominar a otro, y por
eso les dice: «No ha de ser así entre vosotros» (Mt 20,26). La
lógica del amor cristiano no es la de quien se siente más que otros y necesita
hacerles sentir su poder, sino que «el que quiera ser el primero entre
vosotros, que sea vuestro servidor» (Mt 20,27). En la vida familiar
no puede reinar la lógica del dominio de unos sobre otros, o la competición
para ver quién es más inteligente o poderoso, porque esa lógica acaba con el
amor. También para la familia es este consejo: «Tened sentimientos de humildad
unos con otros, porque Dios resiste a los soberbios, pero da su gracia a los
humildes» (1 P 5,5).
99. Amar también es volverse amable, y
allí toma sentido la palabra asjemonéi. Quiere indicar
que el amor no obra con rudeza, no actúa de modo descortés, no es
duro en el trato. Sus modos, sus palabras, sus gestos, son agradables y no
ásperos ni rígidos. Detesta hacer sufrir a los demás. La cortesía «es una
escuela de sensibilidad y desinterés», que exige a la persona «cultivar su
mente y sus sentidos, aprender a sentir, hablar y, en ciertos momentos, a
callar»[107].
Ser amable no es un estilo que un cristiano puede elegir o rechazar. Como parte
de las exigencias irrenunciables del amor, «todo ser humano está obligado a ser
afable con los que lo rodean»[108].
Cada día, «entrar en la vida del otro, incluso cuando forma parte de nuestra
vida, pide la delicadeza de una actitud no invasora, que renueve la confianza y
el respeto [...] El amor, cuando es más íntimo y profundo, tanto más exige el
respeto de la libertad y la capacidad de esperar que el otro abra la puerta de
su corazón»[109].
100. Para disponerse a un verdadero
encuentro con el otro, se requiere una mirada amable puesta en él. Esto no es
posible cuando reina un pesimismo que destaca defectos y errores ajenos, quizás
para compensar los propios complejos. Una mirada amable permite que no nos
detengamos tanto en sus límites, y así podamos tolerarlo y unirnos en un
proyecto común, aunque seamos diferentes. El amor amable genera vínculos,
cultiva lazos, crea nuevas redes de integración, construye una trama social
firme. Así se protege a sí mismo, ya que sin sentido de pertenencia no se puede
sostener una entrega por los demás, cada uno termina buscando sólo su
conveniencia y la convivencia se torna imposible. Una persona antisocial cree
que los demás existen para satisfacer sus necesidades, y que cuando lo hacen
sólo cumplen con su deber. Por lo tanto, no hay lugar para la amabilidad del
amor y su lenguaje. El que ama es capaz de decir palabras de aliento, que
reconfortan, que fortalecen, que consuelan, que estimulan. Veamos, por ejemplo,
algunas palabras que decía Jesús a las personas: «¡Ánimo hijo!» (Mt 9,2).
«¡Qué grande es tu fe!» (Mt 15,28). «¡Levántate!» (Mc 5,41).
«Vete en paz» (Lc 7,50). «No tengáis miedo» (Mt 14,27).
No son palabras que humillan, que entristecen, que irritan, que desprecian. En
la familia hay que aprender este lenguaje amable de Jesús.
101. Hemos dicho muchas veces que para
amar a los demás primero hay que amarse a sí mismo. Sin embargo, este himno al
amor afirma que el amor «no busca su propio interés», o «no
busca lo que es de él». También se usa esta expresión en otro texto: «No os
encerréis en vuestros intereses, sino buscad todos el interés de los demás» (Flp 2,4).
Ante una afirmación tan clara de las Escrituras, hay que evitar darle prioridad
al amor a sí mismo como si fuera más noble que el don de sí a los demás. Una
cierta prioridad del amor a sí mismo sólo puede entenderse como una condición
psicológica, en cuanto quien es incapaz de amarse a sí mismo encuentra
dificultades para amar a los demás: «El que es tacaño consigo mismo, ¿con quién
será generoso? [...] Nadie peor que el avaro consigo mismo» (Si 14,5-6).
102. Pero el mismo santo Tomás de Aquino
ha explicado que «pertenece más a la caridad querer amar que querer ser amado»[110] y
que, de hecho, «las madres, que son las que más aman, buscan más amar que ser
amadas»[111].
Por eso, el amor puede ir más allá de la justicia y desbordarse gratis, «sin
esperar nada a cambio» (Lc 6,35), hasta llegar al amor más grande,
que es «dar la vida» por los demás (Jn 15,13). ¿Todavía es posible
este desprendimiento que permite dar gratis y dar hasta el fin? Seguramente es
posible, porque es lo que pide el Evangelio: «Lo que habéis recibido gratis,
dadlo gratis» (Mt 10,8).
103. Si la primera expresión del himno
nos invitaba a la paciencia que evita reaccionar bruscamente ante las
debilidades o errores de los demás, ahora aparece otra palabra —paroxýnetai—,
que se refiere a una reacción interior de indignación provocada por algo
externo. Se trata de una violencia interna, de una irritación no manifiesta que
nos coloca a la defensiva ante los otros, como si fueran enemigos molestos que
hay que evitar. Alimentar esa agresividad íntima no sirve para nada. Sólo nos
enferma y termina aislándonos. La indignación es sana cuando nos lleva a
reaccionar ante una grave injusticia, pero es dañina cuando tiende a impregnar
todas nuestras actitudes ante los otros.
104. El Evangelio invita más bien a mirar
la viga en el propio ojo (cf. Mt 7,5), y los cristianos no
podemos ignorar la constante invitación de la Palabra de Dios a no alimentar la
ira: «No te dejes vencer por el mal» (Rm 12,21). «No nos cansemos
de hacer el bien» (Ga 6,9). Una cosa es sentir la fuerza de la
agresividad que brota y otra es consentirla, dejar que se convierta en una
actitud permanente: «Si os indignáis, no llegareis a pecar; que la puesta del
sol no os sorprenda en vuestro enojo» (Ef 4,26). Por ello, nunca
hay que terminar el día sin hacer las paces en la familia. Y, «¿cómo debo hacer
las paces? ¿Ponerme de rodillas? ¡No! Sólo un pequeño gesto, algo pequeño, y
vuelve la armonía familiar. Basta una caricia, sin palabras. Pero nunca
terminar el día en familia sin hacer las paces»[112].
La reacción interior ante una molestia que nos causen los demás debería ser
ante todo bendecir en el corazón, desear el bien del otro, pedir a Dios que lo
libere y lo sane: «Responded con una bendición, porque para esto habéis sido
llamados: para heredar una bendición» (1 P 3,9). Si tenemos que
luchar contra un mal, hagámoslo, pero siempre digamos «no» a la violencia
interior.
105. Si permitimos que un mal sentimiento
penetre en nuestras entrañas, dejamos lugar a ese rencor que se añeja en el
corazón. La frase logízetai to kakón significa «toma en cuenta
el mal», «lo lleva anotado», es decir, es rencoroso. Lo contrario es el perdón,
un perdón que se fundamenta en una actitud positiva, que intenta comprender la
debilidad ajena y trata de buscarle excusas a la otra persona, como Jesús
cuando dijo: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34).
Pero la tendencia suele ser la de buscar más y más culpas, la de imaginar más y
más maldad, la de suponer todo tipo de malas intenciones, y así el rencor va
creciendo y se arraiga. De ese modo, cualquier error o caída del cónyuge puede
dañar el vínculo amoroso y la estabilidad familiar. El problema es que a veces
se le da a todo la misma gravedad, con el riesgo de volverse crueles ante
cualquier error ajeno. La justa reivindicación de los propios derechos, se
convierte en una persistente y constante sed de venganza más que en una sana
defensa de la propia dignidad.
106. Cuando hemos sido ofendidos o
desilusionados, el perdón es posible y deseable, pero nadie dice que sea fácil.
La verdad es que «la comunión familiar puede ser conservada y perfeccionada
sólo con un gran espíritu de sacrificio. Exige, en efecto, una pronta y
generosa disponibilidad de todos y cada uno a la comprensión, a la tolerancia,
al perdón, a la reconciliación. Ninguna familia ignora que el egoísmo, el
desacuerdo, las tensiones, los conflictos atacan con violencia y a veces hieren
mortalmente la propia comunión: de aquí las múltiples y variadas formas de
división en la vida familiar»[113].
107. Hoy sabemos que para poder perdonar
necesitamos pasar por la experiencia liberadora de comprendernos y perdonarnos
a nosotros mismos. Tantas veces nuestros errores, o la mirada crítica de las
personas que amamos, nos han llevado a perder el cariño hacia nosotros mismos.
Eso hace que terminemos guardándonos de los otros, escapando del afecto,
llenándonos de temores en las relaciones interpersonales. Entonces, poder
culpar a otros se convierte en un falso alivio. Hace falta orar con la propia
historia, aceptarse a sí mismo, saber convivir con las propias limitaciones, e
incluso perdonarse, para poder tener esa misma actitud con los demás.
108. Pero esto supone la experiencia de
ser perdonados por Dios, justificados gratuitamente y no por nuestros méritos.
Fuimos alcanzados por un amor previo a toda obra nuestra, que siempre da una
nueva oportunidad, promueve y estimula. Si aceptamos que el amor de Dios es
incondicional, que el cariño del Padre no se debe comprar ni pagar, entonces
podremos amar más allá de todo, perdonar a los demás aun cuando hayan sido
injustos con nosotros. De otro modo, nuestra vida en familia dejará de ser un
lugar de comprensión, acompañamiento y estímulo, y será un espacio de
permanente tensión o de mutuo castigo.
109. La expresión jairei epi te
adikía indica algo negativo afincado en el secreto del corazón de la
persona. Es la actitud venenosa del que se alegra cuando ve que se le hace
injusticia a alguien. La frase se complementa con la siguiente, que lo dice de
modo positivo: sygjairei te alétheia: se regocija con la verdad. Es
decir, se alegra con el bien del otro, cuando se reconoce su dignidad, cuando
se valoran sus capacidades y sus buenas obras. Eso es imposible para quien
necesita estar siempre comparándose o compitiendo, incluso con el propio
cónyuge, hasta el punto de alegrarse secretamente por sus fracasos.
110. Cuando una persona que ama puede
hacer un bien a otro, o cuando ve que al otro le va bien en la vida, lo vive
con alegría, y de ese modo da gloria a Dios, porque «Dios ama al que da con
alegría» (2 Co 9,7). Nuestro Señor aprecia de manera especial a
quien se alegra con la felicidad del otro. Si no alimentamos nuestra capacidad
de gozar con el bien del otro y, sobre todo, nos concentramos en nuestras
propias necesidades, nos condenamos a vivir con poca alegría, ya que como ha
dicho Jesús «hay más felicidad en dar que en recibir» (Hch 20,35).
La familia debe ser siempre el lugar donde alguien, que logra algo bueno en la
vida, sabe que allí lo van a celebrar con él.
111. El elenco se completa con cuatro
expresiones que hablan de una totalidad: «todo». Disculpa todo, cree todo,
espera todo, soporta todo. De este modo, se remarca con fuerza el dinamismo
contracultural del amor, capaz de hacerle frente a cualquier cosa que pueda
amenazarlo.
112. En primer lugar se dice que todo lo
disculpa panta stegei. Se diferencia de «no tiene en cuenta el
mal», porque este término tiene que ver con el uso de la lengua; puede
significar «guardar silencio» sobre lo malo que puede haber en otra persona.
Implica limitar el juicio, contener la inclinación a lanzar una condena dura e
implacable: «No condenéis y no seréis condenados» (Lc 6,37). Aunque
vaya en contra de nuestro habitual uso de la lengua, la Palabra de Dios nos
pide: «No habléis mal unos de otros, hermanos» (St 4,11). Detenerse
a dañar la imagen del otro es un modo de reforzar la propia, de descargar los
rencores y envidias sin importar el daño que causemos. Muchas veces se olvida
de que la difamación puede ser un gran pecado, una seria ofensa a Dios, cuando
afecta gravemente la buena fama de los demás, ocasionándoles daños muy
difíciles de reparar. Por eso, la Palabra de Dios es tan dura con la lengua,
diciendo que «es un mundo de iniquidad» que «contamina a toda la persona» (St 3,6),
como un «mal incansable cargado de veneno mortal» (St 3,8). Si «con
ella maldecimos a los hombres, creados a semejanza de Dios» (St 3,9),
el amor cuida la imagen de los demás, con una delicadeza que lleva a preservar
incluso la buena fama de los enemigos. En la defensa de la ley divina nunca
debemos olvidarnos de esta exigencia del amor.
113. Los esposos que se aman y se
pertenecen, hablan bien el uno del otro, intentan mostrar el lado bueno del
cónyuge más allá de sus debilidades y errores. En todo caso, guardan silencio
para no dañar su imagen. Pero no es sólo un gesto externo, sino que brota de
una actitud interna. Tampoco es la ingenuidad de quien pretende no ver las
dificultades y los puntos débiles del otro, sino la amplitud de miras de quien
coloca esas debilidades y errores en su contexto. Recuerda que esos defectos
son sólo una parte, no son la totalidad del ser del otro. Un hecho desagradable
en la relación no es la totalidad de esa relación. Entonces, se puede aceptar
con sencillez que todos somos una compleja combinación de luces y de sombras.
El otro no es sólo eso que a mí me molesta. Es mucho más que eso. Por la misma
razón, no le exijo que su amor sea perfecto para valorarlo. Me ama como es y
como puede, con sus límites, pero que su amor sea imperfecto no significa que
sea falso o que no sea real. Es real, pero limitado y terreno. Por eso, si le
exijo demasiado, me lo hará saber de alguna manera, ya que no podrá ni aceptará
jugar el papel de un ser divino ni estar al servicio de todas mis necesidades.
El amor convive con la imperfección, la disculpa, y sabe guardar silencio ante
los límites del ser amado.
114. Panta pisteuei, «todo lo
cree», por el contexto, no se debe entender «fe» en el sentido teológico, sino
en el sentido corriente de «confianza». No se trata sólo de no sospechar que el
otro esté mintiendo o engañando. Esa confianza básica reconoce la luz encendida
por Dios, que se esconde detrás de la oscuridad, o la brasa que todavía arde debajo
de las cenizas.
115. Esta misma confianza hace posible
una relación de libertad. No es necesario controlar al otro, seguir
minuciosamente sus pasos, para evitar que escape de nuestros brazos. El amor
confía, deja en libertad, renuncia a controlarlo todo, a poseer, a dominar. Esa
libertad, que hace posible espacios de autonomía, apertura al mundo y nuevas
experiencias, permite que la relación se enriquezca y no se convierta en un
círculo cerrado sin horizontes. Así, los cónyuges, al reencontrarse, pueden vivir
la alegría de compartir lo que han recibido y aprendido fuera del círculo
familiar. Al mismo tiempo, hace posible la sinceridad y la transparencia,
porque cuando uno sabe que los demás confían en él y valoran la bondad básica
de su ser, entonces sí se muestra tal cual es, sin ocultamientos. Alguien que
sabe que siempre sospechan de él, que lo juzgan sin compasión, que no lo aman
de manera incondicional, preferirá guardar sus secretos, esconder sus caídas y
debilidades, fingir lo que no es. En cambio, una familia donde reina una básica
y cariñosa confianza, y donde siempre se vuelve a confiar a pesar de todo,
permite que brote la verdadera identidad de sus miembros, y hace que
espontáneamente se rechacen el engaño, la falsedad o la mentira.
116. Panta elpízei: no
desespera del futuro. Conectado con la palabra anterior, indica la espera de
quien sabe que el otro puede cambiar. Siempre espera que sea posible una
maduración, un sorpresivo brote de belleza, que las potencialidades más ocultas
de su ser germinen algún día. No significa que todo vaya a cambiar en esta
vida. Implica aceptar que algunas cosas no sucedan como uno desea, sino que
quizás Dios escriba derecho con las líneas torcidas de una persona y saque
algún bien de los males que ella no logre superar en esta tierra.
117. Aquí se hace presente la esperanza
en todo su sentido, porque incluye la certeza de una vida más allá de la
muerte. Esa persona, con todas sus debilidades, está llamada a la plenitud del
cielo. Allí, completamente transformada por la resurrección de Cristo, ya no
existirán sus fragilidades, sus oscuridades ni sus patologías. Allí el
verdadero ser de esa persona brillará con toda su potencia de bien y de
hermosura. Eso también nos permite, en medio de las molestias de esta tierra,
contemplar a esa persona con una mirada sobrenatural, a la luz de la esperanza,
y esperar esa plenitud que un día recibirá en el Reino celestial, aunque ahora
no sea visible.
118. Panta hypoménei significa
que sobrelleva con espíritu positivo todas las contrariedades. Es mantenerse
firme en medio de un ambiente hostil. No consiste sólo en tolerar algunas cosas
molestas, sino en algo más amplio: una resistencia dinámica y constante, capaz
de superar cualquier desafío. Es amor a pesar de todo, aun cuando todo el
contexto invite a otra cosa. Manifiesta una cuota de heroísmo tozudo, de
potencia en contra de toda corriente negativa, una opción por el bien que nada
puede derribar. Esto me recuerda aquellas palabras de Martin Luther King, cuando
volvía a optar por el amor fraterno aun en medio de las peores persecuciones y
humillaciones: «La persona que más te odia, tiene algo bueno en él; incluso la
nación que más odia, tiene algo bueno en ella; incluso la raza que más odia,
tiene algo bueno en ella. Y cuando llegas al punto en que miras el rostro de
cada hombre y ves muy dentro de él lo que la religión llama la “imagen de
Dios”, comienzas a amarlo “a pesar de”. No importa lo que haga, ves la imagen
de Dios allí. Hay un elemento de bondad del que nunca puedes deshacerte [...]
Otra manera para amar a tu enemigo es esta: cuando se presenta la oportunidad
para que derrotes a tu enemigo, ese es el momento en que debes decidir no
hacerlo [...] Cuando te elevas al nivel del amor, de su gran belleza y poder,
lo único que buscas derrotar es los sistemas malignos. A las personas atrapadas
en ese sistema, las amas, pero tratas de derrotar ese sistema [...] Odio por
odio sólo intensifica la existencia del odio y del mal en el universo. Si yo te
golpeo y tú me golpeas, y te devuelvo el golpe y tú me lo devuelves, y así
sucesivamente, es evidente que se llega hasta el infinito. Simplemente nunca
termina. En algún lugar, alguien debe tener un poco de sentido, y esa es la
persona fuerte. La persona fuerte es la persona que puede romper la cadena del
odio, la cadena del mal [...] Alguien debe tener suficiente religión y moral
para cortarla e inyectar dentro de la propia estructura del universo ese
elemento fuerte y poderoso del amor»[114].
119. En la vida familiar hace falta
cultivar esa fuerza del amor, que permite luchar contra el mal que la amenaza.
El amor no se deja dominar por el rencor, el desprecio hacia las personas, el
deseo de lastimar o de cobrarse algo. El ideal cristiano, y de modo particular
en la familia, es amor a pesar de todo. A veces me admira, por ejemplo, la
actitud de personas que han debido separarse de su cónyuge para protegerse de
la violencia física y, sin embargo, por la caridad conyugal que sabe ir más
allá de los sentimientos, han sido capaces de procurar su bien, aunque sea a
través de otros, en momentos de enfermedad, de sufrimiento o de dificultad. Eso
también es amor a pesar de todo.
120. El himno de san Pablo, que hemos
recorrido, nos permite dar paso a la caridad conyugal. Es el amor que une a los
esposos[115],
santificado, enriquecido e iluminado por la gracia del sacramento del
matrimonio. Es una «unión afectiva»[116],
espiritual y oblativa, pero que recoge en sí la ternura de la amistad y la
pasión erótica, aunque es capaz de subsistir aun cuando los sentimientos y la
pasión se debiliten. El Papa Pío XI enseñaba que ese amor permea todos los
deberes de la vida conyugal y «tiene cierto principado de nobleza»[117].
Porque ese amor fuerte, derramado por el Espíritu Santo, es reflejo de la
Alianza inquebrantable entre Cristo y la humanidad que culminó en la entrega
hasta el fin, en la cruz: «El Espíritu que infunde el Señor renueva el corazón
y hace al hombre y a la mujer capaces de amarse como Cristo nos amó. El amor
conyugal alcanza de este modo la plenitud a la que está ordenado interiormente,
la caridad conyugal»[118].
121. El matrimonio es un signo precioso,
porque «cuando un hombre y una mujer celebran el sacramento del matrimonio,
Dios, por decirlo así, se “refleja” en ellos, imprime en ellos los propios
rasgos y el carácter indeleble de su amor. El matrimonio es la imagen del amor
de Dios por nosotros. También Dios, en efecto, es comunión: las tres Personas
del Padre, Hijo y Espíritu Santo viven desde siempre y para siempre en unidad
perfecta. Y es precisamente este el misterio del matrimonio: Dios hace de los
dos esposos una sola existencia»[119].
Esto tiene consecuencias muy concretas y cotidianas, porque los esposos, «en
virtud del sacramento, son investidos de una auténtica misión, para que puedan
hacer visible, a partir de las cosas sencillas, ordinarias, el amor con el que
Cristo ama a su Iglesia, que sigue entregando la vida por ella»[120].
122. Sin embargo, no conviene confundir
planos diferentes: no hay que arrojar sobre dos personas limitadas el tremendo
peso de tener que reproducir de manera perfecta la unión que existe entre
Cristo y su Iglesia, porque el matrimonio como signo implica «un proceso
dinámico, que avanza gradualmente con la progresiva integración de los dones de
Dios»[121].
123. Después del amor que nos une a Dios,
el amor conyugal es la «máxima amistad»[122].
Es una unión que tiene todas las características de una buena amistad: búsqueda
del bien del otro, reciprocidad, intimidad, ternura, estabilidad, y una
semejanza entre los amigos que se va construyendo con la vida compartida. Pero
el matrimonio agrega a todo ello una exclusividad indisoluble, que se expresa
en el proyecto estable de compartir y construir juntos toda la existencia.
Seamos sinceros y reconozcamos las señales de la realidad: quien está enamorado
no se plantea que esa relación pueda ser sólo por un tiempo; quien vive
intensamente la alegría de casarse no está pensando en algo pasajero; quienes
acompañan la celebración de una unión llena de amor, aunque frágil, esperan que
pueda perdurar en el tiempo; los hijos no sólo quieren que sus padres se amen,
sino también que sean fieles y sigan siempre juntos. Estos y otros signos
muestran que en la naturaleza misma del amor conyugal está la apertura a lo
definitivo. La unión que cristaliza en la promesa matrimonial para siempre, es
más que una formalidad social o una tradición, porque arraiga en las
inclinaciones espontáneas de la persona humana. Y, para los creyentes, es una
alianza ante Dios que reclama fidelidad: «El Señor es testigo entre tú y la
esposa de tu juventud, a la que tú traicionaste, siendo que era tu compañera,
la mujer de tu alianza [...] No traiciones a la esposa de tu juventud. Pues yo
odio el repudio» (Ml 2,14.15-16).
124. Un amor débil o enfermo, incapaz de
aceptar el matrimonio como un desafío que requiere luchar, renacer,
reinventarse y empezar siempre de nuevo hasta la muerte, no puede sostener un
nivel alto de compromiso. Cede a la cultura de lo provisorio, que impide un
proceso constante de crecimiento. Pero «prometer un amor para siempre es
posible cuando se descubre un plan que sobrepasa los propios proyectos, que nos
sostiene y nos permite entregar totalmente nuestro futuro a la persona amada»[123].
Que ese amor pueda atravesar todas las pruebas y mantenerse fiel en contra de
todo, supone el don de la gracia que lo fortalece y lo eleva. Como decía san
Roberto Belarmino: «El hecho de que uno solo se una con una sola en un lazo
indisoluble, de modo que no puedan separarse, cualesquiera sean las
dificultades, y aun cuando se haya perdido la esperanza de la prole, esto no
puede ocurrir sin un gran misterio»[124].
125. El matrimonio, además, es una
amistad que incluye las notas propias de la pasión, pero orientada siempre a
una unión cada vez más firme e intensa. Porque «no ha sido instituido solamente
para la procreación» sino para que el amor mutuo «se manifieste, progrese y
madure según un orden recto»[125].
Esta amistad peculiar entre un hombre y una mujer adquiere un carácter totalizante
que sólo se da en la unión conyugal. Precisamente por ser totalizante, esta
unión también es exclusiva, fiel y abierta a la generación. Se comparte todo,
aun la sexualidad, siempre con el respeto recíproco. El Concilio Vaticano II lo
expresó diciendo que «un tal amor, asociando a la vez lo humano y lo divino,
lleva a los esposos a un don libre y mutuo de sí mismos, comprobado por
sentimientos y actos de ternura, e impregna toda su vida»[126].
126. En el matrimonio conviene cuidar la
alegría del amor. Cuando la búsqueda del placer es obsesiva, nos encierra en
una sola cosa y nos incapacita para encontrar otro tipo de satisfacciones. La
alegría, en cambio, amplía la capacidad de gozar y nos permite encontrar gusto
en realidades variadas, aun en las etapas de la vida donde el placer se apaga.
Por eso decía santo Tomás que se usa la palabra «alegría» para referirse a la
dilatación de la amplitud del corazón[127].
La alegría matrimonial, que puede vivirse aun en medio del dolor, implica
aceptar que el matrimonio es una necesaria combinación de gozos y de esfuerzos,
de tensiones y de descanso, de sufrimientos y de liberaciones, de
satisfacciones y de búsquedas, de molestias y de placeres, siempre en el camino
de la amistad, que mueve a los esposos a cuidarse: «se prestan mutuamente ayuda
y servicio»[128].
127. El amor de amistad se llama
«caridad» cuando se capta y aprecia el «alto valor» que tiene el otro[129].
La belleza —el «alto valor» del otro, que no coincide con sus atractivos
físicos o psicológicos— nos permite gustar lo sagrado de su persona, sin la
imperiosa necesidad de poseerlo. En la sociedad de consumo el sentido estético
se empobrece, y así se apaga la alegría. Todo está para ser comprado, poseído o
consumido; también las personas. La ternura, en cambio, es una manifestación de
este amor que se libera del deseo de la posesión egoísta. Nos lleva a vibrar
ante una persona con un inmenso respeto y con un cierto temor de hacerle daño o
de quitarle su libertad. El amor al otro implica ese gusto de contemplar y
valorar lo bello y sagrado de su ser personal, que existe más allá de mis necesidades.
Esto me permite buscar su bien también cuando sé que no puede ser mío o cuando
se ha vuelto físicamente desagradable, agresivo o molesto. Por eso, «del amor
por el cual a uno le es grata otra persona depende que le dé algo gratis»[130].
128. La experiencia estética del amor se
expresa en esa mirada que contempla al otro como un fin en sí mismo, aunque
esté enfermo, viejo o privado de atractivos sensibles. La mirada que valora
tiene una enorme importancia, y retacearla suele hacer daño. ¡Cuántas cosas
hacen a veces los cónyuges y los hijos para ser mirados y tenidos en cuenta!
Muchas heridas y crisis se originan cuando dejamos de contemplarnos. Eso es lo
que expresan algunas quejas y reclamos que se escuchan en las familias: «Mi
esposo no me mira, para él parece que soy invisible». «Por favor, mírame cuando
te hablo». «Mi esposa ya no me mira, ahora sólo tiene ojos para sus hijos». «En
mi casa yo no le importo a nadie, y ni siquiera me ven, como si no existiera». El
amor abre los ojos y permite ver, más allá de todo, cuánto vale un ser humano.
129. La alegría de ese amor contemplativo
tiene que ser cultivada. Puesto que estamos hechos para amar, sabemos que no
hay mayor alegría que un bien compartido: «Da y recibe, disfruta de ello» (Si 14,16).
Las alegrías más intensas de la vida brotan cuando se puede provocar la
felicidad de los demás, en un anticipo del cielo. Cabe recordar la feliz escena
del film La fiesta de Babette, donde la generosa cocinera recibe un
abrazo agradecido y un elogio: «¡Cómo deleitarás a los ángeles!». Es
dulce y reconfortante la alegría de provocar deleite en los demás, de verlos
disfrutar. Ese gozo, efecto del amor fraterno, no es el de la vanidad de quien
se mira a sí mismo, sino el del amante que se complace en el bien del ser
amado, que se derrama en el otro y se vuelve fecundo en él.
130. Por otra parte, la alegría se
renueva en el dolor. Como decía san Agustín: «Cuanto mayor fue el peligro en la
batalla, tanto mayor es el gozo en el triunfo»[131].
Después de haber sufrido y luchado juntos, los cónyuges pueden experimentar que
valió la pena, porque consiguieron algo bueno, aprendieron algo juntos, o
porque pueden valorar más lo que tienen. Pocas alegrías humanas son tan hondas
y festivas como cuando dos personas que se aman han conquistado juntos algo que
les costó un gran esfuerzo compartido.
131. Quiero decir a los jóvenes que nada
de todo esto se ve perjudicado cuando el amor asume el cauce de la institución
matrimonial. La unión encuentra en esa institución el modo de encauzar su
estabilidad y su crecimiento real y concreto. Es verdad que el amor es mucho
más que un consentimiento externo o que una especie de contrato matrimonial, pero
también es cierto que la decisión de dar al matrimonio una configuración
visible en la sociedad, con unos determinados compromisos, manifiesta su
relevancia: muestra la seriedad de la identificación con el otro, indica una
superación del individualismo adolescente, y expresa la firme opción de
pertenecerse el uno al otro. Casarse es un modo de expresar que realmente se ha
abandonado el nido materno para tejer otros lazos fuertes y asumir una nueva
responsabilidad ante otra persona. Esto vale mucho más que una mera asociación
espontánea para la gratificación mutua, que sería una privatización del
matrimonio. El matrimonio como institución social es protección y cauce para el
compromiso mutuo, para la maduración del amor, para que la opción por el otro crezca
en solidez, concretización y profundidad, y a su vez para que pueda cumplir su
misión en la sociedad. Por eso, el matrimonio va más allá de toda moda pasajera
y persiste. Su esencia está arraigada en la naturaleza misma de la persona
humana y de su carácter social. Implica una serie de obligaciones, pero que
brotan del mismo amor, de un amor tan decidido y generoso que es capaz de
arriesgar el futuro.
132. Optar por el matrimonio de esta
manera, expresa la decisión real y efectiva de convertir dos caminos en un
único camino, pase lo que pase y a pesar de cualquier desafío. Por la seriedad
que tiene este compromiso público de amor, no puede ser una decisión
apresurada, pero por esa misma razón tampoco se la puede postergar
indefinidamente. Comprometerse con otro de un modo exclusivo y definitivo
siempre tiene una cuota de riesgo y de osada apuesta. El rechazo de asumir este
compromiso es egoísta, interesado, mezquino, no acaba de reconocer los derechos
del otro y no termina de presentarlo a la sociedad como digno de ser amado
incondicionalmente. Por otro lado, quienes están verdaderamente enamorados
tienden a manifestar a los otros su amor. El amor concretizado en un matrimonio
contraído ante los demás, con todos los compromisos que se derivan de esta institucionalización,
es manifestación y resguardo de un «sí» que se da sin reservas y sin
restricciones. Ese sí es decirle al otro que siempre podrá confiar, que no será
abandonado cuando pierda atractivo, cuando haya dificultades o cuando se
ofrezcan nuevas opciones de placer o de intereses egoístas.
133. El amor de amistad unifica todos los
aspectos de la vida matrimonial, y ayuda a los miembros de la familia a seguir
adelante en todas las etapas. Por eso, los gestos que expresan ese amor deben
ser constantemente cultivados, sin mezquindad, llenos de palabras generosas. En
la familia «es necesario usar tres palabras. Quisiera repetirlo. Tres palabras:
permiso, gracias, perdón. ¡Tres palabras clave!»[132].
«Cuando en una familia no se es entrometido y se pide “permiso”, cuando en una
familia no se es egoísta y se aprende a decir “gracias”, y cuando en una
familia uno se da cuenta que hizo algo malo y sabe pedir “perdón”, en esa
familia hay paz y hay alegría»[133].
No seamos mezquinos en el uso de estas palabras, seamos generosos para
repetirlas día a día, porque «algunos silencios pesan, a veces incluso en la
familia, entre marido y mujer, entre padres e hijos, entre hermanos»[134].
En cambio, las palabras adecuadas, dichas en el momento justo, protegen y
alimentan el amor día tras día.
134. Todo esto se realiza en un camino de
permanente crecimiento. Esta forma tan particular de amor que es el matrimonio,
está llamada a una constante maduración, porque hay que aplicarle siempre
aquello que santo Tomás de Aquino decía de la caridad: «La caridad, en razón de
su naturaleza, no tiene límite de aumento, ya que es una participación de la
infinita caridad, que es el Espíritu Santo [...] Tampoco por parte del sujeto
se le puede prefijar un límite, porque al crecer la caridad, sobrecrece también
la capacidad para un aumento superior»[135].
San Pablo exhortaba con fuerza: «Que el Señor os haga progresar y sobreabundar
en el amor de unos con otros» (1 Ts 3,12); y añade: «En cuanto al
amor mutuo [...] os exhortamos, hermanos, a que sigáis progresando más y más» (1
Ts 4,9-10). Más y más. El amor matrimonial no se cuida ante todo
hablando de la indisolubilidad como una obligación, o repitiendo una doctrina,
sino afianzándolo gracias a un crecimiento constante bajo el impulso de la
gracia. El amor que no crece comienza a correr riesgos, y sólo podemos crecer
respondiendo a la gracia divina con más actos de amor, con actos de cariño más
frecuentes, más intensos, más generosos, más tiernos, más alegres. El marido y
la mujer «experimentando el sentido de su unidad y lográndola más plenamente
cada día»[136].
El don del amor divino que se derrama en los esposos es al mismo tiempo un
llamado a un constante desarrollo de ese regalo de la gracia.
135. No hacen bien algunas fantasías
sobre un amor idílico y perfecto, privado así de todo estímulo para crecer. Una
idea celestial del amor terreno olvida que lo mejor es lo que todavía no ha
sido alcanzado, el vino madurado con el tiempo. Como recordaron los Obispos de
Chile, «no existen las familias perfectas que nos propone la propaganda falaz y
consumista. En ellas no pasan los años, no existe la enfermedad, el dolor ni la
muerte [...] La propaganda consumista muestra una fantasía que nada tiene que
ver con la realidad que deben afrontar, en el día a día, los jefes y jefas de
hogar»[137].
Es más sano aceptar con realismo los límites, los desafíos o la imperfección, y
escuchar el llamado a crecer juntos, a madurar el amor y a cultivar la solidez
de la unión, pase lo que pase.
136. El diálogo es una forma privilegiada
e indispensable de vivir, expresar y madurar el amor en la vida matrimonial y
familiar. Pero supone un largo y esforzado aprendizaje. Varones y mujeres,
adultos y jóvenes, tienen maneras distintas de comunicarse, usan un lenguaje
diferente, se mueven con otros códigos. El modo de preguntar, la forma de
responder, el tono utilizado, el momento y muchos factores más, pueden
condicionar la comunicación. Además, siempre es necesario desarrollar algunas
actitudes que son expresión de amor y hacen posible el diálogo auténtico.
137. Darse tiempo, tiempo de calidad, que
consiste en escuchar con paciencia y atención, hasta que el otro haya expresado
todo lo que necesitaba. Esto requiere la ascesis de no empezar a hablar antes
del momento adecuado. En lugar de comenzar a dar opiniones o consejos, hay que
asegurarse de haber escuchado todo lo que el otro necesita decir. Esto implica
hacer un silencio interior para escuchar sin ruidos en el corazón o en la
mente: despojarse de toda prisa, dejar a un lado las propias necesidades y
urgencias, hacer espacio. Muchas veces uno de los cónyuges no necesita una
solución a sus problemas, sino ser escuchado. Tiene que sentir que se ha
percibido su pena, su desilusión, su miedo, su ira, su esperanza, su sueño.
Pero son frecuentes lamentos como estos: «No me escucha. Cuando parece que lo
está haciendo, en realidad está pensando en otra cosa». «Hablo y siento que
está esperando que termine de una vez». «Cuando hablo intenta cambiar de tema,
o me da respuestas rápidas para cerrar la conversación».
138. Desarrollar el hábito de dar
importancia real al otro. Se trata de valorar su persona, de reconocer que
tiene derecho a existir, a pensar de manera autónoma y a ser feliz. Nunca hay
que restarle importancia a lo que diga o reclame, aunque sea necesario expresar
el propio punto de vista. Subyace aquí la convicción de que todos tienen algo
que aportar, porque tienen otra experiencia de la vida, porque miran desde otro
punto de vista, porque han desarrollado otras preocupaciones y tienen otras
habilidades e intuiciones. Es posible reconocer la verdad del otro, el valor de
sus preocupaciones más hondas y el trasfondo de lo que dice, incluso detrás de
palabras agresivas. Para ello hay que tratar de ponerse en su lugar e
interpretar el fondo de su corazón, detectar lo que le apasiona, y tomar esa
pasión como punto de partida para profundizar en el diálogo.
139. Amplitud mental, para no encerrarse
con obsesión en unas pocas ideas, y flexibilidad para poder modificar o
completar las propias opiniones. Es posible que, de mi pensamiento y del
pensamiento del otro pueda surgir una nueva síntesis que nos enriquezca a los
dos. La unidad a la que hay que aspirar no es uniformidad, sino una «unidad en
la diversidad», o una «diversidad reconciliada». En ese estilo enriquecedor de
comunión fraterna, los diferentes se encuentran, se respetan y se valoran, pero
manteniendo diversos matices y acentos que enriquecen el bien común. Hace falta
liberarse de la obligación de ser iguales. También se necesita astucia para
advertir a tiempo las «interferencias» que puedan aparecer, de manera que no
destruyan un proceso de diálogo. Por ejemplo, reconocer los malos sentimientos
que vayan surgiendo y relativizarlos para que no perjudiquen la comunicación.
Es importante la capacidad de expresar lo que uno siente sin lastimar; utilizar
un lenguaje y un modo de hablar que pueda ser más fácilmente aceptado o
tolerado por el otro, aunque el contenido sea exigente; plantear los propios
reclamos pero sin descargar la ira como forma de venganza, y evitar un lenguaje
moralizante que sólo busque agredir, ironizar, culpar, herir. Muchas
discusiones en la pareja no son por cuestiones muy graves. A veces se trata de
cosas pequeñas, poco trascendentes, pero lo que altera los ánimos es el modo de
decirlas o la actitud que se asume en el diálogo.
140. Tener gestos de preocupación por el
otro y demostraciones de afecto. El amor supera las peores barreras. Cuando se
puede amar a alguien, o cuando nos sentimos amados por él, logramos entender
mejor lo que quiere expresar y hacernos entender. Superar la fragilidad que nos
lleva a tenerle miedo al otro, como si fuera un «competidor». Es muy importante
fundar la propia seguridad en opciones profundas, convicciones o valores, y no
en ganar una discusión o en que nos den la razón.
141. Finalmente, reconozcamos que para
que el diálogo valga la pena hay que tener algo que decir, y eso requiere una
riqueza interior que se alimenta en la lectura, la reflexión personal, la oración
y la apertura a la sociedad. De otro modo, las conversaciones se vuelven
aburridas e inconsistentes. Cuando ninguno de los cónyuges se cultiva y no
existe una variedad de relaciones con otras personas, la vida familiar se
vuelve endogámica y el diálogo se empobrece.
142. El Concilio Vaticano II enseña que
este amor conyugal «abarca el bien de toda la persona, y, por tanto, puede
enriquecer con una dignidad peculiar las expresiones del cuerpo y del espíritu,
y ennoblecerlas como signos especiales de la amistad conyugal»[138].
Por algo será que un amor sin placer ni pasión no es suficiente para simbolizar
la unión del corazón humano con Dios: «Todos los místicos han afirmado que el
amor sobrenatural y el amor celeste encuentran los símbolos que buscan en el
amor matrimonial, más que en la amistad, más que en el sentimiento filial o en
la dedicación a una causa. Y el motivo está justamente en su totalidad»[139].
¿Por qué entonces no detenernos a hablar de los sentimientos y de la sexualidad
en el matrimonio?
143. Deseos, sentimientos, emociones, eso
que los clásicos llamaban «pasiones», tienen un lugar importante en el
matrimonio. Se producen cuando «otro» se hace presente y se manifiesta en la
propia vida. Es propio de todo ser viviente tender hacia otra cosa, y esta
tendencia tiene siempre señales afectivas básicas: el placer o el dolor, la
alegría o la pena, la ternura o el temor. Son el presupuesto de la actividad
psicológica más elemental. El ser humano es un viviente de esta tierra, y todo
lo que hace y busca está cargado de pasiones.
144. Jesús, como verdadero hombre, vivía
las cosas con una carga de emotividad. Por eso le dolía el rechazo de Jerusalén
(cf. Mt 23,37), y esta situación le arrancaba lágrimas
(cf. Lc 19,41). También se compadecía ante el sufrimiento de
la gente (cf. Mc 6,34). Viendo llorar a los demás, se conmovía
y se turbaba (cf. Jn 11,33), y él mismo lloraba la muerte de un
amigo (cf. Jn 11,35). Estas manifestaciones de su sensibilidad
mostraban hasta qué punto su corazón humano estaba abierto a los demás.
145. Experimentar una emoción no es algo
moralmente bueno ni malo en sí mismo[140].
Comenzar a sentir deseo o rechazo no es pecaminoso ni reprochable. Lo que es
bueno o malo es el acto que uno realice movido o acompañado por una pasión.
Pero si los sentimientos son promovidos, buscados y, a causa de ellos,
cometemos malas acciones, el mal está en la decisión de alimentarlos y en los
actos malos que se sigan. En la misma línea, sentir gusto por alguien no significa
de por sí que sea un bien. Si con ese gusto yo busco que esa persona se
convierta en mi esclava, el sentimiento estará al servicio de mi egoísmo. Creer
que somos buenos sólo porque «sentimos cosas» es un tremendo engaño. Hay
personas que se sienten capaces de un gran amor sólo porque tienen una gran
necesidad de afecto, pero no saben luchar por la felicidad de los demás y viven
encerrados en sus propios deseos. En ese caso, los sentimientos distraen de los
grandes valores y ocultan un egocentrismo que no hace posible cultivar una vida
sana y feliz en familia.
146. Por otra parte, si una pasión
acompaña al acto libre, puede manifestar la profundidad de esa opción. El amor
matrimonial lleva a procurar que toda la vida emotiva se convierta en un bien
para la familia y esté al servicio de la vida en común. La madurez llega a una
familia cuando la vida emotiva de sus miembros se transforma en una
sensibilidad que no domina ni oscurece las grandes opciones y los valores sino
que sigue a su libertad[141],
brota de ella, la enriquece, la embellece y la hace más armoniosa para bien de
todos.
147. Esto requiere un camino pedagógico,
un proceso que incluye renuncias. Es una convicción de la Iglesia que muchas
veces ha sido rechazada, como si fuera enemiga de la felicidad humana.
Benedicto XVI recogía este cuestionamiento con gran claridad: «La Iglesia, con
sus preceptos y prohibiciones, ¿no convierte acaso en amargo lo más hermoso de
la vida? ¿No pone quizás carteles de prohibición precisamente allí donde la
alegría, predispuesta en nosotros por el Creador, nos ofrece una felicidad que
nos hace pregustar algo de lo divino?»[142].Pero
él respondía que, si bien no han faltado exageraciones o ascetismos desviados
en el cristianismo, la enseñanza oficial de la Iglesia, fiel a las Escrituras,
no rechazó «el eros como tal, sino que declaró guerra a su
desviación destructora, puesto que la falsa divinización del eros [...]
lo priva de su dignidad divina y lo deshumaniza»[143].
148. La educación de la emotividad y del
instinto es necesaria, y para ello a veces es indispensable ponerse algún
límite. El exceso, el descontrol, la obsesión por un solo tipo de placeres,
terminan por debilitar y enfermar al placer mismo[144],
y dañan la vida de la familia. De verdad se puede hacer un hermoso camino con
las pasiones, lo cual significa orientarlas cada vez más en un proyecto de
autodonación y de plena realización de sí mismo, que enriquece las relaciones
interpersonales en el seno familiar. No implica renunciar a instantes de
intenso gozo[145],
sino asumirlos como entretejidos con otros momentos de entrega generosa, de
espera paciente, de cansancio inevitable, de esfuerzo por un ideal. La vida en
familia es todo eso y merece ser vivida entera.
149. Algunas corrientes espirituales
insisten en eliminar el deseo para liberarse del dolor. Pero nosotros creemos
que Dios ama el gozo del ser humano, que él creó todo «para que lo disfrutemos»
(1 Tm 6,17). Dejemos brotar la alegría ante su ternura cuando nos
propone: «Hijo, trátate bien [...] No te prives de pasar un día feliz» (Si 14,11.14).
Un matrimonio también responde a la voluntad de Dios siguiendo esta invitación
bíblica: «Alégrate en el día feliz» (Qo 7,14). La cuestión es tener
la libertad para aceptar que el placer encuentre otras formas de expresión en
los distintos momentos de la vida, de acuerdo con las necesidades del amor
mutuo. En ese sentido, se puede acoger la propuesta de algunos maestros orientales
que insisten en ampliar la consciencia, para no quedar presos en una
experiencia muy limitada que nos cierre las perspectivas. Esa ampliación de la
consciencia no es la negación o destrucción del deseo sino su dilatación y su
perfeccionamiento.
150. Todo esto nos lleva a hablar de la
vida sexual del matrimonio. Dios mismo creó la sexualidad, que es un regalo
maravilloso para sus creaturas. Cuando se la cultiva y se evita su descontrol,
es para impedir que se produzca el «empobrecimiento de un valor auténtico»[146].
San Juan Pablo II rechazó que la enseñanza de la Iglesia lleve a «una negación
del valor del sexo humano», o que simplemente lo tolere «por la necesidad misma
de la procreación»[147].
La necesidad sexual de los esposos no es objeto de menosprecio, y «no se trata
en modo alguno de poner en cuestión esa necesidad»[148].
151. A quienes temen que en la educación
de las pasiones y de la sexualidad se perjudique la espontaneidad del amor
sexuado, san Juan Pablo II les respondía que el ser humano «está llamado a la
plena y madura espontaneidad de las relaciones», que «es el fruto gradual del
discernimiento de los impulsos del propio corazón»[149].
Es algo que se conquista, ya que todo ser humano «debe aprender con
perseverancia y coherencia lo que es el significado del cuerpo».[150] La
sexualidad no es un recurso para gratificar o entretener, ya que es un lenguaje
interpersonal donde el otro es tomado en serio, con su sagrado e inviolable
valor. Así, «el corazón humano se hace partícipe, por decirlo así, de otra
espontaneidad»[151].
En este contexto, el erotismo aparece como manifestación específicamente humana
de la sexualidad. En él se puede encontrar «el significado esponsalicio del
cuerpo y la auténtica dignidad del don»[152].
En sus catequesis sobre la teología del cuerpo humano, enseñó que la
corporeidad sexuada «es no sólo fuente de fecundidad y procreación», sino que
posee «la capacidad de expresar el amor: ese amor precisamente en el que el
hombre-persona se convierte en don»[153].
El más sano erotismo, si bien está unido a una búsqueda de placer, supone la
admiración, y por eso puede humanizar los impulsos.
152. Entonces, de ninguna manera podemos
entender la dimensión erótica del amor como un mal permitido o como un peso a
tolerar por el bien de la familia, sino como don de Dios que embellece el
encuentro de los esposos. Siendo una pasión sublimada por un amor que admira la
dignidad del otro, llega a ser una «plena y limpísima afirmación amorosa», que
nos muestra de qué maravillas es capaz el corazón humano y así, por un momento,
«se siente que la existencia humana ha sido un éxito»[154].
153. Dentro del contexto de esta visión
positiva de la sexualidad, es oportuno plantear el tema en su integridad y con
un sano realismo. Porque no podemos ignorar que muchas veces la sexualidad se
despersonaliza y también se llena de patologías, de tal modo que «pasa a ser
cada vez más ocasión e instrumento de afirmación del propio yo y de
satisfacción egoísta de los propios deseos e instintos»[155].
En esta época se vuelve muy riesgoso que la sexualidad también sea poseída por
el espíritu venenoso del «usa y tira». El cuerpo del otro es con frecuencia
manipulado, como una cosa que se retiene mientras brinda satisfacción y se
desprecia cuando pierde atractivo. ¿Acaso se pueden ignorar o disimular las
constantes formas de dominio, prepotencia, abuso, perversión y violencia
sexual, que son producto de una desviación del significado de la sexualidad y
que sepultan la dignidad de los demás y el llamado al amor debajo de una oscura
búsqueda de sí mismo?
154. No está de más recordar que, aun dentro
del matrimonio, la sexualidad puede convertirse en fuente de sufrimiento y de
manipulación. Por eso tenemos que reafirmar con claridad que «un acto conyugal
impuesto al cónyuge sin considerar su situación actual y sus legítimos deseos,
no es un verdadero acto de amor; y prescinde por tanto de una exigencia del
recto orden moral en las relaciones entre los esposos»[156].
Los actos propios de la unión sexual de los cónyuges responden a la naturaleza
de la sexualidad querida por Dios si son vividos «de modo verdaderamente
humano»[157].
Por eso, san Pablo exhortaba: «Que nadie falte a su hermano ni se aproveche de
él» (1 Ts 4,6). Si bien él escribía en una época en que dominaba
una cultura patriarcal, donde la mujer se consideraba un ser completamente
subordinado al varón, sin embargo enseñó que la sexualidad debe ser una
cuestión de conversación entre los cónyuges: planteó la posibilidad de
postergar las relaciones sexuales por un tiempo, pero «de común acuerdo» (1
Co 7,5).
155. San Juan Pablo II hizo una
advertencia muy sutil cuando dijo que el hombre y la mujer están «amenazados
por la insaciabilidad»[158].
Es decir, están llamados a una unión cada vez más intensa, pero el riesgo está
en pretender borrar las diferencias y esa distancia inevitable que hay entre
los dos. Porque cada uno posee una dignidad propia e intransferible. Cuando la
preciosa pertenencia recíproca se convierte en un dominio, «cambia
esencialmente la estructura de comunión en la relación interpersonal»[159].
En la lógica del dominio, el dominador también termina negando su propia
dignidad[160],
y en definitiva deja «de identificarse subjetivamente con el propio cuerpo»[161],
ya que le quita todo significado. Vive el sexo como evasión de sí mismo y como
renuncia a la belleza de la unión.
156. Es importante ser claros en el
rechazo de toda forma de sometimiento sexual. Por ello conviene evitar toda
interpretación inadecuada del texto de la carta a los Efesios donde se pide que
«las mujeres estén sujetas a sus maridos» (Ef 5,22). San Pablo se
expresa aquí en categorías culturales propias de aquella época, pero nosotros
no debemos asumir ese ropaje cultural, sino el mensaje revelado que subyace en
el conjunto de la perícopa. Retomemos la sabia explicación de san Juan Pablo
II: «El amor excluye todo género de sumisión, en virtud de la cual la mujer se
convertiría en sierva o esclava del marido [...] La comunidad o unidad que
deben formar por el matrimonio se realiza a través de una recíproca donación,
que es también una mutua sumisión»[162].
Por eso se dice también que «los maridos deben amar a sus mujeres como a sus
propios cuerpos» (Ef 5,28). En realidad el texto bíblico invita a
superar el cómodo individualismo para vivir referidos a los demás, «sujetos los
unos a los otros» (Ef 5,21). En el matrimonio, esta recíproca
«sumisión» adquiere un significado especial, y se entiende como una pertenencia
mutua libremente elegida, con un conjunto de notas de fidelidad, respeto y
cuidado. La sexualidad está de modo inseparable al servicio de esa amistad
conyugal, porque se orienta a procurar que el otro viva en plenitud.
157. Sin embargo, el rechazo de las
desviaciones de la sexualidad y del erotismo nunca debería llevarnos a su
desprecio ni a su descuido. El ideal del matrimonio no puede configurarse sólo
como una donación generosa y sacrificada, donde cada uno renuncia a toda
necesidad personal y sólo se preocupa por hacer el bien al otro sin
satisfacción alguna. Recordemos que un verdadero amor sabe también recibir del
otro, es capaz de aceptarse vulnerable y necesitado, no renuncia a acoger con
sincera y feliz gratitud las expresiones corpóreas del amor en la caricia, el
abrazo, el beso y la unión sexual. Benedicto XVI era claro al respecto: «Si el
hombre pretendiera ser sólo espíritu y quisiera rechazar la carne como si fuera
una herencia meramente animal, espíritu y cuerpo perderían su dignidad»[163].
Por esta razón, «el hombre tampoco puede vivir exclusivamente del amor
oblativo, descendente. No puede dar únicamente y siempre, también debe recibir.
Quien quiere dar amor, debe a su vez recibirlo como don»[164].
Esto supone, de todos modos, recordar que el equilibrio humano es frágil, que
siempre permanece algo que se resiste a ser humanizado y que en cualquier
momento puede desbocarse de nuevo, recuperando sus tendencias más primitivas y
egoístas.
158. «Muchas personas que viven sin
casarse, no sólo se dedican a su familia de origen, sino que a menudo cumplen
grandes servicios en su círculo de amigos, en la comunidad eclesial y en la
vida profesional [...] Muchos, asimismo, ponen sus talentos al servicio de la
comunidad cristiana bajo la forma de la caridad y el voluntariado. Luego están
los que no se casan porque consagran su vida por amor a Cristo y a los
hermanos. Su dedicación enriquece extraordinariamente a la familia, en la
Iglesia y en la sociedad»[165].
159. La virginidad es una forma de amar.
Como signo, nos recuerda la premura del Reino, la urgencia de entregarse al
servicio evangelizador sin reservas (cf. 1 Co 7,32), y es un
reflejo de la plenitud del cielo donde «ni los hombres se casarán ni las mujer
tomarán esposo» (Mt 22,30). San Pablo la recomendaba porque
esperaba un pronto regreso de Jesucristo, y quería que todos se concentraran
sólo en la evangelización: «El momento es apremiante» (1 Co 7,29).
Sin embargo, dejaba claro que era una opinión personal o un deseo suyo
(cf. 1 Co 7,6-8) y no un pedido de Cristo: «No tengo precepto
del Señor» (1 Co 7,25). Al mismo tiempo, reconocía el valor de los
diferentes llamados: «cada cual tiene su propio don de Dios, unos de un modo y
otros de otro» (1 Co 7,7). En este sentido, san Juan Pablo II dijo
que los textos bíblicos «no dan fundamento ni para sostener la “inferioridad”
del matrimonio, ni la “superioridad” de la virginidad o del celibato»[166] en
razón de la abstención sexual. Más que hablar de la superioridad de la
virginidad en todo sentido, parece adecuado mostrar que los distintos estados
de vida se complementan, de tal manera que uno puede ser más perfecto en algún
sentido y otro puede serlo desde otro punto de vista. Alejandro de Hales, por
ejemplo, expresaba que, en un sentido, el matrimonio puede considerarse
superior a los demás sacramentos, porque simboliza algo tan grande como «la unión
de Cristo con la Iglesia o la unión de la naturaleza divina con la humana»[167].
160. Por lo tanto, «no se trata de
disminuir el valor del matrimonio en beneficio de la continencia»,[168],
y «no hay base alguna para una supuesta contraposición [...] Si, de acuerdo con
una cierta tradición teológica, se habla del estado de perfección (status
perfectionis), se hace no a causa de la continencia misma, sino con
relación al conjunto de la vida fundada sobre los consejos evangélicos»[169].
Pero una persona casada puede vivir la caridad en un altísimo grado. Entonces,
«llega a esa perfección que brota de la caridad, mediante la fidelidad al
espíritu de esos consejos. Esta perfección es posible y accesible a cada uno de
los hombres»[170].
161. La virginidad tiene el valor
simbólico del amor que no necesita poseer al otro, y refleja así la libertad
del Reino de los Cielos. Es una invitación a los esposos para que vivan su amor
conyugal en la perspectiva del amor definitivo a Cristo, como un camino común
hacia la plenitud del Reino. A su vez, el amor de los esposos tiene otros
valores simbólicos: por una parte, es un peculiar reflejo de la Trinidad. La
Trinidad es unidad plena, pero en la cual existe también la distinción. Además,
la familia es un signo cristológico, porque manifiesta la cercanía de Dios que
comparte la vida del ser humano uniéndose a él en la Encarnación, en la Cruz y
en la Resurrección: cada cónyuge se hace «una sola carne» con el otro y se
ofrece a sí mismo para compartirlo todo con él hasta el fin. Mientras la
virginidad es un signo «escatológico» de Cristo resucitado, el matrimonio es un
signo «histórico» para los que caminamos en la tierra, un signo del Cristo
terreno que aceptó unirse a nosotros y se entregó hasta darnos su sangre. La
virginidad y el matrimonio son, y deben ser, formas diferentes de amar, porque
«el hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser
incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor»[171].
162. El celibato corre el peligro de ser
una cómoda soledad, que da libertad para moverse con autonomía, para cambiar de
lugares, de tareas y de opciones, para disponer del propio dinero, para
frecuentar personas diversas según la atracción del momento. En ese caso,
resplandece el testimonio de las personas casadas. Quienes han sido llamados a
la virginidad pueden encontrar en algunos matrimonios un signo claro de la
generosa e inquebrantable fidelidad de Dios a su Alianza, que estimule sus
corazones a una disponibilidad más concreta y oblativa. Porque hay personas
casadas que mantienen su fidelidad cuando su cónyuge se ha vuelto físicamente
desagradable, o cuando no satisface las propias necesidades, a pesar de que
muchas ofertas inviten a la infidelidad o al abandono. Una mujer puede cuidar a
su esposo enfermo y allí, junto a la Cruz, vuelve a dar el «sí» de su amor
hasta la muerte. En ese amor se manifiesta de un modo deslumbrante la dignidad
del amante, dignidad como reflejo de la caridad, puesto que es propio de la
caridad amar, más que ser amado[172]. También
podemos advertir en muchas familias una capacidad de servicio oblativo y tierno
ante hijos difíciles e incluso desagradecidos. Esto hace de esos padres un
signo del amor libre y desinteresado de Jesús. Todo esto se convierte en una
invitación a las personas célibes para que vivan su entrega por el Reino con
mayor generosidad y disponibilidad. Hoy, la secularización ha desdibujado el
valor de una unión para toda la vida y ha debilitado la riqueza de la entrega
matrimonial, por lo cual «es preciso profundizar en los aspectos positivos del
amor conyugal»[173].
163. La prolongación de la vida hace que
se produzca algo que no era común en otros tiempos: la relación íntima y la
pertenencia mutua deben conservarse por cuatro, cinco o seis décadas, y esto se
convierte en una necesidad de volver a elegirse una y otra vez. Quizás el cónyuge
ya no está apasionado por un deseo sexual intenso que le mueva hacia la otra
persona, pero siente el placer de pertenecerle y que le pertenezca, de saber
que no está solo, de tener un «cómplice», que conoce todo de su vida y de su
historia y que comparte todo. Es el compañero en el camino de la vida con quien
se pueden enfrentar las dificultades y disfrutar las cosas lindas. Eso también
produce una satisfacción que acompaña al querer propio del amor conyugal. No
podemos prometernos tener los mismos sentimientos durante toda la vida. En
cambio, sí podemos tener un proyecto común estable, comprometernos a amarnos y
a vivir unidos hasta que la muerte nos separe, y vivir siempre una rica
intimidad. El amor que nos prometemos supera toda emoción, sentimiento o estado
de ánimo, aunque pueda incluirlos. Es un querer más hondo, con una decisión del
corazón que involucra toda la existencia. Así, en medio de un conflicto no
resuelto, y aunque muchos sentimientos confusos den vueltas por el corazón, se
mantiene viva cada día la decisión de amar, de pertenecerse, de compartir la
vida entera y de permanecer amando y perdonando. Cada uno de los dos hace un
camino de crecimiento y de cambio personal. En medio de ese camino, el amor
celebra cada paso y cada nueva etapa.
164. En la historia de un matrimonio, la
apariencia física cambia, pero esto no es razón para que la atracción amorosa
se debilite. Alguien se enamora de una persona entera con una identidad propia,
no sólo de un cuerpo, aunque ese cuerpo, más allá del desgaste del tiempo,
nunca deje de expresar de algún modo esa identidad personal que ha cautivado el
corazón. Cuando los demás ya no puedan reconocer la belleza de esa identidad,
el cónyuge enamorado sigue siendo capaz de percibirla con el instinto del amor,
y el cariño no desaparece. Reafirma su decisión de pertenecerle, la vuelve a
elegir, y expresa esa elección en una cercanía fiel y cargada de ternura. La
nobleza de su opción por ella, por ser intensa y profunda, despierta una forma
nueva de emoción en el cumplimiento de esa misión conyugal. Porque «la emoción
provocada por otro ser humano como persona [...] no tiende de por sí al acto
conyugal»[174].
Adquiere otras expresiones sensibles, porque el amor «es una única realidad, si
bien con diversas dimensiones; según los casos, una u otra puede destacar más»[175].
El vínculo encuentra nuevas modalidades y exige la decisión de volver a
amasarlo una y otra vez. Pero no sólo para conservarlo, sino para
desarrollarlo. Es el camino de construirse día a día. Pero nada de esto es
posible si no se invoca al Espíritu Santo, si no se clama cada día pidiendo su
gracia, si no se busca su fuerza sobrenatural, si no se le reclama con deseo
que derrame su fuego sobre nuestro amor para fortalecerlo, orientarlo y
transformarlo en cada nueva situación.
Capítulo quinto
AMOR QUE SE VUELVE FECUNDO
AMOR QUE SE VUELVE FECUNDO
178. Muchas parejas de esposos no pueden
tener hijos. Sabemos lo mucho que se sufre por ello. Por otro lado, sabemos
también que «el matrimonio no ha sido instituido solamente para la procreación
[...] Por ello, aunque la prole, tan deseada, muchas veces falte, el
matrimonio, como amistad y comunión de la vida toda, sigue existiendo y
conserva su valor e indisolubilidad»[199].
Además, «la maternidad no es una realidad exclusivamente biológica, sino que se
expresa de diversas maneras»[200].
179. La adopción es un camino para
realizar la maternidad y la paternidad de una manera muy generosa, y quiero
alentar a quienes no pueden tener hijos a que sean magnánimos y abran su amor
matrimonial para recibir a quienes están privados de un adecuado contexto
familiar. Nunca se arrepentirán de haber sido generosos. Adoptar es el acto de
amor de regalar una familia a quien no la tiene. Es importante insistir en que
la legislación pueda facilitar los trámites de adopción, sobre todo en los
casos de hijos no deseados, en orden a prevenir el aborto o el abandono. Los
que asumen el desafío de adoptar y acogen a una persona de manera incondicional
y gratuita, se convierten en mediaciones de ese amor de Dios que dice: «Aunque
tu madre te olvidase, yo jamás te olvidaría» (Is 49,15).
180. «La opción de la adopción y de la
acogida expresa una fecundidad particular de la experiencia conyugal, no sólo
en los casos de esposos con problemas de fertilidad [...] Frente a situaciones
en las que el hijo es querido a cualquier precio, como un derecho a la propia
autoafirmación, la adopción y la acogida, entendidas correctamente, muestran un
aspecto importante del ser padres y del ser hijos, en cuanto ayudan a reconocer
que los hijos, tanto naturales como adoptados o acogidos, son otros sujetos en
sí mismos y que hace falta recibirlos, amarlos, hacerse cargo de ellos y no
sólo traerlos al mundo. El interés superior del niño debe primar en los
procesos de adopción y acogida»[201].
Por otra parte, «se debe frenar el tráfico de niños entre países y continentes
mediante oportunas medidas legislativas y el control estatal»[202].
181. Conviene también recordar que la procreación o la adopción no son las
únicas maneras de vivir la fecundidad del amor. Aun la familia con muchos hijos
está llamada a dejar su huella en la sociedad donde está inserta, para
desarrollar otras formas de fecundidad que son como la prolongación del amor
que la sustenta. No olviden las familias cristianas que «la fe no nos aleja del
mundo, sino que nos introduce más profundamente en él [...] Cada uno de
nosotros tiene un papel especial que desempeñar en la preparación de la venida
del Reino de Dios»[203].
La familia no debe pensar a sí misma como un recinto llamado a protegerse de la
sociedad. No se queda a la espera, sino que sale de sí en la búsqueda solidaria.
Así se convierte en un nexo de integración de la persona con la sociedad y en
un punto de unión entre lo público y lo privado. Los matrimonios necesitan
adquirir una clara y convencida conciencia sobre sus deberes sociales.Cuando esto sucede, el afecto que los une no disminuye, sino que se llena de nueva luz (204).
182. Ninguna familia puede ser fecunda si
se concibe como demasiado diferente o «separada». Para evitar este riesgo,
recordemos que la familia de Jesús, llena de gracia y de sabiduría, no era
vista como una familia «rara», como un hogar extraño y alejado del pueblo. Por
eso mismo a la gente le costaba reconocer la sabiduría de Jesús y decía: «¿De
dónde saca todo eso? [...] ¿No es este el carpintero, el hijo de María?» (Mc 6,2-3).
«¿No es el hijo del carpintero?» (Mc 6,2-3). «¿No es este el hijo
del carpintero?» (Mt 13,55). Esto confirma que era una familia
sencilla, cercana a todos, integrada con normalidad en el pueblo. Jesús tampoco
creció en una relación cerrada y absorbente con María y con José, sino que se
movía gustosamente en la familia ampliada, que incluía a los parientes y amigos.
Eso explica que, cuando volvían de Jerusalén, sus padres aceptaban que el niño
de doce años se perdiera en la caravana un día entero, escuchando las
narraciones y compartiendo las preocupaciones de todos: «Creyendo que estaba en
la caravana, anduvieron el camino de un día» (Lc 2,44). Sin embargo
a veces sucede que algunas familias cristianas, por el lenguaje que usan, por
el modo de decir las cosas, por el estilo de su trato, por la repetición
constante de dos o tres temas, son vistas como lejanas, como separadas de la
sociedad, y hasta sus propios parientes se sienten despreciados o juzgados por
ellas.
183. Un matrimonio que experimente la
fuerza del amor, sabe que ese amor está llamado a sanar las heridas de los
abandonados, a instaurar la cultura del encuentro, a luchar por la justicia.
Dios ha confiado a la familia el proyecto de hacer «doméstico» el mundo[205],
para que todos lleguen a sentir a cada ser humano como un hermano: «Una mirada
atenta a la vida cotidiana de los hombres y mujeres de hoy muestra
inmediatamente la necesidad que hay por todos lados de una robusta inyección de
espíritu familiar [...] No sólo la organización de la vida común se topa cada
vez más con una burocracia del todo extraña a las uniones humanas
fundamentales, sino, incluso, las costumbres sociales y políticas muestran a
menudo signos de degradación»[206].
En cambio, las familias abiertas y solidarias hacen espacio a los pobres, son
capaces de tejer una amistad con quienes lo están pasando peor que ellas. Si
realmente les importa el Evangelio, no pueden olvidar lo que dice Jesús: «Que
cada vez que lo hicisteis con uno de éstos, mis hermanos más pequeños, conmigo
lo hicisteis» (Mt 25,40). En definitiva, viven lo que se nos pide
con tanta elocuencia en este texto: «Cuando des una comida o una cena, no
llames a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a tus vecinos
ricos. Porque si luego ellos te invitan a ti, esa será tu recompensa. Cuando des
un banquete, llama a los pobres, a los lisiados, a los cojos, a los ciegos, y
serás dichoso» (Lc 14,12-14). ¡Serás dichoso! He aquí el secreto de
una familia feliz.
184. Con el testimonio, y también con la
palabra, las familias hablan de Jesús a los demás, transmiten la fe, despiertan
el deseo de Dios, y muestran la belleza del Evangelio y del estilo de vida que
nos propone. Así, los matrimonios cristianos pintan el gris del espacio público
llenándolo del color de la fraternidad, de la sensibilidad social, de la
defensa de los frágiles, de la fe luminosa, de la esperanza activa. Su
fecundidad se amplía y se traduce en miles de maneras de hacer presente el amor
de Dios en la sociedad.
185. En esta línea es conveniente tomar
muy en serio un texto bíblico que suele ser interpretado fuera de su contexto,
o de una manera muy general, con lo cual se puede descuidar su sentido más
inmediato y directo, que es marcadamente social. Se trata de 1 Co 11,17-34,
donde san Pablo enfrenta una situación vergonzosa de la comunidad. Allí,
algunas personas acomodadas tendían a discriminar a los pobres, y esto se
producía incluso en el ágape que acompañaba a la celebración de la Eucaristía.
Mientras los ricos gustaban sus manjares, los pobres se quedaban mirando y sin
tener qué comer: Así, «uno pasa hambre, el otro está borracho. ¿No tenéis casas
donde comer y beber? ¿O tenéis en tan poco a la Iglesia de Dios que humilláis a
los pobres?» (vv. 21-22).
186. La Eucaristía reclama la integración
en un único cuerpo eclesial. Quien se acerca al Cuerpo y a la Sangre de Cristo
no puede al mismo tiempo ofender este mismo Cuerpo provocando escandalosas
divisiones y discriminaciones entre sus miembros. Se trata, pues, de
«discernir» el Cuerpo del Señor, de reconocerlo con fe y caridad, tanto en los
signos sacramentales como en la comunidad, de otro modo, se come y se bebe la
propia condenación (cf. v. 11, 29). Este texto bíblico es una seria
advertencia para las familias que se encierran en su propia comodidad y se
aíslan, pero más particularmente para las familias que permanecen indiferentes
ante el sufrimiento de las familias pobres y más necesitadas. La celebración
eucarística se convierte así en un constante llamado para «que cada cual se
examine» (v. 28) en orden a abrir las puertas de la propia familia a una mayor
comunión con los descartables de la sociedad, y, entonces sí, recibir el
Sacramento del amor eucarístico que nos hace un sólo cuerpo. No hay que olvidar
que «la “mística” del Sacramento tiene un carácter social»[207].
Cuando quienes comulgan se resisten a dejarse impulsar en un compromiso con los
pobres y sufrientes, o consienten distintas formas de división, de desprecio y
de inequidad, la Eucaristía es recibida indignamente. En cambio, las familias
que se alimentan de la Eucaristía con adecuada disposición refuerzan su deseo
de fraternidad, su sentido social y su compromiso con los necesitados.
187. El pequeño núcleo familiar no
debería aislarse de la familia ampliada, donde están los padres, los tíos, los
primos, e incluso los vecinos. En esa familia grande puede haber algunos
necesitados de ayuda, o al menos de compañía y de gestos de afecto, o puede
haber grandes sufrimientos que necesitan un consuelo[208].
El individualismo de estos tiempos a veces lleva a encerrarse en un pequeño
nido de seguridad y a sentir a los otros como un peligro molesto. Sin embargo,
ese aislamiento no brinda más paz y felicidad, sino que cierra el corazón de la
familia y la priva de la amplitud de la existencia.
188. En primer lugar, hablemos de los
propios padres. Jesús recordaba a los fariseos que el abandono de los padres
está en contra de la Ley de Dios (cf. Mc 7,8-13). A nadie le
hace bien perder la conciencia de ser hijo. En cada persona, «incluso cuando se
llega a la edad de adulto o anciano, también si se convierte en padre, si ocupa
un sitio de responsabilidad, por debajo de todo esto permanece la identidad de
hijo. Todos somos hijos. Y esto nos reconduce siempre al hecho de que la vida
no nos la hemos dado nosotros mismos sino que la hemos recibido. El gran don de
la vida es el primer regalo que nos ha sido dado»[209].
189. Por eso, «el cuarto mandamiento pide
a los hijos [...] que honren al padre y a la madre (cf. Ex 20,12).
Este mandamiento viene inmediatamente después de los que se refieren a Dios
mismo. En efecto, encierra algo sagrado, algo divino, algo que está en la raíz
de cualquier otro tipo de respeto entre los hombres. Y en la formulación
bíblica del cuarto mandamiento se añade: “para que se prolonguen tus días en la
tierra que el Señor, tu Dios, te va a dar”. El vínculo virtuoso entre las
generaciones es garantía de futuro, y es garantía de una historia
verdaderamente humana. Una sociedad de hijos que no honran a sus padres es una
sociedad sin honor [...] Es una sociedad destinada a poblarse de jóvenes
desapacibles y ávidos»[210].
190. Pero la moneda tiene otra cara:
«Abandonará el hombre a su padre y a su madre» (Gn 2,24), dice la
Palabra de Dios. Esto a veces no se cumple, y el matrimonio no termina de
asumirse porque no se ha hecho esa renuncia y esa entrega. Los padres no deben
ser abandonados ni descuidados, pero para unirse en matrimonio hay que
dejarlos, de manera que el nuevo hogar sea la morada, la protección, la
plataforma y el proyecto, y sea posible convertirse de verdad en «una sola
carne» (ibíd.). En algunos matrimonios ocurre que se ocultan muchas
cosas al propio cónyuge que, en cambio se hablan con los propios padres, hasta
el punto que importan más las opiniones de los padres que los sentimientos y
las opiniones del cónyuge. No es fácil sostener esta situación por mucho
tiempo, y sólo cabe de manera provisoria, mientras se crean las condiciones
para crecer en la confianza y en la comunicación. El matrimonio desafía a
encontrar una nueva manera de ser hijos.
191. «No me rechaces ahora en la vejez,
me van faltando las fuerzas, no me abandones» (Sal 71,9). Es el
clamor del anciano, que teme el olvido y el desprecio. Así como Dios nos invita
a ser sus instrumentos para escuchar la súplica de los pobres, también espera
que escuchemos el grito de los ancianos[211].
Esto interpela a las familias y a las comunidades, porque «la Iglesia no puede
y no quiere conformarse a una mentalidad de intolerancia, y mucho menos de
indiferencia y desprecio, respecto a la vejez. Debemos despertar el sentido
colectivo de gratitud, de aprecio, de hospitalidad, que hagan sentir al anciano
parte viva de su comunidad. Los ancianos son hombres y mujeres, padres y madres
que estuvieron antes que nosotros en el mismo camino, en nuestra misma casa, en
nuestra diaria batalla por una vida digna»[212].
Por eso, «¡cuánto quisiera una Iglesia que desafía la cultura del descarte con
la alegría desbordante de un nuevo abrazo entre los jóvenes y los ancianos!»[213].
192. San Juan Pablo II nos invitó a
prestar atención al lugar del anciano en la familia, porque hay culturas que,
«como consecuencia de un desordenado desarrollo industrial y urbanístico, han
llevado y siguen llevando a los ancianos a formas inaceptables de marginación»[214].
Los ancianos ayudan a percibir «la continuidad de las generaciones», con «el
carisma de servir de puente»[215].
Muchas veces son los abuelos quienes aseguran la transmisión de los grandes
valores a sus nietos, y «muchas personas pueden reconocer que deben
precisamente a sus abuelos la iniciación a la vida cristiana»[216].
Sus palabras, sus caricias o su sola presencia, ayudan a los niños a reconocer
que la historia no comienza con ellos, que son herederos de un viejo camino y
que es necesario respetar el trasfondo que nos antecede. Quienes rompen lazos
con la historia tendrán dificultades para tejer relaciones estables y para
reconocer que no son los dueños de la realidad. Entonces, «la atención a los
ancianos habla de la calidad de una civilización. ¿Se presta atención al
anciano en una civilización? ¿Hay sitio para el anciano? Esta civilización
seguirá adelante si sabe respetar la sabiduría, la sabiduría de los ancianos»[217].
193. La ausencia de memoria histórica es
un serio defecto de nuestra sociedad. Es la mentalidad inmadura del «ya fue».
Conocer y poder tomar posición frente a los acontecimientos pasados es la única
posibilidad de construir un futuro con sentido. No se puede educar sin memoria:
«Recordad aquellos días primeros» (Hb 10,32). Las narraciones de
los ancianos hacen mucho bien a los niños y jóvenes, ya que los conectan con la
historia vivida tanto de la familia como del barrio y del país. Una familia que
no respeta y atiende a sus abuelos, que son su memoria viva, es una familia
desintegrada; pero una familia que recuerda es una familia con porvenir. Por lo
tanto, «en una civilización en la que no hay sitio para los ancianos o se los
descarta porque crean problemas, esta sociedad lleva consigo el virus de la
muerte»[218],
ya que «se arranca de sus propias raíces»[219].
El fenómeno de la orfandad contemporánea, en términos de discontinuidad, desarraigo
y caída de las certezas que dan forma a la vida, nos desafía a hacer de
nuestras familias un lugar donde los niños puedan arraigarse en el suelo de una
historia colectiva.
194. La relación entre los hermanos se
profundiza con el paso del tiempo, y «el vínculo de fraternidad que se forma en
la familia entre los hijos, si se da en un clima de educación abierto a los
demás, es una gran escuela de libertad y de paz. En la familia, entre hermanos,
se aprende la convivencia humana [...] Tal vez no siempre somos conscientes de
ello, pero es precisamente la familia la que introduce la fraternidad en el
mundo. A partir de esta primera experiencia de hermandad, nutrida por los
afectos y por la educación familiar, el estilo de la fraternidad se irradia
como una promesa sobre toda la sociedad»[220].
195. Crecer entre hermanos brinda la hermosa
experiencia de cuidarnos, de ayudar y de ser ayudados. Por eso, «la fraternidad
en la familia resplandece de modo especial cuando vemos el cuidado, la
paciencia, el afecto con los cuales se rodea al hermanito o a la hermanita más
débiles, enfermos, o con discapacidad»[221].
Hay que reconocer que «tener un hermano, una hermana que te quiere, es una
experiencia fuerte, impagable, insustituible»[222],
pero hay que enseñar con paciencia a los hijos a tratarse como hermanos. Ese
aprendizaje, a veces costoso, es una verdadera escuela de sociabilidad. En
algunos países existe una fuerte tendencia a tener un solo hijo, con lo cual la
experiencia de ser hermano comienza a ser poco común. En los casos en que no se
haya podido tener más de un hijo, habrá que encontrar las maneras de que el
niño no crezca solo o aislado.
196. Además del círculo pequeño que
conforman los cónyuges y sus hijos, está la familia grande que no puede ser
ignorada. Porque «el amor entre el hombre y la mujer en el matrimonio y, de
forma derivada y más amplia, el amor entre los miembros de la misma familia
—entre padres e hijos, entre hermanos y hermanas, entre parientes y familiares—
está animado e impulsado por un dinamismo interior e incesante que conduce la
familia a una comunión cada vez más profunda e intensa, fundamento y alma de la
comunidad conyugal y familiar»[223].
Allí también se integran los amigos y las familias amigas, e incluso las
comunidades de familias que se apoyan mutuamente en sus dificultades, en su
compromiso social y en su fe.
197. Esta familia grande debería integrar
con mucho amor a las madres adolescentes, a los niños sin padres, a las mujeres
solas que deben llevar adelante la educación de sus hijos, a las personas con
alguna discapacidad que requieren mucho afecto y cercanía, a los jóvenes que
luchan contra una adicción, a los solteros, separados o viudos que sufren la
soledad, a los ancianos y enfermos que no reciben el apoyo de sus hijos, y en
su seno tienen cabida «incluso los más desastrosos en las conductas de su vida»[224].
También puede ayudar a compensar las fragilidades de los padres, o detectar y
denunciar a tiempo posibles situaciones de violencia o incluso de abuso
sufridas por los niños, dándoles un amor sano y una tutela familiar cuando sus
padres no pueden asegurarla.
198. Finalmente, no se puede olvidar que
en esta familia grande están también el suegro, la suegra y todos los parientes
del cónyuge. Una delicadeza propia del amor consiste en evitar verlos como
competidores, como seres peligrosos, como invasores. La unión conyugal reclama
respetar sus tradiciones y costumbres, tratar de comprender su lenguaje,
contener las críticas, cuidarlos e integrarlos de alguna manera en el propio
corazón, aun cuando haya que preservar la legítima autonomía y la intimidad de
la pareja. Estas actitudes son también un modo exquisito de expresar la generosidad
de la entrega amorosa al propio cónyuge.
231. Vaya una palabra a los que en el
amor ya han añejado el vino nuevo del noviazgo. Cuando el vino se añeja con
esta experiencia del camino, allí aparece, florece en toda su plenitud, la
fidelidad de los pequeños momentos de la vida. Es la fidelidad de la espera y
de la paciencia. Esa fidelidad llena de sacrificios y de gozos va como
floreciendo en la edad en que todo se pone añejo y los ojos se ponen brillantes
al contemplar los hijos de sus hijos. Así era desde el principio, pero eso ya
se hizo consciente, asentado, madurado en la sorpresa cotidiana del
redescubrimiento día tras día, año tras año. Como enseñaba san Juan de la Cruz,
«los viejos amadores son los ya ejercitados y probados». Ellos «ya no tienen
aquellos hervores sensitivos ni aquellas furias y fuegos hervorosos por fuera,
sino que gustan la suavidad del vino de amor ya bien cocido en su sustancia
[...] asentado allá dentro en el alma»[253].
Esto supone haber sido capaces de superar juntos las crisis y los tiempos de
angustia, sin escapar de los desafíos ni esconder las dificultades.
232. La historia de una familia está
surcada por crisis de todo tipo, que también son parte de su dramática belleza.
Hay que ayudar a descubrir que una crisis superada no lleva a una relación con
menor intensidad sino a mejorar, asentar y madurar el vino de la unión. No se
convive para ser cada vez menos felices, sino para aprender a ser felices de un
modo nuevo, a partir de las posibilidades que abre una nueva etapa. Cada crisis
implica un aprendizaje que permite incrementar la intensidad de la vida
compartida, o al menos encontrar un nuevo sentido a la experiencia matrimonial.
De ningún modo hay que resignarse a una curva descendente, a un deterioro
inevitable, a una soportable mediocridad. Al contrario, cuando el matrimonio se
asume como una tarea, que implica también superar obstáculos, cada crisis se
percibe como la ocasión para llegar a beber juntos el mejor vino. Es bueno
acompañar a los cónyuges para que puedan aceptar las crisis que lleguen, tomar
el guante y hacerles un lugar en la vida familiar. Los matrimonios
experimentados y formados deben estar dispuestos a acompañar a otros en este
descubrimiento, de manera que las crisis no los asusten ni los lleven a tomar
decisiones apresuradas. Cada crisis esconde una buena noticia que hay que saber
escuchar afinando el oído del corazón.
233. La reacción inmediata es resistirse
ante el desafío de una crisis, ponerse a la defensiva por sentir que escapa al
propio control, porque muestra la insuficiencia de la propia manera de vivir, y
eso incomoda. Entonces se usa el recurso de negar los problemas, esconderlos,
relativizar su importancia, apostar sólo al paso del tiempo. Pero eso retarda
la solución y lleva a consumir mucha energía en un ocultamiento inútil que
complicará todavía más las cosas. Los vínculos se van deteriorando y se va
consolidando un aislamiento que daña la intimidad. En una crisis no asumida, lo
que más se perjudica es la comunicación. De ese modo, poco a poco, alguien que era
«la persona que amo» pasa a ser «quien me acompaña siempre en la vida», luego
sólo «el padre o la madre de mis hijos», y, al final, «un extraño».
234. Para enfrentar una crisis se
necesita estar presentes. Es difícil, porque a veces las personas se aíslan
para no manifestar lo que sienten, se arrinconan en el silencio mezquino y
tramposo. En estos momentos es necesario crear espacios para comunicarse de
corazón a corazón. El problema es que se vuelve más difícil comunicarse así en
un momento de crisis si nunca se aprendió a hacerlo. Es todo un arte que se
aprende en tiempos de calma, para ponerlo en práctica en los tiempos duros. Hay
que ayudar a descubrir las causas más ocultas en los corazones de los cónyuges,
y a enfrentarlas como un parto que pasará y dejará un nuevo tesoro. Pero las
respuestas a las consultas realizadas remarcan que en situaciones difíciles o
críticas la mayoría no acude al acompañamiento pastoral, ya que no lo siente
comprensivo, cercano, realista, encarnado. Por eso, tratemos ahora de
acercarnos a las crisis matrimoniales con una mirada que no ignore su carga de
dolor y de angustia.
235. Hay crisis comunes que suelen
ocurrir en todos los matrimonios, como la crisis de los comienzos, cuando hay
que aprender a compatibilizar las diferencias y desprenderse de los padres; o
la crisis de la llegada del hijo, con sus nuevos desafíos emocionales; la
crisis de la crianza, que cambia los hábitos del matrimonio; la crisis de la
adolescencia del hijo, que exige muchas energías, desestabiliza a los padres y
a veces los enfrenta entre sí; la crisis del «nido vacío», que obliga a la
pareja a mirarse nuevamente a sí misma; la crisis que se origina en la vejez de
los padres de los cónyuges, que reclaman más presencia, cuidados y decisiones
difíciles. Son situaciones exigentes, que provocan miedos, sentimientos de
culpa, depresiones o cansancios que pueden afectar gravemente a la unión.
236. A estas se suman las crisis
personales que inciden en la pareja, relacionadas con dificultades económicas,
laborales, afectivas, sociales, espirituales. Y se agregan circunstancias
inesperadas que pueden alterar la vida familiar, y que exigen un camino de
perdón y reconciliación. Al mismo tiempo que intenta dar el paso del perdón,
cada uno tiene que preguntarse con serena humildad si no ha creado las
condiciones para exponer al otro a cometer ciertos errores. Algunas familias
sucumben cuando los cónyuges se culpan mutuamente, pero «la experiencia muestra
que, con una ayuda adecuada y con la acción de reconciliación de la gracia, un
gran porcentaje de crisis matrimoniales se superan de manera satisfactoria.
Saber perdonar y sentirse perdonados es una experiencia fundamental en la vida
familiar»[254].
«El difícil arte de la reconciliación, que requiere del sostén de la gracia,
necesita la generosa colaboración de familiares y amigos, y a veces incluso de
ayuda externa y profesional»[255].
237. Se ha vuelto frecuente que, cuando
uno siente que no recibe lo que desea, o que no se cumple lo que soñaba, eso
parece ser suficiente para dar fin a un matrimonio. Así no habrá matrimonio que
dure. A veces, para decidir que todo acabó basta una insatisfacción, una
ausencia en un momento en que se necesitaba al otro, un orgullo herido o un
temor difuso. Hay situaciones propias de la inevitable fragilidad humana, a las
cuales se otorga una carga emotiva demasiado grande. Por ejemplo, la sensación
de no ser completamente correspondido, los celos, las diferencias que surjan
entre los dos, el atractivo que despiertan otras personas, los nuevos intereses
que tienden a apoderarse del corazón, los cambios físicos del cónyuge, y tantas
otras cosas que, más que atentados contra el amor, son oportunidades que
invitan a recrearlo una vez más.
238. En esas circunstancias, algunos
tienen la madurez necesaria para volver a elegir al otro como compañero de
camino, más allá de los límites de la relación, y aceptan con realismo que no
pueda satisfacer todos los sueños acariciados. Evitan considerarse los únicos
mártires, valoran las pequeñas o limitadas posibilidades que les da la vida en
familia y apuestan por fortalecer el vínculo en una construcción que llevará
tiempo y esfuerzo. Porque en el fondo reconocen que cada crisis es como un
nuevo «sí» que hace posible que el amor renazca fortalecido, transfigurado,
madurado, iluminado. A partir de una crisis se tiene la valentía de buscar las
raíces profundas de lo que está ocurriendo, de volver a negociar los acuerdos
básicos, de encontrar un nuevo equilibrio y de caminar juntos una etapa nueva.
Con esta actitud de constante apertura se pueden afrontar muchas situaciones
difíciles. De todos modos, reconociendo que la reconciliación es posible, hoy
descubrimos que «un ministerio dedicado a aquellos cuya relación matrimonial se
ha roto parece particularmente urgente»[256].
239. Es comprensible que en las familias
haya muchas crisis cuando alguno de sus miembros no ha madurado su manera de
relacionarse, porque no ha sanado heridas de alguna etapa de su vida. La propia
infancia o la propia adolescencia mal vividas son caldo de cultivo para crisis
personales que terminan afectando al matrimonio. Si todos fueran personas que
han madurado normalmente, las crisis serían menos frecuentes o menos dolorosas.
Pero el hecho es que a veces las personas necesitan realizar a los cuarenta
años una maduración atrasada que debería haberse logrado al final de la
adolescencia. A veces se ama con un amor egocéntrico propio del niño, fijado en
una etapa donde la realidad se distorsiona y se vive el capricho de que todo
gire en torno al propio yo. Es un amor insaciable, que grita o llora cuando no
tiene lo que desea. Otras veces se ama con un amor fijado en una etapa
adolescente, marcado por la confrontación, la crítica ácida, el hábito de
culpar a los otros, la lógica del sentimiento y de la fantasía, donde los demás
deben llenar los propios vacíos o seguir los propios caprichos.
240. Muchos terminan su niñez sin haber
sentido jamás que son amados incondicionalmente, y eso lastima su capacidad de
confiar y de entregarse. Una relación mal vivida con los propios padres y
hermanos, que nunca ha sido sanada, reaparece y daña la vida conyugal. Entonces
hay que hacer un proceso de liberación que jamás se enfrentó. Cuando la
relación entre los cónyuges no funciona bien, antes de tomar decisiones
importantes conviene asegurarse de que cada uno haya hecho ese camino de
curación de la propia historia. Eso exige reconocer la necesidad de sanar,
pedir con insistencia la gracia de perdonar y de perdonarse, aceptar ayuda,
buscar motivaciones positivas y volver a intentarlo una y otra vez. Cada uno
tiene que ser muy sincero consigo mismo para reconocer que su modo de vivir el
amor tiene estas inmadureces. Por más que parezca evidente que toda la culpa es
del otro, nunca es posible superar una crisis esperando que sólo cambie el
otro. También hay que preguntarse por las cosas que uno mismo podría madurar o
sanar para favorecer la superación del conflicto.
241. En algunos casos, la valoración de
la dignidad propia y del bien de los hijos exige poner un límite firme a las
pretensiones excesivas del otro, a una gran injusticia, a la violencia o a una
falta de respeto que se ha vuelto crónica. Hay que reconocer que «hay casos
donde la separación es inevitable. A veces puede llegar a ser incluso
moralmente necesaria, cuando precisamente se trata de sustraer al cónyuge más
débil, o a los hijos pequeños, de las heridas más graves causadas por la
prepotencia y la violencia, el desaliento y la explotación, la ajenidad y la indiferencia»[257].
Pero «debe considerarse como un remedio extremo, después de que cualquier
intento razonable haya sido inútil»[258].
242. Los Padres indicaron que «un
discernimiento particular es indispensable para acompañar pastoralmente a los
separados, los divorciados, los abandonados. Hay que acoger y valorar
especialmente el dolor de quienes han sufrido injustamente la separación, el
divorcio o el abandono, o bien, se han visto obligados a romper la convivencia
por los maltratos del cónyuge. El perdón por la injusticia sufrida no es fácil,
pero es un camino que la gracia hace posible. De aquí la necesidad de una
pastoral de la reconciliación y de la mediación, a través de centros de escucha
especializados que habría que establecer en las diócesis»[259]. Al
mismo tiempo, «hay que alentar a las personas divorciadas que no se han vuelto
a casar —que a menudo son testigos de la fidelidad matrimonial— a encontrar en
la Eucaristía el alimento que las sostenga en su estado. La comunidad local y
los pastores deben acompañar a estas personas con solicitud, sobre todo cuando
hay hijos o su situación de pobreza es grave»[260].
Un fracaso familiar se vuelve mucho más traumático y doloroso cuando hay
pobreza, porque hay muchos menos recursos para reorientar la existencia. Una
persona pobre que pierde el ámbito de la tutela de la familia queda doblemente
expuesta al abandono y a todo tipo de riesgos para su integridad.
243. A las personas divorciadas que viven
en nueva unión, es importante hacerles sentir que son parte de la Iglesia, que
«no están excomulgadas» y no son tratadas como tales, porque siempre integran
la comunión eclesial[261].
Estas situaciones «exigen un atento discernimiento y un acompañamiento con gran
respeto, evitando todo lenguaje y actitud que las haga sentir discriminadas, y
promoviendo su participación en la vida de la comunidad. Para la comunidad
cristiana, hacerse cargo de ellos no implica un debilitamiento de su fe y de su
testimonio acerca de la indisolubilidad matrimonial, es más, en ese cuidado
expresa precisamente su caridad»[262].
244. Por otra parte, un gran número de
Padres «subrayó la necesidad de hacer más accesibles y ágiles, posiblemente
totalmente gratuitos, los procedimientos para el reconocimiento de los casos de
nulidad»[263].
La lentitud de los procesos irrita y cansa a la gente. Mis dos recientes
documentos sobre esta materia[264] han
llevado a una simplificación de los procedimientos para una eventual
declaración de nulidad matrimonial. A través de ellos también he querido «hacer
evidente que el mismo Obispo en su Iglesia, de la que es constituido pastor y
cabeza, es por eso mismo juez entre los fieles que se le han confiado»[265].
Por ello, «la aplicación de estos documentos es una gran responsabilidad para
los Ordinarios diocesanos, llamados a juzgar ellos mismos algunas causas y a
garantizar, en todos los modos, un acceso más fácil de los fieles a la
justicia. Esto implica la preparación de un número suficiente de personal,
integrado por clérigos y laicos, que se dedique de modo prioritario a este
servicio eclesial. Por lo tanto, será, necesario poner a disposición de las
personas separadas o de las parejas en crisis un servicio de información,
consejo y mediación, vinculado a la pastoral familiar, que también podrá acoger
a las personas en vista de la investigación preliminar del proceso matrimonial
(cf. Mitis Iudex Dominus Iesus, art. 2-3)»[266].
245. Los Padres sinodales también han
destacado «las consecuencias de la separación o del divorcio sobre los hijos, en
cualquier caso víctimas inocentes de la situación»[267].
Por encima de todas las consideraciones que quieran hacerse, ellos son la
primera preocupación, que no debe ser opacada por cualquier otro interés u
objetivo. A los padres separados les ruego: «Jamás, jamás, jamás tomar el hijo
como rehén. Os habéis separado por muchas dificultades y motivos, la vida os ha
dado esta prueba, pero que no sean los hijos quienes carguen el peso de esta
separación, que no sean usados como rehenes contra el otro cónyuge. Que crezcan
escuchando que la mamá habla bien del papá, aunque no estén juntos, y que el papá
habla bien de la mamá»[268].
Es una irresponsabilidad dañar la imagen del padre o de la madre con el objeto
de acaparar el afecto del hijo, para vengarse o para defenderse, porque eso
afectará a la vida interior de ese niño y provocará heridas difíciles de sanar.
246. La Iglesia, aunque comprende las
situaciones conflictivas que deben atravesar los matrimonios, no puede dejar de
ser voz de los más frágiles, que son los hijos que sufren, muchas veces en
silencio. Hoy, «a pesar de nuestra sensibilidad aparentemente evolucionada, y
todos nuestros refinados análisis psicológicos, me pregunto si no nos hemos
anestesiado también respecto a las heridas del alma de los niños [...]
¿Sentimos el peso de la montaña que aplasta el alma de un niño, en las familias
donde se trata mal y se hace el mal, hasta romper el vínculo de la fidelidad
conyugal?»[269].
Estas malas experiencias no ayudan a que esos niños maduren para ser capaces de
compromisos definitivos. Por esto, las comunidades cristianas no deben dejar
solos a los padres divorciados en nueva unión. Al contrario, deben incluirlos y
acompañarlos en su función educativa. Porque, «¿cómo podremos recomendar a
estos padres que hagan todo lo posible para educar a sus hijos en la vida
cristiana, dándoles el ejemplo de una fe convencida y practicada, si los
tuviésemos alejados de la vida en comunidad, como si estuviesen excomulgados?
Se debe obrar de tal forma que no se sumen otros pesos además de los que los
hijos, en estas situaciones, ya tienen que cargar»[270].
Ayudar a sanar las heridas de los padres y ayudarlos espiritualmente, es un
bien también para los hijos, quienes necesitan el rostro familiar de la Iglesia
que los apoye en esta experiencia traumática. El divorcio es un mal, y es muy
preocupante el crecimiento del número de divorcios. Por eso, sin duda, nuestra
tarea pastoral más importante con respecto a las familias, es fortalecer el
amor y ayudar a sanar las heridas, de manera que podamos prevenir el avance de
este drama de nuestra época.
247. «Las problemáticas relacionadas con
los matrimonios mixtos requieren una atención específica. Los matrimonios entre
católicos y otros bautizados “presentan, aun en su particular fisonomía,
numerosos elementos que es necesario valorar y desarrollar, tanto por su valor
intrínseco, como por la aportación que pueden dar al movimiento ecuménico”. A
tal fin, “se debe buscar [...] una colaboración cordial entre el ministro
católico y el no católico, desde el tiempo de la preparación al matrimonio y a
la boda” (Familiaris consortio, 78). Acerca de la
participación eucarística, se recuerda que “la decisión de permitir o no al
contrayente no católico la comunión eucarística debe ser tomada de acuerdo con
las normas vigentes en la materia, tanto para los cristianos de Oriente como
para los otros cristianos, y teniendo en cuenta esta situación especial, es
decir, que reciben el sacramento del matrimonio dos cristianos bautizados.
Aunque los cónyuges de un matrimonio mixto tienen en común los sacramentos del
bautismo y el matrimonio, compartir la Eucaristía sólo puede ser excepcional y,
en todo caso, deben observarse las disposiciones establecidas” (Consejo
Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, Directorio
para la aplicación de los principios y normas sobre el ecumenismo, 25 marzo
1993, 159-160)»[271].
248. «Los matrimonios con disparidad de
culto constituyen un lugar privilegiado de diálogo interreligioso [...]
Comportan algunas dificultades especiales, sea en lo relativo a la identidad
cristiana de la familia, como a la educación religiosa de los hijos [...] El
número de familias compuestas por uniones conyugales con disparidad de culto,
en aumento en los territorios de misión, e incluso en países de larga tradición
cristiana, requiere urgentemente una atención pastoral diferenciada en función
de los diversos contextos sociales y culturales. En algunos países, donde no
existe la libertad de religión, el cónyuge cristiano es obligado a cambiar de
religión para poder casarse, y no puede celebrar el matrimonio canónico con
disparidad de culto ni bautizar a los hijos. Por lo tanto, debemos reafirmar la
necesidad de que la libertad religiosa sea respetada para todos»[272].
«Se debe prestar especial atención a las personas que se unen en este tipo de
matrimonios, no sólo en el período previo a la boda. Desafíos peculiares
enfrentan las parejas y las familias en las que uno de los cónyuges es católico
y el otro un no-creyente. En estos casos es necesario testimoniar la capacidad
del Evangelio de sumergirse en estas situaciones para hacer posible la educación
en la fe cristiana de los hijos»[273].
249. «Las situaciones referidas al acceso
al bautismo de personas que están en una condición matrimonial compleja
presentan dificultades particulares. Se trata de personas que contrajeron una
unión matrimonial estable en un momento en que al menos uno de ellos aún no
conocía la fe cristiana. Los obispos están llamados a ejercer, en estos casos,
un discernimiento pastoral acorde con el bien espiritual de ellos»[274].
250. La Iglesia hace suyo el
comportamiento del Señor Jesús que en un amor ilimitado se ofrece a todas las
personas sin excepción[275].
Con los Padres sinodales, he tomado en consideración la situación de las
familias que viven la experiencia de tener en su seno a personas con tendencias
homosexuales, una experiencia nada fácil ni para los padres ni para sus hijos.
Por eso, deseamos ante todo reiterar que toda persona, independientemente de su
tendencia sexual, ha de ser respetada en su dignidad y acogida con respeto,
procurando evitar «todo signo de discriminación injusta»[276],
y particularmente cualquier forma de agresión y violencia. Por lo que se refiere
a las familias, se trata por su parte de asegurar un respetuoso acompañamiento,
con el fin de que aquellos que manifiestan una tendencia homosexual puedan
contar con la ayuda necesaria para comprender y realizar plenamente la voluntad
de Dios en su vida[277].
251. En el curso del debate sobre la
dignidad y la misión de la familia, los Padres sinodales han hecho notar que
los proyectos de equiparación de las uniones entre personas homosexuales con el
matrimonio, «no existe ningún fundamento para asimilar o establecer analogías,
ni siquiera remotas, entre las uniones homosexuales y el designio de Dios sobre
el matrimonio y la familia [...] Es inaceptable que las iglesias locales sufran
presiones en esta materia y que los organismos internacionales condicionen la
ayuda financiera a los países pobres a la introducción de leyes que instituyan
el “matrimonio” entre personas del mismo sexo»[278].
252. Las familias monoparentales tienen
con frecuencia origen a partir de «madres o padres biológicos que nunca han
querido integrarse en la vida familiar, las situaciones de violencia en las
cuales uno de los progenitores se ve obligado a huir con sus hijos, la muerte o
el abandono de la familia por uno de los padres, y otras situaciones.
Cualquiera que sea la causa, el progenitor que vive con el niño debe encontrar
apoyo y consuelo entre las familias que conforman la comunidad cristiana, así
como en los órganos pastorales de las parroquias. Además, estas familias
soportan a menudo otras problemáticas, como las dificultades económicas, la
incertidumbre del trabajo precario, la dificultad para la manutención de los
hijos, la falta de una vivienda»[279].
253. A veces la vida familiar se ve
desafiada por la muerte de un ser querido. No podemos dejar de ofrecer la luz
de la fe para acompañar a las familias que sufren en esos momentos[280].
Abandonar a una familia cuando la lastima una muerte sería una falta de
misericordia, perder una oportunidad pastoral, y esa actitud puede cerrarnos
las puertas para cualquier otra acción evangelizadora.
254. Comprendo la angustia de quien ha
perdido una persona muy amada, un cónyuge con quien ha compartido tantas cosas.
Jesús mismo se conmovió y se echó a llorar en el velatorio de un amigo
(cf. Jn 11,33.35). ¿Y cómo no comprender el lamento de quien
ha perdido un hijo? Porque «es como si se detuviese el tiempo: se abre un
abismo que traga el pasado y también el futuro [...] Y a veces se llega incluso
a culpar a Dios. Cuánta gente —los comprendo— se enfada con Dios»[281].
«La viudez es una experiencia particularmente difícil [...] Algunos, cuando les
toca vivir esta experiencia, muestran que saben volcar sus energías todavía con
más entrega en los hijos y los nietos, y encuentran en esta experiencia de amor
una nueva misión educativa [...] A quienes no cuentan con la presencia de
familiares a los que dedicarse y de los cuales recibir afecto y cercanía, la
comunidad cristiana debe sostenerlos con particular atención y disponibilidad,
sobre todo si se encuentran en condiciones de indigencia»[282].
255. En general, el duelo por los
difuntos puede llevar bastante tiempo, y cuando un pastor quiere acompañar ese
proceso, tiene que adaptarse a las necesidades de cada una de sus etapas. Todo
el proceso está surcado por preguntas, sobre las causas de la muerte, sobre lo
que se podría haber hecho, sobre lo que vive una persona en el momento previo a
la muerte. Con un camino sincero y paciente de oración y de liberación
interior, vuelve la paz. En algún momento del duelo hay que ayudar a descubrir
que quienes hemos perdido un ser querido todavía tenemos una misión que
cumplir, y que no nos hace bien querer prolongar el sufrimiento, como si eso
fuera un homenaje. La persona amada no necesita nuestro sufrimiento ni le
resulta halagador que arruinemos nuestras vidas. Tampoco es la mejor expresión
de amor recordarla y nombrarla a cada rato, porque es estar pendientes de un
pasado que ya no existe, en lugar de amar a ese ser real que ahora está en el
más allá. Su presencia física ya no es posible, pero si la muerte es algo
potente, «es fuerte el amor como la muerte» (Ct 8,6). El amor tiene
una intuición que le permite escuchar sin sonidos y ver en lo invisible. Eso no
es imaginar al ser querido tal como era, sino poder aceptarlo transformado,
como es ahora. Jesús resucitado, cuando su amiga María quiso abrazarlo con
fuerza, le pidió que no lo tocara (cf. Jn 20,17), para
llevarla a un encuentro diferente.
256. Nos consuela saber que no existe la
destrucción completa de los que mueren, y la fe nos asegura que el Resucitado
nunca nos abandonará. Así podemos impedir que la muerte «envenene nuestra vida,
que haga vanos nuestros afectos, que nos haga caer en el vacío más oscuro»[283].
La Biblia habla de un Dios que nos creó por amor, y que nos ha hecho de tal
manera que nuestra vida no termina con la muerte (cf. Sb 3,2-3).
San Pablo se refiere a un encuentro con Cristo inmediatamente después de la
muerte: «Deseo partir para estar con Cristo» (Flp 1,23). Con él,
después de la muerte nos espera «lo que Dios ha preparado para los que lo aman»
(1 Co 2,9). El prefacio de la Liturgia de los difuntos expresa bellamente: «Aunque
la certeza de morir nos entristece, nos consuela la promesa de la futura
inmortalidad. Porque la vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se
transforma». Porque «nuestros seres queridos no han desaparecido en
la oscuridad de la nada: la esperanza nos asegura que ellos están en las manos
buenas y fuertes de Dios»[284].
257. Una manera de comunicarnos con los
seres queridos que murieron es orar por ellos[285].
Dice la Biblia que «rogar por los difuntos» es «santo y piadoso» (2 M 12,44-45).
Orar por ellos «puede no solamente ayudarles, sino también hacer eficaz su
intercesión en nuestro favor»[286].
El Apocalipsis presenta a los mártires intercediendo por los que sufren la
injusticia en la tierra (cf. Ap 6,9-11), solidarios con este
mundo en camino. Algunos santos, antes de morir, consolaban a sus seres
queridos prometiéndoles que estarían cerca ayudándoles. Santa Teresa de Lisieux
sentía el deseo de seguir haciendo el bien desde el cielo[287].
Santo Domingo afirmaba que «sería más útil después de muerto [...] Más poderoso
en obtener gracias»[288].
Son lazos de amor[289].
porque «la unión de los miembros de la Iglesia peregrina con los hermanos que
durmieron en la paz de Cristo de ninguna manera se interrumpe [...] Se refuerza
con la comunicación de los bienes espirituales»[290].
258. Si aceptamos la muerte podemos
prepararnos para ella. El camino es crecer en el amor hacia los que caminan con
nosotros, hasta el día en que «ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto ni
dolor» (Ap 21,4). De ese modo, también nos prepararemos para
reencontrar a los seres queridos que murieron. Así como Jesús entregó el hijo
que había muerto a su madre (cf. Lc 7,15), lo mismo hará con
nosotros. No desgastemos energías quedándonos años y años en el pasado.
Mientras mejor vivamos en esta tierra, más felicidad podremos compartir con los
seres queridos en el cielo. Mientras más logremos madurar y crecer, más cosas
lindas podremos llevarles para el banquete celestial.
».[204]
Capítulo octavo
ACOMPAÑAR, DISCERNIR E INTEGRAR LA FRAGILIDAD
ACOMPAÑAR, DISCERNIR E INTEGRAR LA FRAGILIDAD
291. Los Padres sinodales han expresado
que, aunque la Iglesia entiende que toda ruptura del vínculo matrimonial «va
contra la voluntad de Dios, también es consciente de la fragilidad de muchos de
sus hijos»[311 Iluminada
por la mirada de Jesucristo, «mira con amor a quienes participan en su vida de
modo incompleto, reconociendo que la gracia de Dios también obra en sus vidas,
dándoles la valentía para hacer el bien, para hacerse cargo con amor el uno del
otro y estar al servicio de la comunidad en la que viven y trabajan»[312].
Por otra parte, esta actitud se ve fortalecida en el contexto de un Año Jubilar
dedicado a la misericordia. Aunque siempre propone la perfección e invita a una
respuesta más plena a Dios, «la Iglesia debe acompañar con atención y cuidado a
sus hijos más frágiles, marcados por el amor herido y extraviado, dándoles de
nuevo confianza y esperanza, como la luz del faro de un puerto o de una
antorcha llevada en medio de la gente para iluminar a quienes han perdido el
rumbo o se encuentran en medio de la tempestad»[313].
No olvidemos que, a menudo, la tarea de la Iglesia se asemeja a la de un
hospital de campaña.
292. El matrimonio cristiano, reflejo de
la unión entre Cristo y su Iglesia, se realiza plenamente en la unión entre un
varón y una mujer, que se donan recíprocamente en un amor exclusivo y en libre
fidelidad, se pertenecen hasta la muerte y se abren a la comunicación de la
vida, consagrados por el sacramento que les confiere la gracia para
constituirse en iglesia doméstica y en fermento de vida nueva para la sociedad.
Otras formas de unión contradicen radicalmente este ideal, pero algunas lo realizan
al menos de modo parcial y análogo. Los Padres sinodales expresaron que la
Iglesia no deja de valorar los elementos constructivos en aquellas situaciones
que todavía no corresponden o ya no corresponden a su enseñanza sobre el
matrimonio[314].
293. Los Padres también han puesto la
mirada en la situación particular de un matrimonio sólo civil o, salvadas las
distancias, aun de una mera convivencia en la que, «cuando la unión alcanza una
estabilidad notable mediante un vínculo público, está connotada de afecto
profundo, de responsabilidad por la prole, de capacidad de superar las pruebas,
puede ser vista como una ocasión de acompañamiento en la evolución hacia el
sacramento del matrimonio»[315].
Por otra parte, es preocupante que muchos jóvenes hoy desconfíen del matrimonio
y convivan, postergando indefinidamente el compromiso conyugal, mientras otros
ponen fin al compromiso asumido y de inmediato instauran uno nuevo. Ellos, «que
forman parte de la Iglesia, necesitan una atención pastoral misericordiosa y
alentadora»[316].
Porque a los pastores compete no sólo la promoción del matrimonio cristiano,
sino también «el discernimiento pastoral de las situaciones de tantas personas
que ya no viven esta realidad», para «entrar en diálogo pastoral con ellas a
fin de poner de relieve los elementos de su vida que puedan llevar a una mayor
apertura al Evangelio del matrimonio en su plenitud»[317].
En el discernimiento pastoral conviene «identificar elementos que favorezcan la
evangelización y el crecimiento humano y espiritual»[318].
294. «La elección del matrimonio civil o,
en otros casos, de la simple convivencia, frecuentemente no está motivada por
prejuicios o resistencias a la unión sacramental, sino por situaciones
culturales o contingentes»[319].
En estas situaciones podrán ser valorados aquellos signos de amor que de algún
modo reflejan el amor de Dios[320].
Sabemos que «crece continuamente el número de quienes después de haber vivido
juntos durante largo tiempo piden la celebración del matrimonio en la Iglesia.
La simple convivencia a menudo se elige a causa de la mentalidad general
contraria a las instituciones y a los compromisos definitivos, pero también
porque se espera adquirir una mayor seguridad existencial (trabajo y salario
fijo). En otros países, por último, las uniones de hecho son muy numerosas, no
sólo por el rechazo de los valores de la familia y del matrimonio, sino sobre
todo por el hecho de que casarse se considera un lujo, por las condiciones
sociales, de modo que la miseria material impulsa a vivir uniones de hecho»[321].
Pero «es preciso afrontar todas estas situaciones de manera constructiva,
tratando de transformarlas en oportunidad de camino hacia la plenitud del
matrimonio y de la familia a la luz del Evangelio. Se trata de acogerlas y
acompañarlas con paciencia y delicadeza»[322].
Es lo que hizo Jesús con la samaritana (cf. Jn 4,1-26):
dirigió una palabra a su deseo de amor verdadero, para liberarla de todo lo que
oscurecía su vida y conducirla a la alegría plena del Evangelio.
295. En esta línea, san Juan Pablo II
proponía la llamada «ley de gradualidad» con la conciencia de que el ser humano
«conoce, ama y realiza el bien moral según diversas etapas de crecimiento»[323].
No es una «gradualidad de la ley», sino una gradualidad en el ejercicio
prudencial de los actos libres en sujetos que no están en condiciones sea de
comprender, de valorar o de practicar plenamente las exigencias objetivas de la
ley. Porque la ley es también don de Dios que indica el camino, don para todos
sin excepción que se puede vivir con la fuerza de la gracia, aunque cada ser
humano «avanza gradualmente con la progresiva integración de los dones de Dios
y de las exigencias de su amor definitivo y absoluto en toda la vida personal y
social»[324].
296. El Sínodo se ha referido a distintas
situaciones de fragilidad o imperfección. Al respecto, quiero recordar aquí
algo que he querido plantear con claridad a toda la Iglesia para que no
equivoquemos el camino: «Dos lógicas recorren toda la historia de la Iglesia:
marginar y reintegrar [...] El camino de la Iglesia, desde el concilio de
Jerusalén en adelante, es siempre el camino de Jesús, el de la misericordia y
de la integración [...] El camino de la Iglesia es el de no condenar a nadie
para siempre y difundir la misericordia de Dios a todas las personas que la
piden con corazón sincero [...] Porque la caridad verdadera siempre es
inmerecida, incondicional y gratuita»[326].
Entonces, «hay que evitar los juicios que no toman en cuenta la complejidad de
las diversas situaciones, y hay que estar atentos al modo en que las personas
viven y sufren a causa de su condición»[327].
297. Se trata de integrar a todos, se
debe ayudar a cada uno a encontrar su propia manera de participar en la
comunidad eclesial, para que se sienta objeto de una misericordia «inmerecida,
incondicional y gratuita». Nadie puede ser condenado para siempre, porque esa
no es la lógica del Evangelio. No me refiero sólo a los divorciados en nueva
unión sino a todos, en cualquier situación en que se encuentren. Obviamente, si
alguien ostenta un pecado objetivo como si fuese parte del ideal cristiano, o
quiere imponer algo diferente a lo que enseña la Iglesia, no puede pretender
dar catequesis o predicar, y en ese sentido hay algo que lo separa de la
comunidad (cf. Mt 18,17). Necesita volver a escuchar el
anuncio del Evangelio y la invitación a la conversión. Pero aun para él puede
haber alguna manera de participar en la vida de la comunidad, sea en tareas
sociales, en reuniones de oración o de la manera que sugiera su propia
iniciativa, junto con el discernimiento del pastor. Acerca del modo de tratar
las diversas situaciones llamadas «irregulares», los Padres sinodales
alcanzaron un consenso general, que sostengo: «Respecto a un enfoque pastoral
dirigido a las personas que han contraído matrimonio civil, que son divorciados
y vueltos a casar, o que simplemente conviven, compete a la Iglesia revelarles
la divina pedagogía de la gracia en sus vidas y ayudarles a alcanzar la
plenitud del designio que Dios tiene para ellos»[328],
siempre posible con la fuerza del Espíritu Santo.
298. Los divorciados en nueva unión, por
ejemplo, pueden encontrarse en situaciones muy diferentes, que no han de ser
catalogadas o encerradas en afirmaciones demasiado rígidas sin dejar lugar a un
adecuado discernimiento personal y pastoral. Existe el caso de una segunda
unión consolidada en el tiempo, con nuevos hijos, con probada fidelidad,
entrega generosa, compromiso cristiano, conocimiento de la irregularidad de su
situación y gran dificultad para volver atrás sin sentir en conciencia que se
cae en nuevas culpas. La Iglesia reconoce situaciones en que «cuando el hombre
y la mujer, por motivos serios, —como, por ejemplo, la educación de los hijos—
no pueden cumplir la obligación de la separación»[329].
También está el caso de los que han hecho grandes esfuerzos para salvar el
primer matrimonio y sufrieron un abandono injusto, o el de «los que han
contraído una segunda unión en vista a la educación de los hijos, y a veces
están subjetivamente seguros en conciencia de que el precedente matrimonio,
irreparablemente destruido, no había sido nunca válido»[330].
Pero otra cosa es una nueva unión que viene de un reciente divorcio, con todas
las consecuencias de sufrimiento y de confusión que afectan a los hijos y a
familias enteras, o la situación de alguien que reiteradamente ha fallado a sus
compromisos familiares. Debe quedar claro que este no es el ideal que el
Evangelio propone para el matrimonio y la familia. Los Padres sinodales han
expresado que el discernimiento de los pastores siempre debe hacerse
«distinguiendo adecuadamente»[331],
con una mirada que «discierna bien las situaciones»[332].
Sabemos que no existen «recetas sencillas»[333].
299. Acojo las consideraciones de muchos
Padres sinodales, quienes quisieron expresar que «los bautizados que se han
divorciado y se han vuelto a casar civilmente deben ser más integrados en la
comunidad cristiana en las diversas formas posibles, evitando cualquier ocasión
de escándalo. La lógica de la integración es la clave de su acompañamiento
pastoral, para que no sólo sepan que pertenecen al Cuerpo de Cristo que es la
Iglesia, sino que puedan tener una experiencia feliz y fecunda. Son bautizados,
son hermanos y hermanas, el Espíritu Santo derrama en ellos dones y carismas
para el bien de todos. Su participación puede expresarse en diferentes
servicios eclesiales: es necesario, por ello, discernir cuáles de las diversas
formas de exclusión actualmente practicadas en el ámbito litúrgico, pastoral,
educativo e institucional pueden ser superadas. Ellos no sólo no tienen que
sentirse excomulgados, sino que pueden vivir y madurar como miembros vivos de
la Iglesia, sintiéndola como una madre que les acoge siempre, los cuida con
afecto y los anima en el camino de la vida y del Evangelio. Esta integración es
también necesaria para el cuidado y la educación cristiana de sus hijos, que
deben ser considerados los más importantes»[334].
300. Si se tiene en cuenta la innumerable
diversidad de situaciones concretas, como las que mencionamos antes, puede
comprenderse que no debía esperarse del Sínodo o de esta Exhortación una nueva
normativa general de tipo canónica, aplicable a todos los casos. Sólo cabe un
nuevo aliento a un responsable discernimiento personal y pastoral de los casos
particulares, que debería reconocer que, puesto que «el grado de
responsabilidad no es igual en todos los casos»[335],
las consecuencias o efectos de una norma no necesariamente deben ser siempre
las mismas[336].
Los presbíteros tienen la tarea de «acompañar a las personas interesadas en el
camino del discernimiento de acuerdo a la enseñanza de la Iglesia y las
orientaciones del Obispo. En este proceso será útil hacer un examen de conciencia,
a través de momentos de reflexión y arrepentimiento. Los divorciados vueltos a
casar deberían preguntarse cómo se han comportado con sus hijos cuando la unión
conyugal entró en crisis; si hubo intentos de reconciliación; cómo es la
situación del cónyuge abandonado; qué consecuencias tiene la nueva relación
sobre el resto de la familia y la comunidad de los fieles; qué ejemplo ofrece
esa relación a los jóvenes que deben prepararse al matrimonio. Una reflexión
sincera puede fortalecer la confianza en la misericordia de Dios, que no es
negada a nadie»[337].
Se trata de un itinerario de acompañamiento y de discernimiento que «orienta a
estos fieles a la toma de conciencia de su situación ante Dios. La conversación
con el sacerdote, en el fuero interno, contribuye a la formación de un juicio
correcto sobre aquello que obstaculiza la posibilidad de una participación más
plena en la vida de la Iglesia y sobre los pasos que pueden favorecerla y
hacerla crecer. Dado que en la misma ley no hay gradualidad (cf. Familiaris consortio,34), este
discernimiento no podrá jamás prescindir de las exigencias de verdad y de
caridad del Evangelio propuesto por la Iglesia. Para que esto suceda, deben
garantizarse las condiciones necesarias de humildad, reserva, amor a la Iglesia
y a su enseñanza, en la búsqueda sincera de la voluntad de Dios y con el deseo
de alcanzar una respuesta a ella más perfecta»[338].
Estas actitudes son fundamentales para evitar el grave riesgo de mensajes
equivocados, como la idea de que algún sacerdote puede conceder rápidamente
«excepciones», o de que existen personas que pueden obtener privilegios
sacramentales a cambio de favores. Cuando se encuentra una persona responsable
y discreta, que no pretende poner sus deseos por encima del bien común de la
Iglesia, con un pastor que sabe reconocer la seriedad del asunto que tiene
entre manos, se evita el riesgo de que un determinado discernimiento lleve a
pensar que la Iglesia sostiene una doble moral.
301. Para entender de manera adecuada por
qué es posible y necesario un discernimiento especial en algunas situaciones
llamadas «irregulares», hay una cuestión que debe ser tenida en cuenta siempre,
de manera que nunca se piense que se pretenden disminuir las exigencias del
Evangelio. La Iglesia posee una sólida reflexión acerca de los
condicionamientos y circunstancias atenuantes. Por eso, ya no es posible decir
que todos los que se encuentran en alguna situación así llamada «irregular»
viven en una situación de pecado mortal, privados de la gracia santificante.
Los límites no tienen que ver solamente con un eventual desconocimiento de la
norma. Un sujeto, aun conociendo bien la norma, puede tener una gran dificultad
para comprender «los valores inherentes a la norma»[339] o
puede estar en condiciones concretas que no le permiten obrar de manera
diferente y tomar otras decisiones sin una nueva culpa. Como bien expresaron
los Padres sinodales, «puede haber factores que limitan la capacidad de
decisión»[340].
Ya santo Tomás de Aquino reconocía que alguien puede tener la gracia y la
caridad, pero no poder ejercitar bien alguna de las virtudes[341],
de manera que aunque posea todas las virtudes morales infusas, no manifiesta
con claridad la existencia de alguna de ellas, porque el obrar exterior de esa
virtud está dificultado: «Se dice que algunos santos no tienen algunas
virtudes, en cuanto experimentan dificultad en sus actos, aunque tengan los
hábitos de todas las virtudes»[342].
302. Con respecto a estos
condicionamientos, el Catecismo de la Iglesia Católica se
expresa de una manera contundente: «La imputabilidad y la responsabilidad de
una acción pueden quedar disminuidas e incluso suprimidas a causa de la
ignorancia, la inadvertencia, la violencia, el temor, los hábitos, los afectos
desordenados y otros factores psíquicos o sociales»[343].
En otro párrafo se refiere nuevamente a circunstancias que atenúan la
responsabilidad moral, y menciona, con gran amplitud, «la inmadurez afectiva,
la fuerza de los hábitos contraídos, el estado de angustia u otros factores
psíquicos o sociales»[344].
Por esta razón, un juicio negativo sobre una situación objetiva no implica un
juicio sobre la imputabilidad o la culpabilidad de la persona involucrada[345].
En el contexto de estas convicciones, considero muy adecuado lo que quisieron
sostener muchos Padres sinodales: «En determinadas circunstancias, las personas
encuentran grandes dificultades para actuar en modo diverso [...] El
discernimiento pastoral, aun teniendo en cuenta la conciencia rectamente
formada de las personas, debe hacerse cargo de estas situaciones. Tampoco las
consecuencias de los actos realizados son necesariamente las mismas en todos
los casos»[346].
303. A partir del reconocimiento del peso
de los condicionamientos concretos, podemos agregar que la conciencia de las
personas debe ser mejor incorporada en la praxis de la Iglesia en algunas
situaciones que no realizan objetivamente nuestra concepción del matrimonio.
Ciertamente, que hay que alentar la maduración de una conciencia iluminada,
formada y acompañada por el discernimiento responsable y serio del pastor, y
proponer una confianza cada vez mayor en la gracia. Pero esa conciencia puede
reconocer no sólo que una situación no responde objetivamente a la propuesta
general del Evangelio. También puede reconocer con sinceridad y honestidad
aquello que, por ahora, es la respuesta generosa que se puede ofrecer a Dios, y
descubrir con cierta seguridad moral que esa es la entrega que Dios mismo está
reclamando en medio de la complejidad concreta de los límites, aunque todavía
no sea plenamente el ideal objetivo. De todos modos, recordemos que este
discernimiento es dinámico y debe permanecer siempre abierto a nuevas etapas de
crecimiento y a nuevas decisiones que permitan realizar el ideal de manera más
plena.
304. Es mezquino detenerse sólo a
considerar si el obrar de una persona responde o no a una ley o norma general,
porque eso no basta para discernir y asegurar una plena fidelidad a Dios en la
existencia concreta de un ser humano. Ruego encarecidamente que recordemos
siempre algo que enseña santo Tomás de Aquino, y que aprendamos a incorporarlo
en el discernimiento pastoral: «Aunque en los principios generales haya
necesidad, cuanto más se afrontan las cosas particulares, tanta más
indeterminación hay [...] En el ámbito de la acción, la verdad o la rectitud
práctica no son lo mismo en todas las aplicaciones particulares, sino solamente
en los principios generales; y en aquellos para los cuales la rectitud es
idéntica en las propias acciones, esta no es igualmente conocida por todos
[...] Cuanto más se desciende a lo particular, tanto más aumenta la
indeterminación»[347].
Es verdad que las normas generales presentan un bien que nunca se debe
desatender ni descuidar, pero en su formulación no pueden abarcar absolutamente
todas las situaciones particulares. Al mismo tiempo, hay que decir que,
precisamente por esa razón, aquello que forma parte de un discernimiento
práctico ante una situación particular no puede ser elevado a la categoría de
una norma. Ello no sólo daría lugar a una casuística insoportable, sino que
pondría en riesgo los valores que se deben preservar con especial cuidado[348].
305. Por ello, un pastor no puede
sentirse satisfecho sólo aplicando leyes morales a quienes viven en situaciones
«irregulares», como si fueran piedras que se lanzan sobre la vida de las
personas. Es el caso de los corazones cerrados, que suelen esconderse aun
detrás de las enseñanzas de la Iglesia «para sentarse en la cátedra de Moisés y
juzgar, a veces con superioridad y superficialidad, los casos difíciles y las
familias heridas»[349].
En esta misma línea se expresó la Comisión Teológica Internacional: «La ley
natural no debería ser presentada como un conjunto ya constituido de reglas que
se imponen a priori al sujeto moral, sino que es más bien una
fuente de inspiración objetiva para su proceso, eminentemente personal, de toma
de decisión»[350].
A causa de los condicionamientos o factores atenuantes, es posible que, en
medio de una situación objetiva de pecado —que no sea subjetivamente culpable o
que no lo sea de modo pleno— se pueda vivir en gracia de Dios, se pueda amar, y
también se pueda crecer en la vida de la gracia y la caridad, recibiendo para
ello la ayuda de la Iglesia[351].
El discernimiento debe ayudar a encontrar los posibles caminos de
respuesta a Dios y de crecimiento en medio de los límites. Por creer que todo
es blanco o negro a veces cerramos el camino de la gracia y del crecimiento, y
desalentamos caminos de santificación que dan gloria a Dios. Recordemos que «un
pequeño paso, en medio de grandes límites humanos, puede ser más agradable a
Dios que la vida exteriormente correcta de quien transcurre sus días sin
enfrentar importantes dificultades»[352].
La pastoral concreta de los ministros y de las comunidades no puede dejar de
incorporar esta realidad.
306. En cualquier circunstancia, ante
quienes tengan dificultades para vivir plenamente la ley divina, debe resonar
la invitación a recorrer la via caritatis. La caridad fraterna es
la primera ley de los cristianos (cf. Jn 15,12; Ga 5,14).
No olvidemos la promesa de las Escrituras: «Mantened un amor intenso entre
vosotros, porque el amor tapa multitud de pecados» (1 P 4,8);
«expía tus pecados con limosnas, y tus delitos socorriendo los pobres» (Dn 4,24).
«El agua apaga el fuego ardiente y la limosna perdona los pecados» (Si 3,30).
Es también lo que enseña san Agustín: «Así como, en peligro de incendio,
correríamos a buscar agua para apagarlo [...] del mismo modo, si de nuestra
paja surgiera la llama del pecado, y por eso nos turbamos, cuando se nos
ofrezca la ocasión de una obra llena de misericordia, alegrémonos de ella como
si fuera una fuente que se nos ofrezca en la que podamos sofocar el incendio»[353].
307. Para evitar cualquier interpretación
desviada, recuerdo que de ninguna manera la Iglesia debe renunciar
a proponer el ideal pleno del matrimonio, el proyecto de Dios en toda su
grandeza: «Es preciso alentar a los jóvenes bautizados a no dudar ante la
riqueza que el sacramento del matrimonio procura a sus proyectos de amor, con
la fuerza del sostén que reciben de la gracia de Cristo y de la posibilidad de
participar plenamente en la vida de la Iglesia»[354].
La tibieza, cualquier forma de relativismo, o un excesivo respeto a la hora de
proponerlo, serían una falta de fidelidad al Evangelio y también una falta de
amor de la Iglesia hacia los mismos jóvenes. Comprender las situaciones
excepcionales nunca implica ocultar la luz del ideal más pleno ni proponer
menos que lo que Jesús ofrece al ser humano. Hoy, más importante que una
pastoral de los fracasos es el esfuerzo pastoral para consolidar los matrimonios
y así prevenir las rupturas.
308. Pero de nuestra conciencia del peso
de las circunstancias atenuantes —psicológicas, históricas e incluso
biológicas— se sigue que, «sin disminuir el valor del ideal evangélico, hay que
acompañar con misericordia y paciencia las etapas posibles de crecimiento de
las personas que se van construyendo día a día», dando lugar a «la misericordia
del Señor que nos estimula a hacer el bien posible»[355].
Comprendo a quienes prefieren una pastoral más rígida que no dé lugar a
confusión alguna. Pero creo sinceramente que Jesucristo quiere una Iglesia
atenta al bien que el Espíritu derrama en medio de la fragilidad: una Madre
que, al mismo tiempo que expresa claramente su enseñanza objetiva, «no renuncia
al bien posible, aunque corra el riesgo de mancharse con el barro del camino»[356].
Los pastores, que proponen a los fieles el ideal pleno del Evangelio y la
doctrina de la Iglesia, deben ayudarles también a asumir la lógica de la
compasión con los frágiles y a evitar persecuciones o juicios demasiado duros o
impacientes. El mismo Evangelio nos reclama que no juzguemos ni
condenemos (cf. Mt 7,1; Lc 6,37). Jesús
«espera que renunciemos a buscar esos cobertizos personales o comunitarios que
nos permiten mantenernos a distancia del nudo de la tormenta humana, para que
aceptemos de verdad entrar en contacto con la existencia concreta de los otros
y conozcamos la fuerza de la ternura. Cuando lo hacemos, la vida siempre se nos
complica maravillosamente»[357].
309. Es providencial que estas reflexiones
se desarrollen en el contexto de un Año Jubilar dedicado a la misericordia,
porque también frente a las más diversas situaciones que afectan a la familia,
«la Iglesia tiene la misión de anunciar la misericordia de Dios, corazón
palpitante del Evangelio, que por su medio debe alcanzar la mente y el corazón
de toda persona. La Esposa de Cristo hace suyo el comportamiento del Hijo de
Dios que sale a encontrar a todos, sin excluir ninguno»[358].
Sabe bien que Jesús mismo se presenta como Pastor de cien ovejas, no de noventa
y nueve. Las quiere todas. A partir de esta consciencia, se hará posible que «a
todos, creyentes y lejanos, pueda llegar el bálsamo de la misericordia como
signo del Reino de Dios que está ya presente en medio de nosotros»[359].
310. No podemos olvidar que «la
misericordia no es sólo el obrar del Padre, sino que ella se convierte en el
criterio para saber quiénes son realmente sus verdaderos hijos. Así
entonces, estamos llamados a vivir de misericordia, porque a nosotros en primer
lugar se nos ha aplicado misericordia»[360].
No es una propuesta romántica o una respuesta débil ante el amor de Dios, que
siempre quiere promover a las personas, ya que «la misericordia es la viga
maestra que sostiene la vida de la Iglesia. Todo en su acción pastoral debería
estar revestido por la ternura con la que se dirige a los creyentes; nada en su
anuncio y en su testimonio hacia el mundo puede carecer de misericordia»[361].
Es verdad que a veces «nos comportamos como controladores de la gracia y no
como facilitadores. Pero la Iglesia no es una aduana, es la casa paterna donde
hay lugar para cada uno con su vida a cuestas»[362].
311. La enseñanza de la teología moral no
debería dejar de incorporar estas consideraciones, porque, si bien es verdad
que hay que cuidar la integridad de la enseñanza moral de la Iglesia, siempre
se debe poner especial cuidado en destacar y alentar los valores más altos y
centrales del Evangelio[363],
particularmente el primado de la caridad como respuesta a la iniciativa
gratuita del amor de Dios. A veces nos cuesta mucho dar lugar en la pastoral al
amor incondicional de Dios[364].
Ponemos tantas condiciones a la misericordia que la vaciamos de sentido
concreto y de significación real, y esa es la peor manera de licuar el
Evangelio. Es verdad, por ejemplo, que la misericordia no excluye la justicia y
la verdad, pero ante todo tenemos que decir que la misericordia es la plenitud
de la justicia y la manifestación más luminosa de la verdad de Dios. Por ello,
siempre conviene considerar «inadecuada cualquier concepción teológica que en
último término ponga en duda la omnipotencia de Dios y, en especial, su misericordia»[365].
312. Esto nos otorga un marco y un clima
que nos impide desarrollar una fría moral de escritorio al hablar sobre los
temas más delicados, y nos sitúa más bien en el contexto de un discernimiento
pastoral cargado de amor misericordioso, que siempre se inclina a comprender, a
perdonar, a acompañar, a esperar, y sobre todo a integrar. Esa es la lógica que
debe predominar en la Iglesia, para «realizar la experiencia de abrir el
corazón a cuantos viven en las más contradictorias periferias existenciales»[366].
Invito a los fieles que están viviendo situaciones complejas, a que se acerquen
con confianza a conversar con sus pastores o con laicos que viven entregados al
Señor. No siempre encontrarán en ellos una confirmación de sus propias ideas o
deseos, pero seguramente recibirán una luz que les permita comprender mejor lo
que les sucede y podrán descubrir un camino de maduración personal. E invito a
los pastores a escuchar con afecto y serenidad, con el deseo sincero de entrar
en el corazón del drama de las personas y de comprender su punto de vista, para
ayudarles a vivir mejor y a reconocer su propio lugar en la Iglesia.
Capítulo noveno
ESPIRITUALIDAD MATRIMONIAL Y FAMILIAR
ESPIRITUALIDAD MATRIMONIAL Y FAMILIAR
313. La caridad adquiere matices
diferentes, según el estado de vida al cual cada uno haya sido llamado. Hace ya
varias décadas, cuando el Concilio Vaticano II se refería al apostolado de los
laicos, destacaba la espiritualidad que brota de la vida familiar. Decía que la
espiritualidad de los laicos «debe asumir características peculiares por razón
del estado de matrimonio y de familia»[367] y
que las preocupaciones familiares no deben ser algo ajeno «a su estilo de vida
espiritual»[368].
Entonces vale la pena que nos detengamos brevemente a describir algunas notas
fundamentales de esta espiritualidad específica que se desarrolla en el
dinamismo de las relaciones de la vida familiar.
314. Siempre hemos hablado de la
inhabitación divina en el corazón de la persona que vive en gracia. Hoy podemos
decir también que la Trinidad está presente en el templo de la comunión
matrimonial. Así como habita en las alabanzas de su pueblo (cf. Sal 22,4),
vive íntimamente en el amor conyugal que le da gloria.
315. La presencia del Señor habita en la
familia real y concreta, con todos sus sufrimientos, luchas, alegrías e
intentos cotidianos. Cuando se vive en familia, allí es difícil fingir y
mentir, no podemos mostrar una máscara. Si el amor anima esa
autenticidad, el Señor reina allí con su gozo y su paz. La espiritualidad del
amor familiar está hecha de miles de gestos reales y concretos. En esa variedad
de dones y de encuentros que maduran la comunión, Dios tiene su morada. Esa
entrega asocia «a la vez lo humano y lo divino»[369],
porque está llena del amor de Dios. En definitiva, la
espiritualidad matrimonial es una espiritualidad del vínculo habitado por el
amor divino.
316. Una comunión familiar bien vivida es
un verdadero camino de santificación en la vida ordinaria y de crecimiento
místico, un medio para la unión íntima con Dios. Porque las exigencias
fraternas y comunitarias de la vida en familia son una ocasión para abrir más y
más el corazón, y eso hace posible un encuentro con el Señor cada vez más
pleno. Dice la Palabra de Dios que «quien aborrece a su hermano está en las
tinieblas» (1 Jn 2,11), «permanece en la muerte» (1 Jn 3,14)
y «no ha conocido a Dios» (1 Jn 4,8). Mi predecesor Benedicto XVI
ha dicho que «cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte también en ciegos
ante Dios»[370],
y que el amor es en el fondo la única luz que «ilumina constantemente a un
mundo oscuro»[371].
Sólo «si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros, y su amor ha
llegado en nosotros a su plenitud» (1 Jn 4,12). Puesto que «la
persona humana tiene una innata y estructural dimensión social»[372],
y «la expresión primera y originaria de la dimensión social de la persona es el
matrimonio y la familia»[373],
la espiritualidad se encarna en la comunión familiar. Entonces, quienes tienen
hondos deseos espirituales no deben sentir que la familia los aleja del
crecimiento en la vida del Espíritu, sino que es un camino que el Señor utiliza
para llevarles a las cumbres de la unión mística.
317. Si la familia logra concentrarse en
Cristo, él unifica e ilumina toda la vida familiar. Los dolores y las angustias
se experimentan en comunión con la cruz del Señor, y el abrazo con él permite
sobrellevar los peores momentos. En los días amargos de la familia hay una
unión con Jesús abandonado que puede evitar una ruptura. Las familias alcanzan
poco a poco, «con la gracia del Espíritu Santo, su santidad a través de la vida
matrimonial, participando también en el misterio de la cruz de Cristo, que
transforma las dificultades y sufrimientos en una ofrenda de amor»[374].
Por otra parte, los momentos de gozo, el descanso o la fiesta, y aun la
sexualidad, se experimentan como una participación en la vida plena de su
Resurrección. Los cónyuges conforman con diversos gestos cotidianos ese
«espacio teologal en el que se puede experimentar la presencia
mística del Señor resucitado»[375].
318. La oración en familia es un medio
privilegiado para expresar y fortalecer esta fe pascual[376].
Se pueden encontrar unos minutos cada día para estar unidos ante el Señor vivo,
decirle las cosas que preocupan, rogar por las necesidades familiares, orar por
alguno que esté pasando un momento difícil, pedirle ayuda para amar, darle
gracias por la vida y por las cosas buenas, pedirle a la Virgen que proteja con
su manto de madre. Con palabras sencillas, ese momento de oración puede hacer
muchísimo bien a la familia. Las diversas expresiones de la piedad popular son
un tesoro de espiritualidad para muchas familias. El camino comunitario de
oración alcanza su culminación participando juntos de la Eucaristía,
especialmente en medio del reposo dominical. Jesús llama a la puerta de la
familia para compartir con ella la cena eucarística (cf. Ap 3,20). Allí,
los esposos pueden volver siempre a sellar la alianza pascual que los ha unido
y que refleja la Alianza que Dios selló con la humanidad en la CRUZ[377].
La Eucaristía es el sacramento de la nueva Alianza donde se actualiza la acción
redentora de Cristo (cf. Lc 22,20). Así se advierten los lazos
íntimos que existen entre la vida matrimonial y la Eucaristía[378].
El alimento de la Eucaristía es fuerza y estímulo para vivir cada día la
alianza matrimonial como «iglesia doméstica»[379].
319. En el matrimonio se vive también el
sentido de pertenecer por completo sólo a una persona. Los esposos asumen el desafío
y el anhelo de envejecer y desgastarse juntos y así reflejan la fidelidad de
Dios. Esta firme decisión, que marca un estilo de vida, es una «exigencia
interior del pacto de amor conyugal»[380],
porque «quien no se decide a querer para siempre, es difícil que pueda amar de
veras un solo día»[381].
Pero esto no tendría sentido espiritual si se tratara sólo de una ley vivida
con resignación. Es una pertenencia del corazón, allí donde sólo Dios ve
(cf. Mt 5,28). Cada mañana, al levantarse, se vuelve a tomar
ante Dios esta decisión de fidelidad, pase lo que pase a lo largo de la
jornada. Y cada uno, cuando va a dormir, espera levantarse para continuar esta
aventura, confiando en la ayuda del Señor. Así, cada cónyuge es para el otro
signo e instrumento de la cercanía del Señor, que no nos deja solos: «Yo estoy
con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28,20).
320. Hay un punto donde el amor de la
pareja alcanza su mayor liberación y se convierte en un espacio de sana
autonomía: cuando cada uno descubre que el otro no es suyo, sino que tiene un
dueño mucho más importante, su único Señor. Nadie más puede pretender tomar
posesión de la intimidad más personal y secreta del ser amado y sólo él puede
ocupar el centro de su vida. Al mismo tiempo, el principio de realismo
espiritual hace que el cónyuge ya no pretenda que el otro sacie completamente
sus necesidades. Es preciso que el camino espiritual de cada uno —como bien indicaba
Dietrich Bonhoeffer— le ayude a «desilusionarse» del otro[382],
a dejar de esperar de esa persona lo que sólo es propio del amor de Dios. Esto
exige un despojo interior. El espacio exclusivo que cada uno de los cónyuges
reserva a su trato solitario con Dios, no sólo permite sanar las heridas de la
convivencia, sino que posibilita encontrar en el amor de Dios el sentido de la
propia existencia. Necesitamos invocar cada día la acción del Espíritu para que
esta libertad interior sea posible.
321. «Los esposos cristianos son
mutuamente para sí, para sus hijos y para los restantes familiares,
cooperadores de la gracia y testigos de la fe»[383].
Dios los llama a engendrar y a cuidar. Por eso mismo, la familia «ha sido
siempre el “hospital” más cercano»[384].
Curémonos, contengámonos y estimulémonos unos a otros, y vivámoslo como parte
de nuestra espiritualidad familiar. La vida en pareja es una participación en
la obra fecunda de Dios, y cada uno es para el otro una permanente provocación
del Espíritu. El amor de Dios se expresa «a través de las palabras vivas y
concretas con que el hombre y la mujer se declaran su amor conyugal»[385].
Así, los dos son entre sí reflejos del amor divino que consuela con la palabra,
la mirada, la ayuda, la caricia, el abrazo. Por eso, «querer formar una familia
es animarse a ser parte del sueño de Dios, es animarse a soñar con él, es
animarse a construir con él, es animarse a jugarse con él esta historia de
construir un mundo donde nadie se sienta solo»[386].
322. Toda la vida de la familia es un
«pastoreo» misericordioso. Cada uno, con cuidado, pinta y escribe en la vida
del otro: «Vosotros sois nuestra carta, escrita en nuestros corazones [...] no
con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo» (2 Co 3,2-3). Cada
uno es un «pescador de hombres» (Lc 5,10) que, en el nombre de
Jesús, «echa las redes» (cf. Lc 5,5) en los demás, o un
labrador que trabaja en esa tierra fresca que son sus seres amados, estimulando
lo mejor de ellos. La fecundidad matrimonial implica promover, porque «amar a
un ser es esperar de él algo indefinible e imprevisible; y es, al mismo tiempo,
proporcionarle de alguna manera el medio de responder a esta espera»[387].
Esto es un culto a Dios, porque es él quien sembró muchas cosas buenas en los
demás esperando que las hagamos crecer.
323. Es una honda experiencia espiritual
contemplar a cada ser querido con los ojos de Dios y reconocer a Cristo en él.
Esto reclama una disponibilidad gratuita que permita valorar su dignidad. Se
puede estar plenamente presente ante el otro si uno se entrega «porque sí»,
olvidando todo lo que hay alrededor. El ser amado merece toda la atención.
Jesús era un modelo porque, cuando alguien se acercaba a conversar con él,
detenía su mirada, miraba con amor (cf. Mc 10,21). Nadie se
sentía desatendido en su presencia, ya que sus palabras y gestos eran expresión
de esta pregunta: «¿Qué quieres que haga por ti?» (Mc 10,51). Eso
se vive en medio de la vida cotidiana de la familia. Allí recordamos que esa
persona que vive con nosotros lo merece todo, ya que posee una dignidad
infinita por ser objeto del amor inmenso del Padre. Así brota la ternura, capaz
de «suscitar en el otro el gozo de sentirse amado. Se expresa, en particular,
al dirigirse con atención exquisita a los límites del otro, especialmente
cuando se presentan de manera evidente»[388].
324. Bajo el impulso del Espíritu, el
núcleo familiar no sólo acoge la vida generándola en su propio seno, sino que
se abre, sale de sí para derramar su bien en otros, para cuidarlos y buscar su
felicidad. Esta apertura se expresa particularmente en la hospitalidad[389],
alentada por la Palabra de Dios de un modo sugestivo: «no olvidéis la
hospitalidad: por ella algunos, sin saberlo, hospedaron a ángeles» (Hb 13,2).
Cuando la familia acoge y sale hacia los demás, especialmente hacia los pobres
y abandonados, es «símbolo, testimonio y participación de la maternidad de la
Iglesia»[390].
El amor social, reflejo de la Trinidad, es en realidad lo que
unifica el sentido espiritual de la familia y su misión fuera de sí, porque
hace presente el kerygma con todas sus exigencias
comunitarias. La familia vive su espiritualidad propia siendo al mismo tiempo
una iglesia doméstica y una célula vital para transformar el mundo[391].
* * *
325. Las palabras del Maestro (cf. Mt 22,30)
y las de san Pablo (cf. 1 Co 7,29-31) sobre el matrimonio,
están insertas —no casualmente— en la dimensión última y definitiva de nuestra
existencia, que necesitamos recuperar. De ese modo, los matrimonios podrán
reconocer el sentido del camino que están recorriendo. Porque, como recordamos
varias veces en esta Exhortación, ninguna familia es una realidad celestial y
confeccionada de una vez para siempre, sino que requiere una progresiva
maduración de su capacidad de amar. Hay un llamado constante que viene de la
comunión plena de la Trinidad, de la unión preciosa entre Cristo y su Iglesia,
de esa comunidad tan bella que es la familia de Nazaret y de la fraternidad sin
manchas que existe entre los santos del cielo. Pero además, contemplar la
plenitud que todavía no alcanzamos, nos permite relativizar el recorrido
histórico que estamos haciendo como familias, para dejar de exigir a las
relaciones interpersonales una perfección, una pureza de intenciones y una
coherencia que sólo podremos encontrar en el Reino definitivo. También nos
impide juzgar con dureza a quienes viven en condiciones de mucha fragilidad.
Todos estamos llamados a mantener viva la tensión hacia un más allá de nosotros
mismos y de nuestros límites, y cada familia debe vivir en ese estímulo
constante. Caminemos familias, sigamos caminando. Lo que se nos promete es
siempre más. No desesperemos por nuestros límites, pero tampoco renunciemos a
buscar la plenitud de amor y de comunión que se nos ha prometido.
Jesús, María y José
en vosotros contemplamos
el esplendor del verdadero amor,
a vosotros, confiados, nos dirigimos.
en vosotros contemplamos
el esplendor del verdadero amor,
a vosotros, confiados, nos dirigimos.
Santa Familia de Nazaret,
haz también de nuestras familias
lugar de comunión y cenáculo de oración,
auténticas escuelas del Evangelio
y pequeñas iglesias domésticas.
haz también de nuestras familias
lugar de comunión y cenáculo de oración,
auténticas escuelas del Evangelio
y pequeñas iglesias domésticas.
Santa Familia de Nazaret,
que nunca más haya en las familias episodios
de violencia, de cerrazón y división;
que quien haya sido herido o escandalizado
sea pronto consolado y curado.
que nunca más haya en las familias episodios
de violencia, de cerrazón y división;
que quien haya sido herido o escandalizado
sea pronto consolado y curado.
Santa Familia de Nazaret,
haz tomar conciencia a todos
del carácter sagrado e inviolable de la familia,
de su belleza en el proyecto de Dios.
haz tomar conciencia a todos
del carácter sagrado e inviolable de la familia,
de su belleza en el proyecto de Dios.
Jesús, María y José,
escuchad, acoged nuestra súplica.
escuchad, acoged nuestra súplica.
Amén.
Dado en
Roma, junto a San Pedro, en el Jubileo extraordinario de la Misericordia, el 19
de marzo, Solemnidad de San José, del año 2016, cuarto de mi Pontificado.
Franciscus
III Asamblea General Extraordinaria del Sínodo de los Obispos, Relatio synodi (18 octubre 2014), 2.
[3] Discurso en la clausura de la XIV Asamblea General
Ordinaria del Sínodo de los Obispos (24 octubre 2015): L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española, 30 de octubre de
2015, p. 4; cf. Pontificia Comisión Bíblica, Fe y cultura a la luz de
la Biblia. Actas de la Sesión plenaria 1979 de la Pontificia Comisión Bíblica,
Turín 1981; Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el
mundo actual, 44; Juan Pablo II, Carta enc. Redemptoris missio (7 diciembre 1990),
52: AAS83 (1991), 300; Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013),
69.117: AAS 105 (2013), 1049.1068-69.
[4] Discurso en el Encuentro con las Familias de Santiago de
Cuba (22 septiembre 2015): L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española, 25 de septiembre de 2015, p.
12.
[6] Homilía en la Eucaristía celebrada en Puebla de los Ángeles (28
enero 1979), 2: AAS 71 (1979), 184.
[14] Discurso al Congreso de los Estados Unidos de América (24
septiembre 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua
española, 25 de septiembre de 2015, p. 18.
[23] Pontificio Consejo para la Familia, Carta de los derechos de la familia (22
octubre 1983), art. 11.
[25] Pontificio Consejo para la Familia, Carta de los derechos de la familia (22
octubre 1983), Intr.
[31] Relación final 2015, 23; cf. Mensaje para la Jornada mundial del emigrante y del
refugiado 2016 (12 septiembre 2015): L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española, 2 de octubre de 2015, p.
22-23.
[37] Discurso en la clausura de la XIV Asamblea General
Ordinaria del Sínodo de los Obispos (24 octubre
2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española,
30 de octubre de 2015, p. 4.
[39] Conferencia del Episcopado Mexicano, Que en Cristo nuestra
paz México tenga vida digna (15 febrero 2009), 67.
[42] Catequesis (22 abril 2015): L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española, 24 de abril de 2015, p. 12.
[43] Catequesis (29 abril 2015): L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española, 1 de mayo de 2015, p. 12.
[49] Conferencia Episcopal de Colombia, A tiempos difíciles,
colombianos nuevos (13 febrero 2003), 3.
[68] Catequesis (6 mayo 2015): L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española, 8 de mayo de 2015, p. 16.
[69] León Magno, Epistula Rustico narbonensi episcopo,
inquis. IV: PL 54, 1205A; cf. Incmaro de Reims, Epist. 22: PL 126,
142.
[70] Cf. Pío XII, Carta enc. Mystici Corporis Christi (29
junio 1943): AAS35 (1943), 202: « Matrimonio enim quo
coniuges sibiinvicem sunt ministri gratiae…»:
[71] Cf . Código de Derecho Canónico, cc. 1116.
1161-1165; Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, cc.
832. 848-852.
[77] Cf. Homilía en la Santa Misa de clausura del VIII Encuentro
Mundial de las Familias en
Filadelfia (27 septiembre 2015): L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española, 2 de octubre de 2015, p. 20.
[81] Cf . Código de Derecho Canónico, c. 1055 § 1: « Ad
bonum coniugum atque ad prolis generationem et educationem ordinatum».
[88] Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción Donum vitae (22 febrero 1987), II,
8: AAS 80 (1988), 97.
[96] Código de Derecho Canónico, c. 1136; cf. Código de
los Cánones de las Iglesias Orientales, c. 627.
[97] Pontificio Consejo para la Familia, Sexualidad humana: verdad y significado (8
diciembre 1995), 23.
[98] Catequesis (20 mayo 2015): L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española, 22 de mayo de 2015, p. 16.
[99] Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre
1981), 38: AAS 74 (1982), 129.
[100] Cf. Discurso a la Asamblea diocesana de Roma (14
junio 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua
española, 19 de junio de 2015, p. 6.
[109] Catequesis (13 mayo 2015): L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española, 15 de mayo de 2015, p. 9.
[112] Catequesis (13 mayo 2015): L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española, 15 de mayo de 2015, p. 9.
[114] Sermón en la iglesia Bautista de la Avenida Dexter,
Montgomery, Alabama, 17 de noviembre de 1957.
[115] Santo Tomás de Aquino entiende el amor como « vis unitiva»
( Summa Theologiae I, a. 20, 1, ad 3), retomando una expresión
de Dionisio Ps. Areopagita ( De divinis nominibus, 4, 12: PG, 709).
[119] Catequesis (2 abril 2014): L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española, 4 de abril de 2014, p. 16.
[122] Tomás de Aquino, Summa contra Gentiles, III, 123; cf.
Aristóteles, Ética a Nicómaco, 8, 12 (ed. Bywater, Oxford 1984),
174.
[124] De sacramento matrimonii, 1, 2: en Id., Disputationes, III,
5, 3 (ed. Giuliano, Nápoles 1858), 778.
[132] Discurso a las Familias del mundo con ocasión de su
peregrinación a Roma en el Año de la Fe (26 octubre
2013): AAS (2013), 980.
[133] Ángelus (29 diciembre 2013): L’Osservatore
Romano,ed. semanal en lengua española, 3 de enero de 2014, p. 2.
[134] Discurso a las Familias del mundo con ocasión de su
peregrinación a Roma en el Año de la Fe (26 octubre
2013): AAS (2013), 978.
[137] Conferencia Episcopal de Chile, La vida y la familia:
regalos de Dios para cada uno de nosotros (21 octubre 2014).
[145] Cf. ibíd., II-II, q. 153, a. 2, ad 2: « Abundantia
delectationis quae est in actu venereo secundum rationem ordinato, non
contrariatur medio virtutis» .
[146] Juan Pablo II, Catequesis (22 octubre 1980), 5: L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española, 26 de octubre de 1980, p. 3.
[148] Id., Catequesis (24 septiembre 1980),
4: L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 28 de
septiembre de 1980, p. 3.
[149] Catequesis (12 noviembre 1980),
2: L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 16 de
noviembre de 1980, p. 3.
[152] Ibíd., 1: L’Osservatore Romano, ed.
semanal en lengua española, 16 de noviembre de 1980, p. 3.
[153] Id., Catequesis (16 enero 1980), 1: L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española, 20 de enero de 1980, p. 3.
[158] Catequesis (18 junio 1980), 5: L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española, 22 de junio de 1980, p. 3.
[160] Cf. Catequesis (30 julio 1980), 1: L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española, 3 de agosto de 1980, p. 3.
[161] Catequesis (8 abril 1981), 3: L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española, 12 de abril de 1981, p. 3.
[162] Catequesis (11 agosto 1982), 4: L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española, 15 de agosto de 1982, p. 3.
[166] Catequesis (14 abril 1982), 1: L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española, 18 de abril de 1982, p. 3.
[168] Juan Pablo II, Catequesis (7 abril 1982), 2: L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española, 11 de abril de 1982, p. 3.
[169] Id., Catequesis(14 abril 1982), 3: L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española, 18 de abril de 1982, p. 3.
[173] Pontificio Consejo para la Familia, Familia, matrimonio y uniones de hecho (26
julio 2000), 40.
[174] Juan Pablo II, Catequesis (31 octubre 1984), 6: L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española, 4 de noviembre de 1984, p. 3.
[200] V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del
Caribe, Documento de Aparecida (29 junio 2007), 457.
[205] Cf. Catequesis (16 septiembre 2015): L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española, 18 de septiembre de 2015, p.
6.
[206] Catequesis (7 octubre 2015): L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española, 9 de octubre de 2015, p. 2.
[209] Catequesis (18 marzo 2015): L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española, 20 de marzo de 2015, p. 12.
[210] Catequesis (11 febrero 2015): L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española, 13 de febrero de 2015, p. 12.
[212] Catequesis (4 marzo 2015): L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española, 6 de marzo de 2015, p. 12.
[213] Catequesis (11 marzo 2015): L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española, 13 de marzo de 2015, p.16.
[215]Juan Pablo II, Discurso a los participantes en el «Foro internacional
sobre la Tercera Edad» (5 septiembre 1980), 5: L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española, 19 de octubre de 1980, p. 16.
[217] Catequesis (4 marzo 2015): L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española, 6 de marzo de 2015, p. 12.
[219] Discurso en el Encuentro con los Ancianos (28
septiembre 2014): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua
española, 3 de octubre de 2014, p. 6.
[220] Catequesis (18 febrero 2015): L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española, 20 de febrero de 2015, p. 2.
[224] Catequesis (7 octubre 2015): L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española, 9 de octubre de 2015, p. 2.
[239] Conferencia Episcopal Italiana. Orientaciones pastorales
sobre la preparación al matrimonio y a la familia (22 octubre 2012),
1.
[242] Juan Pablo II, Catequesis (27 junio 1984), 4: L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española,1 de julio de 1984, p. 3.
[243] Catequesis (21 octubre 2015): L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española, 23 de octubre de 2015, p. 16.
[246] Juan Pablo II, Catequesis (4 julio 1984), 3.6: L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española, 8 de julio de 1984, p. 3.
[257] Catequesis (24 junio 2015): L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española, 26 de junio de 2015, p. 16.
[261] Cf. Catequesis (5 agosto 2015): L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española, 7-14 de agosto de 2015, p. 2.
[264] Cf. Motu proprio Mitis Iudex Dominus Iesus (15 agosto
2015): L’Osservatore Romano, 9 de septiembre de
2015 , pp. 3-4; Motu proprio Mitis et Misericors Iesus (15
agosto 2015), preámbulo, 3, 1: ibíd., pp. 5-6.
[265] Motu proprio Mitis Iudex Dominus Iesus (15 agosto
2015), preámbulo, 3: L’Osservatore Romano, 9 de septiembre de
2015, p. 3.
[268] Catequesis (20 mayo 2015): L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española, 22 de mayo de 2015, p. 16.
[269] Catequesis (24 junio 2015): L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española, 26 de junio de 2015, p. 16.
[270] Catequesis (5 agosto 2015): L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española, 7-14 de agosto de 2015, p. 2.
[278] Relación final 2015, 76; cf.
Congregación para la Doctrina de la Fe, Consideraciones acerca de los proyectos de reconocimiento
legal de las uniones entre personas homosexuales (3 junio
2003), 4.
[281] Catequesis (17 junio 2015): L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española, 19 de junio de 2015, p. 16.
[283] Catequesis (17 junio 2015): L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española, 19 de junio de 2015, p. 16.
[287] Cf. Últimas Conversaciones: El «Cuaderno Amarillo» de
la Madre Inés (17 julio 1897): Obras Completas, Burgos 1996, 826. A
este respecto, es significativo el testimonio de las Hermanas del convento
sobre la promesa de santa Teresa de que su salida de este mundo sería «como una
lluvia de rosas» ( ibíd., 9 junio, 991).
[288] Jordán de Sajonia, Libellus de principiis Ordinis
predicatorum, 93: Monumenta Historica Sancti Patris Nostri
Dominici, XVI, Roma 1935, p. 69.
[325] Cf. Catequesis (24 junio 2015): L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española, 26 de junio de 2015, p. 16.
[326] Homilía en la Eucaristía celebrada con los nuevos
cardenales (15 febrero 2015): AAS 107
(215), 257.
[329] Juan Pablo II, Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre
1981), 84: AAS 74 (1982), 186. En estas situaciones, muchos,
conociendo y aceptando la posibilidad de convivir «como hermanos» que la
Iglesia les ofrece, destacan que si faltan algunas expresiones de intimidad
«puede poner en peligro no raras veces el bien de la fidelidad y el bien de la
prole» (Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el
mundo actual, 51).
[333] Benedicto XVI, Diálogo con el Papa en la fiesta de los testimonios. VII Encuentro Mundial de las Familias en Milán (2
junio 2012): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 10
de junio de 2012, p. 12.
[336] Tampoco en lo referente a la disciplina sacramental, puesto que el
discernimiento puede reconocer que en una situación particular no hay culpa
grave. Allí se aplica lo que afirmé en otro documento: cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013),
44.47: AAS 105 (2013), 1038.1040.
[344] Ibíd., 2352; cf. Congregación para la Doctrina de la Fe,
Declaración Iura et bona, sobre la eutanasia (5 mayo
1980), II: AAS 72 (1980), 546. Juan Pablo II, criticando la
categoría de «opción fundamental», reconocía que «sin duda pueden darse
situaciones muy complejas y oscuras bajo el aspecto psicológico, que influyen
en la imputabilidad subjetiva del pecador»: Exhort. ap. Reconciliatio et paenitentia (2
diciembre 1984), 17: AAS 77 (1985), 223.
[345] Cf. Pontificio Consejo para los Textos Legislativos, Declaración sobre la admisibilidad a la sagrada comunión de
los divorciados que se han vuelto a casar (24 junio 2000),
2.
[348] En otro texto, refiriéndose al conocimiento general de la norma y
al conocimiento particular del discernimiento práctico, santo Tomás llega a
decir que «si no hay más que uno solo de los dos conocimientos, es preferible
que este sea el conocimiento de la realidad particular que se acerca más al
obrar»: Tomás de Aquino, Sententia libri Ethicorum, VI, 6 (ed.
Leonina, t. XLVII, 354).
[349] Discurso en la clausura de la XIV Asamblea General
Ordinaria del Sínodo de los Obispos (24 octubre
2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española,
30 de octubre de 2015, p. 4.
[351] En ciertos casos, podría ser también la ayuda de los sacramentos.
Por eso, «a los sacerdotes les recuerdo que el confesionario no debe ser una
sala de torturas sino el lugar de la misericordia del Señor»: Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013),
44: AAS 105 (2013), 1038. Igualmente destaco que la Eucaristía
«no es un premio para los perfectos sino un generoso remedio y un alimento para
los débiles» ( ibíd, 47: 1039).
[353] De catechizandis rudibus, 1, 14, 22: PL 40,
327; cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013),
193: AAS 105 (2013), 1101.
[364] Quizás por escrúpulo, oculto detrás de un gran deseo de fidelidad
a la verdad, algunos sacerdotes exigen a los penitentes un propósito de
enmienda sin sombra alguna, con lo cual la misericordia se esfuma debajo de la
búsqueda de una justicia supuestamente pura. Por ello, vale la pena recordar la
enseñanza de san Juan Pablo II, quien afirmaba que la previsibilidad de una
nueva caída «no prejuzga la autenticidad del propósito»: Carta al Card.
William W. Baum y a los participantes del curso anual sobre el fuero interno
organizado por la Penitenciaría Apostólica (22 marzo 1996), 5: L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española, 5 de abril de 1996, p. 4
[365] Comisión Teológica Internacional, La esperanza de salvación para los niños que mueren sin
bautismo (19 abril 2007), 2.
[372] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsin. Christifideles laici (30 diciembre
1988), 40: AAS 81 (1989), 468.
[377] Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre
1981), 57: AAS 74 (1982), 150.
[378] No olvidemos que la Alianza de Dios con su pueblo se expresa como
un desposorio (cf. Ez 16,8.60; Is 62,5; Os 2,21-22),
y la nueva Alianza también se presenta como un matrimonio (cf. Ap 19,7;
21,2; Ef 5,25).
[381] Id., Homilía en la Eucaristía celebrada para las familias en
Córdoba, Argentina (8 abril 1987), 4: L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española, 26 de abril de 1987, p. 21.
[384] Catequesis(10 junio 2015): L’Osservatore
Romano,ed. semanal en lengua española, 12 de junio de 2015, p. 16.
[386] Discurso en la Fiesta de las Familias y vigilia de oración
en Filadelfia (26 septiembre 2015): L’Osservatore
Romano,ed. semanal en lengua española, 2 de octubre de 2015, p. 16.
[389] Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre
1981), 44: AAS 74 (1982), 136.
[391] Sobre los aspectos sociales de la familia: cf. Pontificio Consejo
«Justicia y Paz», Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia,
248-254.
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