ABDERRAMÁN
III
EL
PRIMER CALIFA ANDALUSÍ
En el año 929
Abderramán III se proclamó califa de al-Andalus, jefe político y religioso del
estado más poderoso de la península Ibérica
FOTO:
Photoaisa
El califa en su
palacio
Este óleo orientalista de Dionís Buixeras, pintado en 1885, muestra
a Abderamán III en el salón rico de Medina Azahara. Tras años de luchas contra
sus rivales internos y contra los reinos cristianos de la península, el califa
de Córdoba decidió retirarse a Medina Azahara, el palacio-fortaleza donde
instaló su corte y donde se dedicó a recibir y agasajar a embajadas
extranjeras hasta su muerte, en 961. Paraninfo de la Universidad de Barcelona.
FOTO: Bassler / AGE Fotostock
La dinastía Omeya
Los omeyas dominaron el Islam desde Damasco entre 661 y 750, año en
el que perdieron el poder en favor de los abasíes. Los supervivientes
de la dinastía derrocada se refugiaron en la península ibérica, que gobernaron
como emires (jefes políticos pero no religiosos) hasta que Abderramán III se
proclamó califa en el año 929. En la imagen, Abderramán III junto a unos
sirvientes en un relieve de la arqueta de Leyre. Museo de Navarra, Pamplona.
FOTO: Nuria Puentes
La mezquita de los
omeyas
La Mezquita de Córdoba fue erigida por Abderramán I en 786. Dos siglos
más tarde, Abderramán III mandó construir el alminar y amplió el patio de los
Naranjos. La imagen muestra la sala de la Oración, ampliada por Almanzor en 987.
FOTO: Navia / RBA
La sala del califa
en la mezquita de Córdoba
La cúpula del mihrab de la mezquita de Córdoba estaba localizada dentro
de la maqsura, el área reservada al califa, realizada en
época de Hakam II, hijo de Abderramán III.
FOTO:
Oronoz
Guerra de frontera
Abderramán III comandó personalmente muchas expediciones contra los
reinos cristianos de la península ibérica y mantuvo firmes las fronteras de su
estado. La imagen muestra dos miniaturas de la cantiga 165 de santa
María (siglo XIII), que relata el intento de toma de Tortosa (Tarragona) por
parte de un sultán musulmán. Biblioteca del Escorial.
FOTO: Jerónimo Alba / AGE Fotostock
Almería, la base
naval de Abderramán
Abderramán III apuntaló su poder en un poderoso ejército terrestre, pero
también en una gran fuerza marítima, con la que lanzó expediciones de conquista
en el norte de África. La base naval del califato se encontraba en Almería, que
el monarca había hecho erigir casi por completo tras el saqueo fatimí del año
955. En la imagen, la alcazaba de la ciudad.
FOTO: Juan José Pascual / AGE Fotostock
Arquitectura
destinada a impresionar
Abderramán III pasó la última parte de su reinado en el suntuoso palacio
capital que había mandado construir a las afueras de Córdoba, Medina Azahara.
Allí recibía a las embajadas extranjeras rodeado de lujo para impresionar a los
diplomáticos. En la imagen, el salón rico, dedicado a las audiencias reales. El
delicado ataurique de los muros toma como base el Árbol de la Vida, tema
frecuente en el arte islámico.
FOTO: Photoaisa
Lujo palaciego
Esta cierva de bronce hacía de surtidor de agua en Medina Azahara. Museo
Arqueológico Nacional, Madrid.
La casa de los visires
de Medina Azahara
Además de un palacio para la familia real, Medina Azahara era la
residencia de la corte califal. En la ciudad hay edificios destinados a la
administración, al ejército y al alojamiento de legaciones extranjeras. En la
imagen sobre estas líneas, la casa de los visires, un edificio de planta
basilical en el que se piensa que esperaban las embajadas antes de ser
recibidas por el califa.
En enero
del año 929, en pleno rigor del invierno, un gran número de
mensajeros fueron despachados desde Córdoba en dirección a
todos los confines de al-Andalus.Todos portaban una misma
carta, destinada a los gobernadores de provincia, cuyo contenido debió
de causar una sorpresa mayúscula: en un estilo solemne, el
soberano omeya de Córdoba, Abderramán III, agradecía
los dones que Dios le había otorgado, los consideraba digna recompensa por sus
esfuerzos en defensa de la fe y anunciaba que, por todo ello, había decidido
adoptar el título de califa, dignidad que habían ostentado
sus lejanos ancestros, los califas de Damasco, pero que los omeyas de
al-Andalus nunca habían reclamado, prefiriendo el mucho más modesto de
emires. Aunque ahora, las cosas habían cambiado: "Todo
el que usa el título de Comendador de los Creyentes (amir al-muminin), fuera
de nosotros, se lo apropia indebidamente, es un intruso en él
y se arroga una denominación que no merece".
Al
proclamarse califa, Abderramán III estaba
reclamando, como representante de Dios en la tierra,
la dirección espiritual de todos los musulmanes del orbe. Lo hacía en
competencia con los califas abbasíes de Bagdad, responsables
de la desaparición de los omeyas de Damasco a mediados del siglo VIII y enemigos
declarados de sus descendientes andalusíes. Sin embargo, nadie
se llamaba a engaño. Los verdaderos enemigos de Abderramán III no
eran estos antiguos y lejanos rivales, cuyo poder hacía aguas por todas
partes, sino unos recién llegados que acababan de ocupar los
territorios del actual Túnez en medio de
grandes celebraciones y proclamas que anunciaban el advenimiento de una nueva
era.
Estos
soberanos se hacían llamar fatimíes y reclamaban el
califato en razón de una formidable genealogía que les hacía
descender de Ali ibn Abi Talib, primo y yerno del profeta Mahoma, con cuya hija Fátima se
había casado. Todos quienes creían que el fuerte carisma y la
autoridad religiosa del Profeta se habían transmitido a la descendencia de su
yerno Alí sólo podían sentirse impresionados por la
llegada al poder de estos fatimíes: por primera vez el bando (shía) de Alí
estaba en condiciones de guiar a la comunidad musulmana.
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