jueves, 27 de agosto de 2020

 

HISTORIA Y CULTURA MEXICANA

EL DESTINO DE LOS HOMBRES


Una gran actividad tenía lugar en el palacio del señor Escudo. Su esposa principal, con quien había contraído matrimonio un año antes, mostraba ya los dolores de parto; toda la gente de casa estaba prevenida para el próximo nacimiento: cuando esto sucediera debía llamarse al sacerdote Lluvia Nocturna, el principal tonalpouhque de la familia. Él era un viejo religioso que había aprendido de su padre y de su abuelo la ancestral tradición de leer el destino de los hombres en los libros calendáricos llamados tonalámatl.


En esas mismas horas de la noche, otro matrimonio, pero de condición muy humilde, aguardaba también el advenimiento de su vástago. Liebre Veloz y su mujer, Flor de Maíz, habían cumplido con los votos matrimoniales marcados por los ancianos de su barrio; los padres del joven habían solicitado ya tres veces a la muchacha para el casamiento, y sólo hasta que ambas familias estuvieron de acuerdo con la rectitud, con la animosidad para el trabajo y con la conveniencia de la unión, se hicieron los preparativos para unir a la pareja.

En Tenochtitlan, como en la mayoría de los poblados de la región central de Mesoamérica, las uniones matrimoniales significaban solidez que sustentaba a la sociedad, por lo que todas aquellas ceremonias establecidas de manera tradicional debían seguirse rigurosamente, sobre todo tratándose de los miembros más selectos de la nobleza, pues si éstos las acataban así también todo el pueblo, aunque modestamente, cumpliría con ellas.

Los padres, al tiempo en que el muchacho estaba por concluir su estadía en la escuela (y cuando había los recursos para contratar los servicios de un casamentero), se lanzaban a la tarea de buscar una joven que tuviera poco más de quince años, y a quien sus padres hubiesen enviado al mercado para que la comunidad la tomara en cuenta en la selección de futuras esposas.

Los encargados de la elección identificaban a las muchachas en edad de merecer porque lucían su largo cabello suelto, que les cubría gran parte de la espalda; ellas debían mostrar fortaleza y buena salud, así como una actitud diligente que honorara a sus mayores; se evitaba escoger a aquellas que perdían el tiempo, que fueran coquetas o que expresaran su alegría con grandes risotadas.


Cuando los casamientos se decidían por la mejor opción, establecían contacto con la familia de la joven. Después, ambas familias tendrían la oportunidad de conocerse mutuamente, supervisando la conducta y el carácter de la joven pareja; de ahí que hasta en tres ocasiones los padres del novio acudirían con regalos, los cuales no serían aceptados sino hasta la tercera ocasión, en señal de que se aprobaba la unión de la pareja, o rechazados cuando el presunto matrimonio no convenía de ninguna forma.

Después de la ceremonia, fastuosa o humilde según la condición social de la pareja, los recién casados vivirían en habitaciones o chozas separadas de su parentela, pero dentro del espacio de su barrio.
Ya en su propio hogar, las mujeres daban a luz auxiliadas por una partera experimentada; apenas ocurrido el nacimiento los padres mandaban llamar a los sabios sacerdotes que dictaminarían, de acuerdo con las predicciones indicadas en los libros adivinatorios, el futuro de las criaturas.

El calendario ritual estaba integrado por veinte trecenas, con deidades protectoras que actuaban de manera específica cada día, influyendo en el carácter del individuo. El sabio o tonalpouhque precisaba el día del nacimiento, que pasaba a ser automáticamente el nombre secreto de la criatura. Posteriormente, a los cinco días se realizaba la ceremonia oficial en la que el niño era purificado, y en la que se le entregaban, simbólicamente, las insignias de su futura actividad: armas y herramientas para los niños, o escobas, vasijas e instrumentos para el tejido en el caso de las niñas. En ese momento, mediante el manejo de semillas de color, les era otorgado también el nombre con que serían conocidos en la comunidad.

El niño del señor Escudo nació el día 1-Águila y su destino sería el de un gran guerrero, por lo que recibió el nombre de Lluvia de Dardos; por su parte, el niño nacido del matrimonio de campesinos tendría una larga vida, pero sin grandes sobresaltos, por lo que recibió el simple nombre de Nopal Rojo.

 

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Los Orfebres de Azcapotzalco


En aquella época, la obtención del oro se realizaba mediante la llamada “técnica de placer”, la cual consistía en lavar cuidadosamente las arenillas de ciertos ríos y separar las pepitas de oro encontradas, según sus diversos tamaños. En esa forma, o molido, el metal era enviado a las localidades donde los orfebres lo trabajaban. Por medio del tributo, los mexicas recibían suficientes cantidades de metal precioso en estado natural, o bien transformado en hermosas joyas y vistosos ornamentos para uso exclusivo del tlatoani y la nobleza tenochca.

Fueron los mixtecos y los purépechas los primeros pueblos mesoamericanos que dominaron el trabajo de los metales, como resultado del contacto que, por las costas del Pacífico, tuvieron con los habitantes de Costa Rica, Colombia y Ecuador, verdaderos hacedores de maravillas con el dorado metal.

En el Altiplano central, se dice que fue en Azcapotzalco, la vieja capital de los tepanecas, donde se elaboraba la joyería más elegante del área, hasta que una coalición militar encabezada por Izcóatl, de Tenochtitlan, y Nezahualcóyotl, de Texcoco, la venció, convirtiéndola en una ciudad humillada donde el trabajo de sus artesanos sólo rememoraba su antiguo esplendor.

En cuanto a la orfebrería de esta ciudad, fray Bernardino de Sahagún dedica buena parte de su monumental obra a la descripción del trabajo de los artistas, a quienes genéricamente llama plateros, de acuerdo con la tradición que en Europa se tenía para nombrar a este gremio de artesanos; los textos de su historia se ven enriquecidos con detalladas escenas que, a manera de viñetas o miniaturas, recrean el laborioso proceso metalúrgico. El laminado, llamado también martillado, era, debido a la sencillez de su manufactura, la técnica más antigua para trabajar el oro: la pepita áurea era colocada sobre una piedra lisa, ligeramente cóncava, que funcionaba como yunque, y luego era golpeada con hachuelas o martillos de rocas muy compactas, especialmente de dioritas o nefritas. El golpeteo se realizaba en frío o en caliente, con el fin de que el metal se fuera extendiendo poco a poco, hasta lograr el objeto con el grosor y la forma deseados.


Para realizar las decoraciones en estas piezas laminadas se utilizaba la “técnica del repujado”, que consistía en golpear el objeto, ahora con cinceles más angostos, sobre una superficie de madera, lo que produciría la formación de los diseños en alto o bajo relieve, según la circunstancia. Mediante el laminado los orfebres manufacturaban la diadema o xihuitzolli del tlatoani; los grandes discos con la representación del Sol y sus cuatro grandes rayos, o los que mostraban el símbolo del oro, compuesto de un círculo con una cruz inscrita, cuyos brazos se entrelazan; las narigueras en forma de mariposa; las orejeras; los brazaletes, y en especial las placas de diversas formas que se cosían a la indumentaria y que con el movimiento reflejaban la luz, de manera semejante a las lentejuelas de nuestros días.

Martillando las laminillas de oro con toda minuciosidad, los orfebres lograban centenares de cuentas con las que formaban atractivos collares y grandes pecheras que remataban con hilos de cascabeles, así como algunos brazaletes hechos también con cuentas esféricas entretejidas.

Con el tiempo, los plateros mesoamericanos aprendieron la fundición de los metales preciosos, siendo la técnica de la “cera pulida” la que más fama les dio, debido a que la joyería así producida tenía una gran demanda por la vistosidad y alta calidad de su manufactura. Los artistas hacían un molde mezclando carbón vegetal y arcilla; luego, en esa masa compacta grababan o esculpían con gran cuidado la forma del objeto que se iba a fundir; en seguida rellenaban el interior del molde con cera de abeja, y así, al verter el metal en su estado líquido, la cera escurría, perdiéndose, de tal modo que después, al abrir el molde, aparecería una reluciente joya.

Gracias a la fundición los ornamentos y las joyas adquirieron las formas más variadas, como anillos con vistosas grecas y colgantes de cascabel; brazaletes con figuras logradas mediante la falsa filigrana; placas pectorales que mostraban imágenes del complejo panteón del mundo náhuatl; mangos de abanico o mosqueadores, y especialmente los curiosos bezotes que lucían los supremos gobernantes y altos dirigentes de la milica tenochca sobre la barbilla y debajo del labio, para lo cual debieron someterse a una dolorosa ceremonia en la que los sacerdotes les cortaban una sección de piel para incrustarles la joya, como símbolo del alto rango que habían alcanzado.

En México-Tenochtitlan los gobernantes tenían mucho cuidado con la calidad de la producción, y en particular con la posesión de las piezas de oro, por lo que existía un estricto control sobre los orfebres y sus productos. Cotidianamente los talleres, ubicados en los barrios donde habitaba la gente dedicada a la misma actividad, eran visitados por mercaderes de alto rango, e inclusive por jefes guerreros enviados del palacio, que supervisaban el proceso de elaboración de las joyas y los ornamentos, vigilando que éstos fueran enviados directamente a bodegas bien resguardadas.

Los talleres donde trabajaban los orfebres estaban ubicados en los complejos habitacionales; ahí, en los patios y al aire libre, los jóvenes mezclaban el carbón y la arcilla para crear los moldes, mientras otros machacaban el metal en grandes piedras planas, logrando un polvo muy fino que en ocasiones molían en metates. Desde temprana hora los hornillos o braseros estaban encendidos, y numerosos eran los ayudantes que avivaban el fuego soplando vigorosamente con tubos a través de unas oquedades que tenían estos recipientes, preparando todo para el momento de la fundición del metal.

En cuanto al ámbito religioso, los orfebres mexicas tenían su propio dios patrono, Xipe Tótec, a quien devotamente nombraban “nuestro señor el desollado” debido a que en sus fiestas, realizadas durante el mes indígena de Tlacaxipehualiztli, se llevaba a cabo una impresionante ceremonia en la cual se enfrentaban los prisioneros de guerra contra los guerreros mexicas; la culminación de esa fiesta exigía que el cuerpo de la víctima, al que también se le extraía el corazón, fuera despellejado para que la piel del rostro y el cuerpo sirviera de sangrante vestimenta a los devotos de Xipe, o bien a aquellos enfermos que sufrían de afecciones cutáneas. Durante esta veintena de Tlacaxipehualiztli, tales personas vestían con gran devoción el pellejo de las víctimas; luego, al término del mes, se quitaban los arrugados y putrefactos despojos humanos y mostraban su viva epidermis, de la misma manera que los orfebres abrían los moldes de carbón y barro, de aspecto áspero, para sacar a la luz una nueva y resplandeciente joya de oro.

 

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Texcoco


Huehue Moctezuma Ilhuicamina es el planificador de la magna obra de construir un largo muro hecho con troncos y rocas que separarían las aguas dulces de las salitrosas contenidas en la laguna, Nezahualcóyotl, regresaba en compañía de sus colaboradores más cercanos a los aposentos de su real palacio, en el corazón mismo de aquella ribereña ciudad.

La noche comenzaba a cubrir con su manto de estrellas la vastedad del Anáhuac, preludiando una perfecta ocasión para que el viejo gobernante, en compañía de su joven hijo Nezahualpilli, pudiese contemplar y estudiar la posición y el movimiento de los astros en el cielo. Conocido como un valiente guerrero en su juventud, Nezahualcóyotl se había convertido en un sabio gobernante interesado en la historia y la astronomía, y en un entregado promotor del diseño urbano de su metrópoli y de la vecina ciudad de Tenochtitlan, es autor de profundas reflexiones poéticas sobre el universo de los hombres y de los dioses.

Durante su gobierno la ciudad de Texcoco adquirió una armoniosa simetría y un notable trazo, con grandes templos dedicados a las principales deidades y numerosos edificios que albergaban a los funcionarios del gobierno; había también lujosos palacios donde habitaban los miembros de la nobleza acolhua, y el centro de la ciudad mostraba importantes monumentos y esculturas que reflejaban la constante preocupación del soberano texcocano por enaltecer la belleza de su ciudad capital.

Fue gracias a su incansable labor urbanista por la que Huehue Moctezuma Ilhuicamina decidió invitarlo a participar en las novedosas construcciones que durante su largo reinado se llevaron a cabo en México-Tenochtitlan, destacando entre ellas la reedificación del antiguo acueducto que desde Chapultepec suministraba el agua potable a la capital mexica, y la correspondiente remodelación del Templo Mayor de Tláloc y Huitzilopochtli. Fue también durante el reinado de Nezahualcóyotl cuando Texcoco se convirtió en la capital cultural del México prehispánico, en ese tiempo la ciudad se caracterizó, además, por la vasta producción literaria de sus poetas y por la existencia de una importante biblioteca en donde los sabios texcocanos, los tlamatinime, conservaban celosamente los ámatl o libros pictográficos que contenían tanto el saber histórico y mitológico como el religioso y calendárico.


Estos libros de los antiguos mexicanos, llamados también códices, eran elaborados cuidadosamente por los
tlacuilos o dibujantes nativos, quienes utilizando colorantes hechos a partir de pigmentos minerales y vegetales, ejecutaban sus pinturas sobre el papel amate, o bien sobre las pieles previamente preparadas de animales como el venado o el jaguar; las pieles se cubrían de estuco, lo que permitía al dibujante dejar perfectamente plasmadas sus pictografías, creando de esta manera verdaderas herramientas con las cuales los maestros acompañaban eficazmente sus relatos y explicaciones.

Dichos códices funcionaban como una guía nemotécnica que apoyaba la enseñanza oral; este sistema de aprendizaje permitió a los antiguos mexicanos comunicar los complejos hechos de su historia con sólo desdoblar y leer las páginas de tales documentos.

Bernal Díaz del Castillo, destacado narrador de la conquista, no oculta en sus escritos el asombro que tuvo cuando vio frente a sí estos “libros” del pasado indígena, y más aún cuando pudo constatar la existencia de bibliotecas o amoxcalli que, como la de Texcoco, custodiaban toda la información y el saber de la época mexica.

Durante la hecatombe que significó la conquista europea, Texcoco y el resto de las capitales del mundo indígena fueron destruidas a sangre y fuego, mientras que los templos y palacios de la familia real acolhua fueron reducidos a escombros; de aquella biblioteca y sus tesoros documentales sólo sobreviven hasta los profundos poemas escritos por el sabio rey poeta.

 

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Los Alfareros de Tenochtitlán


Cada 52 años ocurría la suntuosa celebración que marcaba el final de otro ciclo solar, los cuatro portadores del tiempo: caña, pedernal, casa y conejo, habían cumplido su recorrido por treceava ocasión finalizando otra era.

Los mexicas se preparaban para tal evento destruyendo sus vestimentas e incluso las esteras o petates donde dormían; también quebraban los metates y todos los recipientes de sus cocinas en espera de que sobreviniera la destrucción del mundo por quinta ocasión. Todos anhelaban que las ceremonias propiciatorias del encendido del fuego nuevo lograran que el Sol resurgiera por el oriente, iluminando sus corazones con el mensaje de la continuidad de su existencia sobre la Tierra.

Lluvia de Fuego constató que las bodegas estaban casi a tope; todas las formas que constituían la vajilla tradicional del mundo mexica se mostraban ante sus ojos: las grandes ollas para guardar granos; las elegantes jarras con asa y vertedera; las cucharas para servir los alimentos; los platos de paredes delgadas, o aquéllos de curiosa apariencia, trípodes, de formato ovalado y con el fondo a distinto nivel que permitía comer simultáneamente, pero separadas, comidas secas y caldosas.

La identidad de esta cerámica la daba el color de su pasta; desde la fundación de Tenochtitlan se había utilizado esta alfarería de color naranja, decorada con delgadas líneas de color café oscuro, casi negro. Los artesanos más viejos afirmaban que el origen de esta tradición venía de Culhuacán y de Tenayuca, ciudades antecesoras del imperio mexica.

En el patio principal del barrio todo era actividad; las hábiles manos de los alfareros iban modelando la arcilla hasta lograr magníficas ollas de angostos cuellos que servían para transportar el agua. Algunos jóvenes colocaban los recipientes recién hechos debajo de un cobertizo de hojas que pudiesen secarse a la sombra sin resquebrajarse.

El cocimiento de la alfarería se llevaba a cabo en una enorme fogata que funcionaba a manera de horno al aire libre; al avivar constantemente el fuego algunas vasijas se manchaban con el tizne. Antes de hornearse, los molcajetes y los platos se decoraban con diseños geométricos y con imágenes de animales sagrados.

 

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La Diosa Coatlicue


La ciudad de México-Tenochtitlan se renovaba día a día. Su aspecto era responsabilidad del supremo gobernante, el tlatoani, quien debía velar porque la urbe fundada en tiempos de Tenoch se convirtiese en el digno centro del universo, la casa deleitosa de los dioses. Era grande el esfuerzo que realizaban los constructores de esta capital indígena, pues todos los materiales para su edificación debían transportarse desde las orillas del complejo lacustre y aun de regiones más lejanas.


Los obreros habían recibido la orden de encontrar en las estribaciones montañosas de la vertiente oriental del lago de Texcoco, o en los peñascos del sur, donde vivían los pueblos chinamperos, una roca adecuada para la talla de una escultura monumental de la diosa 12-Caña, en cuya representación debía exaltarse a la madre Tierra, patrona de la vida y de la muerte, encargada de sustentar el equilibrio del universo con la sangre de los dioses y los hombres.

La localización de la piedra era difícil, pues se pensaba en una imagen de grandes dimensiones, calculada en secuencias de brazos y manos, según el sistema de medida indígena. Además, la roca debía ser compacta y sin vetas que preludiaran peligrosas fracturas durante su traslado al taller, o peor aún, cuando ya los canteros hubiesen avanzado en su trabajo. Se preferían entonces piedras de origen volcánico como la andesita y el basalto, es decir, rocas duras, compactas y resistentes, que podían tallarse y pulirse con gran vigor y que además presentaban una textura homogénea.

Los especialistas en localizar la cantera adecuada regresaron a la ciudad y comunicaron a su señor que habían encontrado un ejemplar de estupendas condiciones y hasta aquel lugar, ubicado en los linderos de Texcoco, se trasladaron los canteros. Primero tenían que desprender un gran trozo de la roca madre, para lo cual excavaron varias oquedades, siguiendo un patrón rectangular, que posteriormente rellenaron con cuñas de madera sobre las cuales vertieron agua hirviendo, provocando con ello que el material se hinchara hasta que, luego de un gran estruendo, se produjera la separación del enorme bloque.
Todo el grupo de obreros con sus cinceles, hachas y martillos elaborados con dioritas y nefritas, rocas duras y compactas, desgastaron la roca, hasta darle un aspecto semejante a un gigantesco prisma rectangular. Así, se decidió arrastrar el monolito hacia el sitio donde trabajaban los afamados escultores de Tenochtitlan; para ello los carpinteros habían cortado troncos suficientes, a los que habían quitado la corteza y las ramas pequeñas para que la roca rodase sobre ellos con facilidad. De esta manera, y con la ayuda de sogas, aquella gente llevó el bloque hasta la calzada que comunicaba a Tenochtitlan con la región sur de la cuenca lacustre.

En cada uno de los pequeños pueblos por donde el monolito era arrastrado, la gente detenía momentáneamente sus labores para admirar el titánico esfuerzo que los diligentes obreros llevaban a cabo. El monolito fue llevado hasta el corazón de la ciudad, donde en un espacio cercano al palacio de Moctezuma los escultores iniciaron su trabajo.

Los sacerdotes diseñaron la imagen de la diosa terrestre; su aspecto debía ser brutal e impactante. La fuerza implacable del poder de la serpiente tenía que unirse al cuerpo femenino de la deidad Cihuacóatl, la “mujer serpiente”: de su cuello y de sus manos saldrían las cabezas de los reptiles y luciría un collar de manos cortadas y corazones humanos, con un pectoral constituido por un cráneo de ojos saltones; su falda, de serpientes entretejidas, le daría su otra identidad: Coatlicue.

Los encargados de la talla se lanzaron a la dura tarea, y con cinceles y hachas de diversos tamaños trabajaron la roca hasta dar el acabado final. En esta fase ya utilizaron arena y ceniza volcánica para lograr un pulimiento homogéneo.


Los pintores recubrieron la imagen de la diosa con rojo, el color distintivo que evocaba el vivificante líquido con que se alimentaba a los dioses, para dar continuidad al ciclo vital del universo.

 

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