Queridos
amigos/as en tiempos
de incertidumbre y angustia,
nada mejor que
poder disfrutar de imágenes
hermosas. Espero os guste.
“El mundo de Christina"
(1948), de Andrew Wyeth. Témpera de huevo en panel de yeso (81.9 cm × 121.3
cm), en el Museo de Arte Moderno de Nueva York
Andrew Wyeth (1917 –
2009) fue un pintor realista y regionalista estadounidense, cuyo tema principal
giraba en torno a la tierra y los pobladores de su ciudad natal Chadds Ford, en
Pensilvania, y de su casa de verano en Cushing, Maine, como sucede en El
mundo de Christina.
Conocido como el “pintor
del Pueblo” debido a su popularidad en EE.UU., Wyeth realizó esta obra en 1948,
utilizando como musa a Anna Christina Olson, una vecina de su hogar
veraniego en Maine y quien sufría de la enfermedad de Charcot-Marie-Tooth, una
polineuropatía genética. Aunque para realizar la obra, la modelo fue su esposa,
Betsy, ya que Olson tenía 55 años entonces.
El trabajo fue llevado a
cabo con tempera en un estilo realista y allí se ve a una mujer semi-reclinada
en un campo sin árboles, mirando hacia una casa gris en el horizonte; un
granero y otros pequeños edificios.
La casa representada se
conoce como la Casa Olson en Cushing, Maine, y está abierta al público, operada
por el Museo de Arte Farnsworth. Hoy, es un Monumento Histórico Nacional y ha
sido restaurada para que coincida en su apariencia con la pintura, aunque Wyeth
separó la casa de su granero y cambió la disposición del terreno.
De acuerdo a la historia
oficial, Wyeth se inspiró para crear la pintura cuando vio, a través de su
ventana, gateando a su vecina por el campo. Olson, como su hermano menor,
aparecieron en diferentes obras del artista, en pinturas realizadas entre 1940
y 1968.
El mundo
de Christina se exhibió por primera vez en la Macbeth Gallery de
Manhattan en 1948 y Alfred Barr, director fundador del Museo de Arte
Moderno (MoMA), la compró por USD 1,800.
La pieza es hoy unos de
los orgullos del MoMA y su popularidad, que creció con los años, la convirtió
en una pintura emblemática del arte estadounidense.
En ese sentido, aparece en
la novela 2001: Una odisea del espacio, de Arthur
C. Clarke, aunque no en la adaptación cinematográfica de Stanley
Kubrick. También es parte de la película de ciencia ficción Oblivion como
en el thriller The In Crowd y en la comedia War
on Everyone, entre otras referencias. Sin embargo, el homenaje más
famoso se le realizó en Forrest Gump, en una escena en que
Jenny vuelve a enfrentarse con la casa de su infancia y se arroja al suelo con
la pose de “Christina”, aunque tomada desde otro ángulo.
https://www.infobae.com/cultura/2020/06/16/la-belleza-del-dia-el-mundo-de-christina-de-andrew-wyeth/
"Autorretrato en la
frontera entre México y Estados Unidos" (1932), óleo sobre metal, 31 x 35
cm, en Colección Manuel Reynoso, Nueva York
La obra de Frida
Khalo es una de las más autorreferenciales de la historia moderna del
arte. Realizó una gran cantidad de autorretratos y llevó al óleo muchos de los
eventos más importantes de su vida, desde su orígenes familiares, su casamiento
con Diego Rivera y hasta la rotura de su columna, que hacia el
final de su vida la llevó a usar un corsé ortopédico. En ese sentido, Kahlo
fue una constructora de su propio mito y hoy es una de las artistas
latinoamericanas más reconocidas del mundo.
Entre 1930 y 1933, Frida y
su pareja, el muralista Rivera vivieron en Estados Unidos. Los motivos de esa
mudanza temporaria son varios, pero sobre todo políticos y económicos. En ese
momento, en EE.UU. se vivía con interés el llamado “renacimiento mexicano”
cultural, mientras que en México se apreciaba el creciente mercado del arte. Es
que el muralismo en México pasaba su peor momento, con el gobierno de Plutarco
Elías Calles se habían eliminado la mayoría de los encargos, se
rescindieron contratos e incluso algunas obras, como La creación de
Rivera, que se localizaba en la Escuela Nacional, habían sido destruidas o
tapadas.
Luego, comenzaron las
persecuciones a comunistas y ante la cárcel como destino, eligieron este exilio
forzado. Vivieron en San Francisco, Nueva York y Detroit, donde Rivera -que ya
había renunciado al comunismo por su giro estalinista- realizaba trabajos bien
pagos.
Allí, Frida perdió por
segunda vez un embarazo, que se tradujo en su famosa obra La cama
volando (o Henry Ford Hospital), pero no es esa obra
la que nos reúne, sino Autorretrato en la frontera entre México y
Estados Unidos, de 1932.
Esta pintura no es una de
sus más famosas, siquiera corresponde a sus autorretratos más clásicos, esos
que pueden verse en imágenes de la cultura pop, en remeras, bolsos o tazas,
aunque aquí también reúne lo que estaba atravesando en ese momento. Frida se
coloca en una frontera imaginaria, con un precioso vestido rosa y largos
guantes, mientras su existencia está apoyada en un zócalo.
De un lado, representa a
su país, con su relación con la naturaleza, las tradiciones, las flores y la
creación humana, en sus esculturas y pirámides (el ídolo de la fertilidad y una
calavera representan el ciclo de la vida), dominan la escena; del otro, el país
que le hace de hogar, industrializado, donde no hay vida salvo la de las
máquinas, un mundo donde lo gris predomina: la contraposición entre lo natural
y lo artificial es evidente.
En el cielo las deidades
Quetzalcoatl y Tezcatlipoca, en el sol y la luna, se enfrentan al humo que se
desprende de la fábrica Ford y los edificios que albergan el corazón del
capitalismo, con sus banqueros y empresarios.
Para cuando realizó la
obra, Frida estaba harta de vivir allí. En algunas cartas a amistades pueden
leerse frases como “el gruinguerío no me cae del todo bien. Son gente muy sosa
y todos tienen caras de bizcochos crudos (sobre todo las viejas)” o “es
espantoso ver a estos ricos que celebran fiestas de día y de noche, mientras
miles y más miles de personas mueren de hambre”.
Recordemos que Frida se
considerada una hija de la Revolución Zapatista, si bien había
nacido en 1907, solía decir que lo había hecho en 1910, año de la gran
revuelta. Así, establecía que ella y el Nuevo México habían visto la luz el
mismo año.
Hay un solo detalle que
une a los dos mundos, vecinos pero diferentes: un generador de energía de
EE.UU. roba el sustento a las flores de México, para dar electricidad al zócalo
en el que ella se para. Así, la artista nacida en Coyoacán revela sus propias
contradicciones, en la que su vida de entonces se encuentra partida entre sus
raíces y el camino que debió seguir. Frida Kahlo se alimenta
de los dos países, se encuentra dividida entre espacios disímiles pero
necesarios para mantenerse de pie.
Durante esta época, Frida
desea volver a su país, pero Rivera sigue fascinado con EE.UU. hasta que en
diciembre de 1933, al gran muralista le rescinden el contrato en el Rockefeller
Center por haber dibujado un obrero con el rostro de Lenin y, finalmente,
regresan al sur.
La novia del viento es una de la obras en la que el expresionista
austríaco Oskar
Kokoschka refleja su traumática relación con Alma
Mahler, su gran amor.
Realizada
entre 1913 y 1914, la pintura refleja el momento de mayor equilibrio en una
relación que duró poco, pero que dejó una profunda marca en la vida del
artista. Allí, se los ve abrazados, a la deriva, ella sumisa y tranquila sobre
su pecho, él de ojos abiertos, insomne, condensando toda su tensión en las
manos, rodeados por agua y cielo, donde se conjugan la estética de los
nocturnos de Tintoretto con los de El Greco.
Alma
conoció a Kokoschka (Viena, 1886) luego de enviudar de su
primer esposo, el notable compositor y director de orquesta Gustav
Mahler, bohemio de origen judío, 20 años mayor, con quien tuvo dos hijas.
Estuvieron juntos por dos años, y en diferentes obras puede verse cómo la
relación fue virando de la tranquilidad a la posesión enfermiza, como Naturaleza
muerta con putto y conejo, donde el pintor representa la dramática
ruptura con una obra angustiante y plena de simbolismos.
Naturaleza muerta con putto
y conejo
En su diario, Alma escribió: “Nunca había probado tanto
infierno, tanto paraíso”. En 1912, quedó embarazada y se realizó un aborto.
Kokoschka guardó una gasa ensangrentada como una reliquia y se la llevó a su
casa: “Este es mi único hijo y siempre lo será”, dijo. La historia de este
romance está siendo adaptada al cine por Dieter Berner, quien ya
llevó a la pantalla grande la historia de Egon Schiele.
Luego de la separación, ella se casó con Walter
Gropius, fundador de la Bauhaus, de quien ya había sido amante cuando
estuvo casada con Mahler. Luego de divorciarse, se unió en matrimonio con el
poeta y novelista Franz Werfel. El nobel de Literatura
búlgaro, Elias Canetti, la conoció cuando ella era una anciana y la definió
como una “cazadora de trofeos”.
Olvidar a Alma no fue nada sencillo para Kokoschka.
Decidió alistarse al ejercito para participar de la Primera Guerra, donde fue
herido en dos oportunidades. A su regreso a la vida, tras el fin del conflicto
bélico, le pide a Hermine Moos, una famosa modista, que le realice una muñeca
en tamaño real con las características de Alma.
Alma Mahler (Shutterstock)
Le compra ropa de alta
costura, la lleva al teatro e incluso a las clases en la Academia de Dresde,
donde comenzó a ser profesor en 1019. Pinta dos obras con la muñeca, Mujer
azul y Autorretrato con muñeca. Una noche
tienen una fuerte discusión y, alcoholizada, la decapita y arroja su cuerpo por
la ventana. Los vecinos la creyeron un cadáver y llamaron a la policía.
Kokoschka muere en
un hospital de Montreaux, Suiza, a los 85 años. La pieza La novia del viento,
quizá la más famosa de todas sus obras, puede apreciarse en el Museo de Arte de
Basilea, Basilea.
"Tormenta" está en
el Metropolitan Museum de Nueva York
Una
tormenta violenta y explosiva en la costa de Maine, eso es lo que Winslow
Homer (1836-1910) reprodujo en esta obra. Cuando el
artista exhibió este lienzo por primera vez en 1895, la pintura contemplaba las
figuras de dos hombres con impermeables, acurrucados bajo la columna de espuma,
que no era tan imponente como terminó siendo. Aunque el cuadro fue bien
recibido y fue adquirido por el coleccionista George A. Hearn, los
cambios que luego imprimió Homer, con el foco puesto claramente en los efectos
del agua aumentaron su impacto.
Según
describe la página del Metropolitan Museum de Nueva York -donde se encuentra la
obra- un crítico comentó que Tormenta presenta “tres
elementos fundamentales, la solidez de las rocas escarpadas, el poderoso y
majestuoso movimiento del mar y la atmósfera de grandes espacios naturales
libres de la insignificante presencia humana”.
En 1873
Homer comenzó a utilizar la acuarela. Durante la década de 1870 los temas
predominantes de sus obras fueron los de inspiración rural o idílica: escenas
de la vida agrícola, niños jugando y escenas de lugares conocidos poblados de
mujeres elegantes.
"On the Trail", de
Winslow Homer, es una acuarela que está en la National Gallery of Art de
Washington
Representante
del realismo estadounidense, Homer fue el artista norteamericano más
importante de la segunda mitad del siglo XIX y se destacó tanto en la
pintura al óleo como en la técnica de la acuarela. Su formación de pintor se
limitó a unas cuantas clases de pintura por lo cual se lo considera un
autodidacta. Estudió en Cambridge, Massachusetts, y comenzó a trabajar como
ilustrador en Boston y más tarde en Nueva York, adonde se mudó en 1859.
Ese mismo
año comenzó a colaborar con la revista Harper’s Weekly y fue
también su corresponsal durante la guerra civil, pero no solo se dedicaba a
trabajar con imágenes a la manera de cronista de los hechos sino que le
resultaban más atractivas las escenas de campo y de naturaleza que las del
campo de batalla. En 1866 viajó a París con motivo de la Exposition Universelle
y aunque trabajó el tema de la luz al mismo tiempo que los impresionistas, su
obra no sufrió influencia directa de esta escuela.
"Boys
in a Dory", de Winslow Homer (Metropolitan Museum)
Según
cuenta la página del Museo Thyssen Bornemisza de Madrid, que también cuenta en
su colección con varias obras del gran artista estadounidense, en 1881 viajó a
Inglaterra; se instaló en Cullercoats, un pueblo en la costa del Mar del Norte,
donde permaneció hasta noviembre de 1882. Ese año en sus pinturas comenzaron a
verse “escenas de pescadores del lugar con una monumentalidad casi heroica”.
En 1883
Homer se trasladó a Prouts Neck, Maine, una península de la costa atlántica y
vivió allí hasta su muerte. En los inviernos viajaba siempre a las Bahamas, a
la Florida, a las Bermudas, donde pintó acuarelas que reflejan el ambiente
cálido de esos paisajes.
El mar
fue el gran tópico de su obra. Nuestra belleza del día refleja esa pasión y el
escenario donde el artista pasó gran parte de su vida.
"La familia presidencial"
(1967) de Fernando Botero
No hay
dudas. Cuando Fernando Botero pintó La familia
presidencial no estaba solamente haciendo un
cuadro representativo de su característico estilo. Hay figuras exageradamente
voluptuosas, sí, pero también -y con el título queda claro- estaba haciendo una
crítica a la representación política de la sociedad colombiana y del mundo
entero.
Pintado
en 1967, este cuadro representa el poder: el presidente de Colombia, la figura
masculina en la parte posterior del grupo a la izquierda, su familia y aquellos
con quienes comparte la dirección del Estado. El presidente, su esposa, su hija
y una abuela se pueden ver a la izquierda, mientras que un general y un obispo
aparecen a la derecha.
Botero
nació en 1932 en Medellín. Cuando terminó sus estudios secundarios se trasladó
a Bogotá, donde se impregnó de los debates estéticos y políticos de la época,
juntándose con artistas e intelectuales de la vanguardia colombiana. En 1951
tuvo sus dos primeras exposiciones individuales. Todos quedaron impresionados
con su técnica.
Al año
siguiente partió a Europa con el dinero que recibió de la venta de algunas
obras y del segundo puesto que obtuvo con el óleo Frente al mar en
el IX salón nacional de artistas. En el puerto de Buenaventura en el Pacífico
se sube al barco italiano “Uso dimare”. Llega a Barcelona, luego se establece
en Madrid y se inscribe en la Real Academia de Arte de San Fernando. No tenía
mucho dinero, pero sí ideas: para garantizar su sostenimiento, hace dibujos y
pinturas a las afueras del Museo del Prado.
Su
itinerario de viaje se amplía a medida que corren los años. Vuelve a Colombia,
luego tiene una larga estadía en México y en la década del sesenta se instala
definitivamente en Nueva York. Vive en un pequeño departamento, con poco dinero
y sin mucho éxito: los gustos neoyorquinos de la época cambiaban rápidamente y
lo que estaba de moda era la abstracción: Jackson Pollock, Franz Kline y De
Kooning.
Aprendió
mucho -nunca paró de aprender-, pero su lenguaje figurativo se mantuvo, aunque
experimentó con la pincelada agresiva, la utilización de tonalidades fuertes y
el uso de formatos grandes. Es un período de mucha creatividad e
experimentación hasta que el público estadounidense empieza a prestarle
atención a su obra.
La fama
volvió a golpearle la puerta. Comenzó una serie de muestras, no sólo en Estados
Unidos, también en Europa y en su querida Colombia. Es en esa época de gran
maduración estética que pinta La familia presidencial, óleo
sobre lienzo de 203,5 x 196,2 cm. Hoy se lo puede ver colgado en las paredes
del MOMA, el museo de arte moderno de Nueva York.
"Sol ardiente de
junio" (1895), de Frederic Leighton. Pintura al aceite (1,2 m x 1,2 m), en
el Museo de Arte de Ponce, Costa Rica
En Sol
ardiente de junio una mujer joven, ataviada en un vestido naranja,
duerme profundamente sobre un banco de mármol, con un mar que refulge detrás.
La pintura, realizada en 1895 por el británico Frederic Leighton fue
despreciada en su época, considerada una pieza ornamental de mal gusto y
terminó en una tienda de segunda mano de Londres hasta desaparecer.
La modelo
fue Dorothy Dene, una reconocida actriz inglesa de entonces y
modelo de varias obras del pintor prerrafaelita. Otros pintores como John
Everett Millais y George Frederic Watts también
contaron con Dene como modelo, a quien Leighton llamaba “la única mujer en
Europa”.
La
historia de su regreso a la escena del mundo del arte es casi mítica. En 1962,
un trabajador halló la pintura dentro de una chimenea cuando realizaba
refacciones, la separó y la llevó a una tienda de arte, recibió 60 libras.
Intentó
conseguir un precio mejor, pero en ese momento a nadie le interesaba el arte
victoriano, con ese costado sentimental que era ridiculizado por las tendencias
modernistas y del Pop, por lo que el dueño del negocio incluso consideró que
pagaba de más.
De hecho,
al comerciante le interesó más el marco dorado con el que venía la obra, y lo
vendió por separado para recuperar algo de su mala inversión hasta que el
destino llevó a Jeremy Maas, comerciante de arte inglés e historiador del arte,
mejor conocido por su experiencia en pintura victoriana, quien ofreció la obra
a cuanta galería pudo, siempre siendo rechazado.
La obra
fue subastada por su precio de reserva mínimo, unos USD 140 dólares, el
equivalente de $840 dólares en los precios actuales. Finalmente Luis A. Ferré,
un industrial latinoamericano que había armado un museo en Puerto Rico, la
encontró en un rincón de una galería de Amsterdam por unos USD 10 mil.
La pieza
se convirtió en el máximo atractivo del Museo de Arte de Ponce, y en todo un
atractivo turístico internacional. Se realizaron impresiones que comenzaron a
venderse en todo el mundo, y su imagen apareció desde en tazas a camisetas. En
una década, había recaudado muchísimo en regalías y fue reconocida como una
obra esencial de la pintura victoriana y prestada para múltiples exhibiciones
alrededor del mundo.
La
pintura fue homenajeada en una canción de Paul Weller en su
álbum Stanley Road, y también por el cantante Luis
Miguel en su video musical para la canción Amarte es un placer”.
En 2013, Jessica Chastain apareció en la portada de Vogue representando
a la obra.
Frederic
Leighton fue un pintor y escultor inglés, de una familia acaudalada. Tuvo los
títulos de Barón, Baronet, Caballero Bachelor y hasta presidió la Royal
Academy. Cuando pintó Sol ardiente de junio sobre el
final de su vida jamás pensó que se convertiría en una de las obras más
importantes de la pintura británica; bueno, nadie en su época lo hizo.
La pintura tiene dimensiones importantes, colores vibrantes
y está llena de flores, sin embargo lo que destaca es la misma cara de la
tristeza. Hermoso y distante, una figura de largas piernas cruzadas está
sentada sobre un escritorio. Un naranja desteñido en su pelo, un velo turquesa
irregular, la boca apretada y la mirada perdida en la melancolía. Hay un
revólver en su mano izquierda.
En 1989, la argentina Marcia Schvartz le propuso al
performer Batato Barea, artista de culto del under porteño, hacer
un retrato de tamaño grande, dentro de una serie para la que ya había realizado
obras similares con Gustavo Marrone (Gustavo Marrone en
su atelier, 1988) y con su propia hermana (Kiki Laplume entre las
flores, 1986). Los retratos incluían objetos de la vida cotidiana que
la pintora pedía a sus modelos que llevaran especialmente a las sesiones.
La pintura de Batato fue realizada en el taller de
Schvartz y ahí quedaron plasmados para siempre los anillos y collares que él
mismo confeccionaba, una estola de piel, la pistola de plástico, un payaso y un
osito de juguete, una piraña de utilería y un vaso telescópico de plástico,
todos objetos que utilizaba en sus actuaciones. Las piernas cruzadas son una
pose habitual de los personajes retratados por esta artista.
Batato Barea nació como Walter Salvador Barea en Junín,
30 de abril de 1961 y murió de sida en Buenos Aires el 6 de diciembre de 1991.
Como escribió Cristina Civale, se fue convirtiendo en una estrella
ya en el recordado trío que conformó junto a Alejandro
Urdapilleta y Humberto Tortonese, “con quienes animaban
las trasnoches del Parakultural, o en sus representaciones en solitario en
incontables performances en las cuales desplegaba su histrionismo andrógino a
través de palabras ajenas o propias”.
Así describe la obra la curadora y ensayista Andrea
Giunta en la página del MALBA, el museo que alberga la pieza: "Más
allá del velo, el collar, las pieles y las ropas femeninas que envuelven su
cuerpo, el cuello, la barbilla, las manos y los pies (a pesar de las uñas
pintadas) denotan un cuerpo masculino. Schvartz lo representa con un payaso, un
osito de juguete y un revólver en la mano izquierda. Todo pierde peso, o
expresa una condición transformista, cuando las inmensas rosas se despegan de
la pared y avanzan en el espacio. El retrato remite al café Einstein, al Parakultural
o a Cemento, espacios en los que transcurre una escena under que pronto va a
filtrar a la de las artes visuales”.
"Toma de la
Belgrano" de Marcia Schvartz (2013) Gran Premio Adquisición del 102 Salón
Nacional, técnica mixta, 140 x 190 cm.
Celebrada y premiada, Marcia Schvartz (Buenos
Aires, 1955) es una de las figuras clave de la pintura argentina de los años
80. Estudió en la Escuela Nacional de Bellas Artes “Manuel Belgrano” y luego
pasó por los talleres de grabado con Aída Carballo, serigrafía
con Jorge Demirjian y pintura con Luis Felipe Noé.
Militante de la Juventud Peronista, durante la última dictadura se exilió en
Barcelona. obra creció en el marco del regreso de la democracia. La suya es una
obra sumamente personal en la que al tiempo que abreva en ciertas formas de la
tradición pictórica del siglo XX, con algo de Berni en sus personajes y temas
locales, es posible rastrear influencias de Egon Schiele y la
Nueva Objetividad alemana.
La obra se presentó en 1990 en el Museo de arte Moderno y
fue en realidad una instalación / presentación. En la performance, realizada en
el marco de la muestra colectiva “Los 80 en el MAM”, Batato estaba vestido
igual que el cuadro que lo representa. Sentado junto con Nené Bache, su madre,
tomaba el té delante del cuadro de Marcia Schvartz. A propósito de su Batato,
dijo en una entrevista de 2007: “Yo creo que todo ese tiempo que él estuvo
posando y yo pintando y hubo una onda muy fuerte entre nosotros, todas esas
horas están ahí. La pintura es como tiempo congelado pero también es una
ventana hacia otra dimensión”.
"Hombre rojo con
bigote" (1971) de Willem de Kooning
Cuando Willem
de Kooning pisó por primera vez suelo estadounidense tenía 22 años.
Había viajado en un barco británico de forma clandestina sin más equipaje que
una diminuta valija, casi portafolio. Se subió al buque y rezó en llegar vivo.
Dejó
atrás los Países Bajos donde nació, dos padres separados y ocho años de
profundo estudio nocturno en la Academia de Róterdam de Bellas Artes. Se bajó
en Newport, Virginia, pero no se quedó quieto. Luego fue a Boston, luego a
Rhode Island y de allí, en barco, a Nueva Jersey. Corría el año 1926 y su
pasión por la pintura latía cada día con más fuerza.
Empezó de
a poco: pintando casas. Comenzaba el día con un impecable traje blanco arriba
de una escalera de madera y terminada todo salpicado con el color que su
cliente le requería. Al año siguiente se mudó a Manhattan y conoció al pintor
armenio Arshile Gorky que no sólo se volvió un gran amigo,
también fue quien lo introdujo, paulatinamente, poco a poco, en el arte abstracto.
Lo que
sigue es historia conocida. Willem de Kooning escaló hasta la
punta de la vanguardia artística. Se volvió un referente del expresionismo
abstracto, y del Action Painting, término acuñado por el crítico Harold
Rosenberg para referirse al poder gestual de las obras de artistas
como Jackson Pollock, Franz Kline y, por supuesto, el propio
De Kooning.
Pero en
el pico de su fama, de su maduración artística, decidió alejarse un poco de la
centralidad. Corría el año 1963. Pateó el tablero y se instaló en Long Island.
En su cabeza rumiaba una sola idea: encaminar su obra hacia una síntesis de sus
primeros trabajos y los que había hecho en las últimas dos décadas, buscando
una tercera etapa, la última, la definitiva. Para muchos, la mejor.
Allí, en
su estudio de Long Island, pintó Hombre rojo con bigote. La
terminó en 1971. Mide más de un metro ochenta. ¿Qué tiene esta obra? A simple
vista, colores fuertes, trazos arrebatados, potencia expresiva. En una segunda
lectora, presionado por el título, vemos una figura, un cuerpo humano tras una
maraña de gruesos empastes. La enorme dimensión del cuadro le dan un carácter
más poderoso aún.
La
curadora Paloma Alarcó lo describió así: “El espacio pictórico se define a
través de una pincelada muy abigarrada, casi claustrofóbica, que no deja ni un
solo respiro, ningún hueco, lo que incrementa la abstracción de la imagen”.
También hizo referencia al frecuente uso del rojo, “vinculado a sentimientos de
pasión y arrebato”.
"Su
uso generalizado en esta composición podría entenderse como la necesidad del
artista de emitir un profundo alarido que inevitablemente recuerda a las
convulsivas deformaciones de las figuras de Bacon”, concluyó.
En la
década siguiente, la del ochenta, De Kooning comenzó un lento declive: le diagnosticaron
Alzheimer y un tribunal lo declaró incapaz de administrar su patrimonio, por lo
que quedó bajo la tutela de su hija en 1989. Mientras tanto, su obra cotizaba a
precios exorbitantes. Murió en 1997 a los 92 años en Nueva York. Hombre
rojo con bigote está en el Museo Nacional Thyssen-Bornemisza,
Madrid, España.
"Kizette en el
balcón" (1927), de Tamara de Lempicka. Oleo sobre lienzo (130 x 80,8 cm),
en el Centre Georges Pompidou, París
Vino al
mundo como Tamara Rosalía Gurwik-Górska en una fecha y lugar que que aún se
desconoce con exactitud, Moscú, en 1889 o Varsovia en 1895, aunque el mundo la
conoció como Tamara de Lempicka, la reina del Art Decó en la pintura.
Lo que sí
se sabe es que para 1910 ya había realizado su primer retrato, lo que sería el
tema principal de su producción artística, como en este caso sucede con Kizette
en el balcón, una obra de 1927 en la que retrata a su gran musa y amor:
su hija.
Tamara de
Lempicka creció en el seno de una familia acomodada, pero el suicidio de su
padre y el amor de su madre por las fiestas de la alta sociedad la llevaron a
vivir a Italia con su abuela, donde el acceso a los maestros del Renacimiento
la marcaron para siempre.
Regresó a
la buena vida cuando se mudó con su tía millonaria y luego se casó con el
abogado polaco Tadeusz Łempicki, aunque sus días entre banquetes, ópera y
bailes en los grandes salones de la San Petersburgo imperial se interrumpieron
de golpe, primero por la maternidad y luego por la revolución de octubre que
llevó al arresto de su primer esposo.
Gracias
los contactos, huyeron a París y fue lo mejor que le pudo pasar a su espíritu
artístico, aunque sin dinero debió trabajar por primera vez en su vida. Para
1923 tuvo su presentación en sociedad fue en el Salón de Otoño con buenas
críticas, y a su tipo de pintura se lo llamó cubismo suave.
Tamara de Lempicka
Dos años
después tenía su exposición en Milán, Italia, gracias al mecenazgo del Conde
Emmanuele Castelbarco, una de las familias más poderosas de la ciudad y ya en
el ’27 realiza la obra de su hija adolescente en el balcón, que le valió su
primer premio en Burdeos.
En la
pintura, la joven lleva una sencilla túnica gris de pliegues marcados y con
calcetines blancos, retratando su inocencia, mientras con una mano agarra la
barandilla del balcón y con la otra, que cae sobre sobre el muslo, parece
sostener algún objeto que no está. Para Alain Blondel, el máximo
experto en su obra, allí había una manzana, lo que generaba esa atmósfera
sexualizada que puede apreciarse en muchos de sus retratos. Al costado, una
ciudad de edificios angulosos produce un contraste con las curvas de la
retratada. La tonalidad gris perla de la gama cromática sobresalta su piel y
sus cabellos rubios.
De
Lempicka retrató a su hija en varias oportunidades y tuvo con ella con relación
tan cercana como extraña. A la artista, abiertamente bisexual, le encantaban
pasar las noches lejos de cada en compañía de extraños o conocidos, y una
fiesta no era tal sin su presencia, por lo que en punto la figura de su hija
comenzó a ser un peso en su mundo de fantasías y depresión.
Así, cuando Kizette comenzó a crecer, decidió quitarse
años adulterando su propia fecha de nacimiento y luego prefería presentarla
como su hermana menor en los círculos sociales. A pesar de los conflictos,
nunca se separó de la joven, quien años después aseguró sobre la vida de su
madre: "Solo le interesaban las personas a las que llamaba las mejores,
las ricas, las poderosas, las exitosas”. Y por eso entre sus retratos abundan
personalidades de aristocracia, militares, duques y duquesas e incluso reyes.
Cuando De Lempicka falleció en 1980 en México, fue
Kizette quien llevó a cabo su último deseo: tomó sus cenizas, subió a un
helicóptero y, acompañada por el escultor mexicano Víctor Manuel
Contreras, las arrojó al cráter del volcán Popocatépetl.
Pasado su momento, la obra de Tamara de
Lempicka cayó en el olvido, hasta que fue recuperada en 1973 por
Blondel para su galería en París. Kizette en el balcón hoy
se aprecia en el Centre Georges Pompidou de la capital francesa.
“La fiesta del té de Rosie”
(2005), de Mark Ryden
Al artista estadounidense Mark Ryden le
costó bastante tiempo ingresar al sistema de legitimación del arte postmoderno.
De hecho, hasta 1998 trabaja en el circuito comercial, lejos del sistema de
galerías, pero sus obras comenzaron a llamar la atención hasta que finalmente
tuvo en aquel año su primera muestra en California.
Ryden (Oregon, 1963) realizó tapas de álbumes para
artistas como Michael Jackson; 4 Non Blondes; Hot
Chili Peppers, y Aerosmith, e incluso diseñó tapas para libros
de Stephen King antes de su debut en una exhibición. Todo
cambió cuando apareció en la portada de la revista Juxtapoz,
considerada la guía del lowbrow art.
El lowbrow art o surrealismo pop es un movimiento de arte
visual subterráneo que surgió en Los Ángeles a fines de la década de 1960 y
tiene sus orígenes en el comix underground, la música punk, la cultura tiki, el
graffiti y las culturas hot-rod de la calle.
La obra La fiesta del té de Rosie reúne
varios de los elementos que hicieran que sea llamado “el padrino del
surrealismo pop”: como la carne, los elementos fantásticos matizados con lo
kitsch, la inocencia y los colores, muchas veces, pasteles.
Esta pieza de 2005 además puede considerarse una
continuación de su exhibición debut, The Meat Show, donde en muchas
de sus obras se muestra esta relación con la carne, donde expresa la
desconexión entre la carne que usamos para alimentarnos y la criatura viva de
la que procede.
Ryden además compone representaciones que pueden ser
atractivas para todas las edades, ya que se considera a sí mismo como un artista
que “ve el mundo con los ojos de un niño”: “Los niños miran las cosas con esa
perspectiva imaginativa y fresca que les caracteriza. Por lo menos, yo lo hago.
Los niños ven el mundo lleno de magia, imaginación y asombro; y muchos adultos
tienden a perder eso y volverse más anquilosados en su modo de observar”.
Por su procedencia de lo comercial y su tipo de obra,
Ryden es aún resistido por parte de la crítica, pero para él esas convenciones
carecen de sentido. En una entrevista, comentó: “Puede que los críticos
consideren que utilizar ese material con carga emocional y sentimental llega a
un lugar más bajo que al de la aridez de lo intelectual. Las imágenes cargadas
de una narrativa desconocida perturban a la gente. Estamos muy acostumbrados a
ver arte abstracto y minimalista, que no nos desafía de ese modo. Vivimos en un
lugar mucho más intelectual… Está lo elevado y lo bajo, pero no significa que
uno sea mejor que otro, son solo lugares diferentes”.
La obras de Rosie aún no han llegado a los grandes museos,
por lo que las posibilidades de disfrutarla se reducen a colecciones privadas y
retrospectivas que se realizan en diferentes partes del mundo, aunque por esta
región esa oportunidad aún no se presentó. Será cuestión de esperar.
"Verano" (1894),
de Mary Cassat, óle sobre lienzo, en el Crystal Bridges Museum of American Art,
Arizona, EE.UU
Mary Cassatt (1844-1926)
fue una pintora y grabadora estadounidense, criada en el seno de una familia
acomodada que era apoyada en su interés por el arte, pero que no aceptaba que
fuese su manera de ganarse la vida. En la Belle Époque, las mujeres
no debían ensuciarse las manos.
Nacida en Pensilvania, Cassat desarrolló desde su
infancia una estrecha relación con el arte europeo a través de los viajes que
realizaba con su familia. Pasó varios años en Alemania y Francia, donde
aprendió los idiomas y comenzó a realizar sus primeros dibujos.
En su regreso a Filadelfia, se inscribió en la Academia
de Bellas Artes de Pennsilvania, en 1861, aunque allí comenzaron las
diferencias con sus progenitores con respecto a su futuro. Así, se mudó Italia
y luego a España, donde realizó obra, aunque fue en París donde su carrera
finalmente se direccionó.
Quiso ingresar a la emblemática École des Beaux-Arts,
pero le negaron el acceso por ser mujer, por lo que se pasó los siguientes años
estudiando bajo la tutela del pintor Jean-Léon Gérôme y
realizando copias de las grandes obras del Museo del Louvre.
Rechazada también por el Salón de París, el destino la
cruzó con Edgar Degas, quien se convertiría en su maestro y con
quien tuvo una relación bastante conflictiva hasta su muerte.
Además, Degas la invitó a exponer con los impresionistas,
que en ese momento eran todo lo que estaba mal con el arte, según la visión
oficial. Allí, conoció a Claude Monet, Édouard Manet y Pierre-Auguste
Renoir, como también forjó una amistad Berthe Morisot. Comenzó
a exhibir su trabajo con el grupo en 1879, cinco años después de la primera
exposición independiente.
Cassat fue una artista dotada de una técnica
extraordinaria, pero también una mujer comprometida con su pensamiento. En su
obra puede apreciarse una búsqueda por romper los moldes con los que se
representaba a las mujeres hasta entonces.
Dejó de lado las figuras femeninas clásicas de la pintura
religiosa, como también de la obsesión de los impresionistas por las
prostitutas y las buscavidas, retratando en sus lienzos a mujeres en
situaciones cotidianas y creó además todo un nuevo simbolismo estético con
respecto a la relación madre-hijo, aunque ella nunca tuvo uno.
“Muchos historiadores del arte han interpretado que sus
escenas domésticas eran una forma de apoyar las vidas confinadas de las mujeres
en el siglo XIX. En realidad, el tema de la madre y el hijo no era un símbolo
de las restricciones de la mujer, sino de su papel central respecto a la
inmortalidad. La de Cassatt no pasó por tener hijos, sino por colgar sus
cuadros en museos junto a Botticelli y Rafael”, dijo Nancy Mowll Matthews,
curadora de una retrospectiva realizada en el Museo Jacquemart-André de París
hace dos años.
La obra Verano, de 1894, es una clara
muestra de cómo Cassat desligaba a la figura femenina de los espacios de
recreación masculinos, para ilustrarlos llenos de luz, con colores cálidos. La
pieza pueda apreciarse en el Crystal Bridges Museum of American Art, Arizona,
EE.UU.
Mucho se ha escrito (especulado) sobre si tuvo o no una
relación amorosa con Degas, algo que ambos desmintieron en vida.
“Ha habido especulaciones sobre su lesbianismo, pero no creo que fuera eso. Más
bien creía que los hombres eran un obstáculo. A finales del siglo XIX, las
mujeres que querían vivir en libertad debían separarse de ellos”, expresó el
historiador Paul Fisher, especialista en la Belle Époque.
En 1893, expuso el mural Mujeres recogiendo
los frutos del árbol del conocimiento dedicado a la mujer moderna
(hoy perdido) enfrentado al mural de la Mujer primitiva.
Ambos perdidos tras la demolición del edificio. Además, en 1915, Cassatt se
ofreció para coordinar una exposición organizada por su amiga Louisine
Hayemeyer en Nueva York en homenaje al movimiento sufragista.
“Número 3 / Número 13”
(1949) de Mark Rothko
Manchas. Figuras geométricas con bordes irregulares.
Barras de colores vivos. Leves movimientos ópticos. Es difícil describir las
obras de Mark Rothko y especialmente No. 3/No. 13.
Ni siquiera el título da lugar a una interpretación metafórica que permita un
significado trascendental. La obra es la obra. Sólo hay que mirarla y dejarse
llevar por su potencia.
“Dicen que hay que pararse frente a una tela de Rothko
como frente a un amanecer”, escribió la autora argentina María Gainza en
el relato “Una vida en pinturas” de su celebrado libro El nervio
óptico.
“Puede que mirar un Rothko tenga algo de experiencia
espiritual, pero de una clase que no admite palabras. Es como visitar los
glaciares o atravesar un desierto. Pocas veces lo inadecuado del lenguaje se
vuelve tan patente. Frente a Rothko una busca frases salidas de un sermón dominical
pero no encuentra más que eufemismos. Lo que uno querría decir en realidad es:
‘puta madre’”.
II
Mark Rothko nació en
Letonia, Imperio Ruso, en 1903 como Marcus Rothkowitz. Su familia
era judía, pero sus tres hermanos recibieron una educación pública y laica,
salvo él, que a los cinco años ingresó en un Jéder para estudiar el Talmud.
Creció en la Rusia zarista donde los judíos eran culpados por la decadencia del
país. Creció con miedo a la incipiente violencia antisemita.
En 1913 emigró con su familia a Estados Unidos. Su padre,
farmacéutico e intelectual, no quería que sus hijos sufrieran las purgas
cosacas ni sean reclutados por el ejército del zar Nicolás II. Se
instalaron en Portland, Oregón, y fabricaron ropa. Al año siguiente, su padre
murió. El joven Mark se dedicó a vender periódicos en la calle.
Las condiciones adversas no erosionaban su curiosidad. Al
contrario: la potenciaban. Estudió física, filosofía, economía, se interesó por
la política y fue un gran argumentador dentro y fuera de la comunidad judía en
favor de los derechos de los trabajadores y del derecho de las mujeres a la
anticoncepción. Tuvo un breve pero intenso paso por la Universidad de Yale.
Cuando abandonó sus estudios, se fue a Nueva York.
III
La revelación artística —si es que tal cosa puede ser
definida así— ocurrió en 1923. Ya había un bagaje intelectual importante,
podría decirse. Por recomendación de un amigo, asistió a una clase de arte.
Cuando llegó, un grupo de estudiantes realizaba un bosquejo de una modelo
desnuda. “En ese momento decidí que esa era la vida para mí”, contó Rothko
después, según se recoge en su biografía de James Breslin.
Empezó como autodidacta, sin una formación previa. Luego
estudió con algunos maestros y forjó un estilo cercano al surrealismo con formas
biomórficas. Participó de muestras, tuvo exposiciones en soledad. Hasta que en
1947 su estilo dio un giro brusco: comenzó a pintar grandes cuadros con capas
finas de color. A partir de entonces, la mayoría de sus composiciones tomaron
la forma de dos rectángulos confrontados.
Se convirtió en un hito. Vanguardia pura. Estaban los que
lo detestaban también. Dividió al circuito artístico. Fueron los años en que,
además, su vida entró en un proceso corrosivo: se separó, perdió amigos y
empezó a beber como nunca. Sin embargo su creatividad estaba en el
apogeo. No. 3/No. 13 es una de las mejores obras de aquel
período. Hoy está en el MOMA.
Y en la cumbre del éxito, en el pico del expresionismo
abstracto, desde allá arriba, decidió saltar.
IV
“Muy nervioso, delgado, inquieto”. Así lo describió su
amigo Dore Ashton. A principios de 1968, Rothko fue diagnosticado
con un aneurisma leve. Sin embargo no dejó de beber ni de fumar, tampoco hizo
ejercicio ni comenzó una dieta saludable. No tomó ninguna recomendación de su
médico, salvo una: pintar obras más chicas. Mientras tanto, la depresión hacía
su trabajo silenciado.
Un día en que el mundo giraba como cualquier otro —el 25
de febrero de 1970 para ser precisos—, Rothko estaba en la cocina de su casa.
Tomó un cuchillo y se tajeó profundamente la muñeca derecha. Murió acostado
sobre un charco de sangre tan roja como el color que siempre pintaba en sus
obras.
No dejó nota de suicidio. A veces no hace falta
despedirse.
"Niño con una ardilla
voladora" (1765), de John Singleton Copley. Oléo sobre lienzo (77.15 x
63.82 cm) en el Museo de Artes Finas de Boston
El pintor estadounidense John Singleton
Copley fue uno de esos genios sin escuela, sin formación, que a fuerza
de una notable técnica y dedicación logró convertirse en una figura de la pintura
mundial.
Hijo de inmigrantes -padre, irlandés y madre, inglesa-
nació (1738) y vivió en Boston en los tiempos que EE.UU. era aún una colonia
del Reino Unido y gracias a su talento terminó siendo una figura de la pintura
en las islas. O sea, Singleton Copley hizo la Europa y este cuadro, Niño
con una ardilla voladora tuvo mucho que ver con eso, sino todo.
Singleton Copley vivía
en una Boston que nada tenía que ver con la actual, era una zona más bien
rural, donde lógicamente no había academias de pintura ni muchos menos museos.
Lo que sabía de pintura, lo poco que había visto, había sido a través de libros
prestados por aquí o por allá, pero tampoco este tipo de materiales abundaban.
Pero él, desde joven, pintaba y como no tenía forma de
saber qué tan bueno o malo era, le pidió al capitán de un barco de la marina
mercante que llevase una de sus obras a la exposición de primavera de la
Sociedad de Pintores Británico, el único lugar donde aceptaban obras de
neófitos.
Eligió un cuadro de su hermanastro Henry Pelham,
hijo del grabador Peter Pelham, con el que la madre de Copley se
había casado al enviudar de su primer marido y que luego también se convertiría
en artista. No es en sí técnicamente un retrato clásico, ya que el protagonista
está de perfil. En su mano derecha sujeta una cadenita con la que tiene atada a
una pequeña ardilla voladora, que está comiendo un fruto seco. A su lado, hay
un vaso con agua para la ardilla.
El cuadro posee una gran cantidad de texturas, lo que le
permitió lucirse, desde agua y vidrio a metal, de pelaje del animal a la piel
del niño. Es en sí como un currículum artístico, una carta de presentación de
aptitudes fabulosa. Singleton Copley sabía que aquella era quizá su única
oportunidad y debía demostrar todo lo que podría hacer en una obra sintética.
Benjamin West, el primero
pintor nacido en el territorio de la futura EE.UU. en alcanzar fama
internacional, recibió la obra. Al verla, Sir Joshua Reynolds, uno
de los más importantes e influyentes pintores ingleses del siglo XVIII, quedó
sorprendido y mandó a llamar al marino: cómo era posible que un artista sin
formación de un lugar tan salvaje pudiese elaborar una obra de tal factura.
Así, Reynolds escribió a Singleton Copley asegurándole
que era “una obra notable” y que junto a West le recomendaban estudiar en
Europa: “Si usted es capaz de pintar telas como esa sin más guía que su
talento, aquí, gracia al ejemplo y la instrucción, podrá llegar a ser uno de
los mejores pintores del mundo, con lo que el arte habrá hecho una valiosa
adquisición”.
El cuadro fue un éxito en el salón londinense, el público
tampoco podía creer que de una región tan primitiva pudiera salir un artista
tan refinado.
La nueva fama de Singleton Copley cruzó el Atlántico y
llegó hasta Boston, donde se dedicó a realizar retratos que ahora podría cobrar
a un valor más elevado. Así, tardó ocho años en juntar el dinero para ir a
Europa y, a su vez, mantener a su familia en el nuevo mundo.
En aquellos tiempos, la revolución norteamericana
comenzaba. Por lo que la familia de Singleton Copley llegó a tomar el último
barco de bandera inglesa con dirección a las islas.
Singleton Copley fue un
pintor muy exitoso y de grandes ventas, y si bien siempre deseó volver a su
tierra, nunca lo hizo. Terminada la revolución, le llegaron noticias de su
viejo hogar. En los terrenos donde alguna vez había levantado su casa, que
había rematado a un precio vil, se levantaba el capitolio de una floreciente
Boston, donde en su museo de Fine Arts puede disfrutarse.
Nighthawks (Noctámbulos),
1942, se encuentra en el Instituto de Arte de Chicago, Chicago
No hay en estos días pintor más actual que Edward
Hopper. Sus pinturas, donde la soledad se hace presencia, donde la
distancia social es casi mandatoria, son casi calcos de una realidad global.
Las personas estamos solas, solísimas en algunos casos, y Hopper pudo, sin
pandemia mediante, adelantarse a los tiempos, contemplar el alma humana en esos
momentos en que la desesperación se conecta con la esperanza, en los que el
deseo por pertenecer a ese afuera se expresan en la mirada, en la intención de
unas manos ansiosas que quieren, que añoran, que anhelan, abrazar la libertad. ¿Quién
en estos días no fue, aunque sea por un instante, una obra de Hopper?
Hay motes imposibles de sacar. Edward Hopper tiene
uno. Es, desde hace mucho tiempo, el pintor realista más importante de la
EE.UU. del siglo XX. Y si bien hay un enorme grado de verdad en la afirmación
por sus temas, estilo y calidad, también puede haber cierto facilismo en la
aseveración.
Hopper (Nueva York, 1882 - 1967) no fue un pintor de
fantasía y menos un surrealista. Eso es cierto. Pero encasillarlo solo como
realista puede generar, a priori, preconceptos sobre su manera de mirar y
entender la realidad.
"Mañana soleada",
1952
Desde la aparición del daguerrotipo, que derivó en la
fotografía que conocemos en la actualidad, el arte sufrió una profunda
perturbación. Los artistas atravesaron todo tipo de alteraciones estéticas y
también de foco, surgieron vanguardias y más vanguardias. En todo aquel
proceso, el realismo pasó a ser mala palabra o cosa de autores sin talento. Si
algo era tomado de la vida diaria no se debía traducir al lienzo que, para eso,
ya se habían inventado máquinas. Hasta Hopper, claro.
Hopper no fue una suerte de Camilo Canegato tampoco,
ese pintor de ficción de la novela Rosaura a la diez de Marco
Denevi, que pintaba sobre fotografías para no alejarse un milímetro de la
perfección. Pero, ¿qué es lo que lo destacó entonces y hoy lo mantiene vigente?
"Hotel del Oeste"
Más allá de las cuestiones contractuales, sigue latente
su arte sobre todo porque su realismo era netamente selectivo. El era un hombre
de naturaleza retraída, algo asceta, algo huidizo, que a lo largo de su vida
tampoco se destacó por una grandilocuencia verbal, o apariciones mediáticas. En
sus entrevistas, las respuestas escuetas, pero precisas, revelan cómo las
atmósferas de sus piezas de arte eran un resultante de su propia humanidad.
Sus pinturas, entonces, no son una copia de la realidad,
sino una interpretación netamente subjetiva, interior: Hopper era un
artista que recreaba una realidad que era la suya, que pintaba los puntos de
conexión que tenía con sus retratados.
Hopper en su estudio, en
1945 (Everett/Shutterstock)
Otro concepto que suele utilizarse cuando se habla de la
obra de Hopper es la tristeza. Una y otra vez, sus personajes son consumidos
por un aura de melancolía, como maniatados en un estado sin escapatoria. Y al
igual que con la cuestión del realismo, esta etiqueta es fácil de pegar,
difícil de sacar.
Quizá el hecho de que su obra más famosa, Nighthawks (Noctámbulos)
reúna mucho de esto, tanto de realismo como de tristeza, produjo que los
conceptos arrasaran sobre el resto.
Noctámbulos comenzó
a ser pintado después de Pearl Harbor, el ataque japonés que llevó al país del
norte a ingresar en la Segunda Guerra. Hay un desánimo en la obra, propio del
momento, como también una metáfora que, según el autor, no fue buscada. El
diner de la escena de Manhattan, que ya no existe, no tiene puerta de salida.
Están, los personajes, confinados en su desánimo. Hopper negó cualquier intento
de expresar ese encierro, aunque admitió que “inconscientemente, probablemente,
estaba pintando la soledad de una gran ciudad”.
"Habitación de
hotel", 1931, en Museo Thyssen- Bornemisza
Hijo de
familia de clase media, Hopper ingresó con 18 años a la Escuela de Arte de
Nueva York, donde compartió salones con otros pintores destacados de los ‘50
como Guy Pène du Bois, Rockwell Kent, Eugene
Speicher y George Bellows.
Como
muchos pintores antes que él y también posteriores, encontró en París
inspiración en obras de otros grandes artistas y en su arquitectura. Pero no
eligió la Ciudad de la Luz para vivir, ni tampoco tuvo grandes residencias.
Fueron tres viajes entre 1906 y 1910, suficiente.
A pesar
de haber vivido en época de vanguardias, eligió su propio camino. Por ejemplo,
en 1906 ya existía el cubismo, aunque comentó luego que jamás había oído nada
sobre un tal Pablo Picasso en aquella época. Lo que sí asimiló
fue el impresionismo, tal como se puede ver en su uso de la luz, la
naturaleza y los edificios.
"Second Story
Sunlight", 1960, en colección privada
De a poco
fue abandonando la oscuridad que azotaba sus primeros trabajos, donde la
presencia de Vermeer, Caravaggio, Rembrandt y Velázquez era
latente. Para 1962, con una obra ya muy reconocida, afirmó: “Creo que todavía
soy un impresionista".
Hasta sus
37 años, participó de muestras grupales, con poco o nada de éxito, hasta que
tuvo su primera exhibición personal en el Whitney Club, y aunque no vendió nada
entonces sí hubo cierto revuelo sobre sus obras, lo que terminó de reforzar su
estilo y temática.
"Oficina en una pequeña
ciudad"
Para su segunda muestra en solitario, en la Galería Frank
KM Rehn de Nueva York, ya tenía un nombre, no un reconocimiento total, pero si
una fama que se tradujo en ventas y público.
Su matrimonio en 1923 con Josephine Nivision,
una ex compañera de clases, produjo varios cambios importantes. El primero, la
creación de grabados y piezas en base a acuarelas, que le trajo un
reconocimiento aún mayor, y también la necesidad de viajar por los interiores
de su país: Massachusetts, donde pasaba sus vacaciones, Vermont, Charleston y
más.
Casa junto al ferrocarril
(1925), en el Museo de Arte Moderno de Nueva York
Con su Casa junto al ferrocarril (1925),
tan parecida a la mansión de Psycho de Hitchcock,
llegó al Museo de Arte Moderno. En esta pieza se puede ver con claridad dos
características de su marca estética: líneas muy bien definidas y ángulos
recortados como puntos de vista.
Para los ‘40, ya había acumulado una serie de
presentaciones individuales en el Museo Whitney, que era casi su casa, y las
ventas se producían a un ritmo vertiginoso. Luego, por supuesto, la crítica
comenzó a tildarlo de aburrido, repetitivo, y otros etcéteras: era el tiempo
del expresionismo abstracto de Pollock, De Kooning y Rothko.
"Mujer en el sol",
1960, en el Museo Whitney de NY
En la ciudad o en el campo, las obras de Hopper son un
espejo de las contradicciones, pero también de la vida interior. No todos sus
personajes viven en un limbo de soledad, muchas veces esas miradas perdidas,
esos brazos caídos, están más cercanos al pensamiento, a las ensoñaciones, a la
reflexión que no de por sí deben ser tomadas como tristeza. La múltiple
cantidad de obras con lectores hablan de eso, de la vida dentro de la vida, de
una soledad que se nutre de sí misma, pero que a su vez es enriquecedora. A fin
de cuentas, Hopper fue su obra, y su vida no fue para nada una espera eterna,
fue movimiento en búsqueda de retratar esa espera. Una espera solitaria, al
fin, como lo días de coronavirus.
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