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El castellano viejo
[Artículo - Texto completo.]
Mariano
José de Larra
Ya en mi
edad pocas veces gusto de alterar el orden que en mi manera de vivir tengo hace
tiempo establecido, y fundo esta repugnancia en que no he abandonado mis lares
ni un solo día para quebrantar mi sistema, sin que haya sucedido el
arrepentimiento más sincero al desvanecimiento de mis engañadas esperanzas. Un
resto, con todo eso, del antiguo ceremonial que en su trato tenían adoptado
nuestros padres, me obliga a aceptar a veces ciertos convites a que parecería
el negarse grosería, o por lo menos ridícula afectación de delicadeza.
Andábame
días pasados por esas calles a buscar materiales para mis artículos. Embebido
en mis pensamientos, me sorprendí varias veces a mí mismo riendo como un pobre
hombre de mis propias ideas y moviendo maquinalmente los labios; algún tropezón
me recordaba de cuando en cuando que para andar por el empedrado de Madrid no
es la mejor circunstancia la de ser poeta ni filósofo; más de una sonrisa
maligna, más de un gesto de admiración de los que a mi lado pasaban, me hacía
reflexionar que los soliloquios no se deben hacer en público; y no pocos
encontrones que al volver las esquinas di con quien tan distraída y rápidamente
como yo las doblaba, me hicieron conocer que los distraídos no entran en el
número de los cuerpos elásticos, y mucho menos de los seres gloriosos e
impasibles. En semejante situación de mi espíritu, ¿qué sensación no debería
producirme una horrible palmada que una gran mano, pegada (a lo que por
entonces entendí) a un grandísimo brazo, vino a descargar sobre uno de mis
hombros, que por desgracia no tienen punto alguno de semejanza con los de
Atlante?
No queriendo
dar a entender que desconocía este enérgico modo de anunciarse, ni desairar el
agasajo de quien sin duda había creído hacérmele más que mediano, dejándome
torcido para todo el día, traté solo de volverme por conocer quien fuese tan mi
amigo para tratarme tan mal; pero mi castellano viejo es hombre que cuando está
de gracias no se ha de dejar ninguna en el tintero. ¿Cómo dirá el lector que
siguió dándome pruebas de confianza y cariño? Echome las manos a los ojos y
sujetándome por detrás:
-¿Quién soy?
-gritaba alborozado con el buen éxito de su delicada travesura-. ¿Quién soy?
«Un animal»,
iba a responderle; pero me acordé de repente de quién podría ser, y
sustituyendo cantidades iguales:
-Braulio
eres -le dije.
Al oírme,
suelta sus manos, ríe, se aprieta los ijares, alborota la calle y pónenos a
entrambos en escena.
-¡Bien, mi
amigo! ¿Pues en qué me has conocido?
-¿Quién
pudiera sino tú…?
-¿Has venido
ya de tu Vizcaya?
-No,
Braulio, no he venido.
-Siempre el
mismo genio. ¿Qué quieres?, es la pregunta del español. ¡Cuánto me alegro de
que estés aquí! ¿Sabes que mañana son mis días?
-Te los
deseo muy felices.
-Déjate de
cumplimientos entre nosotros; ya sabes que yo soy franco y castellano viejo: el
pan pan y el vino vino; por consiguiente exijo de ti que no vayas a dármelos;
pero estás convidado.
-¿A qué?
-A comer
conmigo.
-No es
posible.
-No hay
remedio.
-No puedo
-insisto ya temblando.
-¿No puedes?
-Gracias.
-¿Gracias?
Vete a paseo; amigo, como no soy el duque de F…, ni el conde de P…
¿Quién se
resiste a una sorpresa de esta especie?¿Quién quiere parecer vano?
-Pues si no
es eso -me interrumpe-, te espero a las dos; en casa se come a la española;
temprano. Tengo mucha gente: tendremos al famoso X., que nos improvisará de lo
lindo; T. nos cantará de sobremesa una rondeña con su gracia natural; y por la
noche J. cantará y tocará alguna cosilla.
Esto me
consoló algún tanto, y fue preciso ceder: un día malo, dije para mí, cualquiera
lo pasa; en este mundo para conservar amigos es preciso tener el valor de
aguantar sus obsequios.
-No
faltarás, si no quieres que riñamos.
-No faltaré
-dije con voz exánime y ánimo decaído, como el zorro que se revuelve
inútilmente dentro de la trampa donde se ha dejado coger.
-Pues hasta
mañana -y me dio un torniscón por despedida.
Vile marchar
como el labrador ve alejarse la nube de su sembrado, quedeme discurriendo cómo
podían entenderse estas amistades tan hostiles y tan funestas.
Ya habrá
conocido el lector, siendo tan perspicaz como yo le imagino, que mi amigo
Braulio está muy lejos de pertenecer a lo que se llama gran mundo y sociedad de
buen tono, pero no es tampoco un hombre de la clase inferior, puesto que es un
empleado de los de segundo orden, que reúne entre su sueldo y su hacienda cuarenta
mil reales de renta; que tiene una cintita atada al ojal y una crucecita a la
sombra de la solapa; que es persona, en fin, cuya clase, familia y comodidades
de ninguna manera se oponen a que tuviese una educación más escogida y modales
más suaves e insinuantes. Mas la vanidad le ha sorprendido por donde ha
sorprendido casi siempre a toda o a la mayor parte de nuestra clase media, y a
toda nuestra clase baja. Es tal su patriotismo, que dará todas las lindezas del
extranjero por un dedo de su país. Esta ceguedad le hace adoptar todas las
responsabilidades de tan inconsiderado cariño; de paso que defiende que no hay
vinos como los españoles, en lo cual bien puede de tener razón, defiende que no
hay educación como la española, en lo cual bien pudiera no tenerla; a trueque
de defender que el cielo de Madrid es purísimo, defenderá que nuestras manolas
son las más encantadoras de todas las mujeres: es un hombre, en fin, que vive
de exclusivas, a quien le sucede poco más o menos lo que a una parienta mía, que
se muere por las jorobas solo porque tuvo un querido que llevaba una
excrecencia bastante visible sobre entrambos omóplatos.
No hay que
hablarle, pues, de estos usos sociales, de estos respetos mutuos, de estas
reticencias urbanas, de esa delicadeza de trato que establece entre los hombres
una preciosa armonía, diciendo solo lo que debe agradar y callando siempre lo
que puede ofender. Él se muere «por plantarle una fresca al lucero del alba»,
como suele decir, y cuando tiene un resentimiento, se le «espeta a uno cara a
cara». Como tiene trocados todos los frenos, dice de los cumplimientos que ya
sabe lo que quiere decir «cumplo» y «miento»; llama a la urbanidad hipocresía,
y a la decencia monadas; a toda cosa buena le aplica un mal apodo; el lenguaje
de la finura es para él poco más que griego: cree que toda la crianza está
reducida a decir «Dios guarde a ustedes» al entrar en una sala, y añadir «con
permiso de usted» cada vez que se mueve; a preguntar a cada uno por toda su
familia, y a despedirse de todo el mundo; cosas todas que así se guardará él de
olvidarlas como de tener pacto con franceses. En conclusión, hombres de estos
que no saben levantarse para despedirse sino en corporación con alguno o
algunos otros, que han de dejar humildemente debajo de una mesa su sombrero,
que llaman su «cabeza», y que cuando se hallan en sociedad por desgracia sin un
socorrido bastón, darían cualquier cosa por no tener manos ni brazos, porque en
realidad no saben dónde ponerlos, ni qué cosa se puede hacer con los brazos en
una sociedad.
Llegaron las
dos, y como yo conocía ya a mi Braulio, no me pareció conveniente acicalarme
demasiado para ir a comer; estoy seguro de que se hubiera picado; no quise, sin
embargo, excusar un frac de color y un pañuelo blanco, cosa indispensable en un
día de días en semejantes casas; vestime sobre todo lo más despacio que me fue
posible, como se reconcilia al pie del suplicio el infeliz reo, que quisiera
tener cien pecados más que contar para ganar tiempo; era citado a las dos, y
entré en la sala a las dos y media.
No quiero
hablar de las infinitas visitas ceremoniosas que antes de la hora de comer
entraron y salieron en aquella casa, entre las cuales no eran de despreciar
todos los empleados de su oficina, con sus señoras y sus niños, y sus capas, y
sus paraguas, y sus chanclos, y sus perritos; dejome en blanco los necios
cumplimientos que se dijeron al señor de los días; no hablo del inmenso círculo
con que guarnecía la sala el concurso de tantas personas heterogéneas, que
hablaron de que el tiempo iba a mudar, y de que en invierno suele hacer más
frío que en verano. Vengamos al caso: dieron las cuatro y nos hallamos solos
los convidados. Desgraciadamente para mí, el señor de X., que debía divertirnos
tanto, gran conocedor de esta clase de convites, había tenido la habilidad de
ponerse malo aquella mañana; el famoso T. se hallaba oportunamente comprometido
para otro convite; y la señorita que tan bien había de cantar y tocar estaba
ronca, en tal disposición que se asombraba ella misma de que se la entendiese
una sola palabra, y tenía un panadizo en un dedo. ¡Cuántas esperanzas
desvanecidas!
-Supuesto
que estamos los que hemos de comer -exclamó don Braulio-, vamos a la mesa,
querida mía.
-Espera un
momento -le contestó su esposa casi al oído-, con tanta visita yo he faltado
algunos momentos de allá dentro y…
-Bien, pero
mira que son las cuatro.
-Al instante
comeremos.
Las cinco
eran cuando nos sentábamos a la mesa.
-Señores
-dijo el anfitrión al vernos titubear en nuestras respectivas colocaciones-,
exijo la mayor franqueza; en mi casa no se usan cumplimientos. ¡Ah, Fígaro!,
quiero que estés con toda comodidad; eres poeta, y además estos señores, que
saben nuestras íntimas relaciones, no se ofenderán si te prefiero; quítate el
frac, no sea que le manches.
-¿Qué tengo
de manchar? -le respondí, mordiéndome los labios.
-No importa,
te daré una chaqueta mía; siento que no haya para todos.
-No hay
necesidad.
-¡Oh!, sí,
sí, ¡mi chaqueta! Toma, mírala; un poco ancha te vendrá.
-Pero,
Braulio…
-No hay
remedio, no te andes con etiquetas.
Y en esto me
quita él mismo el frac, velis
nolis, y quedo sepultado en una cumplida chaqueta
rayada, por la cual solo asomaba los pies y la cabeza, y cuyas mangas no me
permitirían comer probablemente. Dile las gracias: ¡al fin el hombre creía
hacerme un obsequio!
Los días en
que mi amigo no tiene convidados se contenta con una mesa baja, poco más que
banqueta de zapatero, porque él y su mujer, como dice, ¿para qué quieren más?
Desde la tal mesita, y como se sube el agua del pozo, hace subir la comida
hasta la boca, adonde llega goteando después de una larga travesía; porque
pensar que estas gentes han de tener una mesa regular, y estar cómodos todos
los días del año, es pensar en lo excusado. Ya se concibe, pues, que la instalación
de una gran mesa de convite era un acontecimiento en aquella casa; así que se
había creído capaz de contener catorce personas que éramos en una mesa donde
apenas podrían comer ocho cómodamente. Hubimos de sentarnos de medio lado, como
quien va a arrimar el hombro a la comida, y entablaron los codos de los
convidados íntimas relaciones entre sí con la más fraternal inteligencia del
mundo. Colocáronme por mucha distinción entre un niño de cinco años, encaramado
en unas almohadas que era preciso enderezar a cada momento porque las ladeaba
la natural turbulencia de mi joven adlátere, y entre uno de esos hombres que
ocupan en el mundo el espacio y sitio de tres, cuya corpulencia por todos lados
se salía de madre de la única silla en que se hallaba sentado, digámoslo así,
como en la punta de una aguja. Desdobláronse silenciosamente las servilletas,
nuevas a la verdad, porque tampoco eran muebles en uso para todos los días, y
fueron izadas por todos aquellos buenos señores a los ojales de sus fraques
como cuerpos intermedios entre las salsas y las solapas.
-Ustedes
harán penitencia, señores -exclamó el anfitrión una vez sentado-; pero hay que
hacerse cargo de que no estamos en Genieys -frase que creyó preciso decir.
Necia
afectación es esta, si es mentira, dije yo para mí; y si verdad, gran torpeza
convidar a los amigos a hacer penitencia.
Desgraciadamente
no tardé mucho en conocer que había en aquella expresión más verdad de la que
mi buen Braulio se figuraba. Interminables y de mal gusto fueron los
cumplimientos con que para dar y recibir cada plato nos aburrimos unos a otros.
-Sírvase
usted.
-Hágame
usted el favor.
-De ninguna
manera.
-No lo
recibiré.
-Páselo
usted a la señora.
-Está bien
ahí.
-Perdone
usted.
-Gracias.
-Sin
etiqueta, señores -exclamó Braulio, y se echó el primero con su propia cuchara.
Sucedió a la
sopa un cocido surtido de todas las sabrosas impertinencias de este
engorrosísimo, aunque buen plato; cruza por aquí la carne; por allá la verdura;
acá los garbanzos; allá el jamón; la gallina por derecha; por medio el tocino;
por izquierda los embuchados de Extremadura. Siguiole un plato de ternera
mechada, que Dios maldiga, y a este otro y otros y otros; mitad traídos de la
fonda, que esto basta para que excusemos hacer su elogio, mitad hechos en casa
por la criada de todos los días, por una vizcaína auxiliar tomada al intento
para aquella festividad y por el ama de la casa, que en semejantes ocasiones
debe estar en todo, y por consiguiente suele no estar nada.
-Este plato
hay que disimularle -decía esta de unos pichones-; están un poco quemados.
-Pero,
mujer…
-Hombre, me
aparté un momento, y ya sabes lo que son las criadas.
-¡Qué
lástima que este pavo no haya estado media hora más al fuego! Se puso algo
tarde.
-¿No les
parece a ustedes que está algo ahumado este estofado?
-¿Qué
quieres? Una no puede estar en todo.
-¡Oh, está
excelente! -exclamábamos todos dejándonoslo en el plato-. ¡Excelente!
-Este
pescado está pasado.
-Pues en el
despacho de la diligencia del fresco dijeron que acababa de llegar. ¡El criado
es tan bruto!
-¿De dónde
se ha traído este vino?
-En eso no
tienes razón, porque es…
-Es
malísimo.
Estos
diálogos cortos iban exornados con una infinidad de miradas furtivas del marido
para advertirle continuamente a su mujer alguna negligencia, queriendo darnos a
entender entrambos a dos que estaban muy al corriente de todas las fórmulas que
en semejantes casos se reputan finura, y que todas las torpezas eran hijas de
los criados, que nunca han de aprender a servir. Pero estas negligencias se repetían
tan a menudo, servían tan poco ya las miradas, que le fue preciso al marido
recurrir a los pellizcos y a los pisotones; y ya la señora, que a duras penas
había podido hacerse superior hasta entonces a las persecuciones de su esposo,
tenía la faz encendida y los ojos llorosos.
-Señora, no
se incomode usted por eso -le dijo el que a su lado tenía.
-¡Ah!, les
aseguro a ustedes que no vuelvo a hacer estas cosas en casa; ustedes no saben
lo que es esto; otra vez, Braulio, iremos a la fonda y no tendrás…
-Usted,
señora mía, hará lo que…
-¡Braulio!
¡Braulio!
Una tormenta
espantosa estaba a punto de estallar; empero todos los convidados a porfía
probamos a aplacar aquellas disputas, hijas del deseo de dar a entender la
mayor delicadeza, para lo cual no fue poca parte la manía de Braulio y la
expresión concluyente que dirigió de nuevo a la concurrencia acerca de la
inutilidad de los cumplimientos, que así llamaba él a estar bien servido y al
saber comer. ¿Hay nada más ridículo que estas gentes que quieren pasar por
finas en medio de la más crasa ignorancia de los usos sociales; que para
obsequiarle le obligan a usted a comer y beber por fuerza, y no le dejan medio
de hacer su gusto? ¿Por qué habrá gentes que solo quieren comer con alguna más
limpieza los días de días?
A todo esto,
el niño que a mi izquierda tenía, hacía saltar las aceitunas a un plato de
magras con tomate, y una vino a parar a uno de mis ojos, que no volvió a ver
claro en todo el día; y el señor gordo de mi derecha había tenido la precaución
de ir dejando en el mantel, al lado de mi pan, los huesos de las suyas, y los
de las aves que había roído; el convidado de enfrente, que se preciaba de
trinchador, se había encargado de hacer la autopsia de un capón, o sea gallo,
que esto nunca se supo: fuese por la edad avanzada de la víctima, fuese por los
ningunos conocimientos anatómicos del victimario, jamás parecieron las
coyunturas. «Este capón no tiene coyunturas», exclamaba el infeliz sudando y
forcejeando, más como quien cava que como quien trincha. ¡Cosa más rara! En una
de las embestidas resbaló el tenedor sobre el animal como si tuviera escama, y
el capón, violentamente despedido, pareció querer tomar su vuelo como en sus
tiempos más felices, y se posó en el mantel tranquilamente como pudiera en un palo
de un gallinero.
El susto fue
general y la alarma llegó a su colmo cuando un surtidor de caldo, impulsado por
el animal furioso, saltó a inundar mi limpísima camisa: levántase rápidamente a
este punto el trinchador con ánimo de cazar el ave prófuga, y al precipitarse
sobre ella, una botella que tiene a la derecha, con la que tropieza su brazo,
abandonando su posición perpendicular, derrama un abundante caño de Valdepeñas
sobre el capón y el mantel; corre el vino, auméntase la algazara, llueve la sal
sobre el vino para salvar el mantel; para salvar la mesa se ingiere por debajo
de él una servilleta, y una eminencia se levanta sobre el teatro de tantas
ruinas. Una criada toda azorada retira el capón en el plato de su salsa; al
pasar sobre mí hace una pequeña inclinación, y una lluvia maléfica de grasa
desciende, como el rocío sobre los prados, a dejar eternas huellas en mi
pantalón color de perla; la angustia y el aturdimiento de la criada no conocen
término; retírase atolondrada sin acertar con las excusas; al volverse tropieza
con el criado que traía una docena de platos limpios y una salvilla con las
copas para los vinos generosos, y toda aquella máquina viene al suelo con el
más horroroso estruendo y confusión. «¡Por san Pedro!», exclama dando una voz Braulio
difundida ya sobre sus facciones una palidez mortal, al paso que brota fuego el
rostro de su esposa. «Pero sigamos, señores, no ha sido nada», añade volviendo
en sí.
¡Oh honradas
casas donde un modesto cocido y un principio final constituyen la felicidad
diaria de una familia, huid del tumulto de un convite de día de días! Solo la
costumbre de comer y servirse bien diariamente puede evitar semejantes
destrozos.
¿Hay más
desgracias? ¡Santo cielo! ¡Sí las hay para mí, infeliz! Doña Juana, la de los
dientes negros y amarillos, me alarga de su plato y con su propio tenedor una
fineza, que es indispensable aceptar y tragar; el niño se divierte en despedir
a los ojos de los concurrentes los huesos disparados de las cerezas; don
Leandro me hace probar el manzanilla exquisito, que he rehusado, en su misma
copa, que conserva las indelebles señales de sus labios grasientos; mi gordo
fuma ya sin cesar y me hace cañón de su chimenea; por fin, ¡oh última de las
desgracias!, crece el alboroto y la conversación; roncas ya las voces, piden
versos y décimas y no hay más poeta que Fígaro.
-Es preciso.
-Tiene usted
que decir algo -claman todos.
-Désele pie
forzado; que diga una copla a cada uno.
-Yo le daré
el pie: «A don Braulio en este día».
-Señores,
¡por Dios!
-No hay remedio.
-En mi vida
he improvisado.
-No se haga
usted el chiquito.
-Me
marcharé.
-Cerrar la
puerta.
-No se sale
de aquí sin decir algo.
Y digo
versos por fin, y vomito disparates, y los celebran, y crece la bulla y el humo
y el infierno.
A Dios
gracias, logro escaparme de aquel nuevo pandemonio. Por fin, ya respiro el aire
fresco y desembarazado de la calle; ya no hay necios, ya no hay castellanos
viejos a mí alrededor.
-¡Santo
Dios, yo te doy gracias, exclamo respirando, como el ciervo que acaba de
escaparse de una docena de perros y que oye ya apenas sus ladridos; para de
aquí en adelante no te pido riquezas, no te pido empleos, no honores; líbrame
de los convites caseros y de días de días; líbrame de estas casas en que es un
convite un acontecimiento, en que solo se pone la mesa decente para los
convidados, en que creen hacer obsequios cuando dan mortificaciones, en que se
hacen finezas, en que se dicen versos, en que hay niños, en que hay gordos, en
que reina, en fin, la brutal franqueza de los castellanos viejos! Quiero que,
si caigo de nuevo en tentaciones semejantes, me falte un roastbeef, desaparezca del mundo el beefsteak, se anonaden los timbales de macarrones, no
haya pavos en Périgueux, ni pasteles en Perigord, se sequen los viñedos de
Burdeos, y beban, en fin, todos menos yo la deliciosa espuma del champagne.
Concluida mi
deprecación mental, corro a mi habitación a despojarme de mi camisa y de mi
pantalón, reflexionando en mi interior que no son unos todos los hombres,
puesto que los de un mismo país, acaso de un mismo entendimiento, no tienen las
mismas costumbres, ni la misma delicadeza, cuando ven las cosas de tan distinta
manera. Vístome y vuelo a olvidar tan funesto día entre el corto número de
gentes que piensan, que viven sujetas al provechoso yugo de una buena educación
libre y desembarazada, y que fingen acaso estimarse y respetarse mutuamente
para no incomodarse, al paso que las otras hacen ostentación de incomodarse, y
se ofenden y se maltratan, queriéndose y estimándose tal vez verdaderamente.
FIN
El Pobrecito Hablador,
1832
Nota: Larra escribió bajo varios seudónimos.
Uno de ellos era “Fígaro”.
https://ciudadseva.com/texto/el-castellano-viejo/
El casarse pronto y mal
[Artículo - Texto completo.]
Mariano
José de Larra
Así como tengo aquel sobrino de quien he
hablado en mi artículo de empeños y desempeños, tenía otro no hace mucho
tiempo, que en esto suele venir a parar el tener hermanos. Este era hijo de una
mi hermana, la cual había recibido aquella educación que se daba en España no
hace ningún siglo: es decir, que en casa se rezaba diariamente el rosario, se
leía la vida del santo, se oía misa todos los días, se trabajaba los de labor,
se paseaba las tardes de los de guardar, se velaba hasta las diez, se estrenaba
vestido el domingo de Ramos, y andaba siempre señor padre, que entonces no se
llamaba «papá», con la mano más besada que reliquia vieja, y registrando los
rincones de la casa, temeroso de que las muchachas, ayudadas de su cuyo,
hubiesen a las manos algún libro de los prohibidos, ni menos aquellas novelas
que, como solía decir, a pretexto de inclinar a la virtud, enseñan desnudo el
vicio. No diremos que esta educación fuese mejor ni peor que la del día, solo sabemos
que vinieron los franceses, y como aquella buena o mala educación no estribaba
en mi hermana en principios ciertos, sino en la rutina y en la opresión
doméstica de aquellos terribles padres del siglo pasado, no fue necesaria mucha
comunicación con algunos oficiales de la guardia imperial para echar de ver que
si aquel modo de vivir era sencillo y arreglado, no era sin embargo el más
divertido. ¿Qué motivo habrá, efectivamente, que nos persuada que debemos en
esta corta vida pasarlo mal, pudiendo pasarlo mejor? Aficionose mi hermana de
las costumbres francesas, y ya no fue el pan pan, ni el vino vino: casose, y
siguiendo en la famosa jornada de Vitoria la suerte del tuerto Pepe Botellas,
que tenía dos ojos muy hermosos y nunca bebía vino, emigró a Francia.
Excusado es decir que adoptó mi hermana las
ideas del siglo; pero como esta segunda educación tenía tan malos cimientos
como la primera, y como quiera que esta débil humanidad nunca supo detenerse en
el justo medio, pasó del Año Cristiano a Pigault Lebrun, y se dejó de misas y
devociones, sin saber más ahora por qué las dejaba que antes por qué las tenía.
Dijo que el muchacho se había de educar como convenía; que podría leer sin
orden ni método cuanto libro le viniese a las manos, y qué sé yo qué más cosas
decía de la ignorancia y del fanatismo, de las luces y de la ilustración,
añadiendo que la religión era un convenio social en que solo los tontos
entraban de buena fe, y del cual el muchacho no necesitaba para mantenerse
bueno; que «padre» y «madre» eran cosa de brutos, y que a «papá» y «mamá» se
les debía tratar de tú, porque no hay amistad que iguale a la que une a los
padres con los hijos (salvo algunos secretos que guardarán siempre los segundos
de los primeros, y algunos soplamocos que darán siempre los primeros a los
segundos): verdades todas que respeto tanto o más que las del siglo pasado,
porque cada siglo tiene sus verdades, como cada hombre tiene su cara.
No es necesario decir que el muchacho, que se
llamaba Augusto, porque ya han caducado los nombres de nuestro calendario,
salió despreocupado, puesto que la despreocupación es la primera preocupación
de este siglo.
Leyó, hacinó, confundió; fue superficial,
vano, presumido, orgulloso, terco, y no dejó de tomarse más rienda de la que se
le había dado. Murió, no sé a qué propósito, mi cuñado, y Augusto regresó a
España con mi hermana, toda aturdida de ver lo brutos que estamos por acá
todavía los que no hemos tenido como ella la dicha de emigrar; y trayéndonos
entre otras cosas noticias ciertas de cómo no había Dios, porque eso se sabe en
Francia de muy buena tinta. Por supuesto que no tenía el muchacho quince años y
ya galleaba en las sociedades, y citaba, y se metía en cuestiones, y era
hablador y raciocinador como todo muchacho bien educado; y fue el caso que oía
hablar todos los días de aventuras escandalosas, y de los amores de Fulanito
con la Menganita, y le pareció en resumidas cuentas cosa precisa para hombrear
enamorarse.
Por su desgracia acertó a gustar a una joven,
personita muy bien educada también, la cual es verdad que no sabía gobernar una
casa, pero se embaulaba en el cuerpo en sus ratos perdidos, que eran para ella
todos los días, una novela sentimental, con la más desatinada afición que en el
mundo jamás se ha visto; tocaba su poco de piano y cantaba su poco de aria de
vez en cuando, porque tenía una bonita voz de contralto. Hubo guiños y
apretones desesperados de pies y manos, y varias epístolas recíprocamente
copiadas de la Nueva Eloísa; y no hay más que decir sino que a los cuatro días se
veían los dos inocentes por la ventanilla de la puerta y escurrían su
correspondencia por las rendijas, sobornaban con el mejor fin del mundo a los
criados, y por último, un su amigo, que debía de quererle muy mal, presentó al
señorito en la casa. Para colmo de desgracia, él y ella, que habían dado
principio a sus amores porque no se dijese que vivían sin su trapillo, se
llegaron a imaginar primero, y a creer después a pies juntillas, como se suele
muy mal decir, que estaban verdadera y terriblemente enamorados. ¡Fatal
credulidad! Los parientes, que previeron en qué podía venir a parar aquella
inocente afición ya conocida, pusieron de su parte todos los esfuerzos para
cortar el mal, pero ya era tarde. Mi hermana, en medio de su despreocupación y
de sus luces, nunca había podido desprenderse del todo de cierta afición a sus
ejecutorias y blasones, porque hay que advertir dos cosas: Primera, que hay
despreocupados por este estilo; y segunda, que somos nobles, lo que equivale a
decir que desde la más remota antigüedad nuestros abuelos no han trabajado para
comer. Conservaba mi hermana este apego a la nobleza, aunque no conservaba
bienes; y esta es una de las razones porque estaba mi sobrinito destinado a
morirse de hambre si no se le hacía meter la cabeza en alguna parte, porque eso
de que hubiera aprendido un oficio, ¡oh!, ¿qué hubieran dicho los parientes y
la nación entera? Averiguose, pues, que no tenía la niña un origen tan
preclaro, ni más dote que su instrucción novelesca y sus duettos, fincas que no bastan para sostener el boato
de unas personas de su clase. Averiguó también la parte contraria que el niño
no tenía empleo, y dándosele un bledo de su nobleza, hubo aquello de decirle:
-Caballerito, ¿con qué objeto entra usted en
mi casa?
-Quiero a Elenita -respondió mi sobrino.
-¿Y con qué fin, caballerito?
-Para casarme con ella.
-Pero no tiene usted empleo ni carrera…
-Eso es cuenta mía.
-Sus padres de usted no consentirán…
-Sí, señor; usted no conoce a mis papás.
-Perfectamente; mi hija será de usted en
cuanto me traiga una prueba de que puede mantenerla, y el permiso de sus
padres; pero en el ínterin, si usted la quiere tanto, excuse por su mismo
decoro sus visitas…
-Entiendo.
-Me alegro, caballerito.
Y quedó nuestro Orlando hecho una estatua,
pero bien decidido a romper por todos los inconvenientes.
Bien quisiéramos que nuestra pluma, mejor
cortada, se atreviese a trasladar al papel la escena de la niña con la mamá;
pero diremos, en suma, que hubo prohibición de salir y de asomarse al balcón, y
de corresponder al mancebo; a todo lo cual la malva respondió con cuatro
desvergüenzas acerca del libre albedrío y de la libertad de la hija para
escoger marido, y no fueron bastantes a disuadirle las reflexiones acerca de la
ninguna fortuna de su elegido: todo era para ella tiranía y envidia que los
papás tenían de sus amores y de su felicidad; concluyendo que en los
matrimonios era lo primero el amor, y que en cuanto a comer, ni eso hacía falta
a los enamorados, porque en ninguna novela se dice que coman las Amandas y los
Mortimers, ni nunca les habían de faltar unas sopas de ajo.
Poco más o menos fue la escena de Augusto con
mi hermana, porque aunque no sea legítima consecuencia, también concluía que
los padres no deben tiranizar a los hijos, que los hijos no deben obedecer a
los padres: insistía en que era independiente; que en cuanto a haberle criado y
educado, nada le debía, pues lo había hecho por una obligación imprescindible;
y a lo del ser que le había dado, menos, pues no se lo había dado por él, sino
por las razones que dice nuestro Cadalso, entre otras lindezas sutilísimas de
este jaez.
Pero insistieron también los padres, y
después de haber intentado infructuosamente varios medios de seducción y rapto,
no dudó nuestro paladín, vista la obstinación de las familias, en recurrir al
medio en boga de sacar a la niña por el vicario. Púsose el plan en ejecución, y
a los quince días mi sobrino había reñido ya decididamente con su madre; había
sido arrojado de su casa, privado de sus cortos alimentos, y Elena depositada
en poder de una potencia neutral; pero se entiende, de esta especie de
neutralidad que se usa en el día; de suerte que nuestra Angélica y Medoro se
veían más cada día, y se amaban más cada noche. Por fin amaneció el día feliz;
otorgose la demanda; un amigo prestó a mi sobrino algún dinero, uniéronse con
el lazo conyugal, estableciéronse en su casa, y nunca hubo felicidad igual a la
que aquellos buenos hijos disfrutaron mientras duraron los pesos duros del
amigo. Pero ¡oh, dolor!, pasó un mes y la niña no sabía más que acariciar a
Medoro, cantarle una aria, ir al teatro y bailar una mazurca; y Medoro no sabía
más que disputar. Ello sin embargo, el amor no alimenta, y era indispensable
buscar recursos.
Mi sobrino salía de mañana a buscar dinero,
cosa más difícil de encontrar de lo que parece, y la vergüenza de no poder
llevar a su casa con qué dar de comer a su mujer, le detenía hasta la noche.
Pasemos un velo sobre las escenas horribles de tan amarga posición. Mientras
que Augusto pasa el día lejos de ella en sufrir humillaciones, la infeliz
consorte gime luchando entre los celos y la rabia. Todavía se quieren; pero en
casa donde no hay harina todo es mohína; las más inocentes expresiones se
interpretan en la lengua del mal humor como ofensas mortales; el amor propio
ofendido es el más seguro antídoto del amor, y las injurias acaban de apagar un
resto de la antigua llama que amortiguada en ambos corazones ardía; se suceden
unos a otros los reproches; y el infeliz Augusto insulta a la mujer que le ha sacrificado
su familia y su suerte, echándole en cara aquella desobediencia a la cual no ha
mucho tiempo él mismo la inducía; a los continuos reproches se sigue, en fin,
el odio.
¡Oh, si hubiera quedado aquí el mal! Pero un
resto de honor mal entendido que bulle en el pecho de mi sobrino, y que le
impide prestarse para sustentar a su familia a ocupaciones groseras, no le
impide precipitarse en el juego, y en todos los vicios y bajezas, en todos los
peligros que son su consecuencia. Corramos de nuevo, corramos un velo sobre el
cuadro a que dio la locura la primera pincelada, y apresurémonos a dar nosotros
la última.
En este miserable estado pasan tres años, y
ya tres hijos más rollizos que sus padres alborotan la casa con sus juegos
infantiles. Ya el himeneo y las privaciones han roto la venda que ofuscaba la
vista de los infelices: aquella amabilidad de Elena es coquetería a los ojos de
su esposo; su noble orgullo, insufrible altanería; su garrulidad divertida y
graciosa, locuacidad insolente y cáustica; sus ojos brillantes se han
marchitado, sus encantos están ajados, su talle perdió sus esbeltas formas, y
ahora conoce que sus pies son grandes y sus manos feas; ninguna amabilidad,
pues, para ella, ninguna consideración. Augusto no es a los ojos de su esposa aquel
hombre amable y seductor, flexible y condescendiente; es un holgazán, un hombre
sin ninguna habilidad, sin talento alguno, celoso y soberbio, déspota y no
marido… en fin, ¡cuánto más vale el amigo generoso de su esposo, que les presta
dinero y les promete aun protección! ¡Qué movimiento en él! ¡Qué actividad!
¡Qué heroísmo! ¡Qué amabilidad! ¡Qué adivinar los pensamientos y prevenir los
deseos! ¡Qué no permitir que ella trabaje en labores groseras! ¡Qué asiduidad y
qué delicadeza en acompañarla los días enteros que Augusto la deja sola! ¡Qué
interés, en fin, el que se toma cuando le descubre, por su bien, que su marido
se distrae con otra…!
¡Oh poder de la calumnia y de la miseria!
Aquella mujer que, si hubiera escogido un compañero que la hubiera podido sostener,
hubiera sido acaso una Lucrecia, sucumbe por fin a la seducción y a la falaz
esperanza de mejor suerte.
Una noche vuelve mi sobrino a su casa; sus
hijos están solos.
-¿Y mi mujer? ¿Y sus ropas?
Corre a casa de su amigo. ¿No está en Madrid?
¡Cielos! ¡Qué rayo de luz! ¿Será posible? Vuela a la policía, se informa. Una
joven de tales y tales señas con un supuesto hermano han salido en la
diligencia para Cádiz. Reúne mi sobrino sus pocos muebles, los vende, toma un
asiento en el primer carruaje y hétele persiguiendo a los fugitivos. Pero le
llevan mucha ventaja y no es posible alcanzarlos hasta el mismo Cádiz. Llega:
son las diez de la noche, corre a la fonda que le indican, pregunta, sube
precipitadamente la escalera, le señalan un cuarto cerrado por dentro; llama;
la voz que le responde le es harto conocida y resuena en su corazón; redobla
los golpes; una persona desnuda levanta el pestillo. Augusto ya no es un
hombre, es un rayo que cae en la habitación; un chillido agudo le convence de
que le han conocido; asesta una pistola, de dos que trae, al seno de su amigo,
y el seductor cae revolcándose en su sangre; persigue a su miserable esposa,
pero una ventana inmediata se abre y la adúltera, poseída del terror y de la
culpa, se arroja, sin reflexionar, de una altura de más de sesenta varas. El
grito de la agonía le anuncia su última desgracia y la venganza más completa;
sale precipitado del teatro del crimen, y encerrándose, antes de que le
sorprendan, en su habitación, coge aceleradamente la pluma y apenas tiene
tiempo para dictar a su madre la carta siguiente:
Madre mía: Dentro de media hora no existiré;
cuidad de mis hijos, y si queréis hacerlos verdaderamente despreocupados,
empezad por instruirlos… Que aprendan en el ejemplo de su padre a respetar lo que
es peligroso despreciar sin tener antes más sabiduría. Si no les podéis dar
otra cosa mejor, no les quitéis una religión consoladora. Que aprendan a domar
sus pasiones y a respetar a aquellos a quienes lo deben todo. Perdonadme mis
faltas: harto castigado estoy con mi deshonra y mi crimen; harto cara pago mi
falsa preocupación. Perdonadme las lágrimas que os hago derramar. Adiós para
siempre.
Acabada esta carta, se oyó otra detonación
que resonó en toda la fonda, y la catástrofe que le sucedió me privó para
siempre de un sobrino, que, con el más bello corazón, se ha hecho desgraciado a
sí y a cuantos le rodean.
No hace dos horas que mi desgraciada hermana,
después de haber leído aquella carta, y llamándome para mostrármela, postrada
en su lecho, y entregada al más funesto delirio, ha sido desahuciada por los
médicos.
«Hijo… despreocupación… boda… religión…
infeliz…», son las palabras que vagan errantes sobre sus labios moribundos. Y
esta funesta impresión, que domina en mis sentidos tristemente, me ha impedido
dar hoy a mis lectores otros artículos más joviales que para mejor ocasión les
tengo reservados.
FIN
El Pobrecito Hablador,
1832
https://ciudadseva.com/texto/el-casarse-pronto-y-mal/
Vuelva usted mañana
[Artículo - Texto completo.]
Mariano
José de Larra
Gran persona debió de ser el primero que
llamó pecado mortal a la pereza; nosotros, que ya en uno de nuestros artículos
anteriores estuvimos más serios de lo que nunca nos habíamos propuesto, no
entraremos ahora en largas y profundas investigaciones acerca de la historia de
este pecado, por más que conozcamos que hay pecados que pican en historia, y
que la historia de los pecados sería un tanto cuanto divertida. Convengamos
solamente en que esta institución ha cerrado y cerrará las puertas del cielo a
más de un cristiano.
Estas reflexiones hacía yo casualmente no
hace muchos días, cuando se presentó en mi casa un extranjero de estos que, en
buena o en mala parte, han de tener siempre de nuestro país una idea exagerada
e hiperbólica, de estos que, o creen que los hombres aquí son todavía los
espléndidos, francos, generosos y caballerescos seres de hace dos siglos, o que
son aún las tribus nómadas del otro lado del Atlante: en el primer caso vienen
imaginando que nuestro carácter se conserva intacto como nuestra ruina; en el
segundo vienen temblando por esos caminos, y pregunta si son los ladrones que
los han de despojar los individuos de algún cuerpo de guardia establecido precisamente
para defenderlos de los azares de un camino, comunes a todos los países.
Verdad es que nuestro país no es de aquellos
que se conocen a primera ni a segunda vista, y si no temiéramos que nos
llamasen atrevidos, lo compararíamos de buena gana a esos juegos de manos
sorprendentes e inescrutables para el que ignora su artificio, que estribando
en una grandísima bagatela, suelen después de sabidos dejar asombrado de su
poca perspicacia al mismo que se devanó los sesos por buscarles causas
extrañas. Muchas veces la falta de una causa determinante en las cosas nos hace
creer que debe de haberlas profundas para mantenerlas al abrigo de nuestra
penetración. Tal es el orgullo del hombre, que más quiere declarar en alta voz
que las cosas son incomprensibles cuando no las comprende él, que confesar que
el ignorarlas puede depender de su torpeza.
Esto no obstante, como quiera que entre
nosotros mismos se hallen muchos en esta ignorancia de los verdaderos resortes
que nos mueven, no tendremos derecho para extrañar que los extranjeros no los
puedan tan fácilmente penetrar.
Un extranjero de estos fue el que se presentó
en mi casa, provisto de competentes cartas de recomendación para mi persona.
Asuntos intrincados de familia, reclamaciones futuras, y aun proyectos vastos
concebidos en París de invertir aquí sus cuantiosos caudales en tal cual
especulación industrial o mercantil, eran los motivos que a nuestra patria le
conducían.
Acostumbrado a la actividad en que viven
nuestros vecinos, me aseguró formalmente que pensaba permanecer aquí muy poco
tiempo, sobre todo si no encontraba pronto objeto seguro en que invertir su
capital. Pareciome el extranjero digno de alguna consideración, trabé presto
amistad con él, y lleno de lástima traté de persuadirle a que se volviese a su
casa cuanto antes, siempre que seriamente trajese otro fin que no fuese el de
pasearse. Admirole la proposición, y fue preciso explicarme más claro.
-Mirad -le dije-, monsieur Sans-délai -que
así se llamaba-; vos venís decidido a pasar quince días, y a solventar en ellos
vuestros asuntos.
-Ciertamente -me contestó-. Quince días, y es
mucho. Mañana por la mañana buscamos un genealogista para mis asuntos de
familia; por la tarde revuelve sus libros, busca mis ascendientes, y por la
noche ya sé quién soy. En cuanto a mis reclamaciones, pasado mañana las
presento fundadas en los datos que aquel me dé, legalizadas en debida forma; y
como será una cosa clara y de justicia innegable (pues solo en este caso haré
valer mis derechos), al tercer día se juzga el caso y soy dueño de lo mío. En
cuanto a mis especulaciones, en que pienso invertir mis caudales, al cuarto día
ya habré presentado mis proposiciones. Serán buenas o malas, y admitidas o
desechadas en el acto, y son cinco días; en el sexto, séptimo y octavo, veo lo
que hay que ver en Madrid; descanso el noveno; el décimo tomo mi asiento en la
diligencia, si no me conviene estar más tiempo aquí, y me vuelvo a mi casa; aún
me sobran de los quince cinco días.
Al llegar aquí monsieur Sans-délai traté de
reprimir una carcajada que me andaba retozando ya hacía rato en el cuerpo, y si
mi educación logró sofocar mi inoportuna jovialidad, no fue bastante a impedir
que se asomase a mis labios una suave sonrisa de asombro y de lástima que sus
planes ejecutivos me sacaban al rostro mal de mi grado.
-Permitidme, monsieur Sans-délai -le dije
entre socarrón y formal-, permitidme que os convide a comer para el día en que
llevéis quince meses de estancia en Madrid.
-¿Cómo?
-Dentro de quince meses estáis aquí todavía.
-¿Os burláis?
-No por cierto.
-¿No me podré marchar cuando quiera? ¡Cierto
que la idea es graciosa!
-Sabed que no estáis en vuestro país activo y
trabajador.
-¡Oh!, los españoles que han viajado por el
extranjero han adquirido la costumbre de hablar mal siempre de su país por
hacerse superiores a sus compatriotas.
-Os aseguro que en los quince días con que
contáis, no habréis podido hablar siquiera a una sola de las personas cuya
cooperación necesitáis.
-¡Hipérboles! Yo les comunicaré a todos mi
actividad.
-Todos os comunicarán su inercia.
Conocí que no estaba el señor de Sans-délai
muy dispuesto a dejarse convencer sino por la experiencia, y callé por
entonces, bien seguro de que no tardarían mucho los hechos en hablar por mí.
Amaneció el día siguiente, y salimos entrambos
a buscar un genealogista, lo cual solo se pudo hacer preguntando de amigo en
amigo y de conocido en conocido: encontrámosle por fin, y el buen señor,
aturdido de ver nuestra precipitación, declaró francamente que necesitaba
tomarse algún tiempo; instósele, y por mucho favor nos dijo definitivamente que
nos diéramos una vuelta por allí dentro de unos días. Sonreíme y marchámonos.
Pasaron tres días; fuimos.
-Vuelva usted mañana -nos respondió la
criada-, porque el señor no se ha levantado todavía.
-Vuelva usted mañana -nos dijo al siguiente
día-, porque el amo acaba de salir.
-Vuelva usted mañana -nos respondió al otro-,
porque el amo está durmiendo la siesta.
-Vuelva usted mañana -nos respondió el lunes
siguiente-, porque hoy ha ido a los toros.
-¿Qué día, a qué hora se ve a un español?
Vímosle por fin, y «Vuelva usted mañana -nos
dijo-, porque se me ha olvidado. Vuelva usted mañana, porque no está en
limpio».
A los quince días ya estuvo; pero mi amigo le
había pedido una noticia del apellido Díez, y él había entendido Díaz, y la
noticia no servía. Esperando nuevas pruebas, nada dije a mi amigo, desesperado
ya de dar jamás con sus abuelos.
Es claro que faltando este principio no
tuvieron lugar las reclamaciones.
Para las proposiciones que acerca de varios
establecimientos y empresas utilísimas pensaba hacer, había sido preciso buscar
un traductor; por los mismos pasos que el genealogista nos hizo pasar el
traductor; de mañana en mañana nos llevó hasta el fin del mes. Averiguamos que
necesitaba dinero diariamente para comer, con la mayor urgencia; sin embargo,
nunca encontraba momento oportuno para trabajar. El escribiente hizo después
otro tanto con las copias, sobre llenarlas de mentiras, porque un escribiente
que sepa escribir no le hay en este país.
No paró aquí; un sastre tardó veinte días en
hacerle un frac, que le había mandado llevarle en veinticuatro horas; el
zapatero le obligó con su tardanza a comprar botas hechas; la planchadora
necesitó quince días para plancharle una camisola; y el sombrerero a quien le
había enviado su sombrero a variar el ala, le tuvo dos días con la cabeza al
aire y sin salir de casa.
Sus conocidos y amigos no le asistían a una
sola cita, ni avisaban cuando faltaban, ni respondían a sus esquelas. ¡Qué
formalidad y qué exactitud!
-¿Qué os parece de esta tierra, monsieur
Sans-délai? -le dije al llegar a estas pruebas.
-Me parece que son hombres singulares…
-Pues así son todos. No comerán por no llevar
la comida a la boca.
Presentose con todo, yendo y viniendo días,
una proposición de mejoras para un ramo que no citaré, quedando recomendada
eficacísimamente.
A los cuatro días volvimos a saber el éxito
de nuestra pretensión.
-Vuelva usted mañana -nos dijo el portero-.
El oficial de la mesa no ha venido hoy.
«Grande causa le habrá detenido», dije yo
entre mí. Fuímonos a dar un paseo, y nos encontramos, ¡qué casualidad!, al
oficial de la mesa en el Retiro, ocupadísimo en dar una vuelta con su señora al
hermoso sol de los inviernos claros de Madrid. Martes era el día siguiente, y
nos dijo el portero:
-Vuelva usted mañana, porque el señor oficial
de la mesa no da audiencia hoy.
-Grandes negocios habrán cargado sobre él
-dije yo.
Como soy el diablo y aun he sido duende,
busqué ocasión de echar una ojeada por el agujero de una cerradura. Su señoría
estaba echando un cigarrito al brasero, y con una charada del Correo entre manos que le debía costar trabajo
el acertar.
-Es imposible verle hoy -le dije a mi
compañero-; su señoría está en efecto ocupadísimo.
Dionos audiencia el miércoles inmediato, y,
¡qué fatalidad!, el expediente había pasado a informe, por desgracia, a la
única persona enemiga indispensable de monsieur y de su plan, porque era quien
debía salir en él perjudicado. Vivió el expediente dos meses en informe, y vino
tan informado como era de esperar. Verdad es que nosotros no habíamos podido
encontrar empeño para una persona muy amiga del informante. Esta persona tenía
unos ojos muy hermosos, los cuales sin duda alguna le hubieran convencido en
sus ratos perdidos de la justicia de nuestra causa.
Vuelto de informe se cayó en la cuenta en la
sección de nuestra bendita oficina de que el tal expediente no correspondía a
aquel ramo; era preciso rectificar este pequeño error; pasose al ramo,
establecimiento y mesa correspondiente, y hétenos caminando después de tres
meses a la cola siempre de nuestro expediente, como hurón que busca el conejo,
y sin poderlo sacar muerto ni vivo de la huronera. Fue el caso al llegar aquí
que el expediente salió del primer establecimiento y nunca llegó al otro.
-De aquí se remitió con fecha de tantos
-decían en uno.
-Aquí no ha llegado nada -decían en otro.
-¡Voto va! -dije yo a monsieur Sans-délai,
¿sabéis que nuestro expediente se ha quedado en el aire como el alma de
Garibay, y que debe de estar ahora posado como una paloma sobre algún tejado de
esta activa población?
Hubo que hacer otro. ¡Vuelta a los empeños!
¡Vuelta a la prisa! ¡Qué delirio!
-Es indispensable -dijo el oficial con voz
campanuda-, que esas cosas vayan por sus trámites regulares.
Es decir, que el toque estaba, como el toque
del ejercicio militar, en llevar nuestro expediente tantos o cuantos años de
servicio.
Por último, después de cerca de medio año de
subir y bajar, y estar a la firma o al informe, o a la aprobación o al
despacho, o debajo de la mesa, y de volver siempre mañana, salió con una notita
al margen que decía:
«A pesar de la justicia y utilidad del plan
del exponente, negado.»
-¡Ah, ah!, monsieur Sans-délai -exclamé
riéndome a carcajadas-; este es nuestro negocio.
Pero monsieur Sans-délai se daba a todos
diablos.
-¿Para esto he echado yo mi viaje tan largo?
¿Después de seis meses no habré conseguido sino que me digan en todas partes
diariamente: «Vuelva usted mañana», y cuando este dichoso «mañana» llega en
fin, nos dicen redondamente que «no»? ¿Y vengo a darles dinero? ¿Y vengo a
hacerles favor? Preciso es que la intriga más enredada se haya fraguado para
oponerse a nuestras miras.
-¿Intriga, monsieur Sans-délai? No hay hombre
capaz de seguir dos horas una intriga. La pereza es la verdadera intriga; os
juro que no hay otra; esa es la gran causa oculta: es más fácil negar las cosas
que enterarse de ellas.
Al llegar aquí, no quiero pasar en silencio
algunas razones de las que me dieron para la anterior negativa, aunque sea una
pequeña digresión.
-Ese hombre se va a perder -me decía un
personaje muy grave y muy patriótico.
-Esa no es una razón -le repuse-: si él se
arruina, nada, nada se habrá perdido en concederle lo que pide; él llevará el
castigo de su osadía o de su ignorancia.
-¿Cómo ha de salir con su intención?
-Y suponga usted que quiere tirar su dinero y
perderse, ¿no puede uno aquí morirse siquiera, sin tener un empeño para el
oficial de la mesa?
-Puede perjudicar a los que hasta ahora han
hecho de otra manera eso mismo que ese señor extranjero quiere.
-¿A los que lo han hecho de otra manera, es
decir, peor?
-Sí, pero lo han hecho.
-Sería lástima que se acabara el modo de
hacer mal las cosas. ¿Conque, porque siempre se han hecho las cosas del modo
peor posible, será preciso tener consideraciones con los perpetuadores del mal?
Antes se debiera mirar si podrían perjudicar los antiguos al moderno.
-Así está establecido; así se ha hecho hasta
aquí; así lo seguiremos haciendo.
-Por esa razón deberían darle a usted papilla
todavía como cuando nació.
-En fin, señor Fígaro, es un extranjero.
-¿Y por qué no lo hacen los naturales del
país?
-Con esas socaliñas vienen a sacarnos la
sangre.
-Señor mío -exclamé, sin llevar más adelante
mi paciencia-, está usted en un error harto general. Usted es como muchos que
tienen la diabólica manía de empezar siempre por poner obstáculos a todo lo
bueno, y el que pueda que los venza. Aquí tenemos el loco orgullo de no saber
nada, de quererlo adivinar todo y no reconocer maestros. Las naciones que han tenido,
ya que no el saber, deseos de él, no han encontrado otro remedio que el de
recurrir a los que sabían más que ellas.
»Un extranjero -seguí- que corre a un país
que le es desconocido, para arriesgar en él sus caudales, pone en circulación
un capital nuevo, contribuye a la sociedad, a quien hace un inmenso beneficio
con su talento y su dinero, si pierde es un héroe; si gana es muy justo que
logre el premio de su trabajo, pues nos proporciona ventajas que no podíamos
acarrearnos solos. Ese extranjero que se establece en este país, no viene a
sacar de él el dinero, como usted supone; necesariamente se establece y se
arraiga en él, y a la vuelta de media docena de años, ni es extranjero ya ni
puede serlo; sus más caros intereses y su familia le ligan al nuevo país que ha
adoptado; toma cariño al suelo donde ha hecho su fortuna, al pueblo donde ha
escogido una compañera; sus hijos son españoles, y sus nietos lo serán; en vez
de extraer el dinero, ha venido a dejar un capital suyo que traía,
invirtiéndole y haciéndole producir; ha dejado otro capital de talento, que
vale por lo menos tanto como el del dinero; ha dado de comer a los pocos o
muchos naturales de quien ha tenido necesariamente que valerse; ha hecho una
mejora, y hasta ha contribuido al aumento de la población con su nueva familia.
Convencidos de estas importantes verdades, todos los gobiernos sabios y
prudentes han llamado a sí a los extranjeros: a su grande hospitalidad ha
debido siempre la Francia su alto grado de esplendor; a los extranjeros de todo
el mundo que ha llamado la Rusia, ha debido el llegar a ser una de las primeras
naciones en muchísimo menos tiempo que el que han tardado otras en llegar a ser
las últimas; a los extranjeros han debido los Estados Unidos… Pero veo por sus
gestos de usted -concluí interrumpiéndome oportunamente a mí mismo- que es muy
difícil convencer al que está persuadido de que no se debe convencer. ¡Por
cierto, si usted mandara, podríamos fundar en usted grandes esperanzas!
Concluida esta filípica, fuime en busca de mi
Sans-délai.
-Me marcho, señor Fígaro -me dijo-. En este
país «no hay tiempo» para hacer nada; solo me limitaré a ver lo que haya en la
capital de más notable.
-¡Ay, mi amigo! -le dije-, idos en paz, y no
queráis acabar con vuestra poca paciencia; mirad que la mayor parte de nuestras
cosas no se ven.
-¿Es posible?
-¿Nunca me habéis de creer? Acordaos de los
quince días…
Un gesto de monsieur Sans-délai me indicó que
no le había gustado el recuerdo.
-Vuelva usted mañana -nos decían en todas
partes-, porque hoy no se ve.
-Ponga usted un memorialito para que le den a
usted permiso especial.
Era cosa de ver la cara de mi amigo al oír lo
del memorialito: representábasele en la imaginación el informe, y el empeño, y
los seis meses, y… Contentose con decir:
-Soy extranjero. ¡Buena recomendación entre
los amables compatriotas míos!
Aturdíase mi amigo cada vez más, y cada vez
nos comprendía menos. Días y días tardamos en ver las pocas rarezas que tenemos
guardadas. Finalmente, después de medio año largo, si es que puede haber un
medio año más largo que otro, se restituyó mi recomendado a su patria
maldiciendo de esta tierra, y dándome la razón que yo ya antes me tenía, y
llevando al extranjero noticias excelentes de nuestras costumbres; diciendo
sobre todo que en seis meses no había podido hacer otra cosa sino «volver
siempre mañana», y que a la vuelta de tanto «mañana», eternamente futuro, lo
mejor, o más bien lo único que había podido hacer bueno, había sido marcharse.
¿Tendrá razón, perezoso lector (si es que has
llegado ya a esto que estoy escribiendo), tendrá razón el buen monsieur
Sans-délai en hablar mal de nosotros y de nuestra pereza? ¿Será cosa de que
vuelva el día de mañana con gusto a visitar nuestros hogares? Dejemos esta
cuestión para mañana, porque ya estarás cansado de leer hoy: si mañana u otro
día no tienes, como sueles, pereza de volver a la librería, pereza de sacar tu
bolsillo, y pereza de abrir los ojos para hojear las hojas que tengo que darte
todavía, te contaré cómo a mí mismo, que todo esto veo y conozco y callo mucho
más, me ha sucedido muchas veces, llevado de esta influencia, hija del clima y
de otras causas, perder de pereza más de una conquista amorosa; abandonar más
de una pretensión empezada, y las esperanzas de más de un empleo, que me hubiera
sido acaso, con más actividad, poco menos que asequible; renunciar, en fin, por
pereza de hacer una visita justa o necesaria, a relaciones sociales que
hubieran podido valerme de mucho en el transcurso de mi vida; te confesaré que
no hay negocio que no pueda hacer hoy que no deje para mañana; te referiré que
me levanto a las once, y duermo siesta; que paso haciendo el quinto pie de la
mesa de un café, hablando o roncando, como buen español, las siete y las ocho
horas seguidas; te añadiré que cuando cierran el café, me arrastro lentamente a
mi tertulia diaria (porque de pereza no tengo más que una), y un cigarrito tras
otro me alcanzan clavado en un sitial, y bostezando sin cesar, las doce o la
una de la madrugada; que muchas noches no ceno de pereza, y de pereza no me
acuesto; en fin, lector de mi alma, te declararé que de tantas veces como
estuve en esta vida desesperado, ninguna me ahorqué y siempre fue de pereza. Y
concluyo por hoy confesándote que ha más de tres meses que tengo, como la
primera entre mis apuntaciones, el título de este artículo, que llamé «Vuelva
usted mañana»; que todas las noches y muchas tardes he querido durante ese
tiempo escribir algo en él, y todas las noches apagaba mi luz diciéndome a mí
mismo con la más pueril credulidad en mis propias resoluciones: «¡Eh!, ¡mañana
le escribiré!». Da gracias a que llegó por fin este mañana que no es del todo
malo: pero ¡ay de aquel mañana que no ha de llegar jamás!
FIN
El
Pobrecito Hablador,
1833
Nota:
Larra escribió bajo varios seudónimos. Uno de ellos era “Fígaro”.
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