lunes, 4 de mayo de 2020


ABDERRAMÁN III

EL PRIMER CALIFA ANDALUSÍ


En el año 929 Abderramán III se proclamó califa de al-Andalus, jefe político y religioso del estado más poderoso de la península Ibérica




FOTO: Photoaisa

El califa en su palacio

Este óleo orientalista de Dionís Buixeras, pintado en 1885, muestra a Abderamán III en el salón rico de Medina Azahara. Tras años de luchas contra sus rivales internos y contra los reinos cristianos de la península, el califa de Córdoba decidió retirarse a Medina Azahara, el palacio-fortaleza donde instaló su corte y donde se dedicó a recibir y agasajar a embajadas extranjeras hasta su muerte, en 961. Paraninfo de la Universidad de Barcelona.

FOTO: Bassler / AGE Fotostock

La dinastía Omeya

Los omeyas dominaron el Islam desde Damasco entre 661 y 750, año en el que perdieron el poder en favor de los abasíes. Los supervivientes de la dinastía derrocada se refugiaron en la península ibérica, que gobernaron como emires (jefes políticos pero no religiosos) hasta que Abderramán III se proclamó califa en el año 929. En la imagen, Abderramán III junto a unos sirvientes en un relieve de la arqueta de Leyre. Museo de Navarra, Pamplona.

FOTO: Nuria Puentes

La mezquita de los omeyas

La Mezquita de Córdoba fue erigida por Abderramán I en 786. Dos siglos más tarde, Abderramán III mandó construir el alminar y amplió el patio de los Naranjos. La imagen muestra la sala de la Oración, ampliada por Almanzor en 987.

FOTO: Navia / RBA

La sala del califa en la mezquita de Córdoba

La cúpula del mihrab de la mezquita de Córdoba estaba localizada dentro de la maqsura, el área reservada al califa, realizada en época de Hakam II, hijo de Abderramán III.

FOTO: Oronoz

Guerra de frontera

Abderramán III comandó personalmente muchas expediciones contra los reinos cristianos de la península ibérica y mantuvo firmes las fronteras de su estado. La imagen muestra dos miniaturas de la cantiga 165 de santa María (siglo XIII), que relata el intento de toma de Tortosa (Tarragona) por parte de un sultán musulmán. Biblioteca del Escorial.

FOTO: Jerónimo Alba / AGE Fotostock

Almería, la base naval de Abderramán

Abderramán III apuntaló su poder en un poderoso ejército terrestre, pero también en una gran fuerza marítima, con la que lanzó expediciones de conquista en el norte de África. La base naval del califato se encontraba en Almería, que el monarca había hecho erigir casi por completo tras el saqueo fatimí del año 955. En la imagen, la alcazaba de la ciudad.

FOTO: Juan José Pascual / AGE Fotostock

Arquitectura destinada a impresionar

Abderramán III pasó la última parte de su reinado en el suntuoso palacio capital que había mandado construir a las afueras de Córdoba, Medina Azahara. Allí recibía a las embajadas extranjeras rodeado de lujo para impresionar a los diplomáticos. En la imagen, el salón rico, dedicado a las audiencias reales. El delicado ataurique de los muros toma como base el Árbol de la Vida, tema frecuente en el arte islámico.

FOTO: Photoaisa

Lujo palaciego

Esta cierva de bronce hacía de surtidor de agua en Medina Azahara. Museo Arqueológico Nacional, Madrid.

La casa de los visires de Medina Azahara


Además de un palacio para la familia real, Medina Azahara era la residencia de la corte califal. En la ciudad hay edificios destinados a la administración, al ejército y al alojamiento de legaciones extranjeras. En la imagen sobre estas líneas, la casa de los visires, un edificio de planta basilical en el que se piensa que esperaban las embajadas antes de ser recibidas por el califa.

En enero del año 929, en pleno rigor del invierno, un gran número de mensajeros fueron despachados desde Córdoba en dirección a todos los confines de al-Andalus.Todos portaban una misma carta, destinada a los gobernadores de provincia, cuyo contenido debió de causar una sorpresa mayúscula: en un estilo solemne, el soberano omeya de Córdoba, Abderramán III, agradecía los dones que Dios le había otorgado, los consideraba digna recompensa por sus esfuerzos en defensa de la fe y anunciaba que, por todo ello, había decidido adoptar el título de califa, dignidad que habían ostentado sus lejanos ancestros, los califas de Damasco, pero que los omeyas de al-Andalus nunca habían reclamado, prefiriendo el mucho más modesto de emires. Aunque ahora, las cosas habían cambiado: "Todo el que usa el título de Comendador de los Creyentes (amir al-muminin), fuera de nosotros, se lo apropia indebidamente, es un intruso en él y se arroga una denominación que no merece".
Al proclamarse califa, Abderramán III estaba reclamando, como representante de Dios en la tierra, la dirección espiritual de todos los musulmanes del orbe. Lo hacía en competencia con los califas abbasíes de Bagdad, responsables de la desaparición de los omeyas de Damasco a mediados del siglo VIII y enemigos declarados de sus descendientes andalusíes. Sin embargo, nadie se llamaba a engaño. Los verdaderos enemigos de Abderramán III no eran estos antiguos y lejanos rivales, cuyo poder hacía aguas por todas partes, sino unos recién llegados que acababan de ocupar los territorios del actual Túnez en medio de grandes celebraciones y proclamas que anunciaban el advenimiento de una nueva era.
Estos soberanos se hacían llamar fatimíes y reclamaban el califato en razón de una formidable genealogía que les hacía descender de Ali ibn Abi Talib, primo y yerno del profeta Mahoma, con cuya hija Fátima se había casado. Todos quienes creían que el fuerte carisma y la autoridad religiosa del Profeta se habían transmitido a la descendencia de su yerno Alí sólo podían sentirse impresionados por la llegada al poder de estos fatimíes: por primera vez el bando (shía) de Alí estaba en condiciones de guiar a la comunidad musulmana.












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